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CAPÍTULO OCHO – SECUESTRADAS



 

EL COLECCIONISTA DESPERTÓ sobresaltado por el timbre del telé fono privado que tení a sobre su mesa de noche. Eran las dos de la madrugada. Só lo tres personas conocí an ese nú mero: su mé dico, el jefe de sus guardaespaldas y su madre. Hací a meses que ese telé fono no sonaba. El Coleccionista no habí a necesitado a su mé dico ni a su jefe de seguridad. En cuanto a su madre, en ese momento andaba en la Antá rtica fotografiando pingü inos. La señ ora pasaba sus ú ltimos añ os embarcada en diversos cruceros de lujo, que la llevaban de un lado a otro en un viaje inacabable. Al arribar a un puerto, la recibí a un empleado con el pasaje en la mano para emprender otro crucero. Su hijo habí a descubierto que de esa manera ella viví a entretenida y é l no tení a que verla.

– ¿ Có mo averiguó este nú mero? ‑ preguntó indignado el segundo hombre má s rico del mundo, una vez que reconoció a su interlocutor, a pesar del dispositivo que deformaba la voz.

– Averiguar secretos es parte de mi trabajo ‑ replicó el Especialista.

– ¿ Qué noticias me tiene?

– Pronto tendrá en su poder lo que hemos convenido. ‑ ¿ Para qué me molesta entonces?

– Para decirle que de nada le servirá el Dragó n de Oro si no sabe usarlo ‑ explicó el Especialista.

– Para eso tengo el pergamino traducido, el que le compré al general chino ‑ aclaró el Coleccionista. ‑ ¿ Usted cree que algo tan importante y tan secreto estarí a expuesto en un solo pedazo de pergamino? La traducció n está en clave.

– ¡ Consiga la clave! Para eso lo he contratado.

– No. Usted me contrató para conseguir ese objeto, nada má s. Esto no está contemplado en el trato ‑ aclaró frí amente la voz deformada en el telé fono.

– El dragó n no me interesa sin las instrucciones, ¿ me ha entendido? ¡ Consí galas o no verá sus millones de dó lares! ‑ gritó el cliente.

– Jamá s reconsidero los té rminos de una negociació n. Usted y yo hemos convenido algo. Le presentaré la estatua dentro de dos semanas y cobraré lo convenido o usted sufrirá dañ os irreparables.

El cliente percibió la amenaza y se dio cuenta de que se jugaba la vida. Por una vez el segundo hombre má s rico del planeta se asustó.

– Tiene razó n, un trato es un trato. Le pagaré aparte por la clave para descifrar ese pergamino. ¿ Cree que puede conseguirla en un plazo prudente? Como sabe, esto es un asunto muy urgente. Estoy dispuesto a pagar lo necesario, el dinero no es problema ‑ dijo el Coleccionista en tono conciliador.

– En este caso no es una cuestió n de precio.

– Todo el mundo tiene un precio.

– Se equivoca ‑ replicó el Especialista.

– ¿ No me dijo usted que era capaz de conseguir cualquier cosa? ‑ preguntó, angustiado, el cliente.

– Uno de mis agentes se comunicará con usted pró ximamente ‑ replicó la voz y la comunicació n se cortó.

El multimillonario no pudo volver a dormir. Pasó el resto de la noche estudiando su inconmensurable fortuna en la oficina, que ocupaba la mayor parte de su casa, donde tení a medio centenar de computadoras. Dí a y noche, sus empleados se mantení an conectados a los má s importantes mercados de valores del mundo. Sin embargo, por mucho que el Coleccionista repasara las cifras y gritara a sus subalternos, no lograba cambiar el hecho de que habí a otro hombre má s rico que é l. Eso le destrozaba los nervios.

Despué s de recorrer la encantadora ciudad de Tunkhala, con sus casas de techos de pagoda, sus stupas o cú pulas religiosas, sus templos, y sus docenas de monasterios encaramados a los faldeos de los cerros, en medio de una naturaleza exuberante de á rboles y flores, Wandgi ofreció mostrarles la universidad. El campus era un parque natural, con cascadas de agua y millares de pá jaros, donde se alzaban varios edificios. Los techos de pagoda, las imá genes de Buda pintadas en los muros y las banderas de oració n daban a la universidad el aspecto de un conjunto de monasterios. Por los senderos del parque vieron estudiantes conversando en grupos y les llamó la atenció n su formalidad, tan diferente al aire relajado de los jó venes en Occidente.

Fueron recibidos por el rector, quien solicitó a Kate Cold que se dirigiera a los alumnos para hablarles de la revista International Geographic, que muchos leí an regularmente en la biblioteca.

– Tenemos muy pocas ocasiones de recibir ilustres visitantes en nuestra humilde universidad ‑ dijo, incliná ndose ceremoniosamente ante ella.

Y así fue como la escritora, los fotó grafos, Alexander y Nadia se vieron instalados en una sala frente a los ciento noventa estudiantes de la universidad y sus profesores. Casi todos hablaban algo de inglé s, porque era la asignatura preferida de los jó venes, pero Wandgi debió traducir en muchas ocasiones. La primera media hora transcurrió con mucha compostura.

