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Gabriel García Márquez 11 страница



Doñ a Nydia Quintero, siempre atenta a sus presagios, no menospreció la importancia del sometimiento de los Ochoa. Apenas tres dí as despué s de la entrega de Fabio fue a verlo a la cá rcel, con su hija Marí a Victoria y su nieta Marí a Carolina, la hija de Diana. En la casa donde se alojaba la habí an recogido cinco miembros de la familia Ochoa, fieles al protocolo tribal de los paisas: la madre, Martha Nieves y otra hermana, y dos varones jó venes. La llevaron a la cá rcel de Itagü í, un edificio acorazado, al fondo de una callecita cuesta arriba, adornada ya con las guirnaldas de papel de colores de la Navidad.

En la celda de la cá rcel, ademá s de Fabio el joven, las esperaba el padre, Don Fabio Ochoa, un patriarca de ciento cincuenta kilos con facciones de niñ o a los setenta añ os, criador de caballos colombianos de paso fino, y guí a espiritual de una vasta familia de hombres intré pidos y mujeres de riendas firmes. Le gustaba presidir las visitas de la familia sentado en un silló n tronal, el eterno sombrero de caballista, y un talante ceremonioso que iba bien a su habla lenta y arrastrada, y a su sabidurí a popular. A su lado estaba el hijo, que es vivaz y dicharachero, pero que apenas si interpuso una palabra aquel dí a mientras hablaba su padre.

Don Fabio hizo en primer lugar un elogio de la valentí a con que Nydia removí a cielo y tierra por salvar a Diana. La posibilidad de ayudarla con Pablo Escobar la formuló con una retó rica magistral: harí a con el mayor gusto lo que pudiera hacer, pero no creí a que pudiera hacer algo. Al final de la visita, Fabio el joven le pidió a Nydia el favor de explicarle al presidente la importancia de aumentar el plazo de la entrega en el decreto de sometimiento. Nydia le explicó que ella no podí a hacerlo, pero ellos sí, con una carta a las autoridades competentes. Era su manera de no permitir que la usaran como recadera ante el presidente. Fabio el joven lo comprendió, y se despidió de ella con una frase reconfortante: «Mientras haya vida hay esperanza».

Al regreso de Nydia a Bogotá, Azucena le entregó la carta de Diana en la cual le pedí a que celebrara la Navidad con sus hijos, y Hero Buss la urgió por telé fono de ir a Cartagena para una conversació n personal. El buen estado fí sico y moral en que encontró al alemá n despué s de tres meses de cautiverio tranquilizó un poco a Nydia sobre la salud de su hija. Hero Buss no veí a a Diana desde la primera semana del secuestro, pero entre los guardianes y la gente de servicio habí a un intercambio constante de noticias que se filtraban a los rehenes, y sabí a que Diana estaba bien. Su ú nico riesgo grave y siempre inminente era el de un rescate armado. «Usted no se imagina lo que es el peligro constante de que lo maten a uno ‑ dijo Hero Buss‑. No só lo porque llegue la ley, como dicen ellos, sino porque está n siempre tan asustados que hasta el menor ruido lo confunden con un operativo». Sus ú nicos consejos eran impedir a toda costa un rescate armado y lograr que cambiaran en el decreto el plazo para la entrega.

El mismo dí a de su regreso a Bogotá, Nydia le expresó sus inquietudes al ministro de Justicia. Visitó al ministro de Defensa, general Ó scar Botero, acompañ ada por su hijo, el parlamentario julio Cé sar Turbay Quintero, y le pidió angustiada, en nombre de todos los secuestrados, que usaran los servicios de inteligencia y no los operativos de rescate. Su desgaste era vertiginoso y su intuició n de la tragedia cada vez má s lú cida. Le dolí a el corazó n. Lloraba a todas horas. Hizo un esfuerzo supremo por dominarse, pero las malas noticias no le dieron tregua. Oyó por radio un mensaje de los Extraditables con la amenaza de botar frente al Palacio Presidencial los cadá veres de los secuestrados envueltos en costales, si no se modificaban los té rminos del segundo decreto. Nydia llamó á presidente de la repú blica en un estado de desesperació n mortal. Como estaba en Consejo de Seguridad la atendió Rafael Pardo.

