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CAPÍTULO DIECINUEVE – EL PRÍNCIPE



 

Alexander iba adelante siguiendo las instrucciones del video y el GPS, porque el prí ncipe no entendió có mo funcionaban y no era el momento de darle una lecció n. Alexander no era un experto en esos aparatos, y ademá s aqué l era un modelo ultramoderno que só lo usaba el ejé rcito americano, pero estaba acostumbrado a usar tecnologí a y no le resultó difí cil descubrir có mo manejarlo.

Dil Bahadur habí a pasado doce añ os de su vida prepará ndose para el momento de recorrer el laberinto de puertas del piso inferior del palacio, cruzar la Ú ltima Puerta y vencer uno a uno los obstá culos sembrados en el Recinto Sagrado. Habí a aprendido las instrucciones confiado en que, si le fallaba la memoria, su padre estarí a a su lado hasta que pudiera hacerlo solo. Ahora debí a enfrentar la prueba con los consejos de su maestro Tensing y la presencia de sus nuevos amigos, Nadia y Alexander, como ú nica ayuda. Al principio miraba con desconfianza la pequeñ a pantalla que Alexander llevaba en la mano, hasta que se dio cuenta de que los guiaba directo a la puerta adecuada. Ni una vez tuvieron que retroceder y nunca abrieron una puerta equivocada, así se encontraron ante la sala de las lá mparas de oro. Esta vez nadie cuidaba la ú ltima Puerta. El guardia herido por los hombres azules, así como el cadá ver de su compañ ero, habí an sido retirados, sin que otros los reemplazaran, y la sangre del suelo habí a sido lavada sin dejar rastro.

– ¡ Uau! ‑ exclamaron Nadia y Alexander al uní sono al ver la magní fica puerta.

– Tenemos que girar los jades precisos; si nos equivocamos, el sistema se atranca y no podremos entrar ‑ advirtió el prí ncipe.

– Todo es cuestió n de fijarnos bien en lo que hizo el rey. Está grabado en el video ‑ explicó Alexander.

Vieron la filmació n dos veces, hasta estar completamente seguros, y luego Dil Bahadur movió cuatro jades tallados en forma de flor de loto. Nada ocurrió. Los tres jó venes aguardaron sin respirar, contando los segundos. De pronto las dos hojas de la puerta comenzaron lentamente a moverse.

Se encontraron en la habitació n circular con nueve puertas idé nticas y, tal como hiciera Tex Armadillo dí as antes, Alexander se colocó sobre el ojo pintado en el suelo, abrió los brazos y giró en un á ngulo de cuarenta y cinco grados. Su mano derecha apuntó a la puerta que debí an abrir.

Oyeron un coro espeluznante de lamentos y les dio en las narices un olor fé tido a tumba y descomposició n. Nada se veí a, só lo una insondable negrura.

– Yo iré primero, porque se supone que mi animal toté mico, el jaguar, puede ver en la oscuridad ‑ se ofreció Alexander, cruzando el umbral, seguido por sus amigos.

– ¿ Ves algo? ‑ le preguntó Nadia.

– Nada ‑ confesó Alexander.

– En una ocasió n como é sta convendrí a tener un animal toté mico má s humilde que el jaguar. Como una cucaracha, por ejemplo ‑ se rió Nadia, nerviosa.

– Posiblemente no serí a del todo una mala idea usar tu linterna… ‑ sugirió el prí ncipe.

Alexander se sintió como un tonto: habí a olvidado por completo que llevaba la linterna y el cortaplumas en los bolsillos de la parka. Al encender la linterna se hallaron en un corredor, que recorrieron vacilantes, hasta llegar a la puerta que habí a al final. La abrieron con grandes precauciones. Allí la fetidez era mucho má s insoportable, pero habí a una dé bil claridad que permití a ver. Estaban rodeados de esqueletos humanos que colgaban del techo, mecié ndose en el aire con un macabro tintinear de huesos, mientras a sus pies herví a un asqueroso colchó n vivo de serpientes. Alexander dio un alarido y trató de retroceder, pero Dil Bahadur lo sujetó por un brazo.

– Son huesos muy antiguos, fueron puestos aquí hace siglos para desanimar a los intrusos ‑ dijo. ‑ ¿ Y las culebras?

– Los hombres del Escorpió n pasaron por aquí, Jaguar, eso quiere decir que nosotros tambié n podemos hacerlo ‑ lo alentó Nadia.

– Peina dijo que esos tipos son inmunes al veneno de insectos y reptiles ‑ le recordó Alexander.

– Tal vez estas culebras no sean venenosas. Segú n me enseñ ó mi honorable maestro Tensing, la forma de la cabeza de las ví boras peligrosas es má s triangular. Sigamos ‑ ordenó el prí ncipe.

– Estos reptiles no aparecen en el video ‑ anotó Nadia.

– El rey llevaba la cá mara en el medalló n, de modo que só lo filmaba lo que tení a al frente, no a los pies ‑ explicó Alexander.

– Eso significa que debemos tener mucho cuidado con lo que hay má s abajo y má s arriba del pecho del rey‑ concluyó ella.

A manotazos, el prí ncipe y sus amigos apartaron los esqueletos y, pisando las ví boras, avanzaron hasta la puerta siguiente, que daba acceso a una habitació n en penumbra y vací a.

– ¡ Espera! ‑ lo detuvo Alexander‑. Aquí tu padre movió algo que hay en el umbral.

– Lo recuerdo, es una piñ a tallada en la madera ‑ dijo Dil Bahadur tanteando la pared.

Encontró la palanca que buscaba y la empujó. La piñ a se hundió y de inmediato oyeron una terrible sonajera y vieron caer del techo un bosque de lanzas, que levantó una nube de polvo. Aguardaron a que la ú ltima lanza se clavara en el suelo.

– Ahora es cuando má s falta nos hace Borobá. É l podrí a probar el camino… En fin, yo pasaré antes, porque soy la má s delgada y liviana ‑ decidió Nadia.

– Se me ocurre que posiblemente esta trampa no sea tan simple como parece ‑ les advirtió Dil Bahadur.

