|
|||
Gabriel García Márquez 16 страницаNo era un cá lculo loco. Antes de la instalació n de la Constituyente, los partidos polí ticos habí an acordado una agenda de temas cerrados, y el gobierno logró con razones jurí dicas que la extradició n no fuera incluida en la lista, porque la necesitaba como instrumento de presió n en la polí tica de sometimiento. Pero cuando la Corte Suprema de Justicia tomó la decisió n espectacular de que la Constituyente podí a tratar cualquier tema sin limitació n alguna, el de la extradició n resurgió de los escombros. El indulto no se mencionó, pero tambié n era posible: todo cabí a en el infinito. El presidente Gavina no era de los que abandonaban un terna por otro. En seis meses habí a impuesto a sus colaboradores un sistema de comunicació n personal con notas escritas en papelitos casuales con frases breves que lo resumí an todo. A veces mandaba só lo el nombre de la persona a quien iba dirigido, se lo entregaba al que estuviera má s cerca, y el destinatario sabí a lo que debí a hacer. Este mé todo, ademá s, tení a para sus asesores la virtud terrorí fica de que no hací a distinció n entre las horas de trabajo y las de descanso. Gaviria no la concebí a, pues descansaba con la misma disciplina con que trabajaba, y seguí a mandando papelitos mientras estaba en un có ctel o tan pronto como emergí a de la pesca submarina. «Jugar tenis con é l era como un consejo de ministros», dijo uno de sus consejeros. Podí a hacer siestas profundas de cinco a diez minutos aun sentado en el escritorio, y despertaba como nuevo mientras sus colaboradores se caí an de sueñ o. El mé todo, por azaroso que pareciera, tení a la virtud de disparar la acció n con má s apremio y energí a que los memorandos formales. El sistema fue de gran utilidad cuando el presidente trató de parar el golpe de la Corte Suprema contra la extradició n, con el argumento de que era un tema de ley y no de Constitució n. El ministro de Gobierno, Humberto de la Calle logró convencer de entrada a la mayorí a. Pero las cosas que interesan a la gente terminan por imponerse a las que interesan a los gobiernos, y la gente tení a bien identificada la extradició n como uno de los factores de perturbació n social y, sobre todo, del terrorismo salvaje. Así que al cabo de muchas vueltas y revueltas terminó incluida en el temario de la Comisió n de Derechos. En medio de todo, los Ochoa persistí an en el temor de que Escobar, acorralado por sus propios demonios, decidiera inmolarse en una catá strofe de tamañ o apocalí ptico. Fue un temor profé tico. A principios de marzo, Villamizar recibió de ellos un mensaje apremiante: «Vé ngase enseguida para acá porque van a pasar cosas muy graves». Habí an recibido una carta de Pablo Escobar con la amenaza de reventar cincuenta toneladas de dinamita en el recinto histó rico de Cartagena de Indias si no eran sancionados los policí as que asolaban las comunas de Medellí n: cien kilos por cada muchacho muerto fuera de combate. Los Extraditables habí an considerado a Cartagena como un santuario intocable hasta el 28 de setiembre de 1989, cuando una carga de dinamita sacudió los cimientos y pulverizó cristales del Hotel Hilton, y mató a dos mé dicos de un congreso que sesionaba en otro piso. A partir de entonces quedó claro que tampoco aquel patrimonio de la humanidad estaba a salvo de la guerra. La nueva amenaza no permití a un instante de vacilació n. El presidente Gaviria la conoció por Villamizar pocos dí as antes de cumplirse el plazo. «Ahora no estamos peleando por Maruja sino por salvar a Cartagena», le dijo Villamizar, para facilitarle un argumento. La respuesta del presidente fue que le agradecí a la informació n y que el gobierno tomarí a las medidas para impedir el desastre, pero que de ningú n modo cederí a al chantaje. Así que Villamizar viajó a Medellí n una vez má s, y con la ayuda de los Ochoa logró disuadir a Escobar. No fue fá cil. Dí as antes del plazo, Escobar garantizó en un papel apresurado que a los periodistas cautivos no les pasarí a nada por el momento, y aplazó la detonació n de bombas en ciudades grandes. Pero tambié n fue terminante: si despué s de abril continuaban los operativos de la policí a en Medellí n, no quedarí a piedra sobre piedra de la muy antigua y noble ciudad de Cartagena de Indias.
