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Gabriel García Márquez 4 страница



De modo que la ú nica que vislumbraba al final de noviembre era la de enfrentarse con Escobar y negociar de santandereano a antioqueñ o, duro y parejo. Una noche, cansado de tantas idas y venidas, se las planteó todas a Rafael Pardo. É ste entendió la angustia, pero su respuesta fue puntual.

– Ó igame una cosa, Alberto ‑ le dijo con su estilo sobrio y directo‑: haga las gestiones que quiera, intente lo que pueda, pero si lo que quiere es seguir con nuestra colaboració n debe saber que no puede ir má s allá de la polí tica de sometimiento. Ni un paso, Alberto. Es así de claro.

Ninguna otra virtud le hubiera servido tanto a Villamizar como su determinació n y su paciencia para sortear las contradicciones internas que le planteaban aquellas condiciones. Es decir: actuar como quisiera, con su imaginació n y a su aire, pero siempre con las manos atadas.

 

 

Maruja abrió los ojos y recordó un viejo adagio españ ol: «Que no nos dé Dios lo que somos capaces de soportar». Habí an transcurrido diez dí as desde el secuestro, y tanto Beatriz como ella empezaban a acostumbrarse a una rutina que la primera noche les pareció inconcebible. Los secuestradores les habí an reiterado a menudo que aqué lla era una operació n militar, pero el ré gimen del cautiverio era peor que carcelario. Só lo podí an hablar para asuntos urgentes y siempre en susurros. No podí an levantarse del colchó n, que les serví a de cama comú n, y todo lo que necesitaban debí an pedirlo a los dos guardianes que no las perdí an de vista ni si estaban dormidas: permiso para sentarse, para estirar las piernas, para hablar con Marina, para ñ amar. Maruja tení a que taparse la boca con una almohada para amortiguar los ruidos de la tos.

La ú nica cama era la de Marina, iluminada de dí a y de noche por una veladora eterna. Paralelo a la cama estaba el colchó n tirado en el suelo, donde dormí an Maruja y Beatriz, una de ¡ da y otra de vuelta, como los pescaditos del zodí aco, y con una sola cobija para las dos. Los guardianes velaban sentados en el suelo y recostados a la pared. Su espacio era tan estrecho que si estiraban las piernas les quedaban los pies sobre el colchó n de las cautivas. Viví an en la penumbra porque la ú nica ventana estaba clausurada. Antes de dormir, tapaban con trapos la rendija de la ú nica puerta para que no se viera la luz de la veladora de Marina en el resto de la casa. No habí a otra luz ni de dí a ni de noche, salvo el resplandor del televisor, porque Maruja hizo quitar el foco azul que les daba a todos una palidez terrorí fica. El cuarto cerrado y sin ventilació n se saturaba de un calor pestilente. Las peores horas eran desde las seis hasta las nueve de la mañ ana, en que las cautivas permanecí an despiertas, sin aire, sin nada de beber ni de comer, esperando que destaparan la rendija de la puerta para empezar a respirar. El ú nico consuelo para Maruja y Marina era el suministro puntual de una jarra de café y un cartó n de cigarrillos cada vez que lo pedí an. Para Beatriz, especialista en terapia respiratoria, el humo acumulado en el cuartito era una desgracia. Sin embargo, la soportaba en silencio por lo felices que eran las otras. Marina, con su cigarrillo y su taza de café, exclamó alguna vez: «Có mo será de bueno cuando estemos las tres juntas en mi casa, fumando y tomando nuestro cafecito, y rié ndonos de estos dí as horribles». Ese dí a, en vez de sufrir, Beatriz lamentó no fumar.