Deslizá ndose como una anguila, Nadia pasó entre las primeras barras metá licas. Habí a recorrido un par de metros cuando rozó con el codo una de ellas y de sú bito se abrió un hueco bajo sus pies. Instintivamente se aferró a las lanzas que tení a má s cerca y quedó prá cticamente colgando sobre el vací o. Sus manos resbalaban por el metal mientras ella buscaba con los pies algú n punto de apoyo. Para entonces Alexander la habí a alcanzado, sin cuidarse de dó nde pisaba en la prisa por ayudarla. La cogió con un brazo por la cintura y la atrajo, sostenié ndola apretadamente contra su cuerpo. La sala entera pareció vacilar, como si hubiera un terremoto, y varias lanzas má s cayeron del techo, pero ninguna cerca de ellos. Durante varios minutos los dos amigos permanecieron inmó viles, abrazados, esperando. Luego empezaron a desprenderse con inmensa lentitud.

– No toques nada ‑ susurró Nadia, temiendo que hasta el aire que exhalaba provocara una tragedia.

Llegaron al otro lado y le hicieron señ as a Dil Bahadur de que pasara, aunque é ste ya habí a iniciado el trayecto, porque no temí a a las lanzas: estaba protegido por su amuleto.

– Podrí amos haber muerto clavados como insectos ‑ comentó Alexander, limpiá ndose los lentes, que estaban empañ ados.

– Pero eso no ocurrió, ¿ verdad? ‑ le recordó Nadia, a pesar de que estaba tan asustada como su amigo.

– Si aspiran profundo tres veces, dejan que el aire llegue hasta el vientre y luego lo sueltan lentamente, tal vez se tranquilicen… ‑ les aconsejó el prí ncipe.

– No hay tiempo para hacer yoga. Sigamos ‑ lo interrumpió Alexander.

El GPS indicó la puerta que debí an abrir y, apenas lo hicieron, las lanzas se levantaron simultá neamente y el cuarto volvió a verse vací o. Despué s encontraron dos habitaciones, cada una con varias puertas, pero sin trampas. Se relajaron un poco y empezaron a respirar con normalidad, pero no se descuidaron.

De pronto se encontraron en un espacio completamente oscuro.

– En el video no se ve nada, la pantalla está negra ‑ dijo Alexander.

– ¿ Qué habrá aquí? ‑ inquirió Nadia.

El prí ncipe tomó la linterna y alumbró el piso, donde vieron un á rbol frondoso y lleno de frutas y pá jaros, pintado con tal maestrí a que parecí a plantado en tierra firme, erguido al centro de la habitació n. Era tan hermoso y de aspecto tan inofensivo, que invitaba a acercarse y tocarlo.

– ¡ No den un solo paso! Es el Á rbol de la Vida. He oí do historias sobre los peligros de pisarlo ‑ exclamó Dil Bahadur, olvidando por una vez sus buenos modales.

El prí ncipe tomó la pequeñ a escudilla en la cual preparaba su comida, que siempre llevaba entre los pliegues de su tú nica, y la tiró al suelo. El Á rbol de la Vida estaba pintado en una delgada seda tendida sobre un pozo profundo. Un paso al frente los habrí a precipitado al vací o. No sabí an que allí habí a perecido uno de los secuaces de Tex Armadillo en ese mismo recorrido. El bandido yací a al fondo de un pozo donde en ese mismo momento las ratas terminaban de pelar sus huesos.

– ¿ Có mo podemos pasar? ‑ preguntó Nadia.

– Tal vez serí a mejor que esperen aquí ‑ indicó el prí ncipe.

Con grandes precauciones, Dil Bahadur buscó con el pie hasta que encontró una delgada pestañ a a lo largo de la pared. No se veí a porque estaba pintada de negro y se fundí a contra el color del piso. Con la espalda pegada contra el muro fue avanzando. Moví a la pierna derecha unos centí metros, buscaba el equilibrio y luego moví a la izquierda. Así llegó hasta el otro lado.

Alexander comprendió que para Nadia é sa serí a una de las pruebas má s difí ciles, por su temor a la altura.

– Ahora debes recurrir al espí ritu del á guila. Dame la mano, cierra los ojos y pon toda tu atenció n en los pies ‑ le dijo.

– ¿ Por qué no espero aquí, mejor? ‑ sugirió ella.

– No. Vamos a pasar juntos ‑ la conminó su amigo.

No sospechaban qué profundidad tení a el hueco y no pensaban averiguarlo. El bandido de Tex Armadillo que cayó al pozo habí a resbalado sin que nadie pudiera impedirlo. Por un instante pareció flotar en el aire, sostenido por la copa del Á rbol de la Vida, abierto de piernas y brazos, envuelto en sus negras vestiduras, como un gran murcié lago. La ilusió n duró una pestañ ada. Con un alarido de absoluto terror, el hombre cayó a la negra boca del pozo. Sus compañ eros oyeron el golpe del cuerpo al tocar fondo y luego reinó un silencio escalofriante. Por suerte Nadia nada sabí a de esto. Se aferró a la mano de Alexander y paso a paso le siguió hasta el otro lado.

 

Al abrir otra de las puertas, los tres amigos se encontraron rodeados de espejos. No só lo los habí a en las paredes, sino tambié n en el techo y el suelo, multiplicando sus imá genes hasta el infinito. Ademá s la habitació n estaba inclinada, como un cubo sostenido en una de sus esquinas. No podí an avanzar de pie, debí an hacerlo gateando, sujetá ndose unos a otros, completamente desorientados. Las puertas no se veí an, porque eran tambié n de espejo. En pocos segundos estaban con ná useas, sentí an que les estallaba la cabeza y perdí an la razó n.

– No miren hacia los lados, claven la vista en el que va adelante. Sí ganme en fila, sin separarse. La direcció n está indicada en mi pantalla ‑ ordenó Alexander.

– No sé có mo vamos a encontrar la salida ‑ dijo Nadia, totalmente confundida.

– Si abrimos la puerta equivocada, posiblemente se active un seguro y quedemos atrapados aquí para siempre ‑ les advirtió el prí ncipe con su habitual calma.

– Para eso contamos con la tecnologí a má s moderna ‑ lo tranquilizó Alexander, aunque é l mismo apenas podí a controlar sus nervios.

