Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





CAPÍTULO SEIS – LA SECTA DEL ESCORPIÓN



 

El ú ltimo dí a en Nueva Delhi, Kate Cold debió pasar horas en una agencia de viaje tratando de conseguir pasajes en el ú nico vuelo semanal al Reino del Dragó n de Oro. No es que hubiera muchos pasajeros, sino que el avió n era diminuto. Mientras hací a sus gestiones, autorizó a Nadia y Alexander a ir solos al Fuerte Rojo, que quedaba cerca del hotel. Se trataba de una gran fortaleza muy antigua, paseo obligado de los turistas.

– No se separen por ningú n motivo y vuelvan al hotel antes que se ponga el sol ‑ les ordenó la escritora.

El fuerte habí a sido utilizado por las tropas inglesas en la é poca en que India fue colonizada. El inmenso paí s se consideraba la joya má s apreciada de la corona britá nica, hasta que finalmente obtuvo su liberació n en 1949. Desde entonces el fuerte estaba desocupado. Los turistas visitaban só lo una parte de la enorme construcció n. Muy poca gente conocí a sus entrañ as, un verdadero laberinto de corredores, salas secretas y subterrá neos que se extendí a bajo la ciudad como los tentá culos de un pulpo.

Nadia y Alexander siguieron a un guí a que daba explicaciones en inglé s a un grupo de turistas. El calor sofocante del mediodí a no entraba a la fortaleza; adentro se sentí a fresco y los muros se veí an manchados por la pá tina verde de la humedad acumulada durante siglos. El aire estaba impregnado de un olor desagradable y el guí a dijo que era la orina de los miles y miles de ratas que viví an en los só tanos y salí an de noche. Los turistas, horrorizados, se tapaban la nariz y la boca y varios salieron escapando.

De pronto Nadia señ aló a lo lejos a Tex Armadillo, quien estaba apoyado contra una columna mirando en todas direcciones, como si esperara a alguien. Su primer impulso fue ir a saludarlo, pero a Alexander le llamó la atenció n su actitud y sujetó a su amiga por el brazo.

– Espera, Á guila, vamos a ver en qué anda ese hombre. No confí o para nada en é l ‑ dijo.

– Acué rdate que te salvó la vida cuando casi te aplasta la multitud…

– Sí, pero hay algo que no me gusta en é l. ‑ ¿ Porqué?

– Parece disfrazado. No creo que sea realmente un hippie interesado en conseguir drogas, como nos dijo en el avió n. ¿ Te has fijado en sus mú sculos? Se mueve como uno de esos karatecas que salen en las pelí culas. Un hippie drogadicto no tendrí a ese aspecto ‑ dijo Alexander.

Aguardaron disimulados en la masa de turistas, sin quitarle los ojos de encima. De pronto vieron que a pocos pasos de Tex Armadillo surgí a un hombre alto, vestido con tú nica y turbante negro azulado, casi del mismo tono que su piel. En torno a la cintura llevaba una ancha faja tambié n negra y un cuchillo curvo con cacha de hueso. En su rostro, muy oscuro, de barba larga y cejas tupidas, brillaban los ojos como tizones.

Los amigos notaron el gesto de reconocimiento con que el recié n llegado y el americano se saludaron; luego vieron có mo el primero desaparecí a tras un recodo de la pared, seguido por el segundo, y sin ponerse de acuerdo decidieron averiguar de qué se trataba. Nadia susurró en la oreja de Borobá la orden de mantenerse mudo y quieto. El monito se colgó a la espalda de su ama como una mochila.

Deslizá ndose pegados a los muros y ocultá ndose tras las columnas, avanzaron a pocos metros de distancia de Tex Armadillo. A veces se les perdí a de vista, porque la arquitectura del fuerte era complicada y resultaba evidente que el hombre deseaba pasar inadvertido, pero siempre el instinto infalible de Nadia volví a a encontrarlo. Se habí an alejado mucho de los otros turistas, ya no se oí an voces ni se veí a a nadie. Atravesaron salas, bajaron escaleras angostas con los peldañ os roí dos por el desgaste del uso y del tiempo y recorrieron eternos pasadizos, con la sensació n de que andaban en cí rculos. Al olor penetrante se sumó un murmullo creciente, como un coro de grillos.