Que estuvieran las tres en la misma cá rcel pudo ser una solució n de emergencia, porque la casa donde las llevaron primero debió de quedar inservible cuando el taxi chocado reveló el rumbo de los secuestradores. Só lo así se explicaban el cambio de ú ltima hora, y la miseria de que hubiera só lo una cama estrecha, un colchó n sencillo para dos y menos de seis metros cuadrados para las tres rehenes y los dos guardianes de turno. Tambié n a Marina la habí an llevado de otra casa ‑ o de otra finca, como ella decí a‑ porque las borracheras y el desorden de los guardianes de la primera donde la tuvieron habí an puesto en peligro a toda la organizació n. En todo caso, era inconcebible que una de las grandes transnacionales del mundo no tuviera un mí nimo de corazó n para mantener a sus secuaces y a sus ví ctimas en condiciones humanas.

No tení an la menor idea de dó nde estaban. Por los ruidos sabí an que habí a muy cerca una carretera para camiones pesados. Tambié n parecí a haber una tienda de vereda, con alcoholes y mú sicas, que permanecí a abierta hasta tarde. A veces se escuchaba un altoparlante que lo mismo convocaba a actos polí ticos o religiosos, o transmití a conciertos atronadores. En varias ocasiones oyeron las consignas de las campañ as electorales para la pró xima Asamblea Constituyente. Con má s frecuencia se oí an zumbidos de aviones pequeñ os que decolaban y aterrizaban a poca distancia, lo cual hací a pensar que estaban por los lados de Guaymaral, un aeropuerto para aviones de pista corta a veinte kiló metros al norte de Bogotá. Maruja, familiarizada desde niñ a con el clima de la sabana, sentí a que el frí o de su cuarto no era de campo abierto sino de ciudad. Ademá s, las precauciones excesivas de los guardianes eran só lo comprensibles si estaban en un nú cleo urbano. Lo má s sorprendente era el estruendo ocasional de un helicó ptero tan cercano, que parecí a encima de la casa. Marina Montoya decí a que allí llegaba un oficial del ejé rcito responsable de los secuestros. Con el paso de los dí as habí an de acostumbrarse a aquel ruido, pues en los meses que duró el cautiverio el helicó ptero aterrizó por lo menos una vez al mes, y los rehenes no dudaron de que tení a que ver con ellas.

Era imposible distinguir los lí mites entre la verdad y la contagiosa fantasí a de Marina. Decí a que Pacho Santos y Diana Turbay estaban en otros cuartos de la misma casa, de modo que el militar del helicó ptero se ocupaba de los tres casos al mismo tiempo durante cada visita. En una ocasió n oyeron unos ruidos alarmantes en el patio. El mayordomo insultaba a su mujer entre ó rdenes atropelladas de que lo alzaran de aquí, que lo trajeran para acá, que lo voltearan para arriba, como si trataran de meter un cadá ver donde no cabí a. Marina, en sus delirios tenebrosos, pensó que tal vez habí an descuartizado a Francisco Santos y estaban enterrá ndolo a pedazos debajo de las baldosas de la cocina. «Cuando empiezan las matanzas no paran ‑ decí a‑. Las pró ximas seremos nosotras». Fue una noche de espantos, hasta que supieron por casualidad que habí an cambiado de lugar una lavadora primitiva que no podí an cargar entre cuatro.

De noche el silencio era total. Só lo interrumpido por un gallo loco sin sentido de las horas que cantaba cuando querí a. Se oí an ladridos en el horizonte, y uno muy cercano que les pareció de un perro guardiá n amaestrado. Maruja empezó mal. Se enroscó en el colchó n, cerró los ojos, y durante varios dí as no volvió a abrirlos sino lo indispensable tratando de pensar con claridad. No es que pudiera dormir ocho horas seguidas sino que dormí a apenas media hora, y al despertar se encontraba otra vez con la angustia que la acechaba en la realidad. Era un miedo permanente: la sensació n fí sica de un cordó n templado en el estó mago, siempre a punto de reventarse para volverse pá nico. Maruja pasaba la pelí cula completa de su vida para agarrarse de los buenos recuerdos, pero siempre se imponí an los ingratos.

