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CAPÍTULO CUATRO – EL ÁGUILA Y EL JAGUAR



 

El avió n en que viajaba Alexander Cold aterrizó en Nueva York a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. A esa hora aú n no habí a disminuido el calor de aquel dí a de junio. El muchacho recordaba con buen humor su primer viaje solo a esa ciudad, cuando una chica de aspecto inofensivo le robó todas sus posesiones apenas salió del aeropuerto. ¿ Có mo se llamaba? Casi lo habí a olvidado… ¡ Morgana! Era un nombre de hechicera medieval. Le parecí a que habí an transcurrido añ os desde entonces, aunque en verdad só lo habí an pasado seis meses. Se sentí a como otra persona: habí a crecido, tení a má s seguridad en sí mismo y no habí a vuelto a sufrir ataques de rabia o desesperació n.

La crisis familiar habí a pasado: su madre parecí a a salvo del cá ncer, aunque siempre existí a el temor de que le volviera. Su padre habí a vuelto a sonreí r y sus hermanas, Andrea y Nicole, empezaban a madurar. É l ya casi no peleaba con ellas; apenas lo indispensable para que no se le montaran en la cabeza. Entre sus amistades habí a aumentado su prestigio de manera notable; incluso la bella Cecilia Burns, quien siempre lo habí a tratado como a un piojo, ahora le pedí a que la ayudara con las tareas de matemá ticas. Má s que ayudarla, debí a hacé rselas completas y despué s dejar que ella le copiara el examen, pero la sonrisa radiante de la chica era una recompensa má s que suficiente para é l. Cecilia Burns meneaba su refulgente melena y a é l se le poní an las orejas coloradas. Desde que Alexander regresó del Amazonas con media cabeza pelada, una orgullosa cicatriz y un sartal de historias increí bles, se habí a vuelto muy popular en la escuela; sin embargo, sentí a que ya no calzaba en su ambiente. Sus amigos no le divertí an como antes. La aventura habí a despertado su curiosidad; el pueblito donde se habí a criado era apenas un punto casi invisible en el mapa del norte de California, donde se ahogaba; querí a escapar de esos confines y explorar la inmensidad del mundo.

Su profesor de geografí a le sugirió que contara sus aventuras a la clase. Alex se presentó a la escuela con su cerbatana, pero sin los dardos envenenados con curare, porque no querí a provocar un accidente, y sus fotos nadando con un delfí n en el Rí o Negro, sujetando un caimá n con las manos desnudas y devorando carne ensartada en una flecha. Cuando explicó que era un trozo de anaconda, la serpiente acuá tica má s grande que se conoce, el estupor de sus compañ eros aumentó hasta la incredulidad. Y eso que no les contó lo má s interesante: su viaje al territorio de la gente de la neblina, donde encontró prodigiosas criaturas prehistó ricas. Tampoco les dijo de Walimai, el anciano brujo que lo ayudó a conseguir el agua de la salud para su madre, porque iban a pensar que se habí a vuelto loco. Todo lo habí a anotado cuidadosamente en su diario, porque pensaba escribir un libro. Tení a hasta el tí tulo: su libro se llamarí a La Ciudad de las Bestias.

Nunca mencionaba a Nadia Santos, o Á guila, como é l la llamaba. Su familia sabí a que habí a dejado una amiga en el Amazonas, pero só lo Lisa, su madre, adivinaba la profundidad de esa relació n. Á guila era má s importante para é l que todos sus amigos juntos, incluyendo a Cecilia Burns. No pensaba exponer el recuerdo de Nadia a la curiosidad de un montó n de chiquillos ignorantes, que no creerí an que la muchacha podí a hablar con los animales y habí a descubierto tres fabulosos diamantes, los má s grandes y valiosos del mundo. Menos podí a mencionar que habí a aprendido el arte de la invisibilidad. É l mismo comprobó có mo los indios desaparecí an a voluntad, mimetizados como camaleones con el color y la textura del bosque; era imposible verlos a dos metros de distancia y a plena luz del mediodí a. Muchas veces intentó hacerlo, pero jamá s le resultó; en cambio Nadia lo hací a con tanta facilidad como si volverse invisible fuera la cosa má s natural del mundo.

