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Gabriel García Márquez 2 страница



Despué s del escá ndalo inicial del secuestro, que movilizó a la opinió n pú blica nacional e internacional, el nombre de Marina habí a desaparecido de los perió dicos. Maruja y Beatriz la conocí an bien pero no les fue fá cil reconocerla. El hecho de que las hubieran llevado al mismo cuarto significó para ellas desde el primer momento que estaban en la celda de los condenados a muerte. Marina no se inmutó. Maruja le apretó la mano, y la estremeció un escalofrí o. La mano de Marina no era ni frí a ni caliente, ni transmití a nada.

El tema musical del noticiero de televisió n las sacó del estupor. Eran las nueve y media de la noche del 7 de noviembre de 1990. Media hora antes, el periodista Herná n Estupiñ á n del Noticiero Nacional se habí a enterado del secuestro por un amigo de Focine, y acudió al lugar. Aú n no habí a regresado a su oficina con los detalles completos, cuando el director y presentador Javier Ayala abrió la emisió n con la primicia urgente antes de los titulares: La directora general de Focine, doñ a Maruja Pachó n de Villamizar, esposa del conocido polí tico Alberto Villamizar, y la hermana de é ste, Beatriz Villamizar de Guerrero, fueron secuestradas a las siete y media de esta noche. El propó sito parecí a claro: Maruja era hermana de Gloria Pachó n, la viuda de Luis Carlos Galá n, el joven periodista que habí a fundado el Nuevo Liberalismo en 1979 para renovar y modernizar las deterioradas costumbres polí ticas del partido liberal, y era la fuerza má s seria y ené rgica contra el narcotrá fico y a favor de la extradició n de nacionales.

 

 

El primer miembro de la familia que se enteró del secuestro fue el doctor Pedro Guerrero, el marido de Beatriz. Estaba en una Unidad de Sicoterapia y Sexualidad Humana ‑ a unas diez cuadras‑ dictando una conferencia sobre la evolució n de las especies animales desde las funciones primarias de los unicelulares hasta las emociones y afectos de los humanos. Lo interrumpió una llamada telefó nica de un oficial de la policí a que le preguntó con un estilo profesional si conocí a a Beatriz Villamizar. «Claro ‑ contestó el doctor Guerrero‑. Es mi mujer». El oficial hizo un breve silencio, y dijo en un tono má s humano: «Bueno, no se afane». El doctor Guerrero no necesitaba ser un siquiatra laureado para comprender que aquella frase era el preá mbulo de algo muy grave.

– ¿ Pero qué fue lo que pasó? ‑ preguntó.

– Asesinaron a un chofer en la esquina de la carrera Quinta con calle 85 ‑ dijo el oficial‑. Es un Renault 21, gris claro, con placas de Bogotá PS‑ 2034. ¿ Reconoce el nú mero?

– No tengo la menor idea ‑ dijo el doctor Guerrero, impaciente‑. Pero dí game qué le pasó a Beatriz.

– Lo ú nico que podemos decirle por ahora es que está desaparecida ‑ dijo el oficial‑. Encontramos su cartera en el asiento del carro, y una libreta donde dice que lo llamaran a usted en caso de urgencia.

No habí a duda. El mismo doctor Guerrero le habí a aconsejado a su esposa que llevara esa nota en su libreta de apuntes. Aunque ignoraba el nú mero de las placas, la descripció n correspondí a al automó vil de Maruja. La esquina del crimen era a pocos pasos de la casa de ella, donde Beatriz tení a que hacer una escala antes de llegar a la suya. El doctor Guerrero suspendió la conferencia con una explicació n apresurada. Su amigo, el uró logo Alonso Acuñ a, lo condujo en quince minutos al lugar del asalto a travé s del trá nsito embrollado de las siete.

