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Isabel Allende. El Reino Del Dragón De Oro. Isabel Allende. El Reino Del Dragón De Oro. A mi amiga Tabra Tunoa,. viajera incansable,. quien me llevó al Himalaya. y me habló del Dragón de Oro. CAPÍTULO UNO EL VALLE



Isabel Allende

El Reino Del Dragó n De Oro

 

 

Isabel Allende

El Reino Del Dragó n De Oro

 

El REINO DEL DRAGÓ N DE ORO, La continuació n de LA CIUDAD DE LAS BESTIAS es su segunda novela para jó venes

 

El Aguila Y El Jaguar – #2

 

A mi amiga Tabra Tunoa,

viajera incansable,

quien me llevó al Himalaya

y me habló del Dragó n de Oro

 

CAPÍ TULO UNO EL VALLE DE LOS YETIS

 

Tensing, el monje budista, y su discí pulo, el prí ncipe Dil Bahadur, habí an escalado durante dí as las altas cumbres al norte del Himalaya, la regió n de los hielos eternos, donde só lo unos pocos lamas han puesto los pies a lo largo de la historia. Ninguno de los dos contaba las horas, porque el tiempo no les interesaba. El calendario es un invento humano; el tiempo a nivel espiritual no existe, le habí a enseñ ado el maestro a su alumno.

Para ellos lo importante era la travesí a, que el joven realizaba por primera vez. El monje recordaba haberla hecho en una vida anterior, pero esos recuerdos eran algo confusos. Se guiaban por las indicaciones de un pergamino y se orientaban por las estrellas, en un terreno donde incluso en verano imperaban condiciones muy duras. La temperatura de varios grados bajo cero era soportable só lo durante un par de meses al añ o, cuando no azotaban fatí dicas tormentas.

Aun bajo cielos despejados, el frí o era intenso. Vestí an tú nicas de lana y á speros mantos de piel de yak. En los pies llevaban botas de cuero del mismo animal, con el pelo hacia adentro y el exterior impermeabilizado con grasa. Poní an cuidado en cada paso, porque un resbaló n en el hielo significaba que podí an rodar centenares de metros a los profundos precipicios que, como hachazos de Dios, cortaban los montes.

Contra el cielo de un azul intenso, destacaban las luminosas cimas nevadas de los montes, por donde los viajeros avanzaban sin prisa, porque a esa altura no tení an suficiente oxí geno. Descansaban con frecuencia, para que los pulmones se acostumbraran. Les dolí a el pecho, los oí dos y la cabeza; sufrí an ná useas y fatiga, pero ninguno de los dos mencionaba esas debilidades del cuerpo; se limitaban a controlar la respiració n, para sacarle el má ximo de provecho a cada bocanada de aire.

Iban en busca de aquellas raras plantas que só lo se encuentran en el gé lido Valle de los Yetis, y que eran fundamentales para preparar lociones y bá lsamos medicinales. Si sobreviví an a los peligros del viaje, podí an considerarse iniciados, ya que su cará cter se templarí a como el acero. La voluntad y el valor eran puestos a prueba muchas veces durante esa travesí a. El discí pulo necesitarí a ambas virtudes, voluntad y valor, para realizar la tarea que le esperaba en la vida. Por eso su nombre era Dil Bahadur, que quiere decir «corazó n valiente» en la lengua del Reino Prohibido. El viaje al Valle de los Yetis era una de las ú ltimas etapas del duro entrenamiento que el prí ncipe habí a recibido por doce añ os.

El joven no conocí a la verdadera razó n del viaje, que era má s importante que las plantas curativas o su iniciació n como lama superior. Su maestro no podí a revelá rsela, tal como no podí a hablarle de muchas otras cosas. Su papel era guiar al prí ncipe en cada etapa de su largo aprendizaje, debí a fortalecer su cuerpo y su cará cter, cultivar su mente y poner a prueba una y otra vez la calidad de su espí ritu. Dil Bahadur descubrirí a la razó n del viaje al Valle de los Yetis má s tarde, cuando se encontrara ante la prodigiosa estatua del Dragó n de Oro.

 

Tensing y Dil Bahadur cargaban en las espaldas bultos con sus mantas, el cereal y la manteca de yak indispensables para subsistir. Enrolladas a la cintura llevaban cuerdas de pelo de yak, que les serví an para escalar, y en la mano un bastó n largo y firme, como una pé rtiga, que empleaban para apoyarse, para defenderse, en caso de ser atacados, y para montar una improvisada tienda en la noche. Tambié n lo usaban para probar la profundidad y la firmeza del terreno antes de pisar en aquellos sitios donde, de acuerdo a su experiencia, la nieve fresca solí a cubrir huecos profundos. Con frecuencia enfrentaban grietas que, si no podí an saltar, los obligaban a hacer largos desví os. A veces, para evitar horas de camino, colocaban la pé rtiga de un lado al otro del precipicio y, una vez seguros de que se sostení a con firmeza en ambos extremos, se atreví an a pisarla y brincar al otro lado, nunca má s de un paso, porque las posibilidades de rodar al vací o eran muchas. Lo hací an sin pensar, con la mente en blanco, confiando en la habilidad de sus cuerpos, el instinto y la buena suerte, porque, si se detení an a calcular los movimientos, no podí an hacerlo. Cuando la grieta era má s ancha que el largo del palo aseguraban una cuerda a una roca alta, luego uno de los dos se ataba el otro extremo de la cuerda a la cintura, se daba impulso y saltaba, oscilando como un pé ndulo, hasta alcanzar la otra orilla.

El joven discí pulo, quien poseí a gran resistencia y coraje ante el peligro, siempre vacilaba en el momento de usar cualquiera de estos mé todos.

Habí an llegado a uno de esos despeñ aderos y el lama estaba buscando el sitio má s adecuado para cruzar. El joven cerró brevemente los ojos, elevando una plegaria.

– ¿ Temes morir, Dil Bahadur? ‑ inquirió sonriendo Tensing.

– No, honorable maestro. El momento de mi muerte está escrito en mi destino antes de mi nacimiento. Moriré cuando haya concluido mi trabajo en esta reencarnació n y mi espí ritu esté listo para volar; pero temo partirme todos los huesos y quedar vivo allá abajo ‑ replicó el joven señ alando el impresionante precipicio que se abrí a ante sus pies.

