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CAPÍTULO CATORCE – LA CUEVA DE LOS BANDIDOS



 

No fue difí cil para Alexander y sus nuevos amigos llegar a las cercaní as de la cueva de los guerreros del Escorpió n, porque Nadia les habí a señ alado la direcció n general y Borobá se encargó de lo demá s. El animal iba montado en los hombros de Alexander, con la cola envuelta en torno a su cuello y sujeto a dos manos de su pelo. No le gustaba subir montañ as y menos aú n bajarlas. Cada tanto el muchacho le daba manotazos para sacudí rselo, porque la cola lo ahorcaba y las manitos ansiosas del mono le arrancaban mechones a puñ ados.

Una vez que estuvieron seguros de la ubicació n de la cueva, se acercaron con grandes precauciones, utilizando los arbustos e irregularidades del terreno para cubrirse. No se veí a actividad por los alrededores, no se oí a nada má s que el viento entre los cerros y de vez en cuando el grito de un ave. En aquel silencio sus pisadas y hasta su respiració n parecí an atronadoras. Tensing seleccionó unas cuantas piedras y las puso en el pliegue que formaba su tú nica en la cintura; luego ordenó telepá ticamente a Borobá que fuera a espiar. Alexander respiró aliviado cuando por fin el mono lo soltó.

Borobá partió corriendo en direcció n a la cueva y regresó diez minutos má s tarde. No podí a informarles de lo que habí a visto, pero Tensing vio en su mente las confusas imá genes de varias personas y así supo que la cueva no se encontraba vací a, como temí an. Aparentemente las cautivas todaví a estaban allí, vigiladas por unos cuantos guerreros azules, pero la mayorí a habí a partido. Aunque eso facilitaba la tarea inmediata, Tensing consideró que no era buena noticia, porque significaba que los demá s seguramente estaban en Tunkhala. No le cabí a duda de que, tal como habí a sugerido el joven americano, el propó sito de los criminales al atacar el Reino Prohibido no era raptar media docena de chicas, sino robar el Dragó n de Oro.

Se arrastraron hasta la proximidad de la cueva, donde habí a un hombre en cuclillas, apoyado en un rifle. La luz le daba de frente y a esa distancia era un blanco fá cil para Dil Bahadur, pero para usar su arco debí a ponerse de pie. Tensing le hizo señ as de mantenerse aplastado contra el suelo y sacó una de las piedras que habí a juntado. Pidió perdó n mentalmente por la agresió n que iba a cometer y luego lanzó el proyectil sin vacilar, con toda la fuerza de su poderoso brazo. A Alexander le pareció que ni si quiera habí a apuntado, y por esa razó n su sorpresa fue enorme cuando el guardia cayó hacia delante sin un solo gemido, noqueado por la piedra que le dio medio a medio entre los ojos. El lama les indicó que lo siguieran.

Alexander cogió el arma del guardia, aunque jamá s habí a usado nada parecido y ni siquiera sabí a si estaba cargada. El peso del fusil en las manos le dio confianza y despertó en é l una agresividad desconocida. Sintió por dentro una tremenda energí a, en un segundo desaparecieron sus dudas y se dispuso a pelear como una fiera.

Los tres entraron juntos a la cueva. Tensing y Dil Bahadur emití an gritos escalofriantes y sin pensar lo que hací a, Alexander los imitó. Normalmente era una persona má s bien tí mida y nunca habí a chillado de esa manera. Toda su rabia, miedo y fuerza se concentraron en esos gritos que, junto a la descarga de adrenalina que corrí a por sus venas, lo hizo sentirse invencible, como el jaguar.

 

Dentro de la caverna habí a otros cuatro bandidos, la mujer de la cicatriz y, al fondo, las cautivas, que estaban amarradas de los tobillos. Tomados por sorpresa por aquel trí o de atacantes que rugí an como dementes, los guerreros azules vacilaron apenas un instante y enseguida echaron mano de sus puñ ales, pero bastó ese momento para que la primera flecha de Dil Bahadur diera en el blanco, atravesando el brazo derecho de uno de ellos.