Sola en el cuarto, Maruja tomó conciencia de que estaba en manos de los hombres que quizá s habí an matado a Marina y a Beatriz, y se negaban a devolverle el radio y el televisor para que no se enterara. Pasó de la solicitud encarecida a la exigencia colé rica, se enfrentó a gritos con los guardianes para que la oyeran hasta los vecinos, no volvió a caminar y amenazó con no volver a comer. El mayordomo y los guardianes, sorprendidos por una situació n impensable, no supieron qué hacer. Susurraban en conciliá bulos inú tiles, salí an a llamar por telé fono y regresaban aú n má s indecisos. Trataban de tranquilizar a Maruja con promesas ilusorias o intimidarla con amenazas, pero no consiguieron quebrantar su voluntad de no comer. Nunca se habí a sentido má s dueñ a de sí. Era claro que sus guardianes tení an instrucciones de no maltratarla, y se jugó la carta de que la necesitaban viva a toda costa. Fue un cá lculo certero: tres dí as despué s de la liberació n de Beatriz, muy temprano, la puerta se abrió sin ningú n anuncio, y entró el mayordomo con el radio y el televisor. «Usted se va a enterar ahora de una cosa», le dijo a Maruja. Y enseguida, sin dramatismo, le soltó la noticia: – Doñ a Marina Montoya está muerta. Al contrario de lo que ella misma hubiera esperado, Maruja lo oyó como si lo hubiera sabido desde siempre. Lo asombroso para ella habrí a sido que Marina estuviera viva. Sin embargo, cuando la verdad le llegó al corazó n se dio cuenta de cuá nto la querí a y cuá nto habrí a dado porque no fuera cierta. – ¡ Asesinos! ‑ le dijo al mayordomo‑. Eso es lo que son todos ustedes: ¡ asesinos! En ese instante apareció el Doctor en la puerta, y quiso calmar a Maruja con la noticia de que Beatriz estaba feliz en su casa, pero ella no lo creerí a mientras no la viera con sus ojos en la televisió n o la oyera por la radio. En cambio el recié n llegado le pareció como mandado a hacer para un desahogo. – Usted no habí a vuelto por aquí ‑ le dijo‑. Y lo comprendo: debe estar muy avergonzado de lo que hizo con Marina. É l necesitó un instante para reponerse de la sorpresa. – ¿ Qué pasó? ‑ lo instigó Maruja‑. ¿ Estaba condenada a muerte? É l explicó entonces que se trataba de vengar una traició n doble. «Lo de usted es distinto», dijo. Y repitió lo que ya habí a dicho antes: «Es polí tico». Maruja lo escuchó con la rara fascinació n que infunde la idea de la muerte a los que sienten que van a morir. – Al menos dí game có mo fue ‑ dijo‑. ¿ Marina se dio cuenta? – Le juro que no ‑ dijo é l. – ¡ Pero có mo no! ‑ persistió Maruja‑. ¡ Có mo no iba a darse cuenta! – Le dijeron que la iban a llevar a otra finca ‑ dijo é l con la ansiedad de que se lo creyera‑. Le dijeron que se bajara del carro, y ella siguió caminando adelante y le dispararon por detrá s de la cabeza. No pudo darse cuenta de nada. La imagen de Marina caminando a tientas con la capucha al revé s hacia una finca imaginaria iba a perseguir a Maruja muchas noches de insomnios. Má s que a la muerte misma, le temí a a la lucidez del momento final. Lo ú nico que le infundió algú n consuelo fue la caja de pastillas somní feras que habí a ahorrado como perlas preciosas, para tragarse un puñ ado antes que dejarse arrastrar por las buenas al matadero. En las noticias del mediodí a vio por fin a Beatriz, rodeada de su gente y en un apartamento lleno de flores que reconoció al instante a pesar de los cambios: era el suyo. Sin embargo, la alegrí a de verla se estropeó con el disgusto de la nueva decoració n. La biblioteca nueva le pareció bien hecha y en el lugar en que ella la querí a, pero los colores de las paredes y las alfombras eran insoportables, y el caballo de la dinastí a Tang estaba atravesado