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Gabriel García Márquez 10 страницаLa verdad era que a Pacho Santos no le quedaban entonces los dieciocho dí as calculados sino unas pocas horas. Era el primero de la lista, y la orden de asesinato habí a sido dada el dí a anterior. Martha Nieves Ochoa se enteró a ú ltima hora por una casualidad afortunada ‑ a travé s de terceras personas‑ y le envió a Escobar una sú plica de perdó n, convencida de que aquella muerte terminarí a de incendiar el paí s. Nunca supo si la recibió, pero el hecho fue que la orden contra Pacho Santos no se conoció nunca, y en su lugar se impartió otra irrevocable contra Marina Montoya. Marina parecí a haberlo presentido desde principios de enero. Por razones que nunca explicó, habí a decidido hacer las caminatas acompañ ada por el Monje, su viejo amigo, que habí a vuelto en el primer relevo del añ o. Caminaban una hora desde que terminaba la televisió n, y despué s salí an Maruja y Beatriz con sus guardianes. Una de esas noches Marina regresó muy asustada, porque habí a visto un hombre vestido de negro y con una má scara negra, que la miraba en la oscuridad desde el lavadero. Maruja y Beatriz pensaron que debí a ser una má s de sus alucinaciones recurrentes, y no le hicieron caso. Confirmaron esa impresió n el mismo dí a, pues no habí a ninguna luz para ver un hombre de negro en las tinieblas del lavadero. De ser cierto, ademá s, debí a tratarse de alguien muy conocido en la casa para no alebrestar al pastor alemá n que se espantaba de su propia sombra. El Monje dijo que debí a ser un aparecido que só lo ella veí a. Sin embargo, dos o tres noches despué s regresó del paseo en un verdadero estado de pá nico. El hombre habí a vuelto, siempre de negro absoluto, y la habí a observado largo rato con una atenció n pavorosa sin importarle que tambié n ella lo mirara. A diferencia de las noches anteriores, aqué lla era de luna llena y el patio estaba iluminado por un verde fantá stico. Marina lo contó delante del Monje, y é ste la desmintió, pero con razones tan enrevesadas que Maruja y Beatriz no supieron qué pensar. Desde entonces no volvió Marina a caminar. Las dudas entre sus fantasí as y la realidad eran tan impresionantes, que Maruja sufrió una alucinació n real, una noche en que abrió los ojos y vio al Monje a la luz de k veladora, acuclillado como siempre, y vio su má scara convertida en una calavera. La impresió n de Maruja fue mayor, porque relacionó la visió n con el aniversario de la muerte de su madre el pró ximo 23 de enero. Marina pasó el fin de semana en la cama, postrada por un viejo dolor de la columna vertebral que parecí a olvidado. Le volvió el humor turbio de los primeros dí as. Como no podí a valerse de sí misma, Maruja y Beatriz se pusieron a su servicio. La llevaban al bañ o casi en vilo. Le daban la comida y el agua en la boca, le acomodaban una almohada en la espalda para que viera la televisió n desde la cama. La mimaban, la querí an de veras, pero nunca se sintieron tan menospreciadas. – Miren lo enferma que estoy y ustedes ni me ayudan ‑ les decí a Marina‑. Yo, que las he ayudado tanto. A veces só lo conseguí a aumentar el justo sentimiento de abandono que la atormentaba. En realidad, el ú nico alivio de Marina en aquella crisis de postrimerí as fueron los rezos encarnizados que murmuraba sin tregua durante horas, y el cuidado de sus uñ as. Al cabo de varios dí as, cansada de todo, se tendió exhausta en la cama y suspiró: – Bueno, que sea lo que Dios quiera. En la tarde del 22 las visitó tambié n el Doctor de los primeros dí as. Conversó en secreto con sus guardianes y oyó con atenció n los comentarios de Maruja y Beatriz sobre la salud de Marina. Al final se sentó a conversar con ella en el borde de la cama. Debió ser algo serio y confidencial, pues los susurros de ambos fueron tan tenues que nadie descifró una palabra. El Doctor salió del cuarto con mejor humor que cuando llegó, y prometió volver pronto. Marina se quedó deprimida en la cama. Lloraba a ratos. Maruja trató de alentarla, y ella se lo agradecí a con gestos por no interrumpir sus oraciones, y casi siempre le correspondí a con afecto, le apretaba la mano con su mano yerta. A Beatriz, con quien tení a una relació n má s cá lida, la trataba con el mismo cariñ o. El ú nico há bito que la