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Gabriel García Márquez 17 страница



El mayordomo reapareció cuando menos lo esperaban con una mujer distinta que se tomó el poder de la casa. Pero en vez de controlar el desorden ambos contribuyeron a aumentarlo. La mujer lo secundaba en sus borracheras de arrabal que solí an terminar con trompadas y botellazos. Las horas de las comidas se volvieron improbables. Los domingos se iban de farra y dejaban a Maruja y a los guardianes sin nada que comer hasta el dí a siguiente. Una madrugada, mientras Maruja caminaba sola en el patio, se fueron los cuatro guardianes a saquear la cocina, y dejaron las ametralladoras en el cuarto. Un pensamiento la estremeció. Lo saboreó mientras conversaba con el perro, lo acariciaba, le hablaba en susurros, y el animal regocijado le lamí a las manos con gruñ idos de complicidad. El grito de Barrabá s la sacó de sus sueñ os.

Fue el final de una ilusió n. Cambiaron el perro por otro con catadura de carnicero. Prohibieron las caminatas, y Maruja fue sometida a un ré gimen de vigilancia perpetua. Lo que má s temió entonces fue que la amarraran en la cama con una cadena forrada en plá stico que Barrabá s enrollaba y desenrollaba como una camá ndula de hierro. Maruja se adelantó a cualquier propó sito.

– Si yo hubiera querido irme de aquí ya me habrí a ido hace tiempo ‑ dijo‑. Me he quedado sola varias veces, y si no me he fugado es porque no he querido.

Alguien debió de llevar las quejas porque el mayordomo entró una mañ ana con una humildad sospechosa, y dio toda clase de excusas. Que se morí a de la vergü enza, que los muchachos iban a portarse bien en adelante, que ya habí a mandado por su esposa, que ya volví a. Así fue: volvió la misma Damaris de siempre, con las dos niñ as, con las minifaldas de gaitero escocé s y las lentejas aborrecidas. Con la misma actitud llegaron al dí a siguiente dos jefes enmascarados que sacaron a empellones a los cuatro guardianes e impusieron el orden. «No volverá n má s nunca», dijo uno de los jefes con una determinació n espeluznante.

Dicho y hecho.

Esa misma tarde mandaron el equipo de los bachilleres, y fue como un regreso má gico a la paz de febrero: el tiempo pausado, las revistas de variedades, la mú sica de Guns n' Roses, y las pelí culas de Mel Gibson con pistoleros a sueldo curtidos en los desenfrenos del corazó n.

A Maruja la conmoví a que los matones adolescentes las oí an y las veí an con la misma devoció n que sus hijos.

A fines de marzo, sin ningú n anuncio, aparecieron dos desconocidos que se habí an puesto las capuchas prestadas por los guardianes para no hablar a cara descubierta. Uno de ellos, sin saludar apenas, empezó a medir el piso con una cinta mé trica de sastre, mientras el otro trataba de congraciarse con Maruja.

– Encantado de conocerla, señ ora ‑ le dijo‑. Venimos a alfombrar el cuarto.

– ¡ Alfombrar el cuarto! ‑ gritó Maruja, ciega de rabia‑. ¡ Vá yanse al carajo! Lo que yo quiero es largarme de aquí. ¡ Ahora mismo!

En todo caso, lo má s escandaloso no era la alfombra, sino lo que ella podí a significar: un aplazamiento indefinido de su liberació n. Uno de los guardianes dirí a despué s que la interpretació n que hizo Maruja habí a sido equivocada, pues tal vez significaba que ella se iba pronto y renovaban el cuarto para otros rehenes mejor considerados. Pero Maruja estaba segura de que una alfombra en aquel momento só lo podí a entenderse como un añ o má s de su vida.

