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Gabriel García Márquez 5 страница



Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo tení an por el momento menos motivos de sobresaltos en una casa cercana. Habí an encontrado en los armarios una cantidad insó lita de ropas de hombre, todaví a en sus envolturas originales y con las etiquetas de las grandes marcas europeas. Los guardianes les contaron que Pablo Escobar tení a esas mudas de emergencia en varias casas de seguridad. «Aprovechen, muchachos, y pidan lo que quieran ‑ bromeaban‑. Se demora un poco por el transporte pero en doce horas podemos satisfacer cualquier pedido». Las cantidades de comida y bebidas que les llevaban al principio a lomo de muí a parecí a cosa de locos. Hero Buss les dijo que ningú n alemá n podí a vivir sin cerveza, y en el viaje siguiente le llevaron tres cajas. «Era un ambiente liviano», ha dicho Hero Buss en su españ ol perfecto. Por esos dí as convenció a un guardiá n de que tomara una foto de los tres secuestrados pelando papas para el almuerzo. Má s tarde, cuando las fotos fueron prohibidas en otra casa, logró esconder una cá mara automá tica encima del ropero, con la cual hizo una buena serie de diapositivas en colores de Juan Vitta y é l mismo, pero no logró el propó sito de fotografiar los guardianes sin má scaras.

Jugaban a las barajas, al dominó, al ajedrez, pero los rehenes no podí an competir con sus apuestas irracionales y con sus trampas de prestidigitació n. Todos eran jó venes. El menor de ellos podí a tener quince añ os y se sentí a orgulloso de que ya se habí a ganado un premio de ó pera prima en un concurso de asesinatos de policí as de a dos millones cada uno. Tení an tal desprecio por la plata, que Richard Becerra les vendió de entrada unos lentes para el sol y unas chaquetas de camaró grafos por un precio con el que podí a comprar cinco nuevas. De vez en cuando, en noches de frí o, los guardianes fumaban marihuana y jugaban con sus armas. Dos veces se les escaparon tiros. Uno de ellos atravesó la puerta del bañ o e hirió a un guardiá n en la rodilla. Cuando oyeron por radio un llamado del papa Juan Pablo n por la liberació n de los secuestrados, uno de los guardianes gritó:

– ¿ Y ese hijo de puta qué tiene que meterse en esto?

Un compañ ero suyo saltó indignado por el insulto y los rehenes tuvieron que mediar para que no se batieran a bala. Salvo esa vez, Hero Buss y Richard lo tomaban a la ligera por no hacerse mala sangre. Orlando, por su parte, pensaba que estaba de sobra en el grupo y encabezaba por derecho propio la lista de ejecuciones.

Desde la primera semana los rehenes habí an sido separados en tres grupos y en tres casas distintas: Richard y Orlando en una, Hero Buss y Juan Vitta en otra, y Diana y Azucena en otra. A los dos primeros los llevaron en taxi a la vista de todo el mundo por el trá fico endiablado del centro comercial mientras los buscaban todos los servicios de seguridad de Medellí n. Los instalaron en una casa todaví a en obra negra y en un mismo dormitorio que parecí a má s bien un calabozo de dos metros por dos, con un bañ o sucio y sin luz y vigilado por cuatro guardianes. Para dormir no habí a má s que dos colchones tirados en el piso. En un cuarto contiguo, siempre cerrado, habí a otro rehé n por el cual pedí an ‑ segú n contaron los guardianes‑ un rescate multimillonario. Era un mulato corpulento con una cadena de oro macizo en el cuello, que tení an maniatado y en un aislamiento absoluto.

