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Gabriel García Márquez 14 страницаBeatriz se restableció muy pronto. Guardó en su talego de cautiva la ropa que llevaba puesta al salir, y allí quedó encerrado el olor deprimente del cuarto que todaví a la despertaba de pronto en mitad de la noche. Recobró el equilibrio del á nimo con la ayuda del esposo. El ú nico fantasma que alguna vez le llegó del pasado fue la voz del mayordomo, que la llamó dos veces por telé fono. La primera vez fue el grito de un desesperado: – ¡ La medicina! ¡ La medicina! Beatriz reconoció la voz y la sangre se le heló en las venas, pero el aliento le alcanzó para preguntar en el mismo tono. – ¡ Cuá l medicina! ¡ Cuá l medicina! ‑ La de la señ ora ‑ gritó el mayordomo. Entonces se aclaró que querí a el nombre de la medicina que Maruja tomaba para la circulació n. – Vasotó n ‑ dijo Beatriz. Y enseguida, ya repuesta, preguntó ‑: ¿ Y có mo está? ‑ Yo bien ‑ dijo el mayordomo‑. Muchas gracias. – Usted no ‑ corrigió Beatriz‑. Ella. – Ah, tranquila ‑ dijo el mayordomo‑. La señ ora está bien. Beatriz colgó en seco y se echó a llorar con la ná usea de los recuerdos atroces: la comida infame, el muladar del bañ o, los dí as siempre iguales, la soledad espantosa de Maruja en el cuarto pestilente. De todos modos, en la secció n deportiva de un noticiero de televisió n insertaron un anuncio misterioso: Tome Basotó n. Pues le habí an cambiado la ortografí a para evitar que algú n laboratorio despistado protestara por el uso de su producto con propó sitos inexplicables. La segunda llamada del mayordomo, varias semanas despué s, fue muy distinta. Beatriz tardó en identificar la voz enrarecida por algú n artificio. Pero el estilo era má s bien paternal. – Recuerde lo que hablamos ‑ dijo‑. Usted no estuvo con doñ a Marina. Con nadie. – Tranquilo ‑ dijo Beatriz, y colgó. Guido Parra, embriagado por el primer é xito de su diligencia, le anunció a Villamizar que la liberació n de Maruja era cuestió n de unos tres dí as. Villamizar se lo transmitió a Maruja en una rueda de prensa por radio y televisió n. Por otra parte, los relatos de Beatriz sobre las condiciones del cautiverio le dieron a Alexandra la seguridad de que sus mensajes llegaban a su destino. Así que le hizo una entrevista de media hora en la cual Beatriz contó todo lo que Maruja querí a saber: có mo la habí an liberado, có mo estaban los hijos, la casa, los amigos, y qué esperanzas de ser libre podí a sustentar. A partir de entonces harí an el programa con toda clase de detalles, con la ropa que se poní an, las cosas que compraban, las visitas que recibí an. Alguien decí a: «Manuel ya preparó el pernil». Só lo para que Maruja se diera cuenta de que aú n seguí a intacto el orden que ella habí a dejado en su casa. Todo esto, por frí volo que pudiera parecer, tení a un sentido alentador para Maruja: la vida seguí a, Sin embargo, los dí as pasaban y no se veí an indicios de liberació n. Guido Parra se enredaba en explicaciones vagas y pretextos pueriles; se negaba al telé fono; desapareció. Villamizar lo llamó al orden. Parra se extendió en preá mbulos. Dijo que las cosas se habí an complicado por el incremento de la masacre que la policí a estaba haciendo en las comunas de Medellí n. Alegaba que mientras el gobierno no pusiera té rmino a aquellos mé todos salvajes era MUY difí cil la liberació n de nadie. Villamizar no lo dejó llegar al final. – Esto no hací a parte del acuerdo ‑ le dijo‑. Todo se fundaba en que el decreto fuera explí cito, y lo es. Es una deuda de honor, y conmigo no se juega. – Usted no sabe lo jodido que es ser abogado de estos tipos ‑ dijo Parra‑. El problema mí o no es que cobre o no cobre, sino que la cosa me sale bien o me matan. ¿ Qué quiere