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Gabriel García Márquez 9 страница



Liliana estaba bañ ando al niñ o y corrió a contestar con las manos enjabonadas. Oyó una voz extrañ a y tranquila:

– Flaca, soy yo.

Ella pensó que alguien querí a tomarle el pelo y estaba a punto de colgar cuando reconoció la voz. «¡ Ay, Dios mí o! », gritó. Orlando tení a tanta prisa, que só lo alcanzó a decirle que todaví a estaba en Medellí n y que llegarí a esa tarde. Liliana no tuvo un instante de sosiego el resto del dí a por la preocupació n de no haber reconocido la voz del esposo. Juan Vitta le habí a dicho cuando lo liberaron que Orlando estaba tan cambiado por el cautiverio que costaba trabajo reconocerlo, pero nunca pensó que el cambio fuera hasta en la voz. Su impresió n fue má s grande aú n esa tarde en el aeropuerto, cuando se abrió camino a travé s del tropel de los periodistas y no reconoció al hombre que la besó. Pero era Orlando al cabo de cuatro meses de cautiverio, gordo, pá lido y con un bigote retinto y á spero. Ambos por separado habí an decidido tener el segundo hijo tan pronto como se encontraran. «Pero habí a tanta gente alrededor que no pudimos ese dí a», ha dicho Liliana muerta de risa. «Ni el otro dí a tampoco por el susto». Pero recuperaron bien las horas perdidas: nueve meses despué s del tercer dí a tuvieron otro varó n, y el añ o siguiente un par de gemelos. La racha de liberaciones ‑ que fue un soplo de optimismo para los otros rehenes y sus familias‑ acabó de convencer a Pacho Santos de que no habí a ningú n indicio razonable de que algo avanzara en favor suyo. Pensaba que Pablo Escobar no habí a hecho má s que quitarse el estorbo de las barajas menores para presionar el indulto y la no extradició n en la Constituyente, y se quedó con tres ases: la hija de un ex presidente, el hijo del director del perió dico má s importante del paí s, y la cuñ ada de Luis Carlos Galá n. Beatriz y Marina, en cambio, sintieron renacer la esperanza, aunque Maruja prefirió no engañ arse con interpretaciones ligeras. Su á nimo andaba decaí do, y la cercaní a de la Navidad acabó de postrarlo. Detestaba las fiestas obligatorias. Nunca hizo pesebres ni á rboles de Navidad, ni repartió regalos ni tarjetas, y nada la deprimí a tanto como las parrandas fú nebres de la Nochebuena en las que todo el mundo canta porque está triste o llora porque es feliz. El mayordomo y su mujer prepararon una cena abominable. Beatriz y Marina hicieron un esfuerzo por participar, pero Maruja se tomó dos barbitú ricos arrasadores y despertó sin remordimientos.

El mié rcoles siguiente el programa semanal de Alexandra estuvo consagrado a la noche de Navidad en la casa de Nydia, con la familia Turbay completa en torno del ex presidente; con familiares de Beatriz, y Maruja y Alberto Villamizar. Los niñ os estaban en primer té rmino: los dos hijos de Diana y el nieto de Maruja ‑ hijo de Alexandra‑. Maruja lloró de emoció n, pues la ú ltima vez que lo habí a visto apenas balbucí a algunas palabras y ya era capaz de expresarse. Villamizar explicó al final, con voz pausada y muchos detalles, el curso y el estado de sus gestiones. Maruja resumió el programa con una frase justa: «Fue muy lindo y tremendo».

El mensaje de Villamizar le levantó los á nimos a Marina Montoya. Se humanizó de pronto y reveló la grandeza de su corazó n. Con un sentido polí tico que no le conocí an empezó a oí r y a interpretar las noticias con gran interé s. Un aná lisis de los decretos la llevó a la conclusió n de que las posibilidades de ser liberadas eran mayores que nunca. Su salud empezó a mejorar hasta el punto de que menospreció las leyes del encierro y hablaba con su voz natural, bella y bien timbrada.

