Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Gabriel García Márquez 8 страница



Fue un instante de resurrecció n para é l, sobre todo porque el contenido del mensaje le dio la certidumbre de que el hijo cautivo aprobaba su comportamiento en el manejo del secuestro. Ademá s, en la familia se habí a tenido siempre la impresió n de que Pacho era el má s vulnerable de los hermanos por su temperamento fogoso y su á nimo inestable, y nadie podí a imaginarse que estuviera en su sano juicio y con tanto dominio de sí mismo al cabo de sesenta dí as de cautiverio.

Hernando convocó a toda la familia en su casa y les hizo escuchar el mensaje hasta el cansancio. Bailaron a pierna suelta, hablaron a gritos para oí rse los unos a los otros por encima del estruendo de la mú sica, aplaudieron la luz del amanecer. Só lo Guido sucumbió en sus tormentos. Lloró. Hernando se le acercó a animarlo, y en el sudor de su camisa empapada reconoció el olor del pá nico.

– Acué rdate que a mí no me va a matar la policí a ‑ le dijo Guido Parra a travé s de las lá grimas‑. Me matará Pablo Escobar, porque ya sé demasiado.

Marí a Victoria no se conmovió. Le parecí a que Parra jugaba con los sentimientos de Hernando, que explotaba su debilidad y le concedí a algo por un lado para sacarle má s por el otro. Guido Parra debió percibirlo en algú n momento de la noche, porque le dijo a Hernando: «Esa mujer es como un té mpano».

En ese punto estaban las cosas el 7 de noviembre, cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz. Los Notables se quedaron sin piso. El 22 de noviembre ‑ tal como lo habí a anunciado‑ Diego Montañ a Cué llar planteó a sus compañ eros de fó rmula la liquidació n del grupo, y é stos entregaron al presidente, en sesió n solemne, sus conclusiones sobre las peticiones de fondo de los Extraditables.

Si el presidente Gaviria esperaba que el decreto de sometimiento provocara una rendició n masiva e inmediata de los narcotraficantes, debió sufrir un desencanto. No fue así. Las reacciones de la prensa, de los medios polí ticos, de juristas distinguidos, y aun algunos planteamientos vá lidos de los abogados de los Extraditables, hicieron patente que el decreto 2047 debí a ser reformado. Para empezar, dejaba demasiado abierta la posibilidad de que cualquier juez interpretara a su modo el manejo de la extradició n. Otra falla era que las pruebas decisivas contra los narcos estaban en el exterior, pero todo el elemento de cooperació n con los Estados Unidos se habí a vuelto crí tico, y los plazos para obtenerlas eran demasiado estrechos. La solució n ‑ que no estaba en el decreto‑ era ensanchar los plazos y trasladarle a la presidencia de la repú blica la responsabilidad de ser el interlocutor para traer las pruebas al paí s.

Tampoco Alberto Villamizar habí a encontrado en el decreto el apoyo decisivo que esperaba. Hasta ese momento, sus intercambios con Santos y Turbay y sus primeras reuniones con los abogados de Pablo Escobar le habí an permitido formarse una idea global de la situació n. Su impresió n de primera vista fue que el decreto de sometimiento, acertado pero deficiente, le dejaba muy poco margen de acció n para liberar a sus secuestradas. Mientras tanto, el tiempo pasaba sin ninguna noticia de ellas ni una í nfima prueba de supervivencia. Su ú nica oportunidad para comunicarse habí a sido una carta enviada a travé s de Guido Parra, en la que les daba a ambas el optimismo y la seguridad de que é l no volverí a a hacer nada diferente de trabajar por liberarlas. «Yo sé que su situació n es terrible pero esté tranquila», le escribió a Maruja.

