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Gabriel García Márquez 12 страница



Todaví a no fue el final. Apenas aliviada de los compromisos del duelo, Nydia solicitó una nueva audiencia con el presidente para informarlo de algo importante que debí a saber antes de su discurso de aquel dí a sobre la muerte de Diana. Silva transmitió d mensaje al pie de la letra, y el presidente hizo entonces la sonrisa que Nydia no le verí a jamá s.

– A lo que viene es a vaciarme ‑ dijo‑. Pero que venga, claro.

La recibió como siempre. Nydia, en efecto, entró en la oficina, vestida de negro y con un talante distinto: sencilla y adolorida. Fue directo a lo que iba, y se lo dejó ver al presidente desde la primera frase: ‑ Vengo a prestarle un servicio.

La sorpresa fue que, en efecto, empezó con sus excusas por haber creí do que el presidente habí a ordenado el operativo en que murió Diana. Ahora sabí a que ni siquiera habí a sido informado. Y querí a decirle ademá s que tambié n en aquel momento lo estaban engañ ando, pues tampoco era cierto que el operativo fuera para buscar a Pablo Escobar sino para rescatar a los rehenes, cuyo paradero habí a sido revelado bajo tortura por uno de los sicarios capturados por la policí a. El sicario ‑ explicó Nydia‑ habí a aparecido despué s como uno de los muertos en combate.

El relato fue dicho con energí a y precisió n, y con la esperanza de despertar el interé s del presidente, pero no descubrió ni una señ al de compasió n. «Era como un bloque de hielo», dirí a má s tarde evocando aquel dí a. Sin saber por qué ni en qué instante, y sin poder evitarlo, empezó a llorar. Entonces se le revolvió el temperamento que habí a logrado dominar, y cambió por completo de tema y de modo. Le reclamó al presidente su indiferencia y su frialdad por no cumplir con la obligació n constitucional de salvar las vidas de los secuestrados.

– Pó ngase a pensar ‑ concluyó ‑, si la niñ a suya hubiera estado en estas circunstancias. ¿ Qué habrí a hecho usted?

Lo miró directo a los ojos, pero estaba ya tan exaltada que el presidente no pudo interrumpirla. É l mismo lo contarí a má s tarde: «Me preguntaba, pero no me daba tiempo de contestar». Nydia, en efecto, le cerró el paso con otra pregunta: «¿ Usted no cree, señ or presidente, que se equivocó en el manejo que le dio a este problema? ». El presidente dejó ver por primera vez una sombra de duda. «Nunca habí a sufrido tanto», dirí a añ os despué s. Pero só lo pestañ eó, y dijo con su voz natural:

– Es posible.

Nydia se puso de pie, le dio la mano en silencio, y salió de la oficina antes de que é l pudiera abrirle la puerta. Miguel Silva entró entonces en el despacho y encontró al presidente muy impresionado con la historia del sicario muerto. Pero reaccionó con la decisió n de escribir una carta privada al procurador general para que investigara el caso y se hiciera justicia. La mayorí a de las personas coincidí an en que la acció n habí a sido para capturar a Escobar o a un capo importante, pero que aun dentro de esa ló gica fue una estupidez y un fracaso irreparable. Segú n la versió n inmediata de la policí a, Diana habí a muerto en desarrollo de un operativo de bú squeda con apoyo de helicó pteros y personal de tierra. Sin proponé rselo se encontraron con el comando que llevaba a Diana Turbay y al camaró grafo Richard Becerra. En la huida, uno de los secuestradores le disparó a Diana por la espalda y le fracturó la espina dorsal. El camaró grafo salió ileso. Diana fue trasladada al Hospital General de Medellí n en un helicó ptero de la policí a, y allí murió a las cuatro y treinta y cinco de la tarde.