En uno CE los tres viajes que habí a hecho a Colombia desde Yakarta, Luis Carlos Galá n le habí a pedido en el curso de un almuerzo privado que lo ayudara en la direcció n de su pró xima campañ a presidencial. Ella habí a sido su asesora de imagen en una campañ a anterior, habí a viajado con su hermana Gloria por todo el paí s, habí an celebrado triunfos, sobrellevado derrotas y sorteado riesgos, de modo que la oferta era ló gica. Maruja se sintió justificada y complacida. Pero al final del almuerzo notó, en Galá n un gesto indefinido, una luz sobrenatural: la clarividencia instantá nea y certera de que iban a matarlo. Fue algo tan revelador que convenció a su marido de regresar a Colombia, a pesar de que el general Maza Má rquez lo habí a prevenido sin ninguna explicació n de los riesgos de muerte que lo esperaban. Ocho dí as antes del regreso los despertó en Yakarta la noticia de que Galá n habí a sido asesinado.

Aquella experiencia le dejó una propensió n depresiva que se le agudizó con el secuestro. No encontraba de qué aferrarse para escapar a la idea de que tambié n a ella le acechaba un peligro mortal. Se negaba a hablar o a comer. Le molestaba la indolencia de Beatriz y la brutalidad de los encapuchados, y no soportaba la sumisió n de Marina y su identificació n con el ré gimen de los secuestradores. Parecí a un carcelero má s que la llamaba al orden si roncaba, si tosí a dormida, si se moví a má s de lo indispensable. Maruja poní a un vaso aquí y Marina se apresuraba a quitarlo asustada: «¡ Cuidado! ». Y lo poní a en otra parte. Maruja se le enfrentaba con un gran desdé n. «No se preocupe ‑ le decí a‑. Usted no es la que manda aquí ». Para colmo de males, los guardianes viví an preocupados porque Beatriz se pasaba el dí a escribiendo detalles del cautiverio para contá rselos al esposo y los hijos cuando saliera libre. Tambié n habí a hecho una larga lista de todo lo que le parecí a abominable en el cuarto, y tuvo que desistir cuando no encontró nada que no lo fuera. Los guardianes habí an oí do decir por la radio que Beatriz era fisioterapeuta, y lo confundieron con sicoterapeuta, de modo que le prohibieron escribir por el temor de que estuviera elaborando un mé todo cientí fico para enloquecerlos.

La degradació n de Marina era comprensible. La llegada de las otras dos rehenes debió ser para ella como una intromisió n insoportable en un mundo que ya habí a hecho suyo, y só lo suyo, despué s de casi dos meses en la antesala de la muerte. Su relació n con los guardianes, que habí a llegado a ser muy profunda, se alteró por ellas, y en menos de dos semanas recayó en los dolores terribles y las soledades intensas de otras é pocas que habí a logrado superar.

Con todo, ninguna noche le pareció a Maruja tan atroz como la primera. Fue interminable y helada. A la ‑ una de la madrugada la temperatura en Bogotá ‑ segú n el Instituto de Meteorologí a‑ habí a sido de entre 13 y 15 grados, y habí a lloviznado en el centro y por los lados del aeropuerto. A Maruja la habí a vencido el cansancio. Empezó a roncar tan pronto como se durmió, pero a cada instante la despertaba su tos de fumadora, persistente e indó mita, y agravada por la humedad de las paredes que soltaban un relente de hielo al amanecer. Cada vez que tosí a o roncaba, los guardianes le daban un talonazo en la cabeza. Marina los secundaba por un temor incontrolable, y amenazaba a Maruja con que iban a amarrarla en el colchó n para que no se moviera tanto, o a amordazarla para que no roncara. Marina le hizo oí r a Beatriz los noticieros de radio del amanecer. Fue un error. En la primera entrevista con Yamit Amat, de Radio Caracol, el doctor Pedro Guerrero soltó una andanada de denuestos y desafí os contra los secuestradores. Los conminó a que se portaran como hombres y pusieran la cara. Beatriz sufrió una crisis de pavor, convencida de que aquellos insultos recaerí an sobre ellas.