La verdad era que Villamizar estaba en las tinieblas. Habí a agotado todas las puertas, y su ú nico asidero en el largo noviembre era la promesa de Rafael Pardo de que el presidente estaba pensando en un decreto complementario y aclaratorio del 2047. «Eso ya está listo», le decí a. Rafael Pardo pasaba por su casa casi todas las tardes y lo mantení a al comente de sus gestiones, pero é l mismo no estaba muy seguro de por dó nde continuar. Su conclusió n de las lentas conversaciones con Santos y Turbay era que las negociaciones estaban empantanadas. No creí a en Guido Parra. Lo conocí a desde sus merodeos por el congreso y le parecí a oportunista y turbio. Sin embargo, buena o mala, era la ú nica carta, y decidió jugá rsela a fondo. No habí a otra y el tiempo apremiaba.

A solicitud suya, el ex presidente Turbay y Hernando Santos citaron a Guido Parra, con la condició n de que asistiera tambié n el doctor Santiago Uribe, otro abogado de Escobar con una buena reputació n de seriedad. Guido Parra inició la conversació n con sus frases habituales de alto vuelo, pero Villamizar lo puso con los pies sobre la tierra desde la primera con un capotazo a la santandereana.

– A mí no me venga a hablar mierda ‑ le dijo‑. Vamos a lo que se trata. Usted tiene todo empantanado por andar pidiendo huevonadas y aquí no hay sino una vaina: simplemente, los tipos tienen que entregarse y confesar algú n delito por el cual se les puedan meter doce añ os. Es lo que dice la ley y punto. A cambio de eso les dan una rebaja de penas y se les garantiza la vida. Lo demá s son puras pendejadas suyas. Guido Parra no tuvo ningú n reparo para ponerse a tono.

– Mire, mi doctor ‑ le dijo‑, aquí lo que ocurre es que el gobierno dice que no los van a extraditar, todo el mundo lo dice, pero ¿ dó nde lo dice taxativamente el decreto?

Villamizar estuvo de acuerdo. Si el gobierno estaba diciendo que no iba a extraditar, puesto que é se era el sentido de la ley, la tarea era convencer al gobierno de que se corrigieran las ambigü edades. Lo demá s ‑ las interpretaciones amañ adas del delito sui generis, o la negativa a confesar, o la inmoralidad de la delació n‑ no era má s que distracciones retó ricas de Guido Parra. Pues era claro que para los Extraditables ‑ como su propio nombre lo indicaba‑ la ú nica exigencia real y perentoria en aquel momento era la de no ser extraditados. De modo que no le pareció imposible obtener esa precisió n para el decreto. Pero antes le exigió a Guido Parra la misma franqueza y determinació n que los Extraditables exigí an. Quiso saber, primero, hasta dó nde estaba Parra autorizado para negociar, y segundo, cuá nto tiempo despué s de arreglado el decreto liberarí an a los rehenes. Guido Parra fue formal.

– Veinticuatro horas despué s está n fuera ‑ dijo.

– Todos, por supuesto ‑ dijo Villamizar.

– Todos.

 

 

Un mes despué s del secuestro de Maruja y Beatriz se habí a resquebrajado el ré gimen absurdo del cautiverio. Ya no pedí an permiso para levantarse, y cada quien se serví a su café o cambiaba los canales de televisió n. Lo que se hablaba dentro del cuarto seguí a siendo en susurros pero los movimientos se habí an vuelto má s espontá neos. Maruja no tení a que sofocarse con la almohada para toser, aunque tomaba las precauciones mí nimas para que no la oyeran desde fuera. El almuerzo y la comida seguí an iguales, con los mismos frijoles, las mismas lentejas, las mismas piltrafas de carne reseca y una sopa de paquete ordinario. Los guardianes hablaban mucho entre ellos sin má s precauciones que los susurros. Se intercambiaban noticias sangrientas, de cuá nto habí an ganado por cazar policí as en las noches de Medellí n, de sus proezas de machos y sus dramas de amor. Maruja habí a logrado convencerlos de que en el caso de un rescate armado era má s realista que las protegieran para asegurarse al menos un tratamiento digno y un juicio compasivo. Al principio parecí an indiferentes, pues eran fatalistas irredimibles, pero la tá ctica de ablandamiento logró que no mantuvieran encañ onadas a sus cautivas mientras dormí an, y que escondieran las armas envueltas en una bayetilla detrá s del televisor. Esa dependencia reciproca, y el sufrimiento comú n, terminaron por imponer a las relaciones algunos visos de humanidad. Maruja, por su temperamento, no se guardaba nada que pudiera amargarla. Se desahogaba con los guardianes, que estaban hechos para pelear, y los encaraba con una determinació n escalofriante: «Má teme». Algunas veces se desahogó con Marina, cuyas complacencias con los guardianes la indignaban y cuyas fantasí as apocalí pticas la sacaban de quicio. A veces levantaba la vista, sin motivo alguno, y hací a un comentario desmoralizador o un vaticinio siniestro.