La flecha no detuvo al bandido. Con un alarido de dolor, lanzó el puñ al usando la mano izquierda y de inmediato sacó otro de la faja de su cintura. El puñ al cruzó la estancia con un silbido, directo al corazó n del prí ncipe. Dil Bahadur no lo esquivó. El arma pasó rozando su axila, sin herirlo, mientras é l levantaba el brazo para disparar su segunda flecha y avanzaba con calma, convencido de que iba protegido por el escudo má gico del excremento de dragó n.

Tensing, en cambio, esquivaba los puñ ales que volaban a su alrededor con increí ble pericia. Una vida entera entrená ndose en el arte del tao‑ shu le permití a adivinar la trayectoria y la velocidad del arma. No necesitaba pensar, su cuerpo reaccionaba por instinto. Con un rá pido salto en el aire y una patada directo a la mandí bula, dejó a uno de los hombres fuera de combate y con un golpe lateral del brazo desarmó a otro que apuntaba con un fusil, sin darle tiempo de disparar. Enseguida se enfrentó a sus cuchillos.

Alexander no tuvo tiempo de apuntar. Apretó el gatillo y un tiro retumbó en el aire, estrellá ndose contra las paredes de roca. Recibió un empujó n de Dil Bahadur, que lo hizo tambalear y lo salvó por un pelo de recibir uno de los puñ ales. Cuando vio que los bandidos que quedaban en pie tomaban los fusiles, cogió el suyo por el cañ ó n, que estaba caliente, y corrió gritando a todo pulmó n. Sin saber lo que hací a descargó un golpe de culata en el hombro del hombre má s cercano, que no consiguió aturdirlo, pero lo dejó confundido y eso dio tiempo a Tensing de ponerle las manos encima. La presió n de sus dedos en un punto clave del cuello lo paralizó completamente. Su ví ctima sintió una descarga elé ctrica desde la nuca hasta los talones, se le doblaron las piernas y cayó como un muñ eco de trapo, con los ojos desorbitados y un grito atorado en la garganta, incapaz de mover ni los dedos.

En pocos minutos los cuatro hombres azules estaban por tierra. El guardia se habí a recuperado un poco de la pedrada, pero no tuvo ocasió n de echar mano de los cuchillos. Alexander le puso el cañ ó n de su arma en la sien y le ordenó que se juntara con los demá s. Lo dijo en inglé s, pero el tono fue tan claro que el hombre no dudó en obedecer. Mientras Alexander los vigilaba con el arma que no sabí a usar entre las manos, procurando aparecer lo má s decidido y cruel posible, Tensing procedió a atarlos con las cuerdas que habí a en la cueva.

Dil Bahadur avanzó con su arco listo, hacia el fondo, donde estaban las niñ as. Lo separaban de ellas una distancia de má s o menos diez metros y un hoyo con carbones encendidos, donde habí a un par de ollas con comida. Un grito lo detuvo en seco. La mujer de la cicatriz tení a su lá tigo en una mano y una cesta destapada en la otra, que agitaba sobre las cabezas de las cinco cautivas.

– ¡ Un paso má s y suelto los escorpiones sobre ellas! ‑ chilló la carcelera.

El prí ncipe no se atrevió a disparar. Desde la distancia en que se encontraba podí a eliminar a la mujer sin la menor dificultad, pero no podí a evitar que los mortales ará cnidos cayeran sobre las muchachas. Los hombres azules, y seguramente tambié n esa mujer, eran inmunes a la ponzoñ a, pero los demá s corrí an peligro de muerte.

Todos quedaron inmó viles. Alexander mantuvo la vista y el arma apuntada sobre sus prisioneros, dos de los cuales todaví a no habí an sido amarrados por Tensing y aguardaban la menor oportunidad para atacarlos. El lama no se atrevió a intervenir. Desde el sitio donde se encontraba só lo podí a usar contra la mujer sus extraordinarios poderes parapsicoló gicos. Trató de proyectar con la mente una imagen que la asustara, ya que habí a demasiada confusió n y distancia entre ambos como para intentar hipnotizarla. Distinguí a vagamente su aura y se dio cuenta de que era un ser primitivo, cruel y ademá s asustado, a quien seguramente deberí an controlar a la fuerza.

