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Capítulo XIII



 

 

La s escaleras morí an en una bó veda que albergaba centenares de arcas minú sculas dispuestas en reducidos cubí culos horadados en los muros. Nadie se habí a adentrado en aquel lugar en añ os. Javier enfocó el suelo unos metros por delante. Sobre el piso yací an rotos o con sus tapas abiertas decenas de esos pequeñ os arcones, y a su alrededor miles de huesos y calaveras esparcidos por el enlosado. El agente centró el haz de luz en las arcas. Entre los huesos, movié ndose por debajo, surgiendo o desapareciendo a travé s de los cuencos de los ojos de las calaveras, centenares de ratas huí an hacia las sombras.

Las paredes se veí an desnudas, ni escudos de armas ni relieves o dibujos esclarecedores. Tan só lo rompí a del desabrigo de los muros una abertura a la izquierda al final de la bó veda. Sobre ella, posiblemente dibujado con la punta de un cuchillo, una espada que parecí a una cruz o viceversa. Javier recordó la espada del museo, la espada del tejado desplomado y la espada de la tumba que yací a a las puertas de la iglesia. Era una nueva señ al. Conectó la PDA y leyó la ú ltima de las pistas.

 

 

La vida es el principio de la muerte, mas la muerte da comienzo a la vida.

 

 

No habí a nada relativo a espadas o cruces. Pero no existí a otro camino. Se volvió, Alex y el doctor Salvatierra permanecí an sobrecogidos por el escenario. El agente les hizo una señ al en direcció n al agujero que se adivinaba.

–Iré a echar un vistazo.

Caminó con cuidado de no pisar ningú n hueso aunque era inevitable tropezar con un fé mur que se hací a polvo con su peso o con una calavera amarillenta. El mé dico y la inglesa, sumidos en la oscuridad, veí an la luz alejarse y oí an el crujido de los huesos al andar sobre ellos. Unos metros má s allá, el resplandor de la linterna desapareció al penetrar Javier en ese agujero. Se trataba de un tú nel que se dirigí a al sur. Una suave corriente le acariciaba la cara, era evidente que desembocaba en una salida.

 

Nasiff conducí a el vehí culo cuando accedieron al barco. El buque mantení a abierto el portaló n de popa para el acceso al parking. Era el primer viaje del terrorista a Ceuta. Pese a los añ os de experiencia en Al Qaeda jamá s habí a montado en barco, y era una experiencia que le apetecí a disfrutar. Jalif, sin embargo, recorrió durante añ os la ruta marí tima entre Dubai en los Emiratos Á rabes y Bushehr en Irá n.

La parte trasera de la furgoneta se mantení a completamente aislada. Las ventanas y las paredes estaban insonorizadas. Ademá s, la secuestrada habí a sido sedada convenientemente poco antes de llegar a Algeciras. Los terroristas calcularon todos los detalles para que la operació n de intercambio se llevara a cabo con todas las garantí as. Su jefe habí a elegido Ceuta, los terroristas no sabí an por qué, pero habí an aceptado sin rechistar como siempre. Tal vez, pensó Jalif, la razó n residí a en su situació n geográ fica como ciudad cerrada entre una frontera y un mar, con difí cil acceso para tropas de é lite sin levantar sospechas. Al Qaeda no disponí a de infraestructura salvo una cé lula desinformada y mal equipada aunque no necesitaban má s. Serí a suficiente con situarla en los puntos clave de entrada a la ciudad: puerto, helipuerto y frontera, para controlar el acceso a la localidad. El terrorista se sonrió, la operació n no podí a acabar mal.

Lo que no sabí a es que para Azî m el Harrak era tambié n una forma de golpear al enemigo. Desde la creació n de Al Qaeda, la presencia de infieles en ese punto del Norte de Á frica habí a supuesto una afrenta que los sucesivos lí deres de la organizació n terrorista no conseguí an desterrar. Que el comienzo de su operació n contra Occidente se produjera en esta ciudad era ya de por sí un pequeñ o triunfo, decidió El Harrak cuando planificaba el secuestro.

Dejaron el vehí culo en el parking y subieron a cubierta. Nasiff deseaba contemplar el paisaje camino de la otra orilla del Estrecho de Gibraltar. El trayecto entre Europa y Á frica apenas duraba treinta minutos, tiempo suficiente para admirar las vistas desde proa.

Cuando el viaje comenzó, el terrorista ya se hallaba en uno de los asientos dispuestos frente a la cristalera panorá mica. El mar se abrí a ante é l, un mar de un color azul oscuro. Habí a oí do alguna vez que el Estrecho de Gibraltar era un lugar embravecido por el enfrentamiento constante del Mediterrá neo y el Atlá ntico. Sin embargo aquel dí a no se moví a. Era como cruzar un estanque. En unos minutos dejaron atrá s el Peñ ó n britá nico y las montañ as que bordean Tarifa al otro lado, y unos kiló metros despué s se enfrentaron con el relieve de la Sierra del Rif, al oeste de Ceuta. Las ú ltimas estribaciones de la cadena montañ osa norteafricana se asemejaban a una mujer acostada sobre su espalda con los pechos desafiando al cielo y los pies lamidos por las transparentes aguas del Estrecho. Era la Mujer Muerta, como la llaman los ceutí es, o Yebel Musa segú n los marroquí es. Nasiff habí a tenido tiempo de documentarse durante el largo camino recorrido desde San Petersburgo. Un poco má s hacia el este aparecí a Ceuta, pequeñ a aú n en el horizonte, con el Monte Hacho a un lado, una de las dos bases de las famosas columnas de Hé rcules. El terrorista se habí a informado a conciencia como siempre que ejecutaba cualquier misió n. Solí a decir que habí a que acudir a las ciudades objetivo como si se hubiera nacido en ellas, esa constituí a la ú nica manera, segú n explicaba a sus alumnos de los campamentos que habí a dirigido en Afganistá n, de camuflarse sin imprudencias. Jalif, por el contrario, era de gatillo rá pido y menos procedimiento previo.

Entraron en la bahí a con el sol ponié ndose, lo que ofreció a Nasiff una oportunidad de observar có mo las tonalidades ocres bañ aban calles, edificios, montañ as, el mar.

–Tienes que reconocer, hermano, que Alá ha cuidado bien esta ciudad –le dijo a su compañ ero cuando accedí an al interior del coche.

El otro hizo un gesto cansino y se acomodó en su asiento.

 

El agente regresó corriendo hasta el lugar dó nde habí a abandonado a sus compañ eros. Jadeaba por la excitació n y la carrera. Esta vez no tuvo ninguna precaució n al pasar por encima de los huesos, lo que le valió un par de resbalones traicioneros que no dieron con é l en el suelo de puro milagro. No obstante, la suerte no le habrí a de durar mucho y cuando veí a a Alex y al doctor Salvatierra al alcance de su mano, el pie izquierdo se empotró entre un peroné y un fé mur cruzados, y acabó cayendo sobre despojos y ratas.

Alex se precipitó a socorrerle aunque Javier ya se levantaba.

–Ha sido só lo un rasguñ o –le decí a mientras se sacudí a la ropa–. Lo importante es que estamos a un tris de conseguirlo.

–¿ Has encontrado la forma de salir?

–Mejor, he encontrado la tumba.

–¿ La tumba? –Preguntó extrañ ada la inglesa.

–Sí, la tumba del caballero Don Fernando. El mé dico se levantó precipitadamente.

–Allí..., allí es donde está el manuscrito –aseguró preso del ardor del momento–. Llé vanos Javier. Creo que has dado con la clave.

El agente sonrió exageradamente ante Alex.

–Acompá ñ enme, les llevaré ante lo que buscan –anunció con un movimiento có mico.