El pú blico hací a preguntas ingenuas, con mucho respeto, saludando con una reverencia antes de dirigirse a los extranjeros. Fastidiado, Alexander levantó la mano.

– ¿ Podemos preguntar nosotros tambié n? Hemos venido de muy lejos para aprender sobre este paí s…

– sugirió.

Hubo unos momentos de silencio, en los cuales los estudiantes se miraban unos a otros confundidos, porque era la primera vez que un conferenciante proponí a algo así. Despué s de algunas dudas y cuchicheos entre los profesores, el rector dio su consentimiento. En la siguiente hora y media los visitantes averiguaron algunos datos interesantes sobre el Reino Prohibido y los estudiantes, libres de la estirada formalidad a la cual estaban habituados, se atrevieron a preguntar sobre el cine, la mú sica, la ropa, los carros y mil otros temas de Amé rica.

Hacia el final, Timothy Bruce sacó una cinta de rock'n'roll y Kate Cold la puso en su grabadora. Su nieto, habitualmente tí mido, tuvo un impulso irresistible, salió adelante e hizo una demostració n de baile moderno, que dejó a todos con la boca abierta. Borobá, contagiado por esa danza frené tica, procedió a imitarlo a la perfecció n, en medio de las risotadas del pú blico. Al terminar la «conferencia», los estudiantes en masa los acompañ aron hasta los lí mites del campus, cantando y bailando igual que Alexander, mientras los profesores se rascaban la cabeza, estupefactos.

– ¿ Có mo pudieron aprender la mú sica americana despué s de oí rla una sola vez? ‑ preguntó Kate Cold, admirada.

– Circula entre los estudiantes desde hace muchos añ os, abuelita. Dentro de sus casas esos chicos usan vaqueros, como ustedes. Los traen de contrabando de India ‑ replicó Wandgi, rié ndose.

Para entonces Kate Cold habí a aceptado, resignada, que el guí a la llamara «abuelita». Era un signo de respeto, la forma educada de dirigirse a una persona mayor. Por su parte Nadia y Alex debí an llamar «tí o» a Wandgi y «prima» a Perra.

– Tal vez los honorables visitantes, si no está n muy cansados, desearí an probar la comida tí pica de Tunkhala… ‑ sugirió Wandgi tí midamente.

Los honorables visitantes estaban extenuados, pero no podí an perder esa oportunidad. Terminaron ese dí a de intensa actividad en casa del guí a, que, como muchas en la capital, era de dos pisos, de ladrillo blanco y maderas pintadas con intrincados dibujos de flores y pá jaros, del mismo estilo que los de palacio. Fue imposible averiguar quié nes pertenecí an a la familia directa de Wandgi, porque entraban y salí an docenas de personas y todas eran presentadas como tí os, hermanos o primos. No existí an los apellidos. Al nacer un niñ o sus padres le poní an dos o tres nombres para distinguirlo de los demá s, pero cada persona podí a cambiar sus nombres a voluntad varias veces en la vida. Los ú nicos que usaban un apellido eran los miembros de la familia real.

Perra, su madre y varias tí as y primas sirvieron la comida. Todos se sentaron en el suelo en torno a una mesa redonda, donde colocaron una verdadera montañ a de arroz rojo, cereal y varias combinaciones de vegetales, sazonados con especias y pimiento picante. Enseguida fueron trayendo las delicias preparadas especialmente para honrar a los extranjeros: hí gado de yak, pulmó n de oveja, patas de cerdo, ojos de cabra y salchichas de sangre sazonadas con tanta pimienta y pá prika, que el solo olor de los platos les hizo lagrimear y produjo un ataque de tos a Kate. Se comí a con la mano, formando bolitas con los alimentos, y lo corté s era ofrecer primero las bolitas a los visitantes.

Al llevarse el primer bocado a la boca, Alexander y Nadia estuvieron a punto de lanzar un grito: ninguno de los dos habí a probado nunca algo tan picante. Les ardí a la boca como si se la hubieran quemado con carbones encendidos. Kate Cold les advirtió entre accesos de tos que no debí an ofender a sus anfitriones, pero los nativos del Reino Prohibido sabí an que los extranjeros no eran capaces de tragar su comida. Mientras a los dos muchachos les corrí a el llanto por las mejillas, los demá s se reí an a gritos, golpeando el suelo con pies y manos.

Perra, tambié n muy divertida, les trajo té para enjuagarse la boca y un plato con los mismos vegetales, pero preparados sin picante. Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad. En el Amazonas habí an comido desde serpiente asada hasta una sopa hecha con las cenizas de un indio muerto. Sin decir palabra, decidieron simultá neamente que é se no era el momento de retroceder. Agradecieron, incliná ndose con las palmas juntas frente a la cara, y luego cada uno preparó su bolita de fuego y se la puso valientemente en la boca.

 

Al dí a siguiente se celebraba un festival religioso, que coincidí a con la luna llena y el cumpleañ os del rey. El paí s entero se habí a preparado durante semanas para el evento. Todo Tunkhala se volcó a la calle y de las montañ as bajaron campesinos de aldeas remotas, que debieron viajar a pie o a caballo durante dí as. Despué s de las bendiciones de los lamas, salieron los mú sicos con sus instrumentos y las cocineras, que colocaron grandes mesas con comida, dulces y jarras con licor de arroz. En esa ocasió n todo era gratis.

