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CAPÍTULO DOCE – LA MEDICINA DE LA MENTE



 

Lo Primero que percibió Nadia al volver en sí fue el olor rancio de la pesada piel de yak que la envolví a. Entreabrió los ojos y nada pudo ver. Quiso moverse, pero estaba inmovilizada; trató de hablar, pero no le salió la voz. De sú bito la asaltó un dolor insoportable en un hombro y en pocos segundos se extendió al resto de su cuerpo. Se sumió de nuevo en la oscuridad, con la sensació n de que caí a en un vací o infinito, donde se perdí a por completo. En ese estado flotaba tranquila, pero apenas tení a un asomo de conciencia sentí a el dolor traspasá ndola como flechas. Incluso desmayada, gemí a.

Por fin empezó a despertar, pero su cerebro parecí a envuelto en una materia blancuzca y algodonosa, de la cual no podí a desenredarse. Al abrir los ojos vio el rostro de Jaguar inclinado sobre ella y supuso que se habí a muerto, pero luego sintió su voz llamá ndola. Consiguió enfocar la vista y, al sentir la quemante punzada en el hombro, se dio cuenta de que aú n estaba viva.

– Á guila, soy yo… ‑ dijo Alexander, tan asustado y conmovido ante su amiga, que apenas podí a contener las lá grimas.

– ¿ Dó nde estamos? ‑ murmuró ella.

Un rostro color de bronce, de ojos almendrados y expresió n serena, surgió ante su vista.

– Tampo kachi, niñ a valiente ‑ la saludó Tensing. Sostení a una escudilla de madera en la mano y le indicaba que debí a beber.

Nadia tragó con dificultad un lí quido tibio y amargo, que le cayó como una pedrada en el estó mago vací o. Sintió ná useas, pero la mano del lama presionó con firmeza su pecho y de inmediato desapareció el malestar. Bebió un poco má s y pronto Jaguar y Tensing se borraron, y cayó en un sueñ o profundo y tranquilo.

Valié ndose de la cuerda y la linterna, Alexander habí a descendido al barranco en pocos segundos, donde encontró a Nadia hecha un ovillo entre los matorrales, helada e inmó vil, como muerta. El alivio que sintió al comprobar que aú n respiraba le arrancó un grito. Cuando intentó moverla vio el brazo colgando y supuso que tendrí a algú n hueso roto, pero no se detuvo a averiguarlo. Lo primordial era sacarla de ese hoyo, pero calculó que no serí a fá cil subirla desmayada.

Se quitó el arné s y se lo colocó a Nadia; enseguida usó su cinturó n para inmovilizarle el brazo contra el pecho.

Dil Bahadur y Tensing izaron a la chica con mucho cuidado, para evitar que se golpeara contra las piedras, y luego lanzaron la cuerda para que Alexander pudiera trepar.

Tensing examinó a Nadia y determinó que antes que nada debí an hacerla entrar en calor. Del brazo se ocuparí a despué s. Le dio un poco de licor de arroz, pero estaba inconsciente y no tragaba. Entre los tres la frotaron de arriba abajo durante largos minutos, hasta que consiguieron activar la circulació n y, tan pronto le volvieron un poco los colores, la envolvieron en una de las pieles como un paquete, cubriendo incluso la cara.

Con sus largos bastones, la cuerda de Alexander y la otra piel de yak improvisaron una angarilla y así transportaron a la muchacha hasta un pequeñ o refugio cercano, una de las muchas grietas y cavernas naturales de las montañ as. El viaje de vuelta hasta la ermita de Tensing y Dil Bahadur era demasiado complicado y largo cargando a Nadia, por eso el lama decidió que allí estarí an a salvo de los bandidos y podrí an descansar por el resto de la noche.

 

Dil Bahadur encontró unas raí ces secas, con las cuales improvisó un pequeñ o fuego que les dio algo de calor y luz. Le quitaron la parka a Nadia con grandes precauciones y Alexander no pudo contener una exclamació n de susto cuando vio el brazo de su amiga colgando, hinchado hasta el doble del tamañ o normal, con el hueso del hombro fuera de su lugar. Tensing, en cambio, no se inmutó.

