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CAPÍTULO NUEVE – BOROBÁ



 

La luna se hundió tras las cumbres nevadas y el fuego en la caverna se convirtió en un montó n de brasas y ceniza. La guardiana roncaba sentada, sin soltar el lá tigo, con la boca abierta y un hilo de saliva chorreando por su barbilla. Los hombres azules se habí an tirado en el suelo y dormí an tambié n, pero uno de ellos montaba guardia en la entrada de la cueva, con un rifle anticuado en las manos. Una sola antorcha iluminaba vagamente el lugar, proyectando sombras siniestras en los muros de roca.

Habí an atado a las cautivas por los tobillos con tiras de cuero y les habí an dado cuatro mantas de lana gruesa. Apretadas unas con otras y apenas cubiertas por las mantas, las desafortunadas muchachas procuraban impartirse calor. Agotadas por el llanto, todas dormí an, menos Pema y Nadia, quienes aprovechaban el momento para hablar en susurros.

Pema le contó a su amiga lo que se sabí a de la temible Secta del Escorpió n, de có mo se robaban niñ as y có mo las maltrataban. Ademá s de cortarle la lengua a quienes hablaban má s de la cuenta, les quemaban las plantas de los pies si intentaban escapar.

– No pienso terminar en manos de esos hombres espantosos. Prefiero matarme ‑ concluyó Pema.

– No hables así, Pema. En todo caso es mejor morir tratando de escapar, que morir sin luchar.

– ¿ Crees que se puede escapar de aquí? ‑ replicó Pema señ alando a los guerreros dormidos y al guardia de la entrada.

– Encontraremos el momento de hacerlo ‑ le aseguró Nadia sobá ndose los tobillos, hinchados por las ligaduras.

Al poco rato a ellas tambié n las venció el cansancio y comenzaron a cabecear. Habí an transcurrido varias horas y Nadia, quien jamá s habí a tenido un reloj, pero estaba acostumbrada a calcular el tiempo, supuso que debí an ser alrededor de las dos de la madrugada. De pronto su instinto le advirtió que algo ocurrí a. Sintió en la piel que la energí a en el aire cambiaba y se irguió, alerta.

Una sombra fugaz pasó casi volando al fondo de la gruta. Los ojos de Nadia no alcanzaron a distinguir de qué se trataba, pero vio con el corazó n que era su inseparable Borobá. Con inmenso alivio comprendió que su pequeñ o amigo habí a seguido a los secuestradores. Los caballos pronto lo dejaron atrá s, pero el monito fue capaz de seguir el rastro de su ama y de alguna manera se las arregló para descubrir la cueva. Nadia deseó con toda su alma que Borobá no emitiera un chillido de alegrí a al verla y trató de transmitirle un mensaje mental para tranquilizarlo.

Borobá habí a llegado a los brazos de Nadia recié n nacido, cuando ella tení a nueve añ os. Entonces era diminuto y ella debió alimentarlo con un gotero. Nunca se separaban. El mono creció a su lado, y ambos lograron complementarse de tal modo, que podí an adivinar lo que cada uno sentí a. Compartí an un idioma de gestos e intenciones, ademá s del lenguaje animal, que Nadia aprendió. El mono debió sentir la advertencia de su ama, porque no se acercó a ella. Se quedó encogido en un rincó n oscuro, inmó vil por largo tiempo, observando el entorno, calculando los riesgos, esperando.

Cuando la muchacha estuvo segura de que nadie habí a advertido la presencia de Borobá y los ronquidos de su carcelera no habí an variado, emitió un suave silbido. Entonces el animal se fue acercando de a poco, siempre pegado al muro, protegido por las sombras, hasta que llegó donde ella y de un salto se colgó de su cuello. Ya no llevaba la parka de bebé, se la habí a arrancado a tirones. Sus manitos se aferraban al cabello crespo de Nadia y su cara arrugada se frotaba contra su cuello, emocionado, pero mudo.

Nadia esperó que se calmara y le agradeció su fidelidad. Luego le dio una orden al oí do. Borobá obedeció al punto. Deslizá ndose por donde mismo habí a llegado, se aproximó a uno de los hombres dormidos y con sus á giles y delicadas manos le quitó el puñ al del cinto con pasmosa precisió n y se lo llevó a Nadia. Se sentó frente a ella, observando atentamente, mientras ella cortaba las correas de sus tobillos. El puñ al estaba afilado de tal modo, que no fue difí cil hacerlo.

