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Gabriel García Márquez 13 страницаEsa habí a sido su vida hasta el Añ o Nuevo. Desde el primer dí a habí a previsto que el secuestro serí a largo, y su relació n con los guardianes le habí a hecho pensar que podrí a sobrellevarlo. Pero las muertes de Diana y Marina le derrotaron el optimismo. Los mismos guardianes, que antes lo alentaban, volví an de la calle con los á nimos caí dos. Parecí a ser que todo estaba detenido a la espera de que la Constituyente se pronunciara sobre la extradició n y el indulto. Entonces no tuvo duda de que la opció n de la fuga era posible. Con una condició n: só lo la intentarí a cuando viera cerrada cualquier otra alternativa. Para Maruja y Beatriz tambié n se habí a cerrado el horizonte despué s de las ilusiones de diciembre, pero volvió a entreabrirse a fines de enero por los rumores de que serí an liberados dos rehenes. Ellas ignoraban entonces cuá ntos quedaban o si habí a algunos má s recientes. Maruja dio por hecho que la liberada serí a Beatriz. La noche del 2 de febrero, durante la caminata en el patio, Damaris lo confirmó. Tan segura estaba, que compró en el mercado un lá piz de labios, colorete, sombras para los pá rpados, y otras minucias de tocador para el dí a que salieran. Beatriz se afeitó las piernas en previsió n de que no tuviera tiempo a ú ltima hora. Sin embargo, dos jefes que las visitaron el dí a siguiente no dieron ninguna precisió n sobre quié n serí a la liberada, ni si en realidad habrí a alguna. Se les notaba el rango. Eran distintos y má s comunicativos que todos los anteriores. Confirmaron que un comunicado de los Extraditables habí a anunciado la liberació n de dos, pero podí an haber surgido algunos obstá culos imprevistos. Esto les recordó a las cautivas la promesa anterior de liberarlas el 9 de diciembre, que tampoco cumplieron. Los nuevos jefes empezaron por crear un ambiente de optimismo. Entraban a cualquier hora con un alborozo sin fundamentos serios. «Esto va como bien», decí an. Comentaban las noticias del dí a con un entusiasmo infantil, pero se negaban a devolver el televisor y el radio para que las secuestradas pudieran conocerlas en directo. Uno de ellos, por maldad o por estupidez, se despidió una noche con una frase que pudo matarlas de terror por su doble sentido: «Tranquilas, señ oras, la cosa va a ser muy rá pida». Fue una tensió n de cuatro dí as en los que fueron dando poco a poco los pedazos dispersos de la. noticia. El tercer dí a dijeron que soltarí an só lo un rehé n. Que podí a ser Beatriz, porque a Francisco Santos y a Maruja los tení an reservados para destinos má s altos. Lo má s angustioso para ellas era no poder confrontar esas noticias con las de la calle. Y sobre todo con Alberto, que tal vez conociera mejor que los mismos jefes la causa real de las incertidumbres. Por fin, el dí a 7 de febrero llegaron má s temprano que de costumbre y destaparon el juego: salí a Beatriz. Maruja tendrí a que esperar una semana má s. «Faltan todaví a unos detañ itos», dijo uno de los encapuchados. Beatriz sufrió una crisis de locuacidad que dejó a los jefes agotados, y al mayordomo y su mujer, y por ú ltimo a los guardianes. Maruja no le puso atenció n, herida por un rencor sordo contra su marido, por la idea peregrina de que habí a preferido liberar a la hermana antes que a ella. Fue presa del encono durante toda la tarde, y sus rescoldos se mantuvieron tibios durante varios dí as. Aquella noche la pasó aleccionando a Beatriz sobre có mo debí a contarle a Alberto Villamizar los pormenores del secuestro, y el modo como debí a manejarlos para mayor seguridad de todos. Cualquier error, por inocente que pareciera, podí a costar una vida. Así que Beatriz