Tambié n Pacho Santos tení a que ingeniá rselas para mantener ocupados a sus guardianes, pues cuando se aburrí an de jugar a las barajas, de ver diez veces seguidas la misma pelí cula, de contar sus hazañ as de machos, se poní an a dar vueltas en el cuarto como leones enjaulados. Por los agujeros de la capucha se les veí an los ojos enrojecidos. Lo ú nico que podí an hacer entonces era tomarse unos dí as de descanso. Es decir: embrutecerse de alcohol y de droga en una semana de parrandas encadenadas, y regresar peor. La droga estaba prohibida y castigada con severidad, y no só lo durante el servicio, pero los adictos encontraban siempre la manera de burlar la vigilancia de sus superiores. La de rutina era la marihuana, pero en tiempos difí ciles se recetaban unas olimpiadas de bazuco que hací an temer cualquier descalabro. Uno de los guardianes, despué s de una noche de brujas en la calle, irrumpió en el cuarto y despertó a Pacho con un alarido. É l vio la má scara de diablo casi pegada a su cara, vio unos ojos sangrientos, unas cerdas erizadas que le salí an por las orejas, y sintió el tufo de azufre de los infiernos. Era uno de sus guardianes que querí a terminar la fiesta con é l. «Usted no sabe lo bandido que soy yo», le dijo mientras se bebí an un aguardiente doble a las seis de la mañ ana. En las dos horas siguientes le contó su vida sin que se lo hubiera pedido, só lo por un í mpetu irrefrenable de la conciencia. Al final se quedó fundido de la borrachera, y si Pacho no se fugó entonces fue porque a ú ltima hora le faltaron los á nimos.

La lectura má s alentadora que tuvo en su encierro fueron las notas privadas que El Tiempo publicaba só lo para é l sin disimulos ni reservas en sus pá ginas editoriales, por iniciativa de Marí a Victoria. Una de ellas estuvo acompañ ada por un retrato reciente de sus hijos, y é l les escribió en caliente una carta llena de esas verdades tremendas que les parecen ridí culas a quienes no las sufren: «Estoy aquí sentado en este cuarto, encadenado a una cama, con los ojos llenos de lá grimas». A partir de entonces escribió a su esposa y sus hijos una serie de cartas del corazó n que nunca pudo enviar.

Pacho habí a perdido toda esperanza despué s de la muerte de Marina y Diana, cuando la posibilidad de la fuga le salió al paso sin que la hubiera buscado. Ya no le cabí a duda de que estaba en uno de los barrios pró ximos a la avenida Boyacá, al occidente de la ciudad. Los conocí a bien, pues solí a desviarse por allí para ir del perió dico a su casa en las horas de mucho trá fico, y é se era el rumbo que llevaba la noche del secuestro. La mayorí a de sus edificaciones debí an ser conjuntos residenciales en serie, con la misma casa muchas veces repetida: un portó n en el garaje, un jardí n minú sculo, un segundo piso con vista hacia la calle, y todas las ventanas protegidas por rejas de hierro pintadas de blanco. Má s aú n: en una semana logró precisar la distancia de la pizzerí a, y que la fá brica no era otra que la cervecerí a de Bavaria. Un detalle desorientador era el gallo loco que al principio cantaba a cualquier hora, y con el paso de los meses cantaba al mismo tiempo en distintos lugares: a veces remoto a las tres de la tarde, a veces junto a su ventana a las dos de la madrugada. Má s desorientador habrí a sido si le hubieran dicho que tambié n Maruja y Beatriz lo escuchaban en un sector muy distante.

Al final del corredor, a la derecha de su cuarto, podí a saltar por una ventana que daba a un patiecito cerrado, y despué s escalar la tapia cubierta de enredaderas junto a un á rbol de buenas ramas. Ignoraba qué habí a detrá s de la tapia, pero siendo una casa de esquina tení a que ser una calle. Y casi con seguridad, la calle donde estaban la tienda de ví veres, la farmacia y un taller de automó viles. É ste, sin embargo, era quizá s un factor negativo, porque podí a ser una pantalla de los secuestradores. En efecto, Pacho oyó una vez por ese lado una discusió n sobre fú tbol con dos voces que eran sin duda de guardianes suyos. En todo caso, la salida por la tapia serí a fá cil, pero el resto era impredecible. De modo que la mejor alternativa era el bañ o, con la ventaja indispensable de ser el ú nico lugar donde le permití an ir sin las cadenas.