– Posiblemente eso serí a un inconveniente… ‑ concedió el lama de buen humor‑. Si abres la mente y el corazó n, esto te parecerá má s fá cil ‑ agregó.

– ¿ Qué harí a usted si me caigo al barranco?

– Llegado el caso, tal vez tendrí a que pensarlo. Por el momento mis pensamientos está n distraí dos en otras cosas.

– ¿ Puedo saber en qué, maestro?

– En la belleza del panorama ‑ replicó, señ alando la interminable cadena de montañ as, la blancura inmaculada de la nieve, el cielo resplandeciente.

– Es como el paisaje de la luna ‑ observó el joven.

– Tal vez… ¿ En qué parte de la luna has estado, Dil Bahadur? ‑ preguntó el lama, disimulando otra sonrisa.

– No he llegado tan lejos todaví a, maestro, pero así me la imagino.

– En la luna el cielo es negro y no hay montañ as como é stas. Tampoco hay nieve, todo es roca y polvo color ceniza.

– Tal vez algú n dí a yo pueda hacer un viaje astral a la luna, como mi honorable maestro ‑ concedió el discí pulo.

– Tal vez…

Despué s que el lama aseguró la pé rtiga, ambos se quitaron las tú nicas y mantos, que les impedí an moverse con plena soltura, y ataron sus pertenencias en cuatro bultos. El lama tení a el aspecto de un atleta. Sus espaldas y brazos eran puro mú sculo, su cuello tení a el ancho del muslo de un hombre normal y sus piernas parecí an troncos de á rbol. Ese formidable cuerpo de guerrero contrastaba de modo notable con su rostro sereno, sus ojos dulces y su boca delicada, casi femenina, siempre sonriente. Tensing tomó los bultos uno por uno, adquirió impulso girando el brazo como un aspa de molino, y los lanzó al otro lado del barranco.

– El miedo no es real, Dil Bahadur, só lo está en tu mente, como todo lo demá s. Nuestros pensamientos forman lo que suponemos que es la realidad ‑ dijo.

– En este momento mi mente está creando un hoyo bastante profundo, maestro ‑ murmuró el prí ncipe.

– Y mi mente está creando un puente muy seguro ‑ replicó el lama.

Hizo una señ al de despedida al joven, quien aguardaba sobre la nieve, luego dio un paso sobre el vací o, colocando el pie derecho al centro del bastó n de madera y en una fracció n de segundo se impulsó hacia delante, alcanzando con el pie izquierdo la orilla del otro lado. Dil Bahadur lo imitó con menos gracia y velocidad, pero sin un solo gesto que traicionara su nerviosismo.

El maestro notó que su piel brillaba, hú meda de transpiració n. Se vistieron de prisa y echaron a andar.

– ¿ Falta mucho? ‑ quiso saber Dil Bahadur.

– Tal vez.

– ¿ Serí a una imprudencia pedirle que no me conteste siempre «tal vez», maestro?

– Tal vez lo serí a ‑ sonrió Tensing y luego de una pausa agregó que, segú n las instrucciones del pergamino, debí an continuar hacia el norte. Todaví a faltaba lo má s arduo del camino.

– ¿ Ha visto a los yetis, maestro?

– Son como dragones, les sale fuego por las orejas y tienen cuatro pares de brazos.

– ¡ Qué extraordinario! ‑ exclamó el joven.

– ¿ Cuá ntas veces te he dicho que no creas todo lo que oyes? Busca tu propia verdad ‑ se rió el lama.

– Maestro, no estamos estudiando las enseñ anzas de Buda, sino simplemente conversando… ‑ suspiró el discí pulo, fastidiado.

– No he visto a los yetis en esta vida, pero los recuerdo de una vida anterior. Tienen nuestro mismo origen y hace varios miles de añ os tení an una civilizació n casi tan desarrollada como la humana, pero ahora son muy primitivos y de inteligencia limitada.

– ¿ Qué les pasó?

– Son muy agresivos. Se mataron entre ellos y destruyeron todo lo que tení an, incluso la tierra. Los sobrevivientes huyeron a las cumbres del Himalaya y allí su raza comenzó a degenerar. Ahora son como animales ‑ explicó el lama.

– ¿ Son muchos?

– Todo es relativo. Nos parecerá n muchos si nos atacan y pocos si son amistosos. En todo caso, sus vidas son cortas, pero se reproducen con facilidad, así es que supongo que habrá varios en el valle. Habitan en un lugar inaccesible, donde nadie puede encontrarlos, pero a veces alguno sale en busca de alimento y se pierde. Posiblemente é sa es la causa de las huellas que se le atribuyen al abominable hombre de las nieves, como lo llaman ‑ aventuró el lama.

– Las pisadas son enormes. Deben ser gigantes. ¿ Será n todaví a muy agresivos?

– Haces muchas preguntas para las que no tengo respuesta, Dil Bahadur ‑ replicó el maestro.

 

Tensing condujo a su discí pulo por las cimas de los montes, saltando precipicios, escalando laderas verticales, deslizá ndose por delgados senderos cortados en las rocas. Existí an antiguos puentes colgantes, pero estaban en muy mal estado y habí a que usarlos con prudencia. Cuando soplaba viento o caí a granizo, buscaban refugio y esperaban. Una vez al dí a comí an tsampa, una mezcla de harina de cebada tostada, hierbas secas, grasa de yak y sal. Agua habí a en abundancia debajo de las costras de hielo.

A veces el joven Dil Bahadur tení a la impresió n de que caminaban en cí rculos, porque el paisaje le parecí a siempre igual, pero no manifestaba sus dudas: serí a una descortesí a hacia su maestro.

Al caer la tarde buscaban donde refugiarse para pasar la noche. A veces bastaba una grieta, donde podí an acomodarse protegidos del viento; otras noches encontraban una cueva, pero de vez en cuando no les quedaba má s remedio que dormir a la intemperie, resguardados apenas por las pieles de yak. Una vez establecido su austero campamento, se sentaban cara al sol poniente, con las piernas cruzadas, y salmodiaban el mantra esencial de Buda, repitiendo una y otra vez Om mani padme hum, Salve a Ti, Preciosa Joya en el Corazó n del Loto. El eco repetí a su cá ntico, multiplicá ndolo hasta el infinito entre las altas cimas del Himalaya.

