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Capítulo XII



 

1836 de la Era Cristiana... 1252 de la Hé gira...

 

El presidente del Gobierno sabí a que a partir de esa firma la situació n cambiarí a inexorablemente. Los añ os de bú squeda, los callejones sin salida, todo se verí a despejado una vez firmara el decreto de desamortizació n, al que ni siquiera la reina Marí a Cristina habí a podido encontrar objeciones. Despué s, el secreto del manuscrito de Avicena estarí a al alcance de su mano; no habí a vuelta atrá s, ni para é l ni para otros muchos que, como é l, llevaban acechando largo tiempo las circunstancias apropiadas para variar los destinos de Españ a.

Tomó la pluma, introdujo la punta en el tintero, retiró con un gesto la tinta sobrante y firmó con dos trazos. Su firma, en alguna ocasió n se lo habí an mencionado, era esquemá tica, reducida, demasiado insignificante para un hombre de su posició n, aunque é l no se detení a en esas minucias. Sus añ os en la logia le habí an permitido adelantarse a mé ritos y posiciones, y ahora só lo se preocupaba de adquirir el conocimiento, como le habí an enseñ ado sus hermanos en la luz.

Tras releer el documento, sonrió abiertamente, levantó la campanilla de su mesa y la agitó con suavidad. Enseguida pasó un ujier de largas patillas y casaca de pañ o azul.

–Lleve esto a Don Garcé s, por favor.

El ujier cogió la carpeta que le ofrecí a el presidente del Gobierno y se retiró con una reverencia exagerada. A Juan de Dios Á lvarez Mendizá bal le asqueaba la actitud servil; é l, hijo de un comerciante venido a má s, llevaba a gala no haberse inclinado jamá s ante nobles o monarcas.

En ese momento le vino a la cabeza el abad. Hací a ya cinco añ os de su ú ltima visita al monasterio, sin embargo aú n le recordaba como si hubiera sido el dí a anterior. Ojos enterrados entre tensos pá rpados y bolsas carnosas y azuladas, una calva amplia con unos pocos pelos en las sienes, manos de largos y pringosos dedos, dos finos labios humedecidos por la punta de una lengua que asomaba de tanto en tanto y un cuerpo espigado dentro de un há bito á spero y maloliente. Le odiaba. Odiaba su terquedad, su empecinamiento durante tantos añ os. En los tres ú ltimos lustros le habí a impedido hacerse con el manuscrito hasta una decena de veces pero ahora, lo anticipaba con certera precisió n, le devolverí a el golpe. Sonrió y se dirigió a la ventana; en el patio, bajo el sol del mediodí a, una escuadra de carabineros se ejercitaba en el uso de las armas.

 

Los monjes andaban muy atareados. Desde que se promulgó el decreto no habí an disfrutado de un momento de descanso, todos debí an colaborar en la mudanza de los libros; el hermano bibliotecario se encargaba de la clasificació n de los có dices y los monjes, una vez que preparaban su marcha, recibí an diez volú menes y buscaban un lugar dó nde ocultarlos.

–¿ Terminaremos a tiempo? –Preguntó el abad.

–Padre, llevamos dí as trabajando y aú n no hemos sacado ni la dé cima parte de los libros. No creo que podamos trasladarlos todos antes de que lleguen las tropas del Gobierno –admitió el hermano bibliotecario.

La oscuridad ya se les echaba encima. El abad prendió el cabo de la ú nica vela que descansaba sobre su mesa y apoyó la espalda en el respaldo de la silla, haciendo crujir la frá gil madera.

–Quizá –añ adió el hermano– deberí amos adelantar el traspaso.

–¿ Tú crees? ¿ No será mejor esperar a que todos abandonen el monasterio?

–Dios nos ha enviado una dura prueba, padre. Debemos hacer lo posible por cumplir con la misió n que nuestros antecesores nos legaron.

Su superior le miró con ojos borrosos. Habí an pasado ya veinte añ os desde que el anterior abad, su predecesor en el cargo, le citara en ese mismo aposento para hablar sobre el manuscrito. Despué s, ya con la responsabilidad de liderar la congregació n, comenzó a sufrir el acoso de Mendizá bal. Ahora, el Gobierno y el poder que le otorgaba la desamortizació n lo habí an convertido en un enemigo muy peligroso.

–Tienes razó n, hermano. Llama a tus sucesores y yo convocaré a los mí os. Quiero que la transmisió n se haga al mismo tiempo, tras la hora Nona.

–Se hará como ordene.

El hermano regresó a la biblioteca, donde aguardaban los monjes que aú n no habí an partido; se fijó en los centenares de libros que vestí an los estantes y expresó una queja sorda, recogió diez volú menes sin reparar en sus tí tulos, ya no habí a tiempo para efectuar un trabajo ordenado, y se los entregó al hermano boticario.

