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CAPÍTULO DIECIOCHO – LA BATALLA



 

En el monasterio de Chenthan Dzong se llevaba a cabo la ú ltima parte del plan del Especialista. Cuando el helicó ptero se posó en el pequeñ o plano cubierto de nieve, formado en otros tiempos por una avalancha, fue recibido con entusiasmo, porque se trataba de una verdadera proeza. Tex Armadillo habí a marcado el lugar de aterrizaje con una cruz roja, trazada con un polvo de fresa para hacer refrescos, tal como le habí a indicado su jefe. Desde el aire la cruz se veí a como una moneda de veinticinco centavos, pero al acercarse era una señ al perfectamente clara. Ademá s del tamañ o reducido de la cancha, lo que obligaba a maniobrar con destreza para que la hé lice no se estrellara contra la montañ a, el piloto debí a navegar entre las corrientes de aire. En ese lugar las cumbres formaban un embudo donde el viento circulaba como un remolino.

El piloto era un hé roe de la Fuerza Aé rea de Nepal, un hombre de probado valor e integridad, a quien habí an ofrecido una pequeñ a fortuna por recoger «un paquete» y dos personas en ese lugar. No sabí a en qué consistí a la carga y no sentí a particular curiosidad por averiguarlo, le bastaba saber que no se trataba de drogas ni armas. El agente que lo habí a contactado se habí a presentado como miembro de un equipo internacional de cientí ficos, que estudiaban muestras de rocas en la regió n. Las dos personas y el «paquete» debí an ser trasladados de Chenthan Dzong a un destino desconocido en el norte de India, donde el piloto recibirí a la otra mitad de su pago.

El aspecto de los hombres que lo ayudaron a descender del helicó ptero no le gustó. No eran los cientí ficos extranjeros que esperaba, sino unos nó mades con la piel azul y expresió n patibularia, con media docena de puñ ales de diferentes formas y tamañ os en el cinturó n. Detrá s llegó un americano con ojos celestes, frí os como un glaciar, quien le dio la bienvenida y lo invitó a tomar una taza de café en el monasterio, mientras los otros echaban el «paquete» al helicó ptero. Era un pesado bulto de extrañ a forma envuelto en lona y amarrado firmemente con cuerdas, que debieron izar entre varios hombres. El piloto supuso que se trataba de las muestras de rocas.

El americano lo condujo a travé s de varias salas en completa ruina. Los techos apenas se sostení an, la mayor parte de las paredes se habí a derrumbado, el piso estaba levantado por efecto del terremoto y por raí ces que habí an surgido en los añ os de abandono. Un pasto seco y duro surgí a entre las grietas. Por todas partes habí a excrementos de animales, posiblemente tigres y cabras de alta montañ a. El americano le explicó al piloto que, en la prisa por escapar del desastre, los monjes guerreros que habitaban el monasterio habí an dejado atrá s armas, utensilios y algunos objetos de arte. El viento y otros temblores de tierra habí an tumbado las estatuas religiosas, que yací an en pedazos por el suelo. Costaba avanzar entre los escombros y cuando el piloto intentó desviarse, el americano lo cogió de un brazo y amable, pero firme, lo llevó al sitio donde habí an improvisado una cocinilla, con café instantá neo, leche condensada y galletas.

El hé roe de Nepal vio grupos de hombres con la piel teñ ida de un negro azuloso, pero no vio a una muchacha delgada, toda color de miel, que pasó muy cerca, deslizá ndose como un espí ritu entre las ruinas del antiguo monasterio. Se preguntó quié nes eran esos tipos de mala catadura, con turbantes y tú nicas, y qué relació n tení an con los supuestos cientí ficos que lo habí an contratado. No le gustaba el cariz que habí a tomado ese trabajo; sospechaba que el asunto tal vez no era tan legal y limpio como se lo habí an planteado.

– Debemos partir pronto, porque despué s de las cuatro de la tarde aumenta el viento ‑ advirtió el piloto.

– No tardaremos mucho. Por favor no se mueva de aquí. El edificio está a punto de caerse, esto es peligroso ‑ replicó Tex Armadillo y lo dejó con una taza en la mano, vigilado de cerca por los hombres de los puñ ales.

 

Al otro extremo del monasterio, pasando por innumerables salas cubiertas de escombros, estaban el rey y Judit Kinski solos, sin ataduras ni mordazas, porque, tal como dijo Tex Armadillo, escapar era imposible; el aislamiento del monasterio no lo permití a y la Secta del Escorpió n vigilaba. Nadia fue contando a los bandidos a medida que avanzaba. Vio que los muros externos de piedra estaban tan destrozados como las paredes internas; la nieve se apilaba por los rincones y habí a huellas recientes de animales salvajes, que tení an allí sus guaridas, y seguramente habí an huido ante la presencia humana. «Hablando con el corazó n» transmitió a Tensing sus observaciones. Cuando se asomó al lugar donde estaban el rey y Judit Kinski, avisó al lama que estaban vivos; entonces é ste consideró que habí a llegado el momento de actuar.

Tex Armadillo le habí a dado al rey otra droga para bajar sus defensas y anular su voluntad, pero, gracias al control sobre su cuerpo y su mente, el monarca logró mantenerse en taimado silencio durante el interrogatorio. Armadillo estaba furioso. No podí a dar por concluida su misió n sin averiguar el có digo del Dragó n de Oro, é se era el acuerdo con el cliente. Sabí a que la estatua «cantaba», pero de nada le servirí an al Coleccionista esos sonidos sin la fó rmula para interpretarlos. En vista de los escasos resultados con la droga, las amenazas y los golpes, el americano informó a su prisionero que torturarí a a Judit Kinski hasta que é l revelara el secreto o hasta matarla si fuera necesario, en cuyo caso su muerte pesarí a en la conciencia y el karma del rey. Sin embargo, cuando se aprestaba a hacerlo, llegó el helicó ptero.

– Lamento profundamente que por mi culpa usted se encuentre en esta situació n, Judit ‑ murmuró el rey, debilitado por las drogas.

– No es su culpa ‑ lo tranquilizó ella, pero a é l le pareció que estaba realmente asustada.

– No puedo permitir que le hagan dañ o, pero tampoco confí o en estos desalmados. Creo que aunque les entregue el có digo, igual nos matará n a ambos.

– En verdad no temo la muerte, Majestad, sino a la tortura.

– Mi nombre es Dorji. Nadie me ha llamado por mi nombre desde que murió mi esposa, hace muchos añ os ‑ susurró é l.

– Dorji… ¿ qué quiere decir?

– Significa rayo o luz verdadera. El rayo simboliza la mente iluminada, pero yo estoy muy lejos de haber alcanzado ese estado.

– Creo que usted merece ese nombre, Dorji. No he conocido a nadie como usted. Carece por completo de vanidad, a pesar de que es el hombre má s poderoso de este paí s ‑ dijo ella.