El lama abrió su cajita de madera y procedió a colocar las agujas en ciertos puntos de la cabeza de Nadia para suprimirle el dolor. Enseguida extrajo medicinas vegetales de su bolsa y las molió entre dos piedras, mientras Dil Bahadur derretí a manteca en su escudilla. El lama mezcló la grasa con los polvos, formando una pasta oscura y fragante. Sus manos expertas colocaron el hueso de Nadia en su sitio y luego cubrieron el á rea con la pasta, sin que la muchacha hiciera ni el menor movimiento, completamente tranquilizada por las agujas. Tensing explicó telepá ticamente y por señ as a Alexander que el dolor produce tensió n y resistencia, lo cual bloquea la mente y reduce la capacidad natural de curació n. Ademá s de anestesiar, la acupuntura activaba el sistema inmunoló gico del cuerpo. Nadia no sufrí a, aseguró.

Dil Bahadur desgarró un extremo de su tú nica para obtener vendajes, puso a hervir agua con un poco de ceniza de la fogata y en ese lí quido remojó las tiras de tela, que el lama utilizó para envolver el hombro herido. Enseguida Tensing inmovilizó el brazo con una bufanda, retiró las agujas de acupuntura y le indicó a Alexander que refrescara la frente de Nadia con escarcha y nieve, que habí a en las grietas entre las rocas, para bajarle la fiebre.

En las horas siguientes Tensing y Dil Bahadur se concentraron en curar a Nadia con fuerza mental. Era la primera vez que el prí ncipe realizaba esa proeza con un ser humano. Su maestro lo habí a entrenado durante añ os en esa forma de sanar, pero só lo habí a practicado con animales heridos.

Alexander comprendió que sus nuevos amigos intentaban atraer energí a del universo y canalizarla para fortalecer a Nadia. Dil Bahadur le traspasó mentalmente la noció n de que su maestro era mé dico, ademá s de un poderoso tulku, que contaba con la inmensa sabidurí a de encarnaciones anteriores. Aunque no estaba seguro de haber comprendido bien los mensajes telepá ticos, Alexander tuvo el buen tino de no interrumpirlos ni hacer preguntas. Permaneció junto a Nadia, refrescá ndola con nieve y dá ndole a beber agua en los momentos en que despertaba. Mantuvo el fuego encendido hasta que se terminaron las raí ces que serví an de combustible. Pronto las primeras luces del alba rasgaron el manto de la noche, mientras los monjes, sentados en la posició n de loto, con los ojos cerrados y la mano derecha sobre el cuerpo de su amiga, murmuraban mantras.

Tiempo despué s, cuando Alexander pudo analizar lo que experimentó durante esa extrañ a noche, la ú nica palabra que se le ocurrió para definir lo que hicieron ese par de misteriosos hombres fue «magia». No tení a otra explicació n para la forma en que curaron a Nadia. Supuso que el polvo con el cual habí an formado la pasta era un poderoso remedio desconocido en el resto del mundo, pero estaba seguro de que fue sobre todo la fuerza mental de Tensing y Dil Bahadur lo que produjo el milagro.

Durante las horas en que el lama y el prí ncipe aplicaron sus poderes psí quicos para sanar a Nadia, Alexander pensaba en su madre, allá lejos en California. Imaginaba el cá ncer como un terrorista escondido en su organismo, listo para atacarla a placer en cualquier momento. Su familia habí a celebrado la recuperació n de Lisa Cold, pero todos sabí an que el peligro no habí a pasado. La combinació n de quimioterapia con el agua de la salud, obtenida en la Ciudad de las Bestias, y las hierbas del brujo Walimai habí a ganado el primer asalto, pero la pelea no habí a terminado. Al ver có mo Nadia se reponí a a una velocidad pasmosa durante la noche, mientras los monjes oraban en silencio, Alexander se propuso traer a su madre al Reino del Dragó n de Oro, o estudiar é l mismo ese maravilloso mé todo para curarla.