La inglesa agarró al mé dico del brazo y los dos le siguieron poniendo mucha atenció n en cada paso. Javier caminaba por delante alumbrando el suelo. Pasados varios minutos, alcanzaron el tú nel por el que el agente habí a entrado poco antes. La luz amarillenta de la linterna en la boca del largo pasillo le conferí a un aspecto tenebroso, aunque cualquier cosa serí a mejor que el panorama que les ofrecí a el osario, pensó Alex. Una vez superada la dificultad de los huesos caminaron con mayor rapidez, alcanzando el final de la galerí a en poco tiempo.

–Ademá s de la tumba, has encontrado la salida –advirtió el mé dico–. Está claro que el aire se mueve hacia nosotros. Por fuerza ha de haber un lugar por el que entra.

–Ya me habí a percatado –respondió el agente mientras asentí a.

–¿ Has abierto la tumba? –Preguntó Alex, vivamente interesada.

–No, aú n no. Quise avisaros primero ¿ Hice bien?

–Por supuesto, por supuesto... –Intervino el mé dico.

Un centenar de metros por delante se encontraron con dos figuras acostadas una junto a la otra en una especie de ensanche al final del corredor. Eran las estatuas de Don Fernando y su amada sobre dos tumbas. É l llevaba entre sus manos una espada parecida a una cruz y ella un libro. El mé dico se acercó lentamente hasta la escultura de la l' posa del caballero. Se besó la mano y la puso sobre su cara.

–¡ Cuá nto dolor debiste sufrir!

Se inclinó hacia el libro y leyó Aquí está el fin.

–Temí an profundamente que este documento desatara los males del averno. Tal vez tuvieran razó n...

–O tal vez no, pero eso no es ahora lo importante –señ aló Alex–. Lo importante ahora es tu mujer.

–¿ Mi mujer? –El mé dico se quedó un momento en suspenso, como si recorriera el laberinto de su mente–. Sí, debemos acudir junto a ella. Si al menos estuviera Javier.

El agente buscaba en ese momento una salida.

–Claro que está. ¿ No ves esa luz? Es é l –le indicó la inglesa intranquila ante su actitud. Los sucesos de los ú ltimos dí as habí an ejercido una enorme presió n sobre é l. Estaba cansado y confundido–. Descansa un momento mientras Javier se encarga de encontrar una forma de escapar.

El mé dico aceptó y se acomodó sobre una roca. Alex mientras tanto accionó un resorte junto a la cabeza de la estatua recostada de la mujer y los brazos de é sta se abrieron, descubriendo un cofre de madera labrada. En su interior, una bolsa de cuero cerrada con un cordó n de cá ñ amo, y dentro un pergamino de piel de oveja. Era el manuscrito.

Alex lo observaba con atenció n, casi sin creer lo que tení a entre las manos. Llevaba varios dí as oyendo hablar del documento. Casi se habí a convertido en el centro de su vida. Por poco olvida, incluso, que no era má s que un vehí culo para encontrar al asesino de su padre. Ahora lo tení a frente a sí, sujetá ndolo con reverencia. Lo tocaba con miedo, como si temiese que cualquier presió n pudiera acabar con é l. Lo contempló un par de veces má s sin atreverse a desdoblarlo y lo guardó de nuevo en la bolsa, y é sta en la caja.

El mé dico la miró un momento. Pero no parecí a reconocerla.

–¿ Está s bien?

–Sí, Silvia.

–¿ Silvia? –Alex se preocupó. Tení an que salir de allí cuanto antes, el mé dico no se encontraba bien.

Javier habí a subido por una escalera de mano construida junto a las tumbas tratando de hallar una salida sobre ellos.

–Ahora volverá Javier y saldremos fuera, donde el aire fresco te vendrá...

En ese instante, el agente saltó de la nada, cayendo a dos pasos de la inglesa y el doctor.

–Estamos de enhorabuena. Allá arriba he encontrado una losa de má s o menos dos metros de larga. Probablemente sea la que vimos a la entrada de la iglesia. Tiene un mecanismo de apertura sencillo que aú n funciona. Lo he comprobado. Lo mejor es que... ¿ Qué le ocurre? –Preguntó al ver el rostro blanquecino del mé dico.

–No se siente bien. Eso es todo.

–Será mejor que suba yo primero, debemos tener cuidado con aquel desconocido, puede que nos esté esperando. Despué s irá el mé dico y, finalmente, tú... –Javier calló de repente–¿ Eso es?

–Sí, lo es. Ahora lo principal es salir de aquí –replicó Alex con un gesto de cansancio.

El agente estuvo tentado de arrebatá rselo pero se obligó a apartarse y subir por la escalera. Ascendió con pesadez hasta alcanzar de nuevo la losa, accionó el artilugio que la abrí a y echó un rá pido vistazo. Fuera apenas habí a luz, la tarde habí a ido descendiendo sobre el pueblo como una enorme nube que empañ aba todo el firmamento hasta dar paso a una noche sin luna. Eso les proporcionaba ventaja sobre su perseguidor. Accionó la apertura de puertas del automó vil con el mando a distancia confiando en que no les esperaran mayores sorpresas y bajó a mayor velocidad.

–No parece que haya peligro. Saldré a la superficie y me apostaré cerca de la tumba, cuando ya no me veas cuenta hasta treinta y luego subes –dijo dirigié ndose al mé dico–. Ten cuidado con los peldañ os, algunos resbalan un poco por el moho. Despué s te tocará a ti.

Javier desapareció de nuevo por la escalera dejando a oscuras al mé dico y a Alex. Ambos se agarraban del brazo. El mé dico le apretó la mano a la inglesa. ¿ Habrá acabado todo? En ese momento recordó a David, quizá recupere a Silvia pero é l jamá s regresará. Pese a haber encontrado el manuscrito no sentí a regocijo alguno, se encontraba fí sicamente extenuado y tambié n desfallecí a su mente y su alma. Habí a perdido tantos añ os. Ahora lo entendí a bien, su cará cter, su firmeza a la hora de educar a David habí an supuesto una barrera infranqueable en la relació n con su hijo y con su esposa. ¿ Có mo solucionarlo? No se le ocurrí a ya nada, por lo menos en el caso de David. Quizá Javier pueda mover algunos hilos para buscarle de nuevo, si no está muerto. Estas ú ltimas palabras le punzaron como un cuchillo puntiagudo que se adentra fá cilmente en la carne.

Un ruido a su espalda le sacó de sus divagaciones.

–¿ Has oí do eso?

Alex negó. Pensaba en su padre y en Jeff.

–Debes darte prisa en subir, en cuá nto esté a la altura suficiente te agarras a la escalera, no esperes.

–Javier tiene razó n, hay que esperar a que acabes de ascender. Podrí a no soportar el peso de ambos.

El mé dico le apretó el brazo en un gesto cariñ oso.

–No tardes mucho, por favor.

La ternura de su voz la embriagó. Le recordaba a su padre, cuá nta falta le hací a ahora. Le devolvió la caricia y se acercó a su cara y le plantó un beso en la mejilla. Despué s le colgó del cuello el cofrecillo que guardaba el manuscrito.

–¡ Hala! Sube rá pido que tenemos que buscar a Silvia.

El mé dico sonrió, aunque Alex no lo pudo apreciar en la penumbra, y se soltó de ella. En ese momento se agarró a la escalera y comenzó a subir con mucho cuidado. En Madrid salí a a correr de vez en cuando, una o dos veces a la semana dependiendo de las guardias, sin bien se trataba de suaves paseos un tanto rá pidos, no de verdadera carreras. Ahora el esfuerzo serí a mayor. A medida que ascendí a iba distinguiendo mejor la claridad del exterior. Pocos peldañ os má s y Javier le ofrecerí a su mano para escapar de esta pesadilla. ¡ El manuscrito! Se apoyó con el cuerpo en la escalera y buscó a tientas la caja que llevaba colgada del cuello, habí a sentido un tiró n y ahora no estaba seguro de mantenerlo. Afortunadamente comprobó que lo llevaba en la espalda sujeto al cuello por el cordó n, en algú n momento se habí a desplazado.