que haga? – Aclaremos esto sin má s paja ‑ dijo Villamizar‑. ¿ Qué es lo que está pasando? – Que mientras la policí a no pare la matanza y castiguen a los culpables no hay ninguna posibilidad de que suelten a doñ a Maruja. É sa es la vaina. Ciego de furia, Villamizar se desató en improperios contra Escobar, y concluyó: – Y usted pié rdase, porque el que lo va a matar a usted soy yo. Guido Parra desapareció. No só lo por la reacció n violenta de Villamizar, sino tambié n por la de Pablo Escobar, que al parecer no le perdonó el haberse excedido en sus poderes de negociador. Esto pudo apreciarlo Hernando Santos por el pavor con que Guido Parra lo llamó por telé fono para decirle que tení a para é l una carta tan terrible de Escobar que ni siquiera se atreví a a leé rsela. – Ese hombre está loco ‑ le dijo‑. No lo calma nadie, y a mí no me queda má s remedio que borrarme del mundo. Hernando Santos, consciente de que aquella determinació n interrumpí a su ú nico canal con Pablo Escobar, trató de convencerlo de que se quedara. Fue inú til. El ú ltimo favor que Guido Parra le pidió fue que le consiguiera una visa para Venezuela y una gestió n para que su hijo terminara el bachillerato en el Gimnasio Moderno de Bogotá. Por rumores nunca confirmados se cree que fue a refugiarse en un convento de Venezuela donde una hermana Suya era monja. No volvió a saberse nada de é l, hasta que fue encontrado muerto en Medellí n, el 16 de abril de 1993, junto con su hijo bachiller, en el baú l de un automó vil sin placas. Villamizar necesitó tiempo para reponerse de un terrible sentimiento de derrota. Lo abrumaba el arrepentimiento de haber creí do en la palabra de Escobar. Todo le pareció perdido. Durante la negociació n habí a mantenido al corriente al doctor Turbay y a Hernando Santos, que tambié n se habí an quedado sin canales con Escobar. Se veí an casi a diario, y é l habí a terminado por no contarles sus contratiempos sino las noticias que los alentaran. Acompañ ó durante largas horas al ex presidente, que habí a soportado la muerte de su hija con un estoicismo desgarrador; se encerró en si mismo y se negó a cualquier clase de declaració n: se hizo invisible. Hernando Santos, cuya ú nica esperanza de liberar al hijo se fundaba en la mediació n de Parra, cayó en un profundo estado de derrota. El asesinato de Marina, y sobre todo la forma brutal de reivindicarlo y anunciarlo, provocó una reflexió n ineludible sobre qué hacer en adelante. Toda posibilidad de intermediació n al estilo de los Notables estaba agotada, y sin embargo ningú n otro intermediario parecí a eficaz. La buena voluntad y los mé todos indirectos carecí an de sentido. Consciente de su situació n, Villamizar g. desahogó con Rafael Pardo. «Imagí nese có mo me siento ‑ le dijo‑ Escobar ha sido mi martirio y el de mi familia todos estos añ os. Primero me amenaza. Luego me hace un atentado del cual me salvé de milagro. Me sigue amenazando. Asesina a Galá n. Secuestra a mi señ ora y a mi hermana y ahora pretende que le defienda sus derechos». Sin embargo era un desahogo inú til, porque su suerte estaba echada: el ú nico camino cierto para la liberació n de los secuestrados era irse a buscar el leó n en su guarida. Dicho sin má s vueltas: lo ú nico que le quedaba por hacer ‑ y tení a que hacerlo sin remedio‑ era volar a Medellí n y buscar a Pablo Escobar donde estuviera para discutir el asunto frente a frente.