Tení a claro que la evasió n debí a ser a pleno dí a, pues nunca iba al bañ o despué s de acostarse ‑ aun si permanecí a despierto frente a la televisió n o escribiendo en la cama‑ y la excepció n podí a delatarlo. Ademá s, los comercios cerraban temprano, los vecinos se recogí an despué s de los noticieros de las siete y a las diez no habí a un alma en el contorno. Aun en las noches de viernes, que en Bogotá son fragorosas, só lo se percibí a el resuello lento de la fá brica de cerveza o el alarido instantá neo de una ambulancia desbocada en la avenida Boyacá. Ademá s, de noche no serí a fá cil encontrar un refugio inmediato en las calles desiertas, y las puertas de tiendas y hogares estarí an cerradas con aldabas y cerrojos superpuestos contra los riesgos de la noche.

Sin embargo, la oportunidad se presentó el 6 de marzo ‑ má s calva que nunca‑ y fue de noche. Uno de los guardianes habí a llevado una botella de aguardiente y lo invitó a un trago, mientras veí an un programa sobre Julio Iglesias en la televisió n. Pacho bebió poco y só lo por complacerlo. El guardiá n habí a entrado de turno esa tarde, vení a con los tragos adelantados y cayó redondo antes de terminar la botella, y sin encadenar a Pacho. É ste, muerto de sueñ o, no vio la oportunidad que le caí a del cielo. Siempre que quisiera ir de noche al bañ o debí a acompañ arlo su guardiá n de turno, pero prefirió no perturbar su borrachera feliz. Salió al corredor oscuro con toda inocencia ‑ tal como estaba, descalzo y en calzoncillos‑ y pasó sin respirar frente al cuarto donde dormí an los otros guardianes. Uno roncaba como un rastrillo. Pacho no habí a tomado conciencia hasta entonces de que se estaba fugando sin saberlo, y de que lo má s difí cil habí a pasado. Una rá faga de ná usea le subió del estó mago, le heló la lengua y le desbocó el corazó n. «No era el miedo de fugarme sino el de no atreverme», dirí a má s tarde. Entró al bañ o en tinieblas y ajustó la puerta con una determinació n sin regreso. Otro guardiá n, todaví a medio dormido, empujó la puerta y le alumbró la cara con una linterna. Ambos se quedaron ató nitos.

– ¿ Qué haces? ‑ preguntó el guardiá n. Pacho le contestó con voz firme: ‑ Cagando.

No se le ocurrió nada má s. El guardiá n movió la cabeza sin saber qué pensar.

– Okey ‑ dijo al fin‑. Buen provecho.

Permaneció en la puerta alumbrá ndolo con el haz de la linterna, sin pestañ ear, hasta que Pacho terminó lo suyo como si fuera cierto.

En el curso de la semana, vencido por la depresió n del fracaso, resolvió fugarse de una manera radical e irremediable. «Saco la cuchilla de la maquinita de afeitar, me corto las venas, y amanezco muerto», se dijo. El dí a siguiente, el padre Alfonso Llanos Escobar publicó en El Tiempo su columna semanal, dirigida a Pacho Santos, en la cual le ordenaba en el nombre de Dios que no se le ocurriera suicidarse. El artí culo llevaba tres semanas en el escritorio de Hernando Santos, que dudaba entre publicarlo o no ‑ sin tener claro por qué ‑ y el dí a anterior lo decidió a ú ltima hora y tambié n sin saber por qué. Todaví a, cada vez que lo cuenta, Pacho vuelve a vivir el estupor de aquel dí a.