El 31 de diciembre fue su noche grande. Damaris llevó el desayuno con la noticia de que celebrarí an el Añ o Nuevo con una fiesta en regla, con champañ a criolla y un pernil de cerdo. Maruja pensó que aqué lla serí a la noche má s triste de su vida, por primera vez lejos de su familia, y se hundió en la depresió n. Beatriz acabó de derrumbarse. Los á nimos de ambas estaban para todo menos para fiestas. Marina, en cambio, recibió la noticia con alborozo, y no ahorró argumentos para darles á nimos. Inclusive a los guardianes.

– Tenemos que ser justas ‑ les dijo a Maruja y a Beatriz‑. Tambié n ellos está n lejos de su familia, y a nosotras lo que nos toca es hacerles su Añ o Nuevo lo má s grato que se pueda.

Le habí an dado tres camisas de dormir la noche en que la secuestraron, pero só lo habí a usado una, y guardaba las otras en su talego personal. Má s tarde, cuando llevaron a Maruja y a Beatriz, las tres usaban sudaderas deportivas como un uniforme de cá rcel, que lavaban cada quince dí as.

Nadie volvió a acordarse de las camisas hasta la tarde del 31 de diciembre, cuando Marina dio un paso má s en su entusiasmo. «Les propongo una cosa ‑ les dijo‑: Yo tengo aquí tres camisas de dormir que nos vamos a poner para que nos vaya bien el resto el añ o entrante». Y le preguntó a Maruja:

– A ver, mijita, ¿ qué color quiere?

Maruja dijo que a ella le daba lo mismo. Marina decidió que le iba mejor el color verde. A Beatriz le dio la camisa rosa y se reservó la blanca para ella. Luego sacó del bolso una cajita de cosmé ticos y propuso que se maquillaran unas a otras. «Para lucir bellas esta noche», dijo. Maruja, que ya tení a bastante con el disfraz de las camisas, la rechazó con un humor agrio.

– Yo llego hasta ponerme la camisa de dormir ‑ dijo‑. Pero estar aquí pintada como una loca, ¿ en este estado? No, Marina, eso sí que no. Marina se encogió de hombros.

– Pues yo sí.

Como no tení an espejo, le dio a Beatriz los ú tiles de belleza, y se sentó en la cama para que la maquillara. Beatriz lo hizo a fondo y con buen gusto, a la luz de k veladora: un toque de colorete para disimular la palidez mortal de la piel, los labios intensos, la sombra de los pá rpados. Ambas se sorprendieron de cuan bella podí a ser todaví a aquella mujer que habí a sido cé lebre por su encanto personal y su hermosura. Beatriz se conformó con la cola de caballo y su aire de colegiala.

Aquella noche Marina desplegó su gracia irresistible de antioqueñ a. Los guardianes la imitaron, y cada quien dijo lo que quiso con la voz que Dios le dio. Salvo el mayordomo, que aun en la altamar de la borrachera seguí a hablando en susurros. El Lamparó n, envalentonado por los tragos, se atrevió a regalarle a Beatriz una loció n de hombre. «Para que esté n bien perfumadas con los millones de abrazos que les van a dar el dí a que las suelten», les dijo. El bruto del mayordomo no lo pasó por alto y dijo que era un regalo de amor reprimido. Fue un nuevo terror entre los muchos de Beatriz.

Ademá s de las secuestradas, estaban el mayordomo y su mujer, y los cuatro guardianes de turno. Beatriz no podí a soportar el nudo en la garganta. Maruja la pasó nostá lgica y avergonzada, pero aun así no podí a disimular la admiració n que le causó Marina, esplé ndida, rejuvenecida por el maquillaje, con la camisa blanca, la cabellera nevada, la voz deliciosa. Era inconcebible que fuera feliz, pero logró que lo creyeran.

