Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Gabriel García Márquez 7 страница



Uno de sus soportes esenciales en aquella é poca amarga fue la fortaleza de su nuera Marí a Victoria. El recuerdo que a ella le quedaba de los dí as inmediatos al secuestro era el de su casa invadida por parientes y amigos de su marido que tomaban whisky y café tirados por las alfombras hasta muy tarde en la noche. Hablaban siempre de lo mismo, mientras el impacto del secuestro y la imagen misma del secuestrado iban volvié ndose cada vez má s tenues. Cuando Hernando regresó de Italia fue directo a la casa de Marí a Victoria, y la saludó con una emoció n que acabó de desgarrarla, pero cuando tuvo que tratar algo confidencial sobre el secuestro le pidió dejarlo solo con los varones. Marí a Victoria, que es de cará cter fuerte y reflexiones maduras, tomó conciencia de haber sido siempre una cifra marginal en una familia de hombres. Lloró un dí a entero, pero salió fortalecida por la determinació n de tener su identidad y su lugar en su casa. Hernando no só lo entendió sus razones, sino que se reprochó sus propios descuidos, y encontró en ella el mejor apoyo para sus penas. A partir de entonces mantuvieron un ví nculo de confianza invencible, ya fuera en el trato directo, por telé fono, por escrito, por interpuesta persona, y hasta por telepatí a, pues aun en los consejos de familia má s intrincados les bastaba con mirarse para saber qué pensaban y qué debí an decir. A ella se le ocurrieron muy buenas ideas, entre otras la de publicar en el perió dico notas editoriales sin claves para compartir con Pacho noticias divertidas de la vida familiar.

Las ví ctimas menos recordadas fueron Liliana Rojas Arias ‑ la esposa del camaró grafo Orlando Acevedo y Martha Lupe Rojas ‑ la madre de Richard Becerra‑. Aunque no eran amigas cercanas, ni parientas ‑ a pesar del apellido‑, el secuestro las volvió inseparables. «No tanto por el dolor ‑ ha dicho Liliana‑ como por hacernos compañ í a». Liliana estaba amamantando a Erick Yesid, su hijo de añ o y medio, cuando le avisaron del noticiero Criptó n que todo el equipo de Diana Turbay estaba secuestrado. Tení a veinticuatro añ os, se habí a casado hací a tres, y viví a en el segundo piso de la casa de sus suegros, en el barrio San André s, en el sur de Bogotá. «Es una muchacha tan alegre ‑ ha dicho una amiga‑ que no merecí a una noticia tan fea». Y ademá s de alegre, original, pues cuando se restableció del primer impacto puso al niñ o frente al televisor a la hora de los noticieros para que viera a su papá, y siguió hacié ndolo sin falta hasta el final del secuestro.

Tanto a ella como a Martha Lupe les avisaron del noticiero que seguirí an ayudá ndolas, y cuando el niñ o de Liliana se enfermó se hicieron cargo de los gastos. Tambié n las llamó Nydia Quintero para tratar de infundirles una tranquilidad que ella misma no tuvo nunca. Les prometió que toda gestió n que hiciera ante el gobierno no serí a só lo por su hija sino por todo el equipo, y que les transmitirí a cualquier informació n que tuviera d? los secuestrados. Así fue.