Las puertas eran todas iguales, pero mediante el GPS Alexander se dio cuenta de la direcció n que debí an tomar. El rey se habí a detenido en varios lugares antes de abrir la puerta correcta. Echó atrá s el video para observar los detalles y se fijó que el espejo reflejaba una imagen deformada del rey.

– Uno de los espejos es có ncavo. É sa es la puerta ‑ concluyó.

Cuando Dil Bahadur se vio gordo y paticorto en el espejo, empujó; é ste cedió y pudieron salir. Se encontraron en un angosto y largo corredor que se enroscaba en sí mismo como una espiral. Se diferenciaba de los demá s recintos del palacio en que no habí a puertas visibles, pero no dudaron que encontrarí an una al final, porque así indicaba el video. No habí a dó nde perderse, era simplemente cuestió n de avanzar. El aire estaba enrarecido y flotaba un polvillo fino, que parecí a dorado en la luz de las pequeñ as lá mparas colgadas del techo. En el video vieron que el rey habí a pasado rá pido y sin vacilar, pero eso no significaba que fuera seguro, podí a haber riesgos que el video no registraba.

Entraron al corredor, observando el entorno, sin saber por dó nde vendrí a la amenaza, pero conscientes de que no podí an descuidarse ni un segundo. Habí an dado varios pasos cuando comprendieron que pisaban algo blando. Tení an la sensació n de caminar sobre una lona estirada, que cedí a con el peso de los cuerpos.

Dil Bahadur se tapó la boca y la nariz con la tú nica e hizo gestos desesperados a sus amigos de seguir sin detenerse. Acababa de darse cuenta de que en realidad avanzaban sobre un sistema de fuelles. Con cada paso salí a de unos agujeros en el suelo el polvo que habí an notado al entrar. En pocos segundos el aire estaba tan saturado que no se veí a a treinta centí metros de distancia. Las ganas de toser eran insoportables, pero se controlaron como pudieron, porque al hacerlo aspiraban el polvo a bocanadas. La ú nica solució n era tratar de llegar a la salida lo antes posible. Echaron a correr, procurando no respirar, lo cual era imposible, dada la longitud del pasillo. Temieron que fuera un veneno mortal, pero pensaron que, si el rey cruzaba ese corredor a menudo, no podí a tratarse de eso.

Nadia era buena nadadora, porque se habí a criado en el Amazonas, donde la vida transcurre sobre el agua, y podí a permanecer sumergida má s de un minuto. Eso le permitió sujetar la respiració n mejor que sus amigos, pero aun así tuvo que inhalar un par de veces. Calculó que Alexander y Dil Bahadur tení an bastante má s de ese extrañ o polvo en el organismo que ella. De cuatro zancadas llegó al final del pasillo, abrió la ú nica puerta que habí a y tiró a los otros hacia el umbral.

Sin pensar en los riesgos que la habitació n pró xima podí a contener, los tres amigos se precipitaron fuera del corredor, cayendo unos encima de otros, ahogados, respirando a todo pulmó n y tratando de sacudirse el polvo adherido a la ropa. En el video nada amenazante aparecí a: el rey habí a pasado por ese cuarto con la misma seguridad con que lo hizo por el corredor. Nadia, quien se hallaba en mejores condiciones que los muchachos, les señ aló que no se movieran mientras ella revisaba el lugar.

La sala estaba bien iluminada y el aire parecí a normal. Habí a varias puertas, pero la pantalla indicaba claramente cuá l debí an usar. Se adelantó un par de pasos y se dio cuenta de que le costaba fijar la vista: millares de puntos, lí neas y figuras geomé tricas en brillantes colores bailaban ante sus ojos. Estiró los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Volvió atrá s y comprobó que Alexander y Dil Bahadur tambié n se tambaleaban.

– Me siento muy mal ‑ murmuró Alexander, dejá ndose caer sentado en el piso.

– Jaguar, abre los ojos! ‑ lo sacudió Nadia‑. El efecto de ese polvo se parece a la poció n que nos dieron los indios en el Amazonas. ¿ Te acuerdas que vimos visiones?

– ¿ Un alucinó geno? ¿ Crees que estamos drogados?

– ¿ Qué es un alucinó geno? ‑ preguntó el prí ncipe, quien só lo se sostení a de pie gracias al control que siempre ejercí a sobre su cuerpo.

– Sí, eso creo. Seguramente cada uno de nosotros verá algo diferente. No es real ‑ explicó Nadia, sosteniendo a sus amigos para ayudarlos a seguir, sin imaginar que en pocos segundos ella misma caerí a en el infierno de aquella droga.

A pesar de la advertencia de Nadia, ninguno de los tres sospechaba el terrible poder de aquel polvo dorado. El primer sí ntoma fue que se hundí an en un laberinto psicodé lico de colores y figuras iridiscentes que se moví an a velocidad vertiginosa. Mediante un supremo esfuerzo lograron mantener los ojos abiertos y avanzar trastabillando, preguntá ndose có mo lo hací a el rey para sobreponerse a la droga. Sentí an que se desprendí an del mundo y de la realidad, como si fueran a morir; no podí an contener los gemidos de angustia. Para entonces habí an llegado a la sala siguiente, que resultó ser mucho má s amplia que las anteriores. Al ver lo que allí habí a, lanzaron una exclamació n de espanto, a pesar de que una parte de sus cerebros repetí a que esas imá genes eran fruto ú nicamente de la imaginació n.

Se encontraron en el infierno, rodeados de monstruos y demonios que los amenazaban como una jaurí a de fieras. Por todos lados vieron cuerpos destrozados, tortura, sangre y muerte. Un horripilante coro de alaridos los ensordecí a; voces cavernosas llamaban sus nombres, como hambrientos fantasmas.

Alexander vio claramente a su madre en las garras de una poderosa ave de rapiñ a, negra y amenazante. Estiró las manos para tratar de rescatarla y en ese instante el pá jaro de la muerte devoró la cabeza de Lisa Cold. Un grito se le escapó de lo má s profundo del pecho.