Apenas estuvo libre, Nadia despertó a Peina.

– É ste es el momento de escapar ‑ le sopló.

– ¿ Có mo piensas pasar delante del guardia?

– No sé, ya veremos. Un paso a la vez.

Pero Peina no le permitió que cortara sus ligaduras y con lá grimas en los ojos le susurró que no podí a irse.

– Yo no llegarí a muy lejos, Nadia. Mira có mo estoy vestida, no puedo correr como tú con estas sandalias. Si voy contigo nos atrapará n a las dos. Tú sola tienes mejores posibilidades de lograrlo.

– ¿ Está s loca? ¡ No puedo irme sin ti! ‑ susurró Nadia.

– Tienes que intentarlo. Consigue ayuda. Yo no puedo dejar a las otras muchachas, me quedaré con ellas hasta que tú vuelvas con refuerzos. Vete ahora, antes que sea tarde ‑ dijo Pema quitá ndose la chaqueta para devolvé rsela a Nadia.

Habí a tal determinació n en ella, que Nadia renunció a la idea de hacerla cambiar de opinió n. Su amiga no abandonarí a a las otras chicas. Tampoco era posible llevarlas, porque no lograrí an salir sin ser vistas; pero ella sola tal vez podrí a hacerlo. Las dos se abrazaron brevemente y Nadia se puso de pie con infinitas precauciones.

La mujer de la cicatriz se movió en el sueñ o, balbuceó algunas palabras y por unos instantes pareció que todo estaba perdido, pero luego siguió, roncando al mismo ritmo de antes. Nadia aguardó cinco minutos, hasta convencerse de que los demá s tambié n dormí an, y enseguida avanzó pegada al muro, por el mismo camino que habí a tomado Borobá. Respiró hondo e invocó sus poderes de invisibilidad.

 

Nadia y Alexander habí an pasado un tiempo inolvidable junto a la tribu de la gente de la neblina en el Amazonas, los seres humanos má s remotos y misteriosos del planeta. Aquellos indios, que viví an igual que en tiempos de la Edad de la Piedra, en algunos aspectos eran muy evolucionados. Despreciaban el progreso material y viví an en contacto con las fuerzas de la naturaleza, en perfecta simbiosis con su medio ambiente. Eran parte de la compleja ecologí a de la selva, como los á rboles, los insectos, el humus. Por siglos habí an sobrevivido en el bosque sin contacto con el mundo exterior, defendidos por sus creencias, sus tradiciones, su sentido de comunidad y el arte de parecer invisibles. Cuando los acechaba algú n peligro, simplemente desaparecí an. Era tan poderosa esta habilidad, que nadie creí a realmente en la existencia de la gente de la neblina; se rumoreaba de ellos en el tono de quien cuenta una leyenda, lo cual tambié n les habí a servido de protecció n contra la curiosidad y la codicia de los forasteros.

Nadia se dio cuenta de que no se trataba de un truco de ilusionismo, sino de un arte muy antiguo, que requerí a continua prá ctica. «Es como aprender a tocar la flauta, se necesita mucho estudio», le dijo a Alexander, pero é l no creí a realmente que pudiera aprenderse y no se empeñ ó en practicar. Ella, en cambio, decidió que si los indios lo hací an, ella tambié n podí a. Sabí a que no se trataba solamente de mimetismo, agilidad, delicadeza, silencio y conocimiento del entorno, sino sobre todo de una actitud mental. Habí a que reducirse a la nada, visualizar el cuerpo volvié ndose transparente hasta convertirse en puro espí ritu. Se debí a mantener la concentració n y la calma interior para crear un formidable campo psí quico en torno a su persona. Bastaba una distracció n para que fallara. Só lo aquel estado superior en el cual el espí ritu y la mente trabajaban al uní sono podí a lograr la invisibilidad.

En los meses que transcurrieron entre la aventura en la Ciudad de las Bestias, en pleno Amazonas, y el momento en que se encontró en aquella caverna en el Himalaya, Nadia habí a practicado incansablemente. Tanto progresó, que a veces su padre la llamaba a gritos cuando ella estaba de pie a su lado. Cuando ella surgí a de sú bito, Cé sar Santos daba un salto. «¡ No te he dicho que no te aparezcas así! ¡ Me vas a matar de un ataque al corazó n! », se quejaba.

