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Gabriel García Márquez 3 страница



El primer dí a habí an llegado hasta Honda, a ciento cuarenta y seis kiló metros al occidente de Bogotá. Allí los esperaron otros hombres con dos vehí culos má s confortables. Despué s de cenar en una fonda de arrieros prosiguieron por un camino invisible y peligroso bajo un fuerte aguacero, y amanecieron a la espera de que despejaran la ví a por un derrumbe grande. Por fin, cansados y mal dormidos, llegaron a las once de la mañ ana a un lugar donde los esperaba una patrulla con cinco caballos. Diana y Azucena prosiguieron a la jineta durante cuatro horas, y sus compañ eros a pie, primero por una montañ a densa, y má s tarde por un valle idí lico con casas de paz entre los cafetales. La gente se asomaba a verlos pasar, algunos reconocí an a Diana y la saludaban desde las terrazas. Juan Vitta calculó que no menos de quinientas personas los habí an visto a lo largo de la ruta. En la tarde desmontaron en una finca desierta donde un joven de aspecto estudiantil se identificó como del ELN, pero no les dio ningú n dato de su destino. Todos se mostraron confundidos. A no má s de medio kiló metro se veí a un tramo de autopista, y al fondo una ciudad que sin duda era Medellí n. Es decir: un territorio que no era del ELN. A no ser ‑ habí a pensado Hero Buss‑ que fuera una jugada maestra del cura Pé rez para reunirse con ellos en una zona en donde nadie sospechara que pudiera estar.

En unas dos horas má s, en efecto, llegaron a Copacabana, un municipio devorado por el í mpetu demográ fico de Medellí n. Desmontaron en una casita de paredes blancas y tejas musgosas, casi incrustada en una pendiente pronunciada y agreste. Adentro habí a una sala, y a cada lado un pequeñ o cuarto. En uno habí a tres camas dobles donde se acomodaron los guí as. En el otro ‑ con una cama doble y una de dos pisos‑ alojaron a los hombres del equipo. A Diana y Azucena les destinaron el mejor cuarto del fondo donde habí a indicios de haber sido usado por mujeres. La luz estaba encendida a pleno dí a, porque todas las ventanas estaban tapadas con madera.

Al cabo de unas tres horas de espera llegó otro enmascarado que les dio la bienvenida en nombre de la comandancia, y les anunció que ya el cura Pé rez los estaba esperando, pero por cuestiones de seguridad debí an trasladar primero a las mujeres. Esa fue la primera vez que Diana dio muestras ce inquietud. Hero Buss le aconsejó a solas que por ningú n motivo aceptara la divisió n del grupo. En vista de que no pudo impedirlo, Diana le dio a escondidas su cé dula de identidad, sin tiempo para explicarle por qué, pero é l lo entendió como una prueba para el caso de que la hicieran desaparecer.

Antes del amanecer se llevaron a las mujeres y a Juan Vitta. Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo quedaron en el cuarto de la cama doble y las literas de dos pisos, con cinco guardianes. La sospecha de que habí an caí do en una trampa aumentaba por horas. En la noche, mientras jugaban a las barajas, a Hero Buss le llamó la atenció n que uno de los guardianes tení a un reloj de lujo. «De modo que el ELN está ya a nivel de Rolex», se burló. Pero su adversario no se dio por aludido. Otra cosa que confundió a Hero Buss fue que el armamento que llevaban no era para guerrillas sino para operaciones urbanas. Orlando, que hablaba poco y se consideraba a sí mismo como el pobre del paseo, no necesitó tantas pistas para vislumbrar la verdad, por la sensació n insoportable de que algo grave estaba sucediendo.