– Detrá s de ese patio hay un taller para los automó viles de los sicarios ‑ dijo alguna vez‑. Allí está n todos, de dí a y de noche, armados de escopetas, listos para venir a matarnos.

El tropiezo má s grave, sin embargo, ocurrió una tarde en que Marina soltó sus improperios habituales contra los periodistas, porque no la mencionaron en un programa de televisió n sobre los secuestrados.

– Todos son unos hijos de puta ‑ dijo.

Maruja se le enfrentó.

– Eso sí que no ‑ le replicó, enfurecida‑. Respete.

Marina no replicó y má s tarde, en un instante de sosiego, le pidió perdó n. En realidad, estaba en un. mundo aparte. Tení a unos sesenta y cuatro añ os, y habí a sido de una belleza notable, con unos hermosos ojos negros y grandes, y una cabellera plateada que conservaba su brillo aun en la desgracia. Estaba en los huesos. Cuando llegaron Beatriz y Maruja tení a casi dos meses de no hablar con nadie distinto de sus guardianes, y necesitó tiempo y trabajo para asimilarlas. El miedo habí a hecho estragos en ella: habí a perdido veinte kilos y su moral estaba por los suelos. Era un fantasma.

Se habí a casado muy joven con un quiroprá ctico muy bien calificado en el mundo deportivo, corpulento y de gran corazó n, que la amó sin reservas y con el cual tuvo cuatro hijas y tres hijos. Era ella quien llevaba las riendas de todo, en su casa y en algunas ajenas, pues se sentí a obligada a ocuparse de los problemas de una numerosa familia antioqueñ a. Era como una segunda madre de todos, tanto por su autoridad como por sus desvelos, pero ademá s se ocupaba de cualquier extrañ o que le tocara el corazó n.

Má s por su independencia indomable que por necesidad, vendí a automó viles y seguros de vida, y parecí a capaz de vender todo lo que quisiera, só lo porque querí a tener su plata para gastá rsela. Sin embargo, quienes la conocieron de cerca se dolí an de que una mujer con tantas virtudes naturales estuviera al mismo tiempo bajo el sino de la desgracia. Su esposo se vio incapacitado durante casi veinte añ os por tratamientos siquiá tricos, dos hermanos habí an muerto en un terrible accidente de trá nsito, otro fue fulminado por un infarto, otro aplastado por el poste de un semá foro en un confuso accidente callejero, y otro con vocació n de andariego desapareció para siempre.

Su situació n de secuestrada era insoluble. Ella misma compartí a la idea generalizada de que só lo la habí an secuestrado para tener un rehé n de peso al que pudieran asesinar sin frustrar las negociaciones de la entrega. Pero el hecho de que llevara sesenta dí as en capilla tal vez le permití a pensar que sus verdugos vislumbraban la posibilidad de obtener algú n beneficio a cambio de su vida.

