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Gabriel García Márquez 15 страница– Yo era el ú nico colombiano que no tení a un presidente ante quien quejarse. Tan pronto como terminó el almuerzo con Villamizar en la cá rcel, Jorge Luis Ochoa le habí a mandado una carta a Escobar para inducir su á nimo en favor de Villamizar. Se lo pintó como un santandereano serio al cual se le podí a creer y hacer confianza. La respuesta de Escobar fue inmediata: «Dí gale a ese hijo de puta que ni me hable». Villamizar se enteró por una llamada telefó nica de Martha Nieves y Marí a lí a, quienes le pidieron, sin embargo, que volviera a Medellí n para seguir buscando caminos. Esta vez se fue sin escoltas. Tomó un taxi en el aeropuerto hasta el Hotel Intercontinental, y unos quince minutos despué s lo recogió un chofer de los Ochoa. Era un paisa de unos veinte añ os, simpá tico y burló n, que lo observó un largo rato por el espejo retrovisor. Por fin le preguntó: – ¿ Está muy asustado? Villamizar le sonrió por el espejo. – Tranquilo, doctor ‑ prosiguió el muchacho. Y agregó con un buen granito de ironí a‑: Con nosotros no le va a pasar nada. ¡ Có mo se le ocurre! La broma le dio a Villamizar la seguridad y la confianza que no perdió en ningú n momento durante los viajes que harí a despué s. Nunca supo si lo siguieron, inclusive en una etapa má s avanzada, pero siempre se sintió a la sombra de un poder sobrenatural. Al parecer, Escobar no sentí a que le debiera nada a Villamizar por el decreto que le abrió una puerta segura contra la extradició n. Sin duda, con sus cuentas milimé tricas de tahú r duro, consideraba que el favor estaba pagado con la liberació n de Beatriz, pero que la deuda histó rica seguí a intacta. Sin embargo, los Ochoa pensaban que Villamizar debí a insistir. Así que pasó por alto los insultos, y se propuso seguir adelante. Los Ochoa lo apoyaron. Volvió dos o tres veces y establecieron juntos una estrategia de acció n. Jorge Luis le escribió otra carta a Escobar, en la cual le planteaba que las garantí as para su entrega estaban dadas, y que se le respetarí a la vida y no serí a extraditado por ninguna causa. Pero Escobar no respondió. Entonces decidieron que el mismo Villamizar le explicara por escrito a Escobar su situació n y su propuesta. La carta fue escrita el 4 de marzo en la celda de los Ochoa, con la asesorí a de Jorge Luis, quien le decí a qué convení a y qué podí a ser inoportuno. Villamizar empezó por reconocer que el respeto de los derechos humanos era fundamental para lograr la paz. «Hay un hecho, sin embargo, que no puede desconocerse: las personas que violan los derechos humanos no tienen mejor excusa para seguir hacié ndolo que señ alar esas mismas violaciones por parte de otros». Lo cual obstaculizaba las acciones de ambos lados, y lo que é l mismo habí a logrado en ese sentido en sus meses de lucha por la liberació n de la esposa. La familia Villamizar era ví ctima de una violencia empecinada, en la cual no tení a ninguna responsabilidad: el atentado contra é l, el asesinato de su concuñ ado Luis Carlos Galá n, y el secuestro de su esposa y su hermana. «Mi cuñ ada Gloria Pachó n de Galá n y Yo ‑ agregaba‑ no comprendemos ni podemos aceptar tantas agresiones injustificadas e inexplicables». Al contrario: la liberació n de Maruja y los otros periodistas era indispensable para recorrer el camino hacia la verdadera paz en Colombia. La respuesta de Escobar, dos semanas despué s, empezaba con un latigazo: «Distinguido doctor, me da muchí sima pena, pero no puedo complacerlo». Enseguida llamaba la atenció n sobre la noticia de que algunos constituyentes del sector oficial, con la anuencia de las familias de los secuestrados, propondrí an no abordar el tema de la extradició n si é stos no salí an libres. Escobar lo consideraba inapropiado pues los secuestros