debí a hacerle a su hermano un relato escueto y veraz de la situació n sin atenuar ni exagerar nada que pudiera hacerlo sufrir menos o preocuparse má s: la verdad cruda. Lo que no debí a decirle era cualquier dato que permitiera identificar el lugar donde ellas estaban. Beatriz lo resintió. – ¿ Es que usted no confí a en mi hermano? – Má s que en nadie en este mundo ‑ dijo Maruja‑, pero este compromiso es entre usted y yo, y nadie má s. Usted me responde de que nadie lo sepa. Su temor era fundado. Conocí a el cará cter impulsivo de su esposo, y querí a evitar por el bien de ambos y de todos que intentara un rescate con la fuerza pú blica. Otro mensaje a Alberto era que consultara si la medicina que tomaba ella para la circulació n no tení a efectos secundarios. El resto de la noche se les fue preparando un sistema má s eficaz para cifrar los mensajes por radio y televisió n, y para el caso de que en el futuro autorizaran la correspondencia escrita. Sin embargo, en el fondo de su alma estaba dictando un testamento: qué debí a hacerse con los hijos, con sus antigü edades, con las cosas comunes que merecí an una atenció n especial. Fue tan vehemente, que uno de los guardianes que la oyó se apresuró a decirle. – Tranquila ‑ le dijo‑. A usted no le va a pasar nada. Al dí a siguiente esperaron con mayor ansiedad, pero nada pasó. Siguieron conversando durante la tarde. Por fin, a las siete de la noche, la puerta se abrió de golpe y entraron los dos jefes conocidos, y uno nuevo, y se dirigieron de frente a Beatriz: – Venimos por usted, alí stese. Beatriz se aterrorizó con aquella repetició n terrorí fica de la noche en que se llevaron a Marina: la misma puerta que se abrió, la misma frase que podí a servir por igual para ser libre que para morir, el mismo enigma sobre su destino. No entendí a por qué a Marina, como a ella, le habí an dicho: «Venimos por usted», en vez de lo que ella ansiaba oí r: «Vamos a liberarla». Tratando de provocar la respuesta con un golpe de astucia, preguntó: – ¿ Me van a liberar con Marina? Los dos jefes se crisparon. – ¡ No haga preguntas! ‑ le respondió uno de ellos con un gruñ ido á spero‑. ¡ Yo qué voy a saber de eso! Otro, má s persuasivo, remató: – Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Esto es polí tico. La palabra que Beatriz ansiaba ‑ liberació n‑ se quedó sin ser dicha. Pero el ambiente era alentador. Los jefes no tení an prisa. Damaris, con una minifalda de colegiala, les llevó gaseosas y un ponqué para la despedida. Hablaron de la noticia del dí a que las cautivas ignoraban: habí an secuestrado en Bogotá, en operaciones separadas, a los industriales Lorenzo King Mazuera y Eduardo Puyana, al parecer por los Extraditables. Pero tambié n les contaron que Pablo Escobar estaba ansioso por entregarse al cabo de tanto tiempo de vivir al azar. Inclusive, se decí a, en las alcantarillas. Prometieron llevar el televisor y el radio esa misma noche para que Maruja pudiera ver a Beatriz rodeada por su familia. El aná lisis de Maruja parecí a razonable. Hasta entonces sospechaba que Marina habí a sido ejecutada, pero aquella noche no le quedó duda alguna por la diferencia del ceremonial en ambos casos. Para Marina no habí an ido Jefes a aclimatar los á nimos con varios dí as de anticipació n. Tampoco habí an ido a buscarla, sino que mandaron a dos matones rasos sin ninguna autoridad y con só lo cinco minutos para cumplir la orden. La despedida con tarta y vino que le hicieron a Beatriz habrí a sido un homenaje macabro si fueran a matarla. En el caso de Marina les habí an quitado el televisor y el radio para que ellas no se enteraran de su ejecució n, y ahora ofrecí an devolverlos para atenuar con una buena noticia los estragos de la mala. Maruja