La versió n de Pablo Escobar era muy distinta y coincidí a en sus puntos esenciales con la que Nydia le contó al presidente. Segú n é l, la policí a habí a hecho el operativo a sabiendas de que los secuestrados estaban en el lugar. La informació n se la habí an arrancado bajo tortura a dos sicarios suyos que identificó con sus nombres reales y nú meros de cé dula. Estos, segú n el comunicado, habí an sido aprehendidos y torturados por la policí a, y uno de ellos habí a guiado desde un helicó ptero a los jefes del operativo. Dijo que Diana fue muerta por la policí a cuando huí a del combate, ya liberada por sus captores. Dijo, por ú ltimo, que en la escaramuza habí an muerto tambié n tres campesinos inocentes que la policí a presentó a la prensa como sicarios caí dos en combate. Este informe debió darle a Escobar las satisfacciones que esperaba en cuanto a sus denuncias de violaciones d? derechos humanos por parte de la policí a.

Richard Becerra el ú nico testigo disponible, fue asediado por los periodistas la misma noche de la tragedia en un saló n de la Direcció n General de Policí a en Bogotá. Estaba todaví a con la chamarra de cuero negro con que lo habí an secuestrado y con el sombrero de paja que le habí an dado sus captores para que pasara por campesino. Su estado de á nimo no era el mejor para dar algú n dato esclarecedor.

La impresió n que dejó en sus colegas má s comprensivos fue que la confusió n de los hechos no le habí a permitido formarse un juicio de la noticia. Su declaració n de que el proyectil que mató a Diana lo disparó a propó sito uno de los secuestradores, no encontró piso firme en ninguna evidencia. La creencia general, por encima de todas las conjeturas, fue que Diana murió por accidente entre los fuegos cruzados. Sin embargo, la investigació n definitiva quedaba a cargo del procurador general en atenció n a la carta que le envió el presidente Gaviria despué s de las revelaciones de Nydia Quintero.

El drama no habí a terminado. Ante la incertidumbre pú blica sobre la suerte de Marina Montoya, los Extraditables emitieron un nuevo comunicado el 30 de enero, en el que reconocí an haber dado la orden de ejecutarla desde el dí a 23. Pero: «por motivos de clandestinidad y de comunicació n, no tenemos informació n ‑ a la fecha‑ si la ejecutaron o la liberaron. Si la ejecutaron no entendemos los motivos por los cuales la policí a aú n no ha reportado su cadá ver. Si la liberaron, sus familiares tienen fe palabra». Só lo entonces, siete dí as despué s de ordenado el asesinato, se emprendió la bú squeda del cadá ver. El mé dico legista Pedro Morales, que habí a colaborado en la autopsia, leyó el comunicado en la prensa y se imaginó que el cadá ver de Marina Montoya era el de la señ ora de la ropa fina y las uñ as impecables. Así fue. Sin embargo, tan pronto como se estableció la identidad, alguien que dijo ser del Ministerio de justicia presionó por telé fono al Instituto de Medicina Legal para que no se supiera que el cadá ver estaba en la fosa comú n. Luis Guillermo Pé rez Montoya, el hijo de Marina, salí a a almorzar cuando la radio transmitió la primicia. En el Instituto de Medicina Legal le mostraron el retrato de la mujer desfigurada por los balazos y le costó trabajo reconocerla. En el Cementerio del Sur tuvieron que preparar un dispositivo especial de policí a, porque ya la noticia estaba en el aire y tuvieron que abrirle paso a Luis Guillermo Pé rez para que llegara hasta la fosa por entre una muchedumbre de curiosos.

De acuerdo con los reglamentos de Medicina Legal, el cuerpo de un NN debe ser enterrado con el nú mero de serie impreso en el torso, los brazos y las piernas, para que se le pueda reconocer aun en caso de ser desmembrado. Debe envolverse en una tela de plá stico negro, como las que se usan para la basura y atada por los tobillos y las muñ ecas con cuerdas resistentes. El cuerpo de Marina Montoya ‑ segú n lo comprobó su hijo‑ estaba desnudo y cubierto de lodo, tirado de cualquier modo en la fosa comú n, y sin los tatuajes de identificació n ordenados por la ley. A su lado estaba el cadá ver del niñ o que habí an enterrado al mismo tiempo, envuelto en la sudadera rosada.

