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Capítulo XIV



 

 

El mé dico despertó muy temprano. Apenas habí a podido descansar, una pesadilla recurrente le estuvo perturbando el sueñ o hasta conseguir que se levantara con el cuerpo envuelto en sudor. Medio incorporado en la cama, con la respiració n fatigosa y una sensació n de angustia en la boca del estó mago, recordaba retazos de la pesadilla que le habí a atormentado. Silvia se alejaba arrastrada por sombras que le tapaban la boca para que no pudiera gritar, David se hundí a en un mar negro, como de chocolate, despué s emergí a y pedí a ayuda estirando los brazos y las manos, má s tarde contemplaba perfectamente a Javier, con la pistola en la mano, dirigié ndose el cañ ó n hacia la sien derecha mientras le brotaban lá grimas rojas como la sangre. Pero lo má s enigmá tico se presentaba al final, Silvia reaparecí a rodeada todaví a de sombras y le gritaba, sin embargo no podí a oí r nada, só lo contemplaba sus labios moverse en un silencio estrepitoso que se interrumpí a por una voz que no sabí a decir de dó nde vení a y que repetí a una y otra vez: Eres la solució n, eres la piedra angular, sin ti todo se acabarí a... , y así varias veces hasta que la imagen se fundí a en el mismo mar negro de antes y todo comenzaba de nuevo.

Miró hacia la pared de enfrente. El reloj luminiscente reflejaba las siete y media. Aú n era pronto para molestar a Alex. Decidió que serí a mejor desayunar en la habitació n; llamó a recepció n y pidió tostadas, zumo de naranja y café, y despué s tomó una ducha larga para relajar los mú sculos. Mientras se secaba oyó unos golpes en la puerta. Supuso que era el desayuno y para su sorpresa se encontró con Alex, aunque acompañ ada por el camarero.

–Veo que no me ibas a esperar para desayunar.

–Pensé que aú n seguirí as durmiendo. Todaví a faltan varias horas para nuestra cita.

Entró sin ser invitada.

–No podí a dormir. Ademá s, recuerda que soy inglesa. Vosotros, los latinos, os levantá is muy tarde siempre.

El camarero fue a dejar la bandeja en el saló n de la suite cuando el mé dico le interrumpió.

–No la deje ahí. Pó ngala dentro, en el dormitorio. –Luego se dirigió a Alex–. ¿ Qué quieres desayunar?

–Lo habitual: huevos, bacon, tortitas, zumo de pomelo y un café bien cargado.

–Ya ha oí do a la señ ora. Trá igale lo que ha pedido.

–Como ordene el señ or.

Alex se acomodó en una silla y tomó una de las tostadas y el zumo que habí an traí do para el mé dico.

–Ahora te daré una de las mí as –bromeó.

El mé dico se sentó frente a ella con una sonrisa, cogió otra tostada y el café. Ninguno de los dos parecí a querer iniciar la conversació n que tení an pendiente desde la noche anterior. Ambos se hací an preguntas acerca de aquel que les habí a seguido unas horas antes. ¿ Fueron imaginaciones? ¿ Estaban paranoicos? La sensació n de estar en peligro sobrevolaba por la habitació n. No obstante, era mejor soslayarla si querí an mantenerse lo suficientemente frí os.

Alex echó un vistazo alrededor. Sobre una de las mesitas de noche, la bolsa de cuero con el manuscrito. El mé dico no habí a querido desprenderse del documento. Era mejor que é l lo guardase, ella se hubiera visto tentada a leerlo. Estuvo unos segundos pensando en aquello, entretanto el doctor Salvatierra habí a cogido el cuchillo en una mano y el pan en la otra, parecí a haber olvidado qué tení a que hacer.

–Dé jame que te eche una mano –le dijo al tiempo que agarraba el cuchillo y el pan. Alex lamentaba que el agente del CNI no les hubiera acompañ ado, é l parecí a saber siempre có mo ayudar al mé dico.

–Deberí amos ir pronto a la mezquita. ¡ Te parece bien?

Alex asintió.

–Tengo dudas –dijo de improviso el mé dico.

–¿ Sobre qué?

–Sobre lo que debo hacer.

–Hablemos –respondió la inglesa.

Eran las 08: 30 horas. Faltaban dos horas y treinta minutos para el intercambio.

 

Nasiff aparcó la furgoneta en el acceso inferior a la mezquita. La noche anterior el terrorista habí a simulado ser un hombre de negocios camino de Argelia para embaucar al imá n y a su ayudante. Ninguno de los dos detectó el engañ o. Segú n les dijo, habí a oí do hablar gratamente de este centro de rezos, lamentablemente debí a marcharse sobre las doce del mediodí a del dí a siguiente. El supuesto hombre de negocios dejó caer que algunos de los productos que transportaba tal vez pudieran quedarse definitivamente en Ceuta si accedí an a sus ruegos. Por supuesto, el imá n aceptó. No só lo aceptó, sino que ademá s se ofreció para hacer de guí a.

Accedió a la mezquita a las nueve de la mañ ana. Saludó al imá n con los besos de rigor y le preguntó por su ayudante. El religioso le dijo que no vendrí a esa mañ ana porque su padre habí a enfermado repentinamente.

–La familia es el mayor bien del hombre. Nos protege y nos enseñ a a caminar en la senda de Alá... –El imá n hablaba sosegadamente. Parecí a disponer de toda la eternidad para exponer su conocimiento espiritual.

El terrorista no tení a tanto tiempo y le interrumpió cuando iba a alargarse sobre las interpretaciones corá nicas acerca de la familia.

–¿ Entonces estamos solos?

–Sí, hermano. Podrá s contemplar la mezquita y orar a Alá sin limitaciones.

Nasiff no necesitaba má s. Sacó su arma y le disparó en la cabeza. A continuació n arrastró el cuerpo a una pequeñ a habitació n lateral y lo escondió lo mejor que pudo. Era jueves y el rezo no se celebrarí a hasta el viernes, para entonces los terroristas estarí an lo bastante lejos.

Eran las 09: 15 horas. Faltaba una hora y cuarenta y cinco minutos para el intercambio.

 

Sawford y Eagan descendieron del avió n con prisas. Detrá s, cinco hombres les seguí an de cerca. En el pequeñ o aeropuerto de Gibraltar fueron recibidos por un alto cargo del Foreing Office para proporcionarles un vehí culo y la documentació n que necesitarí an al otro lado de la verja. El director del MI6 se acariciaba las manos nervioso. Habí an contado con mucha suerte, si no es por el rastro de la tarjeta de cré dito del doctor Salvatierra no los hubieran encontrado con tanta rapidez. Segú n la informació n que recibió en pleno vuelo, el CNI habí a enviado agentes tras la pista de Anderson y el mé dico.