–Doctor –susurró el agente dos metros por encima.

–Sí, ya voy, ya... –Las palabras del mé dico se interrumpí an por sus jadeos, el trabajo de escalar habí a sido superior a lo que imaginó allá abajo, donde aú n esperaba Alex. ¡ Alex seguí a en esa catacumba subterrá nea!, casi lo habí a olvidado con la fatiga del ascenso. Apretó las manos sobre el siguiente peldañ o de la escala y reemprendió la subida con toda la rapidez que sus cansados mú sculos le permitieron.

–Coge mi mano. –El agente se habí a tendido en el suelo y mantení a el brazo dentro del agujero para alcanzar al mé dico cuanto antes.

Cuando advirtió el contacto con Javier sus piernas flaquearon y resbaló. Suerte que el agente ya le mantení a sujeto por la muñ eca.

–Só lo un esfuerzo má s, doctor.

En el exterior las estrellas apenas brillaban, ocultas por unas nubes oscuras. Se frotó las muñ ecas y los antebrazos tratando de masajearse los mú sculos, el ascenso habí a sido demasiado duro para su constitució n. Sentí a pinchazos en ambos brazos y calambres en las piernas. Durará poco, algo de descanso y un par de dí as de paracetamol y como nuevo. Se habí a sentado a unos pasos de la losa, era lo que parecí a, una tumba, pero de una manera muy diferente a como cualquiera pensarí a. Buscó a Javier con la mirada, se habí a vuelto a tender sobre el cé sped para buscar a Alex. Apenas le veí a la cabeza, pues prá cticamente la habí a introducido por completo en la tumba; el fulgor de la linterna se adivinaba alrededor del agente. ¡ Cuá nto tarda! El doctor Salvatierra observaba a su alrededor con aprensió n, sabí a que allí no estaban seguros. De pronto Javier se levantó.

–No sube.

–¿ Có mo que no sube?

–Que no sube, ya deberí a estar aquí. Ahora voy a tener que bajar a buscarla, esto no me gusta nada. Entra en el coche, allí estará s má s seguro. –Se acercó hasta el mé dico, que aú n permanecí a sentado sobre el cé sped, y le dio la llave–. Cierra desde dentro.

El mé dico tomó la llave con temor. La situació n volví a a complicarse, no le gustaban las sorpresas. ¿ Qué le ha pasado a Alex? Mientras caminaba hacia el coche Javier descendí a la escalera de mano hacia el subterrá neo. Ese hombre, hací a rato que no sabí an nada de aquella persona que los habí a asustado durante todo el dí a. No podí a ser que se hubiera dado por vencido tan fá cilmente; no, no podí a ser, en algú n lugar de esta iglesia, o incluso de la bó veda, está preparando algo, quizá tenga a Alex. El razonamiento le alcanzó como una luz que se enciende. Estaba seguro, la inglesa se encontraba en peligro. Giró sobre sus pasos y echó a correr hacia la losa, no podí a permitir que Javier corriera riesgos só lo, los habí a metido a los dos en esta aventura para buscar a su esposa, no permitirí a que sufrieran ningú n mal.

–¡ Javier! ¡ Javier!

La luz de la linterna se moví a unos metros por debajo de é l, parecí a que le enfocara. Está subiendo, quizá sean só lo imaginaciones. Irá n juntos, no se marcharí a sin ella; se llevan mal pero no la abandonarí a, Javier es un buen chico. Un minuto eterno má s tarde vio có mo aparecí a el rostro del agente.

–¿ Y Alex? ¿ Viene detrá s?

El agente del CNI acabó de subir. Luego tomó al mé dico del antebrazo, pensaba que el contacto le vendrí a bien.

–Javier, ¿ dó nde está Alex?

–No lo sé. Bajé hasta el subterrá neo y allí no habí a nadie, incluso volví a recorrer el pasillo hasta el osario. Fue inú til, Alex ha desaparecido.

–¡ Ese hombre, ese hombre la tiene!

En el instante en el que el doctor y Javier hablaban una sombra caminaba apretando contra sí el cuerpo de Alex.

 

El comisario Eagan tomó asiento. Sus invitados de aquella noche habí an sido escogidos entre lo má s ilustre de la sociedad britá nica, su esposa, Charlotte, llevaba preparando aquella cena hací a semanas. Eagan contempló a su mujer. Brillaba entre tanta vieja cacatú a. Estaba orgulloso de ella como quien se enorgullece de su nuevo porsche o de su caballo en Ascot, le habí a costado un cuantioso esfuerzo alcanzar esta posició n social, y su esposa no era má s que el broche de su é xito. Ella creció en una familia acomodada de Myfair, é l en Clerkenwell con un padre borracho y una madre ausente; Charlotte asistió desde los cinco añ os a un colegio de prestigio para señ oritas, Jerome Eagan trabajó en los muelles mientras estudiaba en escuelas nocturnas. Ahora estaban allí los dos, juntos. Mr. y Mrs. Eagan. Su esposa reparó en que la observaba y sonrió para é l. Estaba enamorada, Jerome Eagan le habí a proporcionado todo aquello que por nacimiento consideraba que le correspondí a y que su familia perdió diez añ os atrá s.

El comisario recibió una llamada en su mó vil, pidió disculpas y se retiró de la mesa.

–¿ El manuscrito?

 

El doctor Salvatierra moví a las manos enfurecido increpando a Javier como si é l tuviera la culpa de que Alex hubiera desaparecido. En realidad el mé dico sabí a que no era responsable de aquel tropiezo pero no se manejaba bien en este tipo de circunstancias, de hecho, no era la primera vez que perdí a a alguien.

–Javier, ¿ qué vas a hacer?

El agente suspiró cansado.

–Debemos llamar a la policí a, nosotros no podemos hacer nada. Puede estar en cualquier parte.

–No puede ser, pondrí amos en peligro a Silvia.

El agente del CNI lo comprendí a. Asintió y se encogió de hombros, en ese momento, admitió para sí mismo, su mente estaba bloqueada.

En aquel instante el jardí n dó nde se encontraban, el á rbol que durante el dí a proporcionaba sombra a la tumba de Don Fernando y su esposa, la iglesia entera, todo se iluminó a su alrededor. El mé dico y Javier quedaron cegados unos segundos. La puerta de la iglesia se abrió con un estruendo, dando paso a una figura bañ ada por los destellos de los focos. No podí an distinguirlo muy bien, la luz les deslumbraba. Adivinaban de quié n se trataba, era aquel hombre, de eso no tení an la má s mí nima duda.

Cuando se acostumbraron a la abundante claridad reconocieron a Alex seguida por un desconocido que la sujetaba por la cintura y le apuntaba con un arma a la cabeza. El agente se llevó la mano a su pistola pero el doctor Salvatierra se lo impidió con un aspaviento. No debí an poner en peligro a la inglesa. Todo el miedo y la desesperació n de minutos antes se habí an esfumado, el mé dico presintió su propia fortaleza, olvidó sus dolores musculares y respiró hondo. Hay que estar frí os para sacarla de aquí. Miró de reojo a Javier y le reclamó calma con una señ al, é l se encargarí a. Esperó hasta que estuvieron lo suficientemente cerca y fue a hablar; entonces distinguió sus facciones, habí a algo familiar en é l.

–¡ ¿ Usted?!

El desconocido sonrió.

–No, aunque cree saber quié n soy, se equivoca.

–Usted es aquel señ or del hotel, ¿ có mo se llamaba?

–De Reguera, Enrique de Reguera. Pero no, no lo soy. Me llamo Tomá s de Reguera, soy hermano del propietario del hotel dó nde se hospedaron anoche.