Martha Lupe viví a con sus dos hijas, que entonces tení an catorce y once añ os, y dependí a de Richard. Cuando é l se fue con el grupo de Diana le dejó dicho que era un viaje de tres dí as, de modo que despué s de la primera semana empezó a inquietarse. No cree que fuera una premonició n, ha dicho, pero lo cierto es que llamaba al noticiero a cualquier hora, hasta que le dieron la noticia de que algo raro habí a sucedido. Poco despué s se hizo pú blico que habí an sido secuestrados. Desde entonces dejó el radio encendido todo el dí a, a la espera del regreso, y llamó al noticiero cada vez que el corazó n se lo indicó. La inquietaba la idea de que su hijo era el má s desvalido de los secuestrados. «Pero no podí a hacer nada má s que llorar y rezar», dice. Nydia Quintero la convenció de que habí a otras muchas cosas que hacer por la liberació n. La invitaba a sus actos cí vicos y religiosos, y le inculcó su espí ritu de lucha. Liliana pensaba lo mismo de Orlando, y eso la encerró en un dilema: o bien podí a ser el ú ltimo ejecutado por ser el menos valioso, o bien podí a ser el primero porque podrí a provocar la misma conmoció n pú blica pero con menos consecuencias para los secuestradores. Este pensamiento la sumió en un llanto irresistible que se prolongó durante todo el secuestro. «Todas las noches, despué s de acostar al niñ o, me sentaba a llorar en la terraza mirando la puerta para verlo llegar», ha dicho. «Y así seguí durante noches y noches hasta que volví a verlo. «

A mediados de octubre, el doctor Turbay le pasó por telé fono a Hernando Santos uno de sus mensajes cifrados en su có digo personal. «Tengo unos perió dicos muy buenos si te interesa la cosa de toros. Si quieres te los mando». Hernando entendió que era una novedad importante sobre los secuestrados. Se trataba, en efecto, de una casete que llegó a casa del doctor Turbay, franqueada en Monterí a, con una prueba de supervivencia de Diana y sus compañ eros, que la familia habí a pedido con insistencia desde hací a varias semanas. La voz inconfundible: Papito, es difí cil enviarle un mensaje en estas condiciones pero despué s de solicitarlo mucho nos han permitido hacerlo. Só lo una frase daba pistas para acciones futuras: Vemos y oí mos noticias permanentemente.

El doctor Turbay decidió mostrarle el mensaje al presidente y tratar de obtener algú n indicio nuevo. Gavina los recibió justo al final de sus labores del dí a, siempre en la biblioteca de la casa privada, y estaba relajado y de una locuacidad poco frecuente. Cerró la puerta, sirvió whisky, y se permitió algunas confidencias polí ticas. El proceso de la entrega parecí a estancado por la tozudez de los Extraditables, y el presidente estaba dispuesto a desencallarlo con algunas aclaraciones jurí dicas en el decreto original. Habí a trabajado en eso toda la tarde, y confiaba en que se resolviera esa misma noche. Al dí a siguiente, prometió, les darí a la buena noticia.

Al otro dí a volvieron, segú n lo acordado, y se encontraron con un hombre distinto, desconfiado y sombrí o, con quien entablaron desde la primera frase una conversació n sin porvenir. «Es un momento muy difí cil ‑ les dijo Gaviria‑. He querido ayudarlos, y he estado hacié ndolo dentro de lo posible, pero está llegando el momento en que no pueda hacer nada». Era claro que algo esencial habí a cambiado en su á nimo. Turbay lo percibió al instante, y no habrí an transcurrido diez minutos cuando se levantó del silló n con una calma solemne. «Presidente ‑ le dijo sin una sombra de resentimiento‑. Usted está procediendo como le toca, y nosotros como padres de familia. Lo entiendo y le suplico que no haga nada que le pueda crear un problema como jefe de Estado». Y concluyó señ alando con el dedo el silló n presidencial.

– Si yo estuviera sentado allí harí a lo mismo.

Gavina se levantó con una palidez impresionante y los despidió en el ascensor. Un edecá n descendió con ellos y les abrió la puerta del automó vil en la plataforma de la casa privada. Ninguno habló, hasta que salieron a la prima noche de un octubre lluvioso y triste. El fragor del trá fico en la avenida les llegaba en sordina a travé s de los cristales blindados.

– Por este lado no hay nada que hacer ‑ suspiró Turbay despué s de una larga meditació n‑. Entre anoche y hoy pasó algo que no puede decirnos.