Alberto Villamizar, el marido de Maruja Pachó n y hermano de Beatriz, a só lo doscientos metros del lugar del secuestro, se enteró por una llamada interna de su portero. Habí a vuelto a casa a las cuatro, despué s de pasar la tarde en el perió dico El Tiempo trabajando en la campañ a para la Asamblea Constituyente, cuyos miembros serí an elegidos en diciembre, y se habí a dormido con la ropa puesta por el cansancio de la ví spera. Poco antes de las siete llegó su hijo André s, acompañ ado por Gabriel, el hijo de Beatriz, que es su mejor amigo desde que eran niñ os. André s se asomó al dormitorio en busca de su madre y despertó a Alberto. É ste se sorprendió de la oscuridad, encendió la luz y comprobó adormilado que iban a ser las siete. Maruja no habí a llegado.

Era un retardo extrañ o. Ella y Beatriz volví an siempre má s temprano por muy difí cil que estuviera el trá nsito, o avisaban por telé fono de cualquier retraso imprevisto. Ademá s, Maruja estaba de acuerdo con é l para encontrarse en casa a las cinco. Preocupado, Alberto le pidió a André s que llamara por telé fono a Focine, y el celador le dijo que Maruja y Beatriz habí an salido con un poco de retardo. Llegarí an de un momento a otro. Villamizar habí a ido a la cocina a tomar agua cuando sonó el telé fono. Contestó André s. Por el solo tono de la voz comprendió Alberto que era una llamada alarmante. Así era: algo habí a pasado en la esquina con un automó vil que parecí a ser el de Maruja. El portero tení a versiones confusas.

Alberto le pidió a André s que se quedara en casa por si alguien llamaba, y salió a toda prisa. Gabriel lo siguió. No tuvieron nervios para esperar el ascensor, que estaba ocupado, y bajaron volando por las escaleras. El portero alcanzó a gritarles:

– Parece que hubo un muerto.

La calle parecí a en fiesta. El vecindario estaba asomado a las ventanas de los edificios residenciales, y habí a un escá ndalo de automó viles atascados en la Circunvalar. En la esquina, una radiopatrulla de la policí a trataba de impedir que los curiosos se acercaran al carro abandonado. Villamizar se sorprendió de que el doctor Guerrero hubiera llegado antes que é l.

Era, en efecto, el automó vil de Maruja. Habí a transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y só lo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra hú meda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todaví a con vida. El resto estaba limpio y en orden.

El oficial de la policí a, eficiente y formal, le dio a Villamizar los pormenores aportados por los escasos testigos. Eran fragmentarios e imprecisos, y algunos contradictorios, pero no dejaban duda de que habí a sido un secuestro, y que el ú nico herido habí a sido el chofer. Alberto quiso saber si é ste habí a alcanzado a hacer declaraciones que dieran alguna pista. No habí a sido posible: estaba en estado de coma, y nadie daba razó n de adonde lo habí an llevado.

El doctor Guerrero, en cambio, como anestesiado por el impacto, no parecí a medir la gravedad del drama. Al llegar habí a reconocido la cartera de Beatriz, su estuche de cosmé ticos, la agenda, un tarjetero de cuero con la cé dula de identidad, su billetera con doce mil pesos y la tarjeta de cré dito, y habí a llegado a la conclusió n de que la ú nica secuestrada era su esposa.

– Fí jate que la cartera de Maruja no está aquí ‑ le dijo a su cuñ ado‑ A lo mejor no vení a en el carro.

Tal vez fuera una delicadeza profesional para distraerlo mientras ambos recobraban el aliento. Pero Alberto estaba má s allá. Lo que le interesaba entonces era comprobar que en el automó vil y en los alrededores no habí a má s sangre que la del chofer, para estar seguro de que ninguna de las dos mujeres estaba herida. Lo demá s le parecí a claro, y era lo má s parecido a un sentimiento de culpa por no haber previsto nunca que aquel secuestro podí a suceder. Ahora tení a la convicció n absoluta de que era un acto personal contra é l, y sabí a quié n lo habí a hecho y por qué.

Acababa de irse cuando interrumpieron los programas de radio con la noticia de que el chofer de Maruja habí a muerto en el carro particular que lo llevaba a la Clí nica del Country. Poco despué s llegó el periodista Guillermo Franco, redactor judicial de Radio Caracol, alertado por la noticia escueta de un tiroteo, pero só lo encontró el carro abandonado. Recogió en el asiento del chofer unos fragmentos de vidrios y un papel de cigarrillo manchado de sangre, y los guardó en una cajita transparente, numerada y fechada.

