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CAPÍTULO QUINCE – EL ACANTILADO



 

Tensing Decidió que debí an comer algo y descansar antes de planear el descenso de las muchachas al valle. Dil Bahadur comentó que la harina y la manteca que tení an no alcanzaba para todos, pero ofreció sus escasas provisiones a Pema y las niñ as, que no habí an comido en muchas horas. Tensing le ordenó hacer un fuego para hervir agua para el té y derretir la grasa de yak. Apenas eso estuvo listo, el monje metió las manos entre los pliegues de su tú nica, donde habitualmente llevaba su bolsa de mendigo, y empezó a sacar, como un mago, puñ ados de cereal, ajos, vegetales secos y otros alimentos para preparar la cena ante la sorpresa de los demá s.

– Esto es como la multiplicació n de los panes y los peces de Jesucristo, que sale en el Nuevo Testamento ‑ comentó Alexander maravillado.

– Mi maestro es muy santo. No es la primera vez que lo veo hacer milagros ‑ dijo el prí ncipe incliná ndose con profundo respeto ante el lama.

– Tal vez tu maestro no es tan santo como rá pido de manos, Dil Bahadur. En la cueva de los bandidos sobraban provisiones, que no debí an perderse ‑ replicó el lama incliná ndose tambié n.

– ¡ Mi maestro las robó! ‑ exclamó el discí pulo, incré dulo.

– Digamos que tal vez tu maestro las tomó prestadas… ‑ dijo Tensing.

Los jó venes intercambiaron una mirada de perplejidad y enseguida se echaron a reí r. Esa explosió n de alegrí a fue como abrir una vá lvula por donde escapó la tremenda ansiedad y el miedo en que habí an vivido durante dí as. La risa se fue contagiando y pronto estaban todos en el suelo sacudidos por incontenibles carcajadas, mientras el lama revolví a la olla con tsampa y serví a amablemente el té sin alterar para nada la serenidad de su rostro.

Por fin los jó venes se calmaron un poco, pero apenas el maestro les sirvió la austera cena, se doblaron de risa de nuevo.

– Tal vez cuando recuperen la cordura, quieran escuchar mi plan… ‑ sugirió Tensing, sin perder la paciencia.

El plan les cortó la risa en seco. Lo que sugerí a el lama era nada menos que bajar a las chicas por el acantilado. Se asomaron al borde y retrocedieron sin aliento: eran má s o menos ochenta metros de caí da vertical.

– Maestro, nadie ha bajado por allí jamá s ‑ dijo Dil Bahadur.

– Tal vez haya llegado el momento de que alguien sea el primero ‑ replicó Tensing.

Las muchachas se echaron a llorar, menos Pema, que desde el principio habí a dado ejemplo de fortaleza a las demá s, y Nadia, que decidió allí mismo que preferí a morir en manos de los bandidos o helada de frí o en un glaciar de las cumbres antes que bajar por ese precipicio. Tensing explicó que, si usaban ese atajo, las muchachas podrí an llegar a una aldea del valle y pedir socorro antes que cayera la noche. De otro modo estaban atascados allí arriba, con peligro de que el resto de la banda del Escorpió n los encontrara. Debí an devolver las muchachas a sus hogares y dar aviso al general Myar Kunglung para que rescatara al rey del monasterio fortificado antes que lo mataran. En cuanto a é l y Dil Bahadur, tomarí an la delantera para llegar a Chenthan Dzong lo antes posible.

Alexander no participó en la discusió n, sino que se puso a estudiar el asunto. ¿ Qué harí a su padre en esa situació n? Ciertamente John Cold encontrarí a la manera no só lo de bajar, sino tambié n de subir. Su padre habí a escalado montes má s escarpados que é se y lo habí a hecho en medio del invierno, a veces por puro deporte y otras para ayudara otros que se accidentaban o quedaban atrapados. John Cold era un hombre prudente y metó dico, pero no retrocedí a ante ningú n peligro cuando se trataba de salvar una vida.