Jaguar escribí a a Á guila casi todos los dí as, a veces só lo uno o dos pá rrafos, otras veces má s. Acumulaba las pá ginas y las enviaba en un sobre grande cada viernes. Las cartas demoraban má s de un mes en llegar a Santa Marí a de la Lluvia, en la frontera entre Brasil y Venezuela, pero ambos amigos se habí an resignado a esas demoras. Ella viví a en un villorrio aislado y primitivo, donde el ú nico telé fono pertenecí a a la gendarmerí a y del correo electró nico nadie habí a oí do hablar.

Nadia contestaba con notas breves, escritas trabajosamente, como si la escritura fuera una tarea muy difí cil para ella; pero bastaban unas pocas frases sobre el papel para que Alexander la sintiera a su lado como una presencia real. Cada una de esas cartas traí a a California un soplo de la selva, con su rumor de agua y su concierto de pá jaros y monos. A veces a Jaguar le parecí a que podí a percibir claramente el olor y la humedad del bosque, que si estiraba la mano podrí a tocar a su amiga. En la primera carta ella le advirtió que debí a «leer con el corazó n», tal como antes le habí a enseñ ado a «escuchar con el corazó n». Segú n ella, é sa era la manera de comunicarse con los animales o de entender un idioma desconocido. Mediante un poco de prá ctica Alexander Cold logró hacerlo; entonces descubrió que no necesitaba papel y tinta para sentirse en contacto con ella. Si estaba solo y en silencio, le bastaba pensar en Á guila para oí rla, pero de todos modos le gustaba escribirle. Era como llevar un diario.

 

Cuando se abrió la portezuela del avió n en Nueva York y los pasajeros pudieron por fin estirar las piernas, despué s de seis horas de inmovilidad, Alexander salió con su mochila en la mano, acalorado y tullido, pero muy contento ante la idea de ver a su abuela. Habí a perdido el color tostado y le habí a crecido el pelo, tapando la cicatriz de su crá neo. Recordó que en su visita anterior Kate no lo recibió en el aeropuerto y é l estaba angustiado porque era la primera vez que viajaba solo. Soltó la risa al pensar en su propio susto en aquella oportunidad. Esta vez su abuela habí a sido muy clara: debí an encontrarse en el aeropuerto.

Apenas desembocó del largo pasillo en la sala, vio a Kate Cold. No habí a cambiado: los mismos pelos disparados, los mismos lentes rotos sujetos con cinta adhesiva, el mismo chaleco de mil bolsillos, todos llenos de cosas, los mismos pantalones bolsudos hasta las rodillas, que revelaban sus piernas delgadas y musculosas, con la piel partida como corteza de á rbol. Lo ú nico inesperado resultó ser su expresió n, que habitualmente era de furia concentrada y esta vez parecí a alegre. Alexander la habí a visto sonreí r muy pocas veces, aunque solí a reí rse a carcajadas, siempre en los momentos menos oportunos. Su risa era un ladrido estrepitoso. Ahora sonreí a con algo parecido a la ternura, aunque era del todo improbable que fuera capaz de tal sentimiento.

– ¡ Hola, Kate! ‑ la saludó, algo asustado ante la posibilidad de que a su abuela se le estuviera ablandando el seso.

– Llegas media hora tarde ‑ le espetó ella, tosiendo.

– Culpa mí a ‑ replicó é l, tranquilizado por el tono: era su abuela de siempre, la sonrisa habí a sido una ilusió n ó ptica.