La pausa duró unos breves segundos, pero fueron suficientes para romper el equilibrio de las fuerzas. Un instante má s y Alexander habrí a tenido que disparar contra los hombres que se aprontaban para saltar sobre Tensing. De pronto ocurrió algo totalmente inesperado. Una de las muchachas se lanzó contra la mujer de la cicatriz y las dos rodaron, mientras la cesta salí a proyectada por el aire y se estrellaba en el piso. Un centenar de negros escorpiones se desparramó al fondo de la caverna.

La chica que habí a intervenido era Pema. A pesar de su constitució n delgada, casi eté rea, y de que estaba amarrada por los tobillos, hizo frente a su carcelera con una decisió n suicida, ignorando los golpes de lá tigo que é sta daba a ciegas y el peligro inminente de los escorpiones. Perra la golpeaba con los puñ os, la mordí a y le tiraba del pelo, luchando cuerpo a cuerpo, en clara desventaja, porque, ademá s de ser mucho má s fornida, la otra habí a soltado el lá tigo para empuñ ar el cuchillo de cocina que llevaba en la cintura. La acció n de Perra dio tiempo a Dil Bahadur de soltar el arco, tomar una lata de queroseno, que los bandidos usaban para sus lá mparas, regar el combustible por el suelo y prenderle fuego con un tizó n de la hoguera. Una cortina de llamas y humo espeso se elevó de inmediato, chamuscá ndole las pestañ as.

Desafiando el fuego, el prí ncipe llegó hasta Pema, quien estaba de espaldas en el suelo, con la mujerona encima, sujetando a dos manos el brazo que se acercaba má s y má s a su cara. La punta del cuchillo ya arañ aba la mejilla de Pema, cuando el prí ncipe cogió a la mujer por el cuello, la tiró hacia atrá s y con un golpe seco con el dorso de la mano en la sien la aturdió.

Pema se habí a levantado y estaba dá ndose palmadas desesperadas para apagar las llamas que lamí an su larga falda, pero la seda ardí a como yesca. El prí ncipe se la arrancó de un tiró n y luego se volvió hacia las otras muchachas, que gritaban de terror contra la pared. Utilizando el cuchillo de la mujer de la cicatriz, Pema rompió sus ligaduras y ayudó a Dil Bahadur a librar a sus compañ eras y guiarlas al otro lado de la cortina de fuego, donde los escorpiones se retorcí an achicharrados, hacia la salida de la cueva, que iba llená ndose de humo.

Tensing, el prí ncipe y Alexander arrastraron a sus prisioneros al aire libre y los dejaron amarrados firmemente de dos en dos, espalda contra espalda. Borobá aprovechó que los bandidos estaban indefensos para burlarse de ellos, lanzá ndoles puñ ados de tierra y mostrá ndoles la lengua, hasta que Alexander lo llamó. El mono le saltó a los hombros, le enroscó la cola en el cuello y se aferró a sus orejas con firmeza. El joven suspiró, resignado.

Dil Bahadur se apoderó de la ropa de uno de los bandidos y le entregó su há bito de monje a Pema, que estaba medio desnuda. Le quedaba tan enorme que tuvo que darle dos vueltas en torno a la cintura. Con gran repugnancia el prí ncipe se colocó los trapos negros y hediondos del guerrero del Escorpió n. Aunque preferí a mil veces quedar vestido só lo con su taparrabos, se daba cuenta de que apenas se pusiera el sol y bajara la temperatura, necesitarí a abrigo. Estaba tan impresionado con el valor y la serenidad de Pema, que el sacrificio de darle su tú nica le pareció mí nimo. No podí a despegar los ojos de ella. La joven agradeció su gesto con una sonrisa tí mida y se colocó el rú stico há bito rojo oscuro, que caracteriza a los monjes de su paí s, sin sospechar que estaba vestida con la ropa del prí ncipe heredero.