mantuvo viva fue el de limarse las uñ as. A las diez y media de la noche del 23, mié rcoles, empezaban a ver en la televisió n el programa Enfoque, pendientes de cualquier palabra distinta, de cualquier chiste familiar, del gesto menos pensado, de cambios sutiles en la letra de una canció n que pudieran esconder mensajes cifrados. Pero no hubo tiempo. Apenas iniciado el tema musical, la puerta se abrió a una hora insó lita y entró el Monje, aunque no estaba de turno esa noche. – Venimos por la abuela para llevarla a otra finca ‑ dijo. Lo dijo como si fuera una invitació n dominical. Marina en la cama quedó como tallada en má rmol, con una palidez intensa, hasta en los labios, y con el cabello erizado. El Monje se dirigió entonces a ella con su afecto de nieto. – Recoja sus cosas, abuela ‑ le dijo‑. Tiene cinco minutos. Quiso ayudarla a levantarse. Marina abrió la boca para decir algo pero no lo logró. Se levantó sin ayuda, cogió el talego de sus cosas personales, y salió para el bañ o con una levedad de soná mbula que no parecí a pisar el suelo. Maruja enfrentó al Monje con la voz impá vida. – ¿ La van a matar? El Monje se crispó. – Esas vainas no se preguntan ‑ dijo. Pero se recuperó enseguida‑: Ya le dije que va para una finca mejor. Palabra. Maruja trató de impedir a toda costa que se la llevaran. Como no habí a allí ningú n jefe, cosa insó lita en una decisió n tan importante, pidió que llamaran a uno de parte de ella para discutirlo. Pero la disputa fue interrumpida por otro guardiá n que entró a llevarse el radio y el televisor. Los desconectó sin má s explicaciones, y el ú ltimo destello de la fiesta se desvaneció en el cuarto. Maruja les pidió que les dejaran al menos terminar el programa. Beatriz fue aú n má s agresiva, pero fue inú til. Se fueron con el radio y el televisor, y dejaron dicho a Marina que volví an por ella en cinco minutos. Maruja y Beatriz, solas en el cuarto, no sabí an qué creer, ni a quié n creé rselo, ni hasta qué punto aquella decisió n inescrutable formaba parte de sus destinos. Marina se demoró en el bañ o mucho má s de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el dí a del secuestro. La sudadera estaba limpia y recié n planchada. Los zapatos tení an el verdí n de la humedad y parecí an demasiado grandes, porque los pies habí an disminuido dos nú meros en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguí a descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todaví a le quedaba una brizna de ilusió n. – ¡ Quié n sabe si me van a liberar! ‑ dijo. Sin ponerse de acuerdo, Maruja y Beatriz decidieron que cualquiera que fuese la suerte de Marina, lo má s cristiano era engañ arla. – Seguro que sí ‑ le dijo Beatriz. – Así es ‑ dijo Maruja con su primera sonrisa radiante. ¡ Qué maravilla! La reacció n de Marina fue sorprendente. Les preguntó entre broma y de veras qué recados querí an mandar a sus familias. Ellas los improvisaron lo mejor que pudieron. Marina, rié ndose un poco de sí misma, le pidió a Beatriz que le prestara la loció n de hombre que Lamparó n le habí a regalado en la Navidad. Beatriz se la prestó, y Marina se perfumó detrá s de las orejas con una elegancia legí tima, se arregló sin espejo con leves toques de los dedos la hermosa cabellera de nieves marchitas, y al final pareció dispuesta para ser libre y feliz. En realidad, estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja, y se sentó a ñ amá rselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milí metro a milí metro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad, y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama. Beatriz, para no llorar, le repitió en serio el mensaje para su familia: «Si tiene oportunidad de ver a mi marido y a mis hijos, dí gales que estoy bien y que los quiero mucho». Pero Marina no era ya de este mundo. – No me pida eso ‑ le contestó sin mirarla siquiera‑. Yo sé que nunca tendré esa oportunidad. Maruja le llevó un vaso de agua con dos pastillas barbitú ricas que habrí an bastado para dormir tres dí as. Tuvo que darle el agua, porque Marina no acertaba a encontrarse la boca con el vaso por el temblor de las manos. Entonces le vio el fondo de los ojos radiantes, y eso le bastó para darse cuenta de que Marina no se engañ aba ni a sí misma. Sabí a muy bien quié n era, cuá nto debí an por ella y