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Gabriel García Márquez 6 страница



En los primeros dí as despué s de su posesió n apenas si tuvo tiempo de conversarlo con nadie, agobiado por la organizació n del gobierno y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que hiciera la primera reforma de fondo del Estado en los ú ltimos cien añ os. Rafael Pardo compartí a la inquietud sobre el terrorismo desde el asesinato de Luis Carlos Galá n. Pero tambié n é l se encontraba arrastrado por los atafagos inaugurales. Su situació n era peculiar. El nombramiento como consejero de Seguridad y Orden Pú blico habí a sido uno de los primeros, en un palacio sacudido por los í mpetus renovadores de uno de los presidentes má s jó venes de este siglo, devorador de poesí a y admirador de los Beatles, y con ideas de cambios de fondo a los que é l mismo habí a bautizado con un nombre modesto: El Revolcó n. Pero Pardo andaba en medio de aquella ventisca con un maletí n de papeles que llevaba a todas partes, y se acomodaba para trabajar donde podí a. Su hija Laura creí a que é l se habí a quedado sin empleo porque no tení a horas de salida ni llegada en la casa. La verdad es que aquella informalidad forzada por las circunstancias estaba muy de acuerdo con el modo de ser de Rafael Pardo, que parecí a má s de poeta lí rico que de funcionario de Estado. Tení a treinta y ocho añ os. Su formació n acadé mica era evidente y bien sustentada: bachiller en el Gimnasio Moderno de Bogotá, economista en la Universidad de los Andes, donde ademá s fue maestro de economí a e investigador durante nueve añ os, y postgraduado en Planeació n en el Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. Ademá s era un lector algo delirante de cuanto libro encontraba a su paso, y en especial de dos especialidades distantes: poesí a y seguridad. En aquel tiempo só lo tení a cuatro corbatas que le habí an regalado en las cuatro Navidades anteriores y no se las poní a por su gusto, sino que llevaba una en el bolsillo só lo para casos de emergencia. Combinaba pantalones con chaquetas sin tomar en cuenta pintas ni estilos, se poní a por distracció n una media de un color y otra de otro, y siempre que podí a andaba en mangas de camisa porque no hací a diferencia entre el frí o y el calor. Sus orgí as mayores eran partidas de pó quer con su hija Laura hasta las dos de la madrugada, en silencio absoluto y con frijoles en vez de plata. Claudia, su bella y paciente esposa, se exasperaba porque andaba como soná mbulo por la casa, sin saber dó nde estaban los vasos o có mo se cerraba una puerta o se sacaba el hielo de la nevera, y tení a la facultad casi má gica de no enterarse de las cosas que no soportaba. Con todo, su condició n má s rara era una impavidez de estatua que no dejaba ni el mí nimo resquicio para imaginar lo que estaba pensando, y un talento inclemente para resolver una conversació n con no má s de cuatro palabras o ponerle té rmino a una discusió n frené tica con un monosí labo lapidario.

Sin embargo, sus compañ eros de estudio y de trabajo no entendí an su desprestigio domé stico, pues lo conocí an como un trabajador inteligente, ordenado y de una serenidad escalofriante, cuyo aire despistado les parecí a má s bien para despistar. Era irritable con los problemas fá ciles y de una gran paciencia con las causas perdidas, y tení a un cará cter firme apenas moderado por un sentido del humor imperturbable y socarró n. El presidente Virgilio Barco debió reconocer el lado ú til de su hermetismo y su afició n por los misterios, pues lo encargó de las negociaciones con la guerrilla y los programas de rehabilitació n en zonas de conflicto, y con ese tí tulo logró los acuerdos de paz con el M‑ 19. El presidente Gaviria, que competí a con é l en secretos de Estado y silencios insondables, le echó encima ademá s los problemas de la seguridad y el orden pú blico en uno de los paí ses má s inseguros y subvertidos del mundo. Pardo tomó posesió n con toda su oficina en el maletí n, y durante dos semanas má s tení a que pedir permiso para usar el bañ o o el telé fono en oficinas ajenas. Pero el presidente lo consultaba a menudo sobre cualquier tema y lo escuchaba con una atenció n premonitoria en las reuniones difí ciles. Una tarde se quedó solo con el presidente en su oficina, y é ste le preguntó con su aire despistado:

– Dí game una cosa, Rafael, ¿ a usted no le preocupa que uno de esos tipos se entregue de pronto a la justicia y no tengamos ningú n cargo contra é l para ponerlo preso?