Dos dí as despué s, un jefe bien vestido, con un corpachó n empacado en un metro con noventa abrió la puerta de una patada y entró en el cuarto como un ventarró n. Su traje impecable de lana tropical, sus mocasines italianos y su corbata de seda amarilla iban en sentido contrario de sus modales rupestres. Les soltó dos o tres improperios a los guardianes, y se ensañ ó con el má s tí mido cuyos compañ eros llamaban Lamparó n. «Me dicen que usted es muy nervioso ‑ le dijo‑, pues le advierto que aquí los nerviosos se mueren». Y enseguida se dirigió a Maruja sin la menor consideració n:

– Supe que anoche molestó mucho, que hace ruido, que tose.

Maruja le contestó con una calma ejemplar que bien podí a confundirse con el desprecio.

– Ronco dormida y no me doy cuenta ‑ le dijo‑. No puedo impedir la tos porque el cuarto es helado y las paredes chorrean agua en la madrugada.

El hombre no estaba para quejas.

– ¿ Y usted se cree que puede hacer lo que le da la gana? ‑ gritó ‑. Pues si vuelve a roncar o a toser de noche le podemos volar la cabeza de un balazo.

Luego se dirigió tambié n a Beatriz.

– Y si no a sus hijos o sus maridos. Los conocemos a todos y los tenemos bien localizados.

– Haga lo que quiera ‑ dijo Maruja‑. No puedo hacer nada para no roncar. Si quieren má tenme.

Era sincera, y con el tiempo habí a de darse cuenta de que hací a bien. El trato duro desde el primer dí a estaba en los mé todos de los secuestradores para desmoralizar a los rehenes.

Beatriz, en cambio, todaví a impresionada por la rabia del marido en la radio, fue menos altiva.

– ¿ Por qué tiene que meter aquí a nuestros hijos, que no tienen nada que ver con esto? ‑ dijo, al borde de las lá grimas‑. ¿ Usted no tiene hijos?

É l contestó que sí, tal vez enternecido, pero Beatriz habí a perdido la batalla: las lá grimas no la dejaron proseguir. Maruja, ya calmada, le dijo al jefe que si de veras querí an llegar a un acuerdo hablaran con su marido.

Pensó que el encapuchado habí a seguido el consejo porque el domingo reapareció distinto. Llevó los perió dicos del dí a con declaraciones de Alberto Villamizar para lograr un buen arreglo con los secuestradores. É stos, al parecer, empezaban a actuar en consecuencia. El jefe, al menos, estaba tan complaciente que les pidió a las rehenes hacer una lista de las cosas indispensables: jabones, cepillos y pasta de dientes, cigarrillos, crema para la piel y algunos libros. Parte del pedido llegó el mismo dí a, pero algunos de los libros los recibieron cuatro meses despué s. Con el tiempo fueron acumulando toda clase de estampas y recuerdos del Divino Niñ o y de Marí a Auxiliadora, que los distintos guardianes les llevaban o les dejaban de recuerdo cuando se despedí an o cuando volví an de sus descansos. A los diez dí as tení an ya una rutina domé stica. Los zapatos los guardaban debajo de la cama, y era tanta la humedad del cuarto que debí an sacarlos al patio de vez en cuando para que se secaran. Só lo podí an caminar con unas medias de hombre que les habí an dado el primer dí a, de lana gruesa y de colores distintos, y usaban dos pares a la vez para que no se oyeran los pasos. La ropa que llevaban la noche del secuestro se la habí an decomisado, y les repartieron sudaderas deportivas ‑ una gris y otra rosada a cada una‑, con las cuales viví an y dormí an, y dos juegos de ropa interior que lavaban en la ducha. Al principio dormí an vestidas. Má s tarde, cuando tuvieron una camisa de dormir, se la poní an encima de la sudadera en las noches muy frí as. Tambié n les dieron un talego para guardar sus escasos bienes personales: la sudadera de repuesto y las medias limpias, las mudas de ropa interior, las toallas higié nicas, las medicinas, los ú tiles de tocador.