Hací a bromas con los guardianes que se levantaban la má scara para beber. A veces, desesperados por el calor, les pedí an a las rehenes que les dieran la espalda para respirar. A las doce en punto, cuando estallaron las sirenas de los bomberos y las campanas de las iglesias, todos estaban apretujados en el cuarto, sentados en la cama, en el colchó n, sudando en el calor de fragua. En la televisió n estalló el himno nacional. Entonces Maruja se levantó, y les ordenó a todos que se pusieran de pie para cantarlo con ella. Al final levantó el vaso de vino de manzana, y brindó por la paz de Colombia. La fiesta terminó media hora despué s, cuando se acabaron las botellas, y en el plató n só lo quedaba el hueso pelado del pernil y las sobras de la ensalada de papa.

El turno de relevo fue saludado por las rehenes con un suspiro de alivio, pues eran los mismos que las habí an recibido la noche del secuestro, y ya sabí an có mo tratarlos. Sobre todo Maruja, cuya salud la mantení a con el á nimo decaí do. Al principio el terror se le convertí a en dolores errá ticos por todo el cuerpo que la obligaban a asumir posturas involuntarias. Pero má s tarde se volvieron concretos por el ré gimen inhumano impuesto por los guardianes. A principios de diciembre le impidieron ir al bañ o un dí a entero como castigo por su rebeldí a, y cuando se lo permitieron no le fue posible hacer nada. É se fue el principio de una cistitis persistente y, má s tarde, de una hemorragia que le duró hasta el final del cautiverio.

Marina, que habí a aprendido con su esposo a hacer masajes de deportistas, se empeñ ó a restaurarla con sus fuerzas exiguas. Aú n le sobraban los buenos á nimos del Añ o Nuevo. Seguí a optimista, contaba ané cdotas: viví a. La aparició n de su nombre y su fotografí a en una campañ a de televisió n en favor de los secuestrados le devolvió las esperanzas y la alegrí a. Se sintió otra vez la que era, que ya existí a, que allí estaba. Apareció siempre en la primera etapa de la campañ a, hasta un dí a en que no estuvo má s sin explicaciones. Ni Maruja ni Beatriz tuvieron corazó n para decirle que tal vez la borraron de la lista porque nadie creí a que estuviera viva.

Para Beatriz era importante el 31 de diciembre porque se lo habí a fijado como plazo má ximo para ser libre. La desilusió n la derrumbó hasta el punto de que sus compañ eras de prisió n no sabí an qué hacer con ella. Llegó un momento en que Maruja no podí a mirarla porque perdí a el control, se echaba a llorar, y llegaron a ignorarse la una a la otra dentro de un espacio no mucho má s grande que un cuarto de bañ o. La situació n se hizo insostenible. La distracció n má s durable para las tres rehenes, durante las horas interminables despué s del bañ o, era darse masajes lentos en las piernas con la crema humectante que sus carceleros les suministraban en cantidades suficientes para que no enloquecieran. Un dí a Beatriz se dio cuenta de que estaba acabá ndose.

– Y cuando la crema se acabe ‑ le preguntó a Maruja‑, ¿ qué vamos a hacer?

– Pues pediremos má s ‑ le respondió Maruja con un é nfasis á cido. Y subrayó con má s acidez aú n‑: O si no, ahí veremos. ¿ Cierto?

– ¡ No me conteste así! ‑ le gritó Beatriz en una sú bita explosió n de rabia‑. ¡ A mí, que estoy aquí por culpa suya!