El primer cambio de casa fue a la media noche del 10 de septiembre, cuando los guardianes irrumpieron gritando: «Llegó la ley». Al cabo de dos horas de marcha forzada por entre la floresta, bajo una tempestad terrible, llegaron a la casa donde estaban Diana, Azucena y Juan Vitta. Era amplia y bien arreglada, con un televisor de pantalla grande, y sin nada que pudiera despertar sospechas. Lo que ninguno de ellos se imaginó nunca fue lo cerca que estuvieron todos de ser rescatados esa noche por pura casualidad. Fue una escala de pocas horas que aprovecharon para intercambiar ideas, experiencias y planes para el futuro. Diana se desahogó con Hero Buss. Le habló de su depresió n por haberlos llevado a la trampa sin salida en que se encontraban, le confesó que estaba tratando de apaciguar en su memoria los recuerdos de familia ‑ su esposo, sus hijos, sus padres‑, que no le daban un instante de tregua. Pero el resultado era siempre el contrario.

En la noche siguiente, mientras la llevaban a pie a una tercera casa, con Azucena y Juan Vitta, por un camino imposible y bajo una lluvia tenaz, Diana se dio cuenta de que no era verdad nada de cuanto les decí an. Pero esa misma noche un guardiá n desconocido hasta entonces la sacó de dudas.

– Ustedes no está n con el ELN sino en manos de los Extraditables ‑ les dijo‑. Pero esté n tranquilos, porque van a ser testigos de algo histó rico.

La desaparició n del equipo de Diana Turbay seguí a siendo un misterio, diecinueve dí as despué s, cuando secuestraron a Marina Montoya. Se la habí an llevado a rastras tres hombres bien vestidos, armados de pistolas de 9 milí metros y metralletas Miniuzis con silenciador, cuando acababa de cerrar su restaurante Donde las Tí as, en el sector norte de Bogotá. Su hermana Lucrecia, que la ayudaba a atender la clientela, tuvo la buena fortuna de un pie escayolado por un esguince del tobillo que le impidió ir al restaurante. Marina ya habí a cerrado, pero volvió a abrir porque reconoció a dos de los tres hombres que tocaron. Habí an almorzado allí varias veces desde la semana anterior e impresionaban al personal por su amabilidad y su humor paisa, y por las propinas de treinta por ciento que dejaban a los meseros. Aquella noche, sin embargo, fueron distintos. Tan pronto como Marina abrió la puerta la inmovilizaron con una llave maestra y la sacaron del local. Ella alcanzó a aferrarse con un brazo en un poste de luz y empezó a gritar. Uno de los asaltantes le dio un rodillazo en la columna vertebral que le cortó el aliento. Se la llevaron sin sentido en un Mercedes 190 azul dentro del baú l acondicionado para respirar.

Luis Guillermo Pé rez Montoya, uno de los siete hijos de Marina, de cuarenta y ocho añ os, alto ejecutivo de la Kodak en Colombia, hizo la misma interpretació n de todo el mundo: su madre habí a sido secuestrada como represalia por el incumplimiento del gobierno a los acuerdos entre Germá n Montoya y los Extraditables. Desconfiado por naturaleza de todo lo que tuviera que ver con el mundo oficial, se impuso la tarea de liberar a su madre en trato directo con Pablo Escobar.

Sin ninguna orientació n, sin contacto previo con nadie, sin saber siquiera qué hacer cuando llegara, viajó dos dí as despué s a Medellí n. En el aeropuerto tomó un taxi en el cual le indicó al chofer sin má s señ as que lo llevara a la ciudad. La realidad le salió al encuentro cuando vio abandonado a la orilla de la carretera el cadá ver de una adolescente de unos quince añ os, con buena ropa de colores de fiesta y un maquillaje escabroso. Tení a un balazo con un hilo de sangre seca en la frente. Luis Guillermo, sin creer lo que le decí an sus ojos, señ aló con el dedo.

– Ahí hay una muchacha muerta.

– Sí ‑ dijo el chó fer sin mirar‑. Son las muñ ecas que se van de fiesta con los amigos de don Pablo.

El incidente rompió el hielo. Luis Guillermo le reveló al chofer el propó sito de su visita, y é l le dio las claves para entrevistarse con la supuesta hija de una prima hermana de Pablo Escobar.

– Vete hoy a las ocho a la iglesia que está detrá s del mercado ‑ le dijo‑. Ahí va a llegar una muchacha que se llama Rosalí a.