Aquella dramá tica entrevista con el presidente determinó que doñ a Nydia Quintero apareciera en primer plano. Habí a sido esposa del ex presidente Turbay Ayala, tí o suyo, con quien tuvo cuatro hijos, y entre ellos Diana, la mayor. Siete añ os antes del secuestro, su matrimonio con el ex presidente habí a sido anulado por la Santa Sede, y se casó en segundas nupcias con el parlamentario liberal Gustavo Balcá zar Monzó n. Por su experiencia de primera dama conocí a los lí mites formales de un ex presidente, sobre todo en su trato con un antecesor. «Lo ú nico que debí a hacerse ‑ habí a dicho Nydia‑ era hacerle ver al presidente Gaviria su obligació n y sus responsabilidades». De modo que fue eso lo que ella, misma intentó, aunque sin muchas ilusiones.

Su actividad pú blica, aun desde antes de que se oficializara el secuestro, alcanzó proporciones increí bles. Habí a organizado la toma de los noticieros de radio y televisió n en todo el paí s por grupos de niñ os que leí an una solicitud de ruego para que liberaran a los rehenes. El 19 de octubre, «Dí a de la Reconciliació n Nacional», habí a conseguido que se dijeran misas a las doce del dí a en ciudades y municipios para rogar por la concordia e los colombianos. En Bogotá el acto tuvo lugar en la plaza de Bolí var, y a la misma hora hubo manifestaciones de paz con pañ uelos blancos en numerosos barrios, y se prendió una antorcha que se mantendrí a encendida hasta el regreso sanos y salvos de los rehenes. Por gestió n suya los noticieros de televisió n iniciaban sus emisiones con las fotos de todos los secuestrados, se llevaban las cuentas de los dí as de cautiverio, y se iban quitando los retratos correspondientes a medida que eran liberados. Tambié n por iniciativa suya se hací a un llamado por la liberació n de los rehenes al iniciarse los partidos de fú tbol en todo el paí s. Reina nacional de belleza en 1990, Maribel Gutié rrez inició su discurso de agradecimiento con un llamado a la liberació n de los secuestrados.

Nydia asistí a a las juntas familiares de los otros secuestrados, escuchaba a los abogados, hací a gestiones secretas a travé s de la Fundació n Solidaridad por Colombia que preside desde hace veinte añ os, y casi siempre se sintió dando vueltas alrededor de nada. Era demasiado para su cará cter resuelto y apasionado, y de una sensibilidad casi clarividente. Estuvo pendiente de las gestiones de todos hasta que se dio cuenta de que estaban en un callejó n sin salida. Ni Turbay, ni Hernando Santos, ni nadie de tanto peso podrí a presionar al presidente para que negociara con los secuestradores. Esta certidumbre le pareció definitiva cuando el doctor Turbay le contó el fracaso de su ú ltima visita al presidente. Entonces tomó la determinació n de actuar por su cuenta, y abrió un segundo frente de rueda libre para buscar la libertad de su hija por el camino recto.

En esos dí as la Fundació n Solidaridad por Colombia recibió en sus oficinas de Medellí n una llamada anó nima de alguien que decí a tener noticias directas de Diana. Dijo que un antiguo compañ ero suyo en una finca cercana a Medellí n le habí a puesto un papelito en la canasta de las verduras, en el cual le decí a que Diana estaba allí. Que mientras veí an el fú tbol los guardianes de los secuestrados se ahogaban con cerveza hasta rodar por el suelo, sin ninguna posibilidad de reacció n ante un operativo de rescate. Para mayor seguridad ofrecí a mandar un croquis de la finca. Era un mensaje tan convincente que Nydia viajó a Medellí n para responderlo. «Le pedí al informante ‑ ha dicho‑ que no comentara con nadie su informació n y le hice ver el peligro para mi hija y aun para sus guardianes si alguien intentaba el rescate».