Fue el estallido inevitable. En un instante dijo cuanto se habí a guardado en tantos dí as de tensiones reprimidas y noches de horror. Lo sorprendente era que no hubiera ocurrido antes y con mayor encono. Beatriz se mantení a al margen de todo, viví a frenada, y se tragaba los rencores sin saborearlos. Lo menos grave que podí a suceder, por supuesto, era que una simple frase dicha al descuido le revolviera tarde o temprano la agresividad reprimida por el terror. Sin embargo, el guardiá n de turno no pensaba lo mismo, y ante el temor de una reyerta grande amenazó con encerrar a Beatriz y a Maruja en cuartos separados. Ambas se alarmaron, pues el temor de las agresiones sexuales se mantení a vivo. Estaban convencidas de que mientras estuvieran juntas era difí cil que los guardianes intentaran una violació n, y por eso la idea de que las separaran fue siempre la má s temible. Por otra parte, los guardianes estaban siempre en parejas, no eran afines, y parecí an vigilarse los unos a los otros como una precaució n de orden interno para evitar incidentes graves con las rehenes. Pero la represió n de los guardianes creaba un ambiente malsano en el cuarto. Los de turno en diciembre habí an llevado un betamax en el que pasaban pelí culas de violencia con una fuerte carga eró tica, y de vez en cuando algunas pornográ ficas. El cuarto se saturaba por momentos de una tensió n insoportable. Ademá s, cuando las rehenes iban al bañ o debí an dejar la puerta entreabierta, y en má s de una ocasió n sorprendieron al guardiá n atisbando. Uno de ellos, empecinado en sostener la puerta con la mano para que no se cerrara mientras ellas usaban el bañ o, estuvo a punto de perder los dedos cuando Beatriz ‑ adrede‑ la cerró de un golpe. Otro espectá culo incó modo fue una pareja de guardianes homosexuales que llegó en el segundo turno, y se mantení an en un estado perpetuo de excitació n con toda clase de retozos perversos. La vigilancia excesiva de Lamparó n al mí nimo gesto de Beatriz, el regalo del perfume, la impertinencia del mayordomo en la Nochebuena eran factores de perturbació n. Los cuentos que se intercambiaban entre ellos sobre violaciones a desconocidas, sus perversiones eró ticas, sus placeres sá dicos, terminaban por enrarecer el ambiente.

A petició n de Maruja y Marina el mayordomo hizo venir a un mé dico para Beatriz, el 12 de enero, antes de la media noche. Era un hombre joven, bien vestido y mejor educado, y con una má scara de seda amarilla que hací a juego con su atuendo. Es difí cil creer en la seriedad de un mé dico encapuchado, pero aqué l demostró de entrada que conocí a bien su oficio. Tení a una seguridad tranquilizante. Llevaba un estuche de cuero fino, grande como una maleta de viaje, con el fonendoscopio, el tensió metro, un electrocardió grafo de baterí as, un laboratorio portá til para aná lisis a domicilio, y otros recursos para emergencias. Examinó a fondo a las tres rehenes, y les hizo aná lisis de orina y de sangre en el laboratorio portá til. Mientras la examinaba, el mé dico le dijo en secreto a Maruja: «Me siento la persona má s avergonzada del mundo por tener que verla a usted en esta situació n. Quiero decirle que estoy aquí por la fuerza. Fui muy amigo y partidario del doctor Luis Carlos Galá n, y voté por é l. Usted no se merece este sufrimiento, pero trate de sobrellevarlo. La serenidad es buena para su salud». Maruja apreció sus explicaciones, pero no pudo superar d asombro por su elasticidad moral. A Beatriz le repitió el discurso exacto.

El diagnó stico para ambas fue un estré s severo y un principio de desnutrició n, para lo cual ordenó enriquecer y balancear la dieta. A Maruja le encontró problemas circulatorios y una infecció n vesical de cuidado, y le prescribió un tratamiento a base de Vasotó n, diuré ticos y pastillas calmantes. A Beatriz le recetó sedante para entretener la ú lcera gá strica. A Marina ‑ a quien ya habí a visto antes‑, se limitó a darle consejos para que se preocupara má s por su propia salud, pero no la encontró muy receptiva. A las tres les ordenó caminar a buen paso por lo menos una hora diaria…

A partir de entonces a cada una les dieron una caja de veinte pastillas de un tranquilizante para tomar una por la mañ ana, otra al mediodí a y otra antes de dormir. En caso extremo podí an cambiarlo por un barbitú rico fulminante que les permitió escapar a muchos horrores del encierro. Bastaba un cuarto de pastilla para quedar sin sentido antes de contar hasta cuatro.