La casa amplia y confortable adonde llevaron a Diana y Azucena para la mayor parte del cautiverio parecí a ser la residencia privada de un jefe grande. Comí an en la mesa familiar, participaban en conversaciones privadas, oí an discos de moda. Entre ellos de Rocí o Durcal y Juan Manuel Serrat, de acuerdo con las notas de Azucena. Fue en esa casa donde Diana vio un programa de televisió n filmado en su apartamento de Bogotá, por el cual recordó que habí a dejado las llaves del ropero escondidas en alguna parte, pero no pudo precisar si fue detrá s de las cá seles de mú sica o detrá s del televisor de la alcoba. Tambié n cayó entonces en la cuenta de que habí a olvidado cerrar la caja fuerte por las prisas con que salió la ú ltima vez rumbo al viaje de la desgracia. «Ojalá que no haya metido nadie la nariz por ahí », escribió en una carta a su madre. A los pocos dí as, en un programa de televisió n de apariencia casual, recibió una respuesta tranquilizadora.

La vida familiar no parecí a cambiada por los secuestrados. Llegaban señ oras desconocidas que las trataban como parientes y es regalaban medallas y estampas de santos milagrosos para que los ayudaran a salir libres. Llegaban familias enteras con niñ os y perros que retozaban por los cuartos. Lo malo era la impiedad del clima. Las pocas veces que calentaba el sol no podí an salir a tomarlo porque siempre habí a hombres trabajando. O, tal vez, guardianes disfrazados de albañ iles. Diana y Azucena se tomaron fotos recí procas, cada una en su cama, y no se les notaba todaví a ningú n cambio fí sico. En otra que le tomaron a Diana tres meses má s tarde estaba demacrada y envejecida.

El 19 de setiembre, cuando se enteró de los secuestros de Marina Montoya y Francisco Santos, Diana comprendió ‑ sin los elementos de juicio que se tení an afuera‑ que el suyo no era un acto aislado, como lo pensó al principio, sino una operació n polí tica de enormes proyecciones hacia el futuro para presionar los té rminos de la entrega. Don Pacho se lo confirmó: habí a una lista selecta de periodistas y personalidades que serí an secuestrados a medida que fuera necesario para los intereses de los secuestradores. Fue entonces cuando decidió llevar un diario, no tanto para narrar sus dí as como para consignar sus estados de á nimo y sus apreciaciones de los hechos. De todo: ané cdotas del cautiverio, aná lisis polí ticos, observaciones humanas, diá logos sin respuesta con su familia o con Dios, la Virgen y el Divino Niñ o. Varias veces hizo transcripciones completas de oraciones ‑ entre ellas el Padre Nuestro y el Avemarí a como una forma original y tal vez má s profunda de rezar por escrito.

Es evidente que Diana no pensaba en un texto para publicar sino en un memorando polí tico y humano que la diná mica misma de los hechos convirtió en una desgarradora conversació n consigo misma. Lo escribió con su caligrafí a redonda y grande, de presencia ní tida pero difí cil de descifrar, que llenaba por completo las interlí neas del cuaderno de escolar. Al principio escribí a a escondidas en las horas de la madrugada, pero cuando los guardianes la descubrieron, le suministraban suficiente papel y lá piz para mantenerla ocupada mientras ellos dormí an.

La primera anotació n la hizo el 27 de setiembre, una semana despué s del secuestro de Marina y Pacho, y decí a: «Desde el mié rcoles 19, dí a en que vino el responsable de esta operació n, han pasado tantas cosas que no tengo alientos». Se preguntaba por qué su secuestro no habí a sido reivindicado por sus autores, y se contestó que quizá s lo hací an para poder asesinarlos sin escá ndalo pú blico en caso de que no sirvieran a sus propó sitos. «Así lo entiendo y me lleno de horror», escribió. Se preocupaba por el estado de sus compañ eros má s que por el suyo y por las noticias de cualquier fuente que le permitieran sacar conclusiones de su situació n. Siempre fue una cató lica practicante, como toda su familia, y en especial la madre, y su devoció n se irí a haciendo má s intensa y profunda con el paso del tiempo, hasta alcanzar estados de misticismo. Rogaba a Dios y a la Virgen por todo el que tuviera algo que ver con su vida, inclusive por Pablo Escobar. «Tal vez é l necesite má s de tu ayuda», le escribió a Dios en su diario. «Sé de tu impulso de hacerle ver el bien para que evite má s dolor, y te pido por é l para que entienda nuestra situació n. «