Habí a un solo bañ o para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debí an usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podí an demorar má s de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa. Les permití an fumar cuantos cigarrillos les daban, que para Maruja era má s de una cajetilla al dí a, y má s aú n para Marina. En el cuarto habí a un televisor y un radio portá til de la casa para que las rehenes oyeran noticias o los guardianes oyeran mú sica. Las informaciones de la mañ ana las escuchaban a volumen tenue, como a escondidas, y en cambio los guardianes escuchaban su mú sica de parranda a un volumen tan alto como se lo dictaba el estado de humor.

La televisió n la encendí an a las nueve de la mañ ana para ver los programas educativos, despué s las telenovelas, y dos o tres programas má s hasta los noticieros del mediodí a. La tanda mayor era desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche. El televisor permanecí a encendido, como en los dormitorios de los niñ os, aunque nadie lo viera. En cambio las rehenes escrutaban los noticieros con una atenció n milimé trica para tratar de descubrir mensajes cifrados de sus familias. Nunca supieron, por supuesto, cuá ntos se les escaparon, o cuá ntas frases inocentes confundieron con recados de esperanza. Alberto Villamizar apareció en los distintos noticieros de televisió n ocho veces en los primeros dos dí as, con la certidumbre de que por alguno les llegaba su voz a las secuestradas. Casi todos los hijos de Maruja, ademá s, eran gente de medios masivos. Algunos tení an programas de televisió n con horarios fijos, y los utilizaron para mantener una comunicació n que ellos suponí an unilateral, y tal vez inú til, pero la sostuvieron. El primero que vieron el mié rcoles siguiente fue el que Alexandra hizo al regreso de la Guajira. El siquiatra Jaime Gaviria, colega del esposo de Beatriz y viejo amigo de la familia, impartió una serie de instrucciones sabias para mantener el á nimo en espacios cerrados. Maruja y Beatriz, que conocí an al doctor Gaviria, comprendieron el sentido del programa y tomaron nota de sus enseñ anzas.

É ste fue el primero de una serie de ocho programas que habí a preparado Alexandra con base en una larga conversació n con el doctor Gaviria sobre la sicologí a de los secuestrados. Lo primero era escoger los temas que les gustaran a Maruja y Beatriz y envolver en ellos mensajes personales que só lo ellas pudieran descifrar. Alexandra decidió entonces llevar cada semana un personaje preparado para contestar preguntas intencionales que sin duda suscitarí an en las rehenes asociaciones inmediatas. La sorpresa fue que muchos televidentes desprevenidos se dieron cuenta por lo menos de que algo iba envuelto en la inocencia de las preguntas.

No lejos de allí ‑ dentro de la misma ciudad‑ las condiciones de Francisco Santos en su cuarto de cautivo eran tan abominables como las de Maruja y Beatriz, pero no tan severas. Una explicació n es que hubiera contra ellas, ademá s del utilitarismo polí tico del secuestro, un propó sito de venganza. Es casi seguro, ademá s, que los guardianes de Maruja y los de Pacho eran dos equipos distintos. Aunque só lo fuera por motivos de seguridad, actuaban por separado y sin ninguna comunicació n entre ellos. Pero aun en eso habí a diferencias incomprensibles. Los de Pacho eran má s familiares, autó nomos y complacientes, y menos cuidadosos de su identidad. La peor condició n de Pacho era que dormí a encadenado a los barrotes de la cama con una cadena metá lica forrada de cinta aislante para evitar ulceraciones. La peor de Maruja y Beatriz era que ni siquiera tení an una cama donde ser amarradas.

Pacho recibió los perió dicos puntuales desde el primer dí a. En general, los relatos sobre su secuestro en la prensa escrita eran tan desinformados y antojadizos que hicieron torcerse de risa a los secuestradores. Su horario estaba ya bien establecido cuando secuestraron a Maruja y Beatriz. Pasaba la noche en claro y se dormí a como a las once de la mañ ana. Veí a televisió n, solo o con sus guardianes, o conversaba con ellos sobre las noticias del dí a y, en especial, sobre los partidos de fú tbol. Leí a hasta el cansancio y todaví a le sobraban nervios para jugar a las barajas o al ajedrez. Su cama era confortable, y durmió bien desde la primera noche hasta que contrajo una sarna urticante y un ardor en los ojos, que desaparecieron con só lo lavar las cobijas de algodó n y hacer en el cuarto una limpieza a fondo. Nunca se preocuparon de que alguien viera desde fuera la luz encendida, porque las ventanas estaban clausuradas con tablas.