Alexander la tomó por un brazo con la mayor brusquedad posible y le plantó un beso sonoro en la mejilla. Ella le dio un empujó n, se limpió el beso de un manotazo y enseguida lo invitó a tomar una bebida, porque disponí an de dos horas antes de embarcarse a Londres y de allí a Nueva Delhi. El muchacho la siguió rumbo al saló n especial de viajeros frecuentes. La escritora, que viajaba mucho, se daba al menos el lujo de usar ese servicio. Kate mostró su tarjeta y entraron. Entonces Alexander vio a tres metros de distancia la sorpresa que su abuela le habí a preparado: Nadia Santos estaba esperá ndolo.

El chico dio un grito, soltó la mochila y abrió los brazos en un gesto impulsivo, pero de inmediato se contuvo, avergonzado. Nadia tambié n habí a enrojecido y vaciló por unos instantes, sin saber qué hacer ante esa persona que de pronto le parecí a un desconocido. No lo recordaba tan alto y ademá s le habí a cambiado la cara, tení a las facciones má s angulosas. Por fin la alegrí a pudo má s que el desconcierto y corrió a estrecharse contra el pecho de su amigo. Alexander comprobó que Nadia no habí a crecido en esos meses, seguí a siendo la misma niñ a eté rea, toda color de miel, con un cintillo con plumas de loro sujetando su pelo crespo.

Kate Cold fingí a leer con exagerada atenció n una revista, esperando su vodka en el bar, mientras los dos amigos, felices de haberse reunido despué s de una separació n demasiado larga y de emprender juntos otra aventura, murmuraban sus nombres toté micos: Jaguar, Á guila…

 

La idea de invitar a Nadia al viaje llevaba meses rondando a Kate. Se mantení a en contacto con Cé sar Santos, el padre de la chica, porque é l supervisaba los programas de la Fundació n Diamante para preservar el bosque nativo y las culturas indí genas del Amazonas. Cé sar Santos conocí a la regió n como nadie, era el hombre perfecto para esa tarea. Por é l supo Kate que la tribu de la gente de la neblina, cuyo jefe era la pintoresca anciana Iyomi, daba pruebas de adaptarse a los cambios con gran rapidez. Iyomi habí a mandado a cuatro jó venes ‑ dos varones y dos niñ as‑ a estudiar a la ciudad de Manaos. Deseaba que esos jó venes aprendieran las costumbres de los nabab, como llamaban a quienes no eran indios, para que sirvieran de intermediarios entre las dos culturas.

Mientras el resto de la tribu permanecí a en la jungla viviendo de la caza y la pesca, los cuatro emisarios aterrizaron de golpe y porrazo en el siglo XXI. En cuanto se acostumbraron a usar ropa y lograron adquirir un vocabulario mí nimo en portugué s, se lanzaron valientemente a la conquista de «la magia de los nabab», empezando por dos inventos formidables: los fó sforos y el autobú s. En menos de seis meses habí an descubierto la existencia de las computadoras y al paso que iban, segú n Cé sar Santos, un dí a no muy lejano podrí an pelear mano a mano con los temibles abogados de las corporaciones que explotaban el Amazonas. Tal como decí a Iyomi: «Hay muchas clases de guerreros».

Kate Cold llevaba un buen tiempo rogá ndole a Cé sar Santos que mandara a su hija a visitarla. Argumentaba que, tal como Iyomi habí a enviado a los jó venes a estudiar a Manaos, é l debí a enviar a Nadia a Nueva York. La chica estaba en edad de salir de Santa Marí a de la Lluvia y ver algo de mundo. Estaba muy bien eso de vivir en la naturaleza y conocer las costumbres de los animales y los indios, pero tambié n debí a recibir una educació n formal; un par de meses de vacaciones en plena civilizació n le harí an mucho bien, sostení a la escritora. Secretamente, esperaba que esa separació n temporal servirí a para tranquilizar a Cé sar Santos y tal vez en un futuro cercano el hombre se decidirí a a mandar a su hija a estudiar a Estados Unidos.