no podí an considerarse como una presió n a los constituyentes porque eran anteriores a su elecció n. En todo caso, se permitió hacer sobre el tema una advertencia sobrecogedora: «Recuerde, doctor Villamizar, que la extradició n ha cobrado muchas ví ctimas, y sumarle dos nuevas no alterará mucho el proceso ni la lucha que se ha venido desarrollando». Fue una advertencia lateral, pues Escobar no habí a vuelto a mencionar la extradició n como argumento de guerra despué s del decreto que la dejó sin piso para quien se entregara y se habí a centrado en el tema de la violació n de los derechos humanos por las fuerzas especiales que lo combatí an. Era su tá ctica maestra: ganar terreno con victorias parciales, y proseguir la guerra con otros motivos que podí a multiplicar hasta el infinito sin necesidad de entregarse. En su carta, en efecto, se mostraba comprensivo en el sentido de que la guerra de Villamizar era la misma que é l hací a para proteger a su familia, pero insistí a y persistí a una vez má s en que el Cuerpo É lite habí a matado a unos cuatrocientos muchachos de las comunas de Medellí n y nadie lo habí a castigado. Esas acciones, decí a, justificaban los secuestros de los periodistas como instrumentos de presió n para que fueran sancionados los policí as responsables. Se mostraba tambié n sorprendido de que ningú n funcionario pú blico hubiera intentado un contacto directo con é l en relació n con los secuestros. En todo caso, concluí a, las llamadas y sú plicas para que se liberara a los rehenes serí an inú tiles, porque lo que estaba en juego era la vida de las familias y los socios de los Extraditables. Y terminaba: «Si el gobierno no interviene y no escucha nuestros planteamientos, procederemos a ejecutar a Maruja y a Francisco, de eso no le quepa ninguna duda». La carta demostraba que Escobar buscaba contactos con funcionarios pú blicos. Su entrega no estaba descartada, pero iba a costar má s cara de lo que podí a pensarse y estaba dispuesto a cobrarla sin descuentos sentimentales. Villamizar lo comprendió, y esa misma semana visitó al presidente de la repú blica y lo puso al comente. El presidente se limitó a tomar atenta nota. Villamizar visitó tambié n por esos dí as al procurador general tratando de encontrar una manera diferente de actuar dentro de la nueva situació n. Fue una visita muy fructí fera. El procurador le anunció que a fines de esa semana publicarí a un informe sobre la muerte de Diana Turbay, en el cual responsabilizaba a la policí a por actuar sin ó rdenes y sin prudencia, y abrí a pliego de cargos contra tres oficiales del Cuerpo É lite. Le reveló tambié n que habí a investigado a once agentes acusados por Escobar con nombre propio, y habí a abierto pliego de cargos contra ellos. Cumplió, El presidente de la repú blica recibió el 3 de abril un estudio evaluativo de la Procuradurí a General de la Nació n sobre los hechos en que habí a muerto Diana Turbay. El operativo ‑ dice el estudio‑ habí a empezado a gestarse el 23 de enero cuando los servicios de inteligencia de la policí a de Medellí n recibieron llamadas anó nimas de cará cter gené rico sobre la presencia de hombres armados en la parte alta del municipio de Copacabana. La actividad se centraba ‑ segú n las llamadas‑ en la regió n de Sabaneta, y sobre todo en las fincas Villa del Rosario, La Bola y Alto de la Cruz. Por lo menos en una de las llamadas se dio a entender que allí tení an a los periodistas secuestrados, y que inclusive podí a estar el Doctor. Es decir: Pablo Escobar. Este dato se mencionó en el aná lisis que sirvió de base para los operativos del dí a siguiente, pero no se mencionó la probabilidad de que estuvieran los periodistas secuestrados. El mayor general Miguel Gó mez Padilla, director de fe Policí a Nacional, declaró haber sido informado el 24 de enero en la tarde de