Nadia sabí a que en ese momento lo ú nico que podrí a salvarla era aquel arte aprendido de la gente de la neblina. Murmuró instrucciones a Borobá para que esperara unos minutos antes de seguirla, puesto que no podrí a hacerlo cargando al animal, y enseguida se volvió hacia dentro, hacia ese espacio misterioso que todos tenemos cuando cerramos los ojos y expulsamos los pensamientos de la mente. En pocos segundos entró en un estado similar al trance. Sintió que se desprendí a del cuerpo y que podí a observarse desde arriba, como si su consciencia se hubiera elevado un par de metros por encima de su propia cabeza. Desde esa posició n vio có mo sus piernas daban un paso, luego otro y otro má s, separá ndose de Pema y las otras chicas, avanzando en cá mara lenta, recorriendo el espacio en penumbra de la guarida de los bandoleros.

Pasó a pocos centí metros de la horrible mujer del lá tigo, tigo, se deslizó como una sombra imperceptible entre los cuerpos de los guerreros dormidos, siguió casi flotando hacia la boca de la caverna, donde el guardia, extenuado, hací a un esfuerzo por mantenerse despierto, con los ojos perdidos en la noche, sin soltar su rifle. Ella no perdió ni por un segundo su concentració n, no permitió que el temor o la vacilació n devolvieran su alma a la prisió n del cuerpo. Sin detenerse ni modificar el ritmo de sus pasos se aproximó al hombre hasta casi tocar su espalda, tan cerca que percibió claramente su calor y su olor a suciedad y ajo.

El guardia tuvo un leve estremecimiento y apretó el arma, como si a nivel instintivo se hubiera dado cuenta de una presencia a su lado, pero de inmediato su mente bloqueó esa sospecha. Sus manos se relajaron y sus ojos volvieron a entrecerrarse, luchando contra el sueñ o y la fatiga.

Nadia franqueó la entrada de la caverna como un fantasma y siguió caminando a ciegas en la oscuridad sin volver la vista atrá s y sin apurarse. La noche se tragó su delgada silueta.

En cuanto Nadia Santos retornó a su cuerpo y echó una mirada a su alrededor, comprendió que si se veí a incapaz de encontrar el camino de regreso a Tunkhala en pleno dí a, mucho menos podrí a hacerlo en las tinieblas de la noche. En torno se alzaban las montañ as y como habí a hecho el viaje con la cabeza cubierta por una manta, no tení a un solo punto de referencia que le permitiera orientarse. Su ú nica certeza era que siempre habí an ido en ascenso, lo cual significaba que debí a proseguir cerro abajo, pero no sabí a có mo hacerlo sin toparse con los hombres azules. Sabí a que a cierta distancia del desfiladero habí a quedado un guerrero a cargo de los caballos y no sospechaba cuá ntos má s habrí a diseminados en los cerros. Por la confianza con que se moví an los bandidos, sin temor aparente de ser atacados, debí an ser muchos. Era mejor buscar otra ví a de escape.

– ¿ Qué hacemos ahora? ‑ preguntó a Borobá cuando estuvieron nuevamente reunidos, pero é ste só lo conocí a la ruta que habí a usado para llegar hasta allí, la misma de los bandidos.

El animal, tan poco acostumbrado al frí o como su ama, tiritaba tanto que le sonaban los dientes. La muchacha se lo acomodó en el pecho, debajo de su parka, confortada por la presencia de ese fiel amigo. Se subió el capuchó n y lo amarró firmemente en torno a su rostro, lamentando no tener los guantes que Kate le habí a comprado. Sus manos estaban tan heladas que no sentí a los dedos. Se los metió a la boca, soplando para darles calor, y luego en los bolsillos, pero era imposible escalar o equilibrarse en ese terreno abrupto sin aferrarse a dos manos. Calculó que apenas saliera el sol y sus captores se dieran cuenta de que habí a huido, saldrí an rá pidamente a buscarla, porque no podí an permitir que una de sus prisioneras llegara hasta el valle a dar la voz de alarma. Sin duda estaban acostumbrados a moverse en las montañ as; en cambio ella no tení a idea de dó nde estaba.

Los hombres azules supondrí an que ella escaparí a hacia abajo, donde estaban las aldeas y valles del Reino Prohibido. Para engañ arlos decidió subir la montañ a, aunque era consciente de que al hacerlo se alejaba de su objetivo y de que no habí a tiempo que perder: la suerte de Pema y las otras muchachas dependí a de que ella encontrara socorro pronto. Esperaba llegar arriba al amanecer y desde la cima ubicarse; debí a hallar otra forma de alcanzar el valle.