Allí estaba, en efecto, esperá ndolo sentada en un banco de la plaza. Era casi una niñ a, pero su comportamiento y la seguridad de sus palabras eran de una mujer madura y bien adiestrada. Para empezar la gestió n, le dijo, deberí a llevar medio milló n de pesos en efectivo. Le indicó el hotel donde debí a alojarse el jueves siguiente, y esperar una llamada telefó nica a las siete de la mañ ana o a las siete de la noche del viernes.

– La que te llamará se llama Pita ‑ precisó.

Esperó en vano dos dí as y parte del tercero. Por fin se dio cuenta del timo y agradeció que Pita no hubiera llamado para pedirle el dinero. Fue tanta su discreció n, que su esposa no supo de aquellos viajes ni de sus resultados deplorables hasta cuatro añ os despué s cuando é l lo contó por primera vez para este reportaje.

Cuatro horas despué s del secuestro de Marina Montoya, un jeep y un Renault 18 bloquearon por delante y por detrá s el automó vil del jefe de redacció n de El Tiempo, Francisco Santos, en una calle alterna del barrio de Las Ferias, al occidente de Bogotá. El suyo era un jeep rojo de apariencia banal, pero estaba blindado de origen, y los cuatro asaltantes que lo rodearon no só lo llevaban pistolas de 9 milí metros y subametralladoras Miniuzis con silenciador, sino que uno de ellos tení a un mazo especial para romper los cristales. Nada de eso fue necesario. Pacho, discutidor incorregible, se anticipó a abrir la puerta para hablar con los asaltantes. «Preferí a morirme a no saber qué pasaba», ha dicho. Uno de los secuestradores lo inmovilizó con una pistola en la frente y lo hizo salir del carro con la cabeza gacha. Otro abrió la puerta delantera y disparó tres tiros: uno se desvió contra los cristales, y dos le perforaron el crá neo al chofer, Oromansio Ibá ñ ez, de treinta y ocho añ os. Pacho no se dio cuenta. Dí as despué s, recapitulando el asalto, recordó haber escuchado el zumbido de las tres balas amortiguadas por el silenciador.

Fue una operació n tan rá pida, que no llamó la atenció n en medio del trá nsito alborotado del martes. Un agente de la policí a encontró el cadá ver desangrá ndose en el asiento delantero del carro abandonado; cogió el radiotelé fono, y al instante oyó en el extremo una voz medio perdida en las galaxias.

– Haber.

– ¿ Quié n habla? ‑ preguntó el agente.

– Aquí El Tiempo.

La noticia salió al aire diez minutos despué s. En realidad, habí a empezado a prepararse desde hací a cuatro meses, pero estuvo a punto de fracasar por la irregularidad de los desplazamientos impredecibles de Pacho Santos. Por los mismos motivos, quince añ os antes, el M‑ 19 habí a desistido de secuestrar a su padre, Hernando Santos. Esta vez habí an sido previstos hasta los mí nimos detalles. Los carros de los secuestradores, sorprendidos por un nudo de automó viles en la avenida Boyacá, a la altura de la calle 80, se escaparon por encima de los andenes y se perdieron en los recovecos de un barrio popular. Pacho Santos iba sentado entre dos secuestradores, con la vista tapada por unos lentes nublados con esmalte de uñ as, pero siguió de memoria las vueltas y revueltas del carro, hasta que entró dando tumbos en un garaje. Por la ruta y la duració n, se formó una idea tentativa del barrio en que estaban.

Uno de los secuestradores lo llevó del brazo caminando con los lentes ciegos hasta el final de un corredor. Subieron hasta un segundo piso, doblaron a la izquierda, caminaron unos cinco pasos, y entraron en un sitio helado. Allí le quitaron los lentes. Entonces se vio en un dormitorio sombrí o, con las ventanas clausuradas con tablas y un foco solitario en el techo. Los ú nicos muebles eran una cama matrimonial cuyas sá banas parecí an demasiado usadas, una mesa con un radio portá til y un televisor.