Al amanecer Nadia despertó sin fiebre, con buenos colores en la cara y con un hambre voraz. Borobá, acurrucado a su lado, fue el primero en saludarla. Tensing preparó tsampa y ella lo devoró como si fuera una delicia, aunque en realidad era una mazamorra grisá cea con gusto a avena ahumada. Tambié n bebió con ansia la poció n medicinal que le dio el lama.

Nadia les contó en inglé s su aventura con los guerreros azules, el secuestro de Pema y las otras muchachas, y la ubicació n de la cueva. Se dio cuenta de que el hombre y el joven que la habí an salvado captaban las imá genes que se formaban en su mente. De vez en cuando Tensing la interrumpí a para aclarar algú n detalle y, si ella «escuchaba con el corazó n», podí a entenderle. Quien má s problemas tení a para la comunicació n era Alexander, a pesar de que los monjes tambié n adivinaban sus pensamientos. Estaba extenuado, se le cerraban los ojos de sueñ o y no comprendí a có mo el lama y el discí pulo se mantení an tan alertas, despué s de haber pasado una parte de la noche ocupados en el rescate de Nadia y el resto en oració n.

– Hay que salvar a esas pobres muchachas antes de que les suceda una desgracia irreparable ‑ dijo Dil Bahadur, despué s de escuchar el relato de Nadia.

Pero Tensing no manifestó la misma prisa del prí ncipe. Interrogó a la joven para saber exactamente qué habí a oí do en la cueva y ella le repitió las pocas palabras que habí a entendido Perna. Tensing preguntó si estaba segura de que habí an mencionado al Dragó n de Oro y al rey.

– ¡ Mi padre puede estar en peligro! ‑ exclamó el prí ncipe.

– ¿ Tu padre? ‑ preguntó Alexander, extrañ ado.

– El rey es mi padre ‑ explicó Dil Bahadur.

– He estado pensando en todo esto y estoy seguro de que esos criminales no llegaron hasta el Reino Prohibido só lo para robar unas cuantas chicas. Eso podrí an haberlo hecho má s fá cilmente en India… ‑ sugirió Alexander.

– ¿ Quieres decir que vinieron por otra razó n? ‑ preguntó Nadia.

– Creo que raptaron a las muchachas como distracció n, pero su verdadero propó sito tiene que ver con el rey y con el Dragó n de Oro.

– ¿ Robar la estatua, por ejemplo? ‑ insinuó Nadia.

– Entiendo que es muy valiosa. No me explico por qué mencionaron al rey, pero no puede ser para nada bueno ‑ concluyó Alex.

Tensing y Dil Bahadur, habitualmente impasibles, no pudieron evitar una exclamació n. Discutieron en su idioma por unos minutos y enseguida el lama anunció que debí an descansar por tres o cuatro horas antes de ponerse en acció n.

La ubicació n del sol indicaba alrededor de las nueve de la mañ ana cuando los amigos despertaron. Alexander echó una mirada a su alrededor y só lo vio montañ as y má s montañ as, como si estuvieran en el fin del mundo, pero comprendió que no se encontraban lejos de la civilizació n, sino muy bien escondidos. El lugar escogido por el lama y su discí pulo estaba protegido por grandes rocas y era difí cil llegar a é l a menos que se conociera su ubicació n. Era evidente que ellos lo habí an usado antes, porque habí a restos de velas en un rincó n. Tensing explicó que para bajar al valle se debí a dar un largo rodeo, a pesar de que no estaban lejos, porque los aislaba un alto acantilado y los guerreros azules bloqueaban el ú nico sendero transitable que conducí a a la capital.

La temperatura de Nadia era normal, no sentí a dolor y su brazo se habí a deshinchado. De nuevo estaba muerta de hambre y comió todo lo que le ofrecieron, incluso un bocado de un queso verde con un olor muy poco apetecible que Tensing extrajo de su bolsa. El lama renovó la pasta que cubrí a el hombro de la muchacha, se lo envolvió con los mismos trapos, puesto que no disponí a de otros, y enseguida la ayudó a dar unos pasos.

– ¡ Mira, Jaguar, estoy completamente bien! Podré conducirlos a la cueva donde tienen a Peina y las otras chicas ‑ exclamó Nadia, dando unos brincos para probar lo que decí a.