para dó nde la llevaban, y si les habí a seguido la comente a las ú ltimas amigas que le quedaron en la vida habí a sido tambié n por compasió n. Le llevaron una capucha nueva, de lana rosada que hací a juego con la sudadera. Antes de que se la pusieran se despidió de Maruja con un abrazo y un beso. Maruja le dio la bendició n y le dijo: «Tranquila». Se despidió de Beatriz con otro abrazo y otro beso, y le dijo: «Que Dios la bendiga». Beatriz, fiel a sí misma hasta el ú ltimo instante, se mantuvo en la ilusió n. – Qué rico que va a ver a su familia ‑ le dijo. Marina se entregó a los guardianes sin una lá grima. Le pusieron la capucha al revé s, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos, con un cuidado de nieto, y la sacó de la casa caminando hacia atrá s. Marina se dejó llevar caminando bien y con pasos seguros. El otro guardiá n cerró la puerta desde fuera. Maruja y Beatriz se quedaron inmó viles frente a la puerta cerrada, sin saber por dó nde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Só lo entonces entendieron que les habí an quitado el televisor y el radio para que no conocieran el final de la noche.
Al amanecer del dí a siguiente, jueves 24, el cadá ver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldí o al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todaví a hú meda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de pú as y con los brazos extendidos en cruz. El juez 78 de instrucció n criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta añ os, con abundante cabello plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tení a un escapulario con una cruz de plá stico. Alguien que habí a llegado antes que la justicia le habí a robado los zapatos. El cadá ver tení a la cabeza cubierta por una capucha acartonada por la sangre seca, puesta al revé s, con los agujeros de la boca y los ojos en la nuca, y casi desbaratada por los orificios de entrada y salida de seis tiros disparados desde má s de cincuenta centí metros, pues no habí an dejado tatuajes en la tela y en la piel. Las heridas estaban repartidas en el crá neo y el lado izquierdo de la cara, y una muy ní tida como un tiro de gracia en la frente. Sin embargo, junto al cuerpo empapado por la hierba silvestre só lo se encontraron cinco cá psulas de nueve milí metros. El cuerpo té cnico de la policí a judicial le habí a tomado ya cinco juegos de huellas digitales. Algunos estudiantes del colegio San Carlos, en la acera de enfrente, habí an merodeado por allí con otros curiosos. Entre los que presenciaron el levantamiento del cuerpo se encontraba una vendedora de flores del Cementerio del Norte, que habí a madrugado para matricular una hija en una escuela cercana. El cadá ver la impresionó por la buena calidad de la ropa interior, por la forma y el cuidado de sus manos y la distinció n que se le notaba a pesar del rostro acribillado. Esa tarde, la mayorista de flores que la abastecí a en su puesto del Cementerio del Norte ‑ a cinco kiló metros de distancia la encontró con un fuerte dolor de cabeza y en un estado de depresió n alarmante. – Usted ni se imagina lo triste que fue ver a esa pobre señ ora botada en el pasto ‑ le dijo la florista‑. Habí a que ver su ropa interior, su figura de gran dama, su cabello blanco, las manos tan finas con las uñ as tan bien arregladas. La mayorista, alarmada por su postració n, le dio un analgé sico para el dolor de cabeza, le aconsejó no pensar en cosas tristes y, sobre todo, no sufrir por los problemas ajenos. Ni la una ni la otra se darí an cuenta hasta una semana despué s de que habí an vivido un episodio inverosí mil. Pues la mayorista era Marta de Pé rez, la esposa de Luis Guillermo Pé rez, el hijo de Marina. El Instituto de Medicina Legal recibió el cuerpo a las cinco y media de la tarde del jueves, y lo dejaron en depó sito hasta el dí a siguiente, pues a los muertos con má s de un balazo no les practican la autopsia durante la noche. Allí esperaban para identificació n y necropsia otros dos cadá veres de hombres recogidos en la calle durante la mañ ana. En el curso de la noche llegaron otros dos de adultos varones, tambié n encontrados a la intemperie, y el de un niñ o de cinco añ os. La doctora Patricia Á lvarez, que practicó la autopsia de Marina Montoya desde las siete y media de la mañ ana del viernes, le