Pacho cayó en la cuenta de que la prisa de sus raptores no habí a sido só lo por razones de seguridad, sino por llegar a tiempo para el partido de fú tbol entre Santafé y Caldas. Para tranquilidad de todos le dieron una botella de aguardiente, lo dejaron solo con su televisor, y se fueron a ver el partido en la planta baja. É l se la tomó hasta la mitad en diez minutos, y no sintió que le hiciera efecto, pero le dio á nimos para ver el partido. Faná tico del Santafé desde niñ o, no pudo disfrutar del aguardiente por la rabia del empate: dos a dos. Al final, se vio en el noticiero de las nueve y media en una grabació n de archivo, vestido de esmoquin y rodeado de reinas de la belleza. Só lo entonces se enteró de la muerte de su chofer. Despué s de los noticieros, entró un guardiá n con una má scara de bayetilla, que lo obligó a quitarse la ropa y a ponerse una sudadera gris que parecí a ser de rigor en las cá rceles de los Extraditables. Trató de quitarle tambié n el aspirador para el asma que llevaba en el bolsillo del saco, pero Pacho lo convenció de que para d era de vida o muerte. El enmascarado le explicó las reglas del cautiverio: podí a ir al bañ o del corredor, escuchar radio y ver televisió n sin restricciones, pero a volumen normal. Al final lo hizo acostar, y lo amarró de la cama por el tobillo con una cuerda de enlazar.

El guardiá n tendió un colchó n en el piso, paralelo a la cama, y un momento despué s empezó a roncar con un silbido intermitente. La noche se hizo densa. En la oscuridad, Pacho tomó conciencia de que aqué lla era apenas la primera noche de un porvenir incierto en el que todo podí a suceder. Pensó en Marí a Victoria ‑ conocida por sus amigos como Mariavé ‑, su esposa bonita, inteligente y de gran cará cter, con quien entonces tení a dos hijos, Benjamí n de veinte meses y Gabriel de siete meses. Un gallo cantó en el vecindario, y Pacho se sorprendió de su reloj disparatado. «Un gallo que canta a las diez de la noche tiene que estar loco», pensó. Es un hombre emocional, impulsivo y de lá grima fá cil: copia fiel de su padre. André s Escabi, el marido de su hermana Juanita, habí a muerto en un avió n que estalló en el aire por una bomba de los Extraditables. En medio de la conmoció n familiar, Pacho dijo una frase que estremeció a todos: «Uno de nosotros no estará vivo en diciembre». La noche del secuestro, sin embargo, no sintió que fuera la ú ltima. Por primera vez sus nervios eran un remanso, y se sentí a seguro de sobrevivir. Por el ritmo de la respiració n, se dio cuenta de que el guardiá n tendido a su lado estaba despierto. Le preguntó:

– ¿ En manos de quié n estoy?

– En manos de quié n prefiere ‑ preguntó el guardiá n‑: ¿ de la guerrilla o del narcotrá fico?

– Creo que estoy en manos de Pablo Escobar ‑ dijo Pacho.

– Así es ‑ dijo el guardiá n, y corrigió enseguida‑: en manos de los Extraditables.

La noticia estaba en el aire. Los operadores del conmutador de El Tiempo habí an llamado a los parientes má s cercanos, y é stos a otros y a otros, hasta el fin del mundo. Por una serie de casualidades extrañ as, una de las ú ltimas que la supieron en la familia fue la esposa de Pacho. Minutos despué s del secuestro la habí a llamado su primo Juan Gabriel, quien no estaba seguro aú n de lo que habí a sucedido, y só lo se animó a preguntarle si Pacho habí a llegado a casa. Ella le dijo que no, y Juan Gabriel no se animó a darle la noticia todaví a sin confirmar. Minutos despué s la llamó Enrique Santos Calderó n, primo hermano doble de su esposo y subdirector de El Tiempo.

– ¿ Ya sabes lo de Pacho? ‑ le preguntó.