Eagan intentó tranquilizarlo aunque en su fuero interno le culpaba del retraso. Es má s, le hubiera dicho el consabido «ya te lo dije» si no fuera porque habí a sido invitado a la operació n pese a que su jurisdicció n empezaba y acababa en Londres. De hecho, Sawford se lo advirtió con rotundidad antes de subir a ese avió n: era un simple observador, no debí a interferir en ningú n momento.

Ya veremos quié n se lleva los mé ritos, pensó el comisario camino de la furgoneta de siete plazas que les iban a proporcionar.

Llegaron a Algeciras sin problemas. Eran siete hombres de negocios camino de Marruecos. Una vez en el barco se dispersaron para entrar en la ciudad por separado. Se reunirí an de nuevo en el hotel donde se alojaban el mé dico y Anderson. Ú nicamente permanecieron juntos Sawford y Eagan, dado que é ste no debí a actuar por su cuenta.

Pasaban las nueve de la mañ ana cuando alcanzaron la costa africana. En el puerto de Ceuta podí a percibirse el ajetreo de los operarios que trabajaban en la descarga de los buques frigorí fico. Una docena de ellos permanecí an amarrados en dos Je los muelles.

Como habí an acordado, los cinco miembros del MI6 salieron a pie del barco y se dirigieron al hotel. Todos habí an memorizado el mapa de la ciudad, aunque portaban sus PDA con navegador. Al abandonar el puerto, uno de ellos se percató de la presencia de un par de hombres que observaban con curiosidad al pasaje. Tení an la tez aceitunada y eran muy jó venes, no má s de quince añ os. En cualquier caso ninguno de ellos se fijó en é l.

Diez minutos despué s de abandonar el buque, los siete integrantes del operativo se encontraron en el hotel Sawford y Eagan aguardaron fuera mientras dos de los agentes averiguaban el nú mero de las habitaciones de su objetivo. El director del MI6 se mantení a en contacto con Londres en todo momento. Eagan sospechaba que su amigo no se fiaba de sus propios hombres, y por ello trataba de controlarlo todo incluso a mil quinientos kiló metros de distancia.

Eran las 09: 34 horas. Faltaba una hora y veintisé is minutos para el intercambio.

 

La mezquita relucí a en el sol de la mañ ana. Poseí a dos pisos y un alminar de siete plantas de principios del siglo XX. Las fachadas habí an sido pintadas de blanco y decoradas con lí neas geomé tricas de color verde, tan caracterí stico del mundo islá mico. En la planta superior se abrí an siete grandes ventanales rematados por dobles arcos de herradura unidos entre sí por columnas de madera. Y en el piso inmediatamente inferior, situado a nivel del suelo, existí an cuatro enormes puertas de madera detalladamente engalanada. Ademá s contaba con una planta inferior para otros usos distintos al religioso, cuya fachada trasera daba a un antiguo cementerio musulmá n. Era un edificio de bella factura.

El mé dico se acordó de Javier. Si en aquel momento hubiera estado junto a é l seguramente habrí a hecho patente sus emociones al contemplar una maravilla como esa. A é l le recordaba el exotismo de los paí ses má s mediterrá neos y el sabor del pequeñ o restaurante á rabe que frecuentaba con Silvia desde hace añ os, y al mismo tiempo le producí a una sensació n de paz.

En un lugar santo como este no puede ocurrir nada malo.

Las puertas estaban cerradas.

Eran las 10: 01 horas. Faltaban cincuenta y nueve minutos para el intercambio.

 

Los dos agentes del MI6 que habí an entrado en el hotel La Muralla no tardaron en regresar con las manos vací as. Ni el mé dico españ ol ni la inglesa daban señ ales de vida.

–¿ Y ahora qué hacemos? –Preguntó Eagan de malas pulgas.

El director del MI6 pasó por alto su tono.

–El coche está controlado, tenemos la grabació n de las gasolineras. Só lo tenemos que encontrarlo.

Corrieron a la furgoneta. Uno de los hombres de Sawford arrancó y preguntó hacia dó nde se dirigí an. El director del MI6 no supo qué contestar.

–Busca en el navegador la mezquita má s grande de la ciudad –le pidió Eagan.

No tardaron má s de quince minutos en dar con el coche. Sin embargo, no habí a rastro de ellos. Los agentes se desplegaron por la zona para tratar de descubrir su paradero. Mientras lo hací an, Eagan observó el lugar. Tení a toda la pinta de ser un barrio de la periferia. Sus edificios no eran muy altos, de cuatro plantas, y habí an sido pintados de rosa. Algunos individuos le miraban con desconfianza. Seguramente no estaban acostumbrados a ver desconocidos junto a sus casas. No obstante, no parecí an peligrosos. Al otro lado de la carretera, una mezquita se elevaba imponente sobre el resto del barrio.

Eran las 10: 23 horas. Faltaban treinta y siete minutos para el intercambio.

 

Hací a rato que Nasiff habí a desaparecido. Silvia se encontraba sola en el habitá culo trasero de la furgoneta. Tardó varias horas pero por fin consiguió deshacerse de las esposas que le colocaron cuando despertó. Ahora debí a resolver el siguiente obstá culo, el bloqueo de las puertas. El sistema de seguridad del automó vil no permití a la apertura sin la llave codificada, era imposible desde fuera y tambié n desde el interior. ¿ Có mo abrirlas? Buscó algú n punto dé bil, unos cables que pudieran provocar un cortocircuito o un gato para estallar una ventanilla, y no encontraba nada que la pudiera ayudar. En el techo del automó vil advirtió un pequeñ o dispositivo con una luz intermitente. Se acercó, no poseí a demasiados conocimientos de mecá nica o electró nica aunque era obvio que se trataba de una alarma contra incendios.

Si se activa, quizá queden desbloqueadas las puertas. No tení a otra opció n. Debí a activar la alarma. ¿ Pero có mo?

En lo primero que habí a que pensar era en un desencadenante. Era necesaria una chispa. Para eso necesitaba un cable, un detonador de algú n tipo. No habí a nada. Abrió el contenedor refrigerado y extrajo una botella de agua. Pensaba mejor si se hidrataba. Mientras bebí a su mente seguí a maquinando. El frescor del agua le estaba haciendo bien. Las gotas que rodeaban el envase resbalaban por su mano. Se fijó en ellas y, de pronto, se dio cuenta. ¿ Có mo no habí a caí do antes?

