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CAPÍTULO DOS – TRES HUEVOS FABULOSOS



 

Entretanto, al otro lado del mundo, Alexander Cold llegaba a Nueva York acompañ ado por su abuela, Kate. El muchacho americano habí a adquirido un color de madera bajo el sol del Amazonas. Tení a un corte de pelo hecho por los indios, con una peladura circular afeitada en medio de la cabeza, donde lucí a una cicatriz reciente. Llevaba su mochila inmunda a la espalda y en las manos una botella con un lí quido lechoso. Kate Cold, tan tostada como é l, iba vestida con sus habituales pantalones cortos de color caqui y zapatones embarrados. Su pelo gris, cortado por ella misma sin mirarse al espejo, le daba un aspecto de indio mohicano recié n despertado. Estaba cansada, pero sus ojos brillaban tras los lentes rotos, sujetos con cinta adhesiva. El equipaje comprendí a un tubo de casi tres metros de largo y otros bultos de tamañ o y forma poco usual.

– ¿ Tienen algo que declarar? ‑ preguntó el oficial de inmigració n, lanzando una mirada de desaprobació n al extrañ o peinado de Alex y la facha de la abuela.

Eran las cinco de la madrugada y el hombre estaba tan cansado como los pasajeros del avió n que acababa de llegar de Brasil.

– Nada. Somos reporteros del International Geographic. Todo lo que traemos es material de trabajo ‑ replicó Kate Cold.

– ¿ Fruta, vegetales, alimentos?

– Só lo el agua de la salud para curar a mi madre… ‑ dijo Alex, mostrando la botella que habí a llevado en la mano durante todo el viaje.

– No le haga caso, oficial, este muchacho tiene mucha imaginació n ‑ interrumpió Kate.

– ¿ Qué es eso? ‑ preguntó el funcionario señ alando el tubo.

– Una cerbatana.

– ¿ Qué?

– Es una especie de cañ a hueca que usan los indios del Amazonas para disparar dardos envenenados con… ‑ empezó a explicar Alexander, pero su abuela lo hizo callar de una patada.

El hombre estaba distraí do y no siguió preguntando, de modo que no supo del carcaj con los dardos ni de la calabaza con el mortal curare, que vení a en otro de los bultos.

– ¿ Algo má s?

Alexander Cold buscó en los bolsillos de su parka y extrajo tres bolas de vidrio.

– ¿ Qué es eso?

– Creo que son diamantes ‑ dijo el muchacho y al punto recibió otra patada de su abuela.

– ¡ Diamantes! ¡ Muy divertido! ¿ Qué has estado fumando, muchacho? ‑ exclamó el oficial con una carcajada, estampando los pasaportes e indicá ndoles que siguieran.

 

Al abrir la puerta del apartamento en Nueva York, una bocanada de aire fé tido golpeó a Kate y Alexander en la cara. La escritora se dio una palmada en la frente. No era la primera vez que se iba de viaje y dejaba la basura en la cocina. Entraron a tropezones, cubrié ndose la nariz. Mientras Kate organizaba el equipaje, su nieto abrió las ventanas y se hizo cargo de la basura, a la cual ya le habí a crecido flora y fauna. Cuando por fin lograron meter el tubo con la cerbatana en el minú sculo apartamento, Kate cayó despatarrada en el sofá con un suspiro. Sentí a que empezaban a pesarle los añ os.

Alexander extrajo las bolas de su parka y las colocó sobre la mesa. Ella les dirigió una mirada indiferente. Parecí an esos pisapapeles de vidrio que compran los turistas.

– Son diamantes, Kate ‑ le informó el muchacho.

– ¡ Claro! Y yo soy Marilyn Monroe… ‑ contestó la vieja escritora.

– ¿ Quié n?

– ¡ Bah! ‑ gruñ ó ella, espantada ante el abismo generacional que la separaba de su nieto.

– Debe ser alguien de tu é poca ‑ sugirió Alexander.

– ¡ É sta es mi é poca! É sta es má s é poca mí a que tuya. Al menos yo no vivo en la luna, como tú ‑ refunfuñ ó la abuela.