La cajita pasó esa misma noche a formar parte de la rica colecció n de reliquias de la cró nica judicial que Franco ha formado en los largos añ os de su oficio.

El oficial de la policí a acompañ ó a Villamizar de regreso a casa mientras le hací a un interrogatorio informal que pudiera servirle para la investigació n, pero é l le respondí a sin pensar en nada má s que en los largos y duros dí as que le esperaban. Lo primero fue poner a André s al comente de su determinació n. Le pidió que atendiera a la gente que empezaba a llegar a la casa, mientras é l hací a las llamadas telefó nicas urgentes y poní a en orden sus ideas. Se encerró en el dormitorio y llamó al palacio presidencial.

Tení a muy buenas relaciones polí ticas y personales con el presidente Cé sar Gavina, y é ste lo conocí a como un hombre impulsivo pero cordial, capaz de mantener la sangre frí a en las circunstancias má s graves. Por eso le impresionó el estado de conmoció n y la sequedad con que le comunicó que su esposa y su hermana habí an sido secuestradas, y concluyó sin formalismos:

– Usted me responde por sus vidas.

Cé sar Gavina puede ser el hombre má s á spero cuando cree que debe serlo, y entonces lo fue.

– Ó igame una cosa, Alberto ‑ le dijo en seco‑. Todo lo que haya que hacer se va a hacer.

Enseguida, con la misma frialdad, le anunció que instruirí a de inmediato a su consejero de Seguridad, Rafael Pardo Rueda, para que se ocupara del asunto y lo mantuviera informado de la situació n al instante. El curso de los hechos iba a demostrar que fue una decisió n certera.

Los periodistas llegaron en masa. Villamizar conocí a antecedentes de secuestrados a quienes se les permití a escuchar radio y televisió n, e improvisó un mensaje en el que exigió respeto para Maruja y Beatriz por ser dos mujeres dignas que no tení an nada que ver con la guerra, y anunció que desde aquel instante dedicarí a todo su tiempo y sus energí as a rescatarlas.

Uno de los primeros que acudieron a la casa fue el general Miguel Maza Má rquez, director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), a quien correspondí a de oficio la investigació n del secuestro. El general ocupaba el cargo desde el gobierno de Belisario Betancur, siete añ os antes; habí a continuado con el presidente Virgilio Barco y acababa de ser confirmado por Cé sar Gaviria. Una supervivencia sin precedentes en un cargo en el que es casi imposible quedar bien, y menos en los tiempos má s difí ciles de la guerra contra el narcotrá fico. Mediano y duro, como fundido en acero, con el cuello de toro de su raza guerrera, el general es un hombre de silencios largos y taciturnos, y capaz al mismo tiempo de desahogos í ntimos en cí rculos de amigos: un guajiro puro. Pero en su oficio no tení a matices. Para é l la guerra contra el narcotrá fico era un asunto personal y a muerte con Pablo Escobar. Y estaba bien correspondido. Escobar se gastó dos mil seiscientos kilos de dinamita en dos atentados sucesivos contra é l: la má s alta distinció n que Escobar le rindió jamá s a un enemigo. Maza Má rquez salió ileso de ambos, y se lo atribuyó a la protecció n del Divino Niñ o. El mismo santo, por cierto, al que Escobar atribuí a el milagro de que Maza Má rquez no hubiera logrado matarlo.

El presidente Gaviria tení a como una polí tica propia que los cuerpos armados no intentaran ningú n rescate sin un acuerdo previo con la familia del secuestrado. Pero en la chismografí a polí tica se hablaba mucho de las discrepancias de procedimientos entre el presidente y el general Maza. Villamizar se curó en salud.

– Quiero advertirle que soy opuesto a que se intente un rescate por la fuerza ‑ le dijo al general Maza‑. Quiero estar seguro de que no se hará, y de que cualquier determinació n en ese sentido la consultan conmigo.

Maza Má rquez estuvo de acuerdo. Al té rmino de una larga conversació n informativa, impartió la orden de intervenir el telé fono de Villamizar, por si los secuestradores intentaban comunicarse con é l durante la noche.