Trepar la ladera resultó mucho má s lento y trabajoso de lo que imaginaba, porque a las dificultades del terreno se sumaba la oscuridad, apenas atenuada por la luna. Resbalaba y caí a mil veces. Estaba dolorida por el galope del dí a anterior atravesada sobre el caballo, el golpe recibido en la cabeza y los machucones que tení a por todo el cuerpo, pero no se permitió pensar en eso. Le costaba respirar y le zumbaban los oí dos; comprendió que a esa altura habí a menos oxí geno, tal como le habí a explicado Kate Cold.

Entre las rocas crecí an pequeñ os arbustos que en invierno desaparecí an por completo, pero en esa é poca retoñ aban bajo el sol de verano. De ellos se aferraba Nadia para ascender. Cuando le fallaban las fuerzas, recordaba cuando escaló a la cumbre del tepui en la Ciudad de las Bestias, hasta encontrar el nido de á guila donde estaban los tres maravillosos diamantes. «Si pude hacer aquello, tambié n puedo hacer esto, que es mucho má s fá cil», le decí a a Borobá, pero el monito, entumecido debajo de su chaqueta, no asomaba ni la nariz.

Surgió el alba cuando aú n faltaban unos doscientos metros para llegar al tope de la montañ a. Primero fue un resplandor difuso, que en pocos minutos fue adquiriendo un tono anaranjado. Cuando los primeros rayos de sol asomaron en el formidable macizo del Himalaya, el cielo se convirtió en una sinfoní a de color, las nubes se tiñ eron de pú rpura y los manchones de nieve tomaron un resplandor rosado.

Nadia no se detuvo a contemplar la belleza del paisaje, sino que con un esfuerzo descomunal continuó ascendiendo y poco, má s tarde estaba de pie en el punto má s alto de aquella montañ a, jadeando y bañ ada de sudor. Sentí a el corazó n a punto de reventarle en el pecho. Habí a supuesto que desde allí podrí a ver el valle de Tunkhala, pero ante sus ojos se alzaba el impenetrable Himalaya, una montañ a tras otra, extendié ndose hacia el infinito. Estaba perdida. Al mirar hacia abajo, le pareció que se moví an figuras en varias direcciones: eran los hombres azules. Se sentó sobre un peñ asco, abrumada, luchando contra la desesperació n y la fatiga. Debí a descansar para recuperar el aliento, pero no era posible quedarse allí: si no encontraba un escondite, pronto sus perseguidores darí an con ella.

Borobá se movió bajo la parka. Nadia abrió el cierre y su pequeñ o amigo asomó la cabeza, con sus ojos inteligentes fijos en ella.

– No sé para dó nde ir, Borobá. Todas las montañ as parecen iguales y no veo ningú n sendero transitable ‑ dijo Nadia.

El animal señ aló la direcció n por donde habí an venido.

– No puedo volver por allí porque me capturarí an los hombres azules. Pero tú no llamarí as la atenció n, Borobá, en este paí s hay monos por todas partes. Tú puedes encontrar el camino de vuelta a Tunkhala. Anda a buscar a Jaguar ‑ le ordenó Nadia.

El mono negó con la cabeza, tapá ndose los ojos con las manos y chillando, pero ella le explicó que si no se separaban no habí a ninguna posibilidad de salvar a las otras muchachas o de salvarse ellos. La suerte de Pema, las otras niñ as y ella misma dependí a de é l. Debí a encontrar ayuda o todos perecerí an.

– Yo me ocultaré por aquí cerca hasta estar bien segura de que no me buscan, luego veré la manera de bajar al valle. Entretanto tú debes correr, Borobá. Ya salió el sol, no hará tanto frí o y podrá s llegar a la ciudad antes que se ponga el sol de nuevo ‑ insistió Nadia Santos.

Por fin el animal se desprendió de ella y salió disparado como una flecha cerro abajo.

 

Kate Cold despachó a los fotó grafos Timothy Bruce y Joel Gonzá lez al interior del paí s a fotografiar la flora y la fauna para la revista International Geographic. Tendrí an que hacer el trabajo solos, mientras ella se quedaba en la capital. No recordaba haber estado tan angustiada en toda su vida, salvo cuando Alexander y Nadia se perdieron en la selva del Amazonas. Le habí a asegurado a Cé sar Santos que ese viaje al Reino Prohibido no presentaba ningú n peligro. ¿ Có mo notificarí a al padre que su hija habí a sido secuestrada? Mucho menos podí a decirle que Nadia estaba en manos de asesinos profesionales que robaban niñ as para convertirlas en sus esclavas.