Marí a Victoria creyó que le hablaban de otra noticia que ella conocí a ya, y que tení a algo que ver con su marido.

– Claro ‑ dijo.

Enrique se despidió a toda prisa para seguir llamando a otros parientes. Añ os despué s, comentando el equí voco, Marí a Victoria comentó: «Eso, me pasó por dá rmelas de genio». Al instante volvió a llamarla Juan Gabriel y le contó todo junto: habí an matado al chofer y se habí an llevado a Pacho.

El presidente Gavina y sus consejeros má s cercanos estaban revisando unos comerciales de televisió n para promover la campañ a electoral de la Asamblea Constituyente, cuando su consejero de Prensa, Mauricio Vargas, le dijo al oí do: «Secuestraron a Pachito Santos». La proyecció n no se interrumpió. El presidente, que necesita lentes para el cine, se los quitó para mirar a Vargas.

– Queme mantengan informado ‑ le dijo.

Se puso los lentes y siguió viendo la proyecció n. Su í ntimo amigo, Alberto Casas Santamarí a, ministro de Comunicaciones, que estaba al lado suyo, alcanzó a oí r la noticia y se la transmitió de oreja a oreja a los consejeros presidenciales. Un estremecimiento sacudió k sala. Pero el presidente no pestañ eó, de acuerdo con una norma de su modo de ser que é l expresa con una regla escolar: «Hay que terminar esta tarea». Al té rmino de la proyecció n volvió a quitarse los lentes, se los guardó en el bolsillo del pecho, y ordenó a Mauricio Vargas:

– Llame a Rafael Pardo y dí gale que convoque para ahora mismo un Consejo de Seguridad.

Mientras tanto, promovió un intercambio de opiniones sobre los comerciales, como estaba previsto. Só lo cuando hubo una decisió n dejó ver el impacto que le habí a causado la noticia del secuestro. Media hora despué s entró en el saló n donde ya lo esperaban la mayorí a de los miembros del Consejo de Seguridad. Apenas empezaban, cuando Mauricio Vargas entró en puntillas y le dijo al oí do:

– Secuestraron a Marina Montoya.

En realidad, habí a ocurrido a las cuatro de la tarde ‑ antes que el secuestro de Pacho‑ pero la noticia habí a necesitado otras cuatro horas para llegarle al presidente.

Hernando Santos Castillo, el padre de Pacho, dormí a desde tres horas antes a diez mil kiló metros de distancia, en un hotel de Florencia, Italia. En un cuarto contiguo estaba su hija Juanita, y en otro su hija Adriana con su marido. Todos habí an recibido la noticia por telé fono, y decidieron no despertar al papá. Pero su sobrino Luis Fernando lo llamó en directo desde Bogotá, con el preá mbulo má s cauteloso que se le ocurrió para despertar a un tí o de sesenta y ocho añ os con cinco bypasses en el corazó n.

_Te tengo una muy mala noticia ‑ le dijo.

Hernando, por supuesto, se imaginó lo peor pero guardó las formas.

– ¿ Qué pasó?

– Secuestraron a Pacho.

La noticia de un secuestro, por dura que sea, no es tan irremediable como la de un asesinato, y Hernando respiró aliviado. «¡ Bendito sea Dios! », dijo, y enseguida cambió de tono:

– Tranquilos. Vamos a ver qué hacemos.

Una hora despué s, en la madrugada fragante del otoñ o toscano, todos emprendieron el largo viaje de regreso a Colombia.

La familia Turbay, angustiada por la falta de noticias de Diana una semana despué s de su viaje, solicitó una gestió n oficiosa del gobierno a travé s de las principales organizaciones guerrilleras. Una semana despué s de la fecha en que Diana debí a haber regresado, el esposo de ella, Miguel Uribe, y el parlamentario Á lvaro Leyva, hicieron un viaje confidencial a la Casa Verde, el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la cordillera oriental. Desde allí se pusieron en contacto con la totalidad de las organizaciones armadas para tratar de establecer si Diana estaba con alguna ce ellas. Siete lo negaron en un comunicado conjunto.