Ya en el anfiteatro, despué s de que la lavaron con una manguera a presió n, el hijo le revisó la dentadura, y tuvo un instante de vacilació n. Le parecí a recordar que a Marina le faltaba el premolar izquierdo, y el cadá ver tení a la dentadura completa. Pero cuando le examinó las manos y las puso sobre las suyas no le quedó rastro de dudas: eran iguales. Otra sospecha habí a de persistir, quizá s para siempre: Luis Guillermo Pé rez estaba con vencido de que el cadá ver de su madre habí a sido identificado cuando se hizo el levantamiento, y de que fue enviado a la fosa comú n sin má s trá mites para que no quedara ningú n rastro que pudiera inquietar a la opinió n pú blica o perturbar al gobierno.

La muerte de Diana ‑ aun antes del hallazgo del cadá ver de Marina‑ fue definitiva para el estado del paí s. Cuando Gaviria se habí a negado a modificar el segundo decreto no habí a cedido ante las asperezas de Villamizar y las sú plicas de Nydia. Su argumento, en sí ntesis, era que los decretos no podí an juzgarse en funció n de los secuestros sino en funció n del interé s pú blico, así como Escobar no secuestraba para presionar la entrega sino para forzar la no extradició n y conseguir el indulto. Esas reflexiones lo condujeron a una modificació n final del decreto. Era difí cil despué s de haber resistido a las sú plicas de Nydia y a tantos otros dolores ajenos para cambiar la fecha, pero resolvió afrontarlo.

Villamizar recibió esta noticia a travé s de Rafael Pardo. El tiempo de la espera le parecí a infinito. No habí a tenido un minuto de paz. Viví a pendiente del radio y del telé fono, y su alivio era inmenso cuando no era una mala noticia. Llamaba a Pardo a cualquier hora. «¿ Có mo va la cosa? », le preguntaba. «¿ Hasta dó nde va a llegar esta situació n? » Pardo lo calmaba con cucharaditas de racionalismo. Todas las noches volví a a casa en el mismo estado. «Hay que sacar ese decreto o aquí van a matar a todo el mundo», decí a. Pardo lo calmaba. Por fin, el 28 de enero, fue Pardo quien lo llamó para decirle que ya estaba para la firma del presidente el decreto definitivo. La demora se debí a a que todos los ministros debí an firmarlo, y no encontraban por ninguna parte al de Comunicaciones, Alberto Casas Santamarí a. Al fin lo ubicó Rafael Pardo por telé fono, y lo conminó con su buen talante de viejo amigo.

– Señ or ministro ‑ le dijo‑. O usted está aquí en inedia hora para firmar el decreto, o no es má s ministro.

El 29 de enero fue promulgado el decreto 303 en el cual se resolvieron todos los escollos que habí an impedido hasta entonces la entrega de los narcotraficantes. Tal como lo habí an supuesto en el gobierno, nunca lograrí an recoger la creencia generalizada de que fue un acto de mala conciencia por la muerte de Diana. Esto, corno siempre, daba origen a otras divergencias: los que pensaban que era una concesió n a los narcos por la presió n de una opinió n pú blica conmocionada, y los que lo entendieron como un acto presidencial insoslayable, aunque tardí o de cualquier modo para Diana Turbay. En todo caso, el presidente Gaviria lo firmó por convicció n, a sabiendas de que la demora podí a interpretarse como una prueba de inclemencia, y la decisió n tardí a proclamada como un acto de debilidad.

El dí a siguiente, a las siete de la mañ ana, el presidente le correspondió a Villamizar una llamada que le habí a hecho la ví spera para agradecerle el decreto. Gaviria escuchó en absoluto silencio sus razones, y compartió su angustia del 25 de enero.

– Fue un dí a terrible para todos ‑ dijo.

Villamizar llamó entonces a Guido Parra con la conciencia aliviada. «Usted no se pondrá a joder ahora con que este decreto no es el bueno», le dijo. Guido Parra ya lo habí a leí do a fondo.