Por primera vez en su vida la mujer estaba dispuesta a hacerse cargo de alguien; no lo habí a hecho ni siquiera con su propio hijo John, quien despué s del divorcio se habí a quedado a vivir con su padre. Su trabajo de periodista, sus viajes, sus há bitos de vieja maniá tica y su caó tico apartamento no eran ideales para recibir visitas, pero Nadia era un caso especial. Le parecí a que a los trece añ os esa niñ a era mucho má s sabia que ella misma a los sesenta y cinco. Estaba segura de que Nadia tení a un alma antigua.

Por supuesto Kate no le habí a dicho ni una palabra de sus planes a su nieto Alexander, no fuera a pensar el chico que ella se estaba poniendo sentimental. No habí a un á pice de sentimentalismo en este caso, razonaba enfá tica la escritora; sus motivos eran puramente prá cticos: necesitaba alguien que organizara sus papeles y archivos y ademá s sobraba una cama en su apartamento. Si Nadia viví a con ella, pensaba hacerla trabajar como esclava, nada de mimos. Claro que eso serí a despué s, cuando se quedara en su casa, y no ahora que finalmente el testarudo de Cé sar Santos habí a accedido a mandá rsela por unas cuantas semanas.

 

Kate no imaginó que Nadia llegarí a sin má s ropa que la puesta. Por todo equipaje traí a un chaleco, dos bananas y una caja de cartó n a la cual le habí a perforado unos agujeros en la tapa. Adentro iba Borobá, el monito negro que siempre la acompañ aba, tan asustado como ella. El viaje habí a sido largo. Cé sar Santos llevó a su hija hasta el avió n, donde una azafata se harí a cargo de ella hasta Nueva York. Le habí a pegado parches adhesivos en los brazos con los telé fonos y la direcció n de la escritora, por si se perdí a. Desprenderle los parches despué s, no fue fá cil.

Nadia só lo habí a volado en la decré pita avioneta de su padre y no le gustaba hacerlo, porque temí a la altura. El corazó n le dio un salto cuando vio el tamañ o del avió n comercial en Manaos y comprendió que estarí a adentro por muchas horas. Subió aterrada y a Borobá no le fue mucho mejor. El pobre mono, acostumbrado al aire y la libertad, sobrevivió a duras penas el encierro y el ruido de los motores. Cuando su ama levantó la tapa de la caja en el aeropuerto de Nueva York, salió disparado como una flecha, chillando y dando saltos sobre los hombros de la gente, sembrando el pá nico entre los viajeros. Nadia y Kate Cold tardaron media hora en darle caza y tranquilizarlo.

Durante los primeros dí as, la experiencia de vivir en un apartamento en Nueva York fue difí cil para Borobá y su ama, pero pronto aprendieron a ubicarse en las calles e hicieron amigos en el barrio. A donde fueran llamaban la atenció n. Un mono que se portaba como un ser humano y una niñ a con plumas en el peinado eran un espectá culo en esa ciudad. La gente les ofrecí a dulces y los turistas les tomaban fotos.

– Nueva York es un conjunto de aldeas, Nadia. Cada barrio tiene sus propias caracterí sticas. Una vez que conoces al iraní del almacé n, al vietnamita de la lavanderí a, al salvadoreñ o que reparte el correo, a mi amigo, el italiano de la cafeterí a, y unas pocas personas má s, te sentirá s como en Santa Marí a de la Lluvia ‑ le explicó Kate, y muy pronto la chica comprobó que tení a razó n.