Era la esencia del problema: los terroristas acosados por la policí a no se decidí an a entregarse porque no tení an garantí as para su seguridad personal ni la de sus familias, y d Estado, por su parte, no tení a pruebas para condenarlos si los capturaban. La idea era encontrar una fó rmula jurí dica para que se decidieran a confesar sus delitos a cambio de que el Estado les diera la seguridad para ellos y sus familias. Rafael Pardo habí a pensado el problema para el gobierno anterior, y todaví a llevaba unas notas traspapeladas en el maletí n cuando Gaviria le hizo la pregunta. Eran, en efecto, un principio de solució n: quien se entregara a la justicia tendrí a una rebaja de la pena si confesaba un delito que permitiera procesarlo, y otra rebaja suplementaria por la entrega de bienes y dineros al Estado. Eso era todo, pero el presidente la vislumbró completa, pues coincidí a con su idea de una estrategia que no fuera de guerra ni de paz sino de justicia, y que le quitara argumentos al terrorismo sin renunciar a la amenaza indispensable de la extradició n.

El presidente Gaviria se la propuso a su ministro de justicia, Jaime Giraldo Á ngel. Este captó la idea de inmediato, pues tambié n é l vení a pensando desde hací a tiempo en una manera de judicializar el problema del narcotrá fico. Ademá s, ambos eran partidarios de la extradició n de nacionales como un instrumento para forzar la rendició n.

Giraldo Á ngel, con su aire de sabio distraí do, su precisió n verbal y su habilidad de ordenó grafo prematuro, acabó de redondear la fó rmula con ideas propias y otras ya establecidas en el Có digo Penal. Entre sá bado y domingo redactó un primer borrador en su computadora portá til de reportero, y el lunes a primera hora se lo mostró al presidente todaví a con tachaduras y enmiendas a ‑ mano. El tí tulo escrito a tinta en el encabezado era un embrió n histó rico: Sometimiento a la justicia.

Gavina es muy meticuloso con sus proyectos, y no los llevaba a los Consejos de Ministros hasta no estar seguro de que serí an aprobados. De modo que examinó a fondo el borrador con Giraldo Á ngel y con Rafael Pardo, que no es abogado, pero cuyas pocas palabras suelen ser certeras. Luego mandó la versió n má s avanzada al Consejo de Seguridad, donde Giraldo Á ngel encontró los apoyos del general Osear Botero, ministro de la Defensa, y el director de Instrucció n Criminal, Carlos Mejí a Escobar, un jurista joven y efectivo que serí a el encargado de manejar el decreto en la vida real. El general Maza Má rquez no se opuso al proyecto, aunque consideraba que en la lucha contra el cartel de Medellí n era inú til cualquier fó rmula distinta de la guerra. «Este paí s no se arregla ‑ solí a decir‑ mientras Escobar no esté muerto. «Pues estaba convencido de que Escobar só lo se entregarí a para seguir traficando desde la cá rcel bajo la protecció n del gobierno.

El proyecto se presentó en el Consejo de Ministros con la precisió n de que no se trataba de plantear una negociació n con el terrorismo para conjurar una desgracia de la humanidad cuyos primeros responsables eran los paí ses consumidores. Al contrario: se trataba de darle una mayor utilidad jurí dica a la extradició n en la lucha contra el narcotrá fico, al incluir la no extradició n como premio mayor en un paquete de incentivos y garantí as para quienes se entregaran a la justicia.