– Tal vez é sta sea mi ú nica oportunidad de decirle, Judit, que antes de estos desgraciados acontecimientos contemplaba la posibilidad de que usted me acompañ ara en la misió n de cuidar a mi pueblo…

– ¿ Qué significa eso exactamente?

– Pensaba pedirle que fuera la reina de este modesto paí s.

– En otras palabras, que me casara con usted…

– Comprendo que resulta absurdo hablar de eso ahora, cuando estamos a punto de morir, pero é sa era mi intenció n. He meditado mucho sobre esto. Siento que usted y yo estamos destinados a hacer algo juntos. No sé qué, pero siento que es nuestro karma. No podremos hacerlo en esta vida, pero posiblemente será en otra reencarnació n ‑ dijo el rey, sin atreverse a tocarla.

– ¿ Otra vida? ¿ Cuá ndo?

– Cien añ os, mil añ os, no importa, de todos modos la vida del espí ritu es una sola. La vida del cuerpo, en cambio, transcurre como un sueñ o efí mero, es pura ilusió n ‑ respondió el rey.

Judit le dio la espalda y fijó la vista en la pared, de modo que el rey ya no podí a ver su rostro. El monarca supuso que estaba turbada, como tambié n lo estaba é l.

– Usted no me conoce, no sabe có mo soy ‑ murmuró al fin la mujer.

– No puedo leer su aura ni su mente, como desearí a, Judit, pero puedo apreciar su clara inteligencia, su gran cultura, su respeto por la naturaleza…

– ¡ Pero no puede ver dentro de mí!

– Dentro de usted só lo puede haber belleza y lealtad ‑ le aseguró el monarca.

– La inscripció n de su medalló n sugiere que el cambio es posible. ¿ Usted realmente cree eso, Dorji? ¿ Podemos transformarnos por completo? ‑ preguntó Judit, volvié ndose para mirarlo a los ojos.

– Lo ú nico cierto es que en este mundo todo cambia constantemente, Judit. El cambio es inevitable, ya que todo es temporal. Sin embargo, a los seres humanos nos cuesta mucho modificar nuestra esencia y evolucionar a un estado superior de consciencia. Los budistas creemos que podemos cambiar por nuestra propia voluntad, si estamos convencidos de una verdad, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. Eso es lo que ocurrió con Sidarta Gautama: era un prí ncipe mimado, pero al ver la miseria del mundo se transformó en Buda ‑ replicó el rey.

– Yo creo que es muy difí cil cambiar… ¿ Por qué confí a en mí?

– Tanto confí o en usted, Judit, que estoy dispuesto a decirle cuá l es el có digo del Dragó n de Oro. No puedo soportar la idea de que usted sufra y mucho menos por mi culpa. No debo ser yo quien decida cuá nto sufrimiento puede soportar usted, é sa es su decisió n. Por eso el secreto de los reyes de mi paí s debe estar en sus manos. Entré guelo a estos malhechores a cambio de su vida, pero por favor, há galo despué s de mi muerte ‑ pidió el soberano.

– ¡ No se atreverá n a matarlo! ‑ exclamó ella.

– Eso no ocurrirá, Judit. Yo mismo pondré fin a mi vida, porque no deseo que mi muerte pese sobre la conciencia de otros. Mi tiempo aquí ha terminado. No se preocupe, será sin violencia, só lo dejaré de respirar ‑ le explicó el rey.

 

– Escuche atentamente, Judit, le daré el có digo y usted debe memorizarlo ‑ dijo el rey‑. Cuando la interroguen, explique que el Dragó n de Oro emite siete sonidos. Cada combinació n de cuatro sonidos representa uno de los ochocientos cuarenta ideogramas de un lenguaje perdido, el lenguaje de los yetis.

– ¿ Se refiere a los abominables hombres de las nieves? ¿ Realmente existen esos seres? ‑ preguntó ella, incré dula.

– Quedan muy pocos y han degenerado, ahora son como animales y se comunican con muy pocas palabras; sin embargo, hace tres mil añ os tuvieron un lenguaje y una cierta forma de civilizació n.

– ¿ Ese lenguaje está escrito en alguna parte?

– Se preserva en la memoria de cuatro lamas en cuatro diferentes monasterios. Nadie, salvo mi hijo Dil Bahadur y yo, conoce el có digo completo. Estaba escrito en un pergamino, pero lo robaron los chinos cuando invadieron Tí bet.

– De modo que la persona que tenga el pergamino puede descifrar las profecí as… ‑ dijo ella.

– El pergamino está escrito en sá nscrito, pero si se moja con leche de yak aparece en otro color un diccionario donde cada ideograma está traducido en la combinació n de los cuatro sonidos que lo representan. ¿ Comprende, Judit?

– ¡ Perfectamente! ‑ irrumpió Tex Armadillo, con una expresió n de triunfo y una pistola en la mano‑. Todo el mundo tiene su taló n de Aquiles, Majestad. Ya ve có mo obtuvimos el có digo despué s de todo. Admito que me tení a un poco preocupado, pensé que se llevarí a el secreto a la tumba, pero mi jefa resultó mucho má s astuta que usted ‑ agregó.

– ¿ Qué significa esto? ‑ murmuró el monarca, confundido.

– ¿ Nunca sospechó de ella, hombre, por Dios? ¿ Nunca se preguntó có mo y por qué Judit Kinski entró en su vida justamente ahora? No me explico có mo no averiguó el pasado de la paisajista experta en tulipanes antes de traerla a su palacio. ¡ Qué ingenuo es usted! Mí rela. La mujer por la cual pensaba morir es mi jefa, el Especialista. Ella es el cerebro detrá s de toda esta operació n ‑ anunció el americano.

– ¿ Es cierto lo que dice este hombre, Judit? ‑ preguntó el rey, incré dulo.

– ¿ Có mo cree que robamos su Dragó n de Oro? Ella descubrió có mo entrar al Recinto Sagrado: colocó una cá mara en su medalló n. Y para hacerlo tuvo que ganar su confianza ‑ dijo Tex Armadillo.

– Usted se valió de mis sentimientos… ‑ murmuró el monarca, pá lido como la ceniza, con los ojos fijos en Judit Kinski, quien no fue capaz de sostener su mirada.

– ¡ No me diga que hasta se enamoró de ella! ¡ Qué cosa má s ridí cula! ‑ exclamó el americano, soltando una risotada seca.

– ¡ Basta, Armadillo! ‑ le ordenó Judit.

– Ella estaba segura de que no podrí amos arrancarle el secreto por la fuerza, por eso se le ocurrió la amenaza de que la torturá ramos a ella. Es tan profesional, que pensaba cumplirla, nada má s que para asustarlo a usted y obligarlo a confesar ‑ explicó Tex Armadillo.