En octubre surgió una ilusió n imprevista: la orden de que se preparara para mandar a la familia una prueba de supervivencia. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para mantener el dominio. Pidió una jarra de café tinto y dos paquetes de cigarrillos, y empezó a redactar el mensaje como le saliera del alma sin corregir una coma. Lo grabó en una minicasete, que los estafetas preferí an a las normales, porque eran má s fá ciles de esconder. Habló tan despacio como fue capaz y trató de afinar la dicció n y asumir una actitud que no delatara las sombras de su á nimo. Por ú ltimo grabó los titulares mayores de El Tiempo del dí a como prueba de la fecha en que hizo el mensaje. Quedó satisfecho, sobre todo de la primera frase: «Todas las personas que me conocen saben lo difí cil que es este mensaje para mí ». Sin embargo, cuando lo leyó publicado, ya en frí o, tuvo la impresió n de que se habí a echado la soga al cuello, por la frase final, en que pedí a al presidente hacer lo que pudiera por la liberació n de los periodistas. «Pero eso sí ‑ le advertí a‑, sin pasar por encima de las leyes y los preceptos constitucionales, lo cual es bené fico no só lo para el paí s sino para la libertad de prensa que hoy está secuestrada». La depresió n se agravó unos dí as despué s cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz, porque lo entendió como una señ al de que las cosas iban a ser largas y complicadas. É se fue el primer embrió n de un plan de fuga que se le iba a convertir en una obsesió n irresistible.

Las condiciones de Diana y su equipo ‑ quinientos kiló metros al norte de Bogotá y a tres meses del secuestro‑ eran diferentes de los otros rehenes, pues dos mujeres y cuatro hombres cautivos al mismo tiempo planteaban problemas muy complejos de logí stica y seguridad. En la cá rcel de Maruja y Beatriz sorprendí a la falta absoluta de indulgencia. En la de Pacho Santos sorprendí an la familiaridad y el desenfado de los guardianes de su misma generació n. En el grupo de Diana reinaba un ambiente de improvisació n que mantení a a secuestrados y secuestradores en un estado de alarma e incertidumbre, con una inestabilidad que lo contaminaba todo y aumentaba el nerviosismo de todos. El secuestro de Diana se distinguió tambié n por su signo errá tico. Durante el largo cautiverio los rehenes fueron mudados sin explicaciones no menos de veinte veces, cerca y dentro de Medellí n, a casas de estilos y categorí as diferentes y condiciones desiguales. Esta movilidad era posible tal vez porque sus secuestradores, a diferencia de los de Bogotá se moví an en su medio natural, lo controlaban por completo, y mantení an contacto directo con sus superiores.

Los rehenes no estuvieron juntos en una misma casa sino en dos ocasiones y por pocas horas. Al principio fueron dos grupos: Richard, Orlando y Hero Buss en una casa, y Diana, Azucena y Juan Vitta en otra cercana. Algunas mudanzas habí an sido atolondradas e imprevistas, a cualquier hora y sin tiempo para recoger sus cosas por el inminente asalto de la policí a, y casi siempre a pie por pendientes escarpadas y chapaleando en el fango bajo aguaceros interminables. Diana era una mujer fuerte y resuelta, pero aquellas caminatas despiadadas y humillantes, en las condiciones fí sicas y morales del cautiverio, sobrepasaban por mucho su resistencia. Otras mudanzas fueron de una naturalidad pasmosa por las calles de Medellí n, en taxis ordinarios y eludiendo retenes y patrullas callejeras. Lo má s duro para todos en las primeras semanas era estar secuestrados sin que nadie lo supiera. Veí an la televisió n, escuchaban la radio y leí an los perió dicos, pero no hubo una noticia sobre su desaparició n hasta el 14 de septiembre, cuando el noticiero Criptó n informó sin citar la fuente que no estaban en misió n periodí stica con las guerrillas sino secuestrados por los Extraditables. Habí an de pasar todaví a varias semanas antes de que é stos emitieran un reconocimiento formal del secuestro.