Llamaba la atenció n, sin embargo, que aun en sus peores momentos pasaba largas horas ensimismada en el cuidado meticuloso de las uñ as de sus manos y sus pies. Las limaba, las pulí a, las brillaba con esmalte de color natural, de modo que parecí an ser de una mujer má s joven. Igual atenció n poní a en depilarse las cejas y las piernas. Una vez superados los escollos iniciales, Maruja y Beatriz le ayudaban. Aprendieron a manejarla. Con Beatriz sostení a conversaciones interminables sobre gente bien y mal querida, en unos cuchicheos interminables que exasperaban hasta a los guardianes. Maruja trataba de consolarla. Ambas se dolí an de ser las ú nicas que la sabí an viva, aparte de sus carceleros, y no podí an contá rselo a nadie.

Uno de los pocos alivios de esos dí as fue el regreso sorpresivo del jefe enmascarado que las habí a visitado el primer dí a. Volvió alegre y optimista, con la noticia de que podí an ser liberadas antes del 9 de diciembre, fecha prevista para la elecció n de la Asamblea Constituyente. La noticia tuvo un significado muy especial para Maruja, pues en esa fecha era su cumpleañ os, y la idea de pasarla en familia le infundió un jú bilo prematuro. Pero fue una ilusió n efí mera: una semana despué s, el mismo jefe les dijo que no só lo no serí an liberadas el 9 de diciembre, sino que el secuestro iba para largo: ni en Navidad ni en Añ o Nuevo. Fue un golpe rudo para ambas. Maruja sufrió un principio de flebitis que le causaba fuertes dolores en las piernas. Beatriz tuvo una crisis de asfixia y le sangró la ú lcera gá strica. Una noche, enloquecida por el dolor, le suplicó a Lamparó n que hiciera una excepció n en las reglas del cautiverio y le permitiera ir al bañ o a esa hora. É l la autorizó despué s de mucho pensarlo, con la advertencia de que corrí a un riesgo grave. Pero fue inú til. Beatriz prosiguió con un llantito de perro herido, sintié ndose morir, hasta que Lamparó n se apiadó de ella y le consiguió con el mayordomo una dosis de buscapina. A pesar de los esfuerzos que habí an hecho hasta entonces, las rehenes no tení an indicios confiables de dó nde se encontraban. Por el temor de los guardianes a que los oyeran los vecinos, y por los ruidos y voces que llegaban del exterior, pensaban que era un sector urbano. El gallo loco que cantaba a cualquier hora del dí a o de la noche podí a ser una confirmació n, porque los gallos encerrados en pisos altos suelen perder el sentido del tiempo. Con frecuencia oí an distintas voces que gritaban muy cerca un mismo nombre: «Rafael». Los aviones de corto vuelo pasaban rasantes y el helicó ptero seguí a llegando tan cerca que lo sentí an encima de la casa. Marina insistí a en la versió n nunca probada del alto oficial del ejé rcito que vigilaba la marcha del secuestro. Para Maruja y Beatriz era una fantasí a mas, pero cada vez que llegaba el helicó ptero las normas militares del cautiverio recuperaban su rigor: la casa en orden como un cuartel, la puerta cerrada por dentro con falleba y por fuera con candado; los susurros, las armas siempre listas, y la comida un poco menos infame.

Los cuatro guardianes que habí an estado con ellas desde el primer dí a fueron reemplazados por otros cuatro a principios de diciembre. Entre ellos, uno distinto y extrañ o, que parecí a sacado de una pelí cula truculenta. Lo llamaban el Gorila, y en verdad lo parecí a: enorme, de una fortaleza de gladiador y con la piel negra retinta, cubierta de vellos rizados. Su voz era tan estentó rea que no lograba dominarla para susurrar, y nadie se atrevió a exigí rselo. Era patente el sentimiento de inferioridad de los otros frente a é l. En vez de los pantalones cortos de todos usaba una trusa de gimnasta. Tení a el pasamontañ as y una camiseta apretada que mostraba el torso perfecto con la medalla del Divino Niñ o en el cuello, unos brazos hermosos con un cintillo brasileñ o en el pulso para la buena suerte y las manos enormes con las lí neas del destino como grabadas a fuego vivo en las palmas descoloridas. Apenas si cabí a en el cuarto, y cada vez que se moví a dejaba a su paso un rastro de desorden. Para las rehenes, que habí an aprendido a manejar los anteriores, fue una mala visita. Sobre todo para Beatriz, que se ganó su odio de inmediato.