La noticia de que Diana estaba en Medellí n le sugirió la idea de hacer una visita a Martha Nieves y Angelita Ochoa, hermanas de Jorge Luis, Fabio y Juan David Ochoa, acusados é stos de trá fico de droga y enriquecimiento ilí cito, y conocidos como amigos personales de Pablo Escobar. «Yo iba con el deseo vehemente de que me ayudaran en el contacto con Escobar», ha dicho Nydia, añ os despué s, evocando aquellos dí as amargos. Le hablaron de los atropellos que habí an padecido sus familias por parte de la policí a, la escucharon con interé s y mostraron compasió n por su caso, pero tambié n le dijeron que no podí an hacer nada ante Pablo Escobar.

Martha Nieves sabí a lo que era el secuestro. Ella misma habí a sido secuestrada por el M‑ 19 en 1981 para pedir a su familia un rescate de muchos ceros. Escobar reaccionó con la creació n de un grupo brutal ‑ Muerte a Secuestradores (MAS)‑ que logró su liberació n al cabo de tres meses en una guerra sangrienta contra el M‑ 19. Su hermana Angelita tambié n se consideraba ví ctima de la violencia policial, y entre las dos hicieron un recuento agotador de los atropellos de la policí a, de violaciones de domicilio, de atentados incontables a los derechos humanos.

Nydia no perdió el í mpetu de seguir luchando. En ú ltima instancia, quiso que al menos le llevaran una carta suya a Escobar. Habí a mandado una primera a travé s de Guido Parra, pero no obtuvo respuesta. Las hermanas Ochoa se negaron a enviar otra por el riesgo de que Escobar pudiera acusarlas má s tarde de haberle causado algú n perjuicio. Sin embargo, al final de la visita se habí an vuelto sensibles a la vehemencia de Nydia, quien regresó a Bogotá con la certeza de haber dejado una puerta entreabierta en dos sentidos: una hacia la liberació n de su hija y otra hacia la entrega pací fica de los tres hermanos Ochoa. Por eso le pareció oportuno informar de su gestió n al presidente en persona.

La recibió en el acto. Nydia fue directo al grano con las quejas de las hermanas Ochoa sobre el comportamiento de la policí a. El presidente la dejó hablar, y apenas si le hací a preguntas sueltas pero muy pertinentes. Su propó sito evidente era no darles a las acusaciones la trascendencia que Nydia les daba. En cuanto a su propio caso, Nydia querí a tres cosas: que liberaran a los secuestrados, que el presidente tomara las riendas para impedir un rescate que podrí a resultar funesto, y que ampliara el plazo para la entrega de los Extraditables. La ú nica seguridad que le dio el presidente fue que ni en el caso de Diana ni en el de ningú n otro secuestrado se intentarí a un rescate sin la autorizació n de las familias.

– É sa es nuestra polí tica ‑ le dijo.

Aun así, Nydia se preguntaba si el presidente habrí a tomado suficientes seguridades para que nadie lo intentara sin su autorizació n.

Antes de un mes volvió Nydia a conversar con las hermanas Ochoa, en casa de una amiga comú n. Visitó asimismo a una cuñ ada de Pablo Escobar, que le habló en extenso de los atropellos de que eran ví ctimas ella y sus hermanos. Nydia le llevaba una carta para Escobar, en dos hojas y media de tamañ o oficio, casi sin má rgenes, con una caligrafí a florida y un estilo justo y expresivo logrado al cabo de muchos borradores. Su propó sito atinado era llegar al corazó n de Escobar. Empezaba por decir que no se dirigí a al combatiente capaz de cualquier cosa por conseguir sus fines, sino a Pablo el hombre, «ese ser sensitivo, que adora a su madre y darí a por ella su propia vida, al que tiene esposa y pequeñ os hijos inocentes e indefensos a quienes desea proteger». Se daba cuenta de que Escobar habí a apelado al secuestro de los periodistas para llamar la atenció n de la opinió n pú blica en favor de su causa, pero consideraba que ya lo habí a logrado de sobra. En consecuencia ‑ concluí a la carta‑ «mué strese como el ser humano que es, y en un acto grande y humanitario que el mundo entenderá, devué lvanos a los secuestrados». La cuñ ada de Escobar parecí a de verdad emocionada mientras leí a. «Tenga la absoluta seguridad de que esta carta lo va a conmover muchí simo ‑ dijo como para sí misma en una pausa‑. Todo lo que usted está haciendo lo conmueve y eso redundará en favor de su hija. «Al final dobló otra vez la carta, la puso en el sobre y ella misma lo cerró.