El responsable del equipo de Diana era un paisa inteligente y campechano a quien todos llamaban don Pacho, sin apellidos ni má s señ as, Tení a unos treinta añ os, pero con un aspecto reposado de hombre mayor. Su sola presencia tení a la virtud inmediata de resolver los problemas pendientes de la vida cotidiana y de sembrar esperanzas para el futuro. Les llevaba regalos a las rehenes, libros, caramelos, casetes de mú sica y los poní a al corriente de la guerra y de la actualidad nacional.

Sin embargo, sus apariciones eran ocasionales y delegaba mal su autoridad. Los guardianes y estafetas eran má s bien caó ticos, no estuvieron nunca enmascarados, usaban sobrenombres de tiras có micas y les llevaban a los rehenes ‑ de una casa a otra‑ mensajes orales o escritos que al menos les serví an de consuelo. Desde la primera semana les compraron las sudaderas de reglamento, los ú tiles de aseo y tocador y los perió dicos locales. Diana y Azucena jugaban parches con ellos, y muchas veces ayudaron a hacer las listas del mercado. Uno dijo una frase que Azucena registró asombrada en sus notas: «Por plata no se preocupen, que eso es lo que sobra». Al principio los guardianes viví an en el desorden, escuchaban la mú sica a todo volumen, comí an sin horarios y andaban por la casa en calzoncillos. Pero Diana asumió un liderazgo que puso las cosas en su lugar. Los obligó a ponerse una ropa decente, a bajar el volumen de la mú sica que les estorbaba el sueñ o e hizo salir del cuarto a uno que pretendió dormir, en un colchó n tendido junto a su cama. Azucena, a sus veintiocho añ os, era tranquila y romá ntica, y no lograba vivir sin el esposo despué s de cuatro añ os aprendiendo a vivir con é l. Sufrí a rá fagas de celos imaginarios y le escribí a cartas de amor a sabiendas de que nunca las recibirí a. Desde la primera semana del secuestro llevó notas diarias de una gran frescura y utilidad para escribir su libro. Trabajaba en el noticiero de Diana desde hací a añ os y su relació n con ella no habí a sido má s que laboral, pero se identificaron en el infortunio. Leí an juntas los perió dicos, conversaban hasta el amanecer y trataban de dormir hasta la hora del almuerzo. Diana era una conversadora compulsiva y Azucena aprendí a de ella las lecciones de vida que nunca le habrí an dado en la escuela.

Los miembros de su equipo recuerdan a Diana como una compañ era inteligente, alegre y llena de vida, y una analista sagaz de la polí tica. En sus horas de desaliento los hizo partí cipes de su sentimiento de culpa por haberlos comprometido en aquella aventura impredecible. «No me importa lo que me pase a mí ‑ les dijo‑ pero si a ustedes les pasa algo nunca má s podré vivir en paz conmigo misma». Juan Vitta, con quien tení a una amistad antigua, la inquietaba por su mala salud. Era uno de los que se habí an opuesto al viaje con má s energí a y mayores razones, y sin embargo la habí a acompañ ado apenas salido del hospital por un preinfarto serio. Diana no lo olvidó. El primer domingo del secuestro entró llorando en su cuarto y le preguntó si no la odiaba por no haberle hecho caso. Juan Vitta le contestó con toda franqueza. Sí: la habí a odiado de todo corazó n cuando les comunicaron que estaban en manos de los Extraditables, pero habí a terminado por aceptar el secuestro como un destino ineludible. El rencor de los primeros dí as se le habí a convertido tambié n a é l en un sentimiento de culpa por no haber sido capaz de disuadirla.



  

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