– Le ruego que le pregunte al presidente y a los del Consejo de Seguridad si lo que necesitan para cambiar el decreto es que le tiren en la puerta los secuestrados muertos y. encostalados.

En ese mismo estado de exaltació n estaba horas despué s cuando le pidió al presidente en persona que cambiara el plazo del decreto. A é l le habí an llegado ya noticias de que Nydia se quejaba de su insensibilidad ante el dolor ajeno, e hizo un esfuerzo por ser má s paciente y explí cito. Le explicó que el decreto 3030 acababa de expedirse, y que lo menos que podí a dá rsele era el tiempo de ver có mo se comportaba. Pero a Nydia le parecí a que los argumentos del presidente no eran má s que justificaciones para no hacer lo que debió haber hecho en el momento oportuno.

– El cambio de la fecha lí mite no só lo es necesario para salvar la vida de los rehenes ‑ replicó Nydia cansada de raciocinios‑ sino que es lo ú nico que falta para lograr la entrega de los terroristas. Mué vala, y a Diana la devuelven.

Gavina no cedió. Estaba ya convencido de que el plazo fijo era el escollo mayor de su polí tica de entregas, pero se resistí a a cambiarlo para que los Extraditables no consiguieran lo que perseguí an con los secuestros. La Asamblea Constituyente iba a reunirse en los pró ximos dí as en medio de una expectativa incierta, y no podí a permitirse que por una debilidad del gobierno le concediera el indulto al narcotrá fico. «La democracia nunca estuvo en peligro por los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales ni por ningú n secuestro ‑ dirí a Gaviria má s tarde. Cuando lo estuvo de veras fue en aquellos momentos en que existió la tentació n o el riesgo, o el rumor de que se estaba incubando la posibilidad del indulto». Es decir: el riesgo inconcebible de que secuestraran tambié n la conciencia de la Asamblea Constituyente. Gaviria lo tení a ya decidido: si eso ocurrí a, su determinació n serena e irrevocable era hundir la Constituyente.

Nydia andaba desde hací a algú n tiempo con la idea de que el doctor Turbay hiciera algo que estremeciera al paí s en favor de los secuestrados: una manifestació n multitudinaria frente al Palacio Presidencial, un paro cí vico, una protesta formal ante las Naciones Unidas. Pero el doctor Turbay la apaciguaba. «É l siempre fue así, por su responsabilidad y su mesura ‑ ha dicho Nydia‑. Pero uno sabí a que por dentro estaba muñ é ndose de dolor». Esa certidumbre, en lugar de aliviarla, le aumentaba la angustia. Fue entonces cuando tomó la determinació n de escribirle al presidente de la repú blica una carta privada «que lo motivara a moverse en lo que é l sabí a que era necesario».

El doctor Gustavo Balcá zar, preocupado por la postració n de su esposa Nydia, la convenció el 24 de enero de que se fueran unos dí as a su casa de Tabio ‑ a una hora de carretera en la sabana de Bogotá ‑ para buscarle un alivio a su angustia. No habí a vuelto allá desde el secuestro de la hija, así que se llevó su Virgen de bulto y dos velones para quince dí as cada uno, y todo lo que pudiera hacerle falta para no desconectarse de la realidad. Pasó una noche interminable en la soledad helada de la sabana, pidié ndole de rodillas a la Virgen que protegiera a Diana con una campana de cristal invulnerable para que nadie le faltara el respeto, para que no sintiera miedo, para que rebotaran las balas. A las cinco de la mañ ana, despué s de un sueñ o breve y azaroso, empezó a escribir en la mesa del comedor la carta de su alma para el presidente de la repú blica. El amanecer la sorprendió garrapateando ideas fugitivas, llorando, rompiendo borradores sin dejar de llorar, sacá ndolos en limpio en un mar de lá grimas.