Los rostros del mé dico y de Javier mostraron su perplejidad.

–Entiendo su confusió n, somos hermanos gemelos.

–¿ Có mo está ella, qué le ha hecho? –Intervino el agente señ alando a Alex.

De Reguera negó con la cabeza.

–No se preocupe, está bien, só lo la he sedado.

–¿ Qué quiere de nosotros? –Preguntó el mé dico.

–¿ Yo? Nada. Ustedes han venido a buscar algo que no les pertenece, yo só lo deseo que lo devuelvan.

–No queremos causarle ningú n mal.

–Lo sé, pero lo hará n de todos modos. Esa caja..., no puedo permitirles que se la lleven.

–Mi esposa está en peligro, necesitamos el documento que contiene para cambiarlo por ella.

De Reguera se tomó unos segundos para responder.

–Lo siento mucho, tendrá n que buscar otra forma. El cofre se queda aquí.

–Pero ¿ por qué? ¿ Quié nes son ustedes? ¿ Dó nde está la gente? –El agente no entendí a nada.

De Reguera frunció el cejo. No parecí a querer descubrir má s acerca de sus intenciones, su familia o la situació n del pueblo.

–¡ Basta de charla! Denme la caja con el manuscrito o mato a su amiga. No tienen ninguna opció n.

El mé dico soltó una carcajada.

–¿ De qué se rí e?

–Usted no va a hacerlo. Podí a haberlo hecho ya, podí a habernos asesinado a todos; sin embargo, no lo hizo. Ni acabó con Javier en el museo ni con Alex en aquella casa, y pudo hacerlo. Tampoco nos mató cuando provocó el derrumbe del tejado camino de la iglesia ni en el interior de la nave ni abajo, en la bó veda. Tuvo decenas de oportunidades y no lo hizo. ¿ Por qué ahora sí?

–Porque no hay otro remedio. O ustedes o el manuscrito.

Javier acercó la mano a la cintura. Era el momento, De Reguera estaba distraí do.

–No haga eso, señ or. Su amiga aú n vive, no lo estropee. –Movió la cabeza negando y habló de nuevo–. Será mejor que saque su arma y la arroje al suelo.

–Sé que no quiere hacernos dañ o.

–Y no lo deseo –respondió al mé dico–, aunque lo haré si me obligan.

Le hizo un gesto al agente para que soltara la pistola. Javier la sacó con dos dedos y la lanzó al cé sped.

–¿ De verdad que no existe otra solució n?

–Doctor... –De Reguera se mojó los labios–, llevamos casi doscientos añ os protegiendo el documento de Avicena. El primer guardiá n fue un antepasado mí o que se llamaba igual que yo, Tomá s de Reguera; a é l le fue encomendada la misió n de preservar el secreto. Tuvo que sacrificar su vida, y todos sus descendientes tambié n. Pero aquí estamos.

–¿ Y la gente?

–Conseguimos que se fueran, una labor de añ os hasta apoderarnos del pueblo. Fuimos comprando cada casa, cada granja, ahora todo pertenece a la familia De Reguera.

–¿ No han venido antes otros como nosotros?

–Algunos, la mayorí a turistas despistados. Ninguno estuvo cerca jamá s.

–¿ Por qué no cogieron el manuscrito y lo alejaron de aquí? Podí an haberlo hecho hace añ os.

–No supimos del lugar exacto dó nde lo depositaron hasta hace una dé cada. Y sí el lugar permaneció oculto durante nueve siglos no parecí a un mal sitio.

El mé dico asintió. Tal vez tuviera razó n, quizá el documento debí a regresar a dó nde pertenecí a. ¿ Quié nes eran ellos para apropiá rselo? Pensó en su esposa. La asesinará n.

–¿ Por qué nos ha contado todo esto?

–Ya da lo mismo que lo sepan. Ustedes han estado muy cerca de llevá rselo, desde ahora é ste no es lugar seguro. Mi hermano y yo lo trasladaremos lejos de aquí y comenzaremos de nuevo. Pero para eso deben entregá rmelo.

–¿ Y si nosotros fué ramos los elegidos? –El doctor formuló la pregunta sin saber a dó nde querí a ir a parar. Le habí a llegado de pronto al recordar al monje de Silos. Le dijo que confiaba en é l, que sabrí a qué hacer. ¿ Por qué no podrí a ser é l el elegido para desvelar el secreto de Avicena?

–No diga tonterí as.

–Podrí a ser cualquiera, ¿ no? De Reguera titubeó.

–Entonces, ¿ por qué no nosotros? Hemos venido a buscarlo para un fin totalmente lí cito, salvar una vida. Soy mé dico y mi trabajo consiste en salvar vidas, no en destruirlas; no voy a usar este documento contra nadie, cré ame.

De Reguera continuaba en su mutismo.

–Ademá s, usted no va hacernos dañ os, a ninguno –el mé dico confiaba en que su farol le diera resultado–. Es un guardiá n de la luz, su misió n es proteger una idea pura, algo intrí nsecamente bueno, y no lo va a contaminar con una muerte. La sangre lo pervertirí a, pervertirí a sus propias creencias, aquello que le han enseñ ado, que toda su familia ha ido aprendiendo en estos doscientos añ os. No pueden proteger el documento a costa de la muerte de otros, el mal no se combate con el mal, ¿ verdad?

No contestó aunque su silencio decí a mucho. El mé dico avanzó un paso.

–No se mueva, le he dicho que su amiga morirá.

El doctor Salvatierra se aproximó tres pasos má s sin dejar de mirar a los ojos de De Reguera. En su corazó n sabí a que tení a razó n, que no iba a disparar a Alex.

–Doctor, no.

El mé dico no hizo caso al agente y se acercó un poco má s. Ya estaban frente a frente, só lo les separaba el cuerpo desmayado de Alex.

–No nos va a hacer dañ o, ¿ verdad?

De Reguera soltó a la inglesa y apuntó a la cabeza del doctor Salvatierra.

–Es mejor así, si alguien tiene que morir prefiero ser yo. Mantení a el cañ ó n del arma apoyada entre los ojos. Los dos cruzaban su mirada. El agente se abalanzó sobre su arma y encañ onó desde el suelo a De Reguera.

–Olví delo, si le dispara, le meto una bala en el estó mago.

–No es necesario Javier. –El mé dico se arrimó aú n má s a De Reguera–. Hoy no va a morir nadie.

Levantó la mano y la apoyó en el hombro de De Reguera, y luego sonrió. En ese instante De Reguera relajó la expresió n de su cara y bajó el arma.

–Tomá s, cré ame, el documento está en buenas manos. Yo personalmente lo devolveré a este pueblo cuando cumpla con su cometido. Su familia será de nuevo el guardiá n de la luz, só lo es un pré stamo.

De Reguera no respondió, dio unos pasos atrá s sin dejar de mirar al mé dico, despué s se giró y se alejó camino abajo. El doctor Salvatierra lo vio marcharse con la cabeza inclinada e intuyó el dolor que debí a sentir, habí a perdido el objeto de su vida.

 

Á lvarez se moví a inquieto ante su ayudante. De vez en cuando miraba por la ventana, los rascacielos de Madrid despuntaban como cuatro antorchas en medio de la negrura de la noche.

–¿ Aú n no sabemos nada?

–Desde ayer ninguna llamada.

Daba vueltas por la habitació n mientras se giraba el anillo del dedo anular.

–¿ Ha podido fallar?

Su ayudante no le habí a visto nunca en tal estado de nervios. No comprendí a por qué se lo tomaba como algo personal.

–No le puedo decir, señ or.

El director de Operaciones del CNI se sentó y levantó el auricular del telé fono. Pulsó un par de teclas y se detuvo como si reparara en que no estaba solo.