La escritora atendió a Nadia como a una princesa, mientras repetí a para sus adentros que ya habrí a tiempo má s adelante para apretarle las clavijas. La paseó por todas partes, la llevó a tomar té al hotel Plaza, a andar en coche con caballos en Central Park, a la cumbre de los rascacielos, a la Estatua de la Libertad. Tuvo que enseñ arle a tomar un ascensor, a subir en una escalera mecá nica y usar las puertas giratorias. Tambié n fueron al teatro y al cine, experiencias que Nadia nunca habí a tenido; pero lo que má s le impresionó fue el hielo de una cancha de patinaje. Acostumbrada al tró pico, no se cansaba de admirar el frí o y la blancura del hielo.

– Pronto te aburrirá s de ver hielo y nieve, porque pienso llevarte conmigo al Himalaya ‑ le dijo Kate Cold.

– ¿ Dó nde queda eso?

– Al otro lado del mundo. Necesitará s buenos zapatos, ropa gruesa, un chaquetó n impermeable.

La escritora consideró que llevar a Nadia al Reino del Dragó n de Oro era una idea estupenda, así la muchacha verí a má s mundo. Le compró ropa abrigada y zapatos adecuados, tambié n una parka de bebé para Borobá y una bolsa de viaje especial para mascotas. Era un maletí n negro con una malla que permití a que entrara el aire y ver hacia afuera. Estaba acolchado con una suave piel de cordero y contaba con un dispositivo para el agua y la comida. Tambié n adquirió pañ ales. No fue fá cil poné rselos al mono, a pesar de las largas explicaciones de Nadia en el idioma que compartí a con el animal. Por primera vez en su plá cida existencia Borobá mordió a un ser humano. Kate Cold anduvo con un vendaje en el brazo por una semana, pero el mono aprendió a hacer sus necesidades en el pañ al, lo cual resultaba indispensable en un viaje largo como el que planeaban.

Kate no le habí a dicho a Nadia que Alexander se reunirí a con ellos en el aeropuerto. Quiso que fuera una sorpresa para los dos.

Al poco rato llegaron al saló n de la aerolí nea Timothy Bruce y Joel Gonzá lez. Los fotó grafos no habí an visto a la escritora ni a los chicos desde el viaje al Amazonas. Los abrazaron efusivamente, mientras Borobá saltaba de la cabeza de uno a la del otro, encantado de reencontrarse con sus antiguos amigos.

Joel Gonzá lez se levantó la camiseta para mostrar con orgullo las huellas del furioso abrazo de la anaconda de varios metros de largo, que estuvo a punto de acabar con su vida en la selva. Le habí a partido varias costillas y dejado para siempre el pecho hundido. Por su parte, Timothy Bruce se veí a casi buenmozo, a pesar de su larga cara de caballo, y al ser interrogado por la implacable Kate confesó que se habí a arreglado la dentadura. En vez de los grandes dientes amarillos y torcidos que antes le impedí an cerrar la boca, ahora lucí a una sonrisa resplandeciente.

A las ocho de la noche se embarcaron los cinco rumbo a India. El vuelo era eterno, pero a Alexander y Nadia se les hizo corto: tení an mucho que contarse. Comprobaron aliviados que Borobá iba tranquilo, acurrucado sobre la piel de cordero como un bebé. Mientras el resto de los pasajeros intentaba dormir en los estrechos asientos, ellos se entretuvieron conversando y viendo pelí culas.

A Timothy Bruce apenas le cabí an sus largas extremidades en el reducido espacio de su asiento y cada tanto se levantaba para hacer ejercicios de yoga en el pasillo; así evitaba los calambres. Joel Gonzá lez iba má s có modo, porque era bajo y delgado. Kate Cold tení a su propio sistema para los viajes largos: tomaba dos pastillas para dormir con varios tragos de vodka. El efecto era el de un garrotazo en el crá neo.

– Si hay un terrorista con una bomba en el avió n, no me despierten ‑ los instruyó antes de taparse hasta la frente con una manta y enrollarse como un camaró n en su asiento.