Pero Tensing le ordenó que volviera a tenderse sobre su improvisado lecho, porque no estaba del todo sana todaví a, necesitaba descanso; su cuerpo era el templo de su espí ritu y debí a tratarlo con respeto y cuidado, dijo. Le dio como tarea visualizar los huesos en su sitio, el hombro desinflamado y su piel libre de los machucones y arañ azos que habí a sufrido en los ú ltimos dí as.

– Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge de nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos construyen el mundo ‑ dijo el monje telepá ticamente.

Nadia captó a grandes rasgos la idea: con su mente podí a curarse. Eso es lo que habí an hecho por ella Tensing y Dil Bahadur durante la noche.

– Peina y las otras chicas corren grave peligro. Pueden estar todaví a en la cueva de donde yo escapé, pero tambié n puede ser que ya se las hayan llevado… ‑ explicó Nadia a Alexander.

– Dijiste que allí tení an un campamento con armas, arreos y provisiones. No creo que sea fá cil movilizar todo eso en pocas horas ‑ anotó é l.

– En todo caso, hay que apurarse, Jaguar.

Tensing le indicó que ella se quedarí a reposando, mientras é l y los dos jó venes irí an al rescate de las cautivas. No estaban lejos y Borobá podrí a guiarlos. Nadia trató de explicarle que se enfrentarí an a los feroces hombres de la Secta del Escorpió n, pero le pareció que el lama no entendió bien, porque por toda respuesta obtuvo una plá cida sonrisa.

 

Tensing y Dil Bahadur no disponí an de sus armas, excepto el arco y el carcaj con flechas del prí ncipe y los dos largos bastones de madera que llevaban siempre; lo demá s habí a quedado en su ermita. Como ú nico escudo, el prí ncipe llevaba colgado al pecho el má gico trozo de excremento petrificado de dragó n que habí an encontrado en el Valle de los Yetis. Cuando competí an en serio, como hací an en ciertas ocasiones en los monasterios donde el prí ncipe recibí a instrucció n, usaban una variedad de armas. Eran competencias amistosas y rara vez alguien salí a aporreado, porque los monjes guerreros tení an experiencia y eran muy cuidadosos. El gentil Tensing se colocaba una dura coraza de cuero acolchado que le cubrí a el pecho y la espalda, ademá s de protecciones metá licas en las piernas y en los antebrazos. Su tamañ o, de por sí enorme, se duplicaba, convirtié ndolo en un verdadero gigante. Encima de esa mole humana, su cabeza se veí a demasiado pequeñ a y la dulzura de su expresió n parecí a completamente fuera de lugar. Sus armas preferidas eran discos metá licos con puntas afiladas como navajas, que lanzaba con increí ble precisió n y velocidad, y su pesada espada, que ningú n otro hombre podrí a levantar con ambos brazos y é l blandí a en el aire con una sola y sin esfuerzo. Era capaz de desarmar a otro con un solo movimiento de los brazos, partir en dos una coraza con la espada o lanzar los discos rozando las mejillas de sus contrincantes sin herirlos.

Dil Bahadur no poseí a la fuerza o la destreza de su maestro, pero era á gil como un gato. No usaba coraza ni otras protecciones, porque entorpecí an sus movimientos y la velocidad era su mejor defensa. En una competencia podí a eludir cuchillos, flechas y lanzas, escamoteando el cuerpo como una comadreja. Verlo en acció n era un espectá culo prodigioso, parecí a estar danzando. Su arma predilecta era el arco, porque tení a una punterí a impecable: donde poní a el ojo, poní a la flecha. Su maestro le habí a enseñ ado que el arco es parte de su cuerpo y la flecha una prolongació n de su brazo; debí a disparar por instinto, apuntando con el tercer ojo. Tensing habí a insistido en convertirlo en un arquero perfecto, porque sostení a que limpia el corazó n. Segú n é l, só lo un corazó n puro puede dominar completamente esa arma. El prí ncipe, quien jamá s fallaba un tiro, lo contradecí a bromeando con el argumento de que su brazo nada sabí a de las impurezas de su corazó n.