El problema era có mo encontrar a Pablo Escobar en una ciudad martirizada por la violencia. En los primeros dos meses del añ o de 1991 se habí an cometido mil doscientos asesinatos ‑ veinte diarios‑ y una masacre cada cuatro dí as. Un acuerdo de casi todos los grupos armados habí a decidido la escalada má s feroz de terrorismo guerrillero en la historia del paí s, y Medellí n fue el centro de la acció n urbana. Cuatrocientos cincuenta y siete policí as habí an sido asesinados en pocos meses. El DAS habí a dicho que dos mil personas de las comunas estaban al servicio de Escobar, y que machos de ellos eran adolescentes que viví an de cazar policí as. Por cada oficial muerto recibí an cinco millones de pesos, por cada agente recibí an un milló n y medio, y ochocientos mil por cada herido. El 16 de febrero de 1991 murieron tres suboficiales y ocho agentes de la policí a por la explosió n de un automó vil con ciento cincuenta kilos de dinamita frente a la plaza de toros de Medellí n. De pasada murieron nueve civiles y fueron heridos otros ciento cuarenta y tres que no tení an nada que ver con la guerra. El Cuerpo É lite, encargado de la lucha frontal contra el narcotrá fico, estaba señ alado por Pablo Escobar como la encarnació n de todos los males. Lo habí a creado el presidente Virgilio Barco en 1989, desesperado por la imposilidad de establecer responsabilidades exactas en cuerpos tan grandes como el ejé rcito y la policí a. La misió n de formarlo se le encomendó a la Policí a Nacional para mantener al ejé rcito lo má s lejos posible de los efluvios perniciosos del narcotrá fico y el paramilitarismo. En su origen no fueron má s de trescientos, con una escuadrilla especial de helicó pteros a su disposició n, y entrenados por el Special Air Service (SAS) del gobierno britá nico. El nuevo cuerpo habí a empezado a actuar en el sector medio del rí o Magdalena, al centro del paí s, durante el apogeo de los grupos paramilitares creados por los terratenientes para luchar contra la guerrilla. De allí se desprendió má s tarde un grupo especializado en operaciones urbanas, y se estableció en Medellí n como un cuerpo legionario de rueda libre que só lo dependí a de la Direcció n Nacional de Policí a de Bogotá, sin instancias intermedias, y que por su naturaleza misma no era demasiado meticuloso en los lí mites de su mandato. Esto sembró el desconcierto entre los delincuentes, y tambié n entre las autoridades locales que asimilaron de mala gana una fuerza autó noma que escapaba a su poder. Los Extraditables se encarnizaron contra ellos, y los señ alaron como los autores de toda clase de atropellos contra los derechos humanos. La gente de Medellí n sabí a que no eran infundadas todas las denuncias de los Extraditables sobre asesinatos y atropellos de la fuerza pú blica, porque los veí an suceder en las calles, aunque en la mayorí a de los casos no hubiera reconocimiento oficial. Las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales protestaban, y el gobierno no tení a respuestas convincentes. Meses despué s se decidió no hacer allanamientos sin la presencia de un agente de la Procuradurí a General con la inevitable burocratizació n de los operativos. Era poco lo que la justicia podí a hacer, jueces y magistrados, cuyos sueldos escuá lidos les alcanzaban apenas para vivir pero no para educar a sus hijos, se encontraron con un dilema sin salida: o los mataban, o se vendí an al narcotrá fico. Lo admirable y desgarrador es que muchos prefirieron la muerte. Tal vez lo má s colombiano de la situació n era la asombrosa capacidad de la gente de Medellí n para acostumbrarse a todo, lo bueno y lo malo, con un poder de recuperació n que quizá s sea la fó rmula má s cruel de la temeridad. La mayor parte no parecí a consciente de vivir en una ciudad que fue siempre la má s bella, la má s activa, la má s hospitalaria del paí s, y que en aquellos añ os se habí a convertido en una de las má s peligrosas del mundo. El terrorismo urbano habí a sido hasta entonces un ingrediente raro en la cultura centenaria de la violencia colombiana. Las