que al dí a siguiente iba a realizarse un operativo de verificació n, bú squeda y registro, «y la posible captura de Pablo Escobar y un grupo de narcotraficantes». Pero, al parecer, tampoco se mencionó entonces la posibilidad de encontrar a los dos ú ltimos rehenes, Diana Turbay y Richard Becerra. El operativo se inició a las once de la mañ ana del 25 de enero, cuando salió de la Escuela Carlos Holguí n de Medellí n el capitá n Jairo Salcedo Garcí a con siete oficiales, cinco suboficiales y cuarenta agentes. Una hora despué s salió el capitá n Eduardo Martí nez Solanilla con dos oficiales, dos suboficiales y sesenta y un agentes. El estudio señ alaba que en el oficio correspondiente no habí a sido registrada la salida del capitá n Helmer Ezequiel Torres Vela, que fue el encargado del operativo en la finca de La Bola, donde en realidad estaban Diana y Richard. Pero en su exposició n posterior ante la Procuradurí a Nacional, el propio capitá n confirmó que habí a salido a las once de la mañ ana con seis oficiales, cinco suboficiales y cuarenta agentes. Para toda la operació n se destinaron cuatro helicó pteros artillados. Los allanamientos de la Villa del Rosario y Alto de la Cruz se cumplieron sin contratiempos. Hacia la una de la tarde se emprendió el operativo en La Bola. El subteniente Ivá n Dí az Á lvarez contó que estaba descendiendo de la planicie en que lo habí a dejado el helicó ptero, cuando oyó detonaciones en la falda de la montañ a. Corriendo en esa direcció n, alcanzó a ver unos nueve o diez hombres con fusiles y subametralladoras que huí an en estampida: «Nos quedamos allí unos minutos para ver de dó nde salí a el ataque ‑ declaró el subteniente‑ cuando escuchamos muy abajo a una persona que pedí a auxilio». El subteniente dijo que se habí a apresurado hací a abajo y se habí a encontrado con un hombre que le gritó: «Por favor, ayú deme». El subteniente le gritó a su vez: «Alto, ¿ quié n es usted? ». El hombre le contestó que era Richard, el periodista, y que necesitaba auxilio porque allí estaba herida Diana Turbay. El suboficial contó que en ese momento, sin explicar por qué, le salió la frase: «¿ Dó nde está Pablo? ». Richard le contestó: «Yo no sé. Pero por favor, ayú deme». Entonces el militar se le acercó con todas las seguridades, y aparecieron en el lugar otros hombres de su grupo. El subteniente concluyó: «Para nosotros fue una sorpresa encontrar allí a los periodistas puesto que el objetivo de nosotros no era é se». El relato de este encuentro coincide casi punto por punto con el que Richard Becerra hizo a la Procuradurí a. Má s tarde, é ste amplió su declaració n en el sentido de que habí a visto al hombre que les disparaba a é l y a Diana, y que estaba de pie, con las dos manos hacia adelante y hacia el lado izquierdo, y a una distancia promedio de unos quince metros. «Cuando acabaron de sonar los disparos ‑ concluyó Richard‑ ya yo me habí a tirado al suelo». En relació n con el ú nico proyectil que le causó la Muerte a Diana, la prueba té cnica demostró que habí a entrado por la regió n ilí aca izquierda y seguido hacia arriba y hacia la derecha. Las caracterí sticas de los dañ os microló gicos demostraron que fue un proyectil de alta velocidad, entre dos mil y tres mil pies por segundo, o sea unas tres veces má s que la velocidad del sonido. No pudo ser recuperado, pues se fragmentó en tres partes, lo que disminuyó su peso y alteró su forma, y quedó reducido a una fracció n irregular que continuó su trayectoria con destrozos de naturaleza esencialmente mortal. Fue casi de seguro un proyectil de calibre 5. 