– Con mi equipo de rapel creo que puedo bajar ‑ dijo.

– ¿ Cuá ntos metros de altura tiene esto? ‑ preguntó Nadia, sin mirar hacia abajo.

– Muchos. Mis cuerdas no alcanzan, pero hay algunas salientes como terrazas, podemos escalonar el descenso ‑ explicó Alex.

– Tal vez sea posible ‑ replicó Tensing, quien habí a ideado ese audaz plan despué s de verlo rescatar a Nadia del hoyo donde habí a caí do.

– Es muy arriesgado y con suerte puedo hacerlo; pero ¿ có mo podrá n descender estas chicas, que no tienen experiencia de montañ ismo? ‑ preguntó Alexander.

– Posiblemente se nos ocurrirá la manera de bajarlas… ‑ respondió el lama y enseguida pidió silencio para orar, porque llevaba muchas horas sin hacerlo.

Mientras Tensing meditaba sentado en una roca de cara al cielo infinito, Alexander medí a su cuerda, contaba sus picos, probaba el arné s, calculaba sus posibilidades y discutí a con el prí ncipe la mejor forma de efectuar esa arriesgada maniobra.

– ¡ Si al menos tuvié ramos un volantí n! ‑ suspiró Dil Bahadur.

Les contó a sus amigos extranjeros que en el Reino del Dragó n de Oro existí a el antiguo arte de fabricar volantines de seda en forma de pá jaro con alas dobles. Algunos eran tan grandes y firmes, que podí an sostener a un hombre de pie entre las alas. Tensing era experto en ese deporte y se lo habí a enseñ ado a su discí pulo. El prí ncipe recordaba su primer vuelo, un par de añ os atrá s, cuando al visitar un monasterio cruzó de una montañ a a otra, utilizando las corrientes de aire, que le permití an dirigir su frá gil vehí culo, mientras seis monjes sujetaban la larga cuerda del volantí n.

– Muchos se deben haber matado así … ‑ sugirió Nadia.

– No es tan difí cil como parece ‑ aseguró el prí ncipe. ‑ Debe de ser como los planeadores ‑ comentó Alexander.

– Un avió n con alas de seda… No creo que me gustara probarlo ‑ dijo Nadia, agradecida de que no hubiera volantines a mano.

 

Tensing rezaba para que no soplara viento, lo cual les impedirí a intentar el descenso. Tambié n rezaba para que el muchacho americano tuviera la experiencia y la determinació n necesarias y para que a los demá s no les faltara el valor.

– Es difí cil calcular la altura desde aquí, maestro Tensing, pero si mis cuerdas alcanzan hasta esa delgada terraza que se ve allí abajo puedo hacerlo ‑ le aseguró Alexander.

– ¿ Y las niñ as?

– Las bajaré una por una.

– Menos a mí ‑ interrumpió Nadia con firmeza.

– Nadia y yo queremos ir con usted y Dil Bahadur al monasterio ‑ dijo Alexander.

– ¿ Quié n conducirá a las muchachas hasta el valle? ‑ inquirió el lama.

– Tal vez el honorable maestro me permita hacerlo… ‑ dijo Pema.

– ¿ Cinco niñ as solas? ‑ interrumpió Dil Bahadur.

– ¿ Por qué no?

– La decisió n es tuya, de nadie má s, Pema ‑ dijo Tensing, mientras observaba, complacido, el aura dorada de la joven.

– Posiblemente cualquiera de ustedes pueda hacerlo mejor que yo, pero, si el maestro me autoriza y me apoya con sus oraciones, tal vez yo pueda cumplir mi parte con honor ‑ se ofreció la joven.

Dil Bahadur estaba pá lido. Habí a decidido, con la certeza ciega del primer amor, que Pema era la ú nica mujer para é l en este mundo. El hecho de que no conociera otras y su experiencia fuera equivalente a cero, no entraba en sus cá lculos. Temí a que ella se estrellara al fondo del acantilado o, en el caso de llegar abajo sana y salva, se perdiera o enfrentara otros riesgos. En esa regió n habí a tigres y no podí a olvidar a la Secta del Escorpió n.