Un jefe segundó n que visitó a Maruja a principios de abril le prometió mediar para que su marido le mandara una carta que ella necesitaba como una medicina del alma y del cuerpo. La respuesta fue increí ble: «No hay problema». El hombre se fue como a las siete de la noche. Hacia las doce y media, despué s de la caminata por el patio, el mayordomo dio unos golpes urgentes en la puerta atrancada por dentro, y le entregó la carta. No era ninguna de las emisarias que Villamizar le habí a mandado con Guido Parra sino la que le mandó con Jorge Luis Ochoa, y a la cual habí a puesto Gloria Pachó n de Galá n una posdata consoladora. Al dorso del mismo papel, Pablo Escobar habí a escrito una nota de su puñ o y letra: «Yo sé que esto ha sido terrible para usted y para su familia, pero mi familia y yo tambié n hemos sufrido muchí simo. Pero no se preocupe, yo le prometo que a usted no le va a pasar nada, pase lo que pase». Y terminaba con una confidencia marginal que a Maruja le pareció inverosí mil: «No le haga caso a mis comunicados de prensa que só lo son para presionar». La carta del esposo, en cambio, la desalentó por su pesimismo. Le decí a que las cosas iban bien, pero que tuviera paciencia, porque la espera podí a ser todaví a má s larga. Seguro de que serí a leí da antes de entregarla, Villamizar habí a terminado con una frase que en ese caso era má s para Escobar que para Maruja: «Ofrece tu sacrificio por la paz de Colombia». Ella se enfureció. Habí a captado muchas veces los recados mentales que Villamizar le mandaba desde su terraza, y le contestaba con toda el alma: «Sá querne de aquí, que ya no sé ni quié n soy despué s de tantos meses de no mirarme en un espejo».

Con aquella carta tuvo un motivo má s para contestarle de su puñ o y letra que qué paciencia ni que paciencia carajo, con tanta como habí a tenido y padecido en las noches de horror en que la despertaba de pronto el pasmo de la muerte. Ignoraba que era una carta antigua, escrita entre el fracaso con Guido Parra y las primeras entrevistas con los Ochoa, cuando aú n no se vislumbraba ni una luz de esperanza. No podí a esperarse que fuera una carta optimista, como lo hubiera sido en esos dí as en que ya parecí a definido el camino de su liberació n.

Por fortuna, el malentendido sirvió para que Maruja tomara conciencia de que su rabia podí a no ser tanto por la carta como por un rencor má s antiguo e inconsciente contra el esposo: ¿ por qué Alberto habí a permitido que soltaran sola a Beatriz si era é l quien manejaba el proceso? En diecinueve añ os de vida comú n no habí a tenido tiempo, ni motivo ni valor para hacerse una pregunta como é sa, y la respuesta que se dio a sí misma la volvió consciente de la verdad: habí a resistido el secuestro porque sabí a con seguridad absoluta que su esposo dedicaba cada instante de su vida a tratar de liberarla, y que lo hací a sin reposo y aun sin esperanzas por la seguridad absoluta de que ella lo sabí a. Era ‑ aunque ni é l ni ella lo supieran‑ un pacto de amor.

Se habí an conocido diecinueve añ os antes en una reunió n de trabajo cuando ambos eran publicistas juveniles. «Alberto me gustó de una», dice Maruja. ¿ Por qué? Ella no lo piensa dos veces: «Por su aire de desamparo». Era la respuesta menos pensada. A primera vista, Villamizar parecí a un ejemplar tí pico del universitario inconforme de la é poca, con el cabello hasta los hombros, la barba de anteayer y una sola camisa que lavaba cuando lloví a. «A veces me bañ aba», dice hoy muerto de risa. A segunda vista era parrandero, acostadizo y de genio atravesado. Pero Maruja lo vio de una vez a tercera vista, como un hombre que podí a perder la cabeza por una mujer bella, y má s si era inteligente y sensible, y má s aú n si tení a de sobra lo ú nico que hací a falta para acabar de criarlo: una mano de hierro y un corazó n de alcachofa.