Lo má s difí cil para todos, sin duda, fue aprender a convivir con los guardianes. Los de Maruja y Beatriz eran cuatro jó venes sin ninguna formació n, brutales e inestables, que se turnaban de dos en dos cada doce horas, sentados en el piso y con las metralletas listas. Todos con camisetas de propaganda comercial, zapatos de tenis y pantalones cortos que a veces eran recortados por ellos mismos con tijeras de podar. Uno de los dos que entraban a las seis de la mañ ana seguí a durmiendo hasta las nueve mientras el otro vigilaba, pero casi siempre se quedaban dormidos los dos al mismo tiempo. Maruja y Beatriz habí an pensado que si un comando de la policí a asaltaba la casa a esa hora, los guardianes no tendrí an tiempo de despertar.

La condició n comú n era el fatalismo absoluto. Sabí an que iban a morir jó venes, lo aceptaban, y só lo les importaba vivir el momento. Las disculpas que se daban a sí mismos por su oficio abominable era ayudar a su familia, comprar buena ropa, tener motocicletas, y velar por la felicidad de la madre, que adoraban por encima de todo y por la cual estaban dispuestos a morir. Viví an aferrados al mismo Divino Niñ o y la misma Marí a Auxiliadora de sus secuestrados. Les rezaban a diario para implorar su protecció n y su misericordia, con una devoció n pervertida, pues les ofrecí an mandas y sacrificios para que los ayudaran en el é xito de sus crí menes.

Despué s de su devoció n por los santos, tení an la del Rovignol, un tranquilizante que les permití a cometer en la vida real las proezas del cine. «Mezclado con una cerveza uno entra en onda enseguida ‑ explicaba un guardiá n‑. Entonces le prestan a uno un buen fierro y se roba un carro para pasear. El gusto es la cara de terror con que le entregan a uno las llaves». Todo lo demá s lo odiaban: los polí ticos, el gobierno, el Estado, la justicia, la policí a, la sociedad entera. La vida, decí an, era una mierda.

Al principio fue imposible distinguirlos, porque lo ú nico que veí an de ellos era la má scara, y todos les parecí an iguales. Es decir: uno solo. El tiempo les enseñ ó que la má scara esconde el rostro pero no el cará cter. Así lograron individualizarlos. Cada má scara tení a una identidad diferente, un modo de ser propio, una voz irrenunciable. Y má s aú n: tení a un corazó n. Aun sin desearlo terminaron compartiendo con ellos la soledad del encierro. Jugaban a las barajas y al dominó, y se ayudaban en la solució n de los crucigramas y acertijos de las revistas viejas.

Marina era sumisa a las leyes de sus carceleros, pero no era imparcial. Querí a a unos y detestaba a otros, llevaba y traí a entre ellos comentarios maliciosos de pura estirpe maternal, y terminaba por armar unos enredos internos que poní an en peligro la armoní a del cuarto. Pero a todos los obligaba a rezar el rosario, y todos lo rezaban.

Entre los guardianes del primer mes habí a uno que padecí a de una demencia sú bita y recurrente. Lo llamaban Barrabá s. Adoraba a Marina y le hací a caricias y berrinches. En cambio, desde su primer dí a fue un enemigo encarnizado de Maruja. De repente enloquecí a, le daba una patada al televisor y arremetí a a cabezazos contra las paredes. El guardiá n má s raro, sombrí o y callado, era muy flaco y de casi dos metros de estatura, y se poní a encima de la má scara otra capucha de sudadera azul oscuro corno de fraile loco. Y así lo llamaban: el Monje. Permanecí a largo rato agachado y en trance. Debí a ser de los má s antiguos, pues Marina lo conocí a muy bien y lo distinguí a con sus cuidados. É l le llevaba regalos al regreso de sus descansos, y entre ellos un crucifijo de plá stico que Marina llevaba colgado del cuello con la misma cinta ordinaria con que lo recibió. Só lo ella le habí a visto la cara, pues antes de que llegaran Maruja y Beatriz todos los guardianes andaban descubiertos y no hací an nada por ocultar su identidad. Marina lo interpretaba como un indicio de que no saldrí a viva de aquel encierro. Decí a que era un adolescente apuesto, con los ojos má s bellos que habí a visto, y Beatriz lo creí a, porque sus pestañ as eran tan largas y rizadas que se le salí an por los huecos de la má scara. Era capaz de lo mejor y lo peor. Fue é l quien descubrió que Beatriz llevaba una cadena con la medalla de la Virgen Milagrosa.

