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Gabriel García Márquez 1 страница



Gabriel Garcí a Má rquez

Noticia de un Secuestro

 

Gabriel Garcí a Má rquez

Noticia de un Secuestro

 

GRATITUDES

 

Maruja Pachó n y su esposo, Alberto Villamizar, me propusieron en octubre de 1993 que escribiera un libro con las experiencias de ella durante su secuestro de seis meses, y las arduas diligencias en que é l se empeñ ó hasta que logró liberarla. Tení a el primer borrador ya avanzado cuando caí mos en la cuenta de que era imposible desvincular aquel secuestro de los otros nueve que ocurrieron al mismo tiempo en el paí s. En realidad, no eran diez secuestros distintos ‑ como nos pareció a primera vista‑ sino un solo secuestro colectivo de diez personas muy bien escogidas, y ejecutado por una misma empresa con una misma y ú nica finalidad.

Esta comprobació n tardí a nos obligó a empezar otra vez con una estructura y un aliento diferentes para que todos los protagonistas tuvieran su identidad bien definida y su á mbito propio. Fue una solució n té cnica para una narració n laberí ntica que en el primer formato hubiera sido fragorosa e interminable. De este modo, sin embargo, el trabajo previsto para un añ o se prolongó por casi tres, siempre con la colaboració n cuidadosa y oportuna de Maruja y Alberto, cuyos relatos personales son el eje central y el hilo conductor de este libro.

Entrevisté a cuantos protagonistas me fue posible, y en todos encontré la misma disposició n generosa de perturbar la paz de su memoria y reabrir para mí las heridas que quizá s querí an olvidar. Su dolor, su paciencia y su rabia me dieron el coraje para persistir en esta tarea otoñ al, la má s difí cil y triste de mi vida. Mi ú nica frustració n es saber que ninguno de ellos encontrará en el papel nada má s que un reflejo mustio del horror que padecieron en la vida real. Sobre todo las familias de las dos rehenes muertas ‑ Marina Montoya y Diana Turbay‑, y en especial la madre de é sta, doñ a Nydia Quintero de Balcá zar, cuyas entrevistas fueron para mí una experiencia humana desgarradora e inolvidable.

Esta sensació n de insuficiencia la comparto con dos personas que sufrieron conmigo la carpinterí a confidencial del libro: la periodista Luzá ngela Arteaga, que rastreó y capturó numerosos datos imposibles con una tenacidad y una discreció n absoluta de cazadora furtiva, y Margarita Má rquez Caballero, mi prima hermana y secretaria privada, que manejó la trascripció n, el orden, la verificació n y el secreto del intrincado material de base en el que varias veces nos sentimos a punto de naufragar.

Para todos los protagonistas y colaboradores va mi gratitud eterna por haber hecho posible que no quedara en el olvido este drama bestial, que por desgracia es só lo un episodio del holocausto bí blico en que Colombia se consume desde hace má s de veinte añ os. A todos ellos lo dedico, y con ellos a todos los colombianos ‑ inocentes y culpables‑ con la esperanza de que nunca má s nos suceda este libro.

 

G. G. M.

 

Cartagena de Indias, mayo de 1996

 

 

Antes de entrar en el automó vil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Habí a oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los á rboles sin hojas tení an un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no habí a a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrá s del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le pareció el puesto má s có modo. Beatriz subió por la otra puerta y se sentó a su derecha. Tení an casi una hora de retraso en la rutina diaria, y ambas se veí an cansadas despué s de una tarde soporí fera con tres reuniones ejecutivas. Sobre todo Maruja, que la noche anterior habí a tenido fiesta en su casa y no pudo dormir má s de tres horas. Estiró las piernas entumecidas, cerró los ojos con la cabeza apoyada en el espaldar, y dio la orden de rutina:

– A la casa, por favor.