Preguntado qué le habí a gustado de ella, Villamizar contesta con un gruñ ido. Tal vez porque Maruja, aparte de sus gracias visibles, no tení a las mejores credenciales para enamorarse de ella. Estaba en la flor de sus treinta añ os, se habí a casado por la Iglesia cató lica a los diecinueve, y tení a cinco hijos de su esposo ‑ tres mujeres y dos hombres‑, que habí an nacido con intervalos de quince meses. «Se lo conté todo de una ‑ dice Maruja para que supiera que estaba metié ndose en terreno minado». El la oyó con otro gruñ ido, y en vez de invitarla a almorzar le pidió a un amigo comú n que los invitara a los dos. Al dí a siguiente la invitó é l con el mismo amigo, al tercer dí a la invitó a ella sola, y al cuarto dí a se vieron los dos sin almorzar. Así siguieron encontrá ndose todos los dí as con las mejores intenciones. Cuando se le pregunta a Villamizar si estaba enamorado o só lo querí a acostarse con ella, dice en santandereano puro: «No joda, era de lo má s serio». Tal vez no se imaginaba é l mismo hasta qué punto lo era.

Maruja tení a un matrimonio sin sobresaltos, sin un sí ni un no, perfecto, pero quizá s le hací a falta el gramo de inspiració n y de riesgo que ella necesitaba para sentirse viva. Liberaba su tiempo para Villamizar con pretextos de oficina. Inventaba má s trabajo del que tení a, inclusive los sá bados desde las doce del dí a hasta las diez de la noche. Los domingos y feriados improvisaban fiestas juveniles, conferencias de arte, cineclubes de media noche, cualquier cosa, só lo por estar juntos. É l no tení a problemas: era soltero y a la orden, viví a a su aire y comí a a la carta, y con tantas novias de sá bado que era como no tener ninguna. Só lo le faltaba la tesis final para ser mé dico cirujano como su padre, pero los tiempos eran má s propicios para vivir fe vida que para curar enfermos. El amor empezaba a salirse de los boleros, se acabaron las esquelas perfumadas que habí an durado cuatro siglos, las serenatas lloradas, los monogramas en los pañ uelos, el lenguaje de las flores, los cines desiertos a las tres de la tarde, y el mundo entero andaba como envalentonado contra la muerte por la demencia feliz de los Beatles.

Al añ o de conocerse se fueron a vivir juntos con los hijos de Maruja en un apartamento de cien metros cuadrados. «Era un desastre», dice Maruja. Con razó n: viví an en medio de unas peloteras de todos contra todos, de estropicios de platos rotos, de celos y suspicacias para niñ os y adultos. «A veces lo odiaba a muerte», dice Maruja. «Y yo a ella», dice Villamizar. «Pero só lo por cinco minutos», rí e Maruja. En octubre de 1971 se casaron en Ureñ a, Venezuela, y fue como agregar un pecado má s a su vida, porque el divorcio no existí a y muy pocos creí an en la legalidad del matrimonio civil. A los cuatro añ os nació André s, hijo ú nico de los dos. Los sobresaltos continuaban pero les dolí an menos: la vida se habí a encargado de enseñ arles que la felicidad del amor no se hizo para dormirse en ella sino para joderse juntos.

Maruja era hija de Á lvaro Pachó n de la Torre, un periodista estrella de los cuarenta, que habí a muerto con dos colegas notables en un accidente de trá nsito histó rico en el gremio. Hué rfana tambié n de madre, ella y su hermana Gloria habí an aprendido a defenderse solas desde muy jó venes. Maruja habí a sido dibujante y pintora a los veinte añ os, publicista precoz, directora y guionista de radio y televisió n, jefe de relaciones pú blicas o publicidad de empresas mayores, y siempre periodista. Su talento artí stico y su cará cter impulsivo se imponí an de entrada, con la ayuda de un don de mando bien escondido tras el remanso de sus ojos gitanos. A Villamizar, por su lado, se le olvidó la medicina, se cortó el pelo, tiró a la basura la camisa ú nica, se puso corbata, y se hizo experto en ventas masivas de todo lo que le dieran a vender. Pero no cambió su modo de ser. Maruja reconoce que fue é l, má s que los golpes de la vida, quien la curó del formalismo y las inhibiciones de su medio social.