– Está bien, Armadillo, esto ha concluido. No es necesario hacerle dañ o al rey, ya podemos partir ‑ le ordenó Judit Kinski.

– No tan rá pido, jefa. Ahora me toca a mí. No pensará que voy a entregarle la estatua, ¿ verdad? ¿ Por qué harí a eso? Vale mucho má s que su peso en oro y pienso negociar directamente con el cliente.

– ¿ Se ha vuelto loco, Armadillo? ‑ ladró la mujer, pero no pudo seguir, porque é l la interrumpió, ponié ndole la pistola frente a la cara.

– Deme la grabadora o le vuelo los sesos, señ ora ‑ la amenazó Armadillo.

Por un segundo las pupilas siempre alertas de Judit Kinski se dirigieron a su bolso, que estaba en el suelo. Fue apenas un parpadeo, pero eso dio la clave a Armadillo. El hombre se inclinó para recoger el bolso, sin dejar de apuntarla, y vació el contenido en el suelo. Apareció una combinació n de artí culos femeninos, una pistola, unas fotografí as y algunos aparatos electró nicos, que el rey nunca habí a visto. Varias cintas de grabació n, en un formato minú sculo, cayeron tambié n. El americano las pateó lejos, porque no eran é sas las que buscaba. Só lo le interesaba aquella que aú n estaba en el aparato.

– ¿ Dó nde está la grabadora? ‑ gritó furioso.

Mientras con una mano apretaba la pistola contra el pecho de Judit Kinski, con la otra la cacheaba de arriba abajo. Por ú ltimo le ordenó desprenderse del cinturó n y las botas, pero no encontró nada. De sú bito se fijó en el ancho brazalete de hueso tallado que adornaba su brazo.

¡ Quí teselo! ‑ le ordenó en un tono que no admití a demoras.

A regañ adientes la mujer se desprendió del adorno y se lo pasó. El americano retrocedió varios pasos para examinarlo a la luz; enseguida dio un grito de triunfo: allí se ocultaba una diminuta grabadora que habrí a hecho las delicias del má s sofisticado espí a. En materia de tecnologí a, el Especialista iba a la vanguardia.

– Se arrepentirá de esto, Armadillo, se lo juro. Nadie juega conmigo ‑ masculló Judit, desfigurada de ira.

– ¡ Ni usted ni este viejo paté tico vivirá n para vengarse! Me cansé de obedecer ó rdenes. Usted ya pasó a la historia, jefa. Tengo la estatua, el có digo y el helicó ptero, no necesito nada má s. El Coleccionista estará muy satisfecho ‑ replicó é l.

Un instante antes que Tex Armadillo apretara el gatillo, el rey empujó violentamente a Judit Kinski, protegié ndola con su cuerpo. La bala destinada a ella le dio a é l en medio del pecho. La segunda bala sacó chispas en el muro de piedra, porque Nadia Santos habí a corrido como un bó lido y se habí a estrellado con todas sus fuerzas contra el americano, lanzá ndolo al suelo.

Armadillo se puso de pie de un salto, con la agilidad que le daban muchos añ os de entrenamiento en artes marciales. Apartó a Nadia de un puñ etazo y dio un salto de felino, para caer junto a la pistola, que habí a rodado a cierta distancia. Judit Kinski tambié n corrí a hacia ella, pero el hombre fue má s rá pido y se le adelantó.

 

Tensing irrumpió con los yetis en el otro extremo del monasterio, donde aguardaba la mayorí a de los hombres azules, mientras Alexander seguí a a Dil Bahadur en busca del rey, orientá ndose por las imá genes que Nadia habí a enviado mentalmente. Aunque Dil Bahadur habí a estado allí antes, no recordaba bien el plano del edificio y ademá s le costaba ubicarse entre los montones de escombros y otros obstá culos diseminados por todas partes. Iba adelante con su arco preparado, mientras Alexander lo seguí a, armado precariamente con el bastó n de madera que é l le habí a prestado.

Los jó venes trataron de evitar a los bandidos, pero de pronto se encontraron frente a una pareja de ellos, que al verlos se paralizó de sorpresa por un breve instante. Esa vacilació n fue suficiente para dar tiempo al prí ncipe de lanzar una flecha dirigida a la pierna de uno de sus contrincantes. De acuerdo a sus principios, no podí a tirar a matar, pero debí a inmovilizarlo. El hombre cayó al suelo con un grito visceral, pero el otro ya tení a en las manos dos cuchillos, que salieron disparados contra Dil Bahadur.

La acció n fue tan rá pida, que Alexander no se dio cuenta de có mo habí an sucedido las cosas. É l jamá s habrí a podido esquivar las dagas, pero el prí ncipe se movió levemente, como si ejecutara un discreto paso de danza, y las afiladas hojas de acero pasaron rozá ndolo, sin herirlo. Su enemigo no alcanzó a empuñ ar otro cuchillo, porque una flecha se le clavó con prodigiosa precisió n en el pecho, a pocos centí metros del corazó n, bajo la claví cula, sin tocar ningú n ó rgano vital.

Alexander aprovechó ese momento para descargar un bastonazo sobre el primer bandido, quien desde el suelo y sangrando de la pierna, ya se preparaba para usar otros de sus numerosos puñ ales. Lo hizo sin pensar, movido por la desesperació n y la urgencia, pero en el instante en que el grueso palo hizo contacto con el crá neo del otro, Alexander oyó el sonido de una nuez al ser partida. Eso le hizo recuperar la razó n y se dio cuenta de la brutalidad de su acto. Una oleada de ná usea lo invadió. Se cubrió de sudor frí o, se le llenó la boca de saliva y creyó que iba a vomitar, pero ya Dil Bahadur iba corriendo adelante y tuvo que vencer su debilidad y seguirlo.

El prí ncipe no temí a las armas de los bandidos, porque se creí a protegido por el má gico amuleto que le habí a dado Tensing y que llevaba colgado al cuello: el excremento petrificado de dragó n. Mucho má s tarde, cuando Alexander se lo contó a su abuela Kate, é sta comentó que eso no habí a salvado a Dil Bahadur de los puñ ales, sino su entrenamiento en tao‑ shu, que le permitió esquivarlos.

– No importa lo que fuera, lo cierto es que funciona ‑ replicó su nieto.

Dil Bahadur y Alexander irrumpieron en la sala donde estaba el rey en el mismo instante en que la mano de Tex Armadillo se cerraba sobre la pistola, ganá ndole por una milé sima de segundo a Judit Kinski. En lo que el americano se demoró en colocar el dedo en el gatillo, el prí ncipe lanzó su tercera flecha, atravesá ndole el antebrazo. Un terrible alarido escapó del pecho de Armadillo, pero no soltó el arma. La pistola quedó entre sus dedos, aunque era de suponer que le faltarí an fuerzas para apuntar o disparar.