En la primera conversació n con Rafael Pardo, aquella misma noche, é ste le informó a Villamizar que el presidente lo habí a designado mediador entre el gobierno y la familia, y era el ú nico autorizado para hacer declaraciones oficiales sobre el caso. Para ambos estaba claro que el secuestro de Maruja era una carambola del narcotrá fico para presionar al gobierno a travé s de la hermana, Gloria Pachó n, y decidieron actuar en consecuencia sin má s suposiciones.

Colombia no habí a sido consciente de su importancia en el trá fico mundial de drogas mientras los narcos no irrumpieron en la alta polí tica del paí s por la puerta de atrá s, primero con su creciente poder de corrupció n y soborno, y despué s con aspiraciones propias. Pablo Escobar habí a tratado de acomodarse en el movimiento de Luis Carlos Galá n, en 1982, pero é ste lo borró de sus listas y lo desenmascaró en Medellí n ante una manifestació n de cinco mil personas. Poco despué s llegó como suplente a la Cá mara de Representantes por un ala marginal del liberalismo oficialista, pero no olvidó la afrenta, y desató una guerra a muerte contra el Estado, y en especial contra el Nuevo Liberalismo. Rodrigo Lara Bonilla, su representante como ministro de Justicia en el gobierno de Belisario Betancur, fue asesinado por un sicario motorizado en las calles de Bogotá. Su sucesor, Enrique Parejo, fue perseguido hasta Budapest por un asesino a sueldo que le disparó un tiro de pistola en la cara y no logró matarlo. El 18 de agosto de 1989, Luis Carlos Galá n fue ametrallado en la plaza pú blica del municipio de Soacha a diez kiló metros del palacio presidencial y entre dieciocho guardaespaldas bien armados.

El motivo principal de esa guerra era el terror de los narcotraficantes ante la posibilidad de ser extraditados a los Estados Unidos, donde podí an juzgarlos por delitos cometidos allí, y someterlos a condenas descomunales. Entre ellas, una de peso pesado: a Carlos Lehder, un traficante colombiano extraditado en 1987 lo habí a condenado un tribunal de los Estados Unidos a cadena perpetua má s ciento treinta añ os. Esto era posible por un tratado suscrito bajo el gobierno del presidente Julio Cé sar Turbay, en el cual se acordó por primera vez la extradició n de nacionales. El presidente Belisario Betancur lo aplicó por primera vez cuando el asesinato de Lara Bonilla con una serie de extradiciones sumarias. Los narcos ‑ aterrorizados por el largo brazo de los Estados Unidos en el mundo entero‑ se dieron cuenta de que no tení an otro lugar má s seguro que Colombia y terminaron por ser pró fugos clandestinos dentro de su propio paí s. La gran ironí a era que no les quedaba má s alternativa que ponerse bajo la protecció n del Estado para salvar el pellejo. De modo que trataron de conseguirla ‑ por la razó n y por la fuerza‑ con un terrorismo indiscriminado e inclemente, y al mismo tiempo con la propuesta de entregarse a la justicia y repatriar e invertir sus capitales en Colombia con la sola condició n de no ser extraditados. Fue un verdadero contrapoder en las sombras con una marca empresarial ‑ los Extraditables‑ y una divisa tí pica de Escobar: «Preferimos una tumba en Colombia a una celda en los Estados Unidos». Betancur mantuvo la guerra. Su sucesor, Virgilio Barco, la recrudeció. É sa era la situació n en 1989 cuando Cé sar Gaviria surgió como candidato presidencial despué s del asesinato de Luis Carlos Galá n, de quien fue jefe de campañ a. En la suya defendió la extradició n como un instrumento indispensable para el fortalecimiento de la justicia, y anunció una estrategia novedosa contra el narcotrá fico. Era una idea sencilla: quienes se entregaran a los jueces y confesaran algunos o todos sus delitos podí an obtener como beneficio principal la no extradició n. Sin embargo, tal como fue formulada en el decreto original, no era suficiente para los Extraditables. Escobar exigió a travé s de sus abogados que la no extradició n fuera incondicional, que los requisitos de la confesió n y la delació n no fueran obligatorios, que la cá rcel fuera invulnerable y se les dieran garantí as de protecció n a sus familias y a sus secuaces. Para lograrlo ‑ con el terrorismo en una mano y la negociació n en la otra‑ emprendió una escalada de secuestros de periodistas para torcerle el brazo al gobierno. En dos meses habí an secuestrado a ocho. De modo que el secuestro de Maruja y Beatriz parecí a explicarse como otra vuelta de tuerca de aquella escalada fatí dica. Villamizar lo sintió así desde que vio el automó vil acribillado. Má s tarde, en medio del gentí o que invadió la casa, lo asaltó la convicció n absoluta de que las vidas de su esposa y su hermana dependí an de lo que é l fuera capaz de hacer para salvarlas. Pues esta vez, como nunca antes, la guerra estaba planteada como un duelo personal que era imposible eludir. Villamizar, de hecho, era ya un sobreviviente. Como representante a la Cá mara habí a logrado que se aprobara el Estatuto Nacional de Estupefacientes en 1985, cuando no existí a legislació n ordinaria contra el narcotrá fico sino decretos dispersos de estado de sitio. Má s tarde, Luis Carlos Galá n lo instruyó para que impidiera la aprobació n de un proyecto de ley que parlamentarios amigos de Escobar presentaron en la Cá mara con el propó sito de quitar el apoyo legislativo al tratado de extradició n vigente. Fue su sentencia de muerte. El 22 de octubre de 1986 dos sicarios en sudadera que fingí an hacer gimnasia frente a su casa le dispararon dos rá fagas de metralla cuando entraba en su automó vil. Escapó de milagro. Uno de los atacantes fue muerto por la policí a, y sus có mplices detenidos, y pocos añ os despué s salieron libres. Nadie pagó el atentado, pero tampoco nadie puso en duda quié n lo habí a ordenado.