Trabajaban cada uno por su lado y con é xito mientras los hijos crecí an en la es cuela. Maruja volví a a casa a las seis de la tarde para ocuparse de ellos. Escarmentada por su propia educació n estricta y convencional, quiso ser una madre distinta que no asistí a a las reuniones de padres en el colegio ni ayudaba a hacer las tareas. Las hijas se quejaban: «Queremos una mamá como las otras». Pero Maruja los sacó a pulso por el lado contrario, con la independencia y la formació n para hacer lo que les diera la gana. Lo curioso es que a todos les dio la gana de ser lo que ella hubiera querido que fueran. Mó nica es hoy pintora egresada de la Academia de Bellas Artes de Roma, y una diseñ adora grá fica. Alexandra es periodista y programadora y directora de televisió n. Juana es guionista y directora de televisió n y cine. Nicolá s es compositor de mú sica para cine y televisió n. Patricio es sicó logo profesional. André s, estudiante de economí a, picado por el alacrá n de la polí tica gracias al mal ejemplo de su padre, fue elegido por votació n popular, a los veintiú n añ os, edil de la alcaldí a menor de Chapinero, en el norte de Bogotá.

La complicidad de Luis Carlos Galá n y Gloria Pachó n desde que eran novios fue decisiva para una carrera polí tica que ni Alberto ni Maruja habí an vislumbrado. Galá n, a sus treinta y siete añ os, entró en la recta final para la presidencia de la repú blica por el Nuevo Liberalismo. Su esposa Gloria, tambié n periodista, y Maruja, ya veterana en promoció n y publicidad, concibieron y dirigieron estrategias de imagen para seis campañ as electorales. La experiencia de Villamizar en ventas masivas le habí a dado un conocimiento logí stico de Bogotá que muy pocos polí ticos tení an. Los tres en equipo hicieron en un mes frené tico la primera campañ a electoral del Nuevo Liberalismo en la capital, y barrieron a electoreros curtidos. En las elecciones de 1982 Villamizar se inscribió en el sexto rengló n de una lista que no esperaba elegir má s de cinco representantes para la Cá mara, y eligió nueve. Por desgracia, aquella victoria fue el preludio de una nueva vida que habí a de conducir a Alberto y a Maruja ‑ ocho añ os despué s‑ a la tremenda prueba de amor del secuestro. Unos diez dí as despué s de la carta, el jefe grande al que llamaban el Doctor ‑ ya reconocido como el gran gerente del secuestro‑, visitó a Maruja sin anunciarse. Despué s de verlo en la primera casa adonde la llevaron la noche de la captura, habí a vuelto unas tres veces antes de la muerte de Marina. Mantení a con é sta largas conversaciones en susurros, só lo explicables por una confianza muy antigua. Su relació n con Maruja habí a sido siempre la peor. Para cualquier intervenció n de ella, por simple que mera, tení a una ré plica altanera y un tono brutal.

«Usted no tiene nada que decir aquí ». Cuando estaban todaví a las tres rehenes ella quiso hacerle un reclamo por las condiciones miserables del cuarto a las que atribuí a su tos pertinaz y sus dolores errá ticos.

– Yo he pasado noches peores en sitios mil veces peores que é ste ‑ le contestó é l con rabia‑. ¿ Qué se creen ustedes?

Sus visitas eran anuncios de grandes acontecimientos, buenos o malos, pero siempre decisivos. Esta vez, sin embargo, alentada por la carta de Escobar, Maruja tuvo á nimos para enfrentarlo.