Regresaban como todos los dí as, a veces por una ruta, a veces por otra, tanto por razones de seguridad como por los nudos del trá nsito. El Renault 21 era nuevo y confortable, y el chofer lo conducí a con un rigor cauteloso. La mejor alternativa de aquella noche fue la avenida Circunvalar hacia el norte. Encontraron los tres semá foros en verde y el trá fico del anochecer estaba menos embrollado que de costumbre. Aun en los dí as peores hací an media hora desde las oficinas hasta la casa de Maruja, en la transversal Tercera N° 84A‑ 42 y el chofer llevaba despué s a Beatriz a la suya, distante unas siete cuadras.

Maruja pertenecí a a una familia de intelectuales notables con varias generaciones de periodistas. Ella misma lo era, y varias veces premiada. Desde hací a dos meses era directora de Focine, la compañ í a estatal de fomento cinematográ fico. Beatriz, cuñ ada suya y su asistente personal, era una fisioterapeuta de larga experiencia que habí a hecho una pausa para cambiar de tema por un tiempo. Su responsabilidad mayor en Focine era ocuparse de todo lo que tení a que ver con la prensa. Ninguna de las dos tení a nada que temer, pero Maruja habí a adquirido la costumbre casi inconsciente de mirar hacia atrá s por encima del hombro, desde el agosto anterior, cuando el narcotrá fico empezó a secuestrar periodistas en una racha imprevisible.

Fue un temor certero. Aunque el Parque Nacional le habí a parecido desierto cuando miró por encima del hombro antes de entrar en el automó vil, ocho hombres la acechaban. Uno estaba al volante de un Mercedes 190 azul oscuro, con placas falsas de Bogotá, estacionado en la acera de enfrente. Otro estaba al volante de un taxi amarillo, robado. Cuatro, con pantalones vaqueros, zapatos de tenis y chamarras de cuero, se paseaban por las sombras del parque. El sé ptimo era alto y apuesto, con un vestido primaveral y un maletí n de negocios que completaba su aspecto de ejecutivo joven. Desde un cafetí n de la esquina, a media cuadra de allí, el responsable de la operació n vigiló aquel primer episodio real, cuyos ensayos, meticulosos e intensos, habí an empezado veintiú n dí as antes.

El taxi y el Mercedes siguieron al automó vil de Maruja, siempre a la distancia mí nima, tal como lo habí an hecho desde el lunes anterior para establecer las rutas usuales. Al cabo de unos veinte minutos todos giraron a la derecha en la calle 82, a menos de doscientos metros del edificio de ladrillos sin cubrir donde viví a Maruja con su esposo y uno de sus hijos. Habí a empezado apenas a subir la cuesta empinada de la calle, cuando el taxi amarillo lo rebasó, lo cerró contra la acera izquierda, y el chofer tuvo que frenar en seco para no chocar. Casi al mismo tiempo, el Mercedes estacionó detrá s y lo dejó sin posibilidades de reversa.

Tres hombres bajaron del taxi y se dirigieron con paso resuelto al automó vil de Maruja. El alto y bien vestido llevaba un arma extrañ a que a Maruja le pareció una escopeta de culata recortada con un cañ ó n tan largo y grueso como un catalejo. En realidad, era una Miniuzis de 9 milí metros con un silenciador capaz de disparar tiro por tiro o rá fagas de treinta balas en dos segundos. Los otros dos asaltantes estaban tambié n armados con metralletas y pistolas. Lo que Maruja y Beatriz no pudieron ver fue que del Mercedes estacionado detrá s descendieron otros tres hombres.

Actuaron con tanto acuerdo y rapidez, que Maruja y Beatriz no alcanzaron a recordar sino retazos dispersos de los dos minutos escasos que duró el asalto. Cinco hombres rodearon el automó vil y se ocuparon de los tres al mismo tiempo con un rigor profesional. El sexto permaneció, vigilando la calle con la metralleta en ristre. Maruja reconoció su presagio.

– Arranque, Á ngel ‑ le gritó al chofer‑. Sú base por los andenes, como sea, pero arranque.

