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CAPÍTULO TRECE – EL DRAGÓN DE ORO (xxx)



 

Aquella Noche el rey habí a meditado ante el Gran Buda durante horas, como siempre hací a antes de bajar al Recinto Sagrado. Su capacidad para comprender la informació n que recibirí a de la estatua dependí a del estado de su espí ritu. Debí a tener el corazó n puro, limpio de deseos, temores, expectativas, recuerdos e intenciones negativas, abierto como la flor del loto. Oró con fervor, porque sabí a que su mente y su corazó n eran vulnerables. Sentí a que apenas sujetaba los hilos de su reino y los de su propia psique.

El rey habí a ascendido al trono muy joven, a raí z de la muerte prematura de su padre, sin haber terminado su entrenamiento con los lamas. Le faltaban conocimientos y no desarrolló como debí a sus habilidades paranormales. No podí a ver el aura de las personas ni leer sus pensamientos, no realizaba viajes astrales, no sabí a sanar con el poder de su mente, aunque habí a otras cosas que podí a hacer, como dejar de respirar y morir a voluntad.

Habí a compensado las fallas de su preparació n y sus carencias psí quicas con un gran sentido comú n y una continua prá ctica espiritual. Era un hombre bondadoso y sin ambició n personal, dedicado por entero al bienestar de su reino. Se rodeaba de colaboradores fieles, que lo ayudaban a tomar decisiones justas, y mantení a una eficiente red de informació n para saber lo que ocurrí a en su paí s y en el mundo. Reinaba con humildad, porque no se sentí a capacitado para el papel de rey. Esperaba retirarse a un monasterio cuando su hijo Dil Bahadur ascendiera al trono, pero despué s de conocer a Judit Kinski dudaba incluso de su vocació n religiosa. Esa extranjera era la ú nica mujer que habí a logrado inquietarlo desde la muerte de su esposa. Se sentí a muy confundido y en sus oraciones pedí a simplemente que se cumpliera su destino, cualquiera que é ste fuera, sin dañ ar a otros.

El monarca conocí a el có digo para descifrar los mensajes del Dragó n de Oro, porque lo habí a aprendido en la juventud; pero le faltaba la intuició n del tercer ojo, que tambié n era necesaria. Só lo podí a interpretar una parte de lo que la estatua transmití a. Cada vez que se presentaba ante ella, lamentaba sus limitaciones. Su consuelo era que su hijo Dil Bahadur estarí a mucho mejor preparado que é l para gobernar su nació n.

– É ste es mi karma en esta reencarnació n: ser rey sin merecerlo ‑ solí a murmurar con tristeza.

Esa noche, despué s de varias horas de intensa meditació n, sintió que su mente estaba limpia y su corazó n abierto. Se inclinó profundamente ante el Gran Buda, tocando el suelo con la frente, pidió inspiració n y se irguió. Le dolí an las rodillas y la espalda al cabo de tanto rato de inmovilidad. Ató al fiel Tschewang con una cadena a una argolla fija en la pared, bebió el ú ltimo sorbo de su té de jazmí n, ya frí o, tomó una vela y salió de la sala. Sus pies descalzos se deslizaban sin ruido sobre el suelo de piedra pulida. Por el camino se cruzó con algunos sirvientes que a esa hora limpiaban silenciosamente el palacio.

Por orden del general Myar Kunglung, la mayorí a de los guardias habí a partido a reforzar los escasos soldados y policí as del reino que buscaban a las muchachas desaparecidas. El rey escasamente notó su ausencia, porque el palacio era muy seguro. Los guardias cumplí an una funció n decorativa durante el dí a, pero por las noches só lo quedaba un puñ ado de ellos vigilando, ya que en realidad no se necesitaban. Jamá s la seguridad de la familia real habí a sido amenazada.