Convencido por el propio Galá n de que se alejara de Colombia por un tiempo, Villamizar fue nombrado embajador en Indonesia. Un añ o despué s de estar allí, los servicios de seguridad de los Estados Unidos en Singapur capturaron a un sicario colombiano que iba rumbo a Yakarta. No quedó claro si habí a sido enviado para matar a Villamizar, pero se estableció que figuraba como muerto en los Estados Unidos por un certificado de defunció n que resultó ser falso.

La noche del secuestro de Maruja y Beatriz la casa de Villamizar estaba a reventar. Llegaba gente de la polí tica y del gobierno, y las familias de ambas secuestradas. Azeneth Velá zquez, marchante de arte y gran amiga de los Villamizar, que viví a en el piso de arriba, habí a asumido el cargo de anfitriona, y só lo faltaba la mú sica para que fuera igual a cualquier noche de viernes. Es inevitable: en Colombia, toda reunió n de má s de seis, de cualquier clase y a cualquier hora, está condenada a convertirse en baile. A esa hora toda la familia dispersa por el mundo estaba ya informada. Alexandra, la hija de Maruja en su primer matrimonio, acababa de cenar en un restaurante de Maicao ‑ en la remota pení nsula de la Guajira cuando Javier Ayala dio la noticia. Era la directora de Enfoque, un popular programa de los mié rcoles en televisió n, y habí a llegado el dí a anterior a la Guajira para hacer una serie de entrevistas. Corrió al hotel para comunicarse con la familia, pero los telé fonos de la casa estaban ocupados. El mié rcoles anterior, por una coincidencia afortunada, habí a entrevistado a un siquiatra especialista en casos clí nicos provocados por cá rceles de alta seguridad. Desde que oyó la noticia en Maicao se dio cuenta de que la misma terapia podí a ser ú til para los secuestrados y regresó a Bogotá para ponerla en prá ctica desde el programa siguiente.

Gloria Pachó n ‑ la hermana de Maruja, que era entonces embajadora de Colombia ante la UNESCO‑ fue despertada a las dos de la mañ ana por una frase de Villamizar: «Le tengo una noticia perra». Juana, hija de Maruja, que estaba de vacaciones en Parí s, lo supo un momento despué s en el dormitorio contiguo. Nicolá s, mú sico y compositor de veintisiete añ os, fue despertado en Nueva York.