– Listo ‑ dijo‑, aquí no hay ningú n problema. ¡ Mire cuá nto nos hubié ramos evitado desde antes!

Villamizar quiso saber cuá l serí a el paso siguiente.

– Nada ‑ dijo Guido Parra‑. Esto es cuestió n de cuarenta y ocho horas.

Los Extraditables hicieron saber de inmediato en un comunicado que desistí an de las ejecuciones anunciadas en vista de las solicitudes de varias personalidades del paí s. Se referí an quizá s a los mensajes radiales que les habí an hecho llegar Ló pez Michelsen, Pastrana y Castrilló n. Pero en el fondo podí a interpretarse como una aceptació n del decreto.

«Respetaremos la vida de los rehenes que permanecen en nuestro poder», decí a el comunicado. Como concesió n especial, anunciaban tambié n que en las primeras horas de ese mismo dí a iban a liberar un secuestrado. Villamizar, que estaba con Guido Parra, tuvo un sobresalto de sorpresa.

– Có mo así que uno ‑ le gritó ‑. Usted me habí a dicho que salí an todos.

Guido Parra no se alteró.

– Tranquilo, Alberto ‑ le dijo‑. Esto es cuestió n de ocho dí as.

 

 

Maruja y Beatriz no se habí an enterado de las muertes. Sin televisor ni radio, y sin má s informaciones que las del enemigo, era imposible adivinar la verdad. Las contradicciones de los propios guardianes desbarataron la versió n de que a Marina la habí an llevado a una finca, de modo que cualquier otra conjetura conducí a al mismo callejó n sin salida: o estaba libre o estaba muerta. Es decir: antes eran ellas las ú nicas que la sabí an viva, y ahora eran las ú nicas que no sabí an que estaba muerta.

La cama sola se habí a convertido en un fantasma ante la incertidumbre de lo que habí an hecho con Marina. El Monje habí a regresado media hora despué s de que se la llevaran. Entró como una sombra y se enroscó en un rincó n. Beatriz le preguntó a quemarropa:

– ¿ Qué hicieron con Marina?

El Monje le contó que cuando salió con ella lo habí an esperado en el garaje dos jefes nuevos que no entraron en el cuarto. Que é l les preguntó para dó nde la llevaban, y uno de ellos le contestó enfurecido: «Grandí simo hijueputa, aquí no se hacen preguntas». Que despué s le ordenaron que volviera a casa y dejara a Marina en manos de Barrabá s, el otro guardiá n de turno.

La versió n parecí a creí ble a primera oí da. No era fá cil que el Monje tuviera tiempo de ir y volver en tan poco tiempo si hubiera participado en el crimen, ni que tuviera corazó n para matar a una mujer en ruinas a la que parecí a querer como a su abuela y que lo mimaba como a un nieto. En cambio, Barrabá s tení a fama de ser un sanguinario sin corazó n que ademá s se vanagloriaba de sus crí menes. La incertidumbre se hizo má s inquietante por la madrugada, cuando Maruja y Beatriz se despertaron por un lamento de animal herido, y era que el Monje estaba sollozando. No quiso el desayuno, y varias veces se le oyó suspirar: «¡ Qué dolor que se hayan llevado a la abuela! ». Sin embargo, nunca dejó entender que estuviera muerta. Hasta la tenacidad con que el mayordomo se negaba a devolver el televisor y el radio aumentaba la sospecha del asesinato.

Damaris, despué s de varios dí as fuera de casa, regresó en un estado de á nimo que sumó un elemento má s a la confusió n. En uno de los paseos de madrugada, Maruja le preguntó dó nde habí a ido, y ella le contestó con la misma voz con que hubiera dicho la verdad: «Estoy cuidando a doñ a Marina». Sin darle a Maruja una pausa para pensar, agregó: «Siempre las recuerda y les manda muchos saludos». Y enseguida, en un tono aú n má s casual, dijo que Barrabá s no habí a regresado porque era el responsable de su seguridad. A partir de entonces, cada vez que Damaris salí a a la calle por cualquier motivo, regresaba con noticias tanto menos creí bles cuanto má s entusiastas. Todas terminaban con una fó rmula ritual:

– Doñ a Marina está divinamente.