Una de las discusiones cruciales fue la de la fecha lí mite para los delitos que los jueces deberí an tomar en consideració n. Esto querí a decir que no serí a amparado ningú n delito cometido despué s de la fecha del decreto. El secretario general de la presidencia, Fabio Villegas, que fue el opositor má s lú cido de la fecha lí mite, se fundaba en un argumento fuerte: al cumplirse el plazo para los delitos perdonables el gobierno se quedarí a sin polí tica. Sin embargo, la mayorí a acordó con el presidente que por el momento no debí an ir má s lejos con el plazo fijo, por el riesgo cierto de que se convirtiera en una patente de corso para que los delincuentes siguieran delinquiendo hasta que decidieran entregarse. Para preservar al gobierno de cualquier sospecha de negociació n ilegal o indigna, Gaviria y Giraldo se pusieron de acuerdo en no recibir a ningú n emisario directo de los Extraditables durante los procesos, ni negociar con ellos ni con nadie ningú n caso de ley. Es decir, no discutir nada de principios, sino só lo asuntos operativos. El director nacional de Instrucció n Criminal ‑ que no depende del poder ejecutivo ni es nombrado por é l‑ serí a el encargado oficial de cualquier contacto con los Extraditables o sus representantes legales. Todos sus intercambios serí an por escrito, y así quedarí an consignados.

El proyecto del decreto se discutió con una diligencia febril y un sigilo nada comú n en Colombia, y se aprobó el 5 de setiembre de 1990. É se fue el decreto de Estado de Sitio 2047: quienes se entregaran y confesaran delitos podí an obtener como beneficio principal la no extradició n; quienes ademá s de la confesió n colaboraran con la justicia, tendrí an una rebaja de la pena hasta una tercera parte por i entrega y la confesió n, y hasta una sexta parte por colaboració n con la justicia con la delació n. En total: hasta la mitad de la pena impuesta por uno o todos los delitos por los cuales fuera solicitada la extradició n. Era la justicia en su expresió n má s simple y pura: la horca y el garrote. El mismo Consejo de Ministros que firmó el decreto rechazó tres extradiciones y aprobó tres, como una notificació n pú blica de que el nuevo gobierno só lo renunciaba a la extradició n como un beneficio principal del decreto.

En realidad, má s que un decreto suelto, era una polí tica presidencial bien definida para la lucha contra el terrorismo en general, y no só lo contra el de los traficantes de droga, sino tambié n contra otros casos de delincuencia comú n. El general Maza Má rquez no expresó en los Consejos de Seguridad lo que en realidad pensaba del decreto, pero añ os má s tarde ‑ en su campañ a electoral para la presidencia de la repú blica‑ lo fustigó sin misericordia como «una falacia de este tiempo». «Con é l se maltrata la majestad de la justicia ‑ escribió entonces y se echa por la borda la respetabilidad histó rica del derecho penal. «El camino fue largo y complejo. Los Extraditables ‑ ya conocidos en el mundo como una razó n social de Pablo Escobar‑ repudiaron el decreto de inmediato, aunque dejaron puertas entreabiertas para seguir peleando por mucho má s. La razó n principal era que no decí a de una manera incontrovertible que no serí an extraditados. Pretendí an tambié n que los consideraran delincuentes polí ticos, y les dieran en consecuencia el mismo tratamiento que a los guerrilleros del M‑ 19, que habí an sido indultados y reconocidos como partido polí tico. Uno de sus miembros era ministro de Salud, y todos participaban en la campañ a de la Asamblea Nacional Constituyente. Otra de las preocupaciones de los Extraditables era una cá rcel segura donde estar a salvo de sus enemigos, y garantí as para la vida de sus familias y sus secuaces.