El refrigerador del vehí culo contiene un refrigerante, concretamente el R600a, un isobutano inflamable. En cantidades bajas no es peligroso pero bien manipulado le podrí a servir para sus propó sitos. Sacó las bebidas y abrió la carcasa interna del contenedor. Allí estaba el serpentí n. Golpeó varias veces el tubo que recorrí a el circuito hasta que abrió una brecha. Arrancó dos de los cables que proporcionaban electricidad al refrigerador y los acercó entre sí y a la diminuta tuberí a. La chispa inflamó rá pido el gas, prendiendo en el material de revestimiento. Pronto se formaron unas diminutas llamas y un humo negro que ascendió a gran velocidad hacia el techo de la furgoneta, haciendo saltar la alarma.

Las puertas se abrieron automá ticamente y Silvia escapó sin reparar hacia dó nde debí a dirigirse. En su loca huida se tropezó con unas escaleras y ascendió los peldañ os de dos en dos. Al alcanzar el final de la escalera descubrió una mezquita de grandes dimensiones, una carretera de doble ví a y unos edificios de colorido chilló n y cuatro plantas de altura. No habí a ni rastro de sus secuestradores. Ya se sentí a a salvo.

Eran las 10: 32 horas. Faltaban veintiocho minutos para el intercambio.

 

Un coche blanco se paró detrá s del Lancia que habí a conducido Alex hasta Ceuta. En su interior Sergio Á lvarez y otros dos miembros del CNI. El director de Operaciones salió del vehí culo acompañ ado por uno de los agentes y merodeó por la zona, ni rastro del mé dico. Uno de los espí as españ oles se percató de que eran observados e informó a su jefe. Á lvarez miró sin disimulo. Era Sawford. Habí a venido en persona.

Llegaba el momento de hablar cara a cara con é l. Se acercó despacio hasta la furgoneta del britá nico y vio salir a Sawford.

–No imaginaba que la operació n fuese tan importante –ironizó.

El director del MI6 no estaba para bromas.

–Tienes dos opciones. Marcharte o unirte a mi equipo.

–Olvidas que estamos en territorio españ ol.

Sawford sonrió. En el interior del vehí culo, Eagan contemplaba la escena con curiosidad, aunque estaba seguro de que el director de la agencia inglesa saldrí a victorioso de las negociaciones.

–Y tú olvidas que tus intereses son personales. Me apuesto lo que quieras a que nadie sabe de tu viaje en el CNI.

Á lvarez apretó los labios. No era la primera vez que el britá nico le meaba en la oreja, pero esta vez estaba yendo demasiado lejos.

–Estoy seguro de que tú tambié n está s comprometido personalmente. De otra manera no hubieras liderado el operativo –le advirtió.

–¡ Touché! –Admitió el director del MI6–. No nos queda otra salida que colaborar. Ya veremos có mo lo solucionamos má s tarde. ¿ De acuerdo? –Los ojos grises de Sawford le miraban impasibles. No habí a ni un asomo de duda en su retina, y Á lvarez lo sabí a.

El españ ol frunció el entrecejo. Seguí a sin gustarle trabajar con los ingleses, sin embargo no disponí a de má s opciones. Si ahora entablaban una discusió n sobre jurisdicciones y demá s, los ú nicos que se verí an beneficiados serí an los terroristas de Al Qaeda, y eso era algo que no se podí a permitir dadas las circunstancias.

–De acuerdo, yo lidero la operació n. Estamos en mi casa –sentenció con un gesto de las manos que pretendí a abarcar todo lo que existí a a su alrededor.

–De eso nada. Yo mando... –replicó Sawford con voz grave, añ adiendo inmediatamente en un tono má s bajo–, por supuesto previa consulta contigo de mis ó rdenes.

Á lvarez rumió la ú ltima respuesta, despué s aceptó y se volvió a su coche. Mientras tanto, sus hombres se habí an dispersado.

Eran las 10: 34 horas. Faltaban veintisé is minutos para el intercambio.

 

El mé dico paladeaba el té. En vista de que aú n no habí a llegado la hora de la cita, é l y Alex resolvieron esperar en una diminuta teterí a frente a la mezquita. El local era regentado por dos musulmanes barbilampiñ os y se encontraba repleto de jó venes desocupados que tomaban infusiones, jugaban al ajedrez o las damas y discutí an acaloradamente en á rabe. El doctor se acordaba de nuevo de Javier. El agente habrí a sospechado de todos. En cualquier caso no parecí a que allí hubiera un terrorista agazapado. Salvo alguna mirada de curiosidad no detectaron nada sospechoso entre los parroquianos.

A ambos les agradó el té moruno, aunque fue Alex quien se mostró sorprendida por su sabor y color. Acostumbrada al britá nico, má s oscuro y de mayor intensidad en el paladar, la inglesa disfrutó probando esta infusió n con menta, hierbabuena era su nombre correcto segú n dijo el mé dico, una planta que proporcionaba al té moruno su aroma tan caracterí stico. Tambié n era má s dulzó n que aquel que en otros tiempos tomaba con su padre. Pero era té, lo que trajo a su memoria aquellos momentos, lejanos ya e imposibles de repetir.

En ese instante dirigió una mirada de odio a la mezquita. Aquel que mató a su padre podí a estar ahora paseá ndose por el interior del edificio, creyé ndose impune por los crí menes cometidos. A medida que en su mente se formaba ese pensamiento, sus manos se crispaban en un rictus agresivo apretando con fuerza el vaso de cristal.

–Todo está a punto de acabar –aseguró el mé dico, al percibir el gesto de la mujer–. Mi esposa volverá conmigo, estoy seguro. Y tú podrá s enterrar a tus difuntos.

–¿ Está s seguro? En la vida real las cosas no son tan fá ciles. –Al hablar el labio inferior le temblaba ostentosamente, tal vez por miedo, rabia o dolor–. Aquí no ganan siempre los buenos, doctor.

El mé dico bajó la cabeza.

–¿ Y quié nes son los buenos, Alex? ¿ Nosotros? ¿ Ellos? ¿ Los otros? Tú misma lo acabas de decir, en esta realidad en la que vivimos nadie sabe lo que está mal ni lo que está bien. Todos jugamos a conseguir nuestros propios intereses y basta.

Los dos guardaron silencio. Al poco, el doctor volvió a hablar, esta vez mirando hacia la mezquita.

–En un rato puede que la persona que má s quiero en este mundo haya muerto...

Alex lo intentó corregir y el mé dico se lo impidió.