– ¡ No se mueva! ‑ gritó Alexander, casi histé rico, sin calcular có mo podí a evitarlo, puesto que su palo nada podí a contra las balas del americano.

Lejos de obedecerle, Tex Armadillo tomó a Nadia con su brazo sano y la levantó como una muñ eca, protegié ndose con el cuerpo de ella. Borobá, que habí a seguido a Dil Bahadur y Alexander, corrió a colgarse de la pierna de su ama, chillando desesperado, pero una patada del americano lo lanzó lejos. Aunque todaví a estaba medio aturdida por el golpe, la chica intentó dé bilmente defenderse, pero el brazo de hierro de Armadillo no le permitió hacer ni el menor movimiento.

El prí ncipe calculó sus posibilidades. Confiaba ciegamente en su punterí a, pero el riesgo de que el hombre disparara a Nadia era muy alto. Impotente, vio a Tex Armadillo retroceder hacia la salida, arrastrando a la muchacha inerte, en direcció n a la pequeñ a cancha donde aguardaba el helicó ptero sobre una delgada capa de nieve.

Judit Kinski aprovechó la confusió n para escapar corriendo en la direcció n contraria, perdié ndose entre los vericuetos del monasterio.

 

Mientras todo esto sucedí a en un extremo del edificio, en el otro tambié n se desarrollaba una escena violenta. La mayorí a de los hombres azules se habí a concentrado en los alrededores de la improvisada cocina, donde tomaban licor de sus cantimploras, masticaban betel y discutí an en voz baja la posibilidad de traicionar a Tex Armadillo. Ignoraban, por supuesto, que Judit Kinski era realmente quien daba las ó rdenes; creí an que era un rehé n, como el rey. El americano les habí a pagado lo acordado en dinero contante y sonante, y sabí an que en India les esperaban las armas y caballos que completaban el trato, pero despué s de ver la estatua de oro cubierta de piedras preciosas, consideraban que se les debí a mucho má s. No les gustaba la idea de que el tesoro estuviera fuera de su alcance, instalado en el helicó ptero, aunque comprendí an que era la ú nica forma de sacarlo del paí s.

– Hay que raptar al piloto ‑ propuso el jefe entre dientes, echando miradas de reojo al hé roe nepalé s, quien bebí a su taza de café con leche condensada en un rincó n.

– ¿ Quié n irá con é l? ‑ preguntó uno de los bandidos.

– Yo iré ‑ decidió el jefe.

– ¿ Y quié n nos asegura que tú no te vas a quedar con el botí n? ‑ lo emplazó otro de sus hombres.

El jefe, indignado, llevó la mano a uno de sus puñ ales, pero no pudo completar el gesto, porque Tensing, seguido por los yetis, entró como un tornado por el ala sur de Chenthan Dzong. El pequeñ o destacamento era verdaderamente aterrador. Adelante iba el monje, armado con dos palos unidos por una cadena, que halló entre las ruinas de lo que en su tiempo fuera la sala de armas de los cé lebres monjes guerreros que habitaban el monasterio fortificado. Por la forma en que enarbolaba los palos y moví a su cuerpo, cualquiera podí a adivinar que era un experto en artes marciales. Detrá s iban los diez yetis, que normalmente eran de aspecto bastante temible y que en esas circunstancias eran como monstruos escapados de la peor pesadilla. Parecí an haberse multiplicado al doble, provocando el alboroto de una horda. Armados de garrotes y peñ ascos, con sus corazas de cuero y sus horrendos sombreros de cuernos ensangrentados, nada tení an de humanos. Gritaban y saltaban como orangutanes enloquecidos, felices de la oportunidad que se les brindaba de repartir garrotazos y, por qué no, de recibirlos tambié n, ya que era parte de la diversió n. Tensing les ordenó atacar, resignado al hecho de que no podrí a controlarlos. Antes de irrumpir en el monasterio elevó una breve oració n pidiendo al cielo que no hubiera muertos en el enfrentamiento, porque caerí an sobre su conciencia. Los yetis no eran responsables de sus actos; una vez que despertaba su agresividad, perdí an el poco uso de razó n que tení an.

Los supersticiosos hombres azules creyeron que eran ví ctimas del maleficio del Dragó n de Oro y que un ejé rcito de demonios acudí a a vengarse por el sacrilegio cometido. Podí an enfrentar a los peores enemigos, pero la idea de encontrarse ante fuerzas del infierno los aterrorizó. Echaron a correr como gamos, seguidos de cerca por los yetis, ante el espanto del piloto, quien se habí a aplastado contra el muro para dejarlos pasar, todaví a con la taza en la mano, sin saber qué sucedí a a su alrededor. Supuestamente habí a ido a buscar a unos cientí ficos, y en vez de ello se halló al centro de una horda de bá rbaros pintados de azul, de simios extraterrestres y un gigantesco monje armado como en las pelí culas chinas de kung‑ fu.

Pasada la estampida de bandidos y yetis, el lama y el piloto se encontraron sú bitamente solos.

Namasté ‑ saludó el piloto, cuando recuperó la voz, porque no se le ocurrió nada má s.

– Tachu kachi ‑ saludó en su lengua Tensing, incliná ndose brevemente, como si fuera una reunió n social.

– ¿ Qué diablos pasa aquí? ‑ preguntó el primero.

– Tal vez sea un poco difí cil de explicar. Los que llevan cascos con cuernos son mis amigos, los yetis. Los otros robaron el Dragó n de Oro y secuestraron al rey ‑ le informó Tensing.

– ¿ Se refiere al legendario Dragó n de Oro? ¡ Entonces eso es lo que pusieron en mi helicó ptero! ‑ gritó el hé roe de Nepal y salió disparado rumbo a la cancha de aterrizaje.

Tensing lo siguió. La situació n le parecí a ligeramente có mica, porque aú n no sabí a que el rey estaba herido. Por un hueco del muro vio correr montañ a abajo a los aterrorizados miembros de la Secta del Escorpió n, perseguidos por los yetis. En vano procuró llamar a los segundos con fuerza mental: los guerreros de Grr‑ ympr estaban divirtié ndose demasiado como para hacerle el menor caso. Sus espeluznantes alaridos de batalla se habí an transformado en chillidos de anticipado placer, como si fueran niñ os jugando. Tensing oró una vez má s para que no dieran alcance a ninguno de los bandidos: no deseaba seguir echá ndole manchas indelebles a su karma con má s actos de violencia.

 

El buen humor de Tensing cambió apenas salió del monasterio y vio la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Un extranjero, a quien identificó como el americano al mando de los hombres azules, de acuerdo con lo que le habí a dicho Nadia, estaba junto al helicó ptero. Tení a un brazo atravesado de lado a lado por una flecha, pero eso no le impedí a blandir una pistola. Con el otro brazo sostení a prá cticamente en el aire a Nadia, apretada contra su cuerpo, de modo que la muchacha le serví a de escudo.