Se dijo que el gobierno habí a hecho el decreto como una concesió n a los traficantes por la presió n de los secuestros. En realidad, el proyecto estaba en proceso desde antes del secuestro de Diana, y ya habí a sido proclamado cuando los Extraditables dieron otra vuelta de tuerca con los secuestros casi simultá neos de Francisco Santos y Marina Montoya. Mis tarde, cuando ocho rehenes no les alcanzaron para lograr lo que querí an, secuestraron a Maruja Pachó n y a Beatriz Villamizar. Ahí tení an el nú mero má gico: nueve periodistas. Y ademá s ‑ condenada de antemano‑ la hermana de un polí tico fugitivo de la justicia privada de Escobar. En cierto modo, antes de que el decreto demostrara su eficacia, el presidente Gaviria empezaba a ser ví ctima de su propio invento.

Diana Turbay Quintero tení a, como su padre, un sentido intenso y apasionado del poder y una vocació n de liderazgo que determinaron su vida. Creció entre los grandes nombres de la polí tica, y era difí cil que desde entonces no fuera é sa su perspectiva del mundo. «Diana era un hombre de Estado ‑ ha dicho una amiga que la comprendió y la quiso‑. Y la má s grande preocupació n de su vida era una obstinada voluntad de servicio al paí s. «Pero el poder ‑ como el amor‑ es de doble filo: se ejerce y se padece. Al tiempo que genera un estado de levitació n pura, genera tambié n su contrario: la bú squeda de una felicidad irresistible y fugitiva, só lo comparable a la bú squeda de un amor idealizado, que se ansia pero se teme, se persigue pero nunca se alcanza. Diana lo sufrí a con una voracidad insaciable de saberlo todo, de estar en todo, de descubrir el porqué y el có mo de las cosas, y la razó n de su vida. Algunos que la trataron y la quisieron de cerca lo percibieron en las incertidumbres de su corazó n, y piensan que muy pocas veces fue feliz.

No es posible saber ‑ sin habé rselo preguntado a ella‑ cuá l de los dos filos del poder le causó sus peores heridas. Ella debió sentirlo en carne viva cuando fue secretaria privada y brazo derecho de su padre, a los veintiocho añ os, y quedó atrapada entre los vientos cruzados del poder. Sus amigos ‑ incontables‑ han dicho que era una de las personas má s inteligentes que han conocido, que tení a un grado de informació n insospechable, una capacidad analí tica asombrosa y la facultad divina de percibir hasta las terceras intenciones de la gente. Sus enemigos dicen sin má s vueltas que fue un germen de perturbació n detrá s del trono. Otros piensan, en cambio, que descuidó su propia suerte por el afá n de preservar la de su padre por encima de todo y contra todos, y pudo ser un instrumento de á ulicos y aduladores. Habí a nacido el 8 de marzo de 1950, bajo el inclemente signo de Piscis, cuando su padre estaba ya en la lí nea de espera para la presidencia de la repú blica. Fue un lí der nato donde quiera que estuvo: en el Colegio Andino de Bogotá, en el Sacred Heart de Nueva York y en la Universidad de Santo Tomá s de Aquino, tambié n en Bogotá, donde terminó la carrera de derecho sin esperar el diploma.

El arribo tardí o al periodismo ‑ que por fortuna es el poder sin trono‑ debió ser para ella un reencuentro con lo mejor de sí misma. Fundó la revista Hoy x Hoy y el telediario Criptó n como un camino má s directo para trabajar por la paz. «Ya no estoy en trance de pelear con nadie ni tengo el á nimo de armarle broncas a nadie ‑ dijo entonces‑. Ahora soy totalmente conciliadora». Tanto, que se sentó a conversar para la paz con Carlos Pizarro, comandante del M‑ 19, que habí a disparado un cohete de guerra casi dentro del cuarto mismo donde se encontraba el presidente Turbay. La amiga que lo contó dice muerta de risa: «Diana entendió que la vaina era como un ajedrecista y no como un boxeador dá ndose golpes contra el mundo».