 

Durante la marcha juntaban palitos y hierba seca, que cargaban en sus bolsas, para hacer fuego por la noche y preparar su comida. Despué s de la cena meditaban durante una hora. En ese tiempo el frí o solí a ponerlos rí gidos como estatuas de hielo, pero ellos apenas lo sentí an. Estaban acostumbrados a la inmovilidad, que les aportaba calma y paz. En su prá ctica budista, el maestro y el estudiante se sentaban en absoluta relajació n, pero alertas. Se desprendí an de las distracciones y los valores del mundo, aunque no olvidaban el sufrimiento, que existe en todas partes.

 

Luego de escalar montañ as por varios dí as, subiendo a heladas alturas, llegaron a Chenthan Dzong, el monasterio fortificado de los antiguos lamas que inventaron la forma de lucha cuerpo a cuerpo llamada tao‑ shu. Un terremoto en el siglo XIX destruyó el monasterio, que debió ser abandonado. Era una construcció n de piedra, ladrillo y madera, con má s de cien habitaciones, que parecí a pegada al borde de un impresionante acantilado. El monasterio albergó por centenares de añ os a esos monjes, cuyas vidas estaban dedicadas a la bú squeda espiritual y el perfeccionamiento de las artes marciales.

 

En sus orí genes los monjes tao‑ shu eran mé dicos con extraordinarios conocimientos de anatomí a. En su prá ctica descubrieron los puntos vulnerables del cuerpo, que al ser presionados insensibilizan o paralizan, y los combinaron con las té cnicas de lucha conocidas en Asia. Su objetivo era perfeccionarse espiritualmente a travé s del dominio de su propia fuerza y de sus emociones. Aunque eran invencibles en la lucha cuerpo a cuerpo, no utilizaban el tao‑ shu para fines violentos, sino como ejercicio fí sico y mental; tampoco lo enseñ aban a cualquiera, só lo a ciertos hombres y mujeres escogidos. Tensing habí a aprendido tao‑ shu de ellos y se lo habí a enseñ ado a su discí pulo Dil Bahadur.

El terremoto, la nieve, el hielo y el transcurso del tiempo habí an erosionado gran parte del edificio, pero aú n quedaban dos alas en pie, aunque en ruinas. Se llegaba al lugar escalando un acantilado tan difí cil y remoto, que nadie lo intentaba desde hací a casi medio siglo.

– Pronto llegará n al monasterio desde el aire ‑ observó Tensing.

– ¿ Usted cree, maestro, que desde los aviones pueden descubrir el Valle de los Yetis? ‑ inquirió el prí ncipe.

– Posiblemente.

– ¡ Imagí nese cuá nto esfuerzo nos ahorrarí amos! Podrí amos volar hasta allí en muy poco rato.

– Espero que no sea así. Si atraparan a los yetis, los convertirí an en animales de feria o en esclavos ‑ dijo el lama.

 

Entraron a Chenthan Dzong para descansar y pasar la noche abrigados. En las ruinas del monasterio aú n quedaban raí dos tapices con imá genes religiosas, cacharros y armas que los monjes guerreros sobrevivientes del terremoto no pudieron llevarse. Habí a varias representaciones de Buda en diversas posiciones, incluso una enorme estatua del Iluminado tendido de lado en el suelo. La pintura dorada se habí a saltado, pero el resto estaba intacto.

Hielo y nieve en polvo cubrí an casi todo, dando al lugar un aspecto particularmente hermoso, como si fuera un palacio de cristal. Detrá s del edificio una avalancha habí a creado la ú nica superficie plana de los alrededores, una especie de patio del tamañ o de una cancha de baloncesto.

– ¿ Podrí a aterrizar un avió n aquí, maestro? ‑ preguntó Dil Bahadur, quien no podí a disimular su fascinació n por los pocos aparatos modernos que conocí a.

– No sé de esas cosas, Dil Bahadur, nunca he visto aterrizar un avió n, pero me parece que esto es muy pequeñ o y ademá s las montañ as forman un verdadero embudo cruzado de corrientes de aire.

 

En la cocina hallaron ollas y otros cacharros de hierro, velas, carbó n, palos para hacer fuego y algunos cereales preservados por el frí o. Habí a vasijas de aceite y un recipiente con miel, alimento que el prí ncipe no conocí a. Tensing le dio a probar y el joven sintió por primera vez un sabor dulce en el paladar. La sorpresa y el placer casi lo tiran de espaldas.

Prepararon fuego para cocinar y encendieron velas delante de las estatuas, como signo de respeto. Esa noche comerí an mejor y dormirí an bajo techo: la ocasió n merecí a una breve ceremonia especial de agradecimiento.

Estaban meditando en silencio, cuando escucharon un largo rugido que retumbó entre las ruinas del monasterio. Abrieron los ojos en el momento en que entraba a la sala un gran tigre del Himalaya, una bestia de media tonelada de peso y pelaje blanco, el animal má s feroz del mundo.

El prí ncipe recibió telepá ticamente la orden de su maestro y procuró cumplirla, aunque su primera reacció n instintiva fue recurrir al tao‑ shu y saltar en su propia defensa. Si lograba poner una mano detrá s de las orejas del tigre, podrí a paralizarlo; sin embargo permaneció inmó vil, tratando de respirar con calma, para que la fiera no sintiera olor a miedo.

El tigre se acercó a los monjes lentamente. A pesar del inminente peligro en que se encontraban, el joven no pudo dejar de admirar la extraordinaria belleza del animal. Su piel era color marfil claro con rayas marrones y sus ojos azules como algunos de los glaciares del Himalaya. Era un macho adulto, enorme y poderoso; un ejemplar perfecto.

Tensing y Dil Bahadur, sentados en la posició n del loto, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas, vieron avanzar al tigre. Ambos sabí an que, si estaba hambriento, existí an muy pocas posibilidades de detenerlo. La esperanza era que la bestia hubiera comido, aunque resultaba poco probable que en aquellas soledades la caza fuera abundante. Tensing poseí a extraordinarios poderes psí quicos, porque era un tulku, la reencarnació n de un gran lama de la antigü edad. Concentró ese poder como un rayo para penetrar en la mente de la fiera.