El signo comú n de los guardianes, como el de las rehenes, por aquellos dí as era el aburrimiento. Como preludio de los jolgorios de Navidad, los dueñ os de casa hicieron una novena con algú n pá rroco amigo, inocente o có mplice. Rezaron, cantaron villancicos a coro, repartieron dulces a los niñ os y brindaron con el vino de manzana que era la bebida oficial de la familia. Al final exorcizaron la casa con aspersiones de agua bendita. Necesitaron tanta, que la llevaron en galones de petró leo. Cuando el sacerdote se fue, la mujer entró en el cuarto y roció el televisor, los colchones, las paredes. Las tres rehenes, tomadas de sorpresa, no supieron qué hacer. «Es agua bendita ‑ decí a la mujer mientras rociaba con la mano‑. Ayuda a que no nos pase nada». Los guardianes se persignaron, cayeron de rodillas y recibieron el chaparró n purificador con una unció n angelical. Ese á nimo de rezo y parranda, tan propio de los antioqueñ os, no decayó en ningú n momento de diciembre. Tanto, que Maruja habí a tomado precauciones para que los secuestradores no supieran que el 9 era el dí a de su cumpleañ os: cincuenta y tres del alma. Beatriz se habí a comprometido a guardar el secreto, pero los carceleros se enteraron por un programa especial de televisió n que los hijos de Maruja le dedicaron la ví spera. Los guardianes no ocultaban la emoció n de sentirse de algú n modo dentro de la intimidad del programa. «Doñ a Maruja ‑ decí a uno‑, có mo es de joven el doctor Villamizar, có mo está de bien, có mo la quiere». Esperaban que Maruja les presentara a alguna de las hijas para salir con ellas. De todos modos, ver aquel programa en el cautiverio era como estar muertos y ver la vida desde el otro mundo sin participar en ella y sin que los vivos lo supieran. El dí a siguiente, a las once de la mañ ana y sin ningú n anuncio, el mayordomo y su mujer entraron en el cuarto con una botella de champañ a criolla, vasos para todos, y una tarta que parecí a cubierta de pasta dentí frica. Felicitaron a Maruja con grandes manifestaciones de afecto y le cantaron el Happy birthday, a coro con los guardianes. Todos comieron y bebieron, y dejaron a Maruja con un conflicto de sentimientos cruzados. Juan Vitta despertó el 26 de noviembre con la noticia de que saldrí a libre por su mal estado de salud. Lo paralizó el terror, pues justo en esos dí as se sentí a mejor que nunca, y pensó que el anuncio era una triquiñ uela para entregarle el primer cadá ver a la opinió n pú blica. De modo que cuando el guardiá n le anunció, horas despué s, que se preparara para ser libre, sufrió un ataque de pá nico. «A mí me hubiera gustado morirme por mi cuenta ‑ ha dicho‑ pero si mi destino era é se yo tení a que asumirlo». Le ordenaron afeitarse y ponerse ropa limpia, y é l lo hizo con, la certidumbre de que estaba vistié ndose para su funeral. Le dieron las instrucciones de lo que tení a que hacer una vez libre, y sobre todo de la forma en que debí a embrollar las entrevistas de prensa de modo que la policí a no dedujera pistas para intentar operativos de rescate. Poco despué s del mediodí a le dieron unas vueltas en automó vil por sectores intrincados de Medellí n, y lo soltaron sin ceremonias en una esquina.

Luego de esta liberació n, a Hero Buss volvieron a mudarlo solo a un buen barrio, frente a una escuela de aeró bicos para señ oritas. El dueñ o de la casa era un mulato parrandero y gastador. Su mujer, de unos treinta y cinco añ os y encinta de siete meses, se adornaba desde el desayuno con joyas caras y demasiado visibles. Tení an un hijo de pocos añ os que viví a con la abuela en otra casa, y su dormitorio lleno de toda clase de juguetes mecá nicos fue ocupado por Hero Buss. É ste, por la forma en que lo adoptaron en familia, se preparó para un largo encierro.