– De verdad son diamantes, Kate ‑ insistió é l.

– Está bien, Alexander, son diamantes.

– ¿ Podrí as llamarme Jaguar? Es mi animal toté mico. Los diamantes no nos pertenecen, Kate, son de los indios, de la gente de la neblina. Le prometí a Nadia que los emplearí amos para protegerlos.

– ¡ Ya, ya, ya! ‑ masculló ella sin prestarle atenció n.

– Con esto podemos financiar la fundació n que pensabas hacer con el profesor Leblanc.

– Creo que con el golpe que te dieron en el crá neo se te soltaron los tornillos del cerebro, hijo ‑ replicó ella, colocando distraí damente los huevos de cristal en el bolsillo de su chaqueta.

En las semanas siguientes la escritora tendrí a ocasió n de revisar ese juicio sobre su nieto.

Kate tuvo los huevos de cristal en su poder durante dos semanas, sin acordarse de ellos para nada, hasta que al mover su chaqueta de una silla cayó uno de ellos, aplastá ndole los dedos de un pie. Para entonces su nieto Alexander estaba de vuelta en casa de sus padres en California. La escritora anduvo varios dí as con el pie adolorido y las piedras en el bolsillo, jugueteando con ellas distraí damente en la calle. Una mañ ana pasó a tomar un café al local de la esquina y al irse dejó uno de los diamantes olvidado sobre la mesa. El dueñ o, un italiano que la conocí a desde hací a veinte añ os, la alcanzó en la esquina.

– ¡ Kate! ¡ Se te quedó tu bola de vidrio! ‑ le gritó, lanzá ndosela por encima de las cabezas de otros transeú ntes.

Ella la cogió al vuelo y siguió andando con la idea de que ya era hora de hacer algo respecto a esos huevos. Sin un plan definido, se dirigió a la calle de los joyeros, donde se encontraba el negocio de un antiguo enamorado suyo, Isaac Rosenblat. Cuarenta añ os antes habí an estado a punto de casarse, pero apareció Joseph Cold y sedujo a Kate tocá ndole un concierto de flauta. Kate estaba segura de que la flauta era má gica. Al poco tiempo Joseph Cold se convirtió en uno de los mú sicos má s cé lebres del mundo. «Era la misma flauta que el tonto de mi nieto dejó tirada en el Amazonas! », pensó Kate, furiosa. Le habí a dado un buen tiró n de orejas a Alexander por perder el magní fico instrumento musical de su abuelo.

 

Isaac Rosenblat era un pilar de la comunidad hebrea, rico, respetado y padre de seis hijos. Era una de esas personas ecuá nimes, que cumplen con su deber sin aspavientos y que tienen el alma en paz; pero cuando vio entrar a Kate Cold a su tienda sintió que se hundí a en una cié naga de recuerdos. En un instante volvió a ser el joven tí mido que habí a amado a esa mujer con la desesperació n del primer amor. En ese tiempo ella era una joven de piel de porcelana e indó mita cabellera roja; ahora lucí a má s arrugas que un pergamino y unos pelos grises cortados a tijeretazos y tiesos como las cerdas de un escobilló n.

– ¡ Kate! No has cambiado, muchacha, te reconocerí a en una multitud… ‑ murmuró, emocionado.

– No mientas, viejo sinvergü enza ‑ replicó ella, sonriendo halagada, a pesar suyo, y soltando su mochila, que se estrelló en el piso como un saco de papas.

– Has venido a decirme que te equivocaste y a pedirme perdó n por haberme dejado plantado y con el corazó n roto, ¿ verdad? ‑ se burló el joyero.

– Es cierto, me equivoqué, Isaac. No sirvo para casada. Mi matrimonio con Joseph duró muy poco, pero al menos tuvimos un hijo, John. Ahora tengo tres nietos.

– Supe que Joseph murió, en verdad lo lamento. Siempre le tuve celos y no le perdoné que me quitara la novia, pero igual compraba todos sus discos. Tengo la colecció n completa de sus conciertos. Era un genio… ‑ dijo el joyero ofreciendo asiento a Kate en un sofá de cuero oscuro y acomodá ndose a su lado‑. Así es que ahora está s viuda ‑ agregó estudiá ndola con cariñ o.