– No debemos bajar má s, Á guila. Ese ruido son chillidos de ratas. Son muy peligrosas ‑ dijo Alexander.

– Si esos hombres pueden internarse en los só tanos, ¿ por qué no podemos hacerlo nosotros? ‑ replicó ella.

 

Los dos amigos avanzaron por el subterrá neo en silencio, porque se dieron cuenta de que el eco repetí a y amplificaba sus voces. Alexander temí a que despué s no pudieran encontrar el camino de regreso, pero no quiso manifestar sus dudas en voz alta para no asustar a su amiga. Tampoco dijo nada sobre la posibilidad de que hubiera nidos de serpientes, porque, despué s de haberla visto con las cobras, su aprehensió n parecí a fuera de lugar.

Al principio la luz entraba por pequeñ os orificios en los techos y muros; despué s debieron caminar largos trechos en la oscuridad, palpando las paredes para guiarse. De vez en cuando habí a un dé bil bombillo encendido y podí an ver a las ratas escabullé ndose a lo largo de las paredes. Los cables elé ctricos colgaban peligrosamente del techo. Notaron que el suelo estaba hú medo y en algunas partes chorreaban hilos de agua fé tida. Enseguida tuvieron los pies empapados y Alexander trató de no pensar en lo que les sucederí a si se armaba un cortocircuito. Ser electrocutados le preocupaba menos que las ratas, cada vez má s agresivas, que los rodeaban.

– No les hagas caso, Jaguar. No se atreven a acercarse, pero si huelen que tenemos miedo atacará n ‑ susurró Nadia.

Una vez má s Tex Armadillo desapareció. Los dos chicos estaban en una pequeñ a bó veda, donde antes se almacenaban municiones y ví veres. Tres aperturas daban a lo que parecí an largos corredores oscuros. Alexander preguntó por señ as a Nadia cuá l debí an escoger; ella vaciló por primera vez, confundida. No estaba segura. Cogió a Borobá, lo puso en el suelo y le dio un leve empujó n, invitá ndolo a decidir por ella. El mono volvió a treparse a toda carrera en sus hombros: tení a horror de mojarse y de las ratas. Ella repitió la orden, pero el animal no quiso desprenderse y se limitó a señ alar con una manito temblorosa la apertura de la derecha, la má s angosta de las tres.

Los dos amigos siguieron la indicació n de Borobá, agachados y a tientas, porque allí no habí a bombillos elé ctricos y la oscuridad era casi completa. Alexander, quien era mucho má s alto que Nadia, se golpeó la cabeza y soltó una exclamació n. Una nube de murcié lagos los envolvió por unos minutos, provocando un ataque de pá nico en Borobá, que se sumergió bajo la camiseta de su ama.

Entonces el muchacho se concentró, y llamó al jaguar negro. A los pocos segundos podí a adivinar su entorno, como si tuviera antenas. Habí a practicado esto por meses, desde que supo en el Amazonas que é se era su animal toté mico, el rey de la selva sudamericana. Alexander tení a una leve miopí a y aun con sus lentes veí a mal en la oscuridad, pero habí a aprendido a confiar en el instinto del jaguar, que a veces lograba invocar. Siguió a Nadia sin vacilar, «viendo con el corazó n», como hací a cada vez má s a menudo.

Sú bitamente Alex se detuvo, sujetando a su amiga por el brazo: en ese punto el pasadizo daba una brusca curva. Má s adelante habí a un leve resplandor y hasta ellos llegó claramente un murmullo de voces. Con grandes precauciones, asomaron la cabeza y vieron que tres metros má s adelante el corredor se abrí a en otra bó veda, como aquella donde habí an estado poco antes.