Como todos los expertos en tao‑ shu, usaban su poder fí sico como una forma de ejercicio para templar el cará cter y el alma, jamá s para dañ ar a otro ser viviente. El respeto por toda forma de vida, fundamento del budismo, era el lema de ambos. Creí an que cualquier criatura podrí a haber sido su madre en una vida anterior; por eso debí an tratarlas a todas con bondad. De cualquier modo, como decí a el lama, no importa lo que uno crea o no crea, sino lo que uno hace. No podí an cazar un pá jaro para comerlo, y menos podí an matar a un hombre. Debí an ver al enemigo como un maestro que les daba la oportunidad de controlar sus pasiones y aprender algo sobre sí mismos. La perspectiva de agredir nunca se les habí a presentado antes.

– ¿ Có mo puedo disparar contra otros hombres con el corazó n puro, maestro?

– Só lo está permitido si no hay alternativa y cuando se tiene la certeza de que la causa es justa, Dil Bahadur.

– Me parece que en este caso existe esa certeza, maestro.

– Que todos los seres vivientes tengan buena fortuna, que ninguno experimente sufrimiento ‑ recitaron juntos el maestro y el discí pulo, deseando con toda su alma no verse en la obligació n de usar ninguno de sus mortí feros conocimientos marciales.

Por su parte Alexander era de temperamento conciliador. En sus diecisé is añ os de existencia nunca se habí a visto obligado a pelear y en realidad no sabí a có mo hacerlo. Ademá s, de nada disponí a para defenderse o atacar, excepto un cortaplumas que le habí a regalado su abuela, para reemplazar otro que é l le dio al brujo Walimai en el Amazonas. Era una buena herramienta, pero como arma era ridí cula.

Nadia dio un suspiro. No entendí a de armas, pero conocí a a los miembros de la Secta del Escorpió n, famosos por su brutalidad y por la pericia con los puñ ales. Esos hombres se criaban en la violencia, viví an para el crimen y la guerra, estaban entrenados para matar. ¿ Qué podí an hacer un par de pací ficos monjes budistas y un joven turista americano contra semejante banda de forajidos? Angustiada, les dijo adió s y los vio alejarse. Su amigo Jaguar iba delante con Borobá sentado a caballo en su nuca, bien sujeto de las orejas del joven; el prí ncipe lo seguí a, y cerraba la marcha el colosal lama.

– Espero volver a verlos vivos ‑ murmuró Nadia cuando se perdieron tras las altas rocas que protegí an la pequeñ a gruta.

Una vez que los tres hombres empezaron a descender hacia la cueva de los guerreros azules, pudieron avanzar má s rá pido. Iban casi corriendo. A pesar de que brillaba el sol, hací a frí o. La atmó sfera era tan clara, que la vista alcanzaba hasta los valles y desde esas cimas el paisaje era de una belleza sobrecogedora. Estaban rodeados por los altos picos nevados de las montañ as y hacia abajo se extendí an montes cubiertos de gloriosa vegetació n y verdes plantaciones de arroz en terrazas cortadas en los cerros. Salpicados en la lejaní a se divisaban las blancas stupas de los monasterios, las pequeñ as aldeas con sus casas de barro, madera, piedra y paja, con sus techos en forma de pagoda y sus calles torcidas, todo integrado a la naturaleza, como una prolongació n del terreno. Allí el tiempo se medí a por las estaciones y el ritmo de la vida era lento, inmutable.

Con binoculares habrí an visto las banderas de oració n flameando por todas partes, las grandes imá genes de Buda pintadas en las rocas, las filas de monjes trotando en direcció n a los templos, los bú falos arrastrando los arados, las mujeres camino del mercado con sus collares de turquesa y plata, los niñ os jugando con pelotas de trapo. Era casi imposible imaginar que esa pequeñ a nació n, tan apacible y hermosa, que se habí a preservado intacta por siglos, ahora estuviera a merced de una banda de asesinos.

Alexander y Dil Bahadur apuraban el paso, pensando en las muchachas a quienes debí an salvar antes que las marcaran con un hierro al rojo en la frente o algo peor.