A unos treinta metros se encontraba Dil Bahadur con el arco tenso y la flecha lista, acompañ ado por Alexander, quien a nada atinaba, paralizado en su sitio.

– ¡ Suelte el arco! ¡ Retí rense o mato a la chica! ‑ amenazó Tex Armadillo y a ninguno le cupo duda de que lo harí a.

El prí ncipe soltó su arma y los dos jó venes retrocedieron hacia las ruinas del edificio, mientras Tex Armadillo se las arreglaba para subir al helicó ptero arrastrando a Nadia, a quien lanzó adentro con su fuerza brutal.

– ¡ Espere! ¡ No podrá salir de aquí sin mí! ‑ gritó en ese momento el piloto, adelantá ndose, pero ya el otro habí a puesto el motor en marcha y la hé lice comenzaba a girar.

Para Tensing era la oportunidad de ejercitar sus supernaturales poderes psí quicos. La prueba má xima de un tulku consistí a en alterar la conducta de la naturaleza. Debí a concentrarse e invocar al viento para que impidiera al americano huir con el tesoro sagrado de su nació n. Sin embargo, si un remolino de aire cogí a al helicó ptero en pleno vuelo, Nadia perecerí a tambié n. La mente del lama calculó rá pidamente sus posibilidades y decidió que no podí a arriesgarse: una vida humana es má s importante que todo el oro del mundo.

Dil Bahadur volvió a tomar su arco, pero era inú til atacar esa má quina metá lica con flechas. Alexander comprendió que aquel desalmado se llevaba a Nadia y comenzó a gritar el nombre de su amiga. La joven no podí a oí rle, pero el rugido del motor y la ventolera de la hé lice lograron despercudirla de su aturdimiento. Habí a caí do como un saco de arroz sobre el asiento, empujada por su captor. En el momento en que el aparato comenzaba a elevarse, Nadia aprovechó que Tex Armadillo estaba ocupado con los controles, que debí a manejar con una sola mano, mientras el brazo herido colgaba inerte, y se deslizó hacia la puertezuela, la abrió y, sin mirar hacia abajo y sin pensarlo dos veces, saltó al vací o.

Alexander corrió hacia ella, sin cuidarse del helicó ptero, que se balanceaba sobre su cabeza. Nadia habí a caí do de má s de dos metros de altura, pero la nieve amortiguó el golpe, de otro modo se podrí a haber matado.

– ¡ Á guila! ¿ Está s bien? ‑ gritó Alexander, aterrado.

Ella lo vio acercarse y le hizo un gesto, má s sorprendida de su proeza que asustada. El rugido del helicó ptero en el aire ahogó las voces.

Tensing se aproximó tambié n, pero a Dil Bahadur le bastó saber que ella estaba viva y se volvió corriendo a la sala donde habí a dejado a su padre atravesado por la bala de Tex Armadillo. Cuando Tensing se inclinó sobre ella, Nadia le gritó que el rey estaba herido de gravedad y le hizo señ as de que fuera donde é l. El monje se precipitó al monasterio, siguiendo al prí ncipe, mientras Alexander procuraba acomodar un poco a su amiga, colocá ndole su chaqueta bajo la cabeza, en medio de la ventolera y el polvillo de nieve suelta que habí a levantado el helicó ptero. Nadia estaba bastante magullada por la caí da, pero el hombro que antes se le habí a dislocado se encontraba en su lugar.

– Parece que no me voy a morir tan joven ‑ comentó Nadia, haciendo acopio de valor para incorporarse. Tení a la boca y la nariz llenas de sangre del puñ etazo que le habí a propinado Armadillo.

– No te muevas hasta que vuelva Tensing ‑ le ordenó Alexander, quien no estaba para bromas.

Desde su posició n, de espaldas en el suelo, Nadia vio al helicó ptero ascender como un gran insecto de plata contra el azul profundo del cielo. Pasó rozando la pared de la montañ a y subió bamboleá ndose por el embudo que formaban en ese sitio las cimas del Himalaya. Durante largos minutos pareció que se achicaba en el firmamento, alejá ndose má s y má s. Nadia empujó a Alexander, quien insistí a en retenerla acostada sobre la nieve, y se puso de pie con gran esfuerzo. Se echó un puñ ado de nieve a la boca y enseguida lo escupió, rosado de sangre. La cara comenzaba a hinchá rsele.

– ¡ Miren! ‑ gritó de sú bito el piloto, quien no habí a despegado los ojos del aparato.

La má quina oscilaba en el aire, como una mosca detenida en pleno vuelo. El hé roe de Nepal sabí a exactamente lo que estaba sucediendo: un remolino de viento lo habí a envuelto y las aspas de la hé lice vibraban peligrosamente. Comenzó a gesticular desesperado, gritando instrucciones que, por supuesto, Armadillo no podí a oí r. La ú nica posibilidad de salir del remolino era volar con é l en espiral ascendente. Alexander pensó que debí a ser como el deporte de surfing: habí a que tomar la ola en el momento exacto y aprovechar el impulso, de otro modo la fuerza del mar lo revolcaba a uno.

Tex Armadillo tení a muchas horas de vuelo, era un requisito indispensable en su lí nea de trabajo, y habí a manejado toda clase de aviones, avionetas, planeadores, helicó pteros y hasta un globo dirigible; así cruzaba fronteras sin ser visto con trá fico de armas, drogas y objetos robados. Se consideraba un experto, pero nada lo habí a preparado para lo que ocurrió.

Justo cuando la má quina emergí a del embudo y é l lanzaba gritos de entusiasmo, como cuando domaba potros en su lejano rancho del oeste americano, sintió la tremenda vibració n que sacudí a la má quina. Comprendió que no podí a controlarla y é sta empezaba a dar vueltas má s y má s de prisa, como si estuviera batié ndose en una licuadora. Al ruido atronador del motor y la hé lice se sumó el rugido del viento. Trató de razonar, poniendo a su servicio sus nervios de acero y la experiencia acumulada, pero nada de lo que intentó dio resultados. El helicó ptero siguió girando enloquecido, atrapado por el remolino. De pronto un sonido estrepitoso y un golpe violento advirtieron a Armadillo que la hé lice se habí a roto. Siguió en el aire varios minutos má s, sostenido por la fuerza del viento, hasta que de repente é ste cambió de curso. Por un instante hubo silencio y Tex Armadillo tuvo la fugaz esperanza de que aú n podí a maniobrar, pero enseguida comenzó la caí da vertical.

Má s tarde Alexander se preguntó si el hombre se habí a dado cuenta de lo que sucedí a o si la muerte le alcanzó como un rayo, sin darle tiempo de sentirla llegar. Desde donde se encontraba, el muchacho no vio dó nde caí a el helicó ptero, pero todos oyeron la violenta explosió n, seguida por una negra y espesa columna de humo que ascendió al cielo.