propias guerrillas histó ricas ‑ que ya lo practicaban‑ lo habí an condenado con razó n como una forma ¡ legí tima de la lucha revolucionaria. Se habí a aprendido a vivir con el miedo de lo que sucedí a, pero no a vivir con la incertidumbre de lo que podí a suceder: una explosió n que despedazara a los hijos en la escuela, o se desintegrara el avió n en pleno vuelo, o estallaran las legumbres en el mercado. Las bombas al garete que mataban inocentes y las amenazas anó nimas por telé fono habí an llegado a superar a cualquier otro factor de perturbació n de la vida cotidiana. Sin embargo, la situació n econó mica de Medellí n no fue afectada en té rminos estadí sticos. Añ os antes los narcotraficantes estaban de moda por una aureola fantá stica. Gozaban de una completa impunidad, e incluso de un cierto prestigio popular, por las obras de caridad que hací an en las barriadas donde pasaron sus infancias de marginados. Si alguien hubiera querido ponerlos presos podí a mandarlos a buscar con el policí a de la esquina. Pero buena parte de la sociedad colombiana los veí a con una curiosidad y un interé s que se parecí an demasiado a la complacencia. Polí ticos, industriales, comerciantes, periodistas, y aun simples lagartos, asistí an a la parranda perpetua de la hacienda Ná poles, cerca de Medellí n, donde Pablo Escobar mantení a un jardí n zooló gico con jirafas e hipopó tamos de carne y hueso llevados desde el Á frica, y en cuyo portal se exhibí a como un monumento nacional la avioneta en que se exportó el primer cargamento de cocaí na. Con la fortuna y la clandestinidad, Escobar quedó dueñ o del patio y se convirtió en una leyenda que lo dominaba todo desde la sombra. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundí an con ella. En la cumbre de su esplendor se erigieron altares con su retrato y les pusieron veladoras en las comunas de Medellí n. Llegó a creerse que hací a milagros. Ningú n colombiano en toda la historia habí a tenido y ejercido un talento como el suyo para condicionar la opinió n pú blica. Ningú n otro tuvo mayor poder de corrupció n. La condició n má s inquietante y devastadora de su personalidad era que carecí a por completo de la indulgencia para distinguir entre el bien y el mal. É se era el hombre invisible e improbable que Alberto Villamizar se propuso encontrar a mediados de febrero para que le devolviera a su esposa. Empezó por buscar contacto con los tres hermanos Ochoa en la cá rcel de alta seguridad de Itagü í. Rafael Pardo ‑ de acuerdo con el presidente‑ le dio la luz verde, pero le recordó sus lí mites: su gestió n no era una negociació n en nombre del gobierno sino una tarea de exploració n. Le dijo que no se podí a hacer ningú n acuerdo a cambio de contraprestaciones por parte del gobierno, pero que é ste estaba interesado en la entrega de los Extraditables en el á mbito de la polí tica de sometimiento. Fue a partir de esa concepció n nueva como se le ocurrió cambiar tambié n la perspectiva de la gestió n, de modo que no se centrara en la liberació n de los rehenes ‑ como habí a sido hasta entonces‑ sino en la entrega de Pablo Escobar. La liberació n serí a una simple consecuencia. Así empezó un segundo secuestro de Maruja y una guerra distinta para Villamizar. Es probable que Escobar hubiera tenido la intenció n de soltarla con Beatriz, pero la tragedia de Diana Turbay debió trastornarle los planes. Aparte de cargar con la culpa de una muerte que no ordenó, el asesinato de Diana debió ser un desastre para é l, porque le quitó una pieza de un valor inestimable y acabó de complicarle la vida. Ademá s, la acció n de la policí a se recrudeció entonces con tal intensidad que lo obligó a sumergirse hasta el fondo. Muerta Marina, se habí a quedado con