–Procura esconderlos en buen lugar, hermano.

En la penumbra de la biblioteca se veí an pobremente las caras de los monjes pese a los cirios prendidos.

–Así lo haré. No te preocupes, mi primo canta misa en un villorrio de Asturias. Estoy seguro de que allí podré guarecerme hasta que Dios nos traiga de nuevo. No puede durar mucho tiempo, ¿ verdad?

–Eso ú nicamente lo sabe Dios. Confí o en que É l oiga nuestros ruegos.

Terminada la entrega al boticario, el hermano bibliotecario repitió la operació n unas cuantas veces má s. Despué s se limpió el sudor de la frente con la manga del há bito y se dirigió a los veinte o veinticinco frailes que no se habí an marchado todaví a de la biblioteca.

–Hermanos, ya casi es la hora Nona –elevó la voz–. Debo retirarme con los hermanos Gerard y Tomá s. Aquellos que aú n tengan las manos vací as escoged diez libros cualquiera y retiraos. Ya no podemos hacer nada má s.

Los monjes salieron en un silencio tenso. Los ú ltimos en abandonar la biblioteca fueron el hermano bibliotecario y los hermanos Gerard y Tomá s; los tres monjes cruzaron la puerta este, que comunica con el claustro, y se dirigieron al ala de las celdas. El patio permanecí a oscuro y nada se oí a salvo el eco de sus pasos.

Una vez en la celda del hermano bibliotecario, los hermanos Gerard y Tomá s se arrodillaron; el bibliotecario encendió una diminuta vela, cogió una Biblia y se situó ante ellos. El hermano Tomá s sentí a en sus rodillas el frí o suelo pero no se moví a.

–¿ Aceptá is que vuestro ú nico deber será desde ahora preservar la luz? –Preguntó el hermano bibliotecario

–Aceptamos –dijeron al uní sono los dos monjes arrodillados.

–A partir de este momento seré is guardianes de la luz. –Dejó la Biblia sobre la mesa y cogió una bolsa de piel de cabra–. Hermano Gerard, tú será s el depositario de la copia.

Despué s se acercó al hermano Tomá s, le susurró al oí do unas palabras y el hermano Tomá s asintió.

–Marchad tan pronto como esté is listos. Escoged dos caminos opuestos y nunca desvelé is vuestro secreto. Cuando tengá is noticias de la recuperació n de la congregació n, regresad. Y si veis cerca la casa del Señ or, escoged entre los clé rigos un sucesor digno de vuestra mercancí a, para que en su momento pueda transmitir su cometido al nuevo bibliotecario. Partid.

A unos metros de distancia, en la celda del abad, se celebraba idé ntico ritual.

–Hermano Francisco, será s el custodio del libro. En tus manos estará ocultarlo a ojos del mal en tanto Dios no se levante para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor.

A continuació n, el abad habló al hermano André s.

–Tú conservará s el nombre del lugar dó nde el poder fue protegido. –Se aproximó al monje y susurró una palabra. Acabada la ceremonia, les dijo que debí an escoger sendas divergentes y esperar a que Dios corrija las injusticias del hombre, trayé ndolos nuevamente al monasterio.

Minutos má s tarde, el abad y el hermano bibliotecario se cruzaron camino de la iglesia, ambos pretendí an elevar sus plegarias al Altí simo por el bien de esta empresa. Los dos se miraron con ojos cansados.

–Ahora tenemos otra responsabilidad. No hemos podido sacar ni una cuarta parte de los libros, era imposible.

El abad asintió.

–No te apures, tengo la solució n.

Tres horas despué s dos monjes trabajaban con rapidez para rematar el embaldosado mientras el abad y el bibliotecario les contemplaban inquietos. Habí an acordado servirse de la cá mara existente entre la bó veda de la botica y el suelo del archivo para construir un almacé n secreto que ocultara los libros del Monasterio de Silos. Só lo ellos, los dos hermanos encargados de la faena y los otros veinte que colaboraron en el traslado sabrí an de su existencia.

Acabado el enlosado, el abad conjuró a los dos monjes a guardar silencio. Luego se sujetó del brazo del hermano bibliotecario.

–Ahora, vayamos a rezar a la Iglesia, pues só lo nos queda esperar al Gobierno.

–¿ Esperar? Debemos huir, padre. Ú nicamente quedamos vos y yo.

–Hermano, ambos somos demasiado mayores para comenzar una nueva vida.

El hermano bibliotecario sabí a que los hombres de Mendizá bal eran capaces de torturarles.

–Si así ocurre, el Señ or sabrá alentarnos para permanecer fieles a sus enseñ anzas. Si hemos de ser má rtires por la fe, que así sea –sentenció el abad.