Al contrario de lo que ella misma habí a previsto, estaba escribiendo su carta má s juiciosa y drá stica. «No pretendo hacer un documento pú blico ‑ empezó ‑. Quiero llegar al presidente de mi paí s y, con el respeto que me merece, hacerle unas comedidas reflexiones y una angustiada y razonable sú plica». A pesar de la reiterada promesa presidencial de que nunca se intentarí a un operativo armado para liberar a Diana, Nydia dejó la constancia escrita de una sú plica premonitoria: «Lo sabe el paí s y lo saben ustedes, que si en uno de esos allanamientos tropiezan con los secuestrados se podrí a producir una horrible tragedia». Convencida de que los escollos del segundo decreto habí an interrumpido el proceso de liberaciones iniciado por los Extraditables antes de Navidad, Nydia alertó al presidente con un temor nuevo y lú cido: si el gobierno no tomaba alguna determinació n inmediata para remover esos escollos, los rehenes corrí an el riesgo de que el tema quedara en manos de la Asamblea Constituyente. «Esto harí a que la zozobra y la angustia, que no só lo padecemos los familiares sino el paí s entero, se prolongara por interminables meses má s», escribió. Y concluyó con una reverencia elegante: «Por mis convicciones, por el respeto que le profeso como Primer Magistrado de la Nació n, serí a incapaz de sugerirle alguna iniciativa de mi propia cosecha, pero sí me siento inclinada a suplicarle que en defensa de unas vidas inocentes no desestime el peligro que representa el factor tiempo». Una vez terminada y transcrita con buena letra, fueron dos hojas y un cuarto de tamañ o oficio. Nydia dejó un mensaje en la secretarí a privada de la presidencia para que le indicara dó nde debí a mandarlas.

Esa misma mañ ana se precipitó la tormenta con la noticia de que habí an sido muertos los cabecillas de la banda de los Priscos: los hermanos David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera, acusados de los siete magnicidios de aquellos añ os, y de ser los cerebros de los secuestros, entre ellos el de Diana Turbay y su equipo. Uno habí a muerto con la falsa identidad de Francisco Muñ oz Serna, pero cuando Azucena Lié vano vio la foto en los perió dicos reconoció en é l a Don Pacho, el hombre que se ocupaba de Diana y de ella durante el cautiverio. Su muerte, y la de su hermano, justo en aquellos momentos de confusió n, fueron una pé rdida irreparable para Escobar, y no tardarí a en hacerlo saber con hechos.

Los Extraditables dijeron en un comunicado amenazante que David Ricardo no habí a sido muerto en combate, sino acribillado por la policí a delante de sus pequeñ os hijos y de la esposa embarazada. Sobre su hermano Armando, el comunicado aseguró que tampoco habí a muerto en combate, como dijo la policí a, sino asesinado en una finca de Rionegro, a pesar de que se encontraba paralí tico como consecuencia de un atentado anterior. La silla de ruedas, decí a el comunicado, se veí a con claridad en el noticiero de la televisió n regional.

É ste era el comunicado del cual le habí an hablado a Pacho Santos. Se conoció el 25 de enero con el anuncio de que serí an ejecutados dos rehenes en un intervalo de ocho dí as, y la primera orden habí a sido ya impartida contra Marina Montoya. Noticia sorprendente, pues se suponí a que Marina habí a sido asesinada tan pronto como la secuestraron en setiembre. «A eso me referí a cuando le mandé al presidente el mensaje de los encostalados ‑ ha dicho Nydia recordando aquella jornada atroz‑. No es que fuera impulsiva, ni temperamental, ni que necesitara tratamiento siquiá trico. Es que a quien iban a matar era a mi hija, porque quizá s no fui capaz de mover a quienes pudieron impedirlo. «

La desesperació n de Alberto Villamizar no podí a ser menor. «Ese dí a fue el má s horrible que pasé en mi vida», dijo entonces, convencido de que las ejecuciones no se harí an esperar. Quié n serí a:, ¿ Diana, Pacho, Maruja, Beatriz, Richard? Era una rifa de muerte que no querí a imaginar siquiera. Enfurecido llamó al presidente Gaviria.