–No, Alex. Silvia y yo trabajamos mucho antes y despué s de casarnos, nuestras profesiones nos aislaron de la sociedad. Luego nació David y pareció que todo irí a a mejor, pero fue creciendo y cambiando. Yo no supe entenderle, ahora lo comprendo. Le alejé de mí e hice lo mismo con Silvia. Mi orgullo impidió que lo viera claro. Le perdí a é l, no sé si vive y no quiere saber nada de nosotros o si ha muerto, y ahora puedo perder a Silvia. –Calló unos segundos y poco despué s su voz se volvió a oí r, aunque muy bajita, casi como si estuviera hablando para sí mismo–. He pasado toda mi vida a su lado... No podrí a continuar sin ella...

Eran las 10: 48 horas. Faltaban doce minutos para el intercambio.

 

En Nueva York aú n no eran las cuatro y media de la madrugada. Azî m el Harrak se sentí a ansioso, necesitaba conocer có mo se desarrollaban los preparativos para el operativo. Se levantó cansado, las ú ltimas horas habí an sido muy largas para é l. Se acercó a la cocina y pulsó el timbre del servicio. En un minuto, cuatro personas corrí an con pijama y batí n a preparar el desayuno, navegar en Internet para conocer las ú ltimas noticias que pudieran interesar al jefe de Al Qaeda y organizar el despacho.

El terrorista se sentó ante su mesa con un té y unas galletas saladas. Siempre tomaba lo mismo para desayunar desde sus añ os de estudio en Inglaterra. Echó un vistazo al informe que le pasaban de las noticias en la red. No habí a nada destacable, por lo menos nada que pudiera hacerle sospechar que las distintas agencias del mundo se habí an puesto manos a la obra para atacar sus bases. De momento continuaban a salvo sus entidades financieras, sus casinos, sus hipó dromos y sus prostí bulos. Tampoco se habí an producido novedades en las mezquitas que controlaba en Oriente Medio, Europa y Norteamé rica. Sí le llamó la atenció n unos manifestantes en Sudamé rica. Habí an interrumpido los rezos en una de sus mezquitas de Bogotá. Un par de miles de personas protestaban por los continuos ataques dialé cticos del imá n a su comunidad. Má s tarde pondrí a la atenció n sobre esa cuestió n.

Pulsó una tecla de su escritorio y surgió una pantalla de grandes dimensiones. En ella aparecí a un mapa de Ceuta, un plano de Sidi Embarek y las fotografí as de sus dos hombres junto a un informe de cada uno de ellos. Apretó otro botó n y en el cuadrante izquierdo se iluminaron dos puntos verdes sobre el plano de la mezquita. Eran los dos terroristas. Tecleó por tercera vez y habló.

–Nasiff, ¿ có mo marcha la operació n?

–Bien, señ or. Alá nos recompensa por nuestra dedicació n. El padre del ayudante del imá n ha caí do enfermo esta mañ ana, y é ste no ha podido venir a la mezquita. Nos hemos ahorrado una muerte.

–Bien, bien –Azî m el Harrak era un hombre cruel aunque cuando se trataba de matar a hermanos en la fe preferí a ser escrupuloso–. ¿ Y la mujer?

–Está a buen recaudo, en la furgoneta.

–¿ Y el infiel?

–Aú n no ha llegado, mi señ or. Y ya empieza a ser tarde.

–No hay cuidado, cumplirá. Está demasiado enfangado en todo esto. Tú continú a con los preparativos.

–De acuerdo. Le avisaré en cuanto acabe. Só lo una cosa señ or.

–¿ Algú n problema?

–No, una curiosidad. ¿ Por qué esta mezquita? Es arriesgado, podrí amos encontrarnos en una ratonera.

–Es la mezquita má s importante de Ceuta. Recuerda, Nassif, los sí mbolos...

Eran las 10: 55 horas. Faltaban cinco minutos para el intercambio.

 

A las once en punto el mé dico y Alex se situaron delante de la puerta principal de la mezquita. É l llevaba colgada del cuello la bolsa de cuero.

A unos metros, Á lvarez en su coche y Sawford y Eagan en la furgoneta que les proporcionaron en Gibraltar, descubrieron al doctor y a Anderson a la entrada de la mezquita. Salieron rá pidamente de sus vehí culos y se dirigieron hacia allí. Sin embargo, incluso antes de cruzar la carretera que les separaba del edificio, vieron impotentes có mo la puerta se abrí a, los dos accedí an al interior y la puerta se volví a a cerrar.

A travé s de sus comunicadores personales, el director del MI6 informó de la situació n a los siete agentes, cinco britá nicos y dos españ oles, y les conminó a rodear el recinto religioso. Entretanto ellos buscarí an la forma de acceder al interior sin ser descubiertos.

Al otro lado del umbral de la mezquita, el mé dico y la inglesa permanecí an callados y cogidos del brazo. Allí no habí a nadie. La puerta se habí a abierto con algú n automatismo y se habí a vuelto a cerrar de la misma manera. El doctor presionaba contra su pecho la bolsa de cuero. Alex se apretó contra el mé dico.

Se hallaban en una sala muy amplia, má s larga que ancha, sin ningú n tipo de mobiliario. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde con dibujos de arcos de herradura en rojo. La mitad superior de las paredes era blanca y por doquier se podí an ver miles de pequeñ os relieves de dibujos geomé tricos y motivos de la naturaleza. La inglesa no pudo evitar acariciar algunos bajorrelieves con la palma de su mano derecha. La parte inferior habí a sido forrada de suntuosa madera en tres de sus paredes y de azulejos en la cuarta. El mé dico contemplaba la habitació n embelesado.

–Es el muro de la quibla, el que indica la direcció n hacia la que los musulmanes debemos dirigir nuestra oració n..., nuestra ciudad santa, La Meca.

Un hombre de tez aceitunada se detuvo a unos metros de ellos.

–Y ese á bside con forma de arco de herradura es la mihrab.

El mé dico se habí a vuelto hacia el desconocido. Pensaba en Silvia. ¿ Dó nde la tendrí an? El hombre señ aló de nuevo la pared y el doctor se volvió.

A cada lado de la mihrab existí an dos puertas de rica madera enmarcadas en sendos arcos de medio punto. ¿ Quizá por alguna de ellas? El doctor dirigió una mirada a Alex. La inglesa no le quitaba ojo al hombre.

–Es bonito, ¿ verdad? Pero ustedes no han venido a degustar arte oriental.

El doctor y Alex mantení an su silencio tenso.

–Deben acompañ arme.