Nadia se encontró de pie, en precario equilibrio, sobre una angosta viga en el ú ltimo piso de uno de los rascacielos que habí a visitado con Kate en Nueva York. A sus pies, centenares de metros má s abajo, veí a todo cubierto de lava ardiente. El vé rtigo de la muerte se apoderó de su mente, anulando su capacidad de razonar, mientras la viga se inclinaba má s y má s. Oyó el llamado del abismo como una fatal tentació n.

Por su parte, Dil Bahadur sintió que su espí ritu se desprendí a, cruzaba el firmamento como un rayo y llegaba a las ruinas del monasterio fortificado en el preciso instante en que su padre morí a en los brazos de Tensing. Enseguida vio a un ejé rcito de seres sanguinarios que atacaba al desvalido Reino del Dragó n de Oro. Y lo ú nico que habí a entre ambos era é l mismo, desnudo y vulnerable.

Las visiones eran distintas para cada uno y todas eran atroces; representaban lo que má s temí an, sus peores recuerdos, pesadillas y debilidades. É se era un viaje personal a las cá maras prohibidas de sus propias conciencias. Sin embargo, para ellos fue un viaje mucho menos arduo que para Tex Armadillo y los guerreros del Escorpió n, porque los tres jó venes eran almas buenas, no cargaban el peso de los crí menes abominables de los otros individuos.

El primero en reaccionar fue el prí ncipe, quien tení a muchos añ os de practicar control sobre su mente y su cuerpo. Se desprendió con brutal esfuerzo de las figuras malé ficas que lo atacaban y dio unos pasos en la habitació n.

– Todo lo que vemos es ilusió n ‑ dijo y, tomando a sus amigos de la mano, los condujo a la fuerza hacia la salida.

Alexander no podí a enfocar bien la vista para seguir las instrucciones de la pantalla, pero le alcanzó la cordura para darse cuenta de que en el video no se veí a nada má s que un cuarto vací o, prueba de que Dil Bahadur tení a razó n y esas escenas diabó licas eran só lo producto de su imaginació n. Allí se sentaron, apoyá ndose unos en otros, para descansar, por un rato, hasta que se calmaron y lograron manejar las horrendas visiones del alucinó geno, aunque é stas no desaparecieron. Dá ndose á nimo entre ellos, los tres jó venes pudieron ponerse de pie. El rey se habí a dirigido a la puerta precisa, aparentemente sin sufrir nada de lo que ahora los afectaba a ellos; pensó que seguramente habí a aprendido a no inhalar el polvo, o bien disponí a de un antí doto contra la droga. En todo caso, en el video el monarca parecí a a salvo del suplicio psicoló gico que sufrí an ellos.

 

En la ú ltima habitació n del laberinto que protegí a al Dragó n de Oro, la má s amplia de todas, los demonios y las escenas de horror desaparecieron sú bitamente y fueron reemplazados por un paisaje maravilloso. El malestar producido por la droga habí a dado paso a una inexplicable euforia. Se sentí an livianos, poderosos, invencibles. En la luz cá lida de centenares de lamparitas de aceite vieron un jardí n envuelto en una suave bruma rosada, que se desprendí a del suelo y se elevaba hasta las copas de los á rboles. Hasta sus oí dos llegaba un coro de voces angé licas, y notaron que habí a una fragancia penetrante de flores silvestres y frutas tropicales. El techo habí a desaparecido y en su lugar vieron un cielo a la hora de la puesta del sol, cruzado de pá jaros de vivos plumajes. Se restregaron los ojos, incré dulos.

– Esto tampoco es real. Seguro que estamos todaví a drogados ‑ murmuró Nadia.

– ¿ Vemos todos lo mismo? Yo veo un parque ‑ agregó Alexander.

– Yo tambié n ‑ dijo Nadia.

– Y yo. Si los tres vemos lo mismo, no se trata de visiones. Esto es una trampa, tal vez la má s peligrosa de todas. Sugiero que no toquemos nada y pasemos rá pidamente… ‑ advirtió Dil Bahadur.

– ¿ De modo que no estamos soñ ando? Esto se parece al jardí n del Edé n ‑ comentó Alexander, todaví a un poco ebrio por los polvos dorados de la sala anterior.

– ¿ Qué jardí n es é se? ‑ preguntó Dil Bahadur.

– El Jardí n del Edé n aparece en la Biblia; allí colocó el Creador a la primera pareja de seres humanos. Creo que casi todas las religiones tienen un jardí n similar. El Paraí so, un lugar de eterna belleza y felicidad ‑ explicó su amigo.

Alexander pensó que lo que presenciaban podí an ser imá genes virtuales o proyecciones de cine, pero enseguida comprendió la imposibilidad de que fuera una tecnologí a tan moderna. El palacio habí a sido construido hací a muchos siglos.

Entre las brumas, donde volaban delicadas mariposas, surgieron tres figuras humanas, dos muchachas y un joven de radiante hermosura, con los cabellos como hilos de seda que la brisa levantaba, vestidos de livianas sedas bordadas, con grandes alas de plumas á ureas. Se moví an con extraordinaria gracia, llamá ndolos con gestos, tendié ndoles los brazos. La tentació n de acercarse a aquellos seres translú cidos y abandonarse al placer de volar con ellos llevados por esas alas poderosas era casi irresistible. Alexander dio un paso adelante, hipnotizado por una de las doncellas, y Nadia le sonrió al joven desconocido, pero Dil Bahadur tuvo suficiente presencia de á nimo para sujetar a sus amigos por los brazos.

– No los toquen, son fatales. É ste es el jardí n de las tentaciones ‑ les advirtió.

Pero Nadia y Alexander, perdida la razó n, se sacudí an, tratando de desprenderse de las manos del prí ncipe.

– No son reales, está n pintadas en los muros o son estatuas. Ignó renlas ‑ repetí a é ste.

– Se mueven y nos llaman… ‑ murmuró Alexander, embobado.

– Es un truco, una ilusió n ó ptica. ¡ Miren allí! ‑ exclamó Dil Bahadur obligá ndolos a dirigir la vista hacia un rincó n del jardí n.

Tirado boca abajo en el suelo sobre un macizo de flores pintadas, estaba el cuerpo inerte de uno de los hombres azules. Dil Bahadur condujo a la fuerza a sus amigos hasta é l. Se inclinó y lo dio vuelta, entonces vieron la forma horrible en que habí a perecido.