–Puedes marcharte, vuelve en cuanto tengas noticias.

Esperó a que saliera de su despacho y repitió la operació n. Al otro lado de la lí nea telefó nica una voz cavernosa hizo una pregunta.

–¿ Ya lo tenemos?

–No, aú n no.

–¿ Y por qué llamas? No debes comunicarte con nosotros hasta acabada la operació n.

–Estaba nervioso, pensé que podrí as echarme una mano. Por si falla mi hombre.

–¿ Fallar? No esperamos eso de ti.

–¿ Tenemos a alguien cerca?

–En esto está s solo. No nos conviene que ningú n compañ ero ajeno a nuestro cí rculo conozca el operativo, ya ha habido demasiadas filtraciones.

–Entiendo. Una cosa má s.

–Habla.

–Me llevo al chico. Podrí a serme de utilidad.

–¿ É l lo sabe?

–Ya le he dicho que esté preparado.

–De acuerdo.

 

Javier y el mé dico acomodaron a Alex en el asiento trasero, ocuparon los asientos delanteros y el agente arrancó. Ahora debí an contactar con los terroristas, al mé dico le habí an proporcionado un nú mero de mó vil que só lo debí a usar una vez: cuando encontrara el documento. Pulsó las teclas del aparato de Javier y esperó. La señ al de llamada dio paso a una voz masculina. El encuentro será dentro de dos dí as en Ceuta. A las once de la mañ ana en la mezquita de Sidi Embarek. Sin trucos. Despué s se cortó la comunicació n.

Al doctor Salvatierra no le dio tiempo a responder. Querí a saber có mo se encontraba Silvia, hablar con ella, y el terrorista no le concedió oportunidad. Suspiró cansado y echó un vistazo por el retrovisor, las luces de la iglesia continuaban encendidas. Una punzada de remordimiento le revolví a el estó mago. ¿ Hasta qué punto se habí a aprovechado de De Reguera? ¿ Era cierto todo lo que le habí a dicho o só lo pretendí a convencerle? Mordió con desgana uno de los sá ndwiches que compraron en Caleruega y se fijó en Javier. Algo barrunta ¿ pero qué? El agente comí a en silencio con los ojos en la carretera. Sin su ayuda nada de esto serí a realidad, agarró el cofre que aú n pendí a de su cuello y recordó a Silvia. ¡ Cuá nto sacrificio para esto!

La inglesa no tardó en despertar. Cuando tuvo conciencia de dó nde se hallaba el vehí culo atravesaba ya Aranda de Duero. El mé dico la puso al tanto de lo que habí a sucedido mientras ella yací a inconsciente en manos de De Reguera y despué s enmudeció. Ninguno abrió la boca, aquel triunfo les habí a dejado un regusto amargo.

Pronto el cansancio pudo con el mé dico y con Alex. Habí a sido un dí a interminable. Se quedaron dormidos apenas entraron en la autoví a camino de Madrid, Javier les dejó dormir un par de horas. Necesitaban descansar, todos habí an vivido una experiencia desagradable y extenuante.

Les despertó en una gasolinera a quince kiló metros de la capital.

–Tenemos que repostar. ¿ Por qué no os tomá is un café en el restaurante?

Salieron del coche y se estiraron bostezando. Hací a frí o y era temprano; en la gasolinera só lo se veí a un camionero llenando el depó sito.

–Ahora tú y yo nos vamos a ir a tomar un refrigerio en condiciones –el mé dico tení a hambre.

–Está bien, pero esto nos lo llevamos –dijo mientras recogí a el cofre con el manuscrito que el doctor Salvatierra habí a abandonado en el asiento del copiloto.

–No Alex. Dé jalo aquí, es má s seguro.

–¿ Y é l? –Preguntó en referencia a Javier, que se habí a acercado a la caja para pedir que le atendieran.

–Hace unos dí as, el hermano bibliotecario aseguró que yo sabrí a qué hacer en el momento adecuado ¿ Recuerdas? –La inglesa aceptó de mala gana–. Pues ahora sé qué hacer, confí o en Javier.

El agente esperó a que entrasen en la cafeterí a y sacó el telé fono de su bolsillo.

–Buenas noches agente Dá vila.

–Buenas noches, director –Javier no se sentí a a gusto hablando con ese individuo; no sabí a el motivo, pero presentí a que ocultaba algo.

–¿ El manuscrito?

–Lo tenemos.

–Bien, en ese caso dirí jase hasta nuestras oficinas inmediatamente para entregá rmelo.

Javier ya habí a intuido que aquella iba a ser la nueva instrucció n.

–No debemos, la esposa del doctor Salvatierra está en peligro. Necesita el manuscrito para evitar que la asesinen.

–Está en juego algo má s que una vida agente Dá vila –tronó el director de Operaciones–. Usted forma parte de la nó mina del CNI y cumplirá las ó rdenes que un superior le ha encomendado. Si no le abriré un expediente y su carrera acabará con el chasquido de mis dedos. ¿ Entendido?

Javier respiró hondo.

–Al menos dé jeme que acompañ e al mé dico hasta que rescatemos a su mujer.

–De eso ya se encarga otro operativo.

–Entendido, inicio la operació n Vuelta a casa.

Cortó la comunicació n con un sabor á cido en la boca. Iba a traicionar a alguien que habí a depositado en é l toda su confianza y con el que se habí a encariñ ado profundamente en los ú ltimos dí as. Guardó el mó vil y se dirigió al coche. En esos pocos pasos que le separaban del vehí culo pergeñ ó su plan.

 

Jalif dormí a a pierna suelta. Su compañ ero le zarandeó pero no se inmutó. Este maldito perro acabará por estropearlo todo. Le propinó un golpe en el pie.

–¡ Jalif!

El terrorista despertó bruscamente.

–¡ ¿ Qué pasa?!

–Ha llamado el mé dico, el esposo de la infiel. Ha llegado el momento, contamos con menos de treinta y seis horas para prepararnos, así que despierta y ví stete.

Jalif se levantó refunfuñ ando y dejó só lo a Nasiff en el dormitorio. Llevaban horas encerrados en aquella casa. No era seguro andar por las calles, podrí an reconocerles y eso desbaratarí a la operació n. El terrorista encendió la tele y pulsó al azar un canal. Imá genes de la ciudad en un documental. Nasiff se vio sorprendido por su estructura fí sica. Creí a que se iba a encontrar con algo diferente, un lugar má s parecido a la tierra reseca donde se habí a criado. Sin embargo, altos edificios acristalados bordeaban las calles, hermosos naranjos emergí an en las aceras cargados de frutos maduros, esbeltas esculturas adornaban parterres y fuentes y una variada gama de razas y colores se podí a distinguir entre los ciudadanos. Cuando estudió la ciudad suponí a que la mayorí a de la població n serí a magrebí, y nada má s lejos de la realidad, percibió una mezcla armó nica de colores que le desagradaba.

–¿ Has terminado ya? –Le preguntó a Jalif tratando de borrar la idea que acababa de dibujá rsele en la mente. Una cosa es regocijarse por los dones naturales que Alá esparce a su antojo y otra muy distinta admirar el entendimiento entre los perros infieles y los buenos musulmanes.

Su compañ ero no respondió.

 

Javier se acercó hasta el camionero que repostaba y le pidió que lo acercara a Madrid. Al conductor del camió n no le agradó su aspecto aunque la placa del agente le pareció una buena credencial. Antes de ir a las oficinas del CNI querí a pasarse por el cementerio de La Almudena. Los restos de su padre yací an allí. Cuando llegaron al camposanto ya despuntaba la mañ ana. Era dí a laborable. Só lo unas pocas beatas trajinaban entre las flores de sus difuntos. Desde que se habí a impuesto la moda de la incineració n acudí an menos personas a rezar por sus muertos.