Los dueñ os de casa debieron pasarlo bien con aquel alemá n como los de las pelí culas de Marlene Dietrich, con dos metros d? alto y uno de ancho, adolescente a los cincuenta añ os, con un sentido del humor a prueba de acreedores y un españ ol sofrito en la jerga caribe de Carmen Santiago, su esposa. Habí a corrido riesgos graves como corresponsal de prensa y radio alemanas en Amé rica Latina, inclusive bajo el ré gimen militar de Chile, donde vivió una noche en vela con la amenaza de ser fusilado al amanecer. De modo que tení a ya el pellejo bien curtido como para disfrutar el lado folcló rico de su secuestro. No era para menos, en una casa donde cada cierto tiempo llegaba un emisario con las alforjas llenas de billetes para los gastos, y sin embargo estaban siempre en apuros. Pues los dueñ os se apresuraban a gastarse todo en parrandas y chucherí as, y en pocos dí as no les quedaba ni con qué comer. Los fines de semana hací an fiestas y comilonas de hermanos, primos y amigos í ntimos. Los niñ os se tomaban la casa. El primer dí a se emocionaron al reconocer al gigante alemá n que trataban como a un artista de telenovela, de tanto haberlo visto en la televisió n. No menos de treinta personas ajenas al secuestro le pidieron fotos y autó grafos, comieron y hasta bailaron con é l a cara descubierta en aquella casa de locos donde vivió hasta el final del cautiverio.

Las deudas acumuladas terminaban por enloquecer a los dueñ os, y tení an que empeñ ar el televisor, el betamax, el tocadiscos, lo que fuera, para alimentar al secuestrado. Las joyas de la mujer iban desapareciendo del cuello, de los brazos y las orejas, hasta que no le quedaba una encima. Una madrugada, el hombre despertó a Hero Buss para que le prestara dinero, porque los dolores de parto de la esposa lo habí an sorprendido sin dinero para pagar el hospital. Hero Buss le prestó sus ú ltimos cincuenta mil pesos.

Lo liberaron el 11 de diciembre, quince dí as despué s de Juan Vitta. Le habí an comprado para la ocasió n un par de zapatos que no le sirvieron porque é l calzaba del nú mero cuarenta y seis y el má s grande que encontraron despué s de mucho buscar era del nú mero cuarenta y cuatro. Le compraron un pantaló n y una camiseta de dos tallas menos porque habí a bajado diecisé is kilos. Le devolvieron el equipo de fotografí a y el maletí n con sus libretas de apuntes escondidas en el forro, y le pagaron los cincuenta mil pesos del parto y otros quince mil que les habí a prestado antes para reponer la plata que se robaban del mercado. Le ofrecieron mucho má s, pero lo ú nico que é l les pidió fue que le consiguieran una entrevista con Pablo Escobar. Nunca le contestaron.

La pandilla que lo acompañ ó en los ú ltimos dí as lo sacó de la casa en un automó vil particular, y al cabo de muchas vueltas para despistar por los mejores barrios de Medellí n lo dejaron con su equipaje a cuestas a media cuadra del perió dico El Colombiano, con un comunicado en el cual los Extraditables hací an un reconocimiento a su lucha por la defensa de los derechos humanos en Colombia y en varios paí ses de Amé rica Latina, y reiteraban la determinació n de acogerse a la polí tica de sometimiento sin má s condiciones que las garantí as judiciales de seguridad para ellos y sus familias – Periodista hasta el final, Hero Buss le dio su cá mara al primer peató n que pasó y le pidió que le hiciera la foto de la liberació n.