Las trompetas, tambores y gongs de los monasterios sonaron desde muy temprano. Los fieles y los peregrinos llegados de lejos se aglomeraban en los templos para hacer sus ofrendas, girar las ruedas de oració n, y encender velas de manteca de yak. El olor rancio de la grasa y el humo del incienso flotaba por la ciudad.

Antes del viaje Alexander habí a recurrido a la biblioteca de su escuela para informarse sobre el Reino Prohibido, sus costumbres y su religió n. Le dio una breve lecció n sobre budismo a Nadia, quien no habí a oí do hablar jamá s de Buda.

– En lo que hoy es el sur de Nepal, nació quinientos sesenta y seis añ os antes de Cristo un prí ncipe llamado Sidarta Gautama. Cuando nació, un adivino pronosticó que el niñ o reinarí a sobre toda la tierra, pero siempre que fuera preservado del deterioro y la muerte. De otro modo, serí a un gran maestro espiritual. Su padre, que preferí a lo primero, rodeó el palacio de altos muros para que Sidarta tuviera una vida esplé ndida, dedicada al placer y la belleza, sin confrontar jamá s el sufrimiento. Hasta las hojas que caí an de los á rboles eran rá pidamente barridas, para que no las viera marchitarse. El joven se casó y tuvo un hijo sin haber salido nunca de aquel paraí so. Tení a veintinueve añ os cuando se asomó fuera del jardí n y vio por primera vez enfermedad, pobreza, dolor, crueldad. Se cortó el cabello, se despojó de sus joyas y sus ropajes de rica seda y se fue en busca de la Verdad. Durante seis añ os estudió con yoguis en India y sometió su cuerpo al ascetismo má s riguroso…

– ¿ Qué es eso? ‑ preguntó Nadia.

– Llevaba una vida de privaciones. Dormí a sobre espinas y comí a solamente unos pocos granos de arroz.

– Mala idea… ‑ comentó Nadia.

– Eso mismo concluyó Sidarta. Despué s de pasar del placer absoluto en su palacio al sacrificio má s severo, comprendió que el Camino del Medio es el má s adecuado ‑ dijo Alexander.

– ¿ Por qué le dicen el Iluminado? ‑ quiso saber su amiga.

– Porque a los treinta y cinco añ os se sentó sin moverse bajo un á rbol durante seis dí as y seis noches a meditar. Una noche de luna, como la que se celebra en este festival, su mente y su espí ritu se abrieron y logró comprender todos los principios y procesos de la vida. Es decir, se convirtió en Buda.

– En sá nscrito «Buda» quiere decir «despierto» o «iluminado» ‑ aclaró Kate Cold, quien escuchaba atentamente las explicaciones de su nieto‑. Buda no es un nombre, sino un tí tulo, y cualquiera puede convertirse en buda a travé s de una vida noble y de prá ctica espiritual ‑ agregó.

– La base del budismo es la compasió n hacia todo lo que vive o existe. Dijo que cada uno debe buscar la verdad o la iluminació n dentro de sí mismo, no en otros o en cosas externas. Por eso los monjes budistas no andan predicando, como nuestros misioneros, sino que pasan la mayor parte de sus vidas en serena meditació n, buscando su propia verdad. Só lo poseen sus tú nicas, sus sandalias y sus escudillas para mendigar comida. No les interesan los bienes materiales ‑ dijo Alexander.

A Nadia, quien no poseí a má s que un pequeñ o bolso con la ropa indispensable y tres plumas de loro para el peinado, esa parte del budismo le pareció perfecta.

 

Por la mañ ana se llevaron a cabo los torneos de tiro al blanco, la actividad má s concurrida del festival de Tunkhala. Los mejores arqueros se presentaron engalanados con sus vistosos ropajes, luciendo collares de flores que las muchachas les poní an al cuello. Los arcos tení an casi dos metros de largo y eran muy pesados.

A Alexander le ofrecieron uno, pero se vio en duro aprieto para levantarlo y mucho menos pudo dar en el blanco. Estiró la cuerda con todas sus fuerzas, pero en un descuido se le escapó la flecha entre los dedos y salió disparada en direcció n a un elegante dignatario que se encontraba a varios metros del blanco. Horrorizado, Alexander lo vio caer de espaldas y supuso que lo habí a asesinado, pero su ví ctima se puso de pie rá pidamente, de lo má s divertido. La flecha se habí a clavado en medio de su sombrero. Nadie se ofendió. Un coro de carcajadas celebró la torpeza del extranjero y el dignatario se paseó el resto del dí a con la flecha en el sombrero, como un trofeo.

La població n del Reino Prohibido se presentó con sus mejores galas y la mayorí a llevaba má scaras o las caras pintadas de amarillo, blanco y rojo. Sombreros, cuellos, orejas y brazos lucí an adornos de plata, oro, corales antiguos y turquesas.