Tres filas detrá s de Nadia y Alexander viajaba un hombre con el cabello largo y peinado con docenas de trenzas delgadas, que a su vez iban atadas atrá s con una tira de cuero. Al cuello llevaba un collar de cuentas y sobre el pecho una bolsita de gamuza que colgaba de una tira negra. Vestí a vaqueros desteñ idos, gastadas botas con tacones y un sombrero tejano, que usaba caí do sobre la frente y que, tal como comprobaron má s tarde, no se quitó ni para dormir. A los muchachos les pareció que ya no tení a edad para vestirse de esa manera.

– Debe ser un mú sico pop ‑ anotó Alexander.

Nadia no sabí a qué era eso y Alexander decidió que resultaba muy difí cil explicá rselo. Se prometió que a la primera oportunidad impartirí a a su amiga los conocimientos elementales de mú sica popular que cualquier adolescente que se respete debe tener.

Calcularon que el extrañ o hippie debí a tener má s de cuarenta añ os, a juzgar por las arrugas en torno a los ojos y la boca, que marcaban su rostro muy tostado. Lo que se veí a de su cabello atado en la cola era de un color gris acero. En todo caso, cualquiera que fuese su edad, el hombre parecí a en muy buena forma fí sica. Lo habí an visto primero en el aeropuerto de Nueva York, cargando una bolsa de lona y un saco de dormir atado con un cinturó n que se colgaba al hombro. Luego lo vislumbraron dormitando con el sombrero puesto en un asiento del aeropuerto de Londres, mientras esperaba su vuelo, y ahora lo encontraban en el mismo avió n rumbo a India. Lo saludaron de lejos.

Apenas el piloto quitó la señ al de permanecer con el cinturó n de seguridad, el hombre dio unos pasos por el pasillo, estirando los mú sculos. Se acercó a Nadia y Alexander y les sonrió. Por primera vez notaron que sus ojos eran de un azul muy claro, inexpresivos, como los de una persona hipnotizada. Su sonrisa movilizaba las arrugas de la cara, pero no pasaba de los labios. Los ojos parecí an muertos. El desconocido preguntó a Nadia qué llevaba en la bolsa sobre sus rodillas y ella le mostró a Borobá. La sonrisa del hombre se convirtió en carcajada al ver al mono con pañ ales.

– Me dicen Tex Armadillo, por las botas, ¿ saben? Son de cuero de armadillo ‑ se presentó.

– Nadia Santos, del Brasil ‑ dijo la niñ a. ‑ Alexander Cold, de California.

– Noté que ustedes llevan una guí a turí stica del Reino Prohibido. Los vi estudiá ndola en el aeropuerto.

– Para allá vamos ‑ le informó Alexander.

– Muy pocos turistas visitan ese paí s. Entiendo que só lo admiten un centenar de extranjeros al añ o ‑ dijo Tex Armadillo.

– Vamos con un grupo del International Geographic. ‑ ¿ Cierto? Parecen demasiado jó venes para trabajar en esa revista ‑ comentó iró nico.

– Cierto ‑ replicó Alexander, decidido a no dar demasiadas explicaciones.

– Mis planes son los mismos, pero no sé si en India conseguiré una visa. En el Reino del Dragó n de Oro no tienen simpatí a por los hippies como yo. Creen que vamos nada má s que por las drogas.

– ¿ Hay muchas drogas? ‑ preguntó Alexander.

– La marijuana y el opio crecen salvajes por todas partes, es cosa de llegar y cosecharlos. Muy conveniente.

– Debe ser un problema muy grave ‑ comentó Alexander, extrañ ado de que su abuela no se lo hubiera mencionado.

– No es ningú n problema. Allí só lo se usan para fines medicinales. No saben el tesoro que tienen. ¿ Se imaginan el negocio que serí a exportarlos? ‑ dijo Tex Armadillo.

– Me imagino ‑ contestó Alexander. No le gustaba el giro de la conversació n y tampoco le gustaba ese hombre de ojos muertos.

 



  

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