Las mil habitaciones del palacio estaban comunicadas entre sí por un verdadero enjambre de puertas. Algunas piezas contaban con cuatro salidas; otras, en forma hexagonal, tení an seis. Era tan fá cil perderse, que los arquitectos del antiguo edificio tallaron señ as en las puertas como guí a en los pisos superiores, pero en el de abajo, donde só lo tení an acceso algunos monjes y monjas, los guardias escogidos y la familia real, esas señ as no existí an. Como ademá s no habí a ventanas, porque estaba diez metros bajo tierra, no existí an puntos de referencia.

Los cuartos del subterrá neo, que recibí an ventilació n mediante un ingenioso sistema de tuberí as, se habí an impregnado a lo largo de los siglos de un olor peculiar a humedad, manteca de las lá mparas y diversas clases de incienso que los monjes encendí an para alejar a las ratas y a los malos espí ritus. Algunas piezas se usaban para almacenar los pergaminos de la administració n pú blica, estatuas, muebles; otras eran depó sitos de remedios, ví veres o anticuadas armas que ya nadie usaba, pero la mayorí a estaban vací as. Las paredes lucí an pinturas de escenas religiosas, dragones, demonios, largos textos en sá nscrito, horribles descripciones de los castigos que sufren las almas malvadas en el má s allá. Los techos tambié n estaban pintados, pero el tizne de las lá mparas los habí a vuelto negros.

A medida que se internaba en las entrañ as de su palacio, el rey iba encendiendo las lá mparas con la llama de su vela. Pensaba que ya era tiempo de instalar luz elé ctrica en todo el edificio; por el momento só lo habí a en un ala del piso superior, donde habitaba la familia real. Abrí a puertas y avanzaba sin vacilar, porque conocí a el camino de memoria.

Pronto llegó a una habitació n rectangular má s grande y alta que las demá s, alumbrada por una doble hilera de lá mparas de oro, en cuyo extremo se alzaba una grandiosa puerta de bronce y plata con incrustaciones de jade. Dos jó venes guardias, ataviados con el uniforme antiguo de los heraldos reales, con penachos de plumas en los gorros de seda azul y lanzas adornadas con cintas de colores, vigilaban a ambos lados de la puerta. Se notaba que estaban fatigados, porque llevaban varias horas de turno en la soledad y el silencio sepulcrales de esa cá mara. Al ver llegar a su rey cayeron de rodillas, tocaron el suelo con la frente y así permanecieron hasta que é l les dio su bendició n y les indicó que se pusieran de pie. Luego se volvieron de cara a la pared, como exigí a el protocolo, para no ver có mo el soberano abrí a la puerta.

El rey giró varios de los muchos jades que adornaban la puerta, empujó y é sta giró pesadamente sobre sus goznes. Atravesó el umbral y la maciza puerta volvió a cerrarse. A partir de ese momento se activaba automá ticamente el sistema de seguridad que protegí a el Dragó n de Oro desde hací a mil ochocientos añ os.

Oculto entre los gigantescos helechos del parque que rodeaba el palacio, Tex Armadillo seguí a cada paso del rey en los só tanos del palacio, como si fuera pegado a sus talones. Podí a verlo perfectamente en una pequeñ a pantalla, gracias a la tecnologí a moderna. El monarca no sospechaba que llevaba una minú scula cá mara de gran precisió n sobre el pecho, mediante la cual el americano lo vio salvar cada uno de los obstá culos y desarticular los mecanismos de seguridad que protegí an al Dragó n de Oro. Simultá neamente se grababan las coordenadas de su recorrido, como un mapa exacto, en un Global Positioning System (GPS), lo cual permitirí a seguirlo má s tarde. Tex no pudo evitar una sonrisa pensando en la genialidad del Especialista, quien nada dejaba al azar. Ese aparato, mucho má s sensible, preciso y de largo alcance que los de uso corriente, acababa de ser desarrollado en Estados Unidos para fines militares y no era asequible para el pú blico. Pero el Especialista podí a obtener cualquier cosa, para eso contaba con los contactos y el dinero necesario.