– No te hagas ilusiones, no he venido a que me consueles. Tampoco he venido a comprar joyas. No van bien con mi estilo ‑ replicó Kate.

– Ya lo veo ‑ anotó Isaac Rosenblat, mirando de reojo los pantalones arrugados, las botas de combate y la bolsa de excursionista que habí a en el suelo.

– Quiero mostrarte unos pedazos de vidrio ‑ dijo ella, sacando los huevos de su chaqueta.

Por la ventana entraba la luz de la mañ ana, que dio de lleno sobre los objetos que la mujer sostení a en las palmas de las manos. Un resplandor imposible cegó por un instante a Isaac Rosenblat, provocá ndole un sobresalto en el corazó n. Provení a de una familia de joyeros. Por las manos de su abuelo habí an pasado piedras preciosas de las tumbas de los faraones egipcios; de las manos de su padre habí an salido diademas para emperatrices; sus manos habí an desmontado los rubí es y las esmeraldas de los zares de Rusia, asesinados durante la revolució n bolchevique. Nadie sabí a má s de joyas que é l, y muy pocas piedras lograban emocionarlo, pero tení a ante sus ojos algo tan prodigioso, que se sintió mareado. Sin decir palabra, tomó los huevos, los llevó a su escritorio y los examinó con lupa bajo una lá mpara. Cuando comprobó que su primera impresió n era cierta, dio un suspiro profundo, sacó un pañ uelo blanco de batista y se secó la frente.

– ¿ Dó nde robaste esto, muchacha? ‑ preguntó con voz temblorosa.

– Vienen de un lugar remoto llamado la Ciudad de las Bestias.

– ¿ Me está s tomando el pelo? ‑ preguntó el joyero.

– Te prometo que no. ¿ Valen algo, Isaac?

– Algo valen, sí. Digamos que con ellos puedes comprar un paí s chico ‑ murmuró el joyero.

– ¿ Está s seguro?

– Son los diamantes má s grandes y má s perfectos que he visto. ¿ Dó nde estaban? Es imposible que un tesoro como é ste haya pasado inadvertido. Conozco todas las piedras importantes que existen, pero nunca oí hablar de é stas, Kate.

– Pide que nos traigan café y un trago de vodka, Isaac. Ahora ponte có modo, porque voy a contarte una historia interesante ‑ replicó Kate Cold.

Así se enteró el buen hombre de una adolescente brasilera, quien subió a una misteriosa montañ a en el Alto Orinoco, guiada por un sueñ o y por un brujo desnudo, donde encontró las piedras en un nido de á guilas. Kate le contó có mo la niñ a le habí a dado aquella fortuna a Alexander, su nieto, encargá ndole la misió n de usarla para ayudar a una cierta tribu de indios, la gente de la neblina, que aú n viví a en la Edad de la Piedra. Isaac Rosenblat escuchó corté smente, sin creer ni una palabra de aquel descabellado cuento. Ni un tonto de remate podí a tragarse semejantes fantasí as, concluyó. Seguramente su antigua novia estaba involucrada en algú n negocio muy turbio o habí a descubierto una mina fabulosa. Sabí a que Kate nunca se lo confesarí a. Allá ella, estaba en su derecho, suspiró otra vez.

– Veo que no me crees, Isaac ‑ masculló la estrafalaria escritora echá ndose otro trago de vodka al gaznate para aplacar un acceso de tos.

– Supongo que está s de acuerdo conmigo en que é sta es una historia poco comú n, Kate…

– Y eso que todaví a no te he contado de las Bestias, unos gigantes peludos y hediondos que…

– Está bien, Kate, creo que no necesito má s detalles ‑ la interrumpió el joyero, extenuado.

– Debo convertir estos peñ ascos en capital para una fundació n. Le prometí a mi nieto que se usarí an para proteger a la gente de la neblina, así se llaman los indios invisibles, y…

– ¿ Invisibles?

– No son exactamente invisibles, Isaac, pero lo parecen. Es como un truco de magia. Dice Nadia Santos que…

– ¿ Quié n es Nadia Santos?