concluyó entonces sin má s vueltas que Marina habí a sido ejecutada y que Beatriz se iba libre. Los jefes le concedieron diez minutos para arreglarse mientras ellos iban a tomar un café. Beatriz no podí a conjurar la idea de que estaba volviendo a vivir la ú ltima noche de Marina. Pidió un espejo para maquillarse. Damaris le llevó uno grande con un marco de hojas doradas. Maruja y Beatriz, al cabo de tres meses sin espejo, se apresuraron a verse. Fue una de las experiencias má s sobrecogedoras del cautiverio. Maruja tuvo la impresió n de que no se hubiera reconocido si se hubiera encontrado consigo misma en la calle. «Me morí de pá nico», ha dicho despué s. «Me vi flaca, desconocida, como si me hubiera maquillado para una caracterizació n de teatro». Beatriz se vio lí vida, con diez kilos menos y el cabello largo y marchito, y exclamó espantada: «¡ É sta no soy yo! ». Muchas veces, entre bromas y veras, habí a sentido la vergü enza de que algú n dí a la liberaran en tan mal estado, pero nunca se imaginó que en realidad fuera tan malo. Luego fue peor, porque uno de los jefes encendió el foco central, y la atmó sfera del cuarto se hizo aú n má s siniestra, Uno de los guardianes sostuvo el espejo para que Beatriz se peinara. Ella quiso maquillarse pero Maruja se lo impidió. «¡ Có mo se le ocurre! ‑ le dijo, escandalizada‑. ¿ Usted piensa echarse eso, con esta palidez? Va a quedar terrible». Beatriz le hizo caso. Tambié n ella se perfumó con la loció n de hombre que Lamparó n le habí a regalado. Por ú ltimo se tragó sin agua una pastilla tranquilizante. En el talego, junto con sus otras cosas, estaba la ropa que llevaba puesta la noche del secuestro, pero prefirió la sudadera rosada con menos uso. Dudó de ponerse sus zapatos planos que estaban enmohecidos debajo de la cama, y que ademá s no le iban bien con la sudadera. Damaris quiso darle unos zapatos de tenis que usaba para hacer gimnasia. Eran de su nú mero exacto, pero con un aspecto tan indigente que Beatriz los rechazó con el pretexto de que le quedaban apretados. De modo que se puso sus zapatos planos, y se hizo una cola de caballo con una cinta elá stica. Al final, por obra y gracia de tantas penurias, quedó con el aspecto de una colegiala. No le pusieron una capucha como a Marina, sino que trataron de vendarle los ojos con esparadrapos para que no pudiera reconocer el camino ni las caras. Ella se opuso, consciente de que al quitá rselos iban a arrancarle las cejas y las pestañ as. «Espé rense ‑ les dijo‑. Yo los ayudo». Entonces se puso un buen copo de algodó n sobre cada pá rpado y se los fijaron con esparadrapos. La despedida fue rá pida y sin lá grimas. Beatriz estaba a punto de llorar pero Maruja se lo impidió con una frialdad calculada para darle á nimos. «Dí gale a Alberto que esté tranquilo, que lo quiero mucho, y que quiero mucho a mis hijos», dijo. Se despidió con un beso. Ambas sufrieron. Beatriz, porque a la hora de la verdad la asaltó el terror de que tal vez fuera má s fá cil matarla que dejarla libre. Maruja, por el terror doble de que mataran a Beatriz, y por quedarse sola con los cuatro guardianes. Lo ú nico que no se le ocurrió fue que la ejecutaran una vez liberada Beatriz. La puerta se cerró, y Maruja permaneció inmó vil, sin saber por dó nde seguir, hasta que oyó los motores en el garaje, y el rastro de los automó viles que se perdí a en la noche. Una sensació n de inmenso abandono se apoderó de ella. Só lo entonces recordó que no le habí an cumplido la promesa de devolverle el televisor y el radio para conocer el final de la noche. El mayordomo se habí a ido con Beatriz, pero su mujer prometió hacer una llamada para que se los llevaran antes de los noticieros de las nueve y media. No llegaron. Maruja