Tex Armadillo, el hombre del ropaje negro y otros dos individuos vestidos del mismo modo se encontraban de cuclillas en el suelo en torno a una lá mpara de aceite, que emití a una luz dé bil pero suficiente como para que los muchachos pudieran verlos bien. Era imposible acercarse má s, porque no tení an dó nde ocultarse; sabí an que de ser sorprendidos lo pasarí an muy mal. Por la mente de Jaguar pasó fugazmente la certeza de que nadie sabí a dó nde se encontraban. Podí an perecer en esos só tanos sin que nadie encontrara sus restos en varios dí as, tal vez semanas. Se sentí a responsable por Nadia, despué s de todo habí a sido idea suya seguir a Tex y ahora se hallaban en ese atolladero.

Los hombres hablaban en inglé s y la voz de Tex Armadillo era clara, pero los otros tení an un acento prá cticamente incomprensible. Era evidente, sin embargo, que se trataba de una negociació n. Vieron a Tex Armadillo entregarle un fajo de billetes a quien tení a aspecto de ser el jefe del grupo. Luego los oyeron discutir largamente sobre lo que parecí a ser un plan de acció n que incluí a armas de fuego, montañ as, y tal vez un templo o un palacio, no estaban seguros.

El jefe desdobló un mapa sobre el piso de tierra, lo estiró con la palma de la mano y con la punta de su cuchillo indicó a Tex Armadillo una ruta. La luz de la lá mpara de aceite daba de lleno sobre el hombre. Desde la distancia en que se encontraban, no podí an ver bien el mapa, pero distinguieron con nitidez una marca grabada a fuego sobre la mano morena y notaron que el mismo dibujo se repetí a en la cacha de hueso del cuchillo. Era un escorpió n.

Alex calculó que habí an visto suficiente y debí an retroceder antes que esos hombres dieran por terminado su encuentro. La ú nica salida de la bó veda era el corredor donde ellos se encontraban. Debí an alejarse antes que los conspiradores decidieran regresar, de otro modo serí an sorprendidos. Nuevamente Nadia consultó a Borobá, quien fue señ alando el camino desde el hombro de su ama sin vacilar. Aliviado, Alexander, recordó lo que su padre solí a aconsejarle cuando trepaban montañ as juntos: «Enfrenta los obstá culos a medida que se presenten, no pierdas energí a temiendo lo que pueda haber en el futuro». Sonrió pensando que no debí a preocuparse tanto, ya que no siempre era é l quien estaba a cargo de la situació n. Nadia era una persona llena de recursos, como habí a demostrado en muchas ocasiones. No debí a olvidarlo.

Quince minutos má s tarde habí an llegado al nivel de la calle y pronto percibieron las voces de los turistas. Apuraron el paso y se mezclaron con la multitud. No volvieron a ver a Tex Armadillo.

 

– ¿ Sabes algo de escorpiones, Kate? ‑ preguntó Alexander a su abuela, cuando se reunieron con ella en el hotel.

– Algunos de los que hay en India son muy venenosos. Si te pican, puedes morir. Espero que no sea el caso, porque eso podrí a atrasarnos el viaje, no tengo tiempo para funerales ‑ replicó ella fingiendo indiferencia.

– No me ha picado ninguno todaví a.

– ¿ Por qué te interesa, entonces?

– Quiero saber si el escorpió n significa algo. ¿ Es un sí mbolo religioso, por ejemplo?

– La serpiente lo es, sobre todo la cobra. Segú n la leyenda, una cobra gigantesca protegió a Buda durante su meditació n. Pero no sé nada de los escorpiones.

– ¿ Puedes averiguarlo?

– Tendrí a que comunicarme con el pesado de Ludovic Leblanc. ¿ Está s seguro de que quieres pedirme semejante sacrificio, hijo? ‑ masculló la escritora.