encontró en el estó mago restos de alimentos reconocibles, y dedujo que la muerte habí a ocurrido en la madrugada del jueves. Tambié n a ella la impresionó la calidad de la ropa interior y las uñ as pulidas y pintadas. Llamó al doctor Pedro Morales, su jefe, que practicaba otra autopsia dos mesas má s allá, y é ste la ayudó a descubrir otros signos inequí vocos de la condició n social del cadá ver. Le hicieron la carta dental y le tomaron fotografí as y radiografí as, y tres pares má s de huellas digitales. Por ú ltimo le hicieron una prueba de absorció n ató mica y no encontraron restos de psicofá rmacos, a pesar de los dos barbitú ricos que Maruja Pachó n le habí a dado unas horas antes de la muerte. Cumplidos los trá mites primarios mandaron el cuerpo al Cementerio del Sur, donde tres semanas antes habí a sido excavada una fosa comú n para sepultar unos doscientos cadá veres. Allí la enterraron junto con los otros cuatro desconocidos y el niñ o. Era evidente que en aquel enero atroz el paí s habí a llegado a la peor situació n concebible. Desde 1984, cuando el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, habí amos padecido toda clase de hechos abominables, pero ni la situació n habí a llegado a su fin, ni lo peor habí a quedado atrá s. Todos los factores de violencia estaban desencadenados y agudizados. Entre los muchos graves que habí an convulsionado al paí s, el narcoterrorismo se definió como el má s virulento y despiadado. Cuatro candidatos presidenciales habí an sido asesinados antes de la campañ a de 1990. A Carlos Pizarra, candidato del M‑ 19, lo mató un asesino solitario a bordo de un avió n comercial, a pesar de que habí a cambiado cuatro veces sus reservaciones de vuelo en absoluto secreto y con toda clase de argucias para despistar. El precandidato Ernesto Samper sobrevivió a una rá faga de once tiros, y llegó a la presidencia de la repú blica cinco añ os despué s, todaví a con cuatro proyectiles dentro del cuerpo que sonaban en las puertas magné ticas de los aeropuertos. Al general Maza Má rquez le habí an hecho estallar a su paso un carrobomba de trescientos cincuenta kilos de dinamita, y habí a escapado de su automó vil de bajo blindaje arrastrando uno de sus escoltas heridos. «De pronto me sentí como suspendido en vilo por la cresta de un oleaje», contó el general. Fue tal la conmoció n, que debió acudir a la ayuda siquiá trica para recobrar el equilibrio emocional. Aú n no habí a terminado el tratamiento, al cabo de siete meses, cuando un camió n con dos toneladas de dinamita desmanteló con una explosió n apocalí ptica el enorme edificio del DAS, con un saldo de setenta muertos, setecientos veinte heridos, y estragos materiales incalculables. Los terroristas habí an esperado el momento exacto en que el general entrara en su oficina, pero no sufrió ni un rasguñ o en medio del cataclismo. Ese mismo añ o, una bomba estalló en un avió n de pasajeros cinco minutos despué s del despegue, y causó ciento siete muertos, entre ellos André s Escabí ‑ el cuñ ado de Pacho Santos‑, y el tenor colombiano Gerardo Arellano. La versió n general fue que estaba dirigida al candidato Cé sar Gaviria. Error siniestro, pues Gaviria no tuvo nunca el propó sito de viajar en ese avió n. Má s aú n: la seguridad de su campañ a le habí a prohibido volar en aviones de lí nea, y en alguna ocasió n que quiso hacerlo tuvo que desistir, ante el espanto de otros pasajeros que trataron de desembarcar para no correr el riesgo de volar con é l. La verdad era que el paí s estaba condenado dentro de un cí rculo infernal. Por un lado, los Extraditables se negaban a entregarse o a moderar la violencia, porque la policí a no les daba tregua. Escobar habí a denunciado por todos los medios que la policí a entraba a cualquier hora a las comunas de Medellí n, agarraba diez menores al azar, y los fusilaba sin má s averiguaciones en cantinas y potreros. Suponí an a ojo que la mayorí a estaba al servicio de Pablo Escobar, o eran sus partidarios, o iban a serlo en cualquier momento por la razó n o por la fuerza. Los terroristas no daban tregua en las matanzas de policí as a mansalva, ni en los atentados y los secuestros. Por su parte, los dos movimientos guerrilleros má s antiguos y fuertes, el Ejé rcito de Liberació n Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). acababan