Kate y Alexander se encontraban en ese momento en la sala de audiencia del palacio, en presencia del rey, quien esta vez los recibió en compañ í a de su comandante en jefe, su primer ministro y los dos lamas de má s alta jerarquí a despué s de é l. Tambié n Judit Kinski estaba en el saló n.

– Los lamas han consultado a los astros y han dado instrucciones a los monasterios de orar y hacer ofrendas por las muchachas desaparecidas. El general Myar Kunglung está a cargo de la operació n militar. Posiblemente ya ha movilizado a la policí a, ¿ verdad? ‑ preguntó el rey, cuyo rostro sereno no reflejaba su tremenda preocupació n.

– Tal vez, Su Majestad… Y tambié n está n en estado de alerta los soldados y la guardia del palacio. Las fronteras está n vigiladas ‑ dijo el general en su pé simo inglé s, para que los extranjeros comprendieran.

– Tal vez el pueblo salga tambié n a buscar a las niñ as. Sé que nunca ha ocurrido algo así en nuestro paí s. Posiblemente tendremos noticias pronto ‑ agregó el general.

– ¿ Posiblemente? ¡ No me parece suficiente! ‑ exclamó Kate Cold y al punto se mordió los labios, porque comprendió que habí a cometido una terrible descortesí a.

– Tal vez la señ ora Cold está un poco alterada… ‑ anotó Judit Kinski, quien por lo visto ya habí a aprendido a hablar con vaguedad, como era lo correcto en el Reino del Dragó n de Oro.

– Tal vez ‑ dijo Kate, incliná ndose con las manos juntas ante la cara.

– ¿ Serí a tal vez inadecuado preguntar có mo piensa el honorable general organizar la bú squeda? ‑ inquirió Judit Kinski.

Los pró ximos quince minutos se fueron en preguntas de los extranjeros que recibí an respuestas cada vez má s vagas, hasta que fue evidente que no habí a manera de presionar al rey o al general. La impaciencia hací a transpirar a Kate y a Alexander. Por ú ltimo el monarca se puso de pie y no hubo má s remedio que despedirse y salir retrocediendo.

– Es una mañ ana hermosa, tal vez haya muchos pá jaros en el jardí n ‑ sugirió Judit Kinski. ‑ Tal vez ‑ asintió el rey, guiá ndola hacia fuera.

 

El rey y Judit Kinski dieron un paseo por el angosto sendero que se deslizaba entre la vegetació n del parque, donde todo parecí a crecer de forma salvaje, pero un ojo entrenado podí a apreciar la calculada armoní a del conjunto. Era allí, en aquella gloriosa abundancia de flores y á rboles, en el concierto de centenares de aves, donde Judit Kinski habí a propuesto iniciar el experimento con los tulipanes..

El rey pensaba que é l no merecí a ser el jefe espiritual de su nació n, porque se sentí a muy lejos de haber alcanzado el grado de preparació n necesaria. Toda una vida habí a practicado el desprendimiento de los asuntos terrenales y las posesiones materiales. Sabí a que nada en el mundo es permanente, todo cambia, se descompone, muere y se renueva en otra forma; por lo tanto aferrarse a las cosas de este mundo es inú til y causa sufrimiento. El camino del budismo consistí a en aceptar eso. A veces tení a la ilusió n de haberlo logrado, pero la visita de esa mujer extranjera le habí a devuelto sus dudas. Se sentí a atraí do hacia ella y eso lo hací a vulnerable. Era un sentimiento que no habí a experimentado antes, porque el amor que compartió con su esposa habí a fluido como el agua de un arroyo tranquilo. ¿ Có mo podí a proteger a su reino si no podí a protegerse a sí mismo de la tentació n del amor? Nada malo habí a en desear el amor y la intimidad con otra persona, cavilaba el rey, pero en su posició n no podí a permití rselo, porque los añ os que le quedaban de vida debí an estar dedicados por entero a su pueblo. Judit Kinski interrumpió sus cavilaciones.

– ¡ Qué extraordinario pendiente es é se, Majestad! ‑ comentó, señ alando la joya que é l llevaba al pecho.

– Lo han usado los reyes de este paí s desde hace mil ochocientos añ os ‑ explicó é l, quitá ndose el medalló n y pasá ndoselo, para que lo examinara de cerca.

– Es muy hermoso ‑ dijo ella.