De modo que era apenas natural que su secuestro ‑ ademá s de su carga humana‑ tuviera un peso polí tico difí cil de manejar. El ex presidente Turbay habí a dicho en pú blico y en privado que no tení a noticia alguna de los Extraditables, porque le pareció lo má s prudente mientras no se supiera qué pretendí an, pero en verdad habí a recibido un mensaje poco despué s del secuestro de Francisco Santos. Se lo habí a comunicado a Hernando Santos tan pronto como é ste regresó de Italia, y lo invitó a su casa para diseñ ar una acció n conjunta. Santos lo encontró en la penumbra de su biblioteca inmensa, abrumado por la certidumbre de que Diana y Francisco serí an ejecutados. Lo que má s le impresionó ‑ como a todos los que vieron a Turbay en esa é poca‑ fue la dignidad con que sobrellevaba su desgracia. La carta dirigida a ambos eran tres hojas escritas a mano en letras de imprenta, sin firma, y con una introducció n sorprendente: «Reciban de nosotros los Extraditables un respetuoso saludo». Lo ú nico que no permití a dudar de su autenticidad era el estilo conciso, directo y sin equí vocos, propio de Pablo Escobar. Empezaba por reconocer el secuestro de los dos periodistas, los cuales, segú n la carta, se encontraban «en buen estado de salud y en las buenas condiciones de cautiverio que pueden considerarse normales en estos casos». El resto era un memorial de agravios por los atropellos de la policí a. Al final planteaban los tres puntos irrenunciables para la liberació n de los rehenes: suspensió n total de los operativos militares contra ellos en Medellí n y Bogotá, retiro del Cuerpo É lite, que era la unidad especial de la policí a contra el narcotrá fico; destitució n de su comandante y veinte oficiales má s, a quienes señ alaban como autores de las torturas y el asesinato de unos cuatrocientos jó venes de la comuna nororiental de Medellí n. De no cumplirse estas condiciones, los Extraditables emprenderí an una guerra de exterminio, con atentados dinamiteros en las grandes ciudades, y asesinatos de jueces, polí ticos y periodistas. La conclusió n era simple: «Si viene un golpe de Estado, bien venido. Ya no tenemos mucho que perder».

La respuesta escrita y sin diá logos previos debí a ser entregada en el té rmino de tres dí as en el Hotel Intercontinental de Medellí n, donde habrí a una habitació n reservada a nombre de Hernando Santos. Los intermediarios para los contactos siguientes serí an indicados por los mismos Extraditables. Santos adoptó la decisió n de Turbay de no divulgar el mensaje ni ningú n otro siguiente, mientras no tuvieran una noticia consistente. «No podemos prestarnos para llevar recados de nadie al presidente ‑ concluyó Turbay‑ ni ir má s allá de lo que el decoro nos permita»…

Turbay le propuso a Santos que cada uno por separado escribiera una respuesta, y que luego las fundieran en una carta comú n. Así se hizo. El resultado, en esencia, fue una declaració n formal de que no tení an ningú n poder para interferir los asuntos del gobierno, pero estaban dispuestos a divulgar toda violació n de las leyes o de los derechos humanos que los Extraditables denunciaran con pruebas terminantes. En cuanto a los operativos de la policí a, les recordaban que no tení an facultad ninguna para impedirlos, ni podí an pretender que se destituyera sin pruebas a veinte oficiales acusados, ni escribir editoriales contra una situació n que ignoraban.

Aldo Buenaventura, notario pú blico, tauró filo febril desde sus añ os remotos del Liceo Nacional de Zipaquirá, viejo amigo de Hernando Santos y de su absoluta confianza, llevó la carta de respuesta. No acababa de ocupar la habitació n 308, reservada en el Hotel Intercontinental, cuando lo llamaron por telé fono.

– ¿ Usted es el señ or Santos?

– No ‑ contestó Aldo‑, pero vengo de parte de é l.

– ¿ Me trajo el encargo?