Esta vez el rey llegó con un tocado espectacular en la cabeza: la corona del Reino Prohibido. Era de seda bordada con incrustaciones de oro y sembrada de piedras preciosas. Al centro, sobre la frente, tení a un gran rubí. Sobre el pecho llevaba el medalló n real. Con su eterna expresió n de calma y optimismo, el rey se paseaba sin escolta entre sus sú bditos, que evidentemente lo adoraban. Su sé quito se componí a só lo de su inseparable Tschewang, el leopardo, y su invitada de honor, Judit Kinski, ataviada con el traje tí pico del paí s, pero siempre con su bolso al hombro.

Por la tarde hubo representaciones teatrales de actores con má scaras, acró batas, juglares y malabaristas. Grupos de muchachas ofrecieron una demostració n de las danzas tradicionales, mientras los mejores atletas compitieron en simulacros de lucha con espada y en un tipo de artes marciales que los extranjeros jamá s habí an visto.

Daban saltos mortales y se moví an con tan asombrosa rapidez, que parecí an volar por encima de las cabezas de su contrincante. Ninguno pudo vencer a un joven delgado y guapo, que tení a la agilidad y fiereza de una pantera. Wandgi informó a los extranjeros de que era uno de los hijos del rey, pero no el elegido para ocupar algú n dí a el trono. Tení a condiciones de guerrero, siempre querí a ganar, le gustaba el aplauso, era impaciente y voluntarioso. Definitivamente, agregó el guí a, no tení a pasta para convertirse en un gobernante sabio.

Al ponerse el sol comenzaron a cantar los grillos, sumá ndose al ruido de la fiesta. Se encendieron millares de antorchas y lá mparas con pantallas de papel.

En la entusiasta multitud habí a muchos enmascarados. Las má scaras eran verdaderas obras de arte, todas diferentes, pintadas de oro y colores brillantes. A Nadia le llamó la atenció n que bajo algunas má scaras asomaran barbas negras, porque los hombres del Reino Prohibido se afeitaban cuidadosamente. Jamá s se veí a uno con pelos en el rostro, se consideraba una falta de higiene. Por un rato estudió a la multitud, hasta que se dio cuenta de que los individuos barbudos no participaban en las festividades como los demá s. Iba a comunicarle sus observaciones a Alexander, cuando é ste se le acercó con una expresió n preocupada.

– Fí jate en ese hombre que está allí, Á guila ‑ le dijo. ‑ ¿ Dó nde?

– Detrá s del malabarista que lanza antorchas encendidas al aire. El que tiene un gorro tibetano de piel. ‑ ¿ Qué pasa con é l? ‑ preguntó Nadia. ‑ Acerqué monos con disimulo para verlo de cerca ‑ dijo Alexander.

Cuando lograron hacerlo, vieron a travé s de la má scara dos pupilas claras e inexpresivas: los ojos inolvidables de Tex Armadillo.

– ¿ Có mo llegó aquí? No vino en el avió n con nosotros y el pró ximo vuelo es dentro de cinco dí as ‑ comentó Alexander poco despué s, cuando se alejaron un poco.

– Creo que no está solo, Jaguar. Esos enmascarados barbudos pueden ser de la Secta del Escorpió n. He estado observá ndolos y me parece que está n tramando algo.

– Si vemos algo sospechoso avisaremos a Kate. Por el momento no los perdamos de vista ‑ dijo Alexander.

De China habí a llegado para el festival una familia de expertos en fuegos artificiales. Apenas el sol se ocultó tras los cerros, cayó bruscamente la noche y descendió la temperatura, pero la fiesta continuó. Pronto el cielo se iluminó y la muchedumbre en las calles celebró con gritos de asombro cada estallido de las maravillosas luces de los chinos.

Habí a tanta gente que costaba moverse en el tumulto. Nadia, acostumbrada al clima tropical de su aldea, Santa Marí a de la Lluvia, tiritaba de frí o. Pema se ofreció para acompañ arla al hotel a buscar ropa abrigada y ambas partieron con Borobá, que se habí a puesto frené tico con el ruido de los fuegos, mientras Alexander vigilaba de lejos a Tex Armadillo.

Nadia agradeció que Kate Cold hubiera tenido la buena idea de comprarle ropa de alta montañ a. Le castañ eteaban los dientes tanto como a Borobá. Primero le colocó la parka de bebé al mono y luego se puso pantalones, calcetines gruesos, botas y un chaquetó n, mientras Pema la observaba divertida. Ella estaba muy có moda con su liviano sarong de seda.

– ¡ Vamos! ¡ Estamos perdiendo lo mejor de la fiesta! ‑ exclamó la joven.

Salieron corriendo a la calle. La luna y las cascadas de estrellas multicolores de los chinos alumbraban la noche.

 

– ¿ Dó nde está n Pema y Nadia? ‑ preguntó Alexander, calculando que hací a má s de una hora que no las veí a.

– No las he visto ‑ replicó Kate.

– Fueron al hotel porque Nadia necesitaba una chaqueta, pero ya deberí an haber regresado. Mejor voy a buscarlas ‑ decidió Alex.

– Ya vendrá n, aquí no hay donde perderse ‑ dijo su abuela.