No sabí an qué peligros los aguardaban en la proeza de rescatarlas, pero estaban seguros de que no serí an pocos. A Tensing, en cambio, esas dudas no lo atormentaban demasiado. Las cautivas eran só lo la primera parte de su misió n; la segunda le preocupaba mucho má s: salvar al rey.

 

Entretanto en Tunkhala se habí a propagado la noticia de que el rey se habí a esfumado. Lo esperaban en la televisió n, porque iba a dirigirse al paí s, pero no se presentó. Nadie sabí a dó nde se encontraba, a pesar de que el general Myar Kunglung trató por todos los medios de mantener su desaparició n en secreto. Era la primera vez en la historia de la nació n que ocurrí a algo así. El hijo mayor, el mismo que habí a ganado los torneos de arco y flecha durante el festival, ocupó temporalmente el lugar de su padre. Si el rey no aparecí a dentro de los pró ximos dí as, el general y los lamas superiores debí an ir a buscar a Dil Bahadur, para que cumpliera el destino para el cual habí a sido entrenado durante má s de doce añ os. Todos esperaban, sin embargo, que eso no fuera necesario.

Corrí an rumores de que el rey estaba en un monasterio en las montañ as, donde se habí a retirado a meditar; que habí a viajado a Europa con la mujer extranjera, Judit Kinski; que estaba en Nepal con el Dala¡ Lama, y mil suposiciones má s. Pero nada de eso correspondí a al cará cter pragmá tico y sereno del soberano. Tampoco era posible que viajara de incó gnito y, de todos modos, el avió n semanal no salí a hasta el viernes. El monarca jamá s abandonarí a sus responsabilidades y mucho menos cuando el paí s se encontraba en crisis por las chicas secuestradas. La conclusió n del general, y del resto de los habitantes del Reino Prohibido, era que algo muy grave debí a haberle ocurrido.

Myar Kunglung abandonó la bú squeda de las muchachas y volvió a la capital. Kate Cold no se despegó de é l, y así se enteró personalmente de algunos detalles confidenciales. En la puerta del palacio encontró a Wandgi, el guí a, acurrucado junto a una columna de la entrada, esperando noticias de su hija Pema. El hombre se abrazó a ella llorando. Parecí a otra persona, como si hubiera envejecido veinte añ os en ese par de dí as. Kate se desprendió bruscamente, porque no le gustaban las demostraciones sentimentales, y a modo de consuelo le ofreció un trago de té con vodka de su inseparable cantimplora. Wandgi se lo echó a la boca por cortesí a y luego debió escupir lejos aquel brebaje asqueroso. Kate lo cogió de un brazo y lo obligó a seguir al general, porque lo necesitaba para que tradujera. El inglé s de Myar Kunglung era como el de Tarzá n.

Se enteraron que el rey habí a pasado la tarde y parte de la noche en la sala del Gran Buda, al centro del palacio, acompañ ado solamente por Tschewang, su leopardo. Só lo una vez interrumpió su meditació n para dar unos pasos por el jardí n y beber una taza de té de jazmí n que le habí a llevado un monje. É ste informó al general que Su Majestad siempre oraba durante varias horas antes de consultar al Dragó n de Oro. A medianoche le llevó otra taza de té. Para entonces la mayorí a de las velas se habí an apagado y en la penumbra de la sala vio que el rey ya no se hallaba allí.

– ¿ No averiguó dó nde se encontraba? ‑ preguntó Kate, valié ndose de Wandgi.

– Supuse que habí a ido a consultar al Dragó n de Oro ‑ replicó el monje.

– ¿ Y el leopardo?

– Estaba atado con una cadena en un rincó n. Su Majestad no puede llevarlo donde el Dragó n de Oro. A veces lo deja en la sala del Buda y otras veces se lo entrega a los guardias que cuidan la ú ltima Puerta.

– ¿ Dó nde es eso? ‑ quiso saber Kate, pero por toda respuesta recibió una mirada escandalizada del monje y otra furiosa del general: era evidente que esa informació n no estaba disponible, pero Kate no se daba por vencida fá cilmente.