Desde la una de aquella madrugada empezaron a caminar en el patio oscuro con los asustados guardianes que las mantení an bajo la mira de sus metralletas sin seguro. Se marearon a la primera vuelta, sobre todo Maruja, que debió sostenerse de las paredes para no caer. Con la ayuda de los guardianes, y a veces con Damaris, terminaron por acostumbrarse. Al cabo de dos semanas Maruja llegó a dar con paso rá pido hasta mil vueltas contadas: dos kiló metros. El estado de á nimo de todas mejoró, y con é l la concordia domé stica.

El patio fue el. ú nico lugar de la casa que conocieron ademá s del cuarto. Estaba en tinieblas mientras duraban los paseos, pero en las noches claras se alcanzaba a ver un lavadero grande y medio en ruinas, con ropa puesta a secar en alambres y un gran desorden de cajones rotos y trastos en desuso. Sobre la marquesina del lavadero habí a un segundo piso con una ventana clausurada y los vidrios polvorientos tapados con cortinas de perió dicos. Las secuestradas pensaban que era allí donde dormí an los guardianes que no estaban de turno. Habí a una puerta hacia la cocina, otra hacia el cuarto de las secuestradas, y un portó n de tablas viejas que no llegaba hasta el suelo. Era el portó n del mundo. Má s tarde se darí an cuenta de que daba a un potrero apacible donde pací an corderos pascuales y gallinas desperdigadas. Parecí a muy fá cil de abrirlo para evadirse, pero estaba guardado por un pastor alemá n de aspecto insobornable. Sin embargo, Maruja se hizo amiga de é l, hasta el punto de que no ladraba cuando se acercaba a acariciarlo.

Diana se quedó a solas consigo misma cuando liberaron a Azucena. Veí a televisió n, oí a radio, a veces leí a la prensa, y con má s interé s que nunca, pero conocer las noticias sin tener con quié n comentarlas era lo ú nico peor que no saberlas. El trato de sus guardianes le parecí a bueno, y reconocí a el esfuerzo que hací an para complacerla. «No quiero ni es fá cil describir lo que siento cada minuto: el dolor, la angustia y los dí as de terror que he pasado», escribió en su diario. Temí a por su vida, en efecto, sobre todo por el miedo inagotable de un rescate armado. La noticia de su liberació n se redujo a una frase insidiosa: «Ya casi». La aterrorizaba la idea de que, aqué lla fuera una tá ctica infinita en espera de que se instalara la Asamblea Constituyente y tomara determinaciones concretas sobre la extradició n y el indulto. Don Pacho, que antes demoraba largas horas con ella, que discutí a, que la informaba bien, se hizo cada vez má s distante. Sin explicació n alguna, no volvieron a llevarle los perió dicos. Las noticias, y aun las telenovelas, adquirieron el ritmo del paí s paralizado por el é xodo del Añ o Nuevo.

Durante má s de un mes la habí an distraí do con la promesa de que verí a a Pablo Escobar en persona. Ensayó su actitud, sus argumentos, su tono, segura de que serí a capaz de entablar con é l una negociació n. Pero la demora eterna la habí a llevado a extremos inconcebibles de pesimismo.

Dentro de aquel horror su imagen tutelar fue la de su madre, de quien heredó quizá s el temperamento apasionado, la fe inquebrantable y el sueñ o escurridizo de la felicidad. Tení an una virtud de comunicació n recí proca que se reveló en los meses oscuros del secuestro como un milagro de clarividencia. Cada palabra de Nydia en la radio o la televisió n, cada gesto suyo, el é nfasis menos pensado le transmití an a Diana recados imaginarios en las tinieblas del cautiverio. «Siempre la he sentido como si fuera mi á ngel de la guarda», escribió. Estaba segura de que en medio de tantas frustraciones, el é xito final serí a el de la devoció n y la fuerza de su madre. Alentada por esa certidumbre, concibió la ilusió n de que serí a liberada la noche de Navidad.