Los guerreros del Escorpió n habí an penetrado en ese fantá stico jardí n como en un sueñ o, drogados por los polvos dorados, que les hací an creer todo lo que veí an. Eran hombres brutales, que pasaban la vida a caballo, dormí an sobre el duro suelo, estaban habituados a la crueldad, el sufrimiento y la pobreza. Jamá s habí an visto nada hermoso o delicado, nada sabí an de mú sica, de flores, de fragancias o de mariposas como las de ese jardí n. Adoraban serpientes, escorpiones y dioses sanguinarios del panteó n hindú. Temí an a los demonios y al infierno, pero no habí an oí do hablar del Paraí so o de seres angé licos como los de aquella ú ltima trampa del Recinto Sagrado. Lo má s cercano a la intimidad o al amor que conocí an era la ruda camaraderí a entre ellos. Tex Armadillo habí a tenido que amenazarlos con su pistola para impedir que se detuvieran en aquel jardí n embrujado, pero no logró evitar que uno de ellos sucumbiera a la tentació n.

El hombre estiró la mano y tocó el brazo extendido de una de las hermosas doncellas aladas. Encontró la frialdad del má rmol, pero la textura no era lisa como el má rmol, sino á spera como lija o vidrio molido. Retiró la mano sorprendido y vio que su palma estaba arañ ada. Al instante la piel empezó a resquebrajarse, abrirse, mientras la carne se disolví a como si fuera quemada hasta los huesos. A sus gritos acudieron los demá s, pero no habí a nada que hacer: el mortal veneno ya habí a penetrado en la corriente sanguí nea y rá pidamente avanzó por el brazo, como un á cido corrosivo. En menos de un minuto el desdichado estaba muerto.

Ahora Alexander, Nadia y Dil Bahadur se hallaban frente al cadá ver, que en esos dí as se habí a secado como una momia por efecto del veneno. El cuerpo se habí a reducido, era un esqueleto con un pellejo negro adherido a los huesos, que desprendí a un olor persistente a hongos y musgo.

– Como dije, tal vez sea mejor no tocar nada… ‑ repitió el prí ncipe, pero su advertencia ya no era necesaria, porque ante ese espectá culo Nadia y Alexander despertaron del trance.

 

Los tres jó venes se encontraron por fin en la sala del Dragó n de Oro. Aunque nunca la habí a visto, Dil Bahadur la reconoció al punto por las descripciones que le habí an dado los monjes en los cuatro monasterios donde aprendió el có digo. Allí estaban las paredes cubiertas de lá minas de oro, grabadas con escenas en bajorrelieve de la vida de Sidarta Gautama, los candelabros de oro macizo con las velas de cera de abeja, las delicadas lá mparas de aceite con sus pantallas de filigrana de oro, los perfumeros de oro donde se quemaban mirra e incienso. Oro, oro por todas partes. Aquel oro que habí a despertado la codicia de Tex Armadillo y los hombres azules dejaba completamente indiferentes a Dil Bahadur, Alexander y Nadia, para quienes ese metal amarillo resultaba má s bien feo.

– Tal vez no fuera mucho pedir que nos dijeras qué estamos haciendo aquí ‑ sugirió Alexander al prí ncipe, sin poder evitar la ironí a en su tono.

– Tal vez ni yo mismo lo sepa ‑ replicó Dil Bahadur.

– ¿ Por qué tu padre te pidió que vinieras aquí? ‑ quiso saber Nadia.

– Posiblemente para consultar al Dragó n de Oro.

– ¡ Pero si se lo robaron! Aquí no hay nada má s que esa piedra negra con un trocito de cuarzo, que debe ser la base donde antes estaba la estatua ‑ dijo Alexander.

– É se es el Dragó n de Oro ‑ les informó el prí ncipe.

– ¿ Cuá l?

– La base de piedra. Se llevaron una estatua muy bonita, pero en realidad el orá culo sale de la piedra. É se es el secreto de los reyes, que ni los monjes de los monasterios saben. É se es el secreto que me entregó mi padre y que ustedes jamá s podrá n repetir.

– ¿ Có mo funciona?

– Primero tengo que salmodiar la pregunta en el idioma de los yetis, entonces el cuarzo en la piedra comienza a vibrar y emite un sonido, que luego debo interpretar.

– ¿ Me está s tomando el pelo? ‑ preguntó Alexander. Dil Bahadur no entendió qué querí a decir. No tení a la menor intenció n de coger a nadie por el pelo.

– Veamos có mo se hace. ¿ Qué piensas preguntarle?

– dijo Nadia, siempre prá ctica.

– Tal vez lo má s importante es saber cuá l es mi karma, para cumplir mi destino sin desviarme ‑ decidió Dil Bahadur.

– ¿ Hemos desafiado a la muerte para llegar aquí a consultar sobre tu karma? ‑ se burló Alexander.

– Eso te lo puedo decir yo: eres un buen prí ncipe y será s un buen rey ‑ agregó Nadia.

Dil Bahadur les pidió a sus amigos que se sentaran en silencio al fondo de la sala y luego se aproximó a la plataforma donde antes se apoyaban las patas de la magní fica estatua. Encendió los perfumeros de incienso y las velas, luego se sentó con las piernas cruzadas por un tiempo que a los otros les pareció muy largo. El prí ncipe meditó en silencio hasta calmar su ansiedad y limpiar su mente de todo pensamiento, de deseos y temores, tambié n de curiosidad. Se abrió por dentro como la flor del loto, tal como le habí a enseñ ado su maestro, para recibir la energí a del universo.