A las dos de la madrugada el doctor Guerrero fue con su hijo Gabriel a conversar con el parlamentario Diego Montañ a Cué llar, presidente de la Unió n Patrió tica ‑ un movimiento filial del Partido Comunista‑ y miembro del grupo de los Notables, constituido en diciembre de 1989 para mediar entre el gobierno y los secuestradores de Á lvaro Diego Montoya. Lo encontraron no só lo desvelado sino deprimido. Habí a escuchado la noticia del secuestro en los noticieros de la noche, y le pareció un sí ntoma desmoralizador. Lo ú nico que Guerrero querí a pedirle era que le sirviera de mediador para que Pablo Escobar lo aceptara a é l como secuestrado a cambio de Beatriz. Montañ a Cué llar le dio una respuesta tí pica de su modo de ser.

– No seas pendejo, Pedro ‑ le dijo‑, en este paí s ya no hay nada que hacer. El doctor Guerrero volvió a su casa al amanecer, pero ni siquiera intentó dormir. La ansiedad lo mantení a en vilo. Poco antes de las siete lo llamó el director del noticiero Caracol en persona, Yamit Amat, y é l contestó en su peor estado de á nimo con un desafí o temerario a los secuestradores.

Sin dormir un minuto, Villamizar se duchó y se vistió a las seis y media de la mañ ana, y fue a una cita con el ministro de justicia, Jaime Giraldo Á ngel, que lo puso al dí a sobre la guerra contra el terrorismo de los traficantes. Villamizar salió de esa entrevista convencido de que su lucha serí a difí cil y larga, pero agradeció las dos horas de actualizació n en el tema, pues se habí a desentendido por completo del narcotrá fico desde hací a tiempo. No desayunó ni almorzó. Ya en la tarde, despué s de varias diligencias frustradas, tambié n é l visitó a Diego Montañ a Cué llar, quien lo sorprendió una vez má s con su franqueza. «No te olvides que esto va para largo ‑ le dijo‑. Por lo menos para junio del añ o entrante, despué s de la Asamblea Constituyente, porque Maruja y Beatriz será n el escudo de Escobar para que no lo extraditen». Muchos amigos estaban molestos con Montañ a Cué llar porque no disimulaba su pesimismo en la prensa, a pesar de ser miembro de los Notables.

– De todos modos voy a renunciar a esta j)da ‑ le dijo a Villamizar con su lengua florida‑. Estamos aquí de puro pendejos.

Villamizar se sentí a agotado y solitario cuando volvió a casa, al cabo de una jornada sin porvenir. Los dos tragos de whisky seco que se tomó de golpe lo dejaron postrado. Su hijo André s, que serí a desde entonces su compañ ero ú nico, logró que desayunara a las seis de la tarde. En é sas estaba cuando el presidente lo llamó por telé fono.

– Ahora sí, Alberto ‑ le dijo de su mejor talante‑. Vé ngase para acá y conversamos.

El presidente Gaviria lo recibió a las siete de la noche en la biblioteca de la casa privada del palacio presidencial, donde viví a desde hací a tres meses con Ana Milena Muñ oz, su esposa, y sus dos hijos, Simó n de once añ os y Marí a Paz de ocho. Era un refugio pequeñ o pero acogedor junto a un invernadero de flores intensas, con estantes de madera atiborrados de publicaciones oficiales y fotos de familia, y un equipo compacto de sonido con los discos favoritos: los Beatles, Jethro Tull, Juan Luis Guerra, Beethoven, Bach. Despué s de las agotadoras jornadas oficiales, era allí donde el presidente terminaba las audiencias informales o se relajaba con los amigos del atardecer con un vaso de whisky. Gaviria esperó a Villamizar con un saludo afectuoso y le habló en un tono solidario y comprensivo, pero con su franqueza un poco rispida. Sin embargo, Villamizar estaba entonces má s tranquilo una vez superado el impacto inicial, y ya con bastante informació n para saber que era muy poco lo que el presidente podí a hacer por é l. Ambos estaban seguros de que el secuestro de Maruja y Beatriz tení a mó viles polí ticos, y no necesitaban ser adivinos para saber que el autor era Pablo Escobar. Pero lo esencial no era saberlo ‑ dijo Gaviria‑ sino conseguir que Escobar lo reconociera, como primer paso importante para la seguridad de las secuestradas.