Sintieron el aliento del gran felino en el rostro, una bocanada de aire caliente y fé tido que escapaba de sus fauces. Otro rugido temible estremeció el lugar. El tigre se acercó a pocos centí metros de los hombres y é stos sintieron el pinchazo de sus duros bigotes. Durante varios segundos, que parecieron eternos, los rondó, husmeá ndolos y tanteá ndolos con su enorme pata, pero sin agredirlos. El maestro y el discí pulo permanecieron absolutamente inmó viles, abiertos al afecto y la compasió n. El tigre no registró temor ni agresió n en ellos, sino empatí a, y una vez satisfecha su curiosidad, se retiró con la misma solemne dignidad con que habí a llegado.

– Ya ves, Dil Bahadur, como a veces la calma sirve de algo… ‑ fue el ú nico comentario del lama. El prí ncipe no pudo contestar porque se le habí a petrificado la voz en el pecho.

 

No obstante aquella inesperada visita, decidieron quedarse a pasar la noche en Chenthan Dzong, pero tomaron la precaució n de dormir junto a una fogata, manteniendo a mano un par de lanzas que encontraron entre las armas abandonadas por los monjes tao‑ shu. El tigre no regresó, pero a la mañ ana siguiente, cuando emprendieron nuevamente la marcha, vieron sus huellas sobre la nieve refulgente y oyeron a lo lejos el eco de sus rugidos en las cimas.

 

Pocos dí as má s tarde, Tensing lanzó una exclamació n de alegrí a y señ aló un estrecho cañ ó n entre dos laderas verticales de la montañ a. Eran dos paredes negras de roca, pulidas por millones de añ os de erosió n y hielo.

Entraron al cañ ó n con grandes precauciones, porque pisaban rocas sueltas y habí a hoyos profundos. Antes de poner el pie debí an comprobar la firmeza del terreno con sus pé rtigas.

Tensing lanzó una piedra en uno de los pozos y tan hondo era, que no la oyeron caer al fondo. Arriba el cielo apenas se veí a como una cinta azul entre los brillantes muros de roca. Un coro de gemidos terrorí ficos les salió al encuentro.

– Por suerte no creemos en fantasmas ni en demonios, ¿ verdad? ‑ comentó el lama.

– ¿ Es acaso mi imaginació n la que me hace oí r esos alaridos? ‑ preguntó el joven con la piel erizada de espanto.

– Tal vez es el viento, que pasa por aquí, tal como el aire pasa por una trompeta.

Habí an recorrido un buen trecho cuando los asaltó una fetidez a huevo podrido.

– Azufre ‑ explicó el maestro.

– No puedo respirar ‑ dijo Dil Bahadur con las manos en la nariz.

– Tal vez conviene imaginar que es fragancia de flores ‑ sugirió Tensing.

– De todas las fragancias, la má s dulce es la de la virtud ‑ recitó el joven sonriendo.

– Imagina, entonces, que é sta es la dulce fragancia de la virtud ‑ replicó el lama, riendo tambié n.

 

El pasaje tení a má s o menos un kiló metro de largo, pero demoraron dos horas en atravesarlo. En algunas partes era tan angosto que debí an avanzar de lado entre las rocas, mareados por el aire enrarecido, pero no vacilaron, porque el pergamino indicaba claramente que existí a una salida… Vieron nichos cavados en las paredes, donde habí a calaveras y pilas de huesos muy grandes, algunos de apariencia humana.

– Debe ser el cementerio de los yetis ‑ comentó Dil Bahadur.

Un soplo de aire hú medo y caliente, como nunca habí an experimentado, anunció el final del cañ ó n.

Tensing fue el primero en asomarse, seguido de cerca por su discí pulo. Cuando Dil Bahadur vio el paisaje que tení a delante, le pareció que era otro planeta. Si no le pesara tanto la fatiga del cuerpo y no tuviera tan revuelto el estó mago por el olor del azufre, pensarí a que habí a hecho un viaje astral.

– Ahí lo tienes: el Valle de los Yetis ‑ anunció el lama.

 

Ante ellos se extendí a una meseta volcá nica. Parches de á spera vegetació n verdegrí s, tupidos arbustos y grandes hongos de varias formas y colores crecí an por todas partes. Habí a arroyos y charcos de agua burbujeante, extrañ as formaciones rocosas y del suelo surgí an altas columnas de humo blanco. Una bruma delicada flotaba en el aire, borrando los contornos en la lejaní a y dando al valle un aspecto de ensueñ o. Los visitantes se sintieron fuera de la realidad, como si hubieran entrado a otra dimensió n. Despué s de soportar durante tantos dí as el frí o intenso de la travesí a por las montañ as, ese vapor tibio era un verdadero regalo para los sentidos, a pesar del olor nauseabundo que aú n persistí a, aunque menos intenso que en el cañ ó n.

 

– Antiguamente ciertos lamas, cuidadosamente seleccionados por su resistencia fí sica y fortaleza espiritual, hací an este viaje una vez cada veinte añ os para recoger plantas medicinales, que no crecen en ninguna otra parte ‑ explicó Tensing.

Dijo que en 1950 Tí bet fue invadido por los chinos, quienes destruyeron má s de seis mil monasterios y clausuraron los restantes. La mayorí a de los lamas partieron a vivir en exilio en otros paí ses, como India y Nepal, llevando las enseñ anzas de Buda por todas partes. En vez de terminar con el budismo, como pretendí an los invasores chinos, lograron exactamente lo contrario: repartirlo por el mundo entero. Sin embargo, muchos de los conocimientos de medicina, así como las prá cticas psí quicas de los lamas, estaban desapareciendo.

– Las plantas se secaban, se molí an y se mezclaban con otros ingredientes. Un gramo de esos polvos puede ser má s precioso que todo el oro del mundo, Dil Bahadur ‑ dijo el maestro.

– No podremos llevar muchas plantas. Lá stima que no trajimos un yak ‑ comentó el joven.

– Tal vez ningú n yak cruzarí a voluntariamente los precipicios haciendo equilibrio sobre una pé rtiga, Dil Bahadur. Llevaremos lo que podamos.

Entraron al misterioso valle y a poco andar vieron formas que parecí an esqueletos. El lama informó a su discí pulo que se trataba de huesos petrificados de animales anteriores al diluvio universal. Se colocó a gatas y comenzó a buscar en el suelo hasta encontrar una piedra oscura con manchas rojas.

– Esto es excremento de dragó n, Dil Bahadur. Tiene propiedades má gicas.