La comunicació n fue inmediata y de una fluidez sorprendente. Ella empezó por preguntarle sin resentimientos qué querí a Escobar, có mo iba la negociació n, qué posibilidades habí a de que se entregara pronto. É l le explicó sin reticencias que nada serí a fá cil sin las garantí as suficientes para la seguridad de Pablo Escobar y la de su familia y su gente. Maruja le preguntó por Guido Parra, cuya gestió n la habí a ilusionado y cuya desaparició n sú bita la intrigaba.

– Es que no se portó muy bien ‑ le dijo é l sin dramatismo‑. Ya está afuera.

Aquello podí a interpretarse de tres modos: o habí a perdido su poder, o en realidad se habí a ido del paí s ‑ como se publicó ‑ o lo habí an matado. É l se escapó con la respuesta de que en realidad no lo sabí a.

En parte por una curiosidad irresistible, y en parte por ganarse su confianza, Maruja preguntó tambié n quié n habí a escrito una carta que los Extraditables habí an dirigido en esos dí as al embajador de los Estados Unidos sobre la extradició n y el trá fico de drogas. No só lo le habí a llamado la atenció n por la fuerza de sus argumentos sino por la buena redacció n. El Doctor no lo sabí a a ciencia cierta, pero le constaba que Escobar escribí a é l mismo sus cartas, repensando y repitiendo borradores hasta que lograba decir lo que querí a sin equí vocos ni contradicciones. Al final de la charla de casi dos horas, el Doctor volvió a abordar el tema de la entrega. Maruja se dio cuenta de que estaba má s interesado de lo que pareció al principio y que no só lo pensaba en la suerte de Escobar sino tambié n en la propia. Ella, por su parte, tení a un criterio bien formado de las controversias y la evolució n de los decretos, conocí a las menudencias de la polí tica de sometimiento y las tendencias de la Asamblea Constituyente sobre la extradició n y el indulto.

– Si Escobar no piensa quedarse por lo menos catorce añ os en la cá rcel ‑ dijo‑ no creo que el gobierno vaya aceptarle la entrega.

El apreció tanto la opinió n, que tuvo una idea insó lita: «¿ Por qué no le escribe una carta al Patró n? ». Y enseguida, ante el desconcierto de Maruja, insistió.

– En serio, escrí bale eso ‑ le dijo‑. Puede servir de mucho.

Dicho y hecho. Le llevó papel y lá piz, y esperó sin prisa, paseá ndose de un extremo al otro del cuarto. Maruja se fumó media cajetilla de cigarrillos desde la primera letra hasta la ú ltima mientras escribí a, sentada en la cama y con el papel apoyado en una tabla. En té rminos sencillos le dio las gracias a Escobar por la seguridad que fe habí an infundido sus palabras. Le dijo que no tení a sentimientos de venganza contra é l ni contra los que estaban a cargo de su secuestro, y a todos les agradeció la forma digna con que la habí an tratado. Esperaba que Escobar pudiera acogerse a los decretos del gobierno para que lograra un buen futuro para é l y para sus hijos en su paí s. Por ú ltimo, con la misma fó rmula que Villamizar le habí a sugerido en su carta, ofreció su sacrificio por la paz de Colombia. El Doctor esperaba algo má s concreto sobre las condiciones de la entrega, pero Maruja lo convenció de que el efecto serí a el mismo sin incurrir en detalles que pudieran parecer impertinentes o que fueran mal interpretados. Tuvo razó n: la carta fue distribuida a la prensa por Pablo Escobar, que en ese momento la tení a a su alcance por el interé s de la rendició n.

Maruja le escribió a Villamizar en el mismo correo una carta muy distinta de la que habí a concebido bajo los efectos de la rabia, y así logró que é l reapareciera en la televisió n despué s de muchas semanas de silencio. Esa noche, bajo los efectos del somní fero arrasador, soñ ó que Escobar bajaba de un helicó ptero protegié ndose con ella de una rá faga de balas como en una versió n futurista de las pelí culas de vaqueros.



  

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