– Aquí está n prohibidas las cadenas ‑ le dijo‑. Tiene que darme é sa. Beatriz se defendió angustiada.

– Usted no puede quí tamela ‑ le dijo‑. Eso sí serí a de mal agü ero, me pasará algo malo.

É l se contagió de su angustia. Le explicó que las medallas estaban prohibidas porque podí an tener dentro mecanismos electró nicos para localizarlas a distancia. Pero encontró la solució n:

– Hagamos una cosa ‑ propuso‑: qué dese con la cadena, pero dé me la medalla. Perdone usted, pero es k orden que me dieron.

Lamparó n, por su lado, tení a la obsesió n de que iban a matarlo, y sufrí a espasmos de terror.

Oí a ruidos fantá sticos, inventó que tení a en la cara una cicatriz tremenda, tal vez para confundir a quienes trataran de identificarlo. Limpiaba con alcohol las cosas que tocaba para no dejar huellas digitales. Marina se burlaba de é l, pero no lograba moderar sus delirios. De pronto despertaba en mitad de la noche. «¡ Oigan! ‑ susurraba aterrado‑. ¡ Ya viene la policí a! «Una noche apagó la veladora, y Maruja se dio un golpe brutal con la puerta del bañ o. Estuvo a punto de perder el sentido. Encima de todo, Lamparó n la regañ ó por no saber moverse en la oscuridad.

– Ya no joda má s ‑ lo plantó ella‑. Esto no es una pelí cula de detectives.

Tambié n los guardianes parecí an secuestrados. No podí an moverse en el resto de la casa, y las horas del descanso las dormí an en otro cuarto cerrado con candado para que no escaparan. Todos eran antioqueñ os rasos, conocí an mal a Bogotá, y alguno contó que cuando salí an del servicio, cada veinte o treinta dí as, los llevaban vendados o en el baú l del automó vil para que no supieran dó nde estaban. Otro temí a que lo mataran cuando ya no fuera necesario, para que se llevara sus secretos a la tumba. Sin ninguna regularidad aparecí an jefes encapuchados y mejor vestidos, que recibí an informes e impartí an instrucciones. Sus decisiones eran imprevisibles, y las secuestradas y los guardianes, por igual, estaban a merced de ellos.

El desayuno de las rehenes llegaba a la hora menos pensada: café con leche y una arepa con una salchicha encima. Almorzaban frijoles o lentejas en un agua gris; pedacitos de. carne en posos de grasa, una cucharada de arroz y una gaseosa. Tení an que comer sentadas en el colchó n, pues no habí a una silla en d cuarto, y só lo con cuchara, pues cuchillos y tenedores estaban prohibidos por normas de seguridad. La cena se improvisaba con los frijoles recalentados y otras sobras del almuerzo.

Los guardianes decí an que el dueñ o de casa, a quien llamaban el mayordomo, se quedaba con la mayor parte del presupuesto. Era un cuarentó n robusto, de estatura media, cuya cara de fauno podí a adivinarse por su dicció n gangosa y los ojos inyectados y mal dormidos que se asomaban por los agujeros de la capucha. Viví a con una mujer chiquita, chillona, desarrapada y de dientes carcomidos. Se llamaba Damaris y cantaba salsa, vallenatos y bambucos durante todo el dí a con toda la voz y con un oí do de artillero, pero con tanto entusiasmo, que era imposible no imaginarse que andaba bailando sola con su propia mú sica por toda la casa.