Las primeras notas fueron casi un murmullo, pero rá pidamente el cá ntico del prí ncipe se convirtió en un rugido poderoso que brotaba de la tierra misma, un sonido gutural que los otros dos jó venes nunca habí an escuchado. Costaba imaginar que fuera un sonido humano, parecí a provenir de un gran tambor al centro de una enorme caverna. Las roncas notas rodaban, ascendí an, bajaban, adquirí an ritmo, volumen y velocidad; luego se calmaban para volver a comenzar, como el oleaje del mar. Cada nota se estrellaba contra las lá minas de oro de las paredes y volví a multiplicada. Fascinados, Nadia y Alexander sentí an la vibració n dentro de sus propios vientres, como si fueran ellos quienes la emití an. Pronto se dieron cuenta de que al canto del prí ncipe se habí a sumado una segunda voz, muy diferente: era la respuesta del pequeñ o trozo de cuarzo amarillento incrustado en la piedra negra. Dil Bahadur se calló para escuchar el mensaje de la piedra, que continuaba en el aire como el eco de grandes campanas de bronce repicando al uní sono. Su concentració n era total, ni un mú sculo se moví a en su cuerpo, mientras su mente retení a las notas de cuatro en cuatro y simultá neamente las traducí a a los ideogramas del lenguaje perdido de los yetis, que durante doce añ os habí a memorizado.

El cá ntico de Dil Bahadur se prolongó por má s de una hora, que a Nadia y Alexander les pareció apenas unos pocos minutos, porque esa extraordinaria mú sica los habí a transportado a un estado superior de la consciencia. Sabí an que durante dieciocho siglos esa sala habí a sido visitada solamente por los reyes del Reino Prohibido y que nadie antes que ellos habí a presenciado un orá culo. Mudos, con los ojos redondos de asombro, los dos jó venes seguí an el ondulante sonido de la piedra, sin comprender con exactitud lo que hací a Dil Bahadur, pero seguros de que era algo prodigioso y con profundo sentido espiritual.

Por fin reinó el silencio en el Recinto Sagrado. El trozo de cuarzo, que durante el cá ntico parecí a brillar con una luz interna, se tornó opaco, como al principio. El prí ncipe, agotado, permaneció en la misma posició n durante un buen rato, sin que sus amigos se atrevieran a interrumpirlo.

– Mi padre ha muerto ‑ dijo finalmente Dil Bahadur, ponié ndose de pie.

– ¿ Eso dijo la piedra? ‑ preguntó Alexander.

– Sí. Mi padre esperó a que yo llegara hasta aquí y luego pudo abandonarse a la muerte.

– ¿ Có mo supo que habí as llegado?

– Se lo comunicó mi maestro Tensing ‑ dijo el joven prí ncipe, tristemente.

– ¿ Qué má s dijo la piedra? ‑ preguntó Nadia.

– Mi karma es ser el penú ltimo monarca del Reino del Dragó n de Oro. Tendré un hijo, que será el ú ltimo rey. Despué s de é l el mundo y este reino cambiará n y ya nada volverá a ser como antes. Para gobernar con justicia y sabidurí a contaré con la ayuda de mi padre, quien me guiará en sueñ os. Tambié n tendré la ayuda de Perra, con quien voy a casarme, de Tensing y del Dragó n de Oro.

– Es decir, de esta piedra, porque la estatua se convirtió en ceniza ‑ anotó Alexander.

– Tal vez entendí mal, pero me parece que la recuperaremos ‑ comentó el prí ncipe, indicá ndoles con una señ a que habí a llegado el momento de regresar.

 

Timothy Bruce y Joel Gonzá lez, los fotó grafos del International Geographic, habí an cumplido al pie de la letra las ó rdenes de Kate Cold. Pasaron ese tiempo recorriendo los sitios má s inaccesibles del reino, guiados por un sherpa de corta estatura, quien cargaba el pesado equipo y las carpas en la espalda, sin perder su plá cida sonrisa ni el ritmo regular de sus pasos. Los extranjeros, en cambio, desfallecí an con el esfuerzo de seguirlo y con la altura, que los ahogaba. Los fotó grafos, que no se habí an enterado de las peripecias de sus compañ eros, llegaron muy entusiasmados a contar sus aventuras con raras orquí deas y ositos panda, pero Kate Cold no demostró el menor interé s. La escritora los apabulló con la noticia de que su nieto y Nadia habí an contribuido a derrotar a una organizació n criminal, rescatar a varias niñ as cautivas, apresar a una secta de bandidos patibularios y colocar al prí ncipe Dil Bahadur en el trono, todo esto con la ayuda de una banda de yetis y un misterioso monje con poderes mentales. Timothy Bruce y Joel Gonzá lez cerraron la boca y no dijeron una palabra má s hasta la hora de subir al avió n para regresar a su paí s.

– En todo caso, no vuelvo a viajar con Alexander y Nadia, porque atraen el peligro, como la miel a las moscas. Ya estoy muy vieja para pasar tanto susto ‑ comentó la escritora, quien todaví a no se habí a repuesto de los sobresaltos pasados.

Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad, porque ambos habí an decidido que de todos modos iban a acompañ arla en su pró ximo reportaje. No podí an perder la oportunidad de vivir otra aventura con Kate Cold.

Los chicos no le habí an confiado a la abuela los detalles del Recinto Sagrado, ni la forma en que operaba el prodigioso pedazo de cuarzo, porque se habí an comprometido a guardar el secreto. Se limitaron a decirle que en aquel lugar Dil Bahadur, como todos los monarcas del Reino Prohibido, contaba con los medios para predecir el futuro.

– En la antigua Grecia existí a un templo en Delfos al que acudí a la gente a oí r las profecí as de una pitonisa que caí a en trance ‑ les contó Kate‑. Sus palabras eran siempre enigmá ticas, pero los clientes les encontraban sentido. Ahora se sabe que en ese lugar se desprendí a un gas de la tierra, seguramente é ter. La sacerdotisa se mareaba con el gas y hablaba en clave, el resto lo imaginaban sus ingenuos clientes.

– La situació n no es comparable. Lo que vimos no se explica con un gas ‑ replicó su nieto.

La vieja escritora lanzó una risotada seca.

– Se han invertido los papeles, Kate: antes era yo el escé ptico que nada creí a sin pruebas y tú la que me repetí as que el mundo es un lugar muy misterioso y que no todo tiene una explicació n racional ‑ sonrió Alexander.

La mujer no pudo contestar, porque la risa se le habí a convertido en un ataque de tos y estaba a punto de ahogarse. Su nieto le dio unos golpes en la espalda, con má s energí a de la necesaria, mientras Nadia iba a buscar un vaso de agua.