Á ngel estaba petrificado, aunque de todos modos con el taxi delante y el Mercedes detrá s carecí a de espacio para salir. Temiendo que los hombres empezarí an a disparar, Maruja se abrazó a su cartera como a un salvavidas, se escondió tras el asiento del chofer, y le gritó a Beatriz:

– Bó tese al suelo.

– Ni de vainas ‑ murmuró Beatriz‑. En el suelo nos matan.

Estaba tré mula pero firme. Convencida de que no era má s que un atraco, se quitó con dificultad los dos anillos de la mano derecha y los tiró por la ventanilla, pensando: «Que se frieguen». Pero no tuvo tiempo de quitarse los dos de la mano izquierda. Maruja, hecha un ovillo detrá s del asiento, no se acordó siquiera de que llevaba puesto un anillo de diamantes y esmeraldas que hací a juego con los aretes.

Dos hombres abrieron la puerta de Maruja y otros dos la de Beatriz. El quinto disparó a la cabeza del chofer a travé s del cristal con un balazo que sonó apenas como un suspiro por el silenciador. Despué s abrió la puerta, lo sacó de un tiró n, y le disparó en el suelo tres tiros má s. Fue un destino cambiado: Á ngel Marí a Roa era chofer de Maruja desde hací a só lo tres dí as, y estaba estrenando su nueva dignidad con el vestido oscuro, la camisa almidonada y la corbata negra de los chó feres ministeriales. Su antecesor, retirado por voluntad propia la semana anterior, habí a sido el chofer titular de Focine durante diez añ os. Maruja no se enteró del atentado contra el chofer hasta mucho má s tarde. Só lo percibió desde su escondite el ruido instantá neo de los cristales rotos, y enseguida un grito perentorio casi encima de ella: «Por usted venimos señ ora. ¡ Salga! ». Una zarpa de hierro la agarró por el brazo y la sacó a rastras del automó vil. Ella resistió hasta donde pudo, se cayó, se hizo un raspó n en una pierna, pero los dos hombres la alzaron en vilo y la llevaron hasta el automó vil estacionado detrá s del suyo. Ninguno se dio cuenta de que Maruja estaba aferrada a su cartera.

Beatriz, que tiene las uñ as largas y duras y un buen entrenamiento militar, se le enfrentó al muchacho que trató de sacarla del automó vil. «¡ A mí no me toque! », le gritó. É l se crispó, y Beatriz se dio cuenta de que estaba tan nervioso como ella, y podí a ser capaz de todo. Cambió de tono.

– Yo me bajo sola ‑ le dijo‑. Dí game qué hago.

El muchacho le indicó el taxi.

– Mó ntese en ese carro y tí rese en el suelo ‑ le dijo‑. ¡ Rá pido!

Las puertas estaban abiertas, el motor en marcha y el chofer inmó vil en su lugar. Beatriz se tendió como pudo en la parte posterior. El secuestrador la cubrió con su chamarra y se acomodó en el asiento con los pies apoyados encima de ella. Otros dos hombres subieron: uno junto al chofer y otro detrá s. El chofer esperó hasta el golpe simultá neo de las dos puertas, y arrancó a saltos hacia el norte por la avenida Circunvalar. Só lo entonces cayó Beatriz en la cuenta de que habí a olvidado la cartera en el asiento de su automó vil, pero era demasiado tarde. Má s que el miedo y la incomodidad, lo que no podí a soportar era el tufo amoniacal de la chamarra.

El Mercedes en que subieron a Maruja habí a arrancado un minuto antes, y por una ví a distinta. La habí an sentado en el centro del asiento posterior con un hombre a cada lado. El de la izquierda la forzó a apoyar la cabeza sobre las rodillas en una posició n tan incó moda que casi no podí a respirar. Al lado del chofer habí a un hombre que se comunicaba con el otro automó vil a travé s de un radiotelé fono primitivo. El desconcierto de Maruja era mayor porque no sabí a en qué automó vil la llevaban ‑ pues nunca supo que se habí a estacionado detrá s del suyo‑ pero sentí a que era nuevo y có modo, y tal vez blindado, porque los ruidos de la avenida llegaban en sordina como un murmullo de lluvia. No podí a respirar, el corazó n se le salí a por la boca y empezaba a sentir que se ahogaba. El hombre junto al chofer, que actuaba como jefe, se dio cuenta de su ansiedad y trató de calmarla.