Sobre el monasterio enormes y negras nubes amenazaban con descargar. Los dos monjes cruzaron con lentitud el claustro acompañ ados por el crujido de las ramas del solitario cipré s del patio, azotadas por una dé bil y helada brisa de noviembre. Las figuras de los bajorrelieves de los muros parecí an bailar ante las velas que portaban.

–Padre, ¿ cuá ndo volveremos a ver corretear a los novicios por estos pasillos?

–Me temo que no tendremos ya ocasió n –respondió el abad–. Nuestra senda, si el Señ or nos lo permite, está má s cerca ya de esta imagen –señ aló el relieve de la Resurrecció n– que de la vida que nos precede.

Mientras pensaban en ello sintieron caer de repente una lluvia furiosa sobre el tejado. Cuando ya se decidieron a continuar hacia la iglesia, el ruido de las rá fagas de agua que aseteaban las tejas se tornó má s grave, como si un millar de tamborileros rompieran sus pellejos en rá pida cadencia. Cascos de caballos.

–Hermano, encomendé monos de nuevo al Señ or. La hora del oprobio está avanzada.

 

Ya era noche cerrada cuando un veintena de carabineros a caballo alcanzaron las puertas del Monasterio de Silos escoltando un carruaje de negro azabache –salvo las ruedas, de un escarlata encendido– tirado por cuatro percherones grises. Dentro, dos monjes corrieron hasta el portaló n, no convení a hacer esperar a los guardias, retiraron la tranca y dieron la bienvenida a los uniformados. Los carabineros, de chacó, levita y pantaló n azul, casi negro, desmontaron; uno de ellos abrió la portezuela del carruaje y otro desplegó un paraguas. Un minuto despué s, el presidente del Gobierno gustaba de las entradas teatrales, Juan Á lvarez de Mendizá bal descendió del carro y se acercó al abad.

Habí an pasado algunos añ os desde que ambos cruzaran sus miradas por ú ltima vez. El presidente del Gobierno estaba má s gordo, lucí a de hecho una oronda barriga y papada, y aunque mantení a aú n su oscuro pelo rizado, la frente se mostraba bastante despejada. El abad, sin embargo, permanecí a igual que cinco añ os atrá s, quizá con algunas arrugas má s y algo menos de cabello, pero indudablemente la vida frugal del monasterio habí a conservado su espí ritu y su cuerpo en las mismas condiciones.

–Padre, qué placer verle. En estas circunstancias, claro. –El abad guardó silencio–. Imagino que sabrá a qué he venido. ¿ Conoce el decreto de desamortizació n que el Gobierno ha promulgado?

El monje asintió.

–Pues a qué esperamos. Su congregació n debe disolverse pací ficamente y todos los bienes que alberga el monasterio han de pasar a la Hacienda Pú blica. En poco tiempo saldrá n a subasta –calló un segundo y despué s sonrió – o permanecerá n en manos del Gobierno.

El hermano Gerard habí a decidido huir a Francia. Su padre fue un soldado españ ol que volvió del ejé rcito napoleó nico con una francesa enfermiza y un crí o que no dejaba de berrear. Ocho meses despué s la madre falleció y el padre entregó su hijo al monasterio. Aquel soldado lo habí a visitado frecuentemente durante su niñ ez, y en aquellos encuentros le hablaba de sus tí os y abuelos, que viví an de la producció n de uva para fabricar caldos que luego vendí an en las ferias de la comarca; y tambié n le contaba bonitas historias sobre una coqueta villa llamada Roquettes, donde al parecer aquel pobre soldado vivió el ú nico momento de su existencia en que verdaderamente fue feliz. Ese, pues, habrí a de ser su destino.

Siguiendo la recomendació n de sus superiores, se habí a despojado del há bito y ahora vestí a una sencilla camisola y unos pantalones de tejido crudo amarrados a la cintura con un trozo de cuerda. En los pies calzaba las sandalias de esparto del monasterio y al hombro llevaba un zurró n con queso, pan blanco, varios libros y la copia del manuscrito. Lo que no habí a podido evitar era la tonsura de la cabeza. Escogió el camino de Burgos y anduvo sin descanso hasta que se topó con una iglesia y la casa del cura, levantó de la cama al eclesiá stico y le rogó que ocultara los libros que portaba hasta que alguien los reclamara para el Monasterio de Silos.

Acabada su primera misió n, se sentó a comer en unas piedras. Despué s volvió al camino con la esperanza de encontrar algú n carro que le llevara a cambio de unos reales, pero el mal tiempo, los bandidos y la guerra carlista no invitaban a recorrer las rutas. La lluvia caí a a plomo y embarraba la carretera de tierra, obligá ndole a andar con mayor lentitud, el frí o se le calaba en los huesos. Aunque el monje estaba acostumbrado a los tiempos tormentosos de Castilla, má s extremos cuanto má s al norte, temblaba bajo el agua que descargaba el cielo, empapá ndole el cabello ralo, la cara, las ropas y el calzado como si estuviera de nuevo en el monasterio a la hora del bañ o matutino, cuando el hermano Romualdo le arrojaba cubos y cubos de agua del deshielo para purificar su alma.