– Usted tiene que parar estos operativos ‑ le dijo.

– No, Alberto ‑ le contestó Gaviria con su tranquilidad escalofriante‑ A mí no me eligieron para eso.

Villamizar colgó el telé fono, ofuscado por su propio í mpetu. «¿ Y ahora qué hago? », se Preguntó. Para empezar pidió ayuda a los ex presidentes Alfonso Ló pez Michelsen y Misael Pastrana y a monseñ or Darí o Castrilló n, obispo de Pereira. Todos hicieron declaraciones pú blicas de repudio a los mé todos de los Extraditables y pidieron preservació n de la vida de los rehenes. Ló pez Michelsen hizo por RCN un llamado al gobierno y a Escobar para que detuvieran la guerra y se buscara una solució n polí tica. En aquel momento ya la tragedia estaba consumada. Minutos antes de la madrugada del 21 de enero, Diana habí a escrito la ú ltima hoja de su diario. «Estamos pró ximos a los cinco meses y só lo nosotros sabemos lo que es esto ‑ escribió ‑. No quiero perder la fe y la esperanza de regresar a casa sana y salva».

Ya no estaba sola. Despué s de la liberació n de Azucena y Orlando habí a pedido que la reunieran con Richard, y fue complacida despué s de Navidad. Fue una fortuna para ambos. Conversaban hasta el agotamiento, escuchaban la radio hasta el amanecer, y así adquirieron la costumbre de dormir de dí a y vivir de noche. Se habí an enterado de la muerte de los Priscos por una conversació n de los guardianes. Uno lloraba. Otro, convencido de que aqué l era el final, y refirié ndose sin duda a los secuestrados, preguntó: «¿ Y ahora qué hacemos con la mercancí a? ». El que lloraba no lo pensó siquiera.

– Acabemos con ellos ‑ dijo.

Diana y Richard no conciliaron el sueñ o despué s del desayuno. Dí as antes les habí an anunciado que los cambiarí an de casa. No les habí a llamado la atenció n, pues en el mes corto que llevaban juntos los habí an mudado dos veces a refugios cercanos, previendo ataques reales o imaginarios de la policí a. Poco antes de las once de la mañ ana del 25 estaban en el cuarto de Diana comentando en susurros el diá logo de los guardianes, cuando oyeron ruidos de helicó pteros por el rumbo de Medellí n.

Los servicios de inteligencia de la policí a habí an recibido en los ú ltimos dí as numerosas llamadas anó nimas sobre movimiento de gente armada en la vereda de Sabaneta ‑ municipio de Copacabana‑, y en especial en las fincas del Alto de la Cruz, Villa del Rosario y La Bola. Tal vez los carceleros de Diana y Richard planeaban trasladarlos al Alto de la Cruz, que era la finca má s segura, porque estaba en una cumbre empinada y boscosa desde donde se dominaba todo el valle hasta Medellí n. Como consecuencia de esas denuncias telefó nicas y otros indicios propios, la policí a estaba a punto de allanar la casa. Era un operativo de guerra grande: dos capitanes, nueve oficiales, siete suboficiales y noventa y nueve agentes, parte por tierra y parte en cuatro helicó pteros artillados. Sin embargo, los guardianes ya no les hací an caso a los helicó pteros porque pasaban a menudo sin que nada sucediera. De pronto uno de ellos se asomó a la puerta y lanzó el grito temible:

– ¡ Nos cayó la ley!