Diana y Azucena se enteraron por la radio, y sus guardianes les dijeron que serí an las pró ximas. Pero se lo habí an dicho tanto que ya no lo creí an. En previsió n de que fuera liberada só lo una, cada una escribió una carta para sus familias para mandarla con la que saliera. Nada ocurrió para ellas desde entonces, nada volvieron a saber hasta dos dí as despué s ‑ al amanecer del 13 de diciembre cuando Diana fue despertada por susurros y movimientos raros en la casa. El palpito de que iban a liberarlas la hizo saltar de la cama. Alertó a Azucena, y antes de que nadie les anunciara nada empezaron a preparar el equipaje.

Tanto Diana en su diario, como Azucena en el suyo, contaron aquel instante dramá tico. Diana estaba en la ducha cuando uno de los guardianes le anunció a Azucena sin ninguna ceremonia que se alistara para irse. Só lo ella. En el libro que publicarí a poco despué s, Azucena lo relató con una sencillez admirable.

«Me fui al cuarto y me puse la muda de regreso que tení a lista en la silla mientras doñ a Diana continuaba en el bañ o. Cuando salió y me vio, se paró, me miró, y me dijo:

– ¿ Nos vamos, Azu?

«Los ojos le brillaban y esperaban una respuesta ansiosa. Yo no podí a decirle nada. Agaché la cabeza, respiré profundo y dije:

– No. Me voy yo sola.

– Cuá nto me alegro ‑ dijo Diana‑. Yo sabí a que iba a ser así ».

Diana anotó en su diario: «Sentí una punzada en el corazó n, pero le dije que me alegraba por ella, que se fuera tranquila». Le entregó a Azucena la carta para Nydia que habí a escrito a tiempo para el caso de que no la liberaran a ella. En esa carta le pedí a que celebrara la Navidad con sus hijos. Como Azucena lloraba, la abrazó para sosegarla. Luego la acompañ ó hasta el automó vil y allí se abrazaron otra vez. Azucena se volvió a mirarla a travé s del cristal, y Diana le dijo adió s con la mano.

Una hora despué s, en el automó vil que la llevaba al aeropuerto de Medellí n para volar a Bogotá, Azucena oyó que un periodista de radio le preguntaba a su esposo qué estaba haciendo cuando conoció la noticia de la liberació n. É l contestó la verdad:

– Estaba escribiendo un poema para Azucena.

Así se les cumplió a ambos el sueñ o de estar juntos el 16 de diciembre para celebrar sus cuatro añ os de casados.

Richard y Orlando, por su parte, cansados de dormir por los suelos en el calabozo pestilente, convencieron a sus guardianes de que los cambiaran de cuarto. Los pasaron al dormitorio donde habí an tenido al mulato esposado, del cual no habí an vuelto a tener noticias. Descubrieron con espanto que el colchó n de la cama tení a grandes manchas de sangre reciente que bien podí an ser de torturas lentas o de puñ aladas sú bitas.

Por la televisió n y la radio se habí an enterado de las liberaciones. Sus guardianes les habí an dicho que los pró ximos serí an ellos. El 17 de diciembre, muy temprano, un jefe al que conocí an como el Viejo ‑ y que resultó ser el mismo don Pacho encargado de Diana‑ entró sin tocar en el cuarto de Orlando.

– Pó ngase decente porque ya se va ‑ le dijo.

Apenas pudo afeitarse y vestirse, y no tuvo tiempo de avisarle a Richard en la misma casa. Le dieron un comunicado para la prensa, le pusieron unas gafas de alta graduació n, y el Viejo, solo, le dio las vueltas rituales por distintos barrios de Medellí n y lo dejó con cinco mil pesos para el taxi en una glorieta que no identificó, porque conocí a muy mal la ciudad. Eran las nueve de la mañ ana de un lunes fresco y diá fano. Orlando no podí a creerlo: hasta ese momento ‑ mientras hací a señ ales inú tiles a los taxis ocupados‑ estuvo convencido de que a sus secuestradores les resultaba má s barato matarlo que correr el riesgo de soltarlo vivo. Desde el primer telé fono que encontró llamó a su esposa.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.