 

Tensing encontró al rey inerte en el suelo, con la cabeza sobre las rodillas de su hijo Dil Bahadur, quien le acariciaba el cabello. El prí ncipe no habí a visto a su padre desde que era un niñ o de seis añ os, cuando lo arrancaron de su cama una noche para depositarlo en brazos de Tensing, pero pudo reconocerlo, porque durante esos añ os habí a guardado su imagen en la memoria.

– Padre, padre… ‑ murmuraba, impotente ante ese hombre que se desangraba ante sus ojos.

– Majestad, soy yo, Tensing ‑ dijo el lama, incliná ndose a su vez sobre el soberano.

El rey levantó los ojos, velados por la agoní a. Al enfocar la vista vio a un joven apuesto que se parecí a notablemente a su fallecida esposa. Le indicó con un gesto que se acercara má s.

– Escú chame, hijo, debo decirte algo… ‑ murmuró. Tensing se hizo a un lado, para darles un instante de privacidad.

– Anda de inmediato a la sala del Dragó n de Oro en el palacio ‑ ordenó con dificultad el monarca.

– Padre, han robado la estatua ‑ respondió el prí ncipe. ‑ Anda de todos modos.

– ¿ Có mo puedo hacerlo si no va usted conmigo?

Desde tiempos muy antiguos eran siempre los reyes quienes acompañ aban al heredero la primera vez, para enseñ arle a evitar las trampas mortales que protegí an el Recinto Sagrado. Esa primera visita del padre y el hijo al Dragó n de Oro era un rito de iniciació n y marcaba el fin de un reinado y el comienzo de otro.

– Deberá s hacerlo solo ‑ le ordenó el rey y cerró los ojos.

Tensing se acercó a su discí pulo y le puso una mano en el hombro.

– Tal vez debas obedecer a tu padre, Dil Bahadur ‑ dijo el lama.

En ese momento entraron a la sala Alexander, sosteniendo a Nadia por un brazo, porque le flaqueaban las rodillas, y el piloto de Nepal, quien todaví a no se reponí a de la pé rdida de su helicó ptero y del cú mulo de sorpresas experimentadas en esa misió n. Nadia y el piloto se quedaron a prudente distancia, sin atreverse a interferir en el drama que sucedí a ante sus ojos entre el rey y su hijo, mientras Alexander se agachaba para examinar el contenido del bolso de Judit Kinski, que aú n estaba en el suelo.

– Debes ir al Recinto del Dragó n de Oro, hijo ‑ repitió el rey.

– ¿ Puede mi honorable maestro Tensing venir conmigo? Mi entrenamiento es só lo teó rico. No conozco el palacio ni las trampas. Detrá s de la ú ltima Puerta me espera la muerte ‑ alegó el prí ncipe.

– Es inú til que vaya contigo, porque yo tampoco conozco el camino, Dil Bahadur. Ahora mi lugar está junto al rey ‑ replicó tristemente el lama.

– ¿ Podrá salvar a mi padre, honorable maestro? ‑ suplicó Dil Bahadur.

– Haré todo lo posible.

Alexander se acercó al prí ncipe y le entregó un pequeñ o artefacto, cuyo uso é ste no podí a imaginar.

– Esto puede ayudarte a encontrar el camino dentro del Recinto Sagrado. Es un GPS ‑ dijo.

– ¿ Un qué? ‑ preguntó el prí ncipe, desconcertado.

– Digamos que es un mapa electró nico para ubicarse dentro del palacio. Así puedes llegar hasta la sala del Dragó n de Oro, como hicieron Tex Armadillo y sus hombres para robar la estatua ‑ le explicó su amigo.

– ¿ Có mo puede ser eso? ‑ preguntó Dil Bahadur.

– Me imagino que alguien filmó el recorrido ‑ sugirió Alexander.

– Eso es imposible, nadie excepto mi padre tiene acceso a esa parte del palacio. Nadie má s puede abrir la Ú ltima Puerta ni eludir las trampas.

– Armadillo lo hizo, tiene que haber usado este aparato. Judit Kinski y é l eran có mplices. Tal vez tu padre le mostró a ella el camino… ‑ insistió Alexander.

– ¡ El medalló n! ¡ Armadillo dijo algo sobre una cá mara oculta en el medalló n del rey! ‑ exclamó Nadia, quien habí a presenciado la escena entre el Especialista y Tex Armadillo, antes que sus amigos irrumpieran en la sala.

Nadia se disculpó por lo que iba a hacer y, con el mayor cuidado, procedió a cachear la figura postrada del monarca, hasta que dio con el medalló n real, que se habí a deslizado entre el cuello y la chaqueta del rey. Le pidió al prí ncipe que lo ayudara a quitá rselo y é ste vaciló, porque ese gesto tení a un profundo significado: el medalló n representaba el poder real y en ningú n caso se atreverí a a arrebatá rselo a su padre. Pero la urgencia en la voz de su amiga Nadia lo obligó a actuar.

Alexander llevó la joya hacia la luz y la examinó brevemente. Descubrió de inmediato la cá mara en miniatura disimulada entre los adornos de coral. Se la mostró a Dil Bahadur y a los demá s.

– Seguramente Judit Kinski la puso aquí. Este aparato del tamañ o de una arveja filmó la trayectoria del rey dentro del Recinto Sagrado. Así es como Tex Armadillo y los guerreros azules pudieron seguirlo, todos sus pasos está n grabados en el GPS.

– ¿ Por qué esa mujer hizo eso? ‑ preguntó el prí ncipe, horrorizado, ya que en su mente no cabí a el concepto de la traició n o de la codicia.

– Supongo que por la estatua, que es muy valiosa ‑ aventuró Alexander.

– ¿ Oyeron la explosió n? El helicó ptero se estrelló y la estatua fue destruida ‑ dijo el piloto.

– Tal vez sea mejor así … ‑ suspiró el rey, sin abrir los ojos.

– Con la mayor humildad, me permito insinuar que los dos jó venes extranjeros acompañ en al prí ncipe al palacio. Alexander‑ Jaguar y Nadia‑ Á guila son de corazó n puro, como el prí ncipe Dil Bahadur, y posiblemente puedan ayudarlo en su misió n, Majestad. El joven Alexander sabe usar ese aparato moderno y la niñ a Nadia sabe ver y escuchar con el corazó n ‑ sugirió Tensing.

– Só lo el rey y su heredero pueden entrar allí, ‑ murmuró el monarca.

– Con todo respeto, Majestad, me atrevo a contradecirlo. Tal vez haya momentos en que se deba romper la tradició n… ‑ insistió el lama.

Un largo silencio siguió a las palabras de Tensing. Parecí a que las fuerzas del herido habí an llegado a su lí mite, pero de pronto se oyó de nuevo su voz.