– Vá yase tranquila ‑ le dijo a Nydia con una sinceridad que no dejaba dudas‑. Pablo recibirá la carta hoy mismo.

Nydia regresó esa noche a Bogotá esperanzada con los resultados de la carta, y decidida a pedirle al presidente lo que el doctor Turbay no se habí a atrevido: una pausa en los operativos de la policí a mientras se negociaba la liberació n de los rehenes. Lo hizo, y Gaviria le dijo sin preá mbulos que no podí a dar esa orden. «Una cosa era que nosotros ofrecié ramos una polí tica de justicia como alternativa ‑ dijo despué s‑. Pero la suspensió n de los operativos no habrí a servido para liberar a los secuestrados, sino para que no persiguié ramos a Escobar».

Nydia sintió que estaba en presencia de un hombre de piedra al que no le importaba la vida de su hija. Tuvo que reprimir una oleada de rabia mientras el presidente le explicaba que el tema de la fuerza pú blica no era negociable, que é sta no tení a que pedir permiso para actuar ni podí a darle ó rdenes para que no actuara dentro de los lí mites de la ley. La visita fue un desastre.

Ante la inutilidad de sus gestiones con el presidente de la repú blica, Turbay y Santos habí an decidido llamar a otras puertas, y no se les ocurrió otra mejor que los Notables. Este grupo estaba formado por los ex presidentes Alfonso Ló pez Michelsen y Misael Pastrana; el parlamentario Diego Montañ a Cué llar y el cardenal Mario Revollo Bravo, arzobispo de Bogotá. En octubre, los familiares de los secuestrados se reunieron con ellos en casa de Hernando Santos. Empezaron por contar las entrevistas con el presidente Gaviria. Lo ú nico que en realidad le interesó de ellas a Ló pez Michelsen fue la posibilidad de reformar el decreto con precisiones jurí dicas para abrir nuevas puertas a la polí tica de sometimiento. «Hay que meterle cabeza», dijo. Pastrana se mostró partidario de buscar fó rmulas para presionar la entrega. ¿ Pero con qué armas? Hernando Santos le recordó a Montañ a Cué llar que é l podí a movilizar a favor la fuerza de la guerrilla.

Al cabo de un intercambio largo y bien informado, Ló pez Michelsen hizo la primera conclusió n. «Vamos a seguirles el juego a los Extraditables», dijo. Y propuso, en consecuencia, hacer una carta pú blica para que se supiera que los Notables habí an tomado la vocerí a de las familias de los secuestrados. El acuerdo uná nime fue que la redactara Ló pez Michelsen.

A los dos dí as estaba listo el primer borrador que fue leí do en una nueva reunió n a la que asistió Guido Parra con otro abogado de Escobar. En ese documento estaba expuesta por primera vez la tesis de que el narcotrá fico podí a considerarse un delito colectivo, de cará cter sui generis, que señ alaba un camino iné dito a la negociació n. Guido Parra dio un salto.

– Un delito sui generis ‑ exclamó maravillado‑. ¡ Eso es genial!

A partir de allí elaboró el concepto a su manera como un privilegio celestial en la frontera nebulosa del delito comú n y el delito polí tico, que hací a posible el sueñ o de que los Extraditables tuvieran el mismo tratamiento polí tico que las guerrillas. En la primera lectura cada uno puso algo suyo. Al final, uno de los abogados de Escobar solicitó que los Notables consiguieran una carta de Gaviria que garantizara la vida de Escobar de un modo expreso e inequí voco.