– Esté tranquila ‑ le dijo, por encima del hombro‑. A usted la estamos llevando para que entregue un comunicado. En unas horas vuelve a su casa. Pero si se mueve le va mal, así que esté se tranquila.

Tambié n el que la llevaba en las rodillas trataba de calmarla. Maruja aspiró fuerte y espiró por la boca, muy despacio, y empezó a recuperarse. La situació n cambió a las pocas cuadras, porque el automó vil encontró un nudo del trá nsito en una pendiente forzada. El hombre del radiotelé fono empezó a gritar ó rdenes imposibles que el chofer del otro carro no lograba cumplir. Habí a varias ambulancias atascadas en alguna parte de la autopista, y el alboroto de sus sirenas y los pitazos ensordecedores eran para enloquecer a quien no tuviera los nervios en su lugar. Y los secuestradores, al menos en aquel momento, no los tení an. El chofer estaba tan nervioso tratando de abrirse paso que tropezó con un taxi. No fue má s que un golpe, pero el taxista gritó algo que aumentó el nerviosismo de todos. El hombre del radiotelé fono dio la orden de avanzar como fuera, y el automó vil escapó por sobre andenes y terrenos baldí os.

Ya libre del atasco siguió subiendo. Maruja tuvo la impresió n de que iban hacia La Calera, una cuesta del cerro muy concurrida a esa hora. Maruja recordó de pronto que tení a en el bolsillo de la chaqueta unas semillas de cardamomo, que son un tranquilizante natural, y les pidió a sus secuestradores que le permitieran masticarlas. El hombre de su derecha la ayudó a buscarlas en el bolsillo, y se dio cuenta de que Maruja llevaba la cartera abrazada. Se la quitaron, pero le dieron el cardamomo. Maruja trató de ver bien a los secuestradores, pero la luz era muy escasa. Se atrevió a preguntarles: «¿ Quié nes son ustedes? ». El del radiotelé fono le contestó con la voz reposada:

– Somos del M‑ 19.

Una tonterí a, porque el M‑ 19 estaba ya en la legalidad y haciendo campañ a para formar parte de la Asamblea Constituyente.

– En serio ‑ dijo Maruja‑. ¿ Son del narcotrá fico o de la guerrilla?

– De la guerrilla ‑ dijo el hombre de adelante‑. Pero esté tranquila, só lo la queremos para que lleve un mensaje. En serio.

Se interrumpió para dar la orden de que tiraran a Maruja en el suelo, porque iban a pasar por un reté n de la policí a. «Ahora no se mueva ni diga nada, o la matamos», dijo. Ella sintió el cañ ó n de un revó lver en el costado y el que iba a su lado terminó la frase.

– La estamos apuntando.

Fueron unos diez minutos eternos. Maruja concentró sus fuerzas, masticando las pepitas de cardamomo que la reanimaban cada vez má s, pero la mala posició n no le permití a ver ni oí r lo que hablaron con el reté n, si es que algo hablaron. La impresió n de Maruja fue que pasaron sin preguntas. La sospecha inicial de que iban hacia La Calera se volvió una certidumbre, y eso le causó un cierto alivio. No trató de incorporarse, porque se sentí a má s có moda que con la cabeza apoyada en las rodillas del hombre. El carro recorrió un camino de arcilla, y unos cinco minutos despué s se detuvo. El hombre del radiotelé fono dijo:

– Ya llegamos.