Sin saber a qué atenerse, la presidencia de la repú blica alertó a la opinió n pú blica contra la proliferació n de comunicados falsos, y pidió que no creyeran má s en ellos que en las informaciones del gobierno. Pero la verdad grave y amarga era que la opinió n pú blica creí a sin reservas en los comunicados de los Extraditables, así que todo el mundo dio un suspiro de alivio el 30 de octubre ‑ a sesenta dí as del secuestro de Diana Turbay y a cuarenta y dos del de Francisco Santos‑ cuando aqué llos disiparon las ú ltimas dudas con una sola frase: «Aceptamos pú blicamente tener en nuestro poder a los periodistas desaparecidos». Ocho dí as despué s fueron secuestradas Maruja Pachó n y Beatriz Villamizar. Habí a razones de sobra para pensar que la escalada tení a una perspectiva todaví a mucho má s amplia. Al dí a siguiente de la desaparició n de Diana y su equipo, y cuando aú n no existí a ni la mí nima sospecha de que habí an sido secuestrados, el cé lebre director de noticias de la Radio Caracol, Yamit Amat, fue interceptado por un comando de sicarios en una calle del centro de Bogotá, despué s de varios dí as de seguimiento. Amat se les escapó de las manos por una maniobra atlé tica que los tomó por sorpresa, y se salvó nadie sabe có mo de un disparo que le hicieron por la espalda. Con una diferencia de horas, la hija del ex presidente Belisario Betancur, Marí a Clara ‑ en compañ í a de su hija Natalia, de doce añ os‑ logró escapar en su automó vil cuando otro comando de secuestros le bloqueó el paso en un barrio residencial de Bogotá. La ú nica explicació n de estos dos fracasos es que los secuestradores tuvieran instrucciones terminantes de no matar a sus ví ctimas.

Los primeros que habí an sabido a ciencia cierta quié n tení a a Maruja Pachó n ya Beatriz Villamizar, fueron Hernando Santos y el ex presidente Turbay, porque el propio Escobar lo mandó decir por escrito a travé s de uno de sus abogados a las cuarenta y ocho horas del secuestro: «Puedes decirles que el grupo tiene a la Pachó n». El 12 de noviembre hubo otra confirmació n de soslayo por una carta con membrete de los Extraditables a Juan Gó mez Martí nez, director del diario El Colombiano de Medellí n, que habí a mediado varias veces con Escobar en nombre de los Notables. «La detenció n de la periodista Maruja Pachó n ‑ decí a la carta con membrete de los Extraditables‑ es una respuesta nuestra a las torturas y secuestros perpetrados en la ciudad de Medellí n en los ú ltimos dí as por parte del mismo organismo de seguridad del Estado muchas veces mencionado en anteriores comunicados nuestros». Y expresaban una vez má s su determinació n de no liberar a ningú n rehé n mientras aquella situació n continuara.

El doctor Pedro Guerrero, el esposo de Beatriz, abrumado desde el principio por una impotencia absoluta frente a unos hechos que lo desbordaban, decidió cerrar su gabinete de siquiatra. «Có mo iba a recibir pacientes si yo estaba peor que ellos», ha dicho. Padecí a crisis de angustia que no quiso transmitirles a los hijos. No tení a un instante de sosiego, se consolaba con los whiskies del atardecer, y pastoreaba los insomnios oyendo en Radio Recuerdo los boleros de lá grimas de los enamorados. «Mi amor ‑ cantaba alguien‑. Si me escuchas, conté stame».

Alberto Villamizar, consciente desde el principio de que el secuestro de su esposa y su hermana era un eslabó n de una cadena siniestra, cerró filas con las familias de los otros secuestrados. Pero la primera visita a Hernando Santos fue descorazonadora. Lo acompañ ó Gloria Pachó n de Galá n, su cuñ ada, y encontraron a Hernando derrumbado en un sofá y en un estado de desmoralizació n total. «Para lo que estoy prepará ndome es para sufrir lo menos posible cuando maten a Francisco», les dijo de entrada. Villamizar trató de esbozar un proyecto de negociació n con los secuestradores, pero Hernando se lo desbarató con una displicencia irreparable.