En el piso inferior, por debajo del nivel de calle, Á lvarez habí a encontrado una forma de entrar. Una puerta que daba servicio a las oficinas y la escuela corá nica estaba entreabierta. El director de Operaciones del CNI accedió y cerró la puerta obviando al director del MI6, que andarí a dando vueltas alrededor del edificio, como Eagan, para hallar un resquicio que le permitiera irrumpir dentro. Lamentablemente, los terroristas habí an atrancado el resto de las puertas.

El doctor y Alex cruzaron la sala hasta una larga escalera que ascendí a por el alminar de la mezquita. El intercambio se realizarí a arriba. Al poner el pie sobre el primer peldañ o, el mé dico echó una ojeada hacia arriba, en el interior de la torre la luz era escasa.

En Nueva York, el lí der de Al Qaeda contemplaba las dos luces verdes de sus hombres pero no acababa de encontrar el punto rojo que representaba a la secuestrada ni el azul del infiel que les estaba ayudando. No entendí a qué ocurrí a. Algo fallaba en la operació n.

Sawford llamó a Á lvarez por el comunicador. No hubo respuesta.

–Ese maldito españ ol nos va a traicionar –bramó a Eagan, que estaba a su lado. Los dos permanecí an fuera del recinto.

El mé dico se apoyó en la pared, la tensió n y el esfuerzo de subir tantos peldañ os hací an que su cuerpo se resintiera.

Má s abajo, entre la planta inferior y la sala de rezos, Á lvarez habí a encontrado unas escaleras. Subí a los peldañ os de dos en dos. Cogió su radio y abrió la comunicació n con sus hombres.

El mé dico y la inglesa reanudaron la marcha. Ya só lo les quedaban un par de tramos para llegar a lo má s alto, donde, suponí an, encontrarí an a Silvia. Al alcanzar el ú ltimo escaló n descubrieron a un hombre de piel bronceada y ropa cara, parecido a aquel otro que les acompañ aba. Alex esperaba a los tipos que entraron en su apartamento y no eran ellos. La ú ltima planta era cuadrangular, la dé bil luz de una mañ ana nubosa se colaba por cuatro ventanales culminados por arcos de herradura.

–¿ Y mi esposa? –Pregunto el doctor con una incipiente furia en su tono de voz.

Los terroristas se miraron entre sí. Algo ocurrí a y no parecí an querer contarlo.

–Está aquí cerca. ¿ Ha traí do el manuscrito? –Preguntó el á rabe que les habí a aguardado en la torre.

El mé dico se sentí a engañ ado. Apretó los puñ os hasta hacerse dañ o en la palma de las manos y fue a hablar pero la inglesa le presionó el brazo y le dirigió una mirada inquisitiva.

–Caballeros, necesitamos una prueba de que la doctora Costa vive. Cuando así sea, le diremos dó nde hemos escondido el documento que desean.

La alarma se pintó en el rostro de los dos terroristas.

–¿ No existirá ningú n problema? –Preguntó Alex.

–No, no, por supuesto que no –se apresuró a contestar el hombre que les condujo poco antes hasta el alminar. De los dos terroristas, é ste parecí a ser quien sustentaba el peso de la negociació n.

Unos metros por debajo de ellos se oyó un disparo. Jaliff miró con preocupació n a Nasiff y encañ onó al mé dico y a la mujer. Su compañ ero trató de tranquilizarlo con la mirada aunque sus ojos reflejaban dudas. La operació n no salí a como ellos se habí an planteado. ¿ Dó nde estaban los cuatro durmientes integrados en el operativo? ¿ Y la mujer? ¿ Quié n habí a disparado?

Fuera, los agentes combinados del MI6 y el CNI mantení an un tiroteo con cuatro jó venes armados. Cada uno de estos se habí a refugiado tras una ventana y disparaba sin tregua. Uno de los durmientes advirtió el intento de violar la entrada por parte de dos hombres. É l comenzó la refriega y pronto se unieron sus hermanos y el resto de agentes. En poco tiempo empezarí an a oí rse las sirenas de la Policí a, y aquello no convení a a ninguno.

–¿ Hay algú n problema con la doctora Costa? –Repitió Alex casi a gritos.

–No. Está aquí.

El mé dico y la inglesa se volvieron. Frente a ellos se presentaba Albert Svenson.

–¿ Usted? –Dijo contrariado el mé dico–. ¿ Por qué?

Svenson, conocido por el infiel en la cú pula de Al Qaeda, sonrió.

–Su esposa tambié n se hizo la misma pregunta. Pero no es el momento de esas cuestiones. –El cientí fico que hasta ahora habí a ejercido de ayudante de Snelling apuntaba a Silvia con una pistola.

Caminó un par de pasos empujando a la esposa del mé dico por delante. Luego conminó con una señ al al doctor Salvatierra y a Alex a apartarse. Querí a acercarse a los terroristas.

–No os quedé is como pasmarotes –les dijo–. Se os ha escapado en vuestras propias narices. Menos mal que tropecé con ella cuando huí a, sino a estas horas se hallarí a a kiló metros de aquí. –Dirigió a los á rabes una mirada de suficiencia y les entregó a la mujer.

Acto seguido ordenó a Jalif que prestara ayuda a los cuatro jó venes integrantes de la cé lula.

–No podemos permitirnos el lujo de estropear la operació n por cuatro imbé ciles. Baja a apoyarles –insistió. Despué s se dirigió al mé dico–. Veo que ha sobrevivido bien a esta pequeñ a aventura, doctor. Me alegro mucho.

El mé dico le miraba con odio apretando en su mano la bolsa de cuero del manuscrito, que aú n le pendí a del cuello.

–Esa bolsa de cuero es muy bonita, seguro que al doctor Anderson le hubiera gustado mucho, ¿ no le parece doctora Costa?

Silvia protestó.

–Eres un cí nico. Fuiste tú quien asesinaste a Brian.

Alex sintió encenderse. Una mezcla de emociones la golpeó inundá ndola de confusió n por un momento y, un segundo despué s, de ira, una ira profunda que habí a contenido tras una puerta. ¿ Llegó la ocasió n de abrirla? Por fin conocí a la identidad del asesino, lo tení a frente a ella, era lo que habí a anhelado en los ú ltimos dí as. ¿ Podí a hacer otra cosa? La tentació n se convirtió en una fuerza imparable que la arrolló aniquilando cualquier indecisió n. Ninguno de los presentes se percató de que escondí a un arma de fuego. La habí a llevado en todo momento desde que Javier les abandonó. El agente la dejó en el coche al marcharse a Madrid. La guardó junto al manuscrito y una nota: Cuando tengas la ocasió n no lo dudes. Y no lo harí a. Disparó hasta cuatro veces. Só lo dos dieron en el blanco pero fueron suficientes para acabar con la vida de Svenson.