– No debo creer todo lo que oigo, ¿ verdad, maestro? ‑ replicó el joven.

– No, pero tal vez en este caso puedas creerme ‑ dijo el lama pasá ndole la muestra.

El prí ncipe vaciló. La idea de tocar aquello no le seducí a.

– Está petrificado ‑ se rió Tensing‑. Puede curar huesos quebrados en pocos minutos. Una pizca de esto, molido y disuelto en alcohol de arroz puede transportarte a cualquiera de las estrellas que hay en el firmamento.

El trocito que Tensing habí a descubierto tení a un pequeñ o orificio, por donde el lama pasó una cuerda y se lo colgó al cuello a Dil Bahadur.

– Esto es como una coraza, tiene el poder de desviar ciertos metales. Flechas, cuchillos y otras armas cortantes no podrá n dañ arte.

– Pero tal vez baste un diente infectado, un tropezó n en el hielo o una pedrada en la cabeza para matarme… ‑ se rió el joven.

– Todos vamos a morir, es lo ú nico seguro, Dil Bahadur.

 

El lama y el prí ncipe se instalaron cerca de una caliente fumarola, dispuestos a pasar una noche có moda por primera vez en varios dí as, ya que la gruesa columna de vapor los mantení a abrigados. Habí an hecho té con el agua de una cercana fuente termal. El agua salí a hirviendo y al aplacarse las burbujas adquirí a un pá lido color lavanda. La fuente alimentaba un humeante arroyo, en cuyas orillas crecí an carnosas flores moradas.

El monje rara vez dormí a. Se sentaba en la posició n del loto con los ojos entrecerrados, y así descansaba y reponí a su energí a. Tení a la facultad de permanecer absolutamente inmó vil, controlando con la mente su respiració n, la presió n sanguí nea, las pulsaciones del corazó n y la temperatura, de modo que su cuerpo entraba en un estado de hibernació n. Con la misma facilidad con que entraba en reposo absoluto, ante una emergencia podí a saltar a la velocidad de un disparo, con todos sus poderosos mú sculos listos para la defensa. Dil Bahadur habí a procurado imitarlo durante añ os, sin conseguirlo. Rendido de fatiga, se durmió en cuanto puso la cabeza en el suelo.

 

El prí ncipe despertó en medio de un coro de aterradores gruñ idos. Apenas abrió los ojos y vio a quienes lo rodeaban, se irguió como un resorte, aterrizando de pie, con las rodillas dobladas y los brazos extendidos en posició n de ataque. La voz tranquila del maestro lo paralizó en el instante en que se aprontaba a golpear.

– Calma. Son los yetis. Enví ales afecto y compasió n, como al tigre ‑ murmuró el lama.

Estaban en medio de una horda de seres repelentes, de un metro y medio de altura, cubiertos enteramente de pelambre blanco, enmarañ ado e inmundo, con largos brazos y piernas cortas y arqueadas, terminadas en enormes pies de mono. Dil Bahadur supuso que el origen de la leyenda eran las huellas de esos pies grandes. Pero, entonces, ¿ de qué eran los largos huesos y las gigantescas calaveras que habí an visto en el tú nel?

El escaso tamañ o de aquellos seres en nada disminuí a su aspecto de ferocidad. Los rostros chatos y peludos eran casi humanos, pero de expresió n bestial; los ojos eran pequeñ os y rojizos; las orejas puntudas de perro y los dientes afilados y largos. Entre gruñ ido y gruñ ido asomaban las lenguas, que se enroscaban en la punta, como las de un reptil, de un intenso color azul morado. Tení an el pecho cubierto por unas corazas de cuero, manchadas de sangre seca, atadas en los hombros y la cintura. Blandí an amenazadores garrotes y rocas filudas, pero, a pesar de sus armas y de que los superaban ampliamente en nú mero, se mantení an a una prudente distancia.

 

Empezaba a amanecer y la luz del alba daba a la escena, envuelta en una bruma espesa, un tono de pesadilla.

Tensing se puso de pie con lentitud, para no provocar una reacció n en sus atacantes. Comparados con aquel gigante, los yetis parecí an aú n má s bajos y contrahechos. El aura del maestro no habí a cambiado, seguí a siendo blanca y dorada, lo cual indicaba su perfecta serenidad, mientras que la de la mayorí a de aquellos seres no tení a brillo, era vacilante, de tonos terrosos, lo que indicaba enfermedad y miedo.

El prí ncipe adivinó por qué no los habí an atacado de inmediato: parecí an esperar a alguien. A los pocos minutos vio avanzar a una figura mucho má s alta que las demá s, a pesar de que estaba encorvada por la edad. Era de la misma especie de los yetis, pero medio cuerpo má s alta. Si hubiera podido enderezarse, tendrí a el tamañ o de Tensing, pero a la mucha edad se sumaba una joroba que le deformaba la espalda y la obligaba a caminar con el torso paralelo al suelo. A diferencia de los otros yetis, que só lo iban vestidos con sus largos pelos inmundos y las corazas, ella se adornaba con collares de dientes y huesos, tení a una raí da capa de piel de tigre y un retorcido bastó n de palo en la mano.

 

Aquella criatura no podí a llamarse mujer, aunque era de sexo femenino; tampoco era humana, aunque no era exactamente un animal. Su pelaje era ralo y se habí a caí do en varias partes, revelando una piel escamosa y rosada, como la cola de una rata. Estaba revestida de una costra impenetrable de grasa, sangre seca, barro y mugre, que emití a un olor insufrible. Las uñ as eran garras negras, y los pocos dientes de su boca estaban sueltos y bailaban con cada uno de sus soplidos. Por la nariz le goteaba un moquillo verde. Sus ojos legañ osos brillaban en medio de los mechones de pelos erizados que cubrí an su rostro. A su paso los yetis se apartaron con respeto; era evidente que ella mandaba, debí a ser la reina o la hechicera de la tribu.

Sorprendido, Dil Bahadur vio que su maestro se poní a de rodillas frente a la siniestra criatura, juntaba las manos ante la cara y recitaba el saludo habitual del Reino Prohibido: «Tenga usted felicidad».

– Tampo kachi ‑ dijo.

– Grr‑ ympr ‑ rugió ella, salpicá ndolo de saliva.