– Es muy peligroso ‑ dijo.

– Tal vez mi discí pulo ha decidido acompañ ar a las jó venes? ‑ preguntó Tensing.

– No, maestro, debo ayudarlo a usted a rescatar al rey ‑ murmuró el prí ncipe, bajando la vista, avergonzado.

El lama lo llevó aparte, donde los demá s no pudieran oí rlos.

– Debes confiar en ella. Tiene el corazó n tan valiente como el tuyo, Dil Bahadur. Si vuestro karma es que os junté is, sucederá de todos modos. Si no lo es, nada que hagas cambiará el curso de la vida.

– ¡ No he dicho que quiera juntarme con ella, maestro!

– Tal vez no es necesario que lo digas ‑ sonrió Tensing.

Alexander decidió emplear las horas de luz que quedaban preparando el camino para el dí a siguiente. Antes que nada debí a asegurarse de que, con sus dos cuerdas de cincuenta metros cada una, podrí a hacerlo. Pasó media hora explicando a los demá s los principios bá sicos del rapel, desde la colocació n del arné s, sobre el cual se descendí a sentado, hasta los movimientos para aflojar y tensar la cuerda. La segunda cuerda se empleaba como seguridad. É l no la necesitaba, pero era indispensable para que las muchachas pudieran bajar.

– Ahora voy a descender hasta la terraza y allí mediré la altura hasta el fondo del acantilado ‑ anunció, una vez que habí a fijado su cuerda y se habí a colocado el arné s.

Todos observaron con gran interé s sus maniobras, menos Nadia, quien no se atreví a a asomarse al abismo. A Tensing, quien habí a pasado la vida escalando como una cabra por las montañ as del Himalaya, la té cnica de Alexander le resultaba fascinante. Estudió con asombro la cuerda resistente y liviana, los ganchos metá licos, las cinchas de seguridad, el ingenioso arné s. Maravillado, lo vio hacer un gesto de despedida con la mano y lanzarse al vací o sentado en el arné s. Con los pies se separaba de la pared vertical de roca y con las manos iba soltando la cuerda, de modo que se deslizaba en caí das de tres a cinco metros, sin esfuerzo aparente. En menos de cinco minutos llegó a la pestañ a del acantilado. Desde arriba se veí a diminuto. Estuvo allí una media hora, midiendo la altura hasta abajo con la segunda cuerda, que llevaba enrollada a la cintura. Luego trepó con mucho má s esfuerzo del empleado al bajar, pero sin grandes dificultades. Arriba lo recibieron con aplausos y gritos de alegrí a.

– Se puede hacer, maestro Tensing, la terraza es amplia y firme, cabemos las cinco muchachas y yo. La cuerda alcanza hasta abajo y creo que puedo enseñ arles a usar el arné s. Pero hay un problema ‑ dijo Alexander.

– ¿ Cuá l?

– En la terraza necesitaré las dos cuerdas, porque ellas no pueden hacerlo sin una cuerda de seguridad. Una se usa para colgar el arné s y la segunda se fija en las rocas con un aparato especial, que ya dejé colocado, y que me permite ayudar a bajar a las chicas de a poco. Es una indispensable medida de seguridad, por si pierden el control de la primera cuerda o si por cualquier razó n falla el sistema. Como no tienen experiencia, es imposible que lo hagan sin esa segunda cuerda.

– Entiendo, pero tenemos dos cuerdas. ¿ Cuá l es el problema?

– Las usaremos para llegar a la terraza. Luego ustedes las soltará n para que yo las fije allí y descienda a las muchachas hasta el pie del acantilado. ¿ Có mo voy a subir yo cuando las dos cuerdas esté n en la terraza? No puedo escalar la pared vertical sin ayuda. Un escalador experto demorarí a muchas horas, yo no me creo capaz de hacerlo. Es decir, necesitamos una tercera cuerda ‑ explicó Alexander.