– La chica que encontró los diamantes, ya te lo dije. ¿ Me ayudará s, Isaac?

– Te ayudaré, siempre que sea legal, Kate.

Y así fue como el honrado Isaac Rosenblat se convirtió en guardiá n de las tres piedras maravillosas; có mo se hizo cargo de convertirlas en dinero contante y sonante; có mo invirtió el capital sabiamente; y có mo asesoró a Kate Cold para crear la Fundació n Diamante. Le aconsejó nombrar presidente al antropó logo Ludovic Leblanc, pero mantener en sus propias manos el control del dinero. De ese modo tambié n reanudó la amistad con ella, dormida durante cuarenta añ os.

– ¿ Sabes que yo tambié n soy viudo, Kate? ‑ le confesó esa misma noche, cuando salieron a cenar juntos.

– Supongo que no pensará s declararte, Isaac. Hace mucho que no he lavado los calcetines de un marido y no pienso hacerlo ahora ‑ dijo riendo la escritora.

Brindaron por los diamantes.

Unos meses má s tarde Kate se encontraba ante su computadora, sin má s ropa sobre su enjuto cuerpo que una camiseta llena de agujeros que le llegaba a medio muslo y dejaba a la vista sus rodillas nudosas, sus piernas cruzadas de venas y cicatrices y sus firmes pies de caminante. Sobre su cabeza giraban, con un zumbido de moscardones, las aspas de un ventilador, que no lograban aliviar el calor sofocante de Nueva York en verano. Desde hací a algú n tiempo ‑ diecisé is o diecisiete añ os‑ la escritora contemplaba la posibilidad de instalar aire acondicionado en su apartamento, pero todaví a no habí a encontrado el momento para hacerlo. El sudor le empapaba el cabello y le chorreaba por la espalda, mientras sus dedos azotaban con furia el teclado. Sabí a que bastaba rozar las teclas, pero ella era un animal de costumbres y por eso las machacaba, como antes hací a en su anticuada má quina de escribir.

A un lado de la computadora tení a un jarro de té helado con vodka, una mezcla explosiva de cuya invenció n se sentí a muy orgullosa. Al otro lado descansaba su pipa de marinero apagada. Se habí a resignado a fumar menos, porque la tos no la dejaba en paz, pero mantení a la pipa cargada por compañ í a: el olor del tabaco negro reconfortaba su alma. «A los sesenta y cinco añ os no son muchos los vicios que una bruja como yo puede permitirse», pensaba. No estaba dispuesta a renunciar a ninguno de sus vicios, pero si no dejaba de fumar iban a estallarle los pulmones.

Kate llevaba seis meses dedicada a poner en pie la Fundació n Diamante, que habí a creado con el famoso antropó logo Ludovic Leblanc, a quien, dicho sea de paso, consideraba su enemigo. Detestaba ese tipo de trabajo, pero, si no lo hací a, su nieto Alexander jamá s se lo perdonarí a. «Soy una persona de acció n, una reportera de viajes y aventuras, no una buró crata», suspiraba entre sorbo y sorbo de té con vodka.

Ademá s de lidiar con el asunto de la fundació n, habí a tenido que volar dos veces a Caracas para declarar en el juicio contra Mauro Carí as y la doctora Omayra Torres, los responsables de la muerte de centenares de indí genas infectados de viruela. Mauro Carí as no asistió al juicio, estaba convertido en vegetal en una clí nica privada. Habrí a sido mejor que el garrotazo que recibió de los indios lo hubiera despachado al otro mundo.