suplicó a los guardianes que le permitieran ver el televisor de la casa, pero ni ellos ni el mayordomo se atrevieron a contrariar el ré gimen en materia tan grave. Damaris entró antes de dos horas a contarle alborozada que Beatriz habí a llegado bien a su casa y que habí a sido muy cuidadosa en sus declaraciones, pues no habí a dicho nada que pudiera perjudicar a nadie. Toda la familia, con Alberto, por supuesto, estaba alrededor de ella. No cabí a la gente en la casa. A Maruja le quedó el reconcomio de que no fuera cierto. Insistió en que le llevaran un radio prestado. Perdió el control, y se enfrentó a los guardianes sin medir las consecuencias. No fueron graves, porque ellos habí an sido testigos del trato que le dieron sus jefes a Maruja, y prefirieron calmarla con una nueva gestió n para que les prestaran un radio. Má s tarde se asomó el mayordomo y le dio su palabra de que habí an dejado a Beatriz sana y salva en lugar seguro, y que ya todo el paí s la habí a visto y oí do con su familia. Pero lo que Maruja querí a era un radio para oí r con sus propios oí dos la voz de Beatriz. El mayordomo prometió llevá rselo, pero no cumplió. A las doce de la noche, demolida por el cansancio y la rabia, Maruja se tomó dos pastillas del barbitú rico fulminante, y no despertó hasta las ocho de la mañ ana del dí a siguiente. Las noticias eran ciertas. Beatriz habí a sido llevada al garaje a travé s del patio. La acostaron en el suelo de un automó vil que sin duda era un jeep, porque tuvieron que ayudarla para que alcanzara el pescante. Al principio dieron tumbos en los tramos escabrosos. Tan pronto como empezaron a deslizarse por una pista asfaltada, un hombre que viajaba junto a Beatriz le hizo amenazas sin sentido. Ella se dio cuenta por la voz de que el hombre estaba en un estado de nervios que su dureza no lograba disimular, y que no era ninguno de los jefes que habí an estado en la casa. – A usted van a estar esperá ndola una cantidad de periodistas ‑ dijo el hombre‑. Pues tenga mucho cuidado. Cualquier palabra de má s puede costarle la vida a su cuñ ada. Recuerde que nunca hemos hablado con usted, que nunca nos vio, y que este viaje duró má s de dos horas. Beatriz escuchó las amenazas en silencio, y muchas otras que el hombre parecí a repetir sin necesidad, só lo por calmarse a sí mismo. En una conversació n que sostuvieron a tres voces descubrió que ninguno era conocido, salvo el mayordomo, que apenas habló. La estremeció una rá faga de escalofrí o: todaví a era posible el má s siniestro de los presagios. – Quiero pedirles un favor ‑ dijo a ciegas y con pleno dominio de su voz‑. Maruja tiene problemas circulatorios, y quisié ramos mandarle una medicina. ¿ Ustedes se la harí an llegar? – Afirmativo ‑ dijo el hombre‑. Pierda cuidado. – Mil gracias ‑ dijo Beatriz‑. Yo seguiré las instrucciones de ustedes. No los voy a perjudicar. Hubo una pausa larga con un fondo de automó viles raudos, camiones pesados, retazos de mú sicas y gritos. Los hombres hablaron entre ellos en susurros. Uno se dirigió a Beatriz. – Por aquí hay muchos retenes ‑ le dijo‑. Si nos paran en algunos les vamos a decir que usted es mi esposa y con lo pá lida que está podemos decir que la llevamos a una clí nica. Beatriz, ya má s tranquila, no resistió la tentació n de jugar: – ¿ Con estos parches en los ojos? – La operaron de la vista ‑ dijo el hombre‑. La siento al lado mí o y le echo un brazo encima. La inquietud de los secuestradores no era infundada. En aquel mismo momento ardí an siete buses de servicio pú blico en barrios distintos de Bogotá por bombas incendiarias colocadas por comandos de guerrillas urbanas. Al mismo tiempo, las FARC dinamitaron la torre de energí a del municipio de Cá queza, en las goteras