– O bien un cordel que nos permita izar una de las cuerdas desde las terraza hasta aquí ‑ dijo Dil Bahadur.

– Exacto.

No disponí an de cincuenta metros de cordel. La primera idea fue, por supuesto, cortar tiras finas de la ropa que llevaban, pero comprendieron que no podí an quedar semidesnudos en ese clima, morirí an de frí o. Ninguna de las niñ as llevaba algo má s que un delgado sarong de seda y una chaquetilla. Tensing pensó en los rollos de cordel de pelo de yak que guardaban en su ermita, muy lejos de allí, pero no habí a tiempo de ir a buscarlos.

Para entonces se habí a puesto el sol y el cielo empezaba a volverse color í ndigo.

– Es muy tarde. Tal vez ha llegado la hora de prepararnos para pasar la noche má s o menos confortables. Mañ ana veremos qué solució n se nos ocurre ‑ dijo el lama.

– Ese cordel que necesitamos no tiene que ser muy firme, ¿ verdad? ‑ preguntó Pema.

– No, pero debe ser largo. Lo usaremos só lo para izar una de las cuerdas ‑ replicó Alexander.

– Tal vez nosotras podamos hacerlo… ‑ sugirió ella.

– ¿ Có mo? ¿ Con qué?

– Todas tenemos el cabello largo. Podemos cortarlo y trenzarlo.

Una expresió n de absoluto asombro se fijó en todos los rostros. Las muchachas se llevaron las manos a la cabeza y acariciaron sus largas melenas, que colgaban hasta la cintura. Nunca un par de tijeras tocaba la cabellera de una mujer del Reino Prohibido, porque se consideraba el mayor atributo de belleza y feminidad. Las solteras lo usaban suelto y se lo perfumaban con almizcle y jazmí n; las casadas lo untaban con aceite de almendras y lo trenzaban, formando elaborados peinados que decoraban con palillos de plata, turquesas, á mbar y corales. Só lo las monjas renunciaban a sus cabelleras y pasaban sus vidas con la cabeza rapada.

– Tal vez podemos sacar unas veinte trenzas delgadas de cada una. Multiplicado por cinco, son cien trenzas. Digamos que cada una mida cincuenta centí metros, tenemos cincuenta metros de pelo. Posiblemente yo puedo obtener unas veinticuatro de mi cabeza, así es que nos sobrarí a ‑ explicó Peina.

– Yo tambié n tengo pelo ‑ ofreció Nadia.

– Es muy corto, no creo que sirva ‑ observó Peina.

Una de las muchachas se echó a llorar desconsoladamente. Cortarse el cabello era un sacrificio demasiado grande, no podí an pedirle eso, dijo. Peina se sentó junto a ella y procedió a convencerla suavemente de que el cabello era menos importante que las vidas de todos ellos y la seguridad del rey; de todos modos volverí a a crecerle.

– Y mientras me crece, ¿ có mo voy a mostrarme en pú blico? ‑ sollozó la chica.

– Con inmenso orgullo, porque habrá s contribuido a salvar a nuestro paí s de la Secta del Escorpió n ‑ replicó Perra.

Mientras el prí ncipe y Alexander buscaban raí ces y bosta seca de animales para encender una pequeñ a fogata que los mantuviera tibios durante la noche, Tensing procedió a examinar a Nadia y ajustar sus vendas. Se mostró muy satisfecho: el hombro estaba todaví a algo machucado, pero sano, y Nadia no sentí a dolor.

Peina usó el cortaplumas suizo de Alexander para cortarse el cabello. Dil Bahadur no pudo mirar, estaba perturbado; le parecí a un acto demasiado í ntimo, casi doloroso. A medida que caí an los sedosos cabellos y aparecí a el cuello largo y la nuca frá gil de la joven, su belleza se transformaba y Perra quedó parecida a un mozalbete.

– Ahora puedo mendigar como una monja ‑ se rió, señ alando la tú nica del prí ncipe, que llevaba puesta, y su cabeza, donde se levantaban algunos mechones entre las peladuras.