Alexander no encontró a las chicas en el hotel. Dos horas má s tarde todos estaban preocupados, porque nadie las habí a visto en el tumulto del festival desde hací a mucho rato. El guí a, Wandgi, consiguió una bicicleta prestada y fue hasta su casa, pensando que Pema podrí a haber llevado a Nadia allí, pero poco despué s regresó descompuesto.

– ¡ Han desaparecido! ‑ anunció a gritos.

– No puede haberles sucedido nada malo. ¡ Usted dijo que é ste era el paí s má s seguro del mundo! ‑ exclamó Kate.

A esa hora quedaba muy poca gente en la calle, só lo unos cuantos estudiantes rezagados y unas mujeres que limpiaban la basura y los restos de comida de las mesas. El aire olí a a una mezcla de flores y pó lvora.

– Pueden haberse ido con algunos estudiantes de la universidad… ‑ sugirió Timothy Bruce.

Wandgi les aseguró que eso era imposible, Pema jamá s harí a eso. Ninguna muchacha respetable salí a de noche sola y sin permiso de sus padres, dijo. Decidieron acudir a la estació n de policí a, donde fueron atendidos con cortesí a por dos oficiales extenuados, que habí an trabajado desde el amanecer y no parecí an dispuestos a salir a la caza de dos chicas, que seguramente estaban con amigos o parientes. Kate Cold se les plantó al frente blandiendo su pasaporte y su carnet de periodista, mientras reclamaba con su peor vozarró n de mando, pero no logró sacudirlos.

– Estas personas recibieron una invitació n especial de nuestro amado rey ‑ dijo Wandgi, y eso puso a los policí as en acció n de inmediato.

El resto de la noche se fue buscando a Pema y Nadia por todas partes. Al amanecer estaba la fuerza policial completa ‑ diecinueve funcionarios‑ en estado de alerta, porque se habí a reportado la desaparició n de otras cuatro adolescentes en Tunkhala.

Alexander comunicó a su abuela sus sospechas de que habí a guerreros azules mezclados en la muchedumbre y agregó que habí a visto a Tex Armadillo disfrazado de pastor tibetano. Habí a intentado seguirlo, pero seguramente é ste se dio cuenta de que habí a sido reconocido y se perdió en el gentí o. Kate informó a la policí a, quienes le advirtieron que no convení a sembrar pá nico sin pruebas.

Durante las primeras horas de la mañ ana se propagó la atroz noticia de que varias niñ as habí an sido secuestradas. Casi todas las tiendas permanecieron cerradas y las puertas de las casas abiertas, mientras los habitantes de la apacible capital se volcaban a las calles a comentar el suceso. Cuadrillas de voluntarios salieron a recorrer los alrededores, pero el trabajo era desesperante, porque el terreno irregular y cubierto de impenetrable vegetació n dificultaba la bú squeda. Pronto comenzó a circular un rumor que fue creciendo hasta convertirse en un rí o incontenible de pá nico que arrolló a la ciudad: ¡ los escorpiones!, ¡ los escorpiones!

Dos campesinos, que no habí an asistido al festival, aseguraron haber visto a varios jinetes pasar al galope rumbo a las montañ as. Los cascos de los corceles sacaban chispas de las piedras, las capas negras ondeaban al viento y en la luz fantá stica de los fuegos artificiales parecí an demonios, dijeron los aterrados campesinos. Poco despué s una familia que iba de vuelta a su aldea, encontró en el sendero una gastada cantimplora de cuero, llena de licor, y la llevó a la policí a. Tení a grabado un escorpió n.

Wandgi estaba fuera de sí. En cuclillas, gemí a con la cara entre las manos, mientras su esposa se mantení a en silencio y sin lá grimas, completamente anonadada.

– ¿ Se refieren a la Secta del Escorpió n, la misma de India? ‑ preguntó Alexander Cold.

– ¡ Los guerreros azules! ¡ Nunca má s veré a mi Peina! ‑ lloraba el guí a.

Los expedicionarios del International Geographic fueron obteniendo los detalles de a poco. Aquellos nó mades sanguinarios circulaban por el norte de India, donde solí an atacar aldeas indefensas para raptar muchachas, que convertí an en sus esclavas. Para ellos las mujeres tení an menos valor que un cuchillo, las trataban peor que a animales y las mantení an aterrorizadas, escondidas en cuevas.

A las niñ as que nací an las mataban de inmediato, pero dejaban a los varones, a quienes separaban de sus madres y entrenaban para pelear desde los tres añ os. Para inmunizarlos contra el veneno los hací an picar por escorpiones, de modo que al llegar a la adolescencia podí an soportar mordeduras de reptiles e insectos que de otro modo les serí an fatales.

En muy poco tiempo las esclavas morí an de enfermedad, maltratos o asesinadas, pero las pocas que llegaban a los veinte añ os eran consideradas inservibles y las abandonaban, para ser reemplazadas por nuevas niñ as robadas. Así el ciclo se repetí a. Por los caminos rurales de India solí an verse las figuras lamentables de esas mujeres locas, en harapos, pidiendo limosna. Nadie se les acercaba por temor a la Secta del Escorpió n.

– ¿ Y la policí a no hace nada? ‑ preguntó Alexander, horrorizado.