donde má s estorbaba. Indiferente a su situació n empezó a regañ ar al marido y a los hijos como si pudieran oí rla en la pantalla. «¡ Qué brutos! ‑ gritó ‑. ¡ Es todo al revé s de lo que yo habí a dicho! » Los deseos de salir libre se redujeron por un instante a las ansias de cantarles la tabla por lo mal que lo habí an hecho. En esa tormenta de sensaciones y sentimientos encontrados, los dí as se le habí an hecho invivibles y las noches, interminables. La impresionaba dormir en la cama de Marina, cubierta con su manta, atormentada por su olor, y cuando empezaba a dormirse oí a en las tinieblas, junto a ella en la misma cama, sus susurros de abeja. Una noche no fue una alucinació n sino un prodigio de la vida real. Marina la agarró del brazo con su mano de viva, tibia y tierna, y le sopló al oí do con su voz natural: «Maruja». No lo consideró una alucinació n porque en Yakarta habí a vivido otra experiencia fantá stica. En una feria de antigü edades habí a comprado la escultura de un hermoso mancebo de tamañ o natural, con un pie apoyado sobre la cabeza de un niñ o vencido. Tení a una aureola como los santos cató licos, pero é sta era de lató n, y d estilo y los materiales hací an pensar en un añ adido de pacotilla. Só lo tiempo despué s de tenerla en el mejor lugar de la casa se enteró de que era el Dios de la Muerte. Maruja soñ ó una noche que trataba de arrancarle la aureola a la estatua porque le parecí a muy fea, pero no lo logró. Estaba soldada al bronce. Despertó muy molesta por el mal recuerdo, corrió a ver la estatua en el saló n de la casa, y encontró al dios descoronado y la aureola tirada en el piso como si fuera el final de su sueñ o. Maruja ‑ que es racionalista y agnó stica‑, se conformó con la idea de que era ella misma, en un episodio irrecordable de sonambulismo, quien le habí a quitado la aureola al Dios de la Muerte. Al principio del cautiverio se habí a sostenido por la rabia que le causaba la sumisió n de Marina. Má s tarde fue la compasió n por su amargo destino y los deseos de darle alientos para vivir. La sostuvo el deber de fingir una fuerza que no tení a cuando Beatriz empezaba a perder el control, y la necesidad de mantener su propio equilibrio cuando la adversidad las abrumaba. Alguien tení a que asumir el mando para no hundirse, y habí a sido ella, en un espacio lú gubre y pestilente de tres metros por dos y medio, durmiendo en el suelo, comiendo sobras de cocina y sin la certidumbre de estar viva en el minuto siguiente. Pero cuando no quedó nadie má s en el cuarto ya no tení a por qué fingir: estaba sola ante sí misma La certidumbre de que Beatriz habí a informado a su familia sobre el modo como podí an dirigirse a ella por radio y televisió n la mantuvo alerta. En efecto, Villamizar apareció varias veces con sus voces de aliento, y sus hijos la consolaron con su imaginació n y su gracia. De pronto, sin ningú n anuncio, se rompió el contacto durante dos semanas. Entonces la embargó una sensació n de olvido. Se derrumbó. No volvió a caminar. Permaneció acostada de cara a la pared, ajena a todo, comiendo y bebiendo apenas para no morir. Volvió a sentir los mismos dolores de diciembre, los mismos calambres y punzadas en las piernas que habí an hecho necesaria la visita del mé dico. Pero esta vez no se quejó siquiera. Los guardianes, enredados en sus conflictos personales y discrepancias internas, se desentendieron de ella. La comida se enfriaba en el plato y tanto el mayordomo como su mujer parecí an no enterarse de nada. Los dí as se hicieron má s largos y á ridos. Tanto, que hasta añ oraba a veces los momentos peores de los primeros dí as. Perdió el interé s por la vida. Lloró. Una mañ ana al despertar se dio cuenta