El general explicó que muy pocos sabí an la ubicació n de la ú ltima Puerta. Los guardias que la cuidaban eran conducidos hasta ella, con los ojos vendados, por una de las viejas monjas que serví an en el palacio y que conocí an el secreto. Esa puerta era el lí mite que conducí a a la parte sagrada del palacio, que nadie, salvo el monarca, podí a cruzar. Pasado el umbral comenzaban los obstá culos y trampas mortales que protegí an el Recinto Sagrado. Cualquiera que no supiera dó nde debí a poner los pies, morí a de una manera horrible.

– ¿ Podrí amos hablar con Judit Kinski, la europea que está en el palacio como hué sped? ‑ insistió la escritora.

Fueron a buscarla y se dieron cuenta de que la mujer tambié n habí a desaparecido. Su cama estaba deshecha, su ropa y efectos personales se encontraban en la habitació n, menos la bolsa de cuero que siempre llevaba al hombro. Por la mente de Kate pasó fugazmente la idea de que el rey y la experta en tulipanes se habí an escapado a una cita amorosa, pero al punto la descartó por absurda. Decidió que algo así no calzaba con el cará cter de ninguno de los dos y, ademá s, ¿ qué necesidad tení an de esconderse?

– Debemos buscar al rey ‑ dijo Kate.

– Posiblemente esa idea ya se nos habí a ocurrido, abuelita ‑ replicó el general Kunglung entre dientes.

El general dio orden de llamar a una monja para que los guiara al piso inferior del palacio y tuvo que aguantar que Kate y Wandgi lo acompañ aran, porque la escritora se le prendió del brazo como una sabandija y no lo soltó. Definitivamente, esa mujer era de una descortesí a jamá s vista, pensó el militar.

Siguieron a la monja dos pisos bajo tierra, pasando por un centenar de habitaciones comunicadas entre sí, y por fin llegaron a la sala donde se encontraba la grandiosa ú ltima Puerta. No se dieron tiempo de admirarla, porque vieron con horror a dos guardias, con el uniforme de la casa real, tirados boca abajo en el suelo en sendos charcos de sangre. Uno estaba muerto, pero el otro aú n viví a y pudo advertirles con sus ú ltimas fuerzas que unos hombres azules, dirigidos por un blanco, habí an penetrado en el Recinto Sagrado y no só lo habí an sobrevivido y vuelto a salir, sino que ademá s habí an raptado al rey y habí an robado el Dragó n de Oro.

Myar Kunglung habí a pasado cuarenta añ os en las fuerzas armadas, pero jamá s habí a enfrentado una situació n tan grave como aqué lla. Sus soldados se entretení an jugando a la guerra y desfilando, pero hasta ese momento la violencia era desconocida en su paí s. No se habí a visto en la necesidad de usar sus armas y ninguno de sus soldados conocí a el verdadero peligro. La idea de que el soberano habí a sido secuestrado en su propio palacio le resultaba inconcebible. El sentimiento má s fuerte del general en ese momento, má s que el espanto o la ira, fue la vergü enza: habí a fallado en su deber, no habí a sido capaz de proteger a su amado rey.

Kate ya nada tení a que hacer en el palacio. Se despidió del desconcertado general y partió a tranco largo en direcció n al hotel, llevando a Wandgi a la rastra. Debí a hacer planes con su nieto.

– Posiblemente el muchacho americano alquiló un caballo, y tal vez se fue. Me parece que no ha vuelto ‑ la informó el dueñ o del hotel con grandes sonrisas y reverencias.

– ¿ Cuá ndo fue eso? ¿ Partió solo? ‑ preguntó ella, inquieta.

– Posiblemente se fue ayer y tal vez llevaba un mono ‑ dijo el hombre, procurando ser lo má s amable posible con esa extrañ a abuela.

– ¡ Borobá! ‑ exclamó Kate, adivinando al punto que Alexander habí a ido en busca de Nadia.

– ¡ Jamá s debí traer a esos niñ os a este paí s! ‑ agregó en medio de un ataque de tos, cayendo sobre una silla, abrumada.

Sin decir palabra, el dueñ o del hotel le sirvió un vaso de vodka y se lo puso en las manos.

 



  

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