– Esto ocurre en regiones muy aisladas, en villorrios indefensos y miserables. Nadie se atreve a enfrentar a los bandidos, les tienen terror, creen que poseen poderes diabó licos, que pueden enviar una plaga de escorpiones y acabar con toda una aldea. No hay peor destino para una niñ a que caer en manos de los hombres azules. Llevará la vida de un animal por unos cuantos añ os, verá exterminar a sus hijas, le quitará n a los hijos y, si no muere, terminará convertida en mendiga ‑ les explicó el guí a, y agregó que la Secta del Escorpió n era una banda de ladrones y asesinos que conocí an todos los pasos del Himalaya, cruzaban las fronteras a su antojo y atacaban siempre de noche. Eran sigilosos como sombras.

– ¿ Han entrado antes al Reino Prohibido? ‑ preguntó Alexander, en cuya mente empezaba a formarse una terrible sospecha.

– Hasta ahora nunca lo habí an hecho. Só lo actuaban en India y Nepal ‑ replicó el guí a.

– ¿ Por qué vinieron tan lejos? Es muy raro que se atrevieran a llegar a una ciudad como Tunkhala. Y es má s raro todaví a que decidieran hacerlo justamente durante un festival, cuando estaba el pueblo en la calle y la policí a vigilando ‑ anotó Alexander.

– Iremos de inmediato a hablar con el rey. Hay que movilizar todos los recursos posibles ‑ determinó Kate.

Su nieto estaba pensando en Tex Armadillo y los patibularios personajes que habí a visto en los só tanos del Fuerte Rojo. ¿ Qué papel desempeñ aba ese hombre en el asunto? ¿ Qué significaba el mapa que estudiaban?

No sabí a por dó nde comenzar a buscar a Á guila, pero estaba dispuesto a recorrer el Himalaya de punta a cabo tras ella. Imaginaba la suerte que en esos momentos corrí a su amiga. Cada minuto era precioso: debí a encontrarla antes que fuera demasiado tarde. Necesitaba má s que nunca el instinto de cazador del jaguar, pero estaba tan nervioso que no podí a concentrarse lo suficiente para invocarlo. El sudor le corrí a por la frente y la espalda, empapá ndole la camisa.

 

Nadia y Pema no alcanzaron a ver a sus atacantes. Dos mantos oscuros les cayeron encima, envolvié ndolas; luego las ataron con cuerdas, como paquetes, y las levantaron en vilo. Nadia gritó y trató de defenderse, pataleando en el aire, pero un golpe seco en la cabeza la aturdió. Pema, en cambio, se entregó a su suerte, adivinando que era inú til pelear en ese momento, debí a reservar su energí a para má s adelante. Los secuestradores colocaron a las muchachas atravesadas sobre los caballos y montaron detrá s, sujetá ndolas con manos de hierro. Por montura só lo llevaban una manta doblada y manejaban las cabalgaduras con la presió n de las rodillas. Eran jinetes formidables.

A los pocos minutos Nadia recuperó el conocimiento y en cuanto se le despejó un poco la mente hizo un inventario de la situació n. Se dio cuenta de inmediato de que iba al galope a caballo, a pesar de que nunca habí a montado uno. Sentí a retumbar cada pisada del animal en el estó mago y el pecho, le costaba respirar bajo la manta y sentí a en la espalda la presió n de una mano grande y fuerte, como una garra, que la sujetaba.

El olor del caballo sudoroso y de las ropas del hombre era penetrante, pero fue justamente eso lo que le devolvió la claridad y le permitió pensar. Acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza y los animales, tení a una gran memoria olfativa. Su secuestrador no olí a como la gente que habí a conocido en el Reino Prohibido, que era limpia en extremo. El aroma natural de las telas de seda, algodó n y lana se mezclaba con el de las especias que usaban para cocinar y el aceite de almendras, que todo el mundo usaba para darle brillo al cabello. Nadia podrí a reconocer a un habitante del Reino Prohibido con los ojos cerrados. El hombre que la sujetaba era sucio, como si su ropa no se lavara jamá s, y la piel exudaba un olor amargo de ajo, carbó n y pó lvora. Sin duda era un extranjero en esa tierra.

Nadia escuchó con atenció n y pudo calcular que, ademá s de los dos caballos en que iban Pema y ella, habí a por lo menos cuatro má s, tal vez cinco. Se dio cuenta de que iban siempre en ascenso. Cuando cambió el paso del caballo, comprendió que ya no iban por un sendero, sino a campo travieso. Podí a oí r los cascos contra las piedras y sentí a el esfuerzo del animal por trepar. A veces resbalaba, relinchando, y la voz del jinete lo alentaba a seguir en un idioma desconocido.

La muchacha sentí a los huesos molidos por el bamboleo, pero no podí a acomodarse, porque las cuerdas la inmovilizaban. La presió n en el pecho era tan fuerte, que temí a que se le partieran las costillas. ¿ Có mo podí a dejar alguna pista para que pudieran encontrarla? Estaba segura de que jaguar lo intentarí a, pero esas montañ as eran un laberinto de alturas y precipicios. Si al menos pudiera soltarse un zapato, pensaba, pero eso era imposible, porque llevaba las botas amarradas.