Esa ilusió n la sostuvo en vilo durante la fiesta que le hicieron la ví spera los dueñ os de casa, con asado a la parrilla, discos de salsa, aguardiente, pó lvora y globos de colores. Diana lo interpretó como una despedida. Má s aú n: habí a dejado listo sobre la cama el maletí n que tení a preparado desde noviembre para no perder tiempo cuando llegaran a buscarla. La noche era helada y el viento aullaba entre los á rboles como una manada de lobos, pero ella lo interpretaba como el augurio de tiempos mejores. Mientras repartí an los regalos a los niñ os pensaba en los suyos, y se consoló con la esperanza de estar con ellos la noche de mañ ana. El sueñ o se hizo menos improbable porque sus carceleros le regalaron una chaqueta de cuero forrada por dentro, tal vez escogida a propó sito para que soportara bien la tormenta. Estaba segura de que su madre la habí a esperado a cenar, como todos los añ os, y que habí a puesto la corona de mué rdago en la puerta con un letrero para ella: Bienvenida. Así habí a sido, en efecto. Diana siguió tan segura de su liberació n, que esperó hasta despué s de que se apagaron en el horizonte las ú ltimas migajas de la fiesta y amaneció una nueva mañ ana de incertidumbres.

El mié rcoles siguiente estaba sola frente a la televisió n, rastreando canales, y de pronto reconoció en la pantalla al pequeñ o hijo de Alexandra Uribe. Era el programa Enfoque dedicado a la Navidad. Su sorpresa fue mayor cuando descubrió que era la Nochebuena que ella le habí a pedido a su madre en la carta que le llevó Azucena. Estaba la familia de Maruja y Beatriz, y la familia Turbay en pleno: los dos niñ os de Diana, sus hermanos, y su padre en el centro, grande y abatido. «Nosotros no está bamos para fiestas ‑ ha dicho Nydia‑. Sin embargo, decidí cumplir con los deseos de Diana y armé en una hora el á rbol de Navidad y el pesebre dentro de la chimenea. «A pesar de la buena voluntad de todos de no dejar a los secuestrados un recuerdo triste, fue má s una ceremonia de duelo que una celebració n. Pero Nydia estaba tan segura de que Diana serí a liberada esa noche, que puso en la puerta el adorno navideñ o con el letrero dorado: Bienvenida. «Confieso mi dolor por no haber llegado ese dí a a compartir con todos ‑ escribió Diana en su diario‑. Pero me alentó mucho, me sentí muy cerca de todos, me dio alegrí a verlos reunidos». Le encantó la madurez de Marí a Carolina, le preocupó el retraimiento de Miguelito, y recordó con alarma que aú n no estaba bautizado; la entristeció la tristeza de su padre y la conmovió su madre, que puso en el pesebre un regalo para ella y el saludo de bienvenida en la puerta. En vez de desmoralizarse por la desilusió n de la Navidad, Diana tuvo una reacció n de rebeldí a contra el gobierno. En su momento se habí a manifestado casi entusiasta por el decreto 2047, en el cual se fundaron las ilusiones de noviembre. La alentaban las gestiones de Guido Parra, la diligencia de los Notables, las expectativas de la Asamblea Constituyente, las posibilidades de ajustes en la polí tica de sometimiento. Pero la frustració n de Navidad hizo saltar los diques de su comprensió n. Se preguntó escandalizada por qué al gobierno no se le ocurrí a alguna posibilidad de diá logo que no fuera determinada por la presió n absurda de los secuestros. Dejó en claro que siempre fue consciente de la dificultad de actuar bajo chantaje. «Soy lí nea Turbay en eso ‑ escribió ‑ pero creo que con el paso del tiempo las cosas han sucedido al revé s». No entendí a la pasividad del gobierno ante lo que a ella le parecieron burlas de los secuestradores. No entendí a por qué no los conminaba a la entrega con mayor energí a, si habí a fijado una polí tica para ellos, y habí a satisfecho algunas peticiones razonables. «En la medida en que no se les exija ‑ escribió en su diario‑ ellos se sienten má s có modos tomá ndose su tiempo y sabiendo que tienen en su poder el arma de presió n má s importante». Le parecí a que las mediaciones de buen oficio se habí an convertido en una partida de ajedrez en la que cada quien moví a sus piezas hasta ver quié n daba el jaque mate. «¿ Pero qué ficha seré yo? », se preguntó. Y se contestó sin evasivas: «No dejo de pensar que seamos desechables». Al grupo de los Notables ‑ ya extinto‑ le dio el tiro de gracia: «Empezaron con una labor eminentemente humanitaria y acabaron prestá ndoles un servicio a los Extraditables».