Diana, Pacho, Maruja y Beatriz. Si entonces hubiera resuelto asesinar a uno tal vez hubiera sido Beatriz. Libre Beatriz y muerta Diana, le quedaban dos: Pacho y Maruja. Quizá s é l hubiera preferido preservar a Pacho por su valor de cambio, pero Maruja habí a adquirido un precio imprevisto e incalculable por la persistencia de Villamizar para mantener vivos los contactos hasta que el gobierno se decidió a hacer un decreto má s explí cito. Tambié n para Escobar la ú nica tabla de salvació n desde entonces fue la mediació n de Villamizar, y lo ú nico que podí a garantizarla era la retenció n de Maruja. Estaban condenados el uno al otro. Villamizar empezó por visitar a doñ a Nydia Quintero para conocer detalles de su experiencia. La encontró generosa, resuelta, con un luto sereno. Ella le contó sus conversaciones con las hermanas Ochoa, con el viejo patriarca, con Fabio en la cá rcel. Daba la impresió n de haber asimilado la muerte atroz de la hija y no la recordaba por dolor ni por venganza sino para que fuera ú til en el logro de la paz. Con ese espí ritu le dio a Villamizar una carta para Pablo Escobar en la que expresaba su deseo de que la muerte de Diana pudiera servir para que ningú n otro colombiano volviera a sentir el dolor que ella sentí a. Empezaba por admitir que el gobierno no podí a detener los allanamientos contra la delincuencia, pero sí podí a evitar que se intentara el rescate de los rehenes, pues los familiares sabí an, el gobierno sabí a y todo el mundo sabí a que si en un allanamiento tropezaban con los secuestrados se podí a producir una tragedia irreparable, como ya habí a sucedido con su hija. «Por eso vengo ante usted ‑ decí a la carta‑ a suplicarle con el corazó n inundado de dolor, de perdó n y de bondad, que libere a Maruja y a Francisco». Y terminó con una solicitud sorprendente: «Dé me a mí la razó n de que usted no querí a que Diana muriera». Meses despué s, desde la cá rcel, Escobar hizo pú blico su asombro de que Nydia le hubiera escrito aquella carta sin recriminaciones ni rencores. «Cuá nto me duele ‑ escribió Escobar‑ no haber tenido el valor para responderle». Villamizar se fue a Itagü í para visitar a los tres hermanos Ochoa, con la carta de Nydia y los poderes no escritos del gobierno. Lo acompañ aron dos escoltas de DAS, y la policí a de Medellí n los reforzó con otros seis. Encontró a los Ochoa apenas instalados en la cá rcel de alta seguridad con tres controles escalonados, lentos y repetitivos, cuyos muros de adobes pelados daban la impresió n de una iglesia sin terminar. Los corredores desiertos, las escaleras angostas con barandas de tubos amarillos, las alarmas a la vista, terminaban en un pabelló n del tercer piso donde los tres hermanos Ochoa descontaban los añ os de sus condenas fabricando primores de talabarteros: sillas de montar y toda clase de arneses de caballerí a. Allí estaba la familia en pleno: los hijos, los cuñ ados, las hermanas. Martha Nieves, la má s activa, y Marí a Lí a, la esposa de Jorge Luis, hací an los honores con la hospitalidad ejemplar de los paisas. La llegada coincidió con la hora del almuerzo, que se sirvió en un galpó n abierto al fondo del patio, con carteles de artistas de cine en las paredes, un equipo profesional de cultura fí sica y un mesó n de comer para doce personas. Por un acuerdo de seguridad la comida se preparaba en la cercana hacienda de La Loma, residencia oficial de la familia, y aquel dí a fue un muestrario suculento de la cocina criolla. Mientras comí an, como es de rigor en Antioquia, no se habló de nada má s que de la comida. En la sobremesa, con todos los formalismos de un consejo de familia, se inició el diá logo. No fue tan fá cil como pudo suponerse por la armoní a del almuerzo. Lo inició