–Tení amos pendiente una conversació n desde siempre –Javier se situó frente al nicho de su padre–, aunque no he venido a eso. Só lo querí a decirte que hoy voy a hacer algo que quizá no te guste. No sé si desde donde está s, si está s en algú n lado, comprenderá s las razones por las que hago esto. Espero que sí, porque, aunque no lo creas, lo hago por ti.

No se entretuvo en banalidades. Al padre, siempre tan directo, no le hubiera gustado. Vino a decir lo que tení a preparado, lo vomitó y se dio la vuelta sin preguntarse siquiera si hací a lo correcto.

Cogió un taxi y se dirigió al Centro Nacional de Inteligencia, donde le esperaba impaciente Á lvarez. No le agradaba lo que iba a hacer pero no le habí an dejado otra ví a. Recorrió sombrí o la M‑ 40 en direcció n a las oficinas centrales, situadas muy cerca de La Zarzuela. El edificio principal, de cuatro plantas, aparecí a desé rtico pese a que aú n era temprano. Seguramente estuvieran efectuando algú n tipo de ejercicio. Se identificó con su huella biomé trica ocular y accedió a las instalaciones. En el ú ltimo piso le aguardaba el director de Operaciones. Estaba solo, ni siquiera le acompañ aba su ayudante. Javier intuyó que nada era coincidencia.

–Nuestro paí s le debe mucho amigo mí o –le dijo nada má s franquear la puerta de su despacho–. Ha dado un gran paso en su carrera, y no será el ú ltimo. Le aseguro que junto a mí le espera un gran futuro.

El agente permanecí a en posició n de firmes ante su superior. En la mano derecha portaba una caja de madera, cosa que no pasó desapercibida para Á lvarez.

–¿ Es eso?

El director de Operaciones alargó la mano y Javier se la entregó.

–Estamos muy contentos por el magní fico trabajo que ha hecho en esta... ¡ Esto qué es!

No contení a nada.

 

La inglesa conducí a el coche por la A‑ 4. Se sentí a preocupada por el mé dico, le encontraba cansado y torpe en la manera de expresarse, como si no pudiera o no quisiera comunicarse. La desaparició n de Javier no le habí a hecho ningú n bien. Recordó su semblante pá lido al regresar al coche y no encontrarle ni tampoco el cofre; ella, reconocí a ahora, tampoco ayudó mucho, le recriminó la confianza que habí a depositado en el agente y le confesó que nunca se habí a fiado de é l, ¡ ¿ có mo iba a hacerlo?! Desde el principio, le dijo, só lo querí a el documento, no estaba allí por otra cosa. Al mé dico las palabras de Alex le hirieron. Ahora se daba cuenta.

Le dirigió una mirada llena de ternura. Parecí a un niñ o acobardado despué s de una travesura.

–¿ Te encuentras mejor?

El mé dico asintió sin devolverle la mirada.

–Javier hizo lo mejor. Era la ú nica manera de que ganá ramos tiempo para Silvia.

La organizació n terrorista los habí a citado en la mezquita de Sidi Embarek a las once de la mañ ana. Faltaban aú n treinta horas, tiempo suficiente para componer un plan, y sin embargo ninguno de los dos sabí a por dó nde comenzar.

–Podí amos pedir ayuda a la policí a.

–No, serí a arriesgado para Silvia.

–No contamos con Javier. É l sabrí a qué hacer.

El doctor Salvatierra sonrió.

–¿ Has cambiado de opinió n acerca de é l?

–Bueno, al final ha demostrado su lealtad..., ademá s, debo reconocer que con é l cerca me sentí a má s segura, aunque parezca un niñ ato.

Al mé dico aquella ocurrencia de Alex le pareció graciosa.

–Sí, era como tener un guardaespaldas para ti só lo.

–Por eso lo digo. Sin é l no tenemos opciones.

–¡ Basta! Ya está bien de lloriqueos. –El doctor se enderezó en el asiento y la miró a la cara–. Han asaltado tu casa, nos han perseguido por media Europa, han intentado asesinarnos y nos hemos visto inmersos en la bú squeda de algo que probablemente sea el descubrimiento má s importante desde la penicilina... Creo que ya hemos pasado nuestra prueba de fuego, estamos preparados para enfrentarnos solos a cualquier cosa.

La inglesa enmudeció. Nunca habí a visto al mé dico con tanta decisió n. Es verdad que só lo lo conocí a hace poco, pero creí a que se habí a hecho una idea bastante ajustada en ese tiempo. Ahora comprobaba que no era así.

–De acuerdo, doctor. Yo seré M y tú Mr. Bond. ¿ Te parece bien?

–Prefiero ser Jack Ryan. Siempre me ha gustado má s Harrison Ford –replicó, siguié ndole el juego.

–¿ Quié n? –Preguntó Alex con una mueca de sorpresa.

–Un espí a de las novelas de Tom Clancy.

Alex le sonrió. Le gustaba su ternura, era un buen hombre casi sin proponé rselo, con é l todo parecí a menos enrevesado, quizá tuviera razó n y só lo era cuestió n de determinació n. ¿ Qué estará pensando ahora? El mé dico se habí a recostado en su asiento y deambulaba la mirada por el paisaje en su lado del coche. De repente Alex recordó el manuscrito.

–¿ Por qué no los abrimos?

El doctor se giró con el rostro serio. Sabí a que tarde o temprano ella lo sugerirí a pero por primera vez tení a conciencia clara de lo que debí a hacer. Era como una revelació n. Le habí a llegado de pronto mientras oí a a Alex preguntar.

–Es demasiado peligroso. No podemos asumir ese riesgo –sentenció.

La inglesa no entendí a qué querí a decir. Llevaban tantos dí as detrá s de ese documento que creí a que se habí a ganado de sobra la oportunidad de conocer el contenido.

–Sé que no lo comprendes Alex... –Reflexionó un momento y luego añ adió –. Hay mucha gente dispuesta a matar para conocer el contenido de este pergamino. Imagina que lo abrimos, si el documento es destruido antes de ser revelado no descansará n hasta introducirse en nuestra mente para robarnos nuestros recuerdos. No te fabriques una inseguridad de la que no sabes si podrá s defenderte.

Alex sabí a que tení a razó n. O respetaban el secreto del mé dico persa o jamá s estarí an a salvo o, al menos, nunca se sentirí an seguros del todo. El doctor recordó las palabras del monje en Silos: Usted hará lo correcto cuando llegue el momento. Aquellas palabras le reconfortaron, hací a lo apropiado.

 

Sawford no comprendí a lo que sucedí a. Á lvarez les habí a mantenido informado del viaje de su agente hasta Valdeande y, de pronto, cuando posiblemente habí a obtenido lo que andaban buscando, el espí a aparecí a en Madrid. El director de Operaciones del CNI se justificó alegando que Simó n Salvatierra y Alex Anderson habí an burlado la vigilancia del agente desapareciendo con el documento. Aunque nadie le habí a creí do, en el gabinete de crisis montado en las oficinas del MI6 Sawford y Eagan se lanzaban imprecaciones como si uno de los dos hubiera fallado, hasta que ambos entendieron que só lo podí a existir un responsable: Á lvarez. Les estaba tomando el pelo.

El director del MI6 ordenó con brusquedad que le comunicasen con el director de Operaciones del CNI españ ol. La videoconferencia se estableció inmediatamente.

–¿ Me puedes decir qué demonios está pasando? –Sawford no estaba para diplomacias.

–¿ No ha llegado mi correo? –preguntó Á lvarez.

El jefe de los espí as britá nicos no estaba para lindezas.

–Me quieres decir que un agente con un entrenamiento que ha costado miles de euros al erario pú blico ha extraviado a sus objetivos inocentemente... Buff.

El españ ol no se arredró.