Los platos, los vasos y las sá banas, seguí an usá ndose sin lavar hasta que las rehenes protestaban. El inodoro só lo podí a desocuparse cuatro veces al dí a y permanecí a cerrado los domingos en que salí a la familia para evitar que el desagü e alertara a los vecinos. Los guardianes orinaban en el lavamanos o en el sumidero de la ducha. Damaris trataba de tapar su negligencia só lo cuando se anunciaba el helicó ptero de los jefes, y lo hací a a toda prisa, con té cnicas de bomberos, y lavando pisos y paredes con el chorro de la manguera. Veí a las telenovelas todos los dí as hasta la una de la tarde, y a esa hora echaba en la olla de presió n lo que tuviera que cocinar para el almuerzo ‑ la carne, las legumbres, las papas, los frijoles, todo junto y revuelto‑ y la poní a al mego hasta que sonaba el silbato.

Sus frecuentes peleas con el marido demostraban un poder de rabia y una imaginació n para los improperios que a veces alcanzaba cumbres de inspiració n. Tení an dos niñ as, de nueve y siete añ os, que iban a una escuela cercana, y a veces invitaban a otros niñ os a ver la televisió n o a jugar en el patio. La maestra los visitaba algunos sá bados, y otros amigos má s ruidosos llegaban cualquier dí a e improvisaban fiestas con mú sica. Entonces cerraban con candado la puerta del cuarto y obligaban a apagar el radio, a ver la televisió n sin sonido y a no ir al bañ o aun en casos de urgencia.

A finales de octubre, Diana Turbay observó que Azucena estaba preocupada y triste. Habí a pasado el dí a sin hablar y en á nimo de no compartir nada. No era raro: su fuerza de abstracció n no era nada comú n, sobre todo cuando leí a, y má s aú n si el libro era la Biblia. Pero su mutismo de entonces coincidí a con un humor asustadizo y una palidez inusual. Puesta en confesió n, le reveló a Diana que desde hací a dos semanas tení a el temor de estar encinta. Sus cuentas eran claras. Llevaba má s de cincuenta dí as en cautiverio y dos fallas consecutivas. Diana dio un salto de alegrí a por la buena nueva ‑ en una reacció n tí pica de ella‑ pero se hizo cargo de la pesadumbre de Azucena.

En una de sus primeras visitas, don Pacho les habí a hecho la promesa de que saldrí an el primer jueves de octubre. Les pareció cierto, porque hubo cambios notables: mejor trato, mejor comida, mayor libertad de movimientos. Sin embargo, siempre aparecí a un pretexto para cambiar de fecha. Despué s del jueves anunciado les dijeron que serí an libres el 9 de diciembre para celebrar la elecció n de la Asamblea Nacional Constituyente. Así siguieron con la Navidad, el Añ o Nuevo, el dí a de Reyes, o el cumpleañ os de alguien, en un collar de aplazamientos que má s bien parecí an cucharaditas de consuelo.

Don Pacho siguió visitá ndolas en noviembre. Les llevó libros nuevos, perió dicos del dí a, revistas atrasadas y cajas de chocolate. Les hablaba de los otros secuestrados. Cuando Diana supo que no era prisionera del cura Pé rez, se encarnizó en obtener una entrevista con Pablo Escobar, no tanto para publicarla ‑ si era el caso como para discutir con é l las condiciones de su rendició n. Don Pacho le contestó a fines de octubre que la solicitud estaba aprobada. Pero los noticieros del 7 de noviembre le dieron el primer golpe mortal a la ilusió n: la transmisió n del partido de fú tbol entre el equipo de Medellí n y el Nacional fue interrumpido para dar la noticia del secuestro de Maruja Pachó n y Beatriz Villamizar. Juan Vitta y Hero Buss la oyeron en su cá rcel y les pareció la peor noticia. Tambié n ellos habí an llegado a la conclusió n de que no eran má s que los extras de una pelí cula de horror. «Material de relleno», como decí a Juan Vitta. «Desechables», como les decí an los guardianes. Uno de é stos, en una discusió n acalorada, le habí a gritado a Hero Buss:

– Usted cá llese, que aquí no está ni invitado.