Maruja no tení a una razó n para creerle má s a Damaris que al Monje, o a cualquier otro de los guardianes, pero tampoco la tení a para no creerles en unas circunstancias en que todo parecí a posible. Si en realidad Marina estaba viva, no tení an razones para mantener a las rehenes sin noticias ni distracciones, como no fuera para ocultarles otras verdades peores. No habí a nada que pareciera descabellado para la imaginació n desmandada de Maruja. Hasta entonces habí a ocultado sus inquietudes a Beatriz, temerosa de que no pudiera resistir la verdad. Pero Beatriz estaba a salvo de toda contaminació n. Habí a rechazado desde el principio cualquier sospecha de que Marina estuviera muerta. Sus sueñ os la ayudaban. Soñ aba que su hermano Alberto, tan real como en la vida, le hací a recuentos puntuales de sus gestiones, de lo bien que iban, de lo poco que les faltaba a ellas para ser libres. Soñ aba que su padre la tranquilizaba con la noticia de que las tarjetas de cré dito olvidadas en el bolso estaban a salvo. Eran visiones tan vividas que en el recuerdo no podí a distinguirlas de la realidad.

Por esos dí as estaba terminando su turno con Maruja y Beatriz un muchacho de diecisiete añ os que se hací a llamar Joñ as. Oí a mú sica desde las siete de la mañ ana en una grabadora gangosa. Tení a canciones favoritas que repetí a hasta el agotamiento a un volumen enloquecedor. Mientras tanto, como parte del coro, gritaba: «Vida, hija de puta, mal parida, yo no sé por qué me metí en esto». En momentos de calma hablaba de su familia con Beatriz. Pero só lo llegaba al borde del abismo con un suspiro insondable: «¡ Si ustedes supieran quié n es mi papá! ». Nunca lo dijo, pero ese y otros muchos enigmas de los guardianes contribuí an a enrarecer aú n má s el ambiente del cuarto.

El mayordomo, custodio del bienestar domé stico, debió de informar a sus jefes sobre la inquietud reinante, pues dos de ellos aparecieron por esos dí as con á nimo conciliador. Negaron una vez má s el radio y el televisor, pero en cambio trataron de mejorar la vida diaria. Prometieron libros, pero les llevaron muy pocos, y entre ellos una novela de Corí n Tellado. Les llegaron revistas de entretenimiento pero ninguna de actualidad. Hicieron poner un foco grande donde antes estuvo el azul, y ordenaron encenderlo por una hora a las siete de la mañ ana y otra a las siete de la noche para que se pudiera leer, pero Beatriz y Maruja estaban tan acostumbradas a la penumbra que no podí an resistir una claridad intensa. Ademá s, la luz recalentaba el aire del cuarto hasta volverlo irrespirable. Maruja se dejó llevar por la inercia de los desahuciados. Permanecí a dí a y noche hacié ndose la dormida en el colchó n, de cara a la pared para no tener que hablar. Apenas si comí a. Beatriz ocupó la cama vací a y se refugió en los crucigramas y acertijos de las revistas, La realidad era cruda y dolorosa, pero era la realidad: habí a má s espacio en el cuarto para cuatro que para cinco, menos tensiones, má s aire para respirar. Joñ as terminó su turno a fines de enero y se despidió de las rehenes con una prueba de confianza. «Quiero contarles algo con la condició n de que nadie sepa quié n se lo dijo», advirtió. Y soltó la noticia que lo carcomí a por dentro:

– A doñ a Diana Turbay la mataron.

El golpe las despertó. Para Maruja fue el instante má s terrible del cautiverio. Beatriz trataba de no pensar en lo que le parecí a irremediable: «Si mataron a Diana, la que sigue soy yo». A fin de cuentas, desde el primero de enero, cuando el añ o viejo se fue sin que las liberaran, se habí a dicho: «O me sueltan o me dejo morir».