Las cosas se complicaban para Kate Cold, porque la revista International Geographic le habí a encargado escribir un reportaje sobre el Reino del Dragó n de Oro. No le convení a seguir postergando el viaje, porque podí an dá rselo a otro reportero, pero antes de partir debí a curarse la tos. Ese pequeñ o paí s estaba incrustado entre los picos del Himalaya, donde el clima era muy traicionero; la temperatura podí a variar treinta grados en pocas horas. La idea de consultar a un mé dico no se le pasaba por la mente, por supuesto. No lo habí a hecho jamá s en su vida y no era cosa de comenzar ahora; tení a la peor opinió n de los profesionales que ganan por hora. Ella cobraba por palabra. Le parecí a obvio que a ningú n mé dico le conviene que el paciente sane, por eso preferí a remedios caseros. Tení a su fe puesta en una corteza de á rbol traí da del Amazonas, que dejarí a sus pulmones como nuevos. Un centenario chamá n de nombre Walimai le habí a asegurado que la corteza serví a para curar las enfermedades de la nariz y la boca. Kate la pulverizaba en la licuadora y la diluí a en su té con vodka, para disimular el sabor amargo, y lo bebí a a lo largo del dí a con gran determinació n. La medicina aú n no habí a dado resultados, le explicaba en ese mismo momento al profesor Ludovic Leblanc a travé s del correo electró nico.

Nada hací a tan felices a Cold y Leblanc como odiarse mutuamente, y no perdí an ocasió n de demostrarlo. No les faltaban pretextos, porque estaban inevitablemente unidos por la Fundació n Diamante, cuyo presidente era é l, mientras ella manejaba el dinero. El trabajo comú n para la fundació n los obligaba a comunicarse casi a diario y lo hací an por correo electró nico para no tener que escuchar sus voces en el telé fono. Procuraban verse lo menos posible.

La Fundació n Diamante habí a sido creada para proteger a las tribus del Amazonas en general y a la gente de la neblina en particular, como habí a exigido Alexander. El profesor Ludovic Leblanc estaba escribiendo un pesado libraco acadé mico sobre la tribu y su propio papel en esa aventura, aunque en verdad los indios habí an sido salvados milagrosamente del genocidio por Alexander Cold y su amiga brasilera Nadia Santos, y no por Leblanc. Al recordar esas semanas en la selva, Kate no podí a evitar una sonrisa. Cuando partieron de viaje al Amazonas, su nieto era un chiquillo mimado y cuando volvieron, poco má s tarde, estaba convertido en un hombre. Alexander ‑ o jaguar, como se le habí a puesto en la cabeza que debí a llamarlo‑ se habí a portado como un valiente, era justo reconocerlo. Estaba orgullosa de é l. La fundació n existí a gracias a Alex y Nadia; sin ellos el proyecto habrí a quedado en puras palabras: ellos lo habí an financiado.

 

Al comienzo el profesor pretendí a que la organizació n se llamara Fundació n Ludovic Leblanc, porque estaba seguro de que su nombre atraerí a a la prensa y a posibles benefactores; pero Kate no le permitió terminar la frase.

– Tendrá que pasar sobre mi cadá ver antes de poner el capital aportado por mi propio nieto a nombre suyo, Leblanc ‑ lo interrumpió.

El antropó logo debió resignarse, porque ella disponí a de los tres fabulosos diamantes del Amazonas. Como el joyero Rosenblat, tampoco Ludovic Leblanc creí a ni una palabra de la historia de aquellas extraordinarias piedras. ¿ Diamantes en un nido de á guilas? ¡ Có mo no! Sospechaba que el guí a Cé sar Santos, padre de Nadia, tení a acceso a una mina secreta en plena jungla, de donde la chica habí a obtenido las piedras. Acariciaba la fantasí a de regresar al Amazonas y convencer al guí a de compartir las riquezas con é l. Era un sueñ o disparatado, porque se estaba poniendo viejo, le dolí an las articulaciones y ya no tení a energí a para viajar a lugares sin aire acondicionado. Ademá s estaba muy ocupado escribiendo su obra maestra.

Le parecí a imposible concentrarse en su importante misió n con su reducido sueldo de profesor. Su oficina era un hoyo insalubre, en un edificio decré pito, en un cuarto piso sin ascensor, una vergü enza. Si al menos Kate Cold fuera algo má s generosa con el presupuesto… «¡ Qué mujer tan desagradable! », pensaba el antropó logo. Era imposible tratar con ella. El presidente de la Fundació n Diamante debí a trabajar con estilo. Necesitaba una secretaria y una oficina decente; pero la avara de Kate no le soltaba ni un centavo má s del estrictamente necesario para las tribus. Justamente en ese momento ambos discutí an por correo electró nico a propó sito de un automó vil, que a é l le parecí a indispensable. Movilizarse en metro era una pé rdida de su precioso tiempo, que estarí a mejor empleado al servicio de los indios y los bosques, explicaba. En la pantalla de ella iban formá ndose las frases de Leblanc: «No pido algo especial, Cold, no se trata de una limusina con chofer, sino apenas un pequeñ o convertible…».