No se veí a ninguna luz. A Maruja le cubrieron la cabeza con una chaqueta y la hicieron salir agachada, de modo que lo ú nico que veí a eran sus propios pies avanzando, primero a travé s de un patio, y luego tal vez por una cocina con baldosines. Cuando la descubrieron se dio cuenta de que estaban en un cuartito como de dos metros por tres, con un colchó n en d suelo y un bombillo rojo en el cielo raso. Un instante despué s entraron dos hombres enmascarados con una especie de pasamontañ as que era en realidad una pierna de sudadera para correr, con los tres agujeros de los ojos y la boca. A partir de entonces, durante todo el tiempo del cautiverio, no volvió a ver una cara de nadie.

Se dio cuenta de que los dos que se ocupaban de ella no eran los mismos que la habí an secuestrado. Sus ropas estaban usadas y sucias, eran má s bajos que Maruja, que mide un metro con sesenta y siete, y con cuerpos y voces jó venes. Uno de ellos le ordenó a Maruja entregarle las joyas que llevaba puestas. «Es por razones de seguridad ‑ le dijo‑. Aquí no les va a pasar nada». Maruja le entregó el anillo de esmeraldas y diamantes minú sculos, pero no los aretes.

Beatriz, en el otro automó vil, no pudo sacar ninguna conclusió n de la ruta. Siempre estuvo tendida en el suelo y no recordaba haber subido una cuesta tan empinada como la de La Calera, ni pasaron por ningú n reté n, aunque era posible que el taxi tuviera algú n privilegio para no ser demorado. El ambiente en la ruta fue de un gran nerviosismo por el embrollo del trá nsito. El chofer gritaba a travé s del radiotelé fono que no podí a pasar por encima de los carros, preguntaba qué hací a, y eso poní a má s nerviosos a los del automó vil delantero, que le daban indicaciones distintas y contradictorias.

Beatriz habí a quedado muy incó moda, con la pierna doblada y aturdida por el tufo de la chaqueta. Trataba de acomodarse. Su guardiá n pensaba que estaba rebelá ndose y procuró calmarla: «Tranquila, mi amor, no te va a pasar nada ‑ le decí a‑. Só lo vas a llevar una razó n». Cuando por fin entendió que ella tení a la pierna mal puesta, la ayudó a estirarla y fue menos brusco. Má s que nada, Beatriz no podí a soportar que é l le dijera «mi amor», y esa licencia la ofendí a casi má s que el tufo de la chaqueta. Pero cuanto má s trataba é l de tranquilizarla má s se convencí a ella de que iban a matarla. Calculó que el viaje no duró má s de cuarenta minutos, así que cuando llegaron a la casa debí an ser las ocho menos cuarto. La llegada fue idé ntica a la de Maruja. Le taparon la cabeza con la chamarra pestilente y la llevaron de la mano con la advertencia de que só lo mirara hacia abajo. Vio lo mismo que Maruja: el patio, el piso de baldosa, dos escalones finales. Le indicaron que se moviera a la izquierda, y le quitaron la chaqueta. Allí estaba Maruja sentada en un taburete, pá lida bajo la luz roja del bombillo ú nico.

– ¡ Beatriz! ‑ dijo Maruja‑. ¡ Usted aquí!

Ignoraba qué habí a pasado con ella, pero pensó que la habí an liberado por no tener nada que ver con nada. Sin embargo, al verla ahí, sintió al mismo tiempo una gran alegrí a de no estar sola, y una inmensa tristeza porque tambié n a ella la hubieran secuestrado. Se abrazaron como si no se hubieran visto desde hací a mucho tiempo.

Era inconcebible que las dos pudieran sobrevivir en aquel cuarto de mala muerte, durmiendo sobre un solo colchó n tirado en el suelo, y con dos vigilantes enmascarados que no las perderí an de vista ni un instante. Un nuevo enmascarado, elegante, fornido, con no menos de un metro ochenta de estatura, al que los otros llamaban el Doctor, tomó entonces el mando con aires de gran jefe. A Beatriz le quitaron los anillos de la mano izquierda y no se dieron cuenta de que llevaba una cadena de oro con una medalla de la Virgen.