Diana y Richard se demoraron a propó sito lo má s que pudieron porque el momento era propicio para que llegara la policí a: los cuatro guardianes eran de los menos duros, y parecí an demasiado asustados para defenderse. Diana se cepilló los dientes y se puso una camisa blanca que habí a lavado el dí a anterior, se puso sus zapatos de tenis y los bluejeans que llevaba puestos el dí a del secuestro y que le quedaban demasiado grandes por la pé rdida de peso. Richard se cambió de camisa y recogió el equipo de camaró grafo que le habí an devuelto en esos dí as. Los guardianes parecí an enloquecidos por el ruido creciente de los helicó pteros que sobrevolaron la casa, se alejaron hacia el valle y volvieron casi a ras de los á rboles. Los guardianes apuraban a gritos y empujaban a los secuestrados hacia la puerta de salida. Les dieron sombreros blancos para que los confundieran desde el aire con campesinos de la regió n. A Diana le echaron encima un pañ oló n negro y Richard se puso su chaqueta de cuero. Los guardianes les ordenaron correr hacia la montañ a y ellos mismos lo hicieron tambié n por separado con las armas montadas para disparar cuando los helicó pteros estuvieran a su alcance. Diana y Richard empezaron a trepar por una trocha de piedras. La pendiente era muy pronunciada, y el sol ardiente caí a a plomo desde el centro del cielo. Diana se sintió exhausta a los pocos metros cuando ya los helicó pteros estaban a la vista. A la primera rá faga, Richard se tiró al suelo. «No se mueva ‑ le gritó Diana‑. Há gase el muerto». Al instante cayó a su lado, bocabajo.

– Me mataron ‑ gritó ‑. No puedo mover las piernas.

No podí a, en efecto, pero tampoco sentí a ningú n dolor, y le pidió a Richard que le examinara la espalda porque antes de caer habí a sentido en la cintura una especie de descarga elé ctrica. Richard le levantó la camisa y vio a la altura de la cresta ilí aca izquierda un agujero minú sculo, ní tido y sin sangre.

Como el tiroteo continuaba, cada vez má s cerca, Diana insistí a desesperada en que Richard la dejara allí y escapara, pero é l permaneció a su lado esperando una ayuda para ponerla a salvo. Mientras tanto, le puso en la mano una Virgen que llevaba siempre en el bolsillo, y rezó con ella. El tiroteo cesó de pronto y aparecieron en la trocha dos agentes del Cuerpo É lite con sus armas en ristre.

Richard, arrodillado junto a Diana, levantó los brazos, y dijo: «¡ No disparen! ». Uno de los agentes lo miró con una cara de gran sorpresa y le preguntó:

– ¿ Dó nde está Pablo?

– No sé ‑ dijo Richard‑. Soy Richard Becerra, el periodista. Aquí está Diana Turbay y está herida.

– Comprué belo ‑ dijo un agente.

Richard le mostró la cé dula de identidad. Ellos y algunos campesinos que surgieron de las breñ as ayudaron a transportar a Diana en una hamaca improvisada con una sá bana, y la acostaron dentro del helicó ptero. El dolor se le habí a vuelto insoportable, pero estaba tranquila y lú cida, y sabí a que iba a morir.

Media hora despué s, el ex presidente Turbay recibió una llamada de una mente militar, para decirle que su hija Diana y Francisco Santos habí an sido rescatados en Medellí n mediante un operativo del Cuerpo É lite. De inmediato llamó a Hernando Santos, que lanzó un alarido de victoria, y ordenó a los telefonistas de su perió dico que dieran la noticia a toda la familia dispersa. Luego llamó al apartamento de Alberto Villamizar, y le retransmitió la noticia tal como se la habí an dado. «¡ Qué maravilla! », gritó Villamizar. Su jú bilo era sincero, pero enseguida cayó en la cuenta de que una vez liberados Pacho y Diana las ú nicas ejecutables que quedaban en manos de Escobar eran Maruja y Beatriz.