De rodillas, Tensing quedaba a la altura de la encorvada anciana y así podí an mirarse a los ojos. Dil Bahadur imitó al lama, a pesar de que en esa postura no podí a defenderse de los yetis, que continuaban blandiendo sus garrotes. De reojo calculó que habí a unos diez o doce a su alrededor y quié n sabe cuá ntos má s en las cercaní as.

La jefa de la tribu lanzó una serie de ruidos guturales y agudos, que combinados parecí an un lenguaje. Dil Bahadur tuvo la impresió n de haberlo escuchado antes, pero no sabí a adó nde. No comprendí a ni una palabra, a pesar de que los sonidos le eran familiares. De inmediato todos los yetis se pusieron tambié n de rodillas y procedieron a golpearse la frente en el suelo, pero sin soltar sus armas, oscilando entre aquel saludo ceremonioso y el impulso de masacrarlos con sus garrotes.

La vieja yeti mantení a a los demá s aplacados, mientras repetí a el gruñ ido que sonaba como Grr‑ ympr. Los visitantes supusieron que debí a ser su nombre.

Tensing escuchaba muy atento, mientras Dil Bahadur hací a un esfuerzo por captar a nivel telepá tico lo que pensaban aquellas criaturas, pero sus mentes eran una marañ a de visiones incomprensibles. Prestó atenció n a lo que intentaba comunicar la bruja, quien sin duda era má s evolucionada que los otros. Varias imá genes se formaron en su cerebro. Vio unos animalitos peludos, como conejos blancos, agitarse en convulsiones y luego quedar rí gidos. Vio cadá veres y osamentas; vio varios yetis que empujaban a otro a las fumarolas hirvientes; vio sangre, muerte, brutalidad y terror.

– Cuidado, maestro, son muy salvajes ‑ balbuceó el joven.

– Posiblemente está n má s asustados que nosotros, Dil Bahadur ‑ replicó el lama.

Grr‑ ympr hizo un gesto a los demá s yetis, que finalmente bajaron los garrotes, mientras ella avanzaba llamando con gestos al prí ncipe y su maestro. Ellos la siguieron, flanqueados por los yetis, entre las altas columnas de vapor y las aguas termales hacia unos agujeros naturales que se abrí an en el suelo volcá nico. Por el camino vieron otros yetis, todos sentados o tirados por tierra, que no hicieron ademá n de acercarse.

La lava ardiente de alguna erupció n volcá nica muy antigua se habí a enfriado en la superficie en contacto con el hielo y la nieve, pero durante mucho tiempo habí a seguido avanzando en estado liquido por debajo. Así se formaron cavernas y tú neles subterrá neos, en los cuales los yetis hicieron sus viviendas. En algunas partes la costra de lava se habí a roto y por los agujeros entraba luz. Esas cuevas eran en su mayorí a tan bajas y estrechas, que Tensing no entraba, pero se mantení an a una temperatura agradable, porque el recuerdo del calor de la lava permanecí a en las paredes y las aguas calientes de las fumarolas pasaban por el subsuelo. Así se defendí an los yetis del clima, de otro modo les serí a imposible pasar el invierno.

No habí a objetos de ninguna clase en las cuevas, só lo pieles fé tidas, con pedazos de carne seca todaví a adheridos. Con horror, Dil Bahadur comprendió que algunas de las pieles eran de los mismos yetis, seguramente arrancadas de los cadá veres. El resto era de chegnos, animales desconocidos en el resto del mundo, que los yetis mantení an en corrales hechos con peñ ascos y nieve. Los chegnos eran má s pequeñ os que los yaks y tení an cuernos retorcidos, como de carnero. Los yetis aprovechaban su carne, grasa, piel y tambié n el excremento seco, que usaban como combustible. Sin esos nobles animales, que comí an muy poco y resistí an las temperaturas má s bajas, los yetis no podrí an sobrevivir.

 

– Nos quedaremos aquí unos dí as, Dil Bahadur. Trata de aprender el lenguaje de los yetis ‑ dijo el lama.

– ¿ Para qué, maestro? Nunca má s tendremos ocasió n de usarlo.

– Posiblemente yo no, pero tú tal vez sí ‑ replicó Tensing.

Poco a poco se familiarizaron con los sonidos que emití an esas criaturas. Con las palabras aprendidas y leyendo la mente de Grr‑ ympr, Tensing y Dil Bahadur se enteraron de la tragedia que sufrí an aquellos seres: nací an cada vez menos niñ os y muy pocos sobreviví an. La suerte de los adultos no era mucho mejor. Cada generació n era má s baja y dé bil que la anterior, sus vidas se habí an acortado drá sticamente y só lo unos pocos individuos tení an fuerza para realizar las tareas necesarias, como criar a los chegnos, recolectar plantas y cazar para comer. Se trataba de un castigo de los dioses o de los demonios que viven en las montañ as, les aseguró Grrympr. Dijo que los yetis trataron de aplacarlos con sacrificios, pero la muerte de varias ví ctimas, que fueron despedazadas o lanzadas al agua hirviendo de las fumarolas, no habí a terminado con el maleficio divino.

Grr‑ ympr habí a vivido mucho. Su autoridad provení a de su memoria y experiencia, que nadie má s poseí a. La tribu le atribuí a poderes sobrenaturales y durante dos generaciones habí a esperado que ella se entendiera con los dioses, pero su magia no habí a servido para anular el hechizo y salvar a su pueblo de una pró xima extinció n. Grr‑ ympr manifestó que habí a invocado una y otra vez a los dioses y ahora, por fin, é stos se presentaban: apenas vio a Tensing y a Dil Bahadur, supo que eran ellos. Por eso los yetis no los habí an atacado.

Todo esto comunicó a los visitantes la mente de la atribulada anciana.

– Cuando estos seres sepan que no somos dioses, sino simples seres humanos, no creo que esté n muy contentos ‑ observó el prí ncipe.

– Tal vez… Pero comparados con ellos, somos semidioses, a pesar de nuestras infinitas debilidades ‑ dijo sonriendo el lama.

 

Grr‑ ympr recordaba la é poca en que los yetis eran altos, pesados y estaban protegidos por un pelaje tan espeso, que podí an vivir a la intemperie en la regió n má s alta y frí a del planeta. Los huesos que los visitantes habí an visto en el cañ ó n eran de sus antepasados, los yetis gigantes. Allí los preservaban con respeto, aunque ya nadie má s que ella los recordaba. Grr‑ ympr era una niñ a cuando su tribu descubrió el valle de las aguas calientes, donde la temperatura era soportable y la existencia má s fá cil, porque crecí a vegetació n y habí a algunos animales para cazar, como ratones y cabras, ademá s de los chegnos.