Villamizar tení a claro desde el primer momento que el presidente no se saldrí a de la Constitució n ni de la ley para ayudarlo, ni suspenderí a los operativos militares en busca de los secuestradores, pero tampoco intentarí a operaciones de rescate sin la autorizació n de las familias.

«Eso ‑ dijo el presidente‑ es nuestra polí tica».

No habí a má s que decir. Cuando Villamizar salió del palacio presidencial habí an transcurrido veinticuatro horas desde el secuestro y estaba ciego frente a su destino, pero sabí a que contaba con la solidaridad del gobierno para emprender gestiones privadas en favor de sus secuestradas, y tení a a Rafael Pardo a su disposició n. Pero lo que le merecí a mayor credibilidad era el realismo crudo de Diego Montañ a Cué llar.

El primer secuestro de aquella racha sin precedentes ‑ el 30 de agosto pasado y apenas tres semanas despué s de la toma de posesió n del presidente Cé sar Gaviria habí a sido el de Diana Turbay, directora del noticiero de televisió n Criptó n y de la revista Hoy x Hoy, de Bogotá, e hija del ex presidente de la repú blica y jefe má ximo del partido liberal Julio Cé sar Turbay. Junto con ella fueron secuestrados cuatro miembros de su equipo: la editora del noticiero, Azucena Lié vano; el redactor Juan Vitta, los camaró grafos Richard Becerra y Orlando Acevedo, y el periodista alemá n radicado en Colombia, Hero Buss. Seis en total. El truco de que se valieron los secuestradores fue una supuesta entrevista con el cura Manuel Pé rez, comandante supremo del Ejé rcito de Liberació n Nacional (ELN). Ninguno de los pocos que conocieron la invitació n habí a estado de acuerdo en que Diana la aceptara. Entre ellos, el ministro de la Defensa, general Ó scar Botero, y Rafael Pardo, a quien el presidente de la repú blica le habí a hecho ver los riesgos de la expedició n para que se los transmitiera a la familia Turbay. Sin embargo, pensar que Diana desistirí a de ese viaje era no conocerla. En realidad, la entrevista de prensa con el cura Manuel Pé rez no debí a interesarle tanto como la posibilidad de un diá logo de paz. Añ os antes habí a emprendido en absoluto secreto una expedició n a lomo de muí a para hablar con los grupos armados de autodefensa en sus propios territorios, en una tentativa solitaria de entender ese movimiento desde su punto de vista polí tico y periodí stico. La noticia no tuvo relevancia en su tiempo ni se hicieron pú blicos sus resultados. Má s tarde, a pesar de su vieja guerra con el M‑ 19, se hizo amiga del comandante Carlos Pizarro, a quien visitó en su campamento para buscar soluciones de paz. Es claro que quien planeó el engañ o de su secuestro tení a que conocer esos antecedentes. De modo que en aquel momento, por cualquier motivo, ante cualquier obstá culo, nada de este mundo hubiera podido impedir que Diana fuera a hablar con el cura Pé rez, que tení a otra de las llaves de la paz. Por diversos inconvenientes de ú ltima hora la cita se habí a aplazado un añ o antes, pero el 30 de agosto a las cinco de la tarde, y sin avisarlo a nadie, Diana y su equipo emprendieron la ruta en una camioneta destartalada, con dos hombres jó venes y una muchacha que se hicieron pasar por enviados de la direcció n del ELN. El viaje mismo desde Bogotá fue una parodia fiel de có mo habrí a sido si en realidad lo hubieran hecho las guerrillas. Los acompañ antes debí an ser miembros de un movimiento armado, o lo habí an sido, o habí an aprendido muy bien la lecció n, porque no cometieron una falla que delatara un engañ o ni en las conversaciones ni en el comportamiento.



  

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