– Creo que puede ser muy importante, abuela, perdó n, digo Kate…

Ella enchufó su pequeñ o ordenador y mandó un mensaje al profesor. Dada la diferencia de hora era imposible hablarle por telé fono. No sabí a cuá ndo le llegarí a la respuesta, pero esperaba que fuese pronto, porque no sabí a si despué s podrí an comunicarse desde el Reino Prohibido. Obedeciendo a una corazonada, envió otro mensaje a su amigo Isaac Rosenblat, para preguntarle si sabí a algo de un dragó n de oro, que supuestamente existí a en el paí s adonde se dirigí an. Ante su sorpresa, el joyero respondió de inmediato:

¡ Muchacha! ¡ Qué alegrí a saber de ti! Por supuesto que sé de esa estatua, todo joyero serio conoce la descripció n, porque se trata de uno de los objetos má s raros y má s preciosos del mundo. Nadie ha visto el famoso dragó n y no ha sido fotografiado, pero existen dibujos. Tiene unos sesenta centí metros de largo y se supone que es de oro macizo, pero eso no es todo: el trabajo de orfebrerí a es muy antiguo y muy bello. Ademá s está incrustado de piedras preciosas; só lo los dos perfectos rubí es estrella, absolutamente simé tricos que, segú n la leyenda, tiene en los ojos, cuestan una fortuna. ¿ Por qué me lo preguntas? ¿ Supongo que no estará s planeando robar el dragó n, como hiciste con los diamantes del Amazonas?

 

Kate aseguró al joyero que eso era exactamente lo que pretendí a y decidió no repetirle que los diamantes habí an sido encontrados por Nadia. Le convení a que Isaac Rosenblat la creyera capaz de haberlos robado. Calculó que así no decaerí a el interé s de su antiguo enamorado por ella. Lanzó una carcajada, pero enseguida la risa se convirtió en tos. Buscó en uno de sus mú ltiples bolsillos y extrajo su cantimplora con el remedio del Amazonas.

La respuesta del profesor Ludovic Leblanc fue larga y confusa, como todo lo suyo. Comenzaba con una laboriosa explicació n de có mo é l, entre sus muchos mé ritos, habí a sido el primer antropó logo en descubrir el significado del escorpió n en la mitologí a sumeria, egipcia, hindú y, bla bla bla, veintitré s pá rrafos má s sobre sus conocimientos y su propia sabidurí a. Pero salpicados por aquí y por allá en los veintitré s pá rrafos, habí a varios datos muy interesantes, que Kate Cold debió rescatar de esa marañ a. La vieja escritora dio un suspiro de fastidio, pensando cuá n difí cil resultaba soportar a ese petulante. Tuvo que releer varias veces el mensaje para resumir lo importante.

– Segú n Leblanc, existe una secta en el norte de India que adora al escorpió n. Sus miembros tienen un escorpió n marcado con un hierro al rojo, generalmente en el dorso de la mano derecha. Tienen la reputació n de ser sanguinarios, ignorantes y supersticiosos ‑ informó a su nieto y a Nadia.

Agregó que la secta era odiada, porque durante la lucha por la liberació n de India hací a el trabajo sucio para las tropas britá nicas, torturando y asesinando a sus propios compatriotas. Todaví a los hombres del escorpió n solí an ser empleados como mercenarios, porque eran feroces guerreros famosos por su destreza en el uso de los puñ ales.

– Son bandidos y contrabandistas, pero tambié n se ganan la vida matando por un sueldo ‑ explicó la escritora.

El muchacho procedió a contarle lo que habí an visto en el Fuerte Rojo. Si Kate tuvo la tentació n de regañ arlos por haber corrido semejante peligro, se abstuvo. En el viaje al Amazonas habí a aprendido a confiar en ellos.

– No me cabe duda de que los hombres que ustedes vieron pertenecen a esa secta. Dice Leblanc que sus miembros se visten con tú nicas y turbantes de algodó n, teñ idos con í ndigo, un producto vegetal. La tintura se pega a la piel y con los añ os se hace indeleble, como un tatuaje, por eso se conocen como los «guerreros azules». Son nó mades, viven a lomos de sus caballos, no poseen má s que sus armas y desde niñ os son entrenados para la guerra ‑ aclaró Kate.