Sucedió en dé cimas de segundo. Svenson cayó al suelo con una herida en el pecho, Nasiff disparó tambié n e hirió al mé dico y a la inglesa. En ese momento, Silvia le propinó un empujó n al á rabe y lo tiró al suelo, evitando que la carnicerí a fuese mayor. Luego recogió la pistola y le apuntó.

–Cariñ o, ¿ está s bien? –Su voz sonaba angustiada.

Su marido estaba tirado en el suelo con el brazo ensangrentado y un poco má s allá gemí a una mujer con un agujero muy feo en el pecho. ¿ Quié n es? Los tení a al alcance de la mano aunque lo mismo hubiera dado que se encontraran a miles de kiló metros, no podí a abandonar el arma.

–Dé mela, yo me encargo de esta escoria. –Sergio Á lvarez acababa de acceder a la ú ltima planta de la torre.

Tomó la pistola con suavidad, sin dejar de apuntar al terrorista, y Silvia acudió a socorrer a su marido.

–Simó n, cariñ o. No te vayas a morir ahora. Lo has conseguido, me has rescatado. Simó n, cariñ o. –El mé dico permanecí a con los ojos cerrados. Habí a sido herido en un brazo aunque al desplomarse se golpeó la cabeza.

Abrió los ojos. Miraba alrededor suyo. A sus pies una escena dantesca y enfrente una mujer.

–¿ Quié n eres? –No reconocí a a su esposa.

Silvia se alarmó.

–Hay que llamar a una ambulancia. –De fondo se oí an sirenas–. Simó n, cariñ o. Mi amor, ¿ dó nde está el manuscrito? Lo necesito, ¿ dó nde está? ¿ Lo tienes aquí?

El mé dico no parecí a entender nada. Silvia buscaba entre sus ropas la bolsa de cuero. La localizó unida al cuello a travé s de un cordó n. Hizo fuerza y la arrancó. Acto seguido la abrió bruscamente.

El director de Operaciones del CNI se percató a tiempo, golpeó al terrorista y corrió hacia Silvia.

–¡ Apá rtese del manuscrito! –Á lvarez logró alcanzarla antes de que pudiera abrir el documento–. Es muy peligroso, no debe conocer su contenido. Há game caso, no intente usar ese poder.

Silvia se sentí a enajenada, como empujada por una energí a que la forzaba a apoderarse del contenido del pergamino. No atendí a a las palabras de Á lvarez, sus ojos se habí an vuelto oscuros y su voz se oí a impuesta.

–Tengo que conocer la fó rmula. Debo saber qué oculta...

Y cuando estaba a punto de arrancarlo de las manos de Á lvarez, un golpe en la nuca la dejó aturdida en el suelo. Era Javier.

–¡ Silvia!

El mé dico intentó incorporarse para ayudar a su esposa. El agente se acercó hasta ella y comprobó que ú nicamente la habí a dejado inconsciente. Despué s fue hasta el doctor Salvatierra, respiró má s tranquilo cuando se cercioró de que habí a sufrido una herida superficial.

–He venido a ayudar, no te preocupes por ella, está inconsciente, nada má s. –Se detuvo un momento para mirarle a los ojos–. Tuve que hacerlo, ¿ lo comprendes?

El doctor le miró confuso. ¿ Qué hací a allí? ¿ Por qué habí a golpeado a Silvia? Javier le dirigió una mirada de ternura y despué s se acercó hasta Alex; la bala se habí a adentrado en el pecho y la inglesa se encontraba muy grave.

Unos metros por debajo de ellos seguí an oyé ndose disparos y sirenas policiales. Aquello se habí a convertido en una fiesta pú blica.

El mé dico se arrastró hasta Silvia y comprobó su pulso. Estaba bien. Só lo se encontraba aturdida. La recostó contra la pared e intentó levantarse. El dolor del brazo era insoportable. Á lvarez se aproximó hasta é l ofrecié ndole su mano para alzarse. En la otra mano sujetaba la bolsa de cuero. El mé dico miró la bolsa y al desconocido.

–¿ Quié n es usted?

–Soy Sergio Á lvarez. Estoy aquí para ayudarle.

–¿ Ayudarme? Usted só lo quiere el manuscrito, como los demá s.

–Soy el Gran Maestre de la Logia de Cá diz y mi misió n ha sido desde hace añ os encontrar el manuscrito y protegerlo. Hace má s de trescientos añ os que mi familia ha liderado esa bú squeda.

–Sí, claro, para librarlo de las fuerzas del mal, por supuesto... –Ironizó el mé dico–. O sea una panda de chalados...

Á lvarez sonrió. No era la primera vez que alguien le escupí a esas palabras.

–Piense lo que quiera. Mi grupo es el encargado de proteger el manuscrito, como le he dicho. Existe una organizació n muy poderosa que quiere su poder para esclavizar al mundo –explicó.

El mé dico volvió a interrumpirle.

–Al‑ Qaeda.

El Gran Maestre de la Logia de Cá diz sonrió de nuevo.

–No, amigo mí o. Hay una organizació n enormemente resistente y má s peligrosa aú n, una organizació n con má s de mil añ os de vida. Se hacen llamar los Hashishin y nacieron antes de la Primera Cruzada. De su nombre deriva la palabra asesino, imagine qué tipo de acciones ejercitaban. Su creador, Hasan As‑ Sabbah, fue el má s cruel y sanguinario ser que ha podido conocer la humanidad pero supo mantener la discreció n. El Viejo de la Montañ a...

–¿ El Viejo de la Montañ a?

El ulular de las sirenas se intensificaba a medida que pasaba el tiempo, sin embargo el silencio entre los disparos se dilataba.

–El lí der de los Hashishin. Ha ido pasando su funesto testigo de generació n en generació n. Y nosotros hemos trabajado añ o tras añ o para evitar que se hicieran con el manuscrito. Casi lo conseguimos a mediados del siglo pasado y consiguieron burlarnos, a uno de esos Viejos de la Montañ a, concretamente Aymá n Al‑ Zawahiri, se le encomendó concebir una organizació n que protegiera a los Hashishin y les devolviera al anonimato. Y a raí z de la creació n de Al Qaeda las cosas se nos fueron poniendo má s difí ciles.

–Entonces, Al Qaeda y esos Hashishin son lo mismo.

–Es má s retorcido que eso. El primer Viejo de la Montañ a que pertenecí a a Al Qaeda fue Al‑ Zawahiri, el lugarteniente de Bin Laden. Despué s todos los lí deres de la organizació n han ejercido al mismo tiempo de Viejo de la Montañ a, aunque só lo existe un grupo de escogidos, un grupo muy selecto, que pertenece a los Hashishin, el resto de Al Qaeda no sabe de su existencia.