de la capital, y trataron de tomarse la població n. Por ese motivo hubo algunos operativos de orden pú blico en Bogotá, pero casi imperceptibles. Así que el trá fico urbano de las siete fue el de un jueves cualquiera: denso y ruidoso, con semá foros lentos, gambetas imprevistas para no ser embestidos, y mentadas de madre. Hasta en el silencio de los secuestradores se notaba la tensió n. – Vamos a dejarla en un sitio ‑ dijo uno de ellos‑. Usted se baja rapidito y cuenta despacio hasta treinta. Despué s se quita la careta, camina sin mirar para atrá s, Y coge el primer taxi que pase. Sintió que le pusieron en la mano un billete enrollado. «Para su taxi ‑ dijo el hombre‑. Es de cinco mil». Beatriz se lo metió en el bolsillo del pantaló n, donde encontró sin buscarla otra pastilla tranquilizante, y se la tragó. Al cabo de una media hora de viaje el carro se detuvo. La misma voz dijo entonces la sentencia final: – Si usted llega a decirle a la prensa que estuvo con doñ a Marina Montoya, matamos a doñ a Maruja. Habí an llegado. Los hombres se ofuscaron tratando de bajar a Beatriz sin quitarle la venda. Estaban tan nerviosos que se adelantaban unos a otros, se enredaban en ó rdenes y maldiciones. Beatriz sintió la tierra firme. – Ya ‑ dijo‑. Así estoy bien. Permaneció inmó vil en la acera hasta que los hombres volvieron al automó vil y arrancaron de inmediato. Só lo entonces oyó que detrá s de ellos habí a otro automó vil que arrancó al mismo tiempo. No cumplió la orden de contar. Caminó dos pasos con los brazos extendidos, y entonces tomó conciencia de que debí a de estar en plena calle. Se quitó la venda de un tiró n, y reconoció enseguida el barrio Normandí a, porque en otros tiempos solí a ir por allí a casa de una amiga que vendí a joyas. Miró las ventanas encendidas tratando de elegir una que le ofreciera confianza, pues no querí a tomar un taxi con lo mal vestida que se sentí a, sino llamar a su casa para que fueran a buscarla. No habí a acabado de decidirse cuando un taxi amarillo muy bien conservado se detuvo frente a ella. El chofer, joven y apuesto, le preguntó: – ¿ Taxi? Beatriz lo tomó, y só lo cuando estaba dentro cayó en la cuenta de que un taxi tan oportuno no podí a ser una casualidad. Sin embargo, la misma certidumbre de que aqué l era un ú ltimo eslabó n de sus secuestradores le infundió un raro sentimiento de seguridad. El chofer le preguntó la direcció n, y ella se la dijo en susurros. No entendió por qué no la oí a hasta que el chofer le preguntó la direcció n por tercera vez. Entonces la repitió con su voz natural. La noche era frí a y despejada, con algunas estrellas. El chofer y Beatriz só lo cruzaron las palabras indispensables, pero é l no la perdió de vista en el espejo retrovisor. A medida que se acercaban a casa, Beatriz sentí a los semá foros má s frecuentes y lentos. Dos cuadras antes le pidió al chofer que fuera despacio por si tení an que despistar a los periodistas anunciados por los secuestradores. No estaban. Reconoció su edificio, y se sorprendió de que no le causara la emoció n que esperaba. El taxí metro marcaba setecientos pesos. Como el chofer no tení a cambio para el billete de cinco mil, Beatriz entró en la casa en busca de ayuda, y el viejo portero lanzó un grito y la abrazó enloquecido. En los dí as interminables y las noches pavorosas del cautiverio Beatriz habí a prefigurado aquel instante como una conmoció n sí smica que le dispararí a todas las fuerzas del cuerpo y del alma. Fue todo lo contrario: una especie de remanso en el que apenas percibí a, lento y profundo, su corazó n amordazado por los tranquilizantes. Entonces dejó que el portero se hiciera cargo del taxi, y tocó el timbre de su apartamento. Le abrió Gabriel, el hijo