Mientras hací a llamadas de urgencia encendió el radio y comprobó que la noticia no estaba todaví a en el aire. Iba a marcar el nú mero de Rafael Pardo, cuando el telé fono volvió a timbrar. Era otra vez Hernando Santos para decirle descorazonado que Turbay habí a corregido la primera noticia. El liberado no era Francisco Santos sino el camaró grafo Richard Becerra, y Diana estaba mal herida. Sin embargo, a Hernando Santos no lo perturbaba tanto el error, como la consternació n de Turbay por haberle causado una falsa alegrí a.

Martha Lupe Rojas no estaba en su casa cuando la llamaron del noticiero para darle la noticia de que Richard habí a sido liberado. Habí a ido a casa de sus hermanos, y estaba tan pendiente de las noticias que se llevó su radio portá til inseparable. Pero aquel dí a, por primera vez desde el secuestro, no funcionó.

En el taxi que la llevaba al noticiero cuando alguien le dio la noticia de que su hijo estaba a salvo, la voz familiar del periodista Juan Gossaí n la puso en la realidad: las informaciones de Medellí n eran todaví a muy confusas. Se habí a comprobado que Diana Turbay estaba muerta, pero no habí a nada claro sobre Richard Becerra. Martha Lupe empezó a rezar en voz baja: «Dios mí o haz que las balas le pasen por un lado y no lo toquen». En ese momento, Richard llamó a su casa desde Medellí n para contarle que estaba a salvo, y no la encontró. Pero el grito emocionado de Gossaí n le devolvió el alma a Martha Lupe:

– ¡ Extra! ¡ Extra! ¡ El camaró grafo Richard Becerra está vivo!

Martha Lupe se echó a llorar, y no pudo controlarse hasta tarde en la noche, cuando recibió a su hijo en la redacció n del noticiero Criptó n. Hoy lo recuerda: «Estaba en los puros huesos, pá lido y barbudo, pero vivo».

Rafael Pardo habí a recibido la noticia minutos antes en su oficina por una llamada de un periodista amigo que querí a confirmar una versió n del rescate. Llamó al general Maza Má rquez y luego al director de la policí a, general Gó mez Padilla, y ninguno sabí a de operativo de rescate. Al rato lo llamó Gó mez Padilla y le informó que habí a sido un encuentro fortuito con el Cuerpo É lite en el curso de una operació n de bú squeda de Escobar. Las unidades que operaban, dijo Gó mez Padilla, no tení an ninguna informació n previa de que hubiera secuestradores en el lugar.

Desde que recibió la noticia de Medellí n, el doctor Turbay habí a tratado de comunicarse con Nydia en la casa de Tabio, pero el telé fono estaba descompuesto. Mandó en una camioneta a su jefe de escolta con la noticia de que Diana estaba a salvo y la tení an en el hospital de Medellí n para los exá menes de rutina. Nydia la recibió a las dos de la tarde, y en vez del grito de jú bilo que habí a dado la familia, adoptó una actitud de dolor y asombro, y exclamó:

– ¡ Mataron a Diana!

En el camino de Egreso a Bogotá, mientras escuchaba las noticias de la radio, se le acentuó la incertidumbre. «Seguí llorando ‑ dirí a má s tarde‑. Pero entonces mi llanto no era a gritos, como antes, sino só lo de lá grimas». Hizo una escala en su casa para cambiarse de ropa antes de ir al aeropuerto, donde esperaba a la familia el decré pito Fokker presidencial que volaba por la gracia divina despué s de casi treinta añ os de trabajos forzados. La noticia en ese momento era que Diana estaba bajo cuidados intensivos, pero Nydia no le creí a nada a nadie má s que a sus instintos. Fue derecho al telé fono, y pidió hablar con el presidente de la repú blica.

– Mataron a Diana, señ or presidente ‑ le dijo‑. Y eso es obra suya, es su culpa, es la consecuencia de su alma de piedra.

El presidente se alegró de poder contradecirla con una buena noticia.

– No, señ ora ‑ dijo con su voz má s calmada‑. Parece ser que hubo un operativo y todaví a no se tiene nada claro. Pero Diana está viva.