El mé dico se sentí a desorientado.

–¿ Y por qué es tan peligroso? Só lo es un trozo de papel... o pergamino...

El Gran Maestre le miró serio.

–Ojalá só lo fuese eso –contestó entregá ndole la bolsa con el manuscrito–. Hay cosas que es mejor ignorar, Avicena las descubrió y desde entonces todos estamos en peligro...

–No le creo, no creo una palabra de lo que me ha dicho. Todo es una locura.

–No lo es... papá.

El doctor se volvió hacia la escalera. Un joven le miraba desde el ú ltimo peldañ o. ¿ David? No podí a ser. Tení a sus ojos y su mismo pelo, su cara habí a cambiado, habí a crecido, era un hombre. Silvia se quejó, estaba despertando.

–¿ Có mo? –El mé dico no comprendí a.

–Trabaja con nosotros –dijo el Gran Maestre.

–Lo estaba pasando mal, papá. Ahora comprendo que no hice bien cuando huí pero en aquel momento me pareció lo mejor. Despué s, má s tarde, me fueron las cosas mal y ellos me ayudaron.

–¿ Ellos? –Miró al Gran Maestre–. ¿ Ustedes se lo llevaron?

–Lo descubrimos perdido hace un añ o, tení a problemas y no sabí a a quié n acudir. Poseí a un enorme potencial, y no nos equivocamos. Siento que...

El doctor Salvatierra soltó un grito y empujó al Gran Maestre hasta la pared, habí a olvidado el dolor de su brazo.

–¡ Usted se lo llevó! ¡ Me lo robó! ¡ Me robó a mi hijo! –Intentó golpearle pero apenas le restaban fuerzas–. Me lo robó...

David se aproximó hasta é l y le sujetó por los hombros. El mé dico sentí a sus brazos, los brazos de su hijo, le tocaba, le estaba tocando. Se dio la vuelta y ambos se miraron a los ojos unos segundos, luego se abrazaron rompiendo a llorar.

Silvia se habí a ido recuperando mientras tanto. La esposa del doctor sentí a los latidos de su corazó n en las sienes, eran profundas pulsaciones que horadaban su cabeza. Sufrí a mareos y una sensació n de ahogo en su pecho. Al mismo tiempo las manos le picaban y le ardí a la frente.

Javier presionaba sobre la herida de Alex.

–Señ or, puede echarme una mano –le pidió a Á lvarez. El Gran Maestre dejó al mé dico junto a su hijo y se acercó a su subordinado.

–Está muy mal.

–Me temo lo peor si no termina el tiroteo y llegan las ambulancias –advirtió el agente del CNI.

Los dos intentaron reanimarla, sin embargo sus ojos se cerraban y su respiració n iba apagá ndose lentamente. El terrorista continuaba desmayado. Silvia se puso en pie y se acercó al doctor y a David.

–¡ Dame el manuscrito!

–¡ ¿ Mamá?!

La esposa del mé dico se detuvo y contempló a David, lo tení a a dos pasos. ¿ Quié n es? ¿ Por qué dice mamá? Se aproximó y alzó las manos hasta su cara mientras le miraba fijamente, era David.

–¡ David!

En ese instante las lá grimas vinieron a bañ ar sus mejillas, perdió el vigor que habí a demostrado poco antes e incluso la rabia la abandonó. David la sujetó para que no cayera. Se oyeron pasos, alguien subí a, no habí a tiempo. El hijo del doctor Salvatierra se inclinó para que su madre pudiera acomodarse en el suelo.

–Ya vienen.

Á lvarez se habí a colocado en el ú ltimo peldañ o de la escalera con el arma que tomó de Silvia y otra que extrajo de su cintura. Echó un vistazo al terrorista, parecí a despertar.

–Á talo –ordenó a David.

De pronto el sonido de pasos se interrumpió. El mé dico se arrodilló junto a Alex, puso las yemas de los dedos sobre su muñ eca y comprobó que el pulso latí a dé bilmente. Iba a morir. La bala le habí a atravesado el pulmó n hasta salir por la espalda. Se quitó la camisa y trató de hacerle un vendaje, el que le habí a colocado Javier estaba empapado por la sangre de la inglesa.

–Voy a morir... –susurró de forma tambaleante.

El mé dico le sonrió con ternura.

–Claro que no.

Alex tosió repentinamente vomitando sangre.

A unos metros Silvia contemplaba la escena. ¿ Quié n era? Miró a David y le señ aló con un gesto interrogante a la joven.

–Es la hija de Anderson.

Su cara expresó desconcierto, despué s pareció que comprendí a e intentó levantarse.

–Está s muy dé bil.

Silvia negó.

–Llé vame hasta Svenson.

David le ayudó a incorporarse y se acercaron hasta el cientí fico. Yací a boca arriba y de su boca escapaba un hilo de sangre, en el suelo, tras su espalda, un charco rojo. Silvia le alzó la cabeza y le pasó por detrá s la correa de una bolsa de tela que habí a llevado colgada. Su hijo no entendí a. Despué s se acercaron hasta el mé dico.

–No hay solució n Simó n, si quieres salvarla debemos usar el manuscrito.

El mé dico volvió la cabeza.

–¡ ¿ Está s loca?! No voy a utilizar ese documento. No creo en esas supercherí as. Hay gente que ha muerto por su culpa.

Silvia asintió quedamente.

–Muy bien. Entonces no tiene ninguna oportunidad.

El doctor Salvatierra se detuvo en el rostro de Alex. Estaba pá lida, muy pá lida, la respiració n de su pecho disminuí a sin que pudiera hacer nada por ella. Le apretó una mano con suavidad y alzó la bolsa.

–Haz lo que quieras.

En el exterior seguí an ululando las sirenas de la Policí a.

Silvia le arrebató la bolsa y sacó el pergamino. Jadeaba por la excitació n.

–¿ Esto qué es?

–Una cerradura. –Á lvarez se volvió desde el antepenú ltimo peldañ o, aú n esperaba allí a los á rabes–. No podré is abrirla sin la llave, y si lo intentas el manuscrito se destruirá.

Al mé dico aquella noticia le estremeció.

–¡ Maldita sea! Puede morir. –Se levantó bruscamente y se enfrentó a los ojos de su hijo–. Si es verdad que este documento puede servir de algo, ayú dala. Por favor, ayú dala.

–No puede –contestó Á lvarez.