56, quizá s disparado por un fusil de condiciones té cnicas similares, si no iguales, a un AUG austriaco hallado en el lugar de los hechos, que no era de uso reglamentario de la policí a. Como una anotació n al margen, el informe de la necropsia señ aló: «La esperanza de vida de Diana se calculaba en quince añ os má s». El hecho má s intrigante del operativo fue la presencia de un civil esposado que viajó en el mismo helicó ptero en que se transportó a Diana herida hasta Medellí n. Dos agentes de la policí a coincidieron en que era un hombre de apariencia campesina, de unos treinta y cinco a cuarenta añ os, tez morena, pelo corto, algo robusto, de un metro setenta má s o menos, que aquel dí a llevaba una gorra de tela. Dijeron que lo habí an detenido en el curso del operativo, y estaban tratando de que se identificara cuando empezaron los tiros, de modo que tuvieron que esposarlo y llevarlo consigo hasta los helicó pteros. Uno de los agentes agregó que lo habí a dejado en manos de su subteniente, que é ste lo interrogó en presencia de ellos y lo dejó en libertad cerca del sitio donde lo habí an encontrado. «El señ or no tení a nada que ver ‑ dijeron‑ puesto que los disparos sonaron abajo y el señ or estaba arriba con nosotros». Estas versiones descartaban que el civil hubiera estado a bordo del helicó ptero, pero la tripulació n de la nave confirmó lo contrario. Otras declaraciones fueron má s especí ficas. El cabo primero Luis Carlos Rí os Ramí rez, té cnico artillero del helicó ptero, no dudaba de que el hombre iba a bordo, y habí a sido devuelto ese mismo dí a a la zona de operaciones. El misterio continuaba el 26 de enero, cuando apareció el cadá ver de un llamado José Humberto Vá zquez Muñ oz en el municipio de Girardota, cerca de Medellí n. Habí a sido muerto por tres tiros de 9 mm en el tó rax y dos en la cabeza. En los archivos de los servicios de inteligencia estaba reseñ ado con graves antecedentes como miembro del cartel de Medellí n. Los investigadores marcaron su fotografí a con un nú mero cinco, la mezclaron con otras de delincuentes reconocidos, y las mostraron juntas a los que estuvieron cautivos con Diana Turbay. Hero Buss dijo: «No reconozco a ninguno, pero creo que la persona que aparece en la foto nú mero cinco tiene cierto parecido con un sicario que yo vi dí as despué s del secuestro». Azucena Lié vano declaró tambié n que el hombre de la foto nú mero cinco, pero sin bigote, se parecí a a uno que hací a turnos de noche en la casa en que estaban Diana y ella en los primeros dí as del secuestro. Richard Becerra tambié n reconoció al nú mero cinco como uno que iba esposado en el helicó ptero, pero aclaró: «Se me parece por la forma de la cara pero no estoy seguro». Orlando Acevedo tambié n lo reconoció. Por ú ltimo, la esposa de Vá zquez Muñ oz reconoció el cadá ver, y dijo en declaració n jurada que el dí a 25 de enero de 1991 a las ocho de la mañ ana su marido habí a salido de la casa a buscar un taxi, cuando lo agarraron en la calle dos motorizados vestidos de policí a y dos vestidos de civil y lo metieron en un carro. El alcanzó a llamarla con un grito: «Ana Lucí a». Pero ya se lo habí an llevado. Esta declaració n, sin embargo, no pudo tornarse en cuenta, porque no hubo má s testigos del secuestro. «En conclusió n ‑ dijo el informe‑, y teniendo en cuenta las pruebas aportadas, es dable afirmar que antes de realizar el operativo de la finca La Bola algunos miembros de la policí a nacional encargados del operativo tení an conocimiento por el señ or Vá zquez Muñ oz, civil a quien tení an en su poder, que unos periodistas se encontraban cautivos en esos lugares, y muy seguramente, luego de los acontecimientos, le dieron muerte». Otras dos muertes inexplicables en el lugar de los hechos fueron tambié n comprobadas. La oficina de Investigaciones Especiales, en consecuencia, concluyó que no existí an motivos para afirmar que el general Gó mez Padilla, ni otros de los altos directivos de la Policí a Nacional estaban enterados. Que el arma que causó las lesiones de Diana no fue accionada por ninguno de los