horrorizada de que su brazo derecho se alzaba por sí solo. El relevo de la guardia de febrero fue providencial. En vez de la pandilla de Barrabá s mandaron cuatro muchachos nuevos, serios, disciplinados y conversadores. Tení an buenos modales y una facilidad de expresió n que fueron un alivio para Maruja. De entrada la invitaron a jugar nintendo y otras diversiones de televisió n. El juego los acercó. Ella notó desde el principio que tení an un lenguaje comú n, y eso les facilitó una comunicació n. Sin duda habí an sido instruidos para vencer su resistencia y levantarle la moral con un trato distinto, pues empezaron a convencerla de que siguiera con la orden mé dica de caminar en el patio, de que pensara en su esposo, en sus hijos, y en no defraudar la esperanza que é stos tení an de verla pronto y en buen estado. El ambiente fue propicio para los desahogos. Consciente de que tambié n ellos eran prisioneros y tal vez necesitaban de ella, Maruja les contaba sus experiencias con tres hijos varones que ya habí an pasado por la adolescencia. Les contó episodios significativos de su crianza y educació n, de sus costumbres y sus gustos. Tambié n los guardianes, ya má s confiados, le hablaron de sus vidas. Todos eran bachilleres y uno de ellos habí a hecho por lo menos un semestre de universidad. Al contrario de los anteriores, decí an pertenecer a familias de clase media, pero de una u otra manera estaban marcados por la cultura de las comunas de Medellí n. El mayor de ellos, de veinticuatro añ os, a quien llamaban la Hormiga, era alto y apuesto, y de í ndole reservada. Habí a interrumpido sus estudios universitarios cuando sus padres murieron en un accidente de trá nsito y no habí a encontrado má s salida que el sicariato. Otro, a quien llamaban Tiburó n, contaba divertido que habí a aprobado la mitad del bachillerato amenazando a sus profesores con un revó lver de juguete. Al má s alegre del equipo, y de todos los que pasaron por allí, lo llamaban el Trompo y lo parecí a, en efecto. Era muy gordo, de piernas cortas y frá giles, y su afició n por el baile llegaba a extremos de locura. Alguna vez puso en la grabadora una cinta de salsa despué s del desayuno, y la bailó sin interrupció n y con í mpetu frené tico hasta el final de su turno. El má s formal, hijo de una maestra de escuela, era lector de literatura y de perió dicos, y estaba bien informado de la actualidad del paí s. Só lo tení a una explicació n para estar en aquella vida: «Porque es muy ché vere». Sin embargo, tal como Maruja lo vislumbró desde el principio, no fueron insensibles al trato humano. Lo cual, a su vez, no só lo le dio a ella nuevos á nimos para vivir, sino la astucia para ganar ventajas que tal vez los mismos guardianes no tení an previstas. – No se crean que voy a hacer pendejadas con ustedes ‑ les dijo‑. Esté n seguros de que no haré nada de lo que está prohibido, porque sé que esto va a terminar pronto y bien. Entonces no tiene sentido que me constriñ an tanto. Con una autonomí a que no tuvo ninguno de los guardianes anteriores ‑ ni siquiera sus jefes‑, los nuevos se atrevieron a relajar el ré gimen carcelario mucho má s de lo que la misma Maruja esperaba. La dejaron moverse por el cuarto, hablar con la voz menos forzada, ir al bañ o sin un horario fijo. El nuevo trato le devolvió los á nimos para dedicarse al cuidado de sí misma, gracias a la experiencia de Yakarta. Sacó buen provecho de unas lecciones de gimnasia que hizo para ella una maestra en el programa de Alexandra, y cuyo tí tulo parecí a llevar nombre propio: ejercicios en espacios reducidos. Era tal su entusiasmo, que uno de los guardianes le preguntó con un gesto de sospecha: «¿ No será que ese programa tiene