Las demá s muchachas tomaron el cortaplumas y procedieron a raparse unas a otras. Luego se sentaron en cí rculo a trenzar una fina cuerda negra y brillante, con olor a almizcle y jazmí n.

 

Descansaron lo mejor que las circunstancias permití an en el estrecho refugio de las rocas. En el Reino del Dragó n de Oro no se usaba el contacto fí sico entre personas de diferente sexo, excepto en el caso de los niñ os, pero esa noche tuvieron que hacerlo, porque hací a mucho frí o y no contaban con má s abrigo que la ropa sobre sus cuerpos y dos pieles de yak. Tensing y Dil Bahadur habí an vivido en las cumbres y resistí an el clima mucho mejor que los demá s. Tambié n estaban acostumbrados a pasar privaciones, así es que cedieron las pieles y las porciones mayores de alimento a las muchachas. Alexander los imitó, aunque le sonaban las tripas de hambre, porque no quiso ser menos que los otros dos hombres. Tambié n repartió en minú sculos trocitos una barra de chocolate que encontró aplastada al fondo de su mochila.

Como disponí an de muy poco combustible, debí an mantener el fuego muy bajo, pero esas dé biles llamas les ofrecí an cierta seguridad. Al menos alejarí an a los tigres y los leopardos de nieve que habitaban esos montes. En una escudilla calentaron agua y prepararon té con manteca y sal, lo que los ayudó a soportar los rigores de la noche.

Durmieron apelotonados como cachorros, dá ndose calor unos a otros, protegidos del viento por la grieta donde se hallaban. Dil Bahadur no se atrevió a colocarse cerca de Pema, como deseaba, porque temió la mirada burlona de su maestro. Se dio cuenta de que habí a evitado informarla de que el rey era su padre y que é l no era un monje comú n y corriente. Le pareció que no era el momento de hacerlo, pero por otra parte sentí a que esa omisió n era tan grave como engañ arla. Alexander, Nadia y Borobá se acomodaron en estrecho abrazo y durmieron profundamente hasta que el primer rayo del alba se insinuó en el horizonte.

Tensing dirigió la primera oració n de la mañ ana y recitaron en coro Om mani padme hum varias veces. No adoraban una deidad, puesto que Buda era só lo un ser humano que habí a alcanzado la «iluminació n» o suprema comprensió n; enviaban sus oraciones como rayos de energí a positiva al espacio infinito y al espí ritu que reina en todo lo que existe. A Alexander, quien habí a crecido en una familia de agnó sticos, donde no se practicaba ninguna religió n, le maravillaba que en el Reino Prohibido hasta los actos má s cotidianos estaban impregnados de un sentido divino. La religió n en ese paí s era una forma de vida; cada persona cuidaba al Buda que llevaba dentro. Se sorprendió recitando el mantra sagrado con verdadero entusiasmo.

El lama bendijo los alimentos y los repartió, mientras Nadia circulaba las dos escudillas con té caliente.

– Posiblemente é ste será un hermoso dí a, soleado y sin viento ‑ anunció Tensing, escrutando el cielo.

– Tal vez si el honorable maestro lo ordenase, podrí amos empezar lo antes posible, porque el camino hasta el valle será largo ‑ sugirió Pema.

– Creo que, con un poco de suerte, en menos de una hora ustedes estará n abajo ‑ dijo Alexander alistando su equipo.

Poco despué s comenzó el descenso. Alexander se colocó el equipo y bajó como un insecto en pocos minutos hasta la terraza que asomaba en medio de la pared vertical del abismo. Perna manifestó que deseaba ser la primera en seguirlo. Dil Bahadur recogió la cuerda y le puso el arné s a Pema, explicá ndole una vez má s el mecanismo de los ganchos.

– Debes ir soltá ndote de a poco. Si hay un problema, no te asustes, porque yo te sujetaré con la segunda cuerda hasta que recuperes el ritmo, ¿ entendido? ‑ dijo.