La voz sonaba con tanta propiedad, que Aldo se preguntó si no serí a Pablo Escobar en vivo y en directo, y le dijo que sí. Dos jó venes con atuendos y modales de ejecutivos subieron al cuarto. Aldo les entregó la carta. Ellos le estrecharon la mano con una venia de cortesí a, y se fueron.

Antes de una semana Turbay y Santos recibieron la visita del abogado antioqueñ o Guido Parra Montoya, con una nueva carta de los Extraditables. Parra no era un desconocido en los medios polí ticos de Bogotá, pero siempre parecí a venir de las sombras. Tení a cuarenta y ocho añ os, habí a estado dos veces en la Cá mara de Representantes como suplente de dos liberales, y una vez como principal por la Alianza Nacional Popular (Anapo), que dio origen al M‑ 19. Fue asesor de la oficina jurí dica de la presidencia de la repú blica en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo. En Medellí n, donde ejerció el derecho desde su juventud, fue arrestado el 10 de mayo de 1990 por sospechas de complicidad con el terrorismo, y liberado a las dos semanas por falta de mé ritos. A pesar de esos y otros tropiezos, se le consideraba como un jurista experto y buen negociador.

Sin embargo, como enviado confidencial de los Extraditables parecí a difí cil concebir a alguien menos indicado para pasar inadvertido. Era un hombre de los que toman en serio las condecoraciones. Vestí a de gris platinado, que era el uniforme de los ejecutivos de entonces, con camisas de colores vivos y corbatas juveniles con nudos grandes a la moda italiana. Tení a maneras ceremoniosas y una retó rica altisonante, y era, má s que afable, obsequioso. Condició n suicida si se quiere servir al mismo tiempo a dos señ ores. En presencia de un ex presidente liberal y del director del perió dico má s importante del paí s se le desbordó la elocuencia. «Ilustre doctor Turbay, mi distinguido doctor Santos, dispongan de mí para lo que quieran», dijo, e incurrió en un descuido de los que podí an costar la vida:

– Soy el abogado de Pablo Escobar.

Hernando agarró al vuelo el error.

– ¿ Entonces la carta que nos trae es de é l?

– No ‑ remendó Guido Parra sin pestañ ear‑: es de los Extraditables, pero la respuesta de ustedes debe ser para Escobar porque é l podrá influir en la negociació n.

La distinció n era importante, porque Escobar no dejaba rastros para la justicia. En las cartas que podí an comprometerlo, como las de negociaciones de secuestros, la escritura estaba disfrazada con letras de molde, y firmadas por los Extraditables o cualquier nombre de pila: Manuel, Gabriel, Antonio. En las que se erigí a en acusador, en cambio, usaba su caligrafí a natural un tanto pueril, y no só lo firmaba con su nombre y su rú brica, sino que los remachaba con la huella del pulgar. En el tiempo de los secuestros de periodistas hubiera sido razonable poner en duda su misma existencia. Era posible que los Extraditables no fueran má s que un seudó nimo suyo, pero tambié n era posible lo contrario: tal vez el nombre y la identidad de Pablo Escobar no fueran sino una advocació n de los Extraditables. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundí an con ella.

Guido Parra parecí a siempre preparado para ir má s allá de lo que los Extraditables proponí an por escrito. Pero habí a que leerlo con lupa. Lo que en realidad buscaba para su clientela era un tratamiento polí tico similar al de las guerrillas. Ademá s planteaba de frente la internacionalizació n del problema de los narcó ticos con la propuesta de apelar a la participació n de las Naciones Unidas. Sin embargo, ante la negativa rotunda de Santos y Turbay, les propuso diversas fó rmulas alternativas. Así se inició un proceso tan largo como esté ril, que terminarí a por enredarse en un callejó n sin salida.

Santos y Turbay hicieron contacto personal con el presidente de la repú blica desde la segunda comunicació n. Gaviria los recibió a las ocho y media de la noche en la salita de la biblioteca privada. Estaba má s sereno que de costumbre, y con deseos de conocer noticias nuevas de los rehenes. Turbay y Santos lo pusieron al comente de las dos cartas de ida y vuelta y de la mediació n de Guido Parra.