algú n mensaje para usted? ». Trabajo le costó a Maruja convencerlo de que no. Por esos dí as la emocionó tambié n la aparició n sorpresiva de Colombia los Reclama, que no só lo le pareció bien concebido y bien hecho, sino tambié n el má s adecuado para sostener en alto la moral de los dos ú ltimos rehenes. Se sintió mejor comunicada y má s identificada con los suyos. Pensaba que ella hubiera hecho lo mismo Corno campañ a, como medicina, como golpe de opinió n, hasta el punto de que llegó a acertar en las apuestas que hací a con los guardianes sobre quié n iba a aparecer en la pantalla al dí a siguiente. Una vez apostó a que saldrí a Vicky Herná ndez, la gran actriz, su gran amiga, y ganó. Un premio mejor, en todo caso, fue que el solo hecho de ver a Vicky y de escuchar su mensaje le provocó uno de los pocos instantes felices del cautiverio. Tambié n las caminatas del patio empezaron a dar frutos. El pastor alemá n, alegre de verla otra vez, trató de meterse por debajo del portó n para retozar con Maruja, pero ella lo calmó con sus mimos por temor de despertar los recelos de los guardianes. Marina le habí a dicho que el portó n daba a un potrero apacible de corderos y gallinas. Maruja lo comprobó con una rá pida mirada bajo la claridad lunar. Sin embargo, tambié n se dio cuenta entonces de que un hombre armado con una escopeta montaba guardia por fuera de la cerca. La ilusió n de escapar con la complicidad del perro quedó cancelada. El 20 de febrero ‑ cuando la vida parecí a haber recobrado su ritmo‑ se enteraron por radio de que en un potrero de Medellí n habí an encontrado el cadá ver del doctor Conrado Prisco Lopera, primo de los jefes de la banda, quien habí a desaparecido dos dí as antes. Su primo Edgar de Jesú s Botero Prisco fue asesinado a los cuatro dí as. Ninguno de los dos tení a antecedentes penales. El doctor Prisco Lopera era el que habí a atendido a Juan Vitta con su nombre y a cara descubierta, y Maruja se preguntaba si no serí a el mismo enmascarado que la habí a examinado dí as antes. Al igual que la muerte de los hermanos Priscos en enero, é stas causaron una gran impresió n entre los guardianes y aumentaron el nerviosismo del mayordomo y su familia. La idea de que el cartel cobrarí a sus muertes con la vida de un secuestrado, como ocurrió con Marina Montoya, pasó por el cuarto como una sombra fatí dica. El mayordomo entró al dí a siguiente sin ningú n motivo v a una hora inusual. – No es por preocuparla ‑ le dijo a Maruja‑, pero hay una cosa muy grave: una mariposa está parada desde anoche en la puerta del patio. Maruja, incré dula de lo invisible, no entendió lo que querí a decirle. El mayordomo se lo explicó con un tremendismo calculado. – Es que cuando mataron a los otros Priscos sucedió lo mismo ‑ dijo‑: una mariposa negra estuvo pegada tres dí as en la puerta del bañ o. Maruja recordó los oscuros presentimientos de Marina, pero se hizo la desentendida. – ¿ Y eso qué quiere decir? ‑ preguntó. – No sé ‑ dijo el mayordomo‑, pero debe ser de muy mal agü ero porque entonces fue que mataron a doñ a Marina. – ¿ La de ahora es negra o carmelita? ‑ le preguntó Maruja. – Carmelita ‑ dijo el mayordomo. – Entonces es buena ‑ dijo Maruja‑. Las de mal agü ero son las negras. El propó sito de asustarla no se cumplió. Maruja conocí a a su marido, su modo de pensar y proceder, y no creí a que anduviera tan extraviado como para quitarle el sueñ o a una mariposa. Sabí a, sobre todo, que ni é l ni Beatriz dejarí an escapar ningú n dato ú til para un intento de rescate armado. Sin embargo, acostumbrada a interpretar sus altibajos í ntimos como un reflejo del mundo exterior, no descartó que cinco muertes de una misma familia en un mes tuvieran