– ¿ Las mujeres tambié n tienen la piel azul? ‑ preguntó Nadia.

– Es curioso que lo preguntes, niñ a. No hay mujeres en la secta.

– ¿ Có mo tienen hijos si no hay mujeres?

– No lo sé. Tal vez no tengan hijos.

– Si se entrenan para la guerra desde chiquitos, deben nacer niñ os en la secta ‑ insistió Nadia.

– Puede ser que se los roben o los compren. En este paí s hay mucha miseria, muchos niñ os abandonados, tambié n hay padres que no pueden alimentar a sus hijos y los venden ‑ dijo Kate Cold.

– Me pregunto qué negocios puede tener Tex Armadillo con la Secta del Escorpió n ‑ murmuró Alexander.

– Nada bueno puede ser ‑ dijo Nadia.

– ¿ Crees que se trata de drogas? Acué rdate de lo que dijo en el avió n, que la marijuana y el opio crecen salvajes en el Reino Prohibido.

– Espero que ese hombre no vuelva a cruzarse en nuestro camino, pero, si sucede, no quiero que se metan con é l. ¿ Me han entendido? ‑ ordenó su abuela con firmeza.

Los amigos asintieron, pero la escritora alcanzó a ver la mirada que intercambiaron y adivinó que ninguna advertencia suya pondrí a atajo a la curiosidad de Nadia y Alexander.

Una hora má s tarde se reunió el grupo del International Geographic en el aeropuerto, para tomar el avió n a Tunkhala, la capital del Reino del Dragó n de Oro. Allí se encontraron con Judit Kinski, quien iba en el mismo vuelo. La arquitecta de jardines llevaba un vestido de lino blanco y un abrigo largo del mismo material, botas y el mismo bolso gastado que le habí an visto antes. Su equipaje se componí a de dos maletas de una gruesa tela como de tapiz, de buena factura, tambié n muy gastadas.

Era evidente que habí a viajado mucho, pero el uso no daba a su vestuario o a su equipaje un aspecto descuidado. Por contraste, los miembros de la expedició n del International Geographic, con su ropa desteñ ida y arrugada, sus bultos y mochilas, parecí an refugiados escapando de algú n cataclismo.

El avió n era un modelo antiguo de hé lice con capacidad para ocho pasajeros y dos tripulantes. Los otros viajeros eran un hindú que tení a negocios en el Reino Prohibido, y un joven mé dico graduado en una universidad de Nueva Delhi que regresaba a su paí s. Los viajeros comentaron que ese avioncito no parecí a un medio muy seguro de desafiar las montañ as del Himalaya, pero el piloto replicó sonriendo que no habí a nada que temer: en sus diez añ os de experiencia jamá s habí an tenido un accidente grave, a pesar de que los vientos entre los precipicios solí an ser muy fuertes.

– ¿ Qué precipicios? ‑ preguntó Joel Gonzá lez, inquieto.

– Espero que puedan verlos, son un espectá culo magní fico. La mejor é poca para volar es entre octubre y abril, cuando los cielos está n despejados. Si está nublado no se ve nada ‑ dijo el piloto.

– Hoy está un poco nublado. ¿ Có mo haremos para no estrellarnos contra las montañ as? ‑ preguntó Kate Cold.

– É stas son nubes bajas, pronto verá el cielo despejado, señ ora. Ademá s conozco el camino de memoria, puedo volar con los ojos cerrados.

– Espero que los lleve bien abiertos, joven ‑ replicó ella secamente.

– Creo que en una media hora dejaremos las nubes atrá s ‑ la tranquilizó el piloto, y agregó que habí an tenido suerte, porque los vuelos solí an atrasarse varios dí as, dependiendo del clima.

Jaguar y Á guila comprobaron satisfechos que Tex Armadillo no iba a bordo.

 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.