menor. Su grito se oyó en toda la casa: «¡ Mamaaaaá! ». Catalina, la hija de quince anos, acudió gritando, y se le colgó del cuello. Pero la Soltó enseguida, asustada. – Pero mamá, ¿ por qué hablas así? Fue el detalle feliz que rompió el tremendismo. Beatriz iba a necesitar varios dí as, en medio de las muchedumbres que la visitaron, para perder la costumbre de hablar en susurros. La esperaban desde la mañ ana. Tres llamadas anó nimas ‑ sin duda de los secuestradores‑ habí an anunciado que serí a liberada. Habí an llamado incontables periodistas por si sabí an la hora. Poco despué s del mediodí a lo confirmó Alberto Villamizar, a quien Guido Parra se lo anunció por telé fono. La prensa estaba en vilo. Una periodista que habí a llamado tres minutos antes de que Beatriz llegara, le dijo a Gabriel con una voz convencida y sedante: «Tranquilo, hoy la sueltan». Gabriel acababa de colgar cuando sonó el timbre de la puerta. El doctor Guerrero la habí a esperado en el apartamento de los Villamizar, pensando que tambié n Maruja serí a liberada y que ambas llegarí an allí. Esperó con tres vasos de whisky hasta el noticiero de las siete. En vista de que no llegaron creyó que se trataba de otra noticia falsa como tantas de aquellos dí as, y volvió a su casa. Se puso la piyama, se sirvió otro Vaso de whisky, se metió en la cama y sintonizó Radio Recuerdos para dormirse al arrullo de los boleros. Desde que empezó su calvario no habí a vuelto a leer. Ya medio en sueñ os oyó el grito de Gabriel. Salió del dormitorio con un dominio ejemplar. Beatriz y é l ‑ con veinticinco añ os de casados‑ se abrazaron sin prisa, como de regreso de un corto viaje, y sin una lá grima. Ambos habí an pensado tanto en aquel momento, que a la hora de vivirlo fue como una escena de teatro mil veces ensayada, capaz de convulsionar a todos, menos a sus protagonistas. Tan pronto como Beatriz entró en la casa se acordó de Maruja, sola y sin noticias en el cuarto miserable. Llamó al telé fono de Alberto Villamizar, y é l mismo contestó al primer timbrazo con una voz preparada para todo. Beatriz lo reconoció. – Hola ‑ le dijo‑. Soy Beatriz. Se dio cuenta de que el hermano la habí a reconocido desde antes de que ella se identificara. Oyó un suspiro hondo y á spero, corno el de un gato, y enseguida la pregunta sin una mí nima alteració n de la voz: – ¿ Dó nde está? – En mi casa ‑ dijo Beatriz. – Perfecto ‑ dijo Villamizar‑. Estoy ahí en diez minutos. Mientras tanto, no hable con nadie. Llegó puntual. La llamada de Beatriz lo sorprendió cuando estaba por rendirse. Ademá s de la alegrí a de ver a la hermana y de tener la primera y ú nica noticia directa de la esposa cautiva, lo moví a la urgencia de preparar a Beatriz antes de que llegaran los periodistas y la policí a. Su hijo André s, que tiene una vocació n irresistible de corredor de automó viles, lo llevó en el tiempo justo. Los á nimos se habí an serenado. Beatriz estaba en la sala, con su marido y sus hijos, y con su madre y sus dos hermanas, que escuchaban á vidos su relato. A Alberto le pareció pá lida por el largo encierro y má s joven que antes, y con un aire de colegiala por la sudadera deportiva, la cola de caballo y los zapatos planos. Trató de llorar, pero é l se lo impidió, ansioso por saber de Maruja. «Tenga por seguro que está bien ‑ le dijo Beatriz‑. La cosa allá es difí cil pero se aguanta, y Maruja es muy valiente». Y enseguida trató de resolver la preocupació n que la atormentaba desde hací a quince dí as. – ¿ Sabes el telé fono de Marina? ‑ preguntó. Villamizar pensó que tal vez lo menos brutal serí a la verdad. – La mataron ‑ dijo. El dolor ce la mala noticia se le confundió a Beatriz con un pavor retroactivo. Si lo hubiera sabido dos horas antes tal vez