Sonó el telé fono y la escritora lo ignoró, porque no deseaba perder el hilo de los contundentes argumentos con que planeaba acribillar a Leblanc, pero la campanilla siguió repicando hasta desquiciarla. Furiosa, cogió el auricular de un manotazo, refunfuñ ando contra el atrevido que la interrumpí a en su trabajo intelectual.

– Hola, abuela ‑ saludó alegremente la voz de su nieto mayor desde California.

– ¡ Alexander! ‑ exclamó encantada al oí rlo, pero enseguida se controló, no fuera su nieto a sospechar que lo echaba de menos‑. ¿ No te he dicho mil veces que no me llames abuela?

– Tambié n quedamos en que tú me llamarí as Jaguar ‑ replicó el muchacho, imperturbable.

– De jaguar no tienes ni un bigote, eres un pobre gato despelucado.

– Tú, en cambio, eres la madre de mi padre, así es que legalmente puedo llamarte abuela. ‑ ¿ Recibiste mi regalo? ‑ lo cortó ella. ‑ ¡ Es maravilloso, Kate!

En realidad lo era. Alexander acababa de cumplir diecisé is añ os y el correo le llevó una enorme caja proveniente de Nueva York con el presente de su abuela. Kate Cold se habí a desprendido de una de sus má s preciadas posesiones: la piel de una pitó n de varios metros de largo, la misma que se habí a tragado su má quina fotográ fica en Malaisia, varios añ os atrá s. Ahora el trofeo colgaba, como ú nico adorno, en la pieza de Alexander. Meses antes el chico habí a destrozado el mobiliario en un arrebato de angustia por la enfermedad de su madre. Só lo quedaron un colchó n medio destripado para dormir y una linterna para leer en la noche.

– ¿ Có mo está n tus hermanas?

– Andrea no entra a mi pieza, porque le tiene horror a la piel de la culebra, pero Nicole me sirve como esclava para que la deje tocarla. Me ha ofrecido todo lo que tiene a cambio de la pitó n, pero jamá s se la daré a nadie.

– Así lo espero. ¿ Y có mo sigue tu madre?

– Mucho mejor, con decirte que ha vuelto a sus pinceles y sus pinturas. ¿ Sabes? Walimai, el chamá n, me dijo que tengo el poder de curar y que debo usarlo bien. He pensado que no voy a ser mú sico, como habí a pensado, sino mé dico. ¿ Qué te parece? ‑ preguntó Alex.

– Supongo que creerá s que tú has curado a tu madre… ‑ se rió la abuela.

– Yo no la curé, sino el agua de la salud y las plantas medicinales que traje del Amazonas…

– Y la quimioterapia y la radiació n tambié n ‑ lo interrumpió ella.

– Nunca sabremos qué la curó, Kate. Otros pacientes que recibieron el mismo tratamiento en el mismo hospital ya se han muerto, en cambio mi mamá está en plena remisió n. Esta enfermedad es muy traicionera y puede volver en cualquier momento, pero creo que las plantas que me dio el chamá n Walimai y el agua maravillosa podrá n mantenerla sana.

– Bastante trabajo te costó conseguirlas ‑ comentó Kate.

– Casi dejé la vida…

– Eso no serí a nada, dejaste la flauta de tu abuelo ‑ lo cortó ella.

– Tu consideració n por mi bienestar es conmovedora, Kate ‑ se burló Alexander.

– ¡ En fin! El asunto ya no tiene remedio. Supongo que debo preguntar por tu familia…

– Tambié n es tuya y me parece que no tienes otra. Por si te interesa, poco a poco estamos volviendo a la normalidad en la familia. A mi mamá le está saliendo pelo crespo y canoso. Se veí a má s bonita pelada ‑ la informó su nieto.