– No sea ingenuo, mijito ‑ le dijo‑, usted no tiene la menor idea de có mo son esos tipos. No hay nada que hacer.

El ex presidente Turbay no fue má s alentador. Sabí a por distintas fuentes que su hija estaba en poder de los Extraditables, pero habí a resuelto no reconocerlo en pú blico mientras no supiera a ciencia cierta qué pretendí an. A un grupo de periodistas que le habí an hecho la pregunta la semana anterior los eludió con una veró nica audaz.

– Mi corazó n me indica ‑ les dijo‑ que Diana y sus colaboradores está n demorados por su labor periodí stica, pero que no se trata de una retenció n.

Era un estado de desilusió n explicable al cabo de tres meses de gestiones esté riles. Villamizar lo entendió así, y en vez de contagiarse del pesimismo de los otros le imprimió un espí ritu nuevo a la gestió n comú n.

Un amigo al que le habí an preguntado por esos dí as có mo era Villamizar, lo habí a definido de una plumada: «Es un gran compañ ero de trago». Villamizar lo habí a aceptado de buen corazó n, como un mé rito envidiable y poco comú n. Sin embargo, el mismo dí a del secuestro de su esposa habí a tomado conciencia de que era tambié n un mé rito peligroso en su situació n, y decidió no volver a tomarse un trago en pú blico mientras sus secuestradas no estuvieran libres. Como buen bebedor social sabí a que el alcohol baja la guardia, suelta la lengua y altera de algú n modo el sentido de la realidad. Es un riesgo para alguien que debe medir por milí metros cada uno de sus actos y sus palabras. De modo que el rigor que se impuso no fue una penitencia sino una medida de seguridad. No volvió a ninguna fiesta, y dijo adió s a sus horas de bohemia y a sus parrandas polí ticas. En las noches de má s altas tensiones emocionales su hijo André s le escuchaba sus desahogos con un vaso de agua mineral mientras é l se consolaba con un trago solitario.

En las reuniones con Rafael Pardo se estudiaron gestiones alternativas pero tropezaban siempre con la polí tica del gobierno, que de todos modos dejaba abierta la amenaza de la extradició n. Ambos sabí an ademá s que é sta era el instrumento de presió n má s fuerte para que los Extraditables se entregaran, y el presidente la utilizaba con tanta convicció n como la utilizaban los Extraditables para no entregarse.

Villamizar no tení a una formació n militar, pero se habí a criado cerca de los cuarteles. El doctor Alberto Villamizar Fló rez, su padre, habí a sido durante añ os el mé dico de la Guardia Presidencial, y estaba muy vinculado a la vida de sus oficiales. Su abuelo, el general Joaquí n Villamizar, habí a sido ministro de la Guerra. Un tí o suyo, el general Jorge Villamizar Fló rez, habí a sido comandante general de las Fuerzas Armadas. Alberto heredó de ellos el doble cará cter de militar y santandereano, al mismo tiempo cordial y mandó n, serio y parrandero, que pone el plomo donde pone el ojo, que dice lo que tiene que decir siempre al derecho y no ha tuteado a nadie en su vida. Sin embargo, prevaleció en é l la imagen del padre y estudió la carrera completa de medicina en la Universidad Javeriana, pero nunca se graduó, arrastrado por los vientos irremediables de la polí tica. No es por militar sino por santandereano puro y simple que siempre lleva consigo un Smith amp; Wesson 38 corto, que nunca quisiera usar. En todo caso, armado o desarmado, sus dos virtudes mayores son la determinació n y la paciencia. Que a simple vista parecen contradictorias, pero la vida le ha demostrado que no lo son. Con semejante patrimonio, a Villamizar le sobraban arrestos para intentar una solució n armada de los secuestros, pero la rechazó mientras no se llegara a un extremo de vida o muerte.



  

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