Agazapados entre las plantas y las esculturas del jardí n se encontraban los doce mejores guerreros azules de la secta, bajo el mando de Tex Armadillo. Los demá s llevaban a cabo el resto del plan en las montañ as, donde preparaban la huida con la estatua y donde tení an secuestradas a las muchachas. Tambié n esa distracció n era producto de la mente maquiavé lica del Especialista. Gracias a que la policí a y los soldados estaban ocupados buscá ndolas, ellos podí an penetrar en el palacio sin encontrar resistencia.

A pesar de que se sentí an muy seguros, los malhechores se moví an con cautela, porque las instrucciones del Especialista eran muy precisas: no debí an llamar la atenció n. Necesitaban varias horas de ventaja para poner a salvo la estatua y obtener el có digo de boca del rey. Sabí an el nú mero exacto de guardias que quedaban y dó nde se ubicaban. Ya habí an despachado a los cuatro que cuidaban los jardines y esperaban que sus cadá veres no fueran descubiertos hasta la mañ ana siguiente. Iban, como siempre, armados con un arsenal de puñ ales, en los que confiaban má s que en las armas de fuego. El americano llevaba una pistola Magnum con silenciador, pero, si todo salí a como estaba planeado, no tendrí a que usarla.

Tex Armadillo no disfrutaba particularmente de la violencia, aunque en su lí nea de trabajo resultaba inevitable. Consideraba que la violencia era para matones y é l se creí a un «intelectual», un hombre de ideas. Secretamente albergaba la ambició n de reemplazar al Especialista o formar su propia organizació n. No le gustaba la compañ í a de esos hombres azules; eran unos mercenarios brutales y traicioneros, con quienes apenas podí a comunicarse y no estaba seguro de que, llegado el caso, pudiera controlarlos. Le habí a asegurado al Especialista que só lo necesitaba un par de sus mejores hombres para llevar a cabo la misió n, pero por toda respuesta recibió la orden de ceñ irse al plan. Armadillo sabí a que la menor indisciplina o desviació n podrí a costarle la vida. A la ú nica persona que temí a en este mundo era al Especialista.

Sus instrucciones eran claras: debí a vigilar cada movimiento del rey mediante la cá mara oculta, esperar que llegara a la sala del Dragó n de Oro y activara la estatua, para asegurarse de que funcionaba, luego penetrarí a en el palacio y, usando el GPS, llegarí a hasta la ú ltima Puerta. Debí a llevar seis hombres, dos para cargar el tesoro, dos para secuestrar al rey y dos para protecció n. Tendrí a que penetrar al Recinto Sagrado evitando las trampas, para lo cual contaba con el video en su pantalla.

La idea de secuestrar al jefe de una nació n y robar su objeto má s precioso habrí a sido absurda en cualquier parte, menos en el Reino Prohibido, donde el crimen era casi desconocido y por lo tanto no habí a defensas. Para Tex Armadillo era casi un juego de niñ os atacar un paí s cuyos habitantes todaví a se alumbraban con velas y creí an que el telé fono era un artefacto má gico. El gesto despectivo se le borró de la cara cuando vio en su pantalla las formas ingeniosas en que estaba defendido el Dragó n de Oro. La misió n no era tan fá cil como imaginaba. Las mentes que inventaron esas trampas dieciocho siglos antes no eran en absoluto primitivas. Su ventaja consistí a en que la mente del Especialista era superior.

Cuando comprobó que el rey estaba en la ú ltima sala, indicó a seis de los guerreros azules que guardaran la retirada, como estaba previsto, y é l se dirigió al palacio con los demá s. Usaron una entrada de servicio del primer piso y de inmediato se encontraron en una pieza con cuatro puertas. Valié ndose del mapa en el GPS, el americano y sus secuaces pasaron con muy pocas vacilaciones de una habitació n a otra, hasta llegar al corazó n del edificio. En la sala de la ú ltima Puerta encontraron el primer obstá culo: dos soldados montaban guardia. Al ver a los intrusos levantaron sus lanzas, pero antes que alcanzaran a dar un paso, dos certeros puñ ales, lanzados desde varios metros de distancia, se les clavaron en el pecho. Cayeron de bruces.