 

Tensing interrumpió las emotivas miradas entre Dil Bahadur y Pema para interrogar a la joven sobre lo que habí a oí do en la cueva. É sta confirmó lo que é l ya sospechaba: el resto de la banda planeaba robar el Dragó n de Oro y secuestrar al rey.

– Entiendo lo primero, porque la estatua es muy valiosa, pero no lo segundo. ¿ Para qué quieren al rey? ‑ preguntó el prí ncipe.

– No lo sé ‑ replicó ella.

Tensing estudió brevemente el aura de sus prisioneros, así escogió el má s vulnerable y se le plantó al frente, fijá ndolo con su penetrante mirada. La expresió n siempre dulce de sus ojos cambió por completo: las pupilas se achicaron como dos rayas y el hombre tuvo la sensació n de estar ante una ví bora. El lama recitó con voz monó tona unas palabras en sá nscrito, que só lo Dil Bahadur comprendió, y en menos de un minuto el asustado bandido estaba en su poder, sumido en un sueñ o hipnó tico.

El interrogatorio aclaró algunos aspectos del plan de la Secta del Escorpió n y confirmó que ya era tarde para impedir que la banda entrara al palacio. El hombre no creí a que le hubieran hecho dañ o al rey, porque las instrucciones del americano eran de apresarlo con vida, puesto que debí an obligarlo a confesar algo. Nada má s sabí a el hombre. La informació n má s importante que obtuvieron fue que el soberano y la estatua serí an llevados al monasterio abandonado de Chenthan Dzong.

– ¿ Có mo piensan escapar desde allí? Ese lugar es inaccesible ‑ preguntó el prí ncipe, extrañ ado.

– Volando ‑ dijo el bandido.

– Deben tener un helicó ptero ‑ sugirió Alexander, quien captaba a grandes rasgos lo que decí an, aunque no comprendí a el idioma, porque las imá genes se formaban en su mente telepá ticamente.

Así habí a sido la mayor parte de la comunicació n con el lama y el prí ncipe, hasta que Peina pudo ayudar con los detalles.

– ¿ Es Tex Armadillo a quien se refieren? ‑ preguntó Alexander.

No pudo averiguarlo, porque los bandidos só lo lo conocí an por «el americano» y Peina no lo habí a visto.

Tensing sacó al hombre del trance hipnó tico y luego anunció que dejarí an allí a los bandidos, despué s de asegurarse de que no podrí an soltar sus amarras. No les harí a mal pasar una o dos noches a la intemperie, hasta que los encontraran los soldados del rey o, si tení an suerte, sus propios compañ eros. Juntando las manos ante la cara e incliná ndose levemente, pidió perdó n a los maleantes por el tratamiento desconsiderado que les daba. Dil Bahadur hizo otro tanto.

– Oraré para que ustedes sean rescatados antes que lleguen los osos negros, los leopardos de nieve o los tigres ‑ dijo Tensing seriamente.

Alexander quedó bastante intrigado por esas muestras de cortesí a. Si la situació n se diera al revé s y ellos fueran los vencidos, esos hombres los asesinarí an sin hacerles tantas reverencias.

– Tal vez debemos ir al monasterio ‑ propuso Dil Bahadur.

– ¿ Qué será de ellas? ‑ preguntó Alexander señ alando a Perra y las otras muchachas.

– Posiblemente yo pueda conducirlas hasta el valle y avisar a las tropas del rey para que vayan tambié n al monasterio ‑ ofreció Perra.

– No creo que sea posible usar la ruta de los bandidos, porque deben haber otros vigilando en estas montañ as. Tendrá n que tomar un atajo ‑ replicó Tensing.

– Mi maestro no estará pensando en el acantilado… ‑ murmuró el prí ncipe.

– Tal vez no sea del todo una mala idea, Dil Bahadur ‑ sonrió el lama.

– ¿ Acaso mi honorable maestro bromea? ‑ sugirió el joven.