– Esto es una operació n militar, y a ustedes no les va a pasar nada ‑ dijo, y repitió ‑: Só lo las hemos traí do para llevar un comunicado al gobierno.

– ¿ Quié n nos tiene? ‑ le preguntó Maruja.

É l se encogió de hombros. «Eso no interesa ahora», dijo. Levantó la ametralladora para que la vieran bien, y prosiguió: «Pero quiero decirles una cosa. É sta es una ametralladora con silenciador, nadie sabe dó nde está n ustedes ni con quié n. Donde griten o hagan algo las desaparecemos en un minuto y nadie vuelve a saber de ustedes». Ambas retuvieron el aliento a la espera de lo peor. Pero al final de las amenazas, el jefe se dirigió a Beatriz.

– Ahora las vamos a separar, pero a usted la vamos a dejar libre ‑ le dijo‑. La trajimos por equivocació n.

Beatriz reaccionó de inmediato.

– Ah, no ‑ dijo sin la menor duda‑. Yo me quedo acompañ ando a Maruja.

Fue una decisió n tan valiente y generosa, que el mismo secuestrador exclamó asombrado sin una pizca de ironí a: «Qué amiga tan leal tiene usted, doñ a Maruja». É sta, agradecida en medio de su consternació n, le confirmó que así era, y se lo agradeció a Beatriz. El Doctor les preguntó entonces si querí an comer algo. Ambas dijeron que no. Pidieron agua, pues tení an la boca reseca.

Les llevaron refrescos. Maruja, que siempre tiene un cigarrillo encendido y el paquete y el encendedor al alcance de la mano, no habí a fumado en el trayecto. Pidió que le devolvieran la cartera donde llevaba los cigarrillos, y el hombre le dio uno de los suyos. Ambas pidieron ir al bañ o. Beatriz fue primero, tapada con un trapo roto y sucio. «Mire para el suelo», le ordenó alguien. La llevaron de la mano por un corredor estrecho hasta un retrete í nfimo, en muy mal estado y con una ventanita triste hacia la noche. La puerta no tení a aldaba por dentro, pero cerraba bien, de modo que Beatriz se encaramó en el inodoro y miró por la ventana. Lo ú nico que pudo ver a la luz de un poste fue una casita de adobe con tejados rojos y un prado al frente, como se ven tantas en los senderos de la sabana. Cuando regresó al cuarto se encontró con que la situació n habí a cambiado por completo. «Nos acabamos de enterar quié n es usted y tambié n nos sirve ‑ le dijo el Doctor‑. Se queda con nosotros. «Lo habí an sabido por la radio, que acababa de dar la noticia del secuestro. El periodista Eduardo Carrillo, que atendí a la informació n de orden pú blico en Radio Cadena Nacional (RCN), estaba consultando algo con una fuente militar, cuando é sta recibió por radiotelé fono la noticia del secuestro. En aquel mismo instante la estaban transmitiendo ya sin detalles. Fue así como los secuestradores conocieron la identidad de Beatriz.

La radio dijo ademá s que el chofer del taxi chocado anotó dos nú meros de la placa y los datos generales del automó vil que lo habí a abollado. La policí a estableció la ruta de escape. De modo que aquella casa se habí a vuelto peligrosa para todos y tení an que irse enseguida. Peor aú n: las secuestradas irí an en un coche distinto, y encerradas en el baú l. Los alegatos de ambas fueron inú tiles, porque los secuestradores parecí an tan asustados como ellas y no lo ocultaban. Maruja pidió un poco de alcohol medicinal, aturdida por la idea de que se iban a asfixiar en el baú l.

– Aquí no tenemos alcohol ‑ dijo el Doctor, á spero‑. Se van en la maleta y no hay nada que hacer. Apú rense.

Las obligaron a quitarse los zapatos y a llevarlos en la mano, mientras las conducí an a travé s de la casa hasta el garaje. Allí las descubrieron, y las acomodaron en el baú l del carro en posició n fetal, sin forzarlas. El espacio era suficiente y bien ventilado porque habí an quitado los cauchos selladores. Antes de cerrar, el Doctor les soltó una rá faga de terror.