Uno de los guardianes que terminaban el turno de enero irrumpió en el cuarto de Pacho Santos.

– Esta vaina se jodió ‑ le dijo‑. Van a matar rehenes.

Segú n é l, serí a una represalia por la muerte de los Priscos. El comunicado estaba listo y saldrí a en las pró ximas horas. Matarí an primero a Marina Montoya y luego uno cada tres dí as en su orden: Richard Becerra, Beatriz, Maruja y Diana.

– El ú ltimo será usted ‑ concluyó el guardiá n a manera de consuelo‑. Pero no se preocupe, que este gobierno no aguanta ya má s de dos muertos.

Pacho, aterrorizado, hizo sus cuentas segú n los datos del guardiá n: le quedaban dieciocho dí as de vida. Entonces decidió escribir a su esposa y a sus hijos, sin borrador, una carta de seis hojas completas de cuaderno escolar, con su caligrafí a de minú sculas separadas, como letras de imprenta, pero má s legibles que de costumbre, y con el pulso firme y la conciencia de que no só lo era una carta de adió s, sino su testamento.

«Só lo deseo que este drama, no importa cuá l sea el final, acabe lo má s pronto posible para que todos podamos tener por fin la paz», empezaba. Su gratitud má s grande era para Marí a Victoria ‑ decí a‑, con quien habí a crecido como hombre, como ciudadano y como padre, y lo ú nico que lamentaba era haberle dado mayor importancia a su oficio de periodista que a la vida domé stica. «Con ese remordimiento bajo a la tumba», escribió. En cuanto a sus hijos casi recié n nacidos lo tranquilizaba la seguridad de que quedaban en las mejores manos. «Há blales de mí cuando puedan entender a cabalidad lo que sucedió y así asimilen sin dramatismo los dolores innecesarios de mi muerte». A su padre le agradecí a lo mucho que habí a hecho por é l en la vida, y só lo le pedí a «que arregles todo antes de venir a unirte conmigo para evitarles a mis hijos los grandes dolores de cabeza en esa rapiñ a que se avecina». De este modo entró en materia sobre un punto que consideraba «aburrido pro fundamental» para el futuro: la solvencia de sus hijos y la unidad familiar dentro de El Tiempo. Lo primero dependí a en gran parte de los seguros de vida que el diario habí a comprado para su esposa y sus hijos. «Te pido exigir que te den lo que nos ofrecieron ‑ decí a pues es apenas justo que mis sacrificios por el perió dico no sean del todo en vano». En cuanto al futuro profesional, comercial o polí tico del diario, su ú nica preocupació n eran las rivalidades y discrepancias internas, consciente de que las grandes familias no tienen pleitos pequeñ os. «Serí a muy triste que despué s de este sacrificio El Tiempo acabe dividido o en otras manos». La carta terminaba con un ú ltimo reconocimiento a Mariavé por el recuerdo de los buenos tiempos que vivieron juntos.

El guardiá n la recibió conmovido.

– Tranquilo, papito ‑ le dijo‑, yo me encargo de que llegue.



  

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