– Bien, que vayan los tres ‑ aceptó por fin el soberano.

– Tal vez no serí a del todo inú til, Majestad, que yo diera una mirada a su herida ‑ sugirió Tensing.

– ¿ Para qué, Tensing? Ya tenemos otro rey, mi tiempo ha concluido.

– Posiblemente no tendremos otro rey hasta que el prí ncipe pruebe que puede serlo ‑ replicó el lama, levantando al herido en sus poderosos brazos.

 

El hé roe de Nepal encontró un saco de dormir que Tex Armadillo habí a dejado en un rincó n para improvisar una cama, donde Tensing colocó al rey. El lama abrió la ensangrentada chaqueta del herido y procedió a lavar el pecho para examinarlo. La bala lo habí a atravesado, dejando una perforació n brutal con salida por la espalda. Por el aspecto y ubicació n de la herida y por el color de la sangre, Tensing comprendió que los pulmones estaban comprometidos; no habí a nada que é l pudiera hacer; toda su capacidad de sanar y sus poderes mentales de poco serví an en un caso como é se. El moribundo tambié n lo sabí a, pero necesitaba un poco má s de tiempo para tomar sus ú ltimas medidas. El lama atajó la hemorragia, vendó firmemente el torso y dio orden al piloto de traer agua hirviendo de la improvisada cocina para hacer un té medicinal. Una hora má s tarde el monarca habí a recuperado el conocimiento y la lucidez, aunque estaba muy dé bil.

– Hijo, deberá s ser mejor rey que yo ‑ dijo a Dil Bahadur, indicá ndole que se colgara el medalló n real al cuello.

– Padre, eso es imposible.

– Escú chame, porque no hay mucho tiempo. É stas son mis instrucciones. Primero: cá sate pronto con una mujer tan fuerte como tú. Ella debe ser la madre de nuestro pueblo y tú el padre. Segundo: preserva la naturaleza y las tradiciones de nuestro reino; desconfí a de lo que viene de afuera. Tercero: no castigues a Judit Kinski, la mujer europea. No deseo que pase el resto de su vida en prisió n. Ella ha cometido faltas muy graves, pero no nos corresponde a nosotros limpiar su karma. Tendrá que volver en otra reencarnació n para aprender lo que no ha aprendido en é sta.

Recié n entonces se acordaron de la mujer responsable de la tragedia ocurrida. Supusieron que no podrí a llegar muy lejos, porque no conocí a la regió n, iba desarmada, sin provisiones, sin ropa abrigada y aparentemente descalza, ya que Armadillo la habí a obligado a quitarse las botas. Pero Alexander pensó que si habí a sido capaz de robar el dragó n en esa forma tan espectacular, tambié n era capaz de escapar del mismo infierno.

– No me siento preparado para gobernar, padre ‑ gimió el prí ncipe, con la cabeza gacha.

– No tienes elecció n, hijo. Has sido bien entrenado, eres valiente y de corazó n puro. Pide consejo al Dragó n de Oro.

– ¡ Ha sido destruido!

– Acé rcate, debo decirte un secreto.

Los demá s dieron varios pasos atrá s, para dejarlos solos, mientras Dil Bahadur poní a el oí do junto a los labios del rey. El prí ncipe escuchó atentamente el secreto mejor guardado del reino, el secreto que desde hací a dieciocho siglos só lo los monarcas coronados conocí an.

– Tal vez sea hora de que te despidas, Dil Bahadur ‑ sugirió Tensing.

– ¿ Puedo quedarme con mi padre hasta el final…?

– No, hijo, debes partir ahora mismo… ‑ murmuró el soberano.

Dil Bahadur besó a su padre en la frente y retrocedió. Tensing estrechó a su discí pulo en un fuerte abrazo. Se despedí an por mucho tiempo, tal vez para siempre. El prí ncipe debí a enfrentar su prueba de iniciació n y podí a ser que no regresara vivo; por su parte el lama debí a cumplir la promesa hecha a Grr‑ ympr y partir a reemplazarla por seis añ os en el Valle de los Yetis. Por primera vez en su vida Tensing se sintió derrotado por la emoció n: amaba a ese muchacho como a un hijo, má s que a sí mismo; separarse de é l le dolí a como una quemadura. El lama procuró tomar distancia y calmar la ansiedad de su corazó n. Observó el proceso de su propia mente, respiró hondo, tomando nota de sus desbocados sentimientos y del hecho de que aú n le faltaba un largo camino para alcanzar el absoluto desprendimiento de los asuntos terrenales, incluso de los afectos. Sabí a que en el plano espiritual no existe la separació n. Recordó que é l mismo le habí a enseñ ado al prí ncipe que cada ser forma parte de una sola unidad, todo está conectado. Dil Bahadur y é l mismo estarí an eternamente entrelazados, en esta y otras reencarnaciones. ¿ Por qué, entonces, sentí a esa angustia?

– ¿ Seré capaz de llegar hasta el Recinto Sagrado, honorable maestro? ‑ preguntó el joven, interrumpiendo sus pensamientos.

– Acué rdate que debes ser como el tigre del Himalaya: escucha la voz de la intuició n y del instinto. Confí a en las virtudes de tu corazó n ‑ replicó el monje.

 

El prí ncipe, Nadia y Alexander iniciaron el viaje de regreso a la capital. Como ya conocí an la ruta, iban preparados para los obstá culos. Usaron el atajo por el Valle de los Yetis, de modo que no se cruzaron con el destacamento de soldados del general Myar Kunglung, que en ese mismo momento ascendí a por el escarpado sendero de la montañ a, acompañ ados por Kate Cold y Pema.

Los hombres azules, en cambio, no pudieron evitar a Kunglung. Habí an corrido monte abajo, a la mayor velocidad que el abrupto terreno permití a, escapando de los horripilantes demonios que los perseguí an. Los yetis no lograron darles alcance, porque no se atrevieron a descender má s allá de sus lí mites habituales. Esas criaturas tení an grabada en la memoria gené tica su ley fundamental: mantenerse aislados. Muy rara vez abandonaban su valle secreto y, si lo hací an, era só lo para buscar alimento en las cumbres má s inaccesibles, lejos de los seres humanos. Eso salvó a la Secta del Escorpió n, porque el instinto de preservació n de los yetis fue má s fuerte que el deseo de atrapar a sus enemigos; llegó un momento en que se detuvieron en seco. No lo hicieron de buena gana, porque renunciar a una sabrosa pelea, tal vez la ú nica que se les presentarí a en muchos añ os, resultó un sacrificio enorme. Se quedaron por un largo rato aullando de frustració n, se dieron unos cuantos garrotazos entre ellos, para consolarse, y luego emprendieron cabizbajos el regreso a sus parajes.