Un buen rato má s tarde, cuando las dos muchachas ya estaban completamente machucadas y medio inconscientes, las cabalgaduras se detuvieron. Nadia hizo un esfuerzo por recuperarse y prestó atenció n. Los jinetes desmontaron y sintió que volví an a levantarla y la tiraban como una bolsa al suelo. Cayó sobre piedras. Oyó gemir a Pema y enseguida unas manos desataron la cuerda y le quitaron la manta. Respiró a todo pulmó n y abrió los ojos.

Lo primero que vio fue la bó veda oscura del cielo y la luna, luego dos rostros negros y barbudos inclinados sobre ella. El aliento fé tido a ajo, licor y algo parecido al tabaco de los hombres la golpeó como un puñ etazo. Sus ojos malignos brillaban en las cuencas hundidas y reí an burlones. Les faltaban varios dientes y los pocos que tení an eran de un color casi negro. Nadia habí a visto gente en India con los dientes así, y Kate Cold le explicó que masticaban betel. A pesar de que estaba bastante oscuro, reconoció el aspecto de los hombres que habí a visto en el Fuerte Rojo, los temibles guerreros del Escorpió n.

De un tiró n sus captores la pusieron de pie, pero debieron sostenerla, porque se le doblaban las rodillas. Nadia vio a Pema a pocos pasos de distancia, encogida de dolor. Con gestos y empujones, los secuestradores les indicaron a las muchachas que avanzaran. Uno se quedó con los caballos y los otros subieron el cerro llevando a las prisioneras. Nadia habí a calculado bien: los jinetes eran cinco.

Llevaban unos quince minutos de ascenso cuando apareció de sú bito un grupo de varios hombres, todos con la misma vestimenta, oscuros, barbudos y armados de puñ ales. Nadia trató de sobreponerse al miedo y «escuchar con el corazó n», tratando de comprender su idioma, pero estaba demasiado adolorida y maltrecha. Mientras los hombres discutí an, cerró los ojos e imaginó que era un á guila, la reina de las alturas, el ave imperial, su animal toté mico. Por unos segundos tuvo la sensació n de elevarse como un esplé ndido pá jaro y pudo ver a sus pies la cadena de montañ as del Himalaya y, muy lejos, el valle donde estaba la ciudad deTunkhala. Un empujó n la devolvió a la tierra.

 

Los guerreros azules encendieron unas improvisadas antorchas, hechas con estopa amarrada a un palo y empapada engrasa. En la luz vacilante condujeron alas muchachas por un angosto desfiladero natural en la roca. Iban pegados a la montañ a, pisando con infinito cuidado, porque a sus pies se abrí a un precipicio profundo. Una ventisca helada cortaba la piel como navaja. Habí a parches de nieve y hielo entre las piedras, a pesar de que era verano.

Nadia pensó que el invierno en esa regió n debí a ser espantoso, si aun en verano hací a frí o. Pema iba vestida de seda y con sandalias. Quiso pasarle su chaquetó n, pero apenas hizo el ademá n de quitá rselo le dieron un bofetó n y la obligaron a seguir caminando. Su amiga iba al final de la fila y no podí a verla desde su posició n, pero supuso que irí a en peores condiciones que ella. Por suerte no tuvieron que escalar mucho, pronto se encontraron ante unos arbustos espinosos, que los hombres apartaron. Las antorchas iluminaron la entrada de una caverna natural, muy bien disimulada en el terreno. Nadia se sintió desfallecer: la esperanza de que Jaguar la encontrara era cada vez má s tenue.

La cueva era amplia y estaba compuesta de varias bó vedas o salas. Vieron bultos, armas, arreos de caballos, mantas, sacos con arroz, lentejas, verduras secas, nueces y largas trenzas de ajos. A juzgar por el aspecto del campamento y la cantidad de alimentos, era evidente que sus asaltantes habí an estado allí varios dí as y pensaban quedarse otros tantos.

En un lugar prominente habí an improvisado un espeluznante altar. Sobre un cú mulo de piedras se levantaba una estatua de la temible diosa Kali, rodeada de varias calaveras y huesos humanos, ratas, serpientes y otros reptiles disecados, vasijas con un liquido oscuro, como sangre, y frascos con escorpiones negros. Al entrar los guerreros se arrodillaron ante el altar, metieron los dedos en las vasijas y luego se los llevaron a la boca. Nadia notó que cada uno llevaba una colecció n de puñ ales de diferentes formas y tamañ os en la faja que les envolví a la cintura.

Las dos muchachas fueron empujadas al fondo de la caverna, donde las recibió una mujerona en harapos, con un manto de piel de perro, que le daba un aspecto de hiena. Tení a la piel teñ ida del mismo tono azulado de los guerreros, una horrenda cicatriz en la mejilla derecha, desde el ojo hasta el mentó n, como si hubiera recibido una cuchillada, y un escorpió n grabado a fuego en la frente. Llevaba un corto lá tigo en la mano.