Tambié n la bruja recordaba haber visto una vez antes en su vida a dioses como Tensing y Dil Bahadur que llegaron al valle a buscar plantas. A cambio de las plantas que se llevaron, les entregaron conocimientos valiosos, que mejoraron las condiciones de vida de los yetis. Ellos les enseñ aron a domesticar a los chegnos y a cocinar la carne, aunque ya nadie tení a energí a para frotar piedras y hacer fuego. Devoraban crudo lo que pudieran cazar y si el hambre era muy grande, como ú ltimo recurso mataban chegnos o se comí an los cadá veres de otros yetis. Los lamas tambié n les enseñ aron a distinguirse mediante un nombre propio. Grr‑ ympr querí a decir «mujer sabia» en la lengua de los yetis.

Hací a mucho que ningú n dios aparecí a en el valle, les informó telepá ticamente Grr‑ ympr. Tensing calculó que desde hací a por lo menos medio siglo, cuando China invadió Tí bet, ninguna expedició n habí a llegado en busca de plantas medicinales. Los yetis no viví an mucho tiempo y ninguno, salvo la vieja hechicera, habí a visto seres humanos, pero en la memoria colectiva existí a la leyenda de los sabios lamas.

Tensing se sentó en una cueva má s grande que las otras, la ú nica donde pudo entrar a gatas, que sin duda serví a de lugar de reunió n, algo así como una sala de consejo. Dil Bahadur y Grr‑ ympr se sentaron a su lado, y poco a poco fueron llegando los yetis, algunos tan dé biles, que apenas se arrastraban por el suelo. Aquellos que los habí an recibido blandiendo piedras y garrotes eran los guerreros de ese paté tico grupo, y se quedaron afuera montando guardia, sin soltar sus armas.

Los yetis desfilaron uno a uno, unos veinte en total, sin contar a la docena de guerreros. Eran casi todos hembras y, a juzgar por el pelo y los dientes, parecí an jó venes, pero estaban muy enfermas. Tensing examinó a cada una con gran respeto, para no asustarlas. Las ú ltimas cinco llevaban consigo a sus bebé s, los ú nicos que quedaban vivos. No tení an el aspecto repugnante de los adultos, parecí an desarticulados monitos de peluche blanco. Estaban lacios, no sostení an la cabeza ni los miembros, mantení an los ojos cerrados y apenas respiraban.

Conmovido, Dil Bahadur vio que esos seres de aspecto bestial amaban a sus crí as como cualquier madre. Las sostení an en sus brazos con ternura, las olisqueaban y lamí an, se las poní an al pecho para alimentarlas y gritaban de angustia al comprobar que no reaccionaban.

– Es muy triste, maestro. Se está n muriendo ‑ observó el joven.

– La vida está llena de sufrimiento. Nuestra misió n es aliviarlo, Dil Bahadur ‑ replicó Tensing.

Habí a tan mala luz en la cueva y era tan insoportable el olor, que el lama indicó que debí an salir al aire libre. Allí se reunió la tribu. Grr‑ ympr dio unos pasos de danza en torno a los bebé s enfermos, haciendo sonar sus collares de huesos y dientes y lanzando gritos espeluznantes. Los yetis la acompañ aron con un coro de gemidos.

Sin hacer caso a la barahú nda de lamentos que habí a a su alrededor, Tensing se inclinó sobre los niñ os. Dil Bahadur vio cambiar la expresió n de su maestro, como solí a ocurrir cuando activaba sus poderes de curació n. El lama levantó a uno de los bebé s má s pequeñ os, que cabí a có modamente en la palma de su mano, y lo examinó con atenció n. Luego se aproximó a una de las madres haciendo gestos amistosos, para calmarla, y estudió unas gotas de su leche.

– ¿ Qué les pasa a los niñ os? ‑ preguntó el prí ncipe.

– Posiblemente está n muriendo de hambre ‑ dijo Tensing.

– ¿ Hambre? ¿ Sus madres no los alimentan?

Tensing le explicó que la leche de las yetis era un liquido amarillo y transparente. Enseguida llamó a los guerreros, que no quisieron acercarse hasta que Grrympr les gruñ ó una orden, y tambié n a ellos los examinó el lama, fijá ndose especialmente en las lenguas moradas. La ú nica que no tení a ese color en la lengua resultó ser la vieja Grr‑ ympr. Su boca era un hueco maloliente y oscuro que no apetecí a observar muy de cerca, pero Tensing no era un hombre que retrocediera ante los obstá culos.

– Todos los yetis está n desnutridos, menos Grr‑ ympr, que só lo presenta sí ntomas de mucha edad. Le calculo como cien añ os ‑ concluyó el lama.

– ¿ Qué ha cambiado en el valle para que les falte comida? ‑ preguntó el discí pulo.

– Tal vez no falta alimento, sino que está n enfermos y no asimilan lo que comen. Los bebé s dependen de la leche materna, que no sirve para nutrirlos, es como agua, por eso mueren a las pocas semanas o meses. Los adultos tienen má s recursos, porque comen carne y plantas, pero algo los ha debilitado.

– Por eso se han ido reduciendo de tamañ o y mueren jó venes ‑ agregó Dil Bahadur.

– Tal vez.

Dil Bahadur puso los ojos en blanco: a veces la vaguedad de su maestro lo sacaba de quicio.

– É ste es un problema de las ú ltimas dos generaciones, porque Grr‑ ympr recuerda cuando los yetis eran altos como ella. A este paso posiblemente en pocos añ os habrá n desaparecido ‑ dijo el joven.

– Tal vez ‑ replicó por centé sima vez el lama, quien estaba pensando en otra cosa, y agregó que Grr‑ ympr tambié n recordaba cuando se trasladaron a este valle. Eso significaba que habí a algo dañ ino allí, algo que estaba destruyendo a los yetis.

– ¡ Eso debe ser…! ¿ Puede salvarlos, maestro? ‑ Tal vez…

El monje cerró los ojos y oró durante unos minutos, pidiendo inspiració n para resolver el problema y humildad para comprender que el resultado no estaba en sus manos. Harí a lo mejor que pudiera, pero é l no controlaba la vida o la muerte.