Siguiendo paso a paso lo que mostraba el video en su pantalla, Tex Armadillo procedió a girar los mismos jades que habí a tocado antes el rey. La puerta se abrió pesadamente y los bandidos la atravesaron, encontrá ndose en una habitació n redonda con nueve puertas angostas, todas idé nticas. Las lá mparas encendidas por el monarca ardí an proyectando luces vacilantes en las piedras preciosas que decoraban las puertas.

Allí el rey se habí a colocado sobre un ojo pintado en el suelo, habí a abierto los brazos en cruz y enseguida habí a girado en un á ngulo de cuarenta y cinco grados, de modo que su brazo derecho apuntaba a la puerta que debí a abrir. Tex Armadillo lo imitó, seguido por los supersticiosos hombres del Escorpió n, que iban con un puñ al entre los dientes y otros dos en las manos. El americano suponí a que la pantalla no registraba todos los riesgos que enfrentarí an; algunos serí an puramente psicoló gicos o trucos de ilusionismo. Habí a visto al rey pasar sin vacilar por ciertas habitaciones que parecí an vací as, pero eso no significaba que lo estuvieran. Debí an seguirlo con mucha cautela.

– No toquen nada ‑ advirtió a sus hombres.

– Hemos oí do que en este lugar hay demonios, brujos, monstruos… ‑ murmuró uno de ellos en su inglé s chapuceado.

– Esas cosas no existen ‑ replicó Armadillo.

– Y tambié n dicen que un terrible maleficio acabará con quien ponga las manos sobre el Dragó n de Oro…

– ¡ Tonterí as! É sas son supersticiones, pura ignorancia.

El hombre se ofendió y, cuando tradujo el comentario del americano, los demá s estuvieron a punto de amotinarse.

– ¡ Yo creí a que ustedes eran guerreros, pero veo que se asustan como chiquillos! ¡ Cobardes! ‑ escupió Armadillo con infinito desprecio.

El primer bandido, indignado levantó su puñ al, pero Armadillo ya tení a la pistola en la mano y en sus pá lidos ojos habí a un brillo asesino. Los hombres azules estaban arrepentidos de haber aceptado esa aventura. La banda se ganaba la vida con delitos má s simples, é ste era un terreno desconocido. El trato era robar una estatua, a cambio de lo cual recibirí an un arsenal de armas de fuego modernas y un montó n de dinero para comprar caballos y todo lo demá s que se les ocurriera; sin embargo, nadie les advirtió que el palacio estaba embrujado. Ya era tarde para echarse atrá s, no quedaba má s remedio que seguir al americano hasta el final.

 

Despué s de vencer uno a uno los obstá culos que protegí an el tesoro, Tex Armadillo y cuatro de sus hombres se encontraron en la sala del Dragó n de Oro. A pesar de que contaban con moderna tecnologí a, que les permití a ver lo que hizo el rey para no caer en las trampas, habí an perdido dos hombres, que perecieron de una muerte atroz, uno al fondo de un pozo y el otro con un veneno poderoso que le devoró la carne en pocos minutos.

Tal como el americano habí a imaginado, no enfrentaron só lo celadas mortales, sino tambié n ardides psicoló gicos. Para é l fue como descender a un infierno psicodé lico, pero logró mantenerse calmado, repitié ndose que gran parte de las espeluznantes imá genes que los asaltaron estaban só lo en su mente. Era un profesional que ejercí a un control total sobre su cuerpo y su mente. Para los primitivos hombres de la Secta del Escorpió n, en cambio, el viaje hacia el dragó n fue mucho peor, porque no sabí an distinguir entre lo real y lo imaginario. Estaban acostumbrados a enfrentar toda suerte de albures sin retroceder, pero les daba terror cualquier cosa que resultara inexplicable. Ese misterioso palacio los tení a con los nervios de punta.