de replicar con toda clase de actos terroristas a la primera propuesta de paz del gobierno de Cé sar Gaviria. Uno de los gremios má s afectados por aquella guerra ciega fueron los periodistas, ví ctimas de asesinatos y secuestros, aunque tambié n de deserció n por amenazas y corrupció n. Entre setiembre de 1983 y enero de 1991 fueron asesinados por los carteles de la droga veintisé is periodistas de distintos medios del paí s. Guillermo Cano, director de El Espectador, el má s inerme de los hombres, fue acechado y asesinado por dos pistoleros en la puerta de su perió dico el 17 de diciembre de 1986. Manejaba su propia camioneta, y a pesar de ser uno de los hombres má s amenazados del paí s por sus editoriales suicidas contra el comercio de drogas, se negaba a usar un automó vil blindado o a llevar una escolta. Con todo, sus enemigos trataron de seguir matá ndolo despué s de muerto. Un busto erigido en memoria suya fue dinamitado en Medellí n. Meses despué s, hicieron estallar un camió n con trescientos kilos de dinamita que redujeron a escombros las má quinas del perió dico. Una droga má s dañ ina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fá cil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstá culo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y má s seguro como delincuente que como gente de bien. En sí ntesis: el estado de perversió n social propio de toda guerra larvada. El secuestro no era una novedad en la historia reciente de Colombia. Ninguno de los cuatro presidentes de los añ os anteriores habí a escapado a la prueba de un secuestro desestabilizador. Y por cierto, hasta donde se sabe, ninguno de los cuatro habí a cedido a las exigencias de los secuestradores. En febrero de 1976, bajo el gobierno de Alfonso Ló pez Michelsen, el M‑ 19 habí a secuestrado al presidente de la Confederació n de Trabajadores de Colombia, José Raquel Mercado. Fue juzgado y condenado a muerte por sus captores por traició n a la clase obrera, y ejecutado con dos tiros en la nuca ante la negativa del gobierno a cumplir una serie de condiciones polí ticas. Diecisé is miembros de é lite del mismo movimiento armado se tomaron la embajada de la Repú blica Dominicana en Bogotá cuando celebraban su fiesta nacional, el 27 de febrero de 1980, bajo el gobierno de julio Cé sar Turbay. Durante sesenta y un dí as mantuvieron en rehenes a casi todo el cuerpo diplomá tico acreditado en Colombia, incluidos los embajadores de los Estados Unidos, Israel y el Vaticano. Exigí an un rescate de cincuenta millones de dó lares y la liberació n de trescientos once de sus militantes detenidos. El presidente Turbay se negó a negociar, pero los rehenes fueron liberados el 28 de abril sin ninguna condició n expresa, y los secuestradores salieron del paí s bajo la protecció n del gobierno de Cuba, solicitada por el gobierno de Colombia. Los secuestradores aseguraron en privado que habí an recibido por el rescate cinco millones de dó lares en efectivo, recaudados por la colonia judí a de Colombia entre sus cofrades del mundo entero. El 7 de noviembre de 1985, un comando del M‑ 19 se tomó el multitudinario edificio de la Corte Suprema de justicia en su hora de mayor actividad, con la exigencia de que el má s alto tribunal de la repú blica juzgara al presidente Belisario Betancur por no cumplir con su promesa de paz. El presidente no negoció, y el ejé rcito rescató el edificio a sangre y fuego al cabo de diez horas, con un saldo indeterminado de desaparecidos y noventa y cinco muertos civiles, entre ellos nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y su presidente, Alfonso Reyes Echandí a. Por su parte, el presidente Virgilio Barco, casi al final de su mandato, dejó mal resuelto el secuestro de Á lvaro Diego Montoya, el hijo de su secretario general. La furia Pablo Escobar le estalló en las manos siete meses despué s a su sucesor, Cé sar Gavina, que iniciaba su gobierno con el problema mayor de diez notables secuestrados. Sin embargo, en sus primeros cinco meses, Gavina habí a conseguido un ambiente menos turbulento para capear la tormenta. Habí a logrado un acuerdo polí tico para convocar una Asamblea Constituyente, investida por la Corte Suprema de Justicia del poder suficiente para decidir sobre cualquier tema sin lí mite alguno. Incluidos, por