– No ‑ replicó Nydia‑. La mataron.

El presidente, que estaba en comunicació n directa con Medellí n, no tení a duda.

– ¿ Y por qué lo sabe?

Nydia contestó con una convicció n absoluta:

– Porque me lo dice mi corazó n de madre.

Su corazó n fue certero. Una hora despué s, Marí a Emma Mejí a, la consejera presidencial para Medellí n, subió al avió n que llevó a la familia Turbay y les dio la mala noticia. Diana habí a muerto desangrada, despué s de varias horas de esfuerzos mé dicos que de todos modos habrí an sido inú tiles. Habí a perdido el conocimiento en el helicó ptero que la transportó a Medellí n desde el lugar del encuentro con la policí a, y no lo habí a recobrado. Tení a la columna vertebral fracturada al nivel de la cintura por una bala explosiva de alta velocidad y mediano calibre que estalló en esquirlas dentro de su cuerpo y le produjo una pará lisis general de la que no se habrí a repuesto jamá s.

Nydia sufrió un impacto mayor cuando la vio en el hospital, desnuda en la mesa de cirugí a, pero cubierta con una sá bana ensangrentada, con el rostro sin expresió n y la piel sin color por el desangre completo. Tení a una enorme incisió n quirú rgica en el pecho por donde los mé dicos habí an introducido el puñ o para darle masajes al corazó n.

Tan pronto como salió del quiró fano, ya má s allá del dolor y la desesperanza, Nydia convocó en el mismo hospital una conferencia de prensa feroz. «É sta es la historia de una muerte anunciada», empezó. Convencida de que Diana habí a sido ví ctima de un operativo ordenado desde Bogotá ‑ segú n las informaciones que le dieron desde su llegada a Medellí n‑, hizo un recuento minucioso de las sú plicas que la familia y ella misma habí an hecho al presidente de la repú blica para que la policí a no lo intentara. Dijo que la insensatez y la criminalidad de los Extraditables eran las culpables de la muerte de su hija, pero que en igual proporció n lo eran el gobierno y el presidente de la repú blica en persona. Pero sobre todo el presidente, «que con indolencia y casi con frialdad e indiferencia desoyó las sú plicas que se le hací an para que no fuesen rescatados y no fuesen puestas en peligro las vidas de los secuestrados».

Esta declaració n terminante, divulgada en directo por todos los medios, provocó una reacció n de solidaridad en la opinió n pú blica, e indignació n en el gobierno. El presidente convocó a Fabio Villegas, su secretario general; a Miguel Silva, su secretario privado; a Rafael Pardo, su consejero de Seguridad, y a Mauricio Vargas, su consejero de Prensa. El propó sito era elaborar un rechazo ené rgico a la declaració n de Nydia. Pero una reflexió n má s a fondo los condujo a la conclusió n de que el dolor de una madre no se controvierte. Gaviria lo entendió así, y canceló el propó sito de la reunió n e impartió la orden:

– Vamos al entierro.

No só lo é l sino el gobierno en pleno.

El encono de Nydia no le dio una tregua. Con alguien cuyo nombre no recordaba le habí a mandado la carta tardí a al presidente ‑ cuando ya sabí a que Diana habí a muerto‑, tal vez para que llevara siempre en la conciencia su carga premonitoria. «Obviamente, no esperé que me respondiera», dijo.

Al final de la misa d? cuerpo presente en la catedral ‑ concurrida como pocas‑ el presidente se levantó de su silla y recorrió solo la desierta nave central, seguido por todas las miradas, por los relá mpagos de los fotó grafos, por las cá maras de televisió n, y le tendió la mano a Nydia con la seguridad de que se la dejarí a tendida. Nydia se la estrechó con un desgano glacial. En realidad, para ella fue un alivio, pues lo que temí a era que el presidente la abrazara. En cambio, apreció el beso de condolencia de Ana Milena, su esposa.



  

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