Al entrar en la sala del Dragó n de Oro no sabí an qué encontrarí an, porque las imá genes en la pantalla no eran claras. Los cegó el brillo de las paredes, recubiertas de oro, donde se reflejaban las luces de muchas lá mparas de aceite y de gruesas velas de cera de abeja. El olor de las lá mparas y del incienso y la mirra, que se quemaban en los perfumeros, impregnaba el aire. Se detuvieron en el umbral ensordecidos por un sonido ronco, gutural, imposible de describir, algo que en una primera impresió n era como si una ballena soplara dentro de una tuberí a metá lica. Al minuto, sin embargo, se distinguí a cierta coherencia en el ruido y pronto resultaba evidente que se trataba de una especie de lenguaje. El rey, sentado en la posició n del loto frente a la estatua, les daba la espalda y no los oyó entrar, porque estaba completamente inmerso en esos sonidos y concentrado en su tarea.

El monarca salmodiaba las lí neas de un cá ntico, modulando extrañ as palabras, y enseguida por la boca de la estatua salí a la respuesta, que retumbaba en la habitació n. Así se producí a una reverberació n tan intensa, que se sentí a en la piel, en el cerebro, en todos los nervios. El efecto era como encontrarse en el interior de una gran campana.

Ante los ojos de Tex Armadillo y los guerreros azules estaba el Dragó n de Oro en todo su esplendor: cuerpo de leó n, patas con grandes garras, cola enroscada de reptil, alas emplumadas, una cabeza de aspecto feroz, provista de cuatro cachos, con ojos protuberantes y las fauces abiertas, revelando una doble hilera de dientes filudos y una lengua bí fida de serpiente. La estatua, de oro puro, medí a má s de un metro de largo y otro tanto de alto. El trabajo de orfebrerí a era delicado y perfecto: cada escama del cuerpo y la cola lucí a una piedra preciosa, las plumas de las alas terminaban en diamantes, la cola tení a un intrincado dibujo de perlas y esmeraldas, los dientes eran de marfil y los ojos dos rubí es estrella perfectos, cada uno del tamañ o de un huevo de paloma. El animal mitoló gico se hallaba sobre una piedra negra, al centro de la cual asomaba un trozo de cuarzo amarillento.

Los bandidos quedaron paralizados de sorpresa durante unos instantes, tratando de sobreponerse al efecto de las luces, el aire enrarecido y ese ruido atronador. Ninguno esperaba que la estatua fuera tan extraordinaria; hasta el má s ignorante del grupo se dio cuenta de que se hallaban frente a algo de incalculable valor. Todos los ojos brillaban de codicia y cada uno de ellos imaginó có mo cambiarí a su vida con una sola de esas piedras preciosas.

Tex Armadillo tambié n sucumbió a la má gica fascinació n de la estatua, a pesar de que no se consideraba un hombre particularmente ambicioso, se dedicaba a ese trabajo porque le gustaba la aventura. Se enorgullecí a de llevar una vida simple, en plena libertad, sin ataduras sentimentales ni de otras clases. Acariciaba la idea de retirarse en la vejez, cuando se cansara de correr mundo, y pasar sus ú ltimos añ os en su rancho en el oeste americano, donde criaba caballos de carreras. En algunas de sus misiones habí a tenido fortunas entre las manos, sin haber sentido nunca la tentació n de apoderarse de ellas; le bastaba su comisió n, que siempre era muy alta, pero al ver la estatua pensó traicionar al Especialista. Con ella en su poder, nada podrí a detenerlo, serí a inmensamente rico, podrí a cumplir todos sus sueñ os, incluso tener su propia organizació n, mucho má s fuerte incluso que la del Especialista. Por unos instantes se abandonó al placer de esa idea, como quien se regocija en una ensoñ ació n, pero enseguida volvió a la realidad. «É sta debe ser la maldició n de la estatua: provoca una codicia irresistible», pensó. Debió realizar un gran esfuerzo para concentrarse en el resto del plan. Hizo una silenciosa señ al a sus hombres y é stos avanzaron hacia el rey con los puñ ales en las manos.

 



  

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