– Lo lamento ‑ dijo Hernando Santos, escandalizado de la petició n‑, pero yo no me meto en eso.

– Muchí simo menos yo ‑ dijo Turbay.

Ló pez Michelsen se negó de un modo ené rgico. El abogado pidió entonces que le consiguieran una entrevista con el presidente para que les diera de palabra la garantí a para Escobar.

– Ese tema no se trata aquí ‑ concluyó Ló pez.

Antes de que los Notables se reunieran para redactar el borrador de su declaració n, Pablo Escobar estaba ya informado de sus intenciones má s recó nditas. Só lo así se explica que le hubiera impartido orientaciones extremas a Guido Parra en una carta apremiante. «Te doy autonomí a para que busques la forma de que los Notables te inviten al intercambio de ideas», le habí a escrito.

Y enseguida enumeró una serie de decisiones ya tomadas por los Extraditables para anticiparse a cualquier iniciativa distinta.

La carta de los Notables estaba lista en veinticuatro horas, con una novedad importante con respecto a las gestiones anteriores: «Nuestros buenos oficios han adquirido una nueva dimensió n que no se circunscribe a un rescate ocasional sino a la manera de alcanzar para todos los colombianos la paz global». Era una definició n nueva que no podí a menos que aumentar las esperanzas. Al presidente Gaviria le pareció bien, pero creyó pertinente establecer una separació n de aguas para evitar cualquier equí voco sobre la posició n oficial, e instruyó al ministro de Justicia para que emitiera una advertencia de que la polí tica de sometimiento era la ú nica del gobierno para la entrega de los terroristas.

A Escobar no le gustó ni una lí nea. Tan pronto como la leyó en la prensa el 11 de octubre, le mandó a Guido Parra una respuesta furibunda para que la hiciera circular en los salones de Bogotá. «La carta de los Notables es casi cí nica ‑ decí a‑. Que soltemos a los rehenes pronto porque el gobierno se demora para estudiar lo de nosotros. ¿ Será que está n creyendo que nos vamos a dejar engañ ar otra vez? » La posició n de los Extraditables, decí a, era la misma de la primera carta. «No tení a por qué cambiar, ya que no hemos obtenido respuestas positivas a las solicitudes de la primera misiva. Esto es un negocio y no un juego para saber quié n es má s vivo y quié n es má s bobo».

La verdad era que ya para esa fecha Escobar estaba varios añ os luz adelante de los Notables. Su pretensió n de entonces era que el gobierno le asignara un territorio propio y seguro ‑ un campamento cá rcel, como é l decí a‑ igual al que tuvo el M‑ 19 mientras se terminaban los trá mites de la entrega. Hací a má s de una semana que habí a mandado a Guido Parra una carta detallada sobre la cá rcel especial que querí a para é l. Decí a que el lugar perfecto, a doce kiló metros de Medellí n, era una finca de su propiedad que estaba a nombre de un testaferro y que el municipio de Envigado podí a tomar en arriendo para acondicionarla como cá rcel. «Como esto requiere gastos, los Extraditables pagarí an una pensió n de acuerdo a los costos», decí a má s adelante. Y terminaba con una parrafada despampanante: «Te estoy diciendo todo esto porque deseo que hables con el alcalde de Envigado y le digas que vas de mi parte y le explicas la idea. Pero yo quiero que hables con é l para que saque una carta pú blica al ministro de Justicia dicié ndole que é l piensa que los Extraditables no se han acogido al 2047 porque temen por su seguridad, y que el municipio de Envigado, como contribució n a la paz del pueblo de Colombia, está capacitado para organizar una cá rcel especial que brinde protecció n y seguridad a la vida de quienes se entreguen. Há blales de frente y con claridad para que hablen con Gaviria y le propongan el campamento». El propó sito declarado en la carta era obligar al ministro de Justicia a responder en pú blico. «Yo sé que eso será una bomba», decí a la carta de Escobar. Y terminaba con la mayor frescura: «Con esto los vamos llevando a lo que queremos». Sin embargo, el ministro rechazó la oferta en los té rminos en que estaba planteada, y Escobar se vio obligado a bajar el tono con otra carta en fe cual, por primera vez, ofrecí a má s de lo que exigí a. A cambio del campamento cá rcel prometí a resolver los conflictos entre los distintos carteles, bandas y pandillas, asegurar la entrega de má s de un centenar de traficantes conversos, y abrir por fin una trocha definitiva para la paz. «No estamos pidiendo ni indulto, ni diá logo ni nada de lo que ellos dicen que no pueden dar», decí a. Era una oferta simple de rendició n, «mientras todo el mundo en este paí s está pidiendo diá logo y trato polí tico». Inclusive, menospreció hasta lo que le era má s caro: «Yo no tengo problemas de extradició n, pues sé que si me llegan a agarrar vivo me matan, como lo han hecho con todos».