Los guerreros del Escorpió n no supieron por qué los diablos de cascos ensangrentados abandonaban la persecució n, pero dieron gracias a la diosa Kali de que así fuera. Estaban tan asustados, que la idea de regresar para apoderarse de la estatua, como habí an planeado, no se les pasó por la mente. Siguieron bajando por el ú nico sendero posible e inevitablemente se encontraron frente a los soldados del Reino Prohibido.

– ¡ Son ellos, los hombres azules! ‑ gritó Pema apenas los vislumbró de lejos.

El general Myar Kunglung no tuvo dificultad en apresarlos, porque los otros no tení an có mo escapar. Se entregaron sin oponer la menor resistencia. Un oficial se encargó de conducirlos hacia la capital, vigilados por la mayorí a de los soldados, mientras Pema, Kate, el general y varios de sus mejores hombres continuaban hacia Chenthan Dzong.

– ¿ Qué les hará n a esos bandidos? ‑ preguntó Kate al general.

– Tal vez su caso sea estudiado por los lamas, consultado por los jueces y luego el rey decidirá su castigo. Al menos así se ha hecho en otros casos, pero en realidad no tenemos mucha prá ctica en castigar criminales.

– En Estados Unidos seguramente pasarí an el resto de sus vidas en prisió n.

– ¿ Y allí alcanzarí an la sabidurí a? ‑ preguntó el general.

Fueron tales las carcajadas de Kate, que estuvo a punto de caerse del caballo.

– Lo dudo, general ‑ replicó secá ndose las lá grimas, cuando al fin recuperó el equilibrio.

Myar Kunglung no supo qué le producí a tanta hilaridad a la vieja escritora. Concluyó que los extranjeros son personas algo raras, con modales incomprensibles, y que má s vale no perder energí a tratando de analizarlos; es suficiente con aceptarlos.

Para entonces empezaba a caer la noche y fue necesario detenerse y armar un pequeñ o campamento, aprovechando una de las terrazas cortadas en la montañ a. Estaban impacientes por llegar al monasterio, pero comprendí an que escalar sin má s luz que las linternas era una acció n descabellada.

Kate estaba extenuada. Al esfuerzo del viaje se sumaban la altura, a la cual no estaba habituada, y la tos, que no la dejaba en paz. Só lo la sostení a su voluntad de hierro y la esperanza de que arriba encontrarí a a Alexander y a Nadia.

– Tal vez no debiera preocuparse, abuelita. Su nieto y Nadia está n seguros, porque con el prí ncipe y Tensing nada malo puede pasarles ‑ la tranquilizó Pema.

– Algo muy malo debe haber ocurrido allá arriba para que esos bandidos huyeran de esa manera ‑ replicó Kate.

– Esos hombres mencionaron algo sobre el maleficio del Dragó n de Oro y la persecució n de unos diablos. ¿ Usted cree que en estas montañ as hay demonios, abuelita? ‑ preguntó la joven.

– No creo ninguna de esas tonterí as, niñ a ‑ replicó Kate, quien se habí a resignado a ser llamada abuelita por todo el mundo en ese paí s.

La noche se hizo muy larga y nadie pudo dormir demasiado. Los soldados prepararon un simple desayuno de té salado con manteca, arroz y unos vegetales secos con aspecto y sabor de suela de zapatos; luego continuaron la marcha. Kate no se quedaba atrá s, a pesar de sus sesenta y cinco añ os y sus pulmones debilitados por el humo del tabaco. El general Myar Kunglung nada decí a y no le dirigí a la mirada, por temor de cruzarse con los penetrantes ojos azules de ella, pero en su corazó n de guerrero empezaba a surgir una inevitable admiració n. Al principio la detestaba y no veí a las horas de librarse de ella, pero con el correr de los dí as dejó de considerarla una vieja imposible y le tomó respeto.

El resto del ascenso resultó sin sorpresas. Cuando por fin pudieron asomarse al monasterio fortificado, creyeron que allí no habí a nadie. Un silencio absoluto imperaba en las antiguas ruinas. Alertas, con las armas en la mano, el general y los soldados avanzaron adelante, seguidos de cerca por las dos mujeres. Así recorrieron una a una las vastas salas, hasta que llegaron a la ú ltima, en cuyo umbral fueron interceptados por un monje gigantesco provisto de dos palos unidos por una cadena. Con un complicado paso de danza é ste enarboló su arma y, antes de que el grupo alcanzara a reaccionar, enrolló la cadena en torno al cuello del general. Los soldados se inmovilizaron, desconcertados, mientras su jefe pataleaba en el aire entre los brazos monumentales del monje.

– ¡ Honorable maestro Tensing! ‑ exclamó Pema, encantada al verlo.

– ¿ Pema? ‑ preguntó é l.

– ¡ Soy yo, honorable maestro! ‑ dijo ella, y agregó, señ alando al humillado militar‑: Tal vez serí a prudente que soltase al honorable general Myar Kunglung…

Tensing lo depositó en el suelo con delicadeza, le quitó la cadena del cuello y se inclinó respetuosamente ante é l con las manos juntas a la altura de su frente.

– Tampo kachi, honorable general ‑ saludó.

– Tampo kachi. ¿ Dó nde está el rey? ‑ replicó el general, procurando disimular su indignació n y acomodá ndose la chaqueta del uniforme.

Tensing les cedió el paso y el grupo entró a la vasta habitació n. Medio techo se habí a desmoronado hací a añ os y el resto se sostení a a duras penas, habí a un gran hueco en uno de los muros exteriores, por donde entraba la luz difusa del dí a. Una nube, atrapada en la cima de la montañ a, creaba un ambiente brumoso, en el cual todo aparecí a desdibujado, como imá genes en un sueñ o. Un tapiz en hilachas colgaba entre las ruinas y una elegante estatua del Buda reclinado, milagrosamente intacta, estaba en el suelo, como sorprendida en pleno descanso.

Sobre una improvisada mesa yací a el cuerpo del rey, rodeado de media docena de velas de manteca encendidas. Una rá faga de aire frí o como cristal hací a vacilar las llamas de las velas en la niebla dorada. El heroico piloto de Nepal, que velaba junto al cadá ver, no se movió con la irrupció n de los militares.

A Kate Cold le pareció que presenciaba la filmació n de una pelí cula. La escena era irreal: la sala en ruinas, envuelta en una neblina algodonosa; los restos de estatuas centenarias y columnas partidas en el suelo; parches de nieve y escarcha en las irregularidades del piso. Los personajes eran tan teatrales como el escenario: el descomunal monje con cuerpo de guerrero mongol y rostro de santo, sobre cuyo hombro se balanceaba el monito Borobá; el severo general Myar Kunglung, varios soldados y el piloto, todos en uniforme, como caí dos allí por error; y finalmente el rey, quien aun en la muerte se imponí a con su presencia serena y digna.

– ¿ Dó nde está n Alexander y Nadia? ‑ preguntó la abuela, vencida por la fatiga.

 



  

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