– Es una lá stima que Tensing haya partido al Valle de los Yetis, de otro modo te habrí a curado la tos con sus agujas má gicas y sus oraciones. Me temo que tendrá s que dejar de fumar, abuela ‑ dijo Alexander. ‑ ¡ No me llames abuela!

 

La tarde antes de partir de vuelta a Estados Unidos, los miembros de la expedició n del International Geographic estaban reunidos en el palacio de mil habitaciones con la familia real y el general Kunglung, despué s de asistir a los funerales del rey. É ste habí a sido incinerado, como era la tradició n, y sus cenizas se habí an repartido en cuatro antiguos recipientes de alabastro, que los mejores soldados llevaron a lomo de caballo hacia los cuatro puntos cardinales del reino, donde fueron lanzadas al viento. Ni su pueblo ni su familia, que tanto lo amaban, lloraron su muerte, porque creí an que el llanto obliga al espí ritu a quedarse en el mundo para consolar a los vivos. Lo correcto era demostrar alegrí a, para que el espí ritu se fuera contento a cumplir otro ciclo en la rueda de la reencarnació n, evolucionando en cada vida hasta alcanzar finalmente la iluminació n y el cielo, o Nirvana.

– Tal vez mi padre nos haga el honor de reencarnarse en nuestro primer hijo ‑ dijo el prí ncipe Dil Bahadur.

A Pema le tembló la taza de té en las manos, delatando su turbació n. La joven vestí a enteramente de seda y brocado, con botas de piel y adornos de oro en los brazos y las orejas, pero llevaba la cabeza descubierta, porque estaba orgullosa de haber usado su hermosa cabellera en una causa que le parecí a justa. Su ejemplo sirvió para que las otras cuatro muchachas rapadas no se acomplejaran. La larga trenza de cincuenta metros que hicieron con sus cabelleras habí a sido colocada como ofrenda ante el Gran Buda del palacio, donde la gente hací a peregrinaciones para verla. Tanto se habí a comentado el asunto y tantas veces fueron mostradas en televisió n, que se produjo una reacció n histé rica y centenares de muchachas se afeitaron la cabeza por imitació n, hasta que Dil Bahadur en persona tuvo que aparecer en la pantalla para insinuar que el reino no necesitaba esas pruebas de patriotismo tan extremas. Alexander comentó que en Estados Unidos eso de llevar la cabeza rapada estaba de moda, así como hacerse tatuajes y perforarse las narices, las orejas y el ombligo para ponerse adornos metá licos, pero nadie le creyó.

Estaban todos sentados en un cí rculo sobre cojines en el suelo, bebiendo chai, el aromá tico té dulce de India, y tratando de tragar una pé sima torta de chocolate que las monjas cocineras del palacio habí an inventado para halagar a los visitantes extranjeros. Tschewang, el leopardo real, se habí a echado junto a Nadia con las orejas gachas. Desde la muerte del rey, su amo, el hermoso felino andaba deprimido. Durante varios dí as no quiso comer, hasta que Nadia logró convencerlo, en el idioma de los gatos, de que ahora tení a la responsabilidad de cuidar a Dil Bahadur.

– Al despedirse de nosotros para ir a cumplir su misió n en el Valle de los Yetis, mi honorable maestro Tensing me entregó algo para ti ‑ dijo Dil Bahadur a Alexander.

– ¿ Para mí?

– No exactamente para ti, sino para tu honorable madre ‑ replicó el nuevo rey, pasá ndole una cajita de madera.

– ¿ Qué es esto?

– Excremento de dragó n.

– ¿ Qué? ‑ preguntaron Alexander, Nadia y Kate al uní sono.

– Tiene la reputació n de ser una medicina muy poderosa. Posiblemente si la disuelves en un poco de licor de arroz y se la das a tomar, tu honorable madre se mejore de su enfermedad ‑ dijo Dil Bahadur.

– ¡ Có mo le voy a dar de comer esto a mi mamá! ‑ exclamó el joven, ofendido.

– Tal vez serí a mejor no decirle lo que es. Está petrificado. No es lo mismo que excremento fresco, me parece… En todo caso, Alexander, tiene poderes má gicos. Un trocito de eso me salvó de los puñ ales de los hombres azules ‑ explicó Dil Bahadur, señ alando la piedrecilla que colgaba de una tira de cuero sobre su pecho.

Kate no pudo evitar que se le pusieran los ojos en blanco y una mueca burlona bailara brevemente en sus labios, pero Alexander agradeció conmovido el regalo de su amigo y lo guardó en el bolsillo de su camisa.

– El Dragó n de Oro se fundió con la explosió n del helicó ptero; es una pé rdida grave, porque nuestro pueblo cree que la estatua defiende las fronteras y mantiene la prosperidad de la nació n ‑ dijo el general Kunglung.

– Tal vez no sea la estatua, sino la sabidurí a y prudencia de sus gobernantes las que hayan mantenido a salvo al paí s ‑ replicó Kate, ofrecié ndole con disimulo su torta de chocolate al leopardo, que la olisqueó brevemente, arrugó el hocico en un gesto de repugnancia y enseguida volvió a echarse junto a Nadia.

– ¿ Có mo podemos hacerle comprender al pueblo que puede confiar en el joven rey Dil Bahadur, aunque no cuente con el dragó n sagrado? ‑ preguntó el general.

– Con todo respeto, honorable general, posiblemente el pueblo tenga otra estatua dentro de poco ‑ dijo la escritora, quien por fin habí a aprendido a hablar de acuerdo a las normas de cortesí a en ese paí s.

– ¿ Tendrí a la honorable abuelita deseos de explicar a qué se refiere? ‑ interrumpió Dil Bahadur.

– Posiblemente un amigo mí o pueda resolver el problema ‑ dijo Kate y procedió a explicar su plan.

Al cabo de varias horas de lucha con la primitiva compañ í a de telé fonos del Reino Prohibido, la escritora habí a logrado comunicarse directamente con Isaac Rosenblat en Nueva York, para preguntarle si podí a fabricar un dragó n similar al anterior, basá ndose en cuatro fotografí as Polaroid, unas imá genes algo borrosas filmadas en video y una descripció n detallada que habí an dado los bandidos del Escorpió n, esperando congraciarse con las autoridades del paí s.