Juan Vitta sucumbió a la depresió n, renunció a comer, durmió mal, perdió el norte, y optó por la solució n compasiva de morirse una vez y no morirse millones de veces cada dí a. Estaba pá lido, se le dormí a un brazo, tení a la respiració n difí cil y el sueñ o sobresaltado. Sus ú nicos diá logos fueron entonces con sus parientes muertos que veí a en carne y hueso alrededor de su cama. Alarmado, Hero Buss armó un escá ndalo alemá n. «Si Juan se muere aquí los responsables son ustedes», les dijo a los guardianes. La advertencia fue atendida. El mé dico que le llevaron fue el doctor Conrado Prisco Lopera, hermano de David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera ‑ de la famosa banda de los Priscos‑ que trabajaban con Pablo Escobar desde sus inicios de traficante, y se les señ alaba como los creadores del sicariato entre los adolescentes de la comuna nororiental de Medellí n. Se decí a que dirigí an una banda de niñ os matones encargada de los trabajos má s sucios, y entre é stos la custodia de los secuestrados. En cambio, el cuerpo mé dico tení a al doctor Conrado como un profesional honorable, y su ú nica sombra era ser o haber sido el mé dico de cabecera de Pablo Escobar. Llegó a cara descubierta, y sorprendió a Hero Buss con un saludo en buen alemá n:

– Hallo Hero, wie geht's uns.

Fue una visita providencial para Juan Vitta, no por el diagnó stico ‑ estré s avanzado‑ sino por su pasió n de lector. Lo ú nico que le recetó fue un jarabe de buenas lecturas. Todo lo contrario de las noticias polí ticas del doctor Prisco Lopera que a los cautivos les sentaron como una pó cima para matar al má s sano.

El malestar de Diana se agravó en noviembre, dolor de cabeza intenso, có licos espasmó dicos, depresió n severa, pero no hay indicios en su diario de que el mé dico la hubiera visitado. Pensó que tal vez fuera una depresió n por la pará lisis de su situació n, que iba hacié ndose má s incierta a medida que se agotaba el añ o. «Aquí los tiempos corren distinto de lo que estamos acostumbrados a manejar ‑ escribió ‑. No hay afanes para nada». Una nota de esa é poca dio cuenta del pesimismo que la abrumaba: «He logrado hacer una revisió n de lo que ha sido mi vida hasta hoy: ¡ cuá ntos amores, cuá nta inmadurez para tomar decisiones importantes, cuá nto tiempo gastado en cosas que no han valido la pena! ». Su profesió n tuvo un lugar especial en ese drá stico examen de conciencia: «Aunque tengo cada vez má s firmes mis convicciones sobre lo que es y debe ser el ejercicio del periodismo, no veo con claridad mi espacio». Las dudas no salvaban ni a su propia revista, «que he visto tan pobre no só lo comercialmente sino editorialmente». Y sentenció con pulso firme: «Le falta profundidad y aná lisis».

Los dí as de todos los rehenes por separado se iban entonces en esperar a don Pacho, cuyas visitas siempre anunciadas y pocas veces cumplidas eran la medida del tiempo. Oí an las avionetas y helicó pteros que sobrevolaban la casa, y les dejaban la impresió n de ser exploraciones de rutina. En cambio, cada sobrevuelo provocaba la movilizació n de los guardianes, que se aprestaban con sus armas de guerra en posició n de combate. Los rehenes sabí an, por anuncios reiterados, que en caso de un ataque armado los guardianes empezarí an por matarlos a ellos.

A pesar de todo, noviembre terminó con alguna esperanza. Se disiparon las dudas que inquietaban a Azucena Lié vano: sus sí ntomas eran un falso embarazo provocado tal vez por la tensió n nerviosa. Pero no lo celebró. Al contrario: despué s del susto inicial, la idea de tener un hijo se le habí a convertido en una ilusió n que se prometió revivir tan pronto como saliera libre. Diana, por su parte, vio signos de esperanza en declaraciones de los Notables y de Guido Parra sobre las posibilidades de un acuerdo.