no habrí a resistido el viaje de la liberació n. Lloró hasta saciarse. Mientras tanto, Villamizar tomó precauciones para que no entrara nadie mientras se poní an de acuerdo sobre una versió n pú blica del secuestro que no pusiera en riesgo a los otros secuestrados. Los detalles del cautiverio permití an formarse una idea de la casa donde estaba la prisió n. Para proteger a Maruja, Beatriz debí a decir a la prensa que el viaje de regreso habí a durado má s de tres horas desde algú n lugar de tierra templada. Aunque la verdad era otra: la distancia real, las cuestas del camino, la mú sica de los altoparlantes que los fines de semana tronaba casi hasta el amanecer, el ruido de los aviones, el clima, todo indicaba que era un barrio urbano. Por otra parte, habrí a bastado con interrogar a cuatro o cinco curas del sector para descubrir cuá l fue el que exorcizó la casa. Otros errores aú n má s torpes revelaban pistas para intentar un rescate armado con el mí nimo de riesgos. La hora debí a ser las seis de la mañ ana, despué s del cambio de turno, pues los guardianes de reemplazo no dormí an bien durante la noche y caí an rendidos por los suelos sin preocuparse de sus armas. Otro dato importante era la geografí a de la casa, y en especial la puerta del patio, donde alguna vez vieron un guardiá n armado, y el perro era má s sobornable de lo que hací an creer sus ladridos. Era imposible prever si alrededor del lugar no habí a ademá s un cinturó n de seguridad, aunque el desorden del ré gimen interno no inducí a a creerlo, y en todo caso habrí a sido fá cil averiguarlo una vez localizada la casa. Despué s de la desgracia de Diana Turbay se confiaba menos que nunca en el é xito de los rescates armados, pero Villamizar lo tuvo en cuenta por si se llegaba al punto de que no hubiera otra alternativa. En todo caso, fue tal vez el ú nico secreto que no compartió con Rafael Pardo. Estos datos le crearon a Beatriz un problema de conciencia. Se habí a comprometido con Maruja a no dar pistas que permitieran intentar un asalto a la casa, pero tornó la grave decisió n de dá rselos a su hermano, al comprobar que é ste estaba tan consciente como Maruja, y corno ella misma, de la inconveniencia de una solució n armada. Y menos cuando la liberació n de Beatriz demostraba que, con todos sus tropiezos, estaba abierto el camino de la negociació n. Fue así como al dí a siguiente, ya fresca, reposada y con una noche de buen sueñ o, concedió una conferencia de prensa en la casa de su hermano, donde apenas se podí a caminar por entre un bosque de flores. Les dio a los periodistas y a la opinió n pú blica una idea real de lo que fue el horror de su cautiverio, sin ningú n dato que pudiera alentar a quienes quisieran actuar por su cuenta con riesgos para la vida de Maruja. El mié rcoles siguiente, con la seguridad de que Maruja conocí a ya el nuevo decreto, Alexandra decidió improvisar un programa de jú bilo. En las ú ltimas semanas, a medida que avanzaban las negociaciones, Villamizar habí a hecho cambios notables en su apartamento para que la esposa liberada lo encontrara a su gusto. Habí an puesto una biblioteca donde ella la querí a, habí an cambiado algunos muebles, algunos cuadros. Habí an puesto en un lugar visible el caballo de la dinastí a Tang que Maruja habí a traí do de Yakarta como el trofeo de su vida. A ú ltima hora recordaron que ella se quejaba de no tener un buen tapete en el bañ o, y se apresuraron a comprarlo. La casa transformada, luminosa, fue el escenario de un programa de televisió n excepcional que le permitió a Maruja conocer la nueva decoració n desde antes del regreso. Quedó muy bien, aunque no supieron siquiera si Maruja lo vio.
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