– ¿ Me está s pidiendo que haga una estatua de oro? ‑ preguntó a gritos desde el otro lado del planeta el buen Isaac Rosenblat.

– Sí, má s o menos del tamañ o de un perro, Isaac. Ademá s hay que incrustarle varios centenares de piedras preciosas, incluyendo diamantes, zafiros, esmeraldas y, por supuesto, un par de rubí es estrella idé nticos para los ojos.

– ¿ Quié n va a pagar todo esto, muchacha, por Dios?

– Un cierto coleccionista que tiene su oficina muy cerca de la tuya, Isaac ‑ replicó Kate Cold, muerta de risa.

La escritora estaba muy orgullosa de su plan. Se habí a hecho enviar desde Estados Unidos una grabadora especial, que no se vende en el comercio, pero que obtuvo gracias a sus contactos con un agente de la CIA, del cual se habí a hecho amiga durante un reportaje en Bosnia. Con ese aparato pudo escuchar las minú sculas cintas que Judit Kinski escondí a en su bolso. Contení an la informació n necesaria para descubrir la identidad del cliente llamado el Coleccionista. Con eso Kate pensaba presionarlo. Lo dejarí a en paz só lo a cambio de que repusiera la estatua perdida, era lo menos que podí a hacer para reparar el dañ o cometido. El Coleccionista habí a tomado precauciones para que las llamadas telefó nicas no fueran interceptadas, pero no sospechaba que cada uno de los agentes enviados por el Especialista para cerrar el trato grabó las negociaciones. Para Judit esas cintas grabadas eran un seguro de vida, que podí a usar si el asunto se poní a demasiado feo; por eso las llevaba siempre consigo, hasta que en la lucha con Tex Armadillo perdió el bolso. Kate Cold sabí a que el segundo hombre má s rico del mundo no permitirí a que la historia de sus tratos con una organizació n criminal, que incluí a el secuestro del monarca de una nació n pací fica, apareciera en la prensa y tendrí a que ceder a sus exigencias.

El plan expuesto por Kate sorprendió mucho a la corte del Reino Prohibido.

– Posiblemente fuera conveniente que la honorable abuelita consultara este asunto con los lamas. Su idea es muy bien intencionada, pero tal vez la acció n que pretende sea algo ilegal… ‑ sugirió amablemente Dil Bahadur.

– Tal vez no sea muy legal que digamos, pero el Coleccionista no merece un trato mejor. Dé jelo todo en mis manos, Majestad. En este caso se justifica plenamente ensuciar mi karma con un pequeñ o chantaje. Y a propó sito, si no es una impertinencia, ¿ puedo preguntar a Su Majestad qué trato recibirá Judit Kinski? ‑ preguntó Kate.

La mujer habí a sido encontrada, sin conocimiento y entumecida, por uno de los destacamentos enviados en su bú squeda por el general Kunglung. Habí a vagado por las montañ as durante dí as, perdida y hambrienta, hasta que se le congelaron los pies y ya no pudo seguir. El frí o la adormeció y fue quitá ndole rá pidamente los deseos de vivir. Judit Kinski se abandonó a su suerte con una especie de alivio secreto. Despué s de tantos riesgos y tanta codicia, la tentació n de la muerte resultaba dulce. En sus breves momentos de lucidez no vení an a su mente los triunfos de su pasado, sino el rostro sereno de Dorji, el rey. ¿ Qué razó n habí a para esa tenaz presencia en su memoria? En verdad nunca lo habí a amado. Fingió hacerlo porque necesitaba que é l le entregara el có digo del Dragó n de Oro, nada má s. Admití a, sin embargo, su admiració n por é l. Aquel hombre bondadoso le produjo una profunda impresió n. Pensaba que en otras circunstancias, o si ella fuera una mujer diferente, se habrí a enamorado inevitablemente de é l; pero no era el caso, de eso estaba segura. Por lo mismo le extrañ aba que el espí ritu del rey la acompañ ara en ese lugar gé lido donde esperaba su muerte. Los ojos apacibles y atentos del soberano fueron lo ú ltimo que vio antes de sumirse en la oscuridad.

La patrulla de soldados la encontró justo a tiempo para salvarle la vida. En ese momento estaba en un hospital, donde la mantení an sedada, despué s de haberle amputado algunos dedos de los pies y las manos, que se habí an congelado.

– Antes de morir, mi padre me ordenó que no condenara a Judit Kinski a prisió n. Deseo ofrecer a esa señ ora la ocasió n de mejorar su karma y evolucionar espiritualmente. La enviaré a pasar el resto de su vida en un monasterio budista en la frontera con Tí bet. El clima es algo rudo y está un poco aislado, pero las monjas son muy santas. Me han dicho que se levantan antes que salga el sol, pasan el dí a meditando y se alimentan apenas con unos granos de arroz ‑ dijo Dil Bahadur.

– ¿ Y usted cree que allí Judit alcanzará la sabidurí a?

– preguntó Kate, iró nica, dá ndole una mirada de complicidad al general Myar Kunglung.

– Eso depende só lo de ella, honorable abuelita ‑ respondió el prí ncipe.

– ¿ Puedo rogar a Su Majestad que por favor me llame Kate? É se es mi nombre ‑ pidió la escritora.

– Será un privilegio llamarla por su nombre. Tal vez la honorable abuelita Kate, sus valientes fotó grafos y mis amigos Nadia y Alexander deseen regresar a este humilde reino, donde Perna y yo siempre los estaremos esperando… ‑ dijo el joven rey.

– ¡ Claro que sí! ‑ exclamó Alexander, pero un codazo de Nadia le recordó sus modales y agregó ‑: Aunque posiblemente no merecemos la generosidad de Su Majestad y su digna novia, tal vez tengamos el atrevimiento de aceptar tan honrosa invitació n.

Sin poder evitarlo, todos se echaron a reí r, incluso las monjas que serví an ceremoniosamente el té y el pequeñ o Borobá, que daba saltos alegres, lanzando pedazos de pastel de chocolate al aire.

 



  

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