miembros del cuerpo especial de la Policí a Nacional de Medellí n. Que miembros del grupo de las operaciones de La Bola debí an responder por las muertes de tres personas cuyos cuerpos fueron encontrados allí. Que contra el juez 93 de Instrucció n Penal Militar, doctor Diego Rafael de Jesú s Coley Nieto, y su secretaria, se abriera formal investigació n disciplinaria por irregularidades de tipo sustancial y procedimental, así como contra los peritos del DAS en Bogotá. Publicado ese informe, Villamizar se sintió en un piso má s firme para escribirle a Escobar una segunda carta. Se la mandó, como siempre, a travé s de los Ochoa, y con otra carta para Maruja, que le rogaba hacer llegar. Aprovechó la ocasió n para darle a Escobar una explicació n escolar de los tres poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y jurisdiccional, y hacerle entender qué difí cil era para el presidente, dentro de esos mecanismos constitucionales y legales, manejar cuerpos tan numerosos y complejos como las Fuerzas Armadas. Sin embargo, le dio la razó n a Escobar en sus denuncias sobre las violaciones de los derechos humanos por la fuerza pú blica, y por su insistencia de pedir garantí as para é l, su familia y su gente cuando se entregaran. «Yo comparto su criterio ‑ le dijo‑ de que la lucha que usted y yo libramos tiene la misma esencia: salvar las vidas de nuestros familiares y las nuestras, y conseguir la paz». Con base en esos dos objetivos, le propuso adoptar una estrategia conjunta. Escobar le contestó dí as despué s con el orgullo herido por la lecció n de derecho pú blico. «Yo sé que el paí s está dividido en Presidente, Congreso, Policí as, Ejé rcito ‑ escribió ‑. Pero tambié n sé que el presidente es el que manda». El resto de la carta eran cuatro hojas reiterativas sobre las actuaciones de la policí a, que só lo agregaban datos pero no argumentos a las anteriores. Negó que los Extraditables hubieran ejecutado a Diana Turbay, o que hubieran intentado hacerlo, porque en ese caso no habrí an tenido que sacarla de la casa donde estaba secuestrada ni la hubieran vestido de negro para que los helicó pteros la confundieran con una campesina. «Muerta no vale como rehé n», escribió. Al final, sin pasos intermedios ni fó rmulas de cortesí a se despidió con una frase inusitada: «No se preocupe por (haber hecho) sus declaraciones a la prensa pidiendo que me extraditen. Sé que todo saldrá bien y que no me guardará rencores porque la lucha en defensa de su familia no tiene objetivos diferentes a la que yo llevo en defensa de la mí a». Villamizar relacionó aquella frase con una anterior de Escobar, en la que dijo sentirse avergonzado de tener a Maruja en rehenes si la pelea no era con ella sino con el marido. Villamizar se lo habí a dicho ya de otro modo: «¿ Có mo es que si estamos peleando los dos a la que tienen es a mi mujer? », y le propuso en consecuencia que lo cambiara a é l por Maruja para negociar en persona. Escobar no aceptó. Para entonces Villamizar habí a estado má s de veinte veces en la celda de los Ochoa. Disfrutaba de las joyas de la cocina local que las mujeres de La Loma les llevaban con todas las precauciones contra cualquier atentado. Fue un proceso de conocimiento recí proco, de confianza mutua, en el cual dedicaban las mejores horas a desentrañ ar en cada frase y en cada gesto las segundas intenciones de Escobar. Villamizar regresaba a Bogotá casi siempre en el ú ltimo avió n del puente aé reo. Su hijo André s lo esperaba en el aeropuerto, y muchas veces tuvo que acompañ arlo con agua mineral mientras é l se liberaba de sus tensiones con lentos tragos solitarios. Habí a cumplido su promesa de no asistir a ningú n acto de la ida pú blica, ni ver amigos: nada. Cuando la presió n aumentaba, salí a a la terraza y pasaba horas mirando en la direcció n en que suponí a que estaba