Su tá ctica de entonces era cobrar con favores enormes el correo de los secuestrados. «Dile al señ or Santos ‑ decí a en otra carta‑ que si quiere pruebas de supervivencia de Francisco, que publique primero el informe de America's Watch, una entrevista con Juan Mé ndez, su director, y un informe sobre las masacres, las torturas y las desapariciones en Medellí n». Pero ya para esas fechas Hernando Santos habí a aprendido a manejar la situació n. Se daba cuenta de que aquel ir y venir de propuestas y contrapropuestas estaban causá ndole a é l un gran desgaste, pero tambié n a sus adversarios. Entre ellos, Guido Parra, que a fines de octubre estaba en un estado de nervios difí cil de resistir. Su respuesta a Escobar fue que no publicarí a ni una lí nea de nada ni volverí a a recibir a su emisario mientras no tuviera una prueba terminante de que su hijo estaba vivo. Alonso Ló pez Michelsen lo respaldó con la amenaza de renunciar a los Notables.

Fue efectivo. Al cabo de dos semanas Guido Parra le habló a Hernando Santos de alguna fonda de arrieros. «Llego por carretera con mi mujer, y estaré en su casa a las once ‑ le dijo‑. Le llevo el postre má s delicioso, y usted no tiene idea lo que he gozado y lo que va a gozar usted». Hernando se disparó pensando que le llevaba a Francisco. Pero era só lo su voz grabada en una minicasete. Necesitaron má s de dos horas para oí rla, porque no tení an el magnetó fono apropiado, hasta que alguien descubrió que podí an escucharlo en el contestador automá tico del telé fono.

Pacho Santos hubiera podido ser bueno para muchos oficios, menos para maestro de dicció n. Quiere hablar a la misma velocidad de su pensamiento, y sus ideas son atropelladas y simultá neas. La sorpresa de aquella noche fue por lo contrario. Habló despacio, con voz impostada y una construcció n perfecta. En realidad eran los dos mensajes ‑ uno para la familia y otro para el presidente‑ que habí a grabado la semana anterior.

La astucia de los secuestradores de que Pacho grabara los titulares del perió dico como prueba de la fecha de grabació n fue un error que Escobar no debió perdonarles. Al redactor judicial de El Tiempo, Luis Cañ ó n, fe dio en cambio la oportunidad de lucirse con un golpe de gran periodismo.

_Lo tienen en Bogotá ‑ dijo.

En efecto, la edició n que Pacho habí a leí do tení a un titular de ú ltima hora que só lo habí a entrado en la edició n local, cuya circulació n estaba limitada al norte de la ciudad. El dato era de oro en polvo, y habrí a sido decisivo si Hernando Santos no hubiera sido contrario a un rescate armado.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.