Un dí a de é sos, mientras Maruja jugaba una partida de dominó con otro guardiá n, el Gorila se tocó distintos puntos del pecho con el í ndice, y dilo: «Siento algo muy feo por aquí.

¿ Qué será? ». Maruja interrumpió la jugada, lo miró con todo el desprecio de que fue capaz, y le dijo:

– O son gases o es un infarto».

É l soltó la metralleta en el piso, se levantó aterrorizado, se puso en el pecho la mano abierta con todos los dedos extendidos, y lanzó un grito colosal:

– ¡ Me duele el corazó n, carajo!

Se derrumbó sobre los trastos del desayuno, y quedó tendido boca abajo. Beatriz, que se sabí a odiada por é l, sintió el impulso profesional de auxiliarlo, pero en ese momento entraron el mayordomo y su mujer, asustados por el grito y el estropicio de la caí da. El otro guardiá n, que era pequeñ o y frá gil, habí a tratado de hacer algo, pero se lo impidió el estorbo de la metralleta, y se la entregó a Beatriz.

– Usted me responde por doñ a Maruja ‑ le dijo.

É l, el mayordomo y Damaris, juntos, no pudieron cargar al caí do. Lo agarraron como pudieron, y lo arrastraron hasta la sala. Beatriz, con la metralleta en la mano, y Maruja, ató nita, vieron la metralleta del otro guardiá n abandonada en el piso, y a las dos las estremeció la misma tentació n. Maruja sabí a disparar un revó lver, y alguna vez le habí an explicado có mo manejar la metralleta, pero una lucidez providencial le impidió recogerla. Beatriz, por su parte, estaba familiarizada con las prá cticas militares. En un entrenamiento de cinco añ os, dos veces por semana, pasó por los grados de subteniente y teniente, y alcanzó el de capitá n asimilado en el Hospital Militar. Habí a hecho un curso especial de artillerí a de cañ ó n. Sin embargo, tambié n ella se dio cuenta de que llevaban todas las de perder. Ambas se consolaron con la idea de que el Gorila no volverí a jamá s. No volvió, en efecto.

Cuando Pacho Santos vio por televisió n el entierro de Diana y la exhumació n de Marina Montoya, se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa que fugarse. Ya para entonces tení a una idea aproximada de dó nde se encontraba. Por las conversaciones y los descuidos de los guardianes, y por otras artes de periodista logró establecer que estaba en una casa de esquina en algú n barrio vasto y populoso del occidente de Bogotá. Su cuarto era el principal del segundo piso con la ventana exterior clausurada con tablas. Se dio cuenta de que era una casa alquilada, y tal vez sin contrato legal, porque la propietaria iba a principios de cada mes a cobrar el arriendo. Era el ú nico extrañ o que entraba y salí a, y antes de abrirle la puerta de la calle subí an a encadenar a Pacho en la cama, lo obligaban con amenazas a permanecer en absoluto silencio, y apagaban el radio y el televisor.

Habí a establecido que la ventana clausurada en el cuarto daba sobre el antejardí n, y que habí a una puerta de salida al final del corredor estrecho donde estaban los servicios sanitarios. El bañ o podí a utilizarlo a discreció n sin ninguna vigilancia con só lo atravesar el corredor, pero antes tení a que pedir que lo desencadenaran. Allí la ú nica ventilació n era una ventana por donde podí a verse el cielo. Tan alta, que no serí a fá cil alcanzarla, pero tení a un diá metro suficiente para salir por ella. Hasta entonces no tení a una idea de adonde podí a conducir. En el cuarto vecino, dividido en camarotes de metal rojo, dormí an los guardianes que no estaban de turno. Como eran cuatro se relevaban de dos en dos cada seis horas. Sus armas no estuvieron nunca a la vista en la vida cotidiana, aunque siempre las llevaban consigo. Só lo uno dormí a en el suelo junto a la cama matrimonial.