El resto de noviembre habí a sido de acomodació n para Maruja y Beatriz. Cada una a su modo se forjó una estrategia de supervivencia. Beatriz, que es valiente y de cará cter, se refugió en el consuelo de minimizar la realidad. Soportó muy bien los primeros diez dí as, pero pronto tomó conciencia de que la situació n era má s compleja y azarosa, y se enfrentó de medio lado a la adversidad. Maruja, que es una analí tica frí a aun contra su optimismo casi irracional, se habí a dado cuenta desde el primer momento de que estaba frente a una realidad ajena a sus recursos, y que el secuestro serí a largo y difí cil. Se escondió dentro de sí misma como un caracol en su concha, ahorró energí as, reflexionó a fondo, hasta que se acostumbró a la idea ineludible de que podí a morir. «De aquí no salimos vivas», se dijo, y ella misma se sorprendió de que aquella revelació n fatalista tuvo un efecto contrario. Desde entonces se sintió dueñ a de sí misma, y capaz de estar pendiente de todo y de todos, y de lograr por persuasió n que la disciplina fuera menos rí gida. Hasta la misma televisió n se volvió insoportable desde la tercera semana del cautiverio, se acabaron los crucigramas y los pocos artí culos legibles de las revistas de variedades que habí an encontrado en el cuarto y que quizá s fueran rezagos de algú n secuestro anterior. Pero aun en sus dí as peores, como lo hizo siempre en la vida real, Maruja se reservó para ella unas dos horas diarias de soledad absoluta.

A pesar de todo, las primeras noticias de diciembre indicaban que habí a motivos para estar esperanzadas. Así como Marina hací a sus vaticinios terribles, Maruja empezó a inventar juegos de optimismo. Marina se agarró muy rá pido: uno de los guardianes habí a levantado el pulgar en señ al de aprobació n, y eso querí a decir que las cosas iban bien. Una vez Damaris no hizo el mercado, y eso lo interpretaron como una señ al de que no lo necesitaban porque ya iban a ser liberadas. Jugaban a figurarse la manera como las iban a liberar y fijaban la fecha y el modo. Como viví an en las tinieblas se imaginaban que serí an libres en un dí a de sol, y la fiesta la harí an en la terraza del apartamento de Maruja. «¿ Qué quieren comer? », preguntaba Beatriz. Marina, cocinera de buena mano, dictaba el menú de reinas. Empezaban en juego y terminaban de verdad, se arreglaban para salir, se pintaban unas a otras. El 9 de diciembre, que era una de las fechas anunciadas para la liberació n con motivo de la elecció n de la Asamblea Constituyente, se quedaron listas, inclusive con la conferencia de prensa, en la que tení an preparadas cada una de las respuestas. El dí a pasó con ansiedad, pero terminó sin amargura, por la seguridad absoluta que tení a Maruja de que tarde o temprano, sin la mí nima sombra de duda, serí an liberadas por su marido.

 

 

De modo que el secuestro de los periodistas fue una reacció n a la idea que atormentaba al presidente Cé sar Gaviria desde que era ministro de Gobierno de Virgilio Barco: có mo crear una alternativa jurí dica a la guerra contra el terrorismo. Habí a sido un tema central de su campañ a para la presidencia. Lo habí a recalcado en su discurso de posesió n, con la distinció n importante de que el terrorismo de los traficantes era un problema nacional, y podí a tener una solució n nacional, mientras que el narcotrá fico era internacional y só lo podí a tener soluciones internacionales. La prioridad era contra el narcoterrorismo, pues con las primeras bombas la opinió n pú blica pedí a la cá rcel para los narcoterroristas, con las siguientes pedí a la extradició n, pero a partir de la cuarta bomba empezaba a pedir que los indultaran. Tambié n en ese sentido la extradició n debí a ser un instrumento de emergencia para presionar la entrega de los delincuentes, y Gaviria estaba dispuesto a aplicarla sin contemplaciones.



  

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