Villamizar con su modo lento, calculado, explicativo, que deja poco margen para las preguntas porque todo parece contestado de antemano. Hizo el relato minucioso de sus negociaciones con Guido Parra y de su ruptura violenta, y terminó con su convicció n de que só lo el contacto directo con Pablo Escobar podí a salvar a Maruja. – Tratemos de parar esta barbarie ‑ dijo‑. Hablemos en lugar de cometer má s errores. Para empezar, sepan que no hay la má s mí nima posibilidad de que intentemos un rescate por la fuerza. Prefiero conversar, saber qué es lo que pasa, qué es lo que pretenden. Jorge Luis, el mayor, tomó la voz cantante. Contó las penurias de la familia en la confusió n de la guerra sucia, las razones y las dificultades de su entrega, y la preocupació n insoportable de que la Constituyente no prohibiera la extradició n. – É sta ha sido una guerra muy dura para nosotros ‑ dijo‑. Usted no se imagina lo que hemos sufrido, lo que ha sufrido la familia, los amigos. Nos ha pasado de todo. Sus datos eran precisos: Martha Nieves, su hermana, secuestrada; Alonso Cá rdenas, su cuñ ado, secuestrado y asesinado en 1986; Jorge Ivá n Ochoa, su tí o, secuestrado en 1983 y sus primos Mario Ochoa y Guillermo Leó n Ochoa, secuestrados y asesinados. Villamizar, a su turno, trató de mostrarse tan ví ctima de la guerra como ellos, y hacerles entender que lo que sucediera de allí en adelante iban a pagarlo todos por igual. «Lo mí o ha sido por lo menos igual de duro que lo de ustedes ‑ dijo‑. Los Extraditables intentaron asesinarme en el 86, tuve que irme al otro lado del mundo y hasta allá me persiguieron, y ahora me secuestran a mi esposa y a mi hermana». Sin embargo, no se quejaba, sino que se poní a al nivel de sus interlocutores. – Es un abuso ‑ concluyó ‑, y ya es hora de que empecemos a entendernos. Só lo ellos hablaban. El resto de la familia escuchaba en un silencio triste de funeral, mientras las mujeres asediaban al visitante con sus atenciones sin intervenir en la conversació n. – Nosotros no podemos hacer nada ‑ dijo Jorge Luis‑. Aquí estuvo doñ a Nydia. Entendimos su situació n, pero le dijimos lo mismo. No queremos problemas. – Mientras la guerra siga todos ustedes está n en peligro, aun dentro de estas cuatro paredes blindadas ‑ Insistió Villamizar‑. En cambio, si se acaba ahora tendrá n a su papá y a su mamá, y a toda su familia intacta. Eso no sucederá mientras Escobar no se entregue a la justicia y Maruja y Francisco vuelvan sanos y salvos a sus casas. Pero tengan por seguro que si los matan la pagará n tambié n ustedes, la pagará n sus familias, todo el mundo. En las tres horas largas de la entrevista en la cá rcel cada quien demostró su dominio para llegar hasta el borde mismo del precipicio. Villamizar apreció en Ochoa su realismo paisa. A los Ochoa les impresionó la manera directa y franca con que el visitante desmenuzaba los temas. Habí an vivido en Cú cuta ‑ la tierra de Villamizar‑, conocí an mucha gente de allá y se entendí an bien con ella. Al final, los otros dos Ochoa intervinieron, y Martha Nieves descargaba el ambiente con sus gracejos criollos. Los hombres parecí an firmes en su negativa a intervenir en una guerra de la cual ya se sentí an a salvo, pero poco a poco se hicieron má s reflexivos. – Está bien, pues ‑ concluyó Jorge Luis‑. Nosotros le mandamos el mensaje a Pablo y le decimos que usted estuvo aquí. Pero lo que le aconsejo es que hable con mi papá. Está en la hacienda de La Loma y le dará mucho gusto hablar con usted. De modo que Villamizar fue a la hacienda con la familia en pleno, y só lo con los dos escoltas que habí a llevado de Bogotá, pues a los Ochoa les pareció demasiado visible el aparato de seguridad. Llegaron hasta el portal, y caminaron a pie