– Tal vez serí a conveniente que no mirases hacia abajo. Te sostendremos con nuestro pensamiento ‑ añ adió Tensing, retirá ndose un par de pasos para concentrarse en enviar energí a mental a Pema. Dil Bahadur pasó por su cintura la cuerda, que estaba fija a una grieta en la roca con un aparato metá lico, y le hizo señ as a Pema de que estaba listo. Ella se aproximó al abismo y sonrió para disimular el pá nico que la asaltaba. ‑ Espero que nos volvamos a ver ‑ susurró Dil Bahadur, sin atreverse a decir má s por miedo a descubrir el secreto de amor que lo ahogaba desde que la vio por vez primera.

– Así lo espero yo tambié n. Elevaré mis oraciones y haré ofrendas para que puedan salvar al rey… Cuí date ‑ replicó ella, conmovida.

Pema cerró brevemente los ojos, encomendó su alma al cielo y se lanzó al vací o. Cayó como una piedra durante varios metros, hasta que logró controlar el gancho que tensaba la cuerda. Una vez que aprendió el mecanismo y adquirió ritmo, pudo continuar el descenso cada vez con má s seguridad. Con las piernas se separaba de las rocas y se daba impulso. Su tú nica flotaba en el aire y desde arriba parecí a un murcié lago. Antes de lo que esperaba, sintió la voz de Alexander indicá ndole que faltaba muy poco.

– ¡ Perfecto! ‑ exclamó el muchacho cuando la recibió en los brazos.

– ¿ Eso es todo? Terminó justo cuando empezaba a gustarme ‑ replicó ella.

La terraza era tan angosta y expuesta, que un ventarró n los habrí a desequilibrado, pero, tal como habí a anunciado Tensing, el clima ayudaba. Desde arriba izaron el arné s y se lo pusieron a otra de las muchachas. Estaba aterrada y no tení a el cará cter de Pema, pero el lama le clavó sus ojos hipnó ticos y logró tranquilizarla. Una a una descendieron las cuatro jó venes sin mayores problemas, porque cada vez que se atascaban o se soltaban Dil Bahadur las sostení a con la cuerda de seguridad. Cuando todas estuvieron en el delgado borde de la montañ a resultaba difí cil moverse, porque el peligro de rodar al abismo era enorme. Alexander habí a previsto esa dificultad y el dí a anterior habí a colocado varios ganchos para que pudieran sujetarse. Estaban listos para iniciar la segunda parte del descenso.

Dil Bahadur soltó las dos cuerdas, que Alexander utilizó para repetir la misma operació n desde la terraza hasta el pie del precipicio. Esta vez Pema no tení a quien la recibiera abajo, pero habí a adquirido confianza y se lanzó sin vacilar. Poco despué s la siguieron sus compañ eras.

Alexander les hizo una señ a de adió s, deseando con todo su corazó n que esas cuatro muchachas de aspecto tan frá gil, ataviadas de fiesta y con sandalias doradas, guiadas por otra vestida de monja, pudieran encontrar el camino hasta la primera aldea. Las vio alejarse cerro abajo hacia el valle hasta que se convirtieron en puntos diminutos y luego desaparecieron. El Reino del Dragó n de Oro contaba con muy pocas rutas para vehí culos y muchas de ellas eran intransitables durante las lluvias intensas o las tormentas de nieve, pero en esa é poca no habí a problema. Si las muchachas lograban llegar a un camino, seguramente alguien las recogerí a.

Alexander hizo una señ a y Dil Bahadur soltó la larga trenza de cabello negro con una piedra atada en el extremo. Despué s de maniobrar un poco desde arriba para dirigirla, cayó en la terraza, donde la recogió Alexander. Enrolló una cuerda y se la colgó en la cintura, luego ató la segunda a la trenza e indicó con señ as que la izaran. Dil Bahadur tiró de la trenza cuidadosamente, hasta que recibió el extremo de la cuerda en la cima del acantilado, la ató a un gancho y Alexander inició el ascenso.

 



  

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