– Llevamos aquí diez kilos de dinamita ‑ les dijo‑. Al primer grito, o tos o llanto, o lo que sea, nos bajamos del carro y lo hacemos explotar.

Para alivio y sorpresa de ambas, por las costuras del baú l se colaba una comente frí a y pura como de aire acondicionado. La sensació n de ahogo desapareció, y só lo quedó la incertidumbre. Maruja asumió una actitud ensimismada que hubiera podido confundirse con un completo abandono, pero que en realidad era su fó rmula má gica para sobrellevar la ansiedad. Beatriz, en cambio, intrigada por una curiosidad insaciable, se asomó por la ranura luminosa del baú l mal ajustado. A travé s del cristal posterior vio los pasajeros del carro: dos hombres en el asiento trasero, y una mujer de pelo largo junto al chofer, con un bebé como de dos añ os. A su derecha vio el gran anuncio de luz amarilla de un centro comercial conocido. No habí a duda: era la autopista hacia el norte, iluminada por un largo trecho, y luego la oscuridad total en un camino destapado, donde el carro redujo la marcha. Al cabo de unos quince minutos se detuvo.

Debí a ser otro reté n. Se oí an voces confusas, ruidos de otros carros, mú sicas; pero estaba tan oscuro que Beatriz no alcanzaba a distinguir nada. Maruja se despabiló, puso atenció n, esperanzada de que fuera una caseta de control donde los obligaran a mostrar qué llevaban en el baú l. El carro arrancó al cabo de unos cinco minutos y subió por una cuesta empinada, pero esta vez no pudieron establecer la ruta. Unos diez minutos despué s se detuvo, y abrieron el baú l. Otra vez les taparon las cabezas y las ayudaron a salir en tinieblas. Hicieron juntas un recorrido semejante al que habí an hecho en la otra casa, mirando al suelo y guiadas por los secuestradores a travé s de un corredor, una salita donde otras personas hablaban en susurros, y por fin un cuarto. Antes de hacerlas entrar, el Doctor las preparó.

– Ahora van a encontrarse con una persona amiga ‑ les dijo.

La luz dentro del cuarto era tan escasa que necesitaron un momento para acostumbrar la vista. Era un espacio de no má s de dos metros por tres, con una sola ventana clausurada. Sentados en un colchó n individual puesto en el suelo, dos encapuchados como los que habí an dejado en la casa anterior miraban absortos la televisió n. Todo era lú gubre y opresivo. En el rincó n a la izquierda de la puerta, sentada en una cama estrecha con un barandal de hierro, habí a una mujer fantasmal con el cabello blanco y mustio, los ojos ató nitos y la piel pegada a los huesos. No dio señ ales de haber sentido que entraron; no miró, no respiró. Nada: un cadá ver no habrí a parecido tan muerto. Maruja se sobrepuso al impacto.

– ¡ Marina! ‑ murmuró.

Era Marina Montoya, secuestrada desde hací a casi dos meses, y a quien se daba por muerta. Don Germá n Montoya, su hermano, habí a sido el secretario general de la presidencia de la repú blica con un gran poder en el gobierno de Virgilio Barco. A un hijo suyo, Á lvaro Diego, gerente de una importante compañ í a de seguros, lo habí an secuestrado los narcotraficantes para presionar una negociació n con el gobierno. La versió n má s corriente ‑ nunca confirmada‑ fue que lo liberaron al poco tiempo por un compromiso secreto que el gobierno no cumplió. El secuestro de la tí a Marina nueve meses despué s, só lo podí a interpretarse como una infame represalia, pues en aquel momento carecí a ya de valor de cambio. El gobierno de Barco habí a terminado, y Germá n Montoya era embajador de Colombia en el Canadá. De modo que estaba en la conciencia de todos que a Marina la habí an secuestrado só lo para matarla.



  

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