como un kiló metro hacia la casa por un sendero de á rboles frondosos y bien cuidados. Varios hombres sin armas a la vista les cerraron el paso a los escoltas y los invitaron a cambiar de rumbo. Hubo un instante de zozobra, pero los de la casa calmaron a los forasteros con buenas maneras y mejores razones. – Caminen y coman algo por aquí ‑ les dijeron‑, que el doctor tiene que hablar con don Fabio. Al final de la arboleda estaba la plazoleta y al fondo la casa grande y en orden. En la terraza, que dominaba las praderas hasta el horizonte, el viejo patriarca esperaba la visita. Con é l estaba el resto de la familia, todas mujeres y casi todas de luto por sus muertos en la guerra. Aunque era la hora de la siesta, habí an preparado toda clase de cosas de comer y de beber. Villamizar se dio cuenta desde el saludo de que don Fabio tení a ya un informe completo de la conversació n en la cá rcel. Eso abrevió los preá mbulos. Villamizar se limitó a repetir que el recrudecimiento de la guerra podrí a perjudicar mucho má s a su familia, numerosa y pró spera, que no estaba acusada de homicidio ni terrorismo. Por lo pronto tres de sus hijos estaban a salvo, pero el porvenir era impredecible. Así que nadie deberí a estar má s interesado que ellos en el logro de la paz, y eso no serí a posible mientras Escobar no siguiera el ejemplo de sus hijos. Don Fabio lo escuchó con una atenció n plá cida, aprobando con leves movimientos de cabeza lo que le parecí a acertado. Luego, con frases breves y contundentes como epitafios, dijo en cinco minutos lo que pensaba. Cualquier cosa que se hiciera ‑ dijo‑ se encontrarí a al final con que faltaba lo má s importante: hablar con Escobar en persona. «De modo que lo mejor es empezar por ahí », dijo. Pensaba que Villamizar era el adecuado para intentarlo, porque Escobar só lo creí a en hombres cuya palabra fuera de oro. – Y usted lo es ‑ concluyó don Fabio‑. El problema es demostrá rselo. La visita habí a empezado en la cá rcel a las diez de la mañ ana y terminó a las seis de la tarde en La Loma. Su mayor logro fue romper el hielo entre Villamizar y los Ochoa para el propó sito comú n ‑ ya acordado con el gobierno‑ de que Escobar se entregara a la justicia. Esa certidumbre le dio á nimos a Villamizar para transmitirle sus impresiones al presidente. Pero al llegar a Bogotá se encontró con la mala noticia de que tambié n el presidente estaba sufriendo en carne propia el dolor de un secuestro. Así era: Fortunato Gaviria Trujillo, su primo hermano y amigo má s querido desde la infancia, habí a sido raptado en su finca de Pereira por cuatro encapuchados con fusiles. El presidente no canceló el compromiso de un consejo regional de gobernadores en la isla de San André s, y se fue la tarde del viernes aú n sin confirmar si los secuestradores de su primo eran los Extraditables. El sá bado por la mañ ana madrugó a bucear, y cuando salió a flote le contaron que habí an hallado el cadá ver de Fortunato con un tiro de fusil en el pecho. Habí a resistido a los secuestradores ‑ que no eran narcotraficantes‑ y é stos le habí an dado muerte tal vez por accidente. La primera reacció n del presidente fue cancelar el consejo regional y regresar de inmediato a Bogotá, pero los mé dicos se lo impidieron. No era recomendable volar antes de veinticuatro horas despué s de permanecer una hora a sesenta pies de profundidad. Gaviria obedeció, y el paí s lo vio en la televisió n presidiendo el consejo con su cara má s lú gubre. Pero a las cuatro de la tarde pasó por encima del criterio mé dico, y regresó a Bogotá para organizar los funerales. Tiempo despué s, evocando aquel dí a como uno de los má s duros de su vida, dijo con un humor á cido:
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