Maruja, y durante horas le mandaba mensajes mentales, hasta que lo vencí a el sueñ o. A las seis de la mañ ana estaba otra vez en pie y listo para empezar. Cuando recibí an respuesta a una carta, o algo má s de interé s, Martha Nieves o Marí a Lí a llamaban por telé fono, y les bastaba una frase: – Doctor: mañ ana a las diez. Mientras no hubiera llamadas dedicaba tiempo y trabajo a Colombia los Reclama, la campañ a de televisió n con base en los datos que Beatriz les habí a dado sobre las condiciones del encierro. Era una idea de Nora Saní n, directora de la Asociació n Nacional de Medios (Asomedios) y puesta en marcha por Marí a del Rosario Ortiz ‑ gran amiga de Maruja y sobrina de Hernando Santos‑, en equipo con su marido publicista, con Gloria de Galá n y con el resto de la familia: Mó nica, Alexandra, Juana, y sus hermanos. Se trataba de un desfile diario de estrellas del cine, el teatro, la televisió n, el fú tbol, la ciencia, la polí tica, que pedí an en un mismo mensaje la liberació n de los secuestrados y el respeto a los derechos humanos. Desde su primera emisió n suscitó un movimiento arrasador de opinió n pú blica. Alexandra andaba con un camaró grafo cazando luminarias de un extremo al otro del paí s. En los tres meses que duró la campañ a desfilaron unas cincuenta personalidades. Pero Escobar no se inmutó. Cuando el clavecinista Rafael Puyana dijo que era capaz de pedirle de rodillas la liberació n de los secuestrados, Escobar le contestó: «Pueden venir de rodillas treinta millones de colombianos, y no los suelto». Sin embargo, en una carta a Villamizar hizo un elogio del programa porque no só lo luchaba por la libertad de los rehenes sino tambié n por el respeto a los derechos humanos. La facilidad con que las hijas de Maruja y sus invitados desfilaban por las pantallas de televisió n inquietaban a Marí a Victoria, la esposa de Pacho Santos, por su insuperable timidez escé nica. Los micró fonos imprevistos que le salí an al paso, la luz impú dica de los reflectores, el ojo inquisitorial de las cá maras y las mismas preguntas de siempre a la espera de las mismas respuestas, le causaban unas ná useas de pá nico que a duras penas lograba reprimir. El dí a de su cumpleañ os hicieron una nota de televisió n en la cual Hernado Santos habló con una fluidez profesional, y luego la tomó a ella del brazo: «Pase usted». Casi siempre logró escapar, pero algunas veces tuvo que enfrentarlo, y no só lo creí a morir en el intento sino que al verse y escucharse en la pantalla se sentí a ridí cula e imbé cil. Su reacció n contra aquella servidumbre social fue entonces la contraria. Hizo un curso de microempresas y otro de periodismo. Se volvió libre y fiestera por decisió n propia. Aceptó invitaciones que antes detestaba, asistí a a conferencias y conciertos, se vistió con ropas alegres, trasnochaba hasta muy tarde, hasta que derrotó su imagen de viuda compadecida. Hernando y sus mejores amigos la entendieron, la apoyaron, la ayudaron a salirse con la suya. Pero no tardó en sufrir las sanciones sociales. Supo que muchos de quienes la celebraban de frente la criticaban a sus espaldas. Le llegaban ramos de rosas sin tarjetas, cajas de chocolates sin nombres, declaraciones de amor sin remitentes. Ella gozó con la ilusió n de que fueran del marido, que quizá s habí a logrado abrirse un camino secreto hasta ella desde su soledad. Pero el remitente no tardó en identificarse por telé fono: era un maniá tico. Una mujer, tambié n por telé fono, se le declaró sin rodeos: «Estoy enamorada de usted». En aquellos meses de libertad creativa Mariavé encontró por azar una vidente amiga que habí a prefigurado el destino trá gico de Diana Turbay. Se asustó con la sola idea de que le hiciera algú n pronó stico siniestro, pero la vidente la tranquilizó. A principios de febrero volvió a encontrarla, y