supuesto, los má s calientes: la extradició n de nacionales y el indulto. Pero el problema de fondo, tanto para el gobierno como para el narcotrá fico y las guerrillas, era que mientras Colombia no tuviera un sistema de justicia eficiente era casi imposible articular una polí tica de paz que colocara al Estado del lado de los buenos, y dejara del lado de los malos a los delincuentes de cualquier color. Pero nada era simple en esos dí as, y mucho menos informar sobre nada con objetividad desde ningú n lado, ni era fá cil educar niñ os y enseñ arles la diferencia entre el bien y el mal. La credibilidad del gobierno no estaba a la altura de sus notables é xitos polí ticos, sino a la muy baja de sus organismos de seguridad, fustigados por la prensa mundial y los organismos internacionales de derechos humanos. En cambio, Pablo Escobar habí a logrado una credibilidad que no tuvieron nunca las guerrillas en sus mejores dí as. La gente llegó a creer má s en las mentiras de los Extraditables que en las verdades del gobierno. El 14 de diciembre se proclamó el decreto 3030, que modificó el 2047 y anuló todos los anteriores. Se introdujo, entre otras novedades, la acumulació n jurí dica de penas. Es decir: una persona a la que se le juzgara por varios delitos, ya fuera en un mismo juicio o en juicios posteriores, no se le sumarí an los añ os por distintas condenas sino que só lo purgarí a la má s larga. Tambié n se fijó una serie de procedimientos y plazos relacionados con el traslado de pruebas del exterior a procesos en Colombia. Pero se mantuvieron firmes los dos grandes escollos para la entrega: las condiciones un tanto inciertas para k no extradició n y el plazo fijo para los delitos perdonables. Mejor dicho: se mantení an la entrega y la confesió n como requisitos indispensables para la no extradició n y para las rebajas de penas, pero siempre sujetas a que los delitos se hubieran cometido antes del 5 de setiembre de 1990. Pablo Escobar expresó su desacuerdo con un mensaje enfurecido. Su reacció n tení a esta vez un motivo má s que se cuidó de no denunciar en pú blico: la aceleració n del intercambio de pruebas con los Estados Unidos, que agilizaba los procesos de extradició n. Alberto Villamizar fue el má s sorprendido. Por sus contactos diarios con Rafael Pardo tení a motivos para esperar un decreto de manejo má s fá cil. Por el contrario, le pareció má s duro que el primero. Y no estaba solo en esa idea. El inconformismo estaba tan generalizado, que desde el dí a mismo de la proclamació n del segundo decreto empezó a pensarse en un tercero. Una conjetura fá cil sobre las razones que endurecieron el 3030 era que el sector má s radical del gobierno ‑ ante la ofensiva de los comunicados conciliadores y las liberaciones gratuitas de cuatro periodistas‑ habí a convencido al presidente de que Escobar estaba acorralado. Cuando, en realidad, no estuvo nunca tan fuerte como entonces con la presió n tremenda de los secuestros y la posibilidad de que la Asamblea Constituyente eliminara la extradició n y proclamara el indulto. En cambio, los tres hermanos Ochoa se acogieron de inmediato a la opció n del sometimiento. Esto se interpretó como una fisura en la cú spide del cartel. Aunque, en realidad, el proceso de su entrega habí a empezado desde el primer decreto, en setiembre, cuando un conocido senador antioqueñ o le pidió a Rafael Pardo recibir a una persona que no identificó de antemano. Era Martha Nieves Ochoa, quien inició con ese paso audaz los trá mites para la entrega de sus tres hermanos con intervalos de un mes. Así serí a. Fabio, el menor, se entregó el 18 de diciembre; el 15 de enero, cuando menos parecí a posible, se entregó Jorge Luis, y el 16 de febrero se entregarí a Juan David. Cinco añ os despué s, un grupo de periodistas norteamericanos le hicieron la pregunta a Jorge Luis en la cá rcel y su respuesta fue terminante: «Nos entregamos para salvar el pellejo». Reconoció que detrá s estaba la presió n irresistible de las mujeres de su familia, que no tuvieron paz hasta que los pusieron a salvo en la cá rcel blindada de Itagü í, un suburbio industrial de Medellí n. Fue un acto familiar de confianza en el gobierno, que todaví a en aquel momento habí a podido extraditarlos de por vida a los Estados Unidos.
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