terribles consecuencias para los dos ú ltimos secuestrados. El rumor de que la Asamblea Constituyente tení a dudas sobre la extradició n, por el contrario, debió aliviar a los Extraditables. El 28 de febrero, en una visita Oficial a los Estados Unidos el presidente Gaviria se declaró partidario decidido de mantenerla a toda costa, pero no causó alarma: la no extradició n era ya un sentimiento nacional muy arraigado que no necesitaba de sobornos ni intimidaciones para imponerse. Maruja seguí a aquellos acontecimientos con atenció n, dentro de una rutina que parecí a ser un mismo dí a repetido. De pronto, mientras jugaban dominó con los guardianes, el Trompo cerró el juego y recogió las fichas por ú ltima vez. – Mañ ana nos vamos ‑ dijo. Maruja no quiso creerlo, pero el hijo de la maestra se lo confirmó. – En serio ‑ dijo‑. Mañ ana viene el grupo de Barrabá s. É ste fue el principio de lo que Maruja habí a de recordar como su marzo negro. Así como los guardianes que se iban parecí an instruidos para aliviar la condena, los que llegaron estaban sin duda entrenados para volverla insoportable. Irrumpieron como un temblor de tierra. El Monje, largo, escuá lido, y má s sombrí o y ensimismado que la ú ltima vez. Los otros, los de siempre, como si nunca se hubieran ido. Barrabá s los dirigí a con í nfulas de mató n de cine, impartiendo ó rdenes militares para encontrar el escondrijo de algo que no existí a, o fingiendo buscarlo para amedrentar a su ví ctima. Voltearon el cuarto al revé s con té cnicas brutales. Desbarataron la cama, destriparon el colchó n y lo rellenaron tan mal que costaba trabajo seguir durmiendo en un lecho de nudos. La vida cotidiana regresó al viejo estilo de mantener las armas listas para disparar si las ó rdenes no se cumplí an de inmediato. Barrabá s no le hablaba a Maruja sin apuntarle a la cabeza con la ametralladora. Ella, como siempre, lo plantó con la amenaza de acusarlo con sus jefes. – No es verdad que me voy a morir só lo porque a usted se b fue una bala ‑ le dijo‑. Esté se quieto o me quejo. Esa vez no le sirvió el recurso. Parecí a claro, sin embargo, que el desorden no era intimidatorio ni calculado, sino que el sistema mismo estaba carcomido desde, dentro por una desmoralizació n de fondo. Hasta los pleitos entre el mayordomo y Damaris, frecuentes y de colores folcló ricos, se volvieron temibles. É l llegaba de la calle a cualquier hora ‑ si llegaba‑ casi siempre embrutecido por la borrachera, y tení a que enfrentarse a las andanadas obscenas de la mujer. Los alaridos de ambos, y el llanto de las niñ as despertadas a cualquier hora, alborotaban la casa. Los guardianes se burlaban de ellos con imitaciones teatrales que magnificaban el escá ndalo. Resultaba inconcebible que en medio de la barahú nda no hubiera acudido nadie aunque fuera por curiosidad. El mayordomo y su mujer se desahogaban por separado con Maruja. Damaris, a causa de unos celos justificados que no le daban un instante de paz. El, tratando de ingeniarse una manera de calmar a la mujer sin renunciar a sus perrerí as. Pero los buenos oficios de Maruja no perduraban má s allá de la siguiente escapada del mayordomo. En uno de los tantos pleitos, Damaris le cruzó la cara al marido con unos arañ azos de gata, cuyas cicatrices tardaron en desaparecer. É l le dio una trompada que la sacó por la ventana. No la mató de milagro, porque ella alcanzó a agarrarse a ú ltima hora y quedó colgada del balcó n del patio. Fue el final. Damaris hizo maletas y se fue con las niñ as para Medellí n. La casa quedó en manos del mayordomo solo, que a veces no aparecí a hasta el anochecer cargado de yogur y bolsas de papas fritas. Muy de vez en cuando llevó un pollo. Cansados