le dijo al oí do de pasada, sin que le hubieran preguntado nada y sin esperar ningú n comentario: «Pacho está vivo». Lo dijo con tal seguridad, que Mariavé lo creyó como si lo hubiera visto con sus ojos. La verdad en febrero parecí a ser que Escobar no tení a confianza en los decretos, aun cuando decí a que sí. La desconfianza era en é l una condició n vital, y solí a repetir que gracias a eso estaba vivo. No delegaba nada esencial. Era su propio jefe militar, su propio jefe de seguridad, de inteligencia y de contrainteligencia, un estratega imprevisible y un desinformador sin igual. En circunstancias extremas cambiaba todos los dí as su guardia personal de ocho hombres. Conocí a toda clase de tecnologí as de comunicaciones, de intervenció n de lí neas, de rastreo de señ ales. Tení a empleados que pasaban el dí a intercambiando diá logos de locos por sus telé fonos para que los escuchas se embrollaran en manglares de disparates y no pudieran distinguirlos de los mensajes reales. Cuando la policí a divulgó dos nú meros de telé fono para que se dieran informes sobre su paradero, contrató colegios de niñ os para que se anticiparan a los delatores y mantuvieran las lí neas ocupadas las veinticuatro horas. Su astucia para no dejar pruebas de sus actos era inagotable. No consultaba con nadie, y daba estrategias legales a sus abogados, que no hací an má s que ponerles piso jurí dico. Su negativa de recibir a Villamizar obedecí a al temor de que tuviera escondido debajo de la piel un dispositivo electró nico que permitiera rastrearlo. Se trataba en realidad de un minú sculo transmisor de radio con una pila microscó pica cuya señ al puede ser captada a larga distancia por un receptor especial ‑ un radiogonió metro‑ que permite establecer por computació n el lugar aproximado de la señ al. Escobar confiaba tanto en el grado de sofisticació n de este ingenio, que no le parecí a fantá stico que alguien llevara el receptor instalado debajo de la piel. El gonió metro sirve tambié n para determinar las coordenadas de una emisió n de radio, o un telé fono mó vil o de lí nea. Por eso Escobar los usaba lo menos posible, y si lo hací a preferí a que fuera desde vehí culos en marcha. Usaba estafetas con notas escritas. Si tení a que ver a alguien no lo citaba donde é l estaba sino que iba é l adonde estaba el otro. Cuando terminaba la reunió n se moví a por rumbos imprevistos. O se iba al otro extremo de la tecnologí a: en un microbú s con placas e insignias falsas de servicio pú blico que se sometí a a las rutas reglamentarias pero no hací a caso de las paradas porque siempre llevaban el cupo completo con las escoltas del dueñ o. Una de las diversiones de Escobar, por cierto, era ir de vez en cuando como conductor. La posibilidad de que la Asamblea Constituyente acabara de pronunciarse en favor de la no extradició n y el indulto, se hizo má s probable en febrero. Escobar lo sabí a v concentró má s fuerzas en esa direcció n que en el gobierno. Gaviria, en realidad, debió resultarle má s duro de lo que suponí a. Todo lo relacionado con los decretos de sometimiento a la justicia estaba al dí a en la Direcció n de Instrucció n Criminal, y el ministro de Justicia permanecí a alerta para atender cualquier emergencia jurí dica. Villamizar, por su parte, actuaba no só lo por su cuenta sino tambié n por su riesgo, pero su estrecha colaboració n con Rafael Pardo le mantení a abierto al gobierno un canal directo que no lo comprometí a, y en cambio le serví a para avanzar sin negociar. Escobar debió entender entonces que Gavina no designarí a nunca un delegado oficial para conversar con é l ‑ que era su sueñ o dorado‑ y se aferró a la esperanza de que la Constituyente lo indultara, ya fuera como traficante arrepentido, o a la sombra de algú n grupo armado.
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