–Sí. Así es. El doctor Salvatierra pretende salvar a su esposa y para ello só lo cuenta con el manuscrito. Los á rabes de Al Qaeda lo entregará n a cambio de la vida de su mujer.

El director del MI6 trató de aplacar su mal humor. En todo aquello habí a gato encerrado.

–Al menos sabremos hacia dó nde se dirigen.

–El agente lo desconoce. Al Qaeda se comunicó con el doctor a travé s de su mó vil, y el mé dico no desveló nada acerca del lugar del intercambio. Parece que no se fí a de nadie.

–De acuerdo, de acuerdo. Ahora no es momento de explicaciones, debemos recuperar la pista. Pon a tu hombre a trabajar con los nuestros.

Á lvarez carraspeó nervioso.

–¿ Qué ocurre?

–Sawford, mi agente ha abandonado el servicio.

 

Atravesaron las puertas del hotel a ú ltima hora de la tarde. El cansancio les dominaba despué s del extenuante viaje hasta Ceuta de modo que el doctor Salvatierra se dirigió al recepcionista y pidió dos habitaciones, insistiendo en que estuvieran lo má s cerca posible. Luego apoyó los codos en el mostrador de recepció n y se giró. Podí a observar la entrada al edificio, un establecimiento hotelero de cuatro estrellas llamado La Muralla, en el barco le habí an asegurado que era el mejor de la ciudad. Un hombre alto con gafas de sol pese a haber anochecido empujó las puertas batientes, el mé dico se mantuvo en una actitud expectante como si esperase alguna sorpresa; su pulso se aceleró, lo notaba en el pecho. El individuo echó una ojeada rá pida y despué s pasó cerca de ellos sin dirigirles la mirada y se perdió en el recodo de un pasillo. Falsa alarma, nadie está observando. Aú n así perseveró en la vigilancia hasta que Alex le encajó un codazo en el costado. El recepcionista le pedí a una tarjeta de cré dito.

Extrajo su cartera de uno de los bolsillos traseros del pantaló n y la abrió, sabí a que Javier no lo aprobarí a pero no disponí an de otro medio para costearse el viaje. Debí a recurrir a las tarjetas, de todas formas ya lo habí a hecho durante el camino.

La inglesa rió ante una pregunta del recepcionista aunque el mé dico no alcanzó a oí rla, y acabó de rellenar la filiació n de ambos. Un minuto despué s caminaban por un pasillo de losas rojas y paredes blancas en direcció n a las habitaciones que les habí an asignado.

–Qué te parece, doctor, nos querí an dar la suite nupcial. Si cuando digo que está s en forma...

El mé dico esbozó una medio sonrisa.

–Creo que antes de dormir, tomaré algo en el restaurante y daré un paseo por la ciudad –anunció el mé dico–. Necesito despejarme.

Alex hubiera preferido descansar, si bien no podí a permitir que el doctor Salvatierra se perdiera por las calles de Ceuta la ví spera del intercambio.

–A mí tambié n me apetece. Si te parece, te acompañ o.

El doctor asintió sin demasiada efusividad. Se sentí a fatigado, sin embargo su cabeza herví a de dudas y temores ante lo que podí a ocurrir la mañ ana siguiente; no iba a ser capaz de conciliar el sueñ o, ¿ para qué encerrarse pronto? En realidad, lo ú ltimo que deseaba en ese momento era estar solo.

Una hora má s tarde se encontraron en el restaurante. Los dos parecí an algo má s recuperados, no pudieron cambiarse de ropa aunque sí disfrutar de una ducha caliente que destensó sus mú sculos y les sirvió de vá lvula de escape.

El mé dico la miraba fijamente.

–¿ Qué ocurre?

–Quié n me iba a decir hace unos dí as que hoy me encontrarí a en un hotel de lujo acompañ ado de una bella señ orita, y en este marco de romanticismo. –Señ aló las mesas de manteles blancos iluminadas por alargadas velas que dotaban a la sala de una atmó sfera sensual.

Alex rió con ganas, como si el mundo fuera de nuevo un lugar transitable, como si las voces apagadas de su padre y el inspector la acompañ aran todaví a, como si el tiempo hubiera retrocedido y con é l sus amarguras. Querí a olvidar los malos momentos de los dí as pasados. Ansiaba evadirse y llegar a pensar que todo habí a sido una pesadilla, que su padre seguí a en San Petersburgo y que jamá s habí a conocido a ningú n inspector de Scotland Yard.

–Que galante te has vuelto de repente.

El doctor le guiñ ó un ojo.

–Ahora que estamos en mi paí s, y si no te parece mal, me voy a encargar de los platos. ¿ De acuerdo?

El camarero esperaba ante la mesa.

–Por supuesto, pide lo que estimes conveniente. Nada muy pesado, por favor.

–¿ Qué tené is que no sea muy lento de digerir?, ¿ algo tí pico de la zona? –Preguntó al camarero.

–Pescado fresco, tenemos el Mediterrá neo aquí al ladito. Les puedo ofrecer aguja palá , rodaballo, mero, atú n y gallo. Tambié n pueden degustar coquinas, bogavante y langosta.

El doctor reflexionaba acerca del menú.

–En cuanto a carnes, les podrí a poner unos pinchitos morunos, ademá s de solomillo y entrecot.

–¿ Qué es eso de aguja palá ?

–Pez espada. Aquí la llamamos así.

–Muy bien. Pó nganos aguja palá para los dos... una para los dos. Ah, traiga tambié n unas barras de pinchos morunos. No ponga mucha cantidad, só lo es para que mi amiga los pruebe.

–¿ Le parece bien media docena?

El mé dico asintió. Luego se dirigió a Alex.

–Los pinchos morunos son la especialidad de la ciudad.

Alex no contestó. Contemplaba el jardí n y, detrá s, la piscina iluminada. Aquel lugar era encantador. Lá stima las circunstancias, se dijo. ¿ Qué le habrá sucedido a Javier? Desde luego su acció n no habrá gustado nada a sus jefes. Lo cierto es que ahora pensaba que le habí a juzgado mal. É l ocultó que su objetivo era apropiarse del manuscrito pero ella tampoco fue leal, admitió; desde el principio no pretendió otra cosa que vengarse, la esposa del mé dico só lo fue una excusa. Ahora se dolí a de ello, el doctor Salvatierra la habí a tratado con una enorme ternura, jera tan difí cil olvidar el asesinato!

Durante el resto de la cena ninguno de los dos estuvo especialmente hablador. El mé dico intentó propiciar alguna que otra conversació n de vez en cuando, aunque una y otra vez el tema acababa derivando en el manuscrito, y lo ú ltimo que querí an ambos era hablar sobre las circunstancias que les habí an hecho conocerse. En Alex aú n estaban recientes las heridas causadas por la muerte de su padre y de Jeff. Temí a que si se permití a pensar demasiado en ello acabarí a por derrumbarse.

–¿ Te ha gustado? –Le preguntó el mé dico.

–Ah..., sí, sí. –A Alex le costaba centrarse aquella noche–. Me ha encantado. Sobre todo los pinchos morunos, no se parecen a nada de lo que haya probado.

El doctor sonrió satisfecho.

–Los condimentan con especias morunas. Son difí ciles de encontrar, aunque en Madrid existen un par de sitios donde los preparan estupendamente –susurró con un guiñ o–. Bueno, y ahora toca el turno del paseo. ¿ Me acompañ as o te has decidido ya a volver a tu habitació n? Si lo haces por mí, no tienes por qué. Estoy un poco má s relajado, só lo necesito airearme un poco, eso es todo.

La inglesa le cogió del brazo.

–No me perderí a por nada del mundo un paseo bajo las estrellas contigo.

–Esta vez la galante has sido tú –replicó el mé dico con una sonrisa bobalicona en su cara.