– Mal enviado ‑ dijo el presidente‑. Muy inteligente, buen abogado, pero sumamente peligroso. Eso sí, tiene todo el respaldo de Escobar.

Leyó las cartas con la fuerza de concentració n que impresionaba a todos: como si se hiciera invisible. Sus comentarios estaban listos y completos al terminar, y con las conjeturas pertinentes a las que no les sobraba una palabra. Les contó que ningú n cuerpo de inteligencia tení a la menor idea de dó nde podí an tenerlos. Así que lo nuevo para el presidente fue la confirmació n de que estaban en poder de Pablo Escobar. Gaviria dio aquella noche una prueba de su maestrí a para poner todo en duda antes de adoptar una determinació n final. Creí a en la posibilidad de que las cartas fueran falsas, de que Guido Parra estuviera haciendo un juego ajeno, e inclusive de que todo fuera una jugada de alguien que no tení a nada que ver con Escobar. Sus interlocutores salieron menos alentados que cuando entraron, pues, ‑ al parecer, el presidente consideraba el caso como un grave problema de Estado con muy poco margen para sus sentimientos personales. Una dificultad principal para un acuerdo era que Escobar iba cambiando las condiciones segú n la evolució n de sus problemas, para demorar los secuestros y obtener ventajas adicionales e imprevistas, mientras la Asamblea Constituyente se pronunciaba sobre la extradició n, y tal vez sobre el indulto. Esto nunca estuvo claro en la correspondencia astuta que Escobar mantení a con las familias de los secuestrados. Pero sí lo estaba en la muy secreta que mantení a con Guido Parra para instruirlo sobre el movimiento estraté gico y las perspectivas a largo plazo de la negociació n. «Es bueno que tú le transmitas todas las inquietudes a Santos para que esto no se nos enrede má s ‑ le decí a en una carta‑. Esto debido a que tiene que quedar escrito y decretado que no se nos extraditará en ningú n caso y por ningú n delito y a ningú n paí s. «Tambié n exigí a precisiones en el requisito de la confesió n para la entrega. Otros dos puntos primordiales eran la vigilancia en la cá rcel especial, y la seguridad de sus familias y sus secuaces.

La amistad de Hernando Santos con el ex presidente Turbay, que se habí a fundado siempre sobre una base polí tica, se volvió entonces personal y entrañ able. Podí an permanecer muchas horas sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. No pasaba un dí a sin que se intercambiaran por telé fono impresiones í ntimas, suposiciones secretas, datos nuevos. Llegaron a elaborar todo un có digo cifrado para manejar noticias confidenciales. No debió ser fá cil. Hernando Santos es un hombre de responsabilidades descomunales, que con una sola palabra podrí a salvar o destruir una vida. Es emocional, de nervios crispados, y con una conciencia tribal que pesa mucho en sus determinaciones. Quienes convivieron con é l durante el secuestro de su hijo temieron que no sobreviviera a la aflicció n. No comió ni durmió una noche completa, se mantuvo siempre con el telé fono al alcance de su mano y le saltaba encima al primer timbrazo. Durante aquellos meses de dolores tuvo muy pocos momentos sociales, se sometió a un programa de ayuda siquiá trica para resistir la muerte del hijo, que creí a inevitable, y vivió recluido en su oficina o en sus habitaciones, entregado al repaso de su estupenda colecció n de estampillas de correos y de cartas chamuscadas en accidentes aé reos. Su esposa, Elena Calderó n, madre de sus siete hijos, habí a muerto siete añ os antes, y estaba realmente solo. Se le agravaron los problemas del corazó n y la vista, y no hací a ningú n esfuerzo por reprimir el llanto. Su mé rito ejemplar en circunstancias tan dramá ticas, fue mantener el perió dico al margen de su tragedia personal.



  

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