Estableció que estaban cerca de una fá brica, cuyo silbato se escuchaba varias veces al dí a, y por los coros diarios y la algarabí a de los recreos sabí a que estaba cerca de un colegio. En cierta ocasió n pidió una pizza y se la llevaron en menos de cinco minutos, todaví a caliente, y así supo que la preparaban y vendí an tal vez en la misma cuadra. Los perió dicos los compraban sin duda al otro lado de la calle y en una tienda grande, porque vendí an tambié n las revistas Time y Newsweek. Durante la noche lo despertaba la fragancia del pan recié n horneado de una panaderí a. Con preguntas tramposas logró saber por los guardianes que a cien metros a la redonda habí a una farmacia, un taller de automó vil, dos cantinas, una fonda, un zapatero remendó n y dos paraderos de buses. Con esos y muchos otros datos recogidos a pedazos trató de armar el rompecabezas de sus ví as de escape. Uno de los guardianes le habí a dicho que en caso de que llegara la ley tení an la orden de entrar antes en el cuarto y dispararle tres tiros a quemarropa: uno en la cabeza, otro en el corazó n y otro en el hí gado. Desde que lo supo consiguió quedarse con una botella de gaseosa de a litro, que mantení a al alcance de la mano para blandirí a como un mazo. Era la ú nica arma posible.

El ajedrez ‑ que un guardiá n le enseñ ó a jugar con un talento notable‑ le habí a dado una nueva medida del tiempo. Otro del turno de octubre era un experto en telenovelas y lo inició en el vicio de seguirlas sin preocuparse si eran buenas o malas. El secreto era no preocuparse mucho por el episodio de hoy sino aprender a imaginarse las sorpresas del episodio de mañ ana. Veí an juntos los programas de Alexandra, y compartí an los noticieros de radio y televisió n.

Otro guardiá n le habí a quitado veinte mil pesos que llevaba en el bolsillo el dí a del secuestro, pero en compensació n le prometió llevarle todo lo que é l le pidiera. Sobre todo, libros: varios de Milá n Kundera, Crimen y Castigo, la biografí a del general Santander de Pilar Moreno de Á ngel. É l fue quizá s el ú nico colombiano de su generació n que oyó hablar de José Marí a Vargas Vila, el escritor colombiano má s popular en el mundo a principios del siglo, y se apasionó con sus libros hasta las lá grimas. Los leyó casi todos, escamoteados por uno de los guardianes en la biblioteca de su abuelo. Con la madre de otro guardiá n mantuvo una entretenida correspondencia durante varios meses hasta que se la prohibieron los responsables de su seguridad. La ració n de lectura se completaba con los perió dicos del dí a que le llevaban por la tarde sin desdoblar. El guardiá n encargado de llevá rselos tení a una inquina visceral contra los periodistas. En especial contra un conocido presentador de televisió n, al cual apuntaba con su metralleta cuando aparecí a en pantalla.

– A é se me lo cargo de gratis ‑ decí a.

Pacho no vio nunca a los jefes. Sabí a que iban de vez en cuando, aunque nunca subieron al dormitorio, y que hací an reuniones de control y trabajo en un café de Chapinero. Con los guardianes, en cambio, logró establecer una relació n de emergencia. Tení an el poder sobre la vida y la muerte, pero le reconocieron siempre el derecho de negociar algunas condiciones de vida. Casi a diario ganaba unas o perdí a otras. Perdió hasta el final la de dormir encadenado, pero se ganó su confianza jugando al remis, un juego pueril de trampas fá ciles que consiste en hacer trí os y escaleras con diez cartas. Un jefe invisible les mandaba cada quince dí as cien mil pesos prestados que se repartí an entre todos para jugar. Pacho perdió siempre. Só lo al cabo de seis meses le confesaron que todos le hací an trampas, y si acaso lo dejaron ganar algunas veces fue para que no perdiera el entusiasmo. Eran juegos de mano con maestrí a de prestidigitadores.



  

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