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Epílogo



 

1965 de la Era Cristiana... 1385 de la Hé gira...

 

Aquel dí a Aymá n volvió del colegio transformado. Con apenas catorce añ os era el má s aventajado de la clase. Estudioso, buen compañ ero, colaborador en las tareas de casa hasta donde lo exigí a su condició n masculina, pero aquella mañ ana todo cambió. Alguien le habí a prestado un libro: Jalones en el camino, de un tal Said Qutb. Hablaba de la pureza islá mica, de la hostilidad de Occidente, de la necesidad de volver a las raí ces, a las tres primeras generaciones desde Mahoma.

El texto le hizo plantearse distintas ideas, a cual má s subversivo va segú n la ideologí a imperante en el Egipto de aquella é poca. En su inocencia, no se guardó de oí dos ajenos y habló de sus nuevas teorí as, y con ello se atrajo las miradas acusadoras de unos cuantos, aunque tambié n, y sin é l saberlo, algunos hermanos en esa misma fe conocieron de su existencia.

Meses despué s y tras varias reprimendas de sus profesores, Aymá n tropezó con un desconocido en el zoco que parecí a estar muy interesado en é l. El individuo le llamaba por su nombre y le preguntaba por sus inclinaciones teoló gicas y sociales. É l se enorgullecí a. Durante varias semanas, el muchacho frecuentó al desconocido, un joven que no superaba la veintena de añ os y que decí a llamarse Mahdi.

Uno de esos dí as, cuando abandonaba el colegio, Mahdi le salió al encuentro y le preguntó si querí a conocer a personas con las que teorizar sobre el Islam. Aymá n se entusiasmó. Esa misma tarde, Mahdi lo acompañ ó al barrio viejo de El Cairo. Allí, entre tintoreros y perfumistas, entraron en una pequeñ a casita de barro sin ventilació n ni luz. Alguien prendió unas velas y se formó un pasillo iluminado que dirigí a hacia una especie de á bside como el de las mezquitas. Allí un hombre vestido con una tú nica blanca de seda le preguntó su nombre.

–Me llamo Aymá n Al‑ Zawahirí.

–Hoy has sido convocado a nuestra presencia porque sabemos que eres un buen creyente –Aymá n no pudo evitar sonreí r–. Alá ha depositado en nosotros una dura misió n: traer la pureza de nuevo al Islam. ¿ Quieres compartir con nosotros este trabajo?

El muchacho asintió.

–Debes responder de palabra –insistió el hombre. Aymá n creí a que debí a ser algo así como el jefe del grupo, aunque no se detuvo a pensar demasiado en ello.

–Sí –dijo al fin.

–Bien, a partir de ahora formas parte de una hermandad llamada los Hashishin. Yo soy el Viejo de la Montañ a, cargo que tú podrá s ejercer algú n dí a si Alá te considera digno –Aymá n permanecí a en silencio–. A partir de ahora te enseñ aremos las condiciones para alcanzar el camino de la luz y la pureza dentro del Islam. Pero só lo podrá s compartir nuestra existencia con tus hermanos de los Hashishin. Nadie puede conocernos, no aú n.

Asintió.

–Y, algo má s importante, debes conocer el objetivo primordial de nuestra hermandad.

El muchacho miró a un lado y otro, buscando a Mahdi, y no veí a nada, só lo el camino de las velas permanecí a iluminado, sumiendo en sombras el resto de la habitació n.

–Presta atenció n –le advirtió el hombre–. ¿ Sabes quié n es Ibn Sina?

Aymá n se encogió de hombros. Recordaba algo del colegio, aunque no estaba muy seguro.

–Fue uno de los grandes hombres de la antigü edad –prosiguió el Viejo de la Montañ a sin detenerse a esperar contestació n–. Hizo grandes cosas, pero la má s grande, la que conferirí a al Islam el poder que nos ha arrebatado Occidente aú n está por descubrir.

Aymá n prestó mayor atenció n. Era como una de aquellas historias que su abuelo relataba sobre é pocas pasadas que tanto le hací an pensar.

–Ibn Sina escribió una fó rmula má gica. Nuestra misió n... –prosiguió el hombre–, tu misió n, Aymá n Al‑ Zawahirí, será encontrarla. A ello dedicará s tu vida.

 

 



  

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