– El coral antiguo, como é ste, es muy apreciado entre nosotros, porque es escaso. Tambié n se encuentra en Tí bet. Su existencia indica que tal vez millones de añ os atrá s las aguas del mar llegaban hasta las cumbres del Himalaya ‑ explicó el rey.

– ¿ Qué dice la inscripció n? ‑ preguntó ella.

– Son palabras de Buda: «El cambio debe ser voluntario, no impuesto».

– ¿ Qué significa eso?

– Todos podemos cambiar, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. El cambio suele ocurrir cuando enfrentamos una verdad incuestionable, algo que nos obliga a revisar nuestras creencias ‑ dijo é l.

– Me parece extrañ o que hayan escogido esa frase para el medalló n…

– É ste siempre ha sido un paí s muy tradicional. El deber de los gobernantes es defender al pueblo de los cambios que no está n basados en algo verdadero ‑ replicó el rey.

– El mundo está cambiando rá pidamente. Entiendo que aquí los estudiantes desean esos cambios ‑ sugirió ella.

– A algunos jó venes les fascinan el modo de vida y los productos extranjeros, pero no todo lo moderno es bueno. La mayorí a de mi pueblo no desea adoptar las costumbres occidentales.

Habí an llegado a un estanque y se detuvieron a contemplar la danza de las carpas en el agua cristalina.

– Supongo que, a nivel personal, la inscripció n del medalló n significa que todo ser humano puede cambiar. ¿ Usted cree que una personalidad ya formada puede modificarse, Majestad? Por ejemplo, ¿ que un villano pueda transformarse en hé roe, o un criminal en santo? ‑ preguntó Judit Kinski devolvié ndole la joya.

– Si la persona no cambia en esta vida, tal vez tendrá que volver para hacerlo en otra reencarnació n ‑ sonrió el monarca.

– Cada uno tiene su karma. Tal vez el karma de una persona mala no pueda cambiarse ‑ sugirió ella.

– Tal vez el karma de esa persona sea encontrar una verdad que la obligue a cambiar ‑ replicó el rey, notando, intrigado, que los ojos castañ os de su hué sped estaban hú medos.

Pasaron por una parte separada del jardí n, donde la exuberancia de las flores habí a desaparecido. Era un sencillo patio de arena y rocas, donde un monje muy anciano trazaba un diseñ o con un rastrillo. El rey explicó a Judit Kinski que habí a copiado la idea de ciertos jardines de los monasterios zen que habí a visitado en Japó n. Má s allá atravesaron un puente de madera tallada. El riachuelo producí a un sonido musical al correr sobre las piedras. Llegaron a una pequeñ a pagoda, en la que se efectuaba la ceremonia del té, donde los esperaba otro monje, que los saludó con una inclinació n. Mientras ella se quitaba los zapatos, continuaron conversando.

– No deseo ser impertinente, Majestad, pero adivino que la desaparició n de esas muchachas debe ser un golpe muy duro para su nació n… ‑ dijo Judit.

– Tal vez… ‑ replicó el soberano, y por primera vez ella vio que cambiaba su expresió n y un surco profundo le cruzaba el entrecejo.

– ¿ No hay algo que se pueda hacer? Algo má s que la acció n militar, me refiero…

– ¿ Qué quiere decir, señ orita Kinski?

– Por favor, Majestad, llá meme Judit.

– Judit es un bello nombre. Desgraciadamente a mí nadie me llama por mi nombre. Me temo que es una exigencia del protocolo.

– En una ocasió n tan grave como é sta, posiblemente el Dragó n de Oro serí a de inmensa utilidad, si es que la leyenda de sus poderes má gicos es cierta ‑ sugirió ella.

– El Dragó n de Oro se consulta só lo para los asuntos que conciernen al bienestar y la seguridad de este reino, Judit.

– Disculpe mi atrevimiento, Majestad, pero tal vez é ste sea uno de esos asuntos. Si sus ciudadanos desaparecen, quiere decir que no cuentan con bienestar ni seguridad… ‑ insistió ella.

– Posiblemente tenga usted razó n ‑ admitió el rey, cabizbajo.

Entraron a la pagoda y se sentaron en el suelo frente al monje. Reinaba una suave penumbra en la habitació n circular de madera, apenas iluminada por unas brasas donde herví a agua en un antiguo recipiente de hierro. Permanecieron meditando en silencio, mientras el monje realizaba paso a paso la larga y lenta ceremonia, que consistí a simplemente en servir té verde y amargo en dos pocillos de barro.

 



  

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