David se habí a soltado del brazo de Silvia y observaba a Alex con cara de preocupació n.

–Hijo, si puedes ayudarla, hazlo. No se merece esto. Yo cometí errores contigo, pero ella no puede pagar por mis equivocaciones.

Una sombra de duda marcó sus facciones.

–¡ ¿ Puedes?!

Á lvarez abandonó la escalera, se acercó hasta David y le aprisionó el brazo. Ambos se examinaron fijamente, como si el intercambio de miradas fuese una conversació n incomprensible para el resto de los presentes.

–¡ No toque a mi hijo! –Á lvarez le soltó el brazo–. David, no le hagas caso. Tú eres una buena persona, no supe entenderlo. Toda la culpa fue mí a.

David bajó la cabeza.

–Sé que te decepcioné y es verdad que ellos te ofrecieron una mano cuando te creí as solo. Pero tambié n te han utilizado, ¿ por qué está s aquí sino? Yo te voy a decir por qué. Está s porque eres nuestro hijo, porque te necesitan para convencerme.

Su hijo miró a Á lvarez.

–No le hagas caso. Tu padre nunca te quiso, ¿ por qué huiste? ¿ Quié n se encargó de ti? ¿ Estuvieron ellos cuando tení as pesadillas? ¿ Se encargaron de proporcionarte una vida?

Un disparo sonó en ese instante.

–Un momento, dices que te encontraron hace un añ o.

–Sí.

–Silvia inició su investigació n en San Petersburgo hace un añ o. Es mucha casualidad.

La respiració n de David se aceleró.

–¿ Te encontraron o te buscaron? Querí an usarte.

Silvia se acercó y le acarició la mejilla.

–No tenemos tiempo David. –El contacto con la mano de su madre le relajó –. Siempre fuiste un buen chico.

Otro disparo.

–Doctor, se está muriendo. ¡ No respira! –Javier unió su boca a la de Alex para proporcionarle oxí geno.

El mé dico se arrodilló, colocó sus manos sobre el pecho y le masajeó el corazó n hasta conseguir que latiera con timidez.

–É l. –David señ aló a Á lvarez–. É l tiene la llave. Ese anillo.

Á lvarez se echó hacia atrá s colé rico.

–¡ No lo abriré is!

–Sí, dé melo –Javier se habí a incorporado y apuntaba al Gran Maestre con su arma–. No me obligue a usarla.

Á lvarez respiraba con dificultad, mantení a los labios apretados y casi podí a oí rse có mo crují an sus dientes. Retiró el anillo de su dedo anular y se lo entregó a Silvia.

–¡ Casi no hay tiempo! –La esposa del doctor introdujo el anillo a travé s de una cerradura circular y la apertura del mecanismo se activó permitiendo que pudieran desdoblar el manuscrito.

Lo leyó con rapidez hasta encontrar el error que habí an integrado deliberadamente en la copia falseada y sacó unos frascos de la bolsa de Svenson. Javier se acercó hasta la escalera con el arma en la mano, no se fiaba ya de Á lvarez. Ahora no se oí a movimiento alguno.

–Está n esperando algo.

 

Una decena de coches de la Policí a Nacional y la Policí a Local se habí a desplegado cercando la mezquita. Los agentes del MI6 y del CNI tuvieron que identificarse para no ser arrestados; entretanto, Eagan y Sawford accedí an al edificio desde el só tano. La gente se arremolinaba detrá s de la zona que la Policí a habí a aislado. Unos tí midos rayos consiguieron romper entre dos nubes bañ ando de luz la torre.

El sol se coló por las ventanas difuminando la penumbra. Silvia mezclaba varios de los lí quidos que Svenson habí a traí do desde San Petersburgo mientras el doctor Salvatierra insistí a en mantener viva a Alex.

Otro disparo má s. Javier lo entendió, se han parapetado en algú n lugar de la escalera, alguien les acosa desde abajo.

Silvia se incorporó con el manuscrito en una mano y un recipiente en la otra. Contení a un lí quido rojizo. En ese momento Á lvarez se abalanzó contra ella con todo su cuerpo, ni a David ni a Javier les dio tiempo a intervenir. Cuando inmovilizaron a Á lvarez era tarde. La esposa del mé dico habí a caí do sobre los frascos y é stos reventaron esparciendo su contenido. Ademá s habí a derramado el producto elaborado con la fó rmula del manuscrito. No podí an hacer nada, Alex estaba condenada.

En ese instante oyeron de nuevo el sonido inconfundible de unos pasos que se acercaban. Ya los tení an encima.

Alex boqueó ante la impotencia del mé dico. Se morí a. No puede, no debe. El doctor Salvatierra tiró de ella con desesperació n hasta el lugar donde se habí a vertido el lí quido rojizo, empapó su camisa y la restregó por la herida, luego la volvió a humedecer y la escurrió sobre sus labios.

–Está muerta, papá.

Los pasos doblaron el ú ltimo recodo de la escalera y aparecieron dos á rabes. Llevaban las manos levantadas sobre su cabeza. Detrá s otras dos personas les apuntaban con sus armas de fuego.

–Somos del MI6 –dijo Sawford.

El mé dico permanecí a arrodillado junto a Alex, a su lado Silvia, de pie, mantení a el manuscrito en la mano. La esposa del doctor Salvatierra lo dejó deslizar entre sus dedos hasta caer al suelo. El mé dico lo vio sobre una baldosa roja, luego dirigió una mirada a Alex. Para su sorpresa, su pecho ascendí a y descendí a lentamente, volví a a respirar. Cogió precipitadamente el manuscrito y lo arrojó sobre el lí quido derramado.

Despué s tomó con cariñ o una de las manos de Alex y sonrió al ver có mo se borraba la tinta del documento.

Una semana má s tarde Javier revisaba el informe que debí a entregar a sus superiores. Á lvarez habí a sido expedientado y seguramente acabarí a abandonando el cuerpo. A Eagan y a Sawford tambié n les sancionarí an, pensó el agente del CNI, aunque probablemente no irí a má s allá de una reprimenda. Al fin y al cabo disponí an de buenos contactos. Recordó un momento a Alex. Se habí a librado por poco. Debí a llamarla un dí a de estos.

Sonó el telé fono de su mesa. Un mensajero traí a un sobre. Javier recelaba. ¿ Quié n podrí a? Nada en el remite. Tomó el abrecartas y lo rasgó, no existí a peligro, ya habí a pasado por los rayos X. En el sobre un billete para San Petersburgo y una nota: No desaproveches la vida, ve a buscar a tu familia. Javier sonrió. El doctor Salvatierra era un buen amigo.

 

 



  

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