Acurrucadas junto al fuego, cuatro niñ as cautivas temblaban de frí o y terror. La carcelera dio un gruñ ido, y señ aló a Pema y a Nadia que se reunieran con las otras. La ú nica que llevaba ropa de invierno era Nadia, todas las demá s vestí an los sarongs de seda que habí an usado para la celebració n del cumpleañ os del rey. Nadia comprendió que habí an sido raptadas en las mismas circunstancias que ellas y eso le devolvió algo de esperanza, porque sin duda la policí a ya debí a estar buscá ndolas por cielo y tierra.

Un coro de gemidos recibió a Nadia y Pema, pero la mujer se aproximó con el lá tigo en alto y las chicas prisioneras callaron, escondiendo la cabeza entre los brazos. Las dos amigas procuraron colocarse juntas.

En un descuido de la guardiana, Nadia envolvió a Perra con su chaqueta y le susurró al oí do que no se desesperara, que ya encontrarí an la forma de salir de ese atolladero. Perra tiritaba, pero habí a logrado calmarse; sus hermosos ojos negros, antes siempre sonrientes, ahora reflejaban coraje y determinació n. Nadia le apretó la mano y las dos se sintieron fortalecidas por la presencia de la otra.

Uno de los hombres del Escorpió n no le quitaba los ojos de encima a Perra, impresionado por su gracia y dignidad. Se acercó al grupo de aterrorizadas muchachas y se plantó delante de Perra con una mano en la empuñ adura de su puñ al. Llevaba la misma sucia tú nica oscura, el turbante grasiento, la barba desaliñ ada, la piel del extrañ o tono negro azulado y los dientes negros de betel de todos los demá s, pero su actitud irradiaba autoridad y los otros lo respetaban. Parecí a ser el jefe.

Pema se puso de pie y sostuvo la cruel mirada del guerrero. É l estiró la mano y cogió el largo cabello de la muchacha, que se deslizó como seda entre sus dedos inmundos. Un tenue perfume de jazmí n se desprendió del cabello. El hombre pareció desconcertado, casi conmovido, como si jamá s hubiera tocado algo tan precioso. Perra hizo un brusco movimiento de la cabeza, desprendié ndose. Si tení a miedo, no lo manifestó; por el contrario, su expresió n era tan desafiante, que la mujerona de la cicatriz, los otros bandidos y hasta las niñ as, permanecieron inmó viles, seguros de que el guerrero golpearí a a su insolente prisionera, pero, ante la sorpresa general, é ste soltó una seca risotada y dio un paso atrá s. Lanzó un escupitajo al suelo, a los pies de Pema, luego regresó junto a sus compinches, que estaban en cuclillas cerca del fuego. Bebí an sorbos de sus cantimploras, masticaban las rojas nueces de betel, escupí an y hablaban en torno a un mapa desplegado en el suelo.

Nadia supuso que era el mismo mapa o uno similar al que habí a vislumbrado en el Fuerte Rojo. No comprendí a lo que hablaban, porque los brutales acontecimientos de las ú ltimas horas la habí an alterado de tal modo, que no podí a «escuchar con el corazó n». Perra le dijo al oí do que usaban un dialecto del norte de India y que ella podí a entender algunas palabras: dragó n, rutas, monasterio, americano, rey.

No pudieron seguir hablando, porque la mujer de la cicatriz, que las habí a oí do, se acercó blandiendo su lá tigo.

– ¡ Cá llense! ‑ rugió.

Las chicas empezaron a gemir de miedo, menos Perra y Nadia, que se mantuvieron impasibles, pero bajaron la vista para no provocarla. Cuando la carcelera se distrajo, Pema le contó al oí do a Nadia que las mujeres abandonadas por los hombres azules tení an siempre un escorpió n grabado a fuego en la frente y muchas eran mudas, porque les habí an cortado la lengua. Estremecidas de horror, ya no volvieron a hablar, pero se comunicaban con miradas.

Las otras cuatro muchachas, que habí an sido llevadas a la cueva poco antes, estaban en tal estado de pá nico, que Nadia supuso que sabí an algo que ella ignoraba, pero no se atrevió a preguntar. Se dio cuenta de que Perra tambié n sabí a lo que les esperaba, pero era valiente y estaba dispuesta a luchar por su vida. Pronto las otras chicas se contagiaron del valor de Perra y, sin ponerse de acuerdo, se fueron acercando a ella, buscando protecció n. A Nadia la invadió una mezcla de admiració n por su amiga y de angustia por no poder comunicarse con las demá s chicas, que no hablaban una palabra de inglé s. Lamentó ser tan diferente a ellas.

Uno de los guerreros azules dio una orden y la mujer de la cicatriz olvidó por un momento a las cautivas para obedecerle. Sirvió en unas escudillas el contenido de una olla negra que colgaba sobre el fuego y las pasó a los hombres. A otra orden del jefe, sirvió a regañ adientes a las prisioneras.

Nadia recibió una cazuela de lató n, donde humeaba una mazamorra gris. Una oleada de ajo le dio en la nariz y apenas pudo contener el sobresalto de su estó mago. Debí a alimentarse, decidió, porque necesitarí a todas sus fuerzas para escapar. Le hizo una señ a a Pema y ambas se llevaron el plato a la boca. Ninguna de las dos tení a intenció n de resignarse a su suerte.

 



  

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