La respuesta del lama fue una amplia sonrisa, que iluminó su rostro, y un gesto indicando a los jó venes que lo siguieran. Echaron a andar por el mismo lugar por el que habí an llegado para reunirse con Nadia. Tensing iba delante, ayudando a trepar a las muchachas, quienes lo seguí an a duras penas, porque iban calzadas con sandalias, vestidas con sarongs y no tení an experiencia en terreno tan abrupto, pero ninguna se quejaba. Estaban muy agradecidas de haber escapado de los hombres azules y ese gigantesco monje les inspiraba una confianza absoluta.

Alexander, quien cerraba la fila detrá s del prí ncipe y Perra, dio una ú ltima mirada al paté tico grupo de bandidos que dejaba atrá s. Le parecí a increí ble haber participado en una pelea con aquellos asesinos profesionales; esas cosas só lo se veí an en las pelí culas de acció n. Acababa de sobrevivir a algo casi tan violento como lo que vivió en el Amazonas, cuando indios y soldados se enfrentaron en una batalla que dejó varios muertos, o cuando vio un par de cuerpos destrozados por las garras de las Bestias. No pudo disimular una sonrisa: definitivamente, hacer turismo con su abuela Kate no era para enclenques.

 

Nadia vio llegar a sus amigos en fila india por el desfiladero que conducí a a su escondite y salió a recibirlos emocionada, pero se detuvo en seco al ver a uno de los hombres azules en el grupo. Una segunda mirada le reveló que era Dil Bahadur. Habí an demorado menos de lo calculado, pero esas pocas horas a Nadia se le habí an hecho eternas. Durante ese tiempo llamó a su animal toté mico con la esperanza de que pudiera vigilarlos desde el aire, pero el á guila blanca no apareció y tuvo que resignarse a esperar con un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que no podí a transformarse en el gran pá jaro a voluntad, só lo ocurrí a en momentos de mucho peligro o de extraordinaria expansió n mental. Era algo parecido al trance. El á guila representaba su espí ritu, la esencia de su cará cter. Cuando tuvo la primera experiencia con ella en el Amazonas, se sorprendió de que fuera justamente un ave, porque ella sufrí a de vé rtigo y la altura la paralizaba de miedo. Nunca habí a soñ ado con volar, como los demá s chicos que conocí a. Si le hubieran preguntado antes cuá l podrí a ser su espí ritu toté mico, habrí a contestado que seguramente el delfí n, porque se identificaba con ese animal inteligente y juguetó n. El á guila, que volaba con tanta gracia por encima de las cumbres má s altas, la habí a ayudado mucho a superar su fobia, aunque a veces todaví a sentí a miedo de la altura. En ese mismo momento, la vista de los abruptos acantilados que se abrí an a sus pies la hací a temblar.

– Jaguar! ‑ gritó, corriendo hacia su amigo, sin dar ni una mirada a los demá s integrantes del grupo.

El primer impulso de Alexander fue abrazarla, pero se contuvo a tiempo: no querí a que los otros pensaran que Nadia era su chica o algo por el estilo.

– ¿ Qué pasó? ‑ preguntó ella.

– Nada interesante… ‑ replicó é l con un gesto de fingida indiferencia.

– ¿ Có mo liberaron a las niñ as?

– Muy fá cil: desarmamos a los bandidos, les dimos una golpiza, quemamos los escorpiones, ahumamos la cueva, torturamos a uno para obtener informació n y los dejamos amarrados sin agua y sin comida, para que mueran de a poco.

Nadia se quedó plantada con la boca abierta, hasta que Pema la estrechó en sus brazos. Las dos muchachas se contaron a toda prisa las peripecias que habí an sufrido desde que se separaron.

– ¿ Sabes algo de ese monje? ‑ susurró Pema al oí do de Nadia, señ alando a Dil Bahadur.

– Muy poco.

– ¿ Có mo se llama?

– Dil Bahadur.

– Eso quiere decir «corazó n valiente», un nombre apropiado. Tal vez me case con é l ‑ dijo Pema.

– ¡ Pero si acabas de conocerlo! ¿ Y ya te pidió que te casaras con é l? ‑ murmuró Nadia riendo.

– No, en general los monjes no se casan. Pero posiblemente se lo pediré yo, si se presenta la ocasió n ‑ replicó Pema con naturalidad.

 



  

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