de esperar, los guardianes saqueaban la cocina. De regreso al cuarto le llevaban a Maruja alguna galleta sobrante con salchichas crudas. El aburrimiento los volvió má s susceptibles y peligrosos. Despotricaban contra sus padres, contra la policí a, contra la sociedad entera. Contaban sus crí menes inú tiles y sus sacrilegios deliberados para probarse la inexistencia de Dios, y llegaron a extremos dementes en los relatos de sus proezas sexuales. Uno de ellos hací a descripciones de las aberraciones a que sometió a una de sus amantes en venganza de sus burlas y humillaciones. Resentidos y sin control, terminaron por drogarse con marihuana y bazuco, hasta un punto en que no era posible respirar en la humareda del cuarto. Oí an la radio a reventar, entraban y salí an con portazos, brincaban, cantaban, bailaban, hací an cabriolas en el patio. Uno de ellos parecí a un saltimbanqui profesional en un circo perdulario. Maruja los amenazaba con que los escá ndalos iban a llamar la atenció n de la policí a. – ¡ Que venga y que nos mate! ‑ gritaron a coro. Maruja se sintió en sus lí mites, sobre todo por el enloquecido Barrabá s, que se complací a en despertarla con el cañ ó n de la ametralladora en la sien. El cabello comenzó a caé rsele. La almohada llena de hebras sueltas la deprimí a desde que abrí a los ojos al amanecer. Sabí a que cada uno de los guardianes era distinto, pero tení an t debilidad comú n de la inseguridad y la desconfianza recí proca. Maruja se las exacerbaba con su propio temor. «¿ Có mo pueden vivir así? ‑ les preguntaba de pronto‑. ¿ En qué creen ustedes? », «¿ Tienen algú n sentido de la amistad? » Antes de que pudieran reaccionar los tení a arrinconados: «¿ La palabra empeñ ada significa algo para ustedes? ». No contestaban, pero las respuestas que se daban a sí mismos debí an ser inquietantes, porque en lugar de rebelarse se humillaban ante Maruja. Só lo Barrabá s se le enfrentó. «¡ Oligarcas de mierda! ‑ le gritó en una ocasió n‑. ¿ Es que se creí an que iban a mandar siempre? ¡ Ya no, carajo: se acabó la vaina! » Maruja, que tanto le habí a temido, le salió al paso con la misma furia. – Ustedes matan a sus amigos, sus amigos los matan a ustedes, todos terminará n matá ndose los unos a los otros ‑ le gritó ‑. ¿ Quié n los entiende? Trá iganme a alguien que me explique qué clase de bestias son ustedes. Desesperado tal vez por no poder matarla, Barrabá s golpeó la pared con un puñ etazo que le lastimó los huesos de la muñ eca. Dio un grito salvaje y rompió a llorar de noria. Maruja no se dejó ablandar por la compasió n. El mayordomo pasó la tarde tratando de apaciguarla e hizo un esfuerzo inú til por mejorar la cena. Maruja se preguntaba có mo era posible que con semejante desmadre siguieran creyendo que tení an algú n sentido los diá logos en susurro, la reclusió n en el cuarto, el racionamiento del radio y la televisió n por motivos de seguridad. Aburrida de tanta demencia se sublevó contra las leyes inservibles del cautiverio, habló con voz natural, iba al bañ o cuando se le antojaba. En cambio, el temor a una agresió n se hizo má s intenso, sobre todo cuando el mayordomo la dejaba sola con la pareja de turno. El drama culminó una mañ ana en que un guardiá n sin má scara irrumpió en el bañ o cuando ella estaba jaboná ndose bajo la ducha. Maruja alcanzó a cubrirse con la toalla y lanzó un grito de terror que debió oí rse en todo el sector. El hombre permaneció petrificado, con una pavorosa cara de muerto y el alma en un hilo por temor a las reacciones del vecindario. Pero no acudió nadie, no se oyó un suspiro. El guardiá n salió caminando hacia atrá s, en puntillas, y con la cara de muerto má s pavorosa aú n por el rencor.
|
|||
|