– Me alegro de que Lisa esté sanando. Me cae bien, es buena pintora ‑ admitió Kate Cold. ‑ Y buena madre…

Hubo una pausa de varios segundos en la lí nea hasta que Alexander reunió el valor para plantear el motivo de su llamada. Explicó que tení a dinero ahorrado, porque habí a trabajado durante el semestre haciendo clases de mú sica y sirviendo en una pizzerí a. Su propó sito habí a sido reponer lo que destrozó en su habitació n, pero despué s cambió de idea.

– No tengo tiempo para oí r tus planes financieros. Anda al grano, ¿ qué es lo que quieres? ‑ lo conminó la abuela.

– Desde mañ ana estaré de vacaciones… ‑ ¿ Y?

– Pensé que, si yo pago mi pasaje, tal vez pudieras llevarme contigo en tu pró ximo viaje. ¿ No me dijiste que irí as al Himalaya?

Otro silencio glacial acogió la pregunta. Kate Cold estaba haciendo un esfuerzo tremendo por controlar la satisfacció n que la embargaba: todo estaba saliendo de acuerdo a sus planes. Si lo hubiera invitado, su nieto habrí a puesto una serie de inconvenientes, tal como hizo cuando se trató de viajar al Amazonas, pero de esa manera la iniciativa partí a de é l. Tan segura estaba de que Alexander irí a con ella, que le tení a preparada una sorpresa.

– ¿ Está s ahí, Kate? ‑ preguntó Alexander tí midamente.

– Claro. ¿ Dó nde quieres que esté?

– ¿ Puedes pensarlo, al menos?

– ¡ Vaya! Yo creí a que la juventud estaba dedicada a fumar pasto y conseguir pareja a travé s de Internet… ‑ comentó ella entre dientes.

– Eso es un poco má s tarde, Kate, tengo diecisé is añ os y no me alcanza el presupuesto ni siquiera para una cita virtual ‑ se rió Alexander y agregó ‑: Creo haberte probado que soy buen compañ ero de viaje. No te molestaré en nada y puedo ayudarte. Ya no tienes edad para andar sola…

– Pero ¡ qué dices, mocoso!

– Me refiero… bueno, puedo cargar tu equipaje, por ejemplo. Tambié n puedo tomar fotos.

– ¿ Crees que el International Geographic publicarí a tus fotos? Vendrá n Timothy Bruce y Joel Gonzá lez, los mismos fotó grafos que fueron con nosotros al Amazonas.

– ¿ Se curó Gonzá lez?

– Sanaron las costillas rotas, pero todaví a anda asustado. Timothy Bruce lo cuida como una madre.

– Yo tambié n te cuidaré a ti como una madre, Kate. En el Himalaya te puede pisotear una manada de yaks. Ademá s hay poco oxí geno, te puede dar un ataque al corazó n ‑ suplicó el nieto.

– No pienso darle a Leblanc el gusto de morirme antes que é l ‑ masculló ella entre dientes, y agregó ‑: Pero veo que algo sabes sobre esa regió n.

– No te imaginas cuá nto he leí do al respecto. ¿ Puedo ir contigo? ¡ Por favor!

– Está bien, pero no voy a esperarte ni un solo minuto. Nos encontramos en el aeropuerto John F Kennedy el pró ximo jueves, para embarcarnos a las nueve de la noche rumbo a Londres y de allí a Nueva Delhi. ¿ Has comprendido?

– ¡ Allí estaré, te lo prometo!

– Trae ropa abrigada. Cuanto má s alto subamos, má s frí o hará. Seguro que tendrá s ocasió n de hacer montañ ismo, así es que puedes traer tambié n tu equipo de escalar.

– ¡ Gracias, gracias, abuela! ‑ exclamó el muchacho, emocionado.

– ¡ Si vuelves a llamarme abuela, no te llevo a ninguna parte! ‑ replicó Kate, colgando el telé fono y echá ndose a reí r con su risa de hiena.

 



  

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