Terminada su corta meditació n, Tensing se lavó las manos, enseguida se dirigió a uno de los corrales, escogió a una chegno hembra y la ordeñ ó. Llenó su escudilla de leche tibia y espumosa y la llevó donde estaban los niñ os. Empapó un trapo en la leche y lo puso en la boca de uno de ellos. Al principio é ste no reaccionó, pero a los pocos segundos el olor de la leche lo reanimó, sus labios se abrieron y comenzó a succionar dé bilmente del trapo. Con gestos, el lama indicó a las madres que lo imitaran.

El proceso de enseñ ar a los yetis a ordeñ ar los chegnos y alimentar a los bebé s gota a gota fue largo y tedioso. Los yetis tení an una capacidad mí nima de razonamiento, pero lograban aprender por repetició n. El maestro y el discí pulo pasaron el dí a completo en eso, pero vieron los resultados esa misma noche, cuando tres de los niñ os empezaron a llorar por primera vez. Al dí a siguiente los cinco lloraban pidiendo leche y pronto abrieron los ojos y pudieron moverse.

Dil Bahadur se sentí a tan ufano como si la solució n hubiera sido idea suya, pero Tensing no descansaba. Debí a encontrar una explicació n. Estudió cada cosa que los yetis se echaban a la boca, sin dar con la causa de la enfermedad, hasta que é l mismo y su discí pulo empezaron a sufrir dolores de vientre y vomitar bilis. Ellos só lo comí an tsampa, su alimento habitual de harina de cebada, manteca y agua caliente. No probaron la carne de chegno que les ofrecieron los yetis, porque eran vegetarianos.

– ¿ Qué es lo ú nico diferente que hemos comido, Dil Bahadur? ‑ preguntó el maestro, mientras preparaba un té digestivo para ambos.

– Nada, maestro ‑ replicó el joven, pá lido como un muerto.

– Algo debe ser ‑ insistió Tensing.

– Só lo nos hemos alimentado de tsampa, nada má s… ‑ murmuró el joven.

Tensing le pasó la escudilla con el té y Dil Bahadur, doblado de dolor, se la llevó a la boca. No alcanzó a tragar el liquido. Lo escupió sobre la nieve.

– ¡ El agua, maestro! ¡ Es el agua caliente!

Normalmente herví an agua o nieve para preparar su tsampa y el té, pero en el valle habí an utilizado el agua hirviendo de una de las fuentes termales que brotaban del suelo.

– Eso es lo que está envenenando a los yetis, maestro ‑ insistió el prí ncipe.

Los habí an visto utilizar el agua color lavanda de la fuente termal para hacer una sopa de hongos, hierbas y flores moradas, la base de su alimentació n. Grr‑ ympr habí a perdido el apetito con los añ os y só lo comí a carne cruda cada dos o tres dí as y se echaba puñ ados de nieve a la boca para calmar la sed. Esa misma agua termal, que debí a contener minerales tó xicos, habí an empleado ellos para el té. En las horas siguientes la evitaron por completo y el malestar que los atormentaba cesó. Para asegurarse de que habí an dado con la causa del problema, al otro dí a Dil Bahadur hizo té con el agua sospechosa y lo bebió. Pronto estaba vomitando, pero feliz de haber probado su teorí a.

El lama y su discí pulo informaron con gran paciencia a Grr‑ ympr de que el agua caliente color lavanda estaba absolutamente prohibida, así como las flores moradas que crecí an en las orillas del arroyo. El agua termal serví a para bañ arse, no para beberla ni para preparar comida, le dijo. No se dieron el trabajo de explicarle que contení a minerales dañ inos, porque la anciana yeti no habrí a comprendido; bastaba con que los yetis acataran sus instrucciones. Grr‑ ympr facilitó su tarea. Reunió a sus sú bditos y les notificó la nueva ley: quien bebe de esa agua, será lanzado a las fumarolas, ¿ entendido? Todos entendieron.

La tribu ayudó a Tensing y Dil Bahadur a recolectar las plantas medicinales que necesitaban. Durante la semana que permanecieron en el Valle de los Yetis, los visitantes comprobaron que los niñ os se recuperaban dí a a dí a, y que los adultos se fortalecí an a medida que desaparecí a el color morado de las lenguas.

Grr‑ ympr en persona los acompañ ó cuando llegó el momento de partir. Los vio encaminarse hacia el cañ ó n por donde habí an llegado y despué s de algunas vacilaciones, porque temí a revelar el secreto de los yetis incluso a esos dioses, les indicó que la siguieran en la direcció n contraria. El lama y el prí ncipe anduvieron detrá s de ella durante má s de una hora, por un sendero angosto que pasaba entre las columnas de vapor y las lagunas de agua hirviendo, hasta que dejaron atrá s la primitiva aldea de los yetis.

La hechicera los llevó hasta el final de la meseta, les señ aló una apertura en la montañ a y les comunicó que por allí salí an los yetis de vez en cuando en busca de comida. Tensing logró comprender lo que ella les decí a: era un tú nel natural para acortar camino. El misterioso valle quedaba mucho má s cerca de la civilizació n de lo que nadie suponí a. El pergamino en poder de Tensing indicaba la ú nica ruta conocida por los lamas, que era mucho má s larga y llena de obstá culos, pero tambié n existí a ese paso secreto. Por su ubicació n, Tensing comprendió que el tú nel bajaba directamente por el interior de la montañ a y salí a antes de Chenthan Dzong, el monasterio en ruinas. Eso les ahorraba dos tercios del camino.

Grr‑ ympr se despidió de ellos con la ú nica muestra de afecto que conocí a: les lamió la cara y las manos hasta dejarlos empapados de saliva y mocos.

Apenas la horrenda hechicera dio media vuelta, Dil Bahadur y Tensing se revolcaron en la nieve para limpiarse. El maestro se reí a, pero el discí pulo apenas podí a controlar el asco.

– El ú nico consuelo es que nunca má s volveremos a ver a esta buena señ ora ‑ comentó el joven.

– Nunca es mucho tiempo, Dil Bahadur. Tal vez la vida nos depare una sorpresa ‑ replicó el lama, penetrando decididamente en el angosto tú nel.

 



  

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