Abandonaron el hotel sin preguntar por ningú n sitio en concreto. Caminaron despacio bajo unas esbeltas palmeras situadas entre dos enormes iglesias. Al mé dico le trajeron recuerdos de su juventud con Silvia. Dedicaron muchos esfuerzos a sus respectivas carreras pero pudieron viajar: el Congo, Terra Nova, Chile. Todo cambió con el nacimiento de David y el progreso de su esposa en las investigaciones. El mé dico suspiró y se estrechó contra el cuerpo de Alex. Un poco má s adelante se dieron de bruces con un puerto deportivo, decenas de yates amarrados a los pantanales competí an en lujo y exuberancia. La memoria de Alex retrocedió de pronto a aquel muelle de Plymouth y a David. Se preguntó qué habrí a sido de é l.

–Sigamos caminando, doctor –rogó. No podí a soportar el recuerdo.

Má s tarde decidieron detenerse en una especie de castillo medieval levantado en mitad de la ciudad de espaldas al mar. No parecí a que fuese muy antiguo, má s bien al contrario.

–¿ Qué es esto?

Estaba construido a base de sillares irregulares y habí a sido circundado por un muro de unos tres metros de altura. Se acercaron hasta las escaleras de acceso al recinto, que morí an en un pequeñ o puente de madera que comunicaba con la entrada al edificio. Varios focos iluminaban las almenas y ventanas de fragmentados cristales coloridos, confiriendo al inmueble una apariencia de cuento de hadas. Alex ascendió los peldañ os y se asomó. Lo que vio la dejó paralizada. El castillo poseí a un foso, una especie de piscina de aguas cristalinas que irradiaba una luz amarillenta, junto a la piscina unas estilizadas palmeras cual vergel caribeñ o y por aquí y por allá enormes rocas a modo de rompientes marí timos cercando las aguas. La inglesa se adentró en el puente. La piscina, que en la base del castillo era só lo un delgado corredor iluminado, se convertí a a ambos lados en un enorme estanque. Y, al fondo, coronando una montañ a que cobija a la ciudad una fortaleza de luz.

–Es grandioso –dijo Alex con timidez, casi con temor a romper el hechizo.

–Lo diseñ ó un artista canario muy famoso, Cé sar Manrique.

El mé dico la habí a seguido un par de minutos despué s.

–Lo indica una placa en la fachada, al pie de las escaleras. Se llama Parque Marí timo del Mediterrá neo. Y la verdad es que no es un tí tulo nada pomposo.

Pasaron al interior del castillo y se encontraron con una sala de casino. No se lo esperaban. El aspecto exterior del medievo frente a los naipes, la ruleta, el black jack. Alex soltó una carcajada.

–Te juro que pensé que nos encontrarí amos con una especie de bar de é poca o algo así.

–Bueno, esto tampoco está tan mal, ¿ no?

La inglesa pidió un gin tonic de Beefeater y el doctor Salvatierra un gü isqui con hielo. Deambularon por las mesas un rato sin resolverse a apostar, ninguno de los dos se sentí a demasiado atraí do por el juego aquella noche.

–Es tarde, y mañ ana debemos estar bien alertas –recordó Alex má s tarde.

El mé dico asintió, pagó la cuenta y la cogió del brazo. Cuando salieron al exterior trataron de coger un taxi pero a esas horas la calle aparecí a desierta, caminaron en la direcció n que confiaban fuera la correcta y luego torcieron a la derecha. Al pasar por delante de un callejó n oscuro Alex intuyó que algo no marchaba bien.

Caminaron un centenar de metros hasta que la sensació n de que les seguí an se hizo patente.

–Entremos ahí –recomendó la inglesa.

Se metieron en un entramado de casitas blancas repleto de bares y pubs nocturnos, y se internaron en uno cualquiera. El mé dico apretaba nervioso la mano de Alex. Pidieron una copa y se sentaron en la mesa má s cercana a la ventana. La penumbra del local les permití a ver la calle sin dificultad. No pasó un minuto cuando advirtieron la sombra de una persona recortada contra la luz de una farola.

–¿ Qué hacemos? –El mé dico sentí a que su pulso se aceleraba. No podí a acostumbrarse a esta sensació n de peligro.

Alex se levantó y se acercó a la barra. Unos segundos má s tarde volvió a su asiento.

–¿ Qué has hecho?

–Le he dicho al camarero que está n tratando de robar en un coche ahí fuera. Va a llamar a la Policí a.

El doctor sonrió.

–Chica lista.

Al poco se oyeron las sirenas de la Policí a. Se armó un barullo fuera y la figura que esperaba desapareció. Ese fue el momento que el mé dico y la inglesa aguardaban para salir y escabullirse.

 

La sombra furtiva que les habí a seguido desde que salieron del hotel volvió a su casa. Allí le esperaba Jaliff.

–¿ Y bien?

–Son dos: un hombre mayor y una mujer joven.

–¿ No les acompañ a otro hombre joven?

–No.

–De acuerdo. Has hecho bien tu trabajo –dijo el terrorista–. ¿ Y tu hermano? ¿ Cuá ndo vuelve?

Miró el reloj.

–Ya deberí a estar aquí, ¿ no te parece?

La cé lula que operaba en Ceuta estaba formada por cuatro individuos con muchas ganas pero sin formació n ni capacidades para trabajar en la organizació n. Su funció n consistí a en tener los oí dos abiertos cuando era necesario, poco má s que eso. En el argot de los terroristas son durmientes.

–Regresará pronto. Es tan buen seguidor de las enseñ anzas de Mahoma como yo mismo. Te aseguro, hermano, que no fallará. Todo estará a punto para la operació n de mañ ana.

Jaliff asintió con cara de preocupació n. No le gustaban los aficionados.

–Má s os vale. Alá no perdona a los cobardes.

El terrorista se sentó frente al durmiente y sacó su arma de forma ostentosa. Querí a que é l la contemplara, que se regodeara en sus lí neas, que le quemasen las manos por cogerla. En los ojos podí a ver su ansiedad, su deseo de empuñ arla.

Má s tarde les entregarí a otras parecidas a é l y a sus tres hermanos.

 

Cuando Á lvarez descubrió las intenciones de su agente, ya era tarde. El mé dico y la inglesa iban camino de Ceuta. El director de Operaciones del CNI no tení a mucho tiempo para decidir qué hacer, menos mal que Dá vila habí a colaborado, al menos sabí a hacia dó nde se dirigí an. Hay que actuar con sigilo y rapidez.

–Haz los preparativos, nos vamos para Algeciras. Debemos estar a primera hora de mañ ana en Ceuta. Elige a dos hombres de confianza y los pones al corriente.

El ayudante dudó un momento.

–¿ Qué ocurre?

–¿ El agente conocí a el lugar hacia dó nde se dirigí an?

El director de Operaciones del CNI frunció el entrecejo.

–Haz lo que te he dicho.

El ayudante asintió confuso y se volvió, y cuando iba a salir se giró de nuevo hacia su jefe.

–¿ Qué hacemos con Dá vila?

Á lvarez fijó una mirada dura en los ojos de su ayudante mientras daba vueltas al anillo alrededor de su dedo anular.

–Eso dé jamelo a mí.

Despué s levantó el auricular del telé fono y marcó un nú mero.

–Soy yo. Mañ ana tienes que estar en Ceuta.

–¿ Los veré allí?

–Sí. Busca la mezquita de Sidi Embarek. A las once. Lleva el receptor que te proporcioné.

–No sé si estoy listo para...

–No tenemos otra opció n –aseguró

–Será doloroso.

–Tal vez pero eres un hombre. Ya es hora de que te enfrentes a ello. –Á lvarez fue a colgar cuando se detuvo–. Una cosa má s, no actú es hasta que sea necesario, no nos conviene adelantarnos.

Al otro lado del hilo telefó nico se oyó un clic. Habí an colgado.

 



  

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