Los aullidos de los lobos en los montes cercanos le daban pavor. De niñ o, el hermano cocinero le relató las extrañ as historias que circulaban acerca de un niñ o amamantado por lobas que vagaba por los bosques para atacar a los incautos. Aquellos relatos le inquietaron cuando chiquillo, ahora volví an a su cabeza para aterrorizarle.

 

Mendizá bal se sentí a cansado. Llevaba toda la noche hacié ndole preguntas al abad en su despacho, y é ste se habí a empecinado en respuestas vacuas que no conducí an a parte alguna. Cuando el polí tico se encontró con la biblioteca vací a casi le dio un sí ncope, no entendí a có mo pudieron trasladar las decenas de miles de volú menes que albergaba en tan corto perí odo de tiempo. El rostro del abad tambié n acusaba la fatiga de la noche en vela.

–Sé que su labor consistí a en mantener a resguardo el documento de Avicena. Si no lo posee usted, o lo ha ocultado o lo ha entregado a alguno de sus monjes –dijo, siguiendo el mismo discurso que habí a repetido una y otra vez a lo largo de las ú ltimas horas–. Si estuviera aquí ya lo habrí amos encontrado, ¿ dó nde lo ha enviado?

Mendizá bal se esforzaba en controlar su rabia. Llevaba dos dé cadas detrá s del manuscrito y hací a unas horas creí a que ya lo podí a tocar; eso le conferí a, pensaba, derecho a la ira. Con todo temí a la reacció n de la reina si dañ aba al abad, entre los carabineros se contaba gente de todo pelaje, y no se atreví a a verse perjudicado por la acusació n de alguno de sus propios hombres.

–Padre, venimos hablando desde hace muchos añ os. Sé que usted es fiel a sus creencias y principios, yo tambié n lo soy, pero está perjudicando al mundo. Ese documento que ocultan desde hace ochocientos añ os podrí a hacer mucho bien a la humanidad. Ya no existe peligro de que los mahometanos lo utilicen contra los cristianos, ahora só lo puede favorecernos.

Era un razonamiento que el abad conocí a bien.

–El mal no só lo proviene de los que no conocen a Cristo. Tambié n puede venir de quienes lo conocen y lo traicionan.

–Nosotros no hemos traicionado a Cristo, quizá sí a la Iglesia, a esta Iglesia que posee poder y riqueza, que cobra indulgencias a opulentos señ ores y condena al pecado de la miseria a quienes no comulgan con sus creencias. ¿ No me diga que usted sí cree en esa Iglesia?

–Yo creo, Excelencia, en la Iglesia del amor a Cristo, la he vivido toda mi vida. Ni su Excelencia ni nadie me hará n profesar otras ideas.

Mendizá bal se sentí a cada vez má s colé rico.

–No comprende que podrí amos alumbrar al mundo.

El abad le miró a los ojos.

–Excelencia, ¿ de verdad creé is que le dejará n hacerlo? No seá is ingenuo. Se utilizarí a para la guerra, para la acumulació n de poder, para el enaltecimiento de los enemigos del Señ or. Sus intenciones pueden ser buenas, no sus debilidades. Lo veo en el fondo de su mirada –aseguró mientras lo observaba fijamente–, su Excelencia considera que hace el bien y no es puro, está contaminado por la polí tica, por las ansias de expansió n, por el miedo. No, su Excelencia tampoco sabrí a usarlo.

La cara de Mendizá bal se desencajó en un rictus de có lera.

–Si yo no lo tengo, no lo tendrá nadie –gritó mientras empujaba al monje contra la ventana de su despacho.

El abad sintió miedo.

–No me importa lo que pueda pasar. Si no me da el manuscrito, usted será quien má s pierda, ¿ entiende?

Mendizá bal estaba fuera de sí. Decenas de venillas rojas se dilataban en sus globos oculares, sus manos crispadas agarraban el há bito del monje y sus dientes se cerraban una y otra vez en un perturbado movimiento frené tico. El abad transpiraba.

–Es la ú ltima... –Unos golpes en la puerta le interrumpieron y un sargento de carabineros entró sin esperar a ser llamado.

El presidente del Gobierno soltó al abad y trató de recomponerse.

–Excelencia, acaban de traer un mensaje urgente de Madrid.

Mendizá bal lo tomó con violencia.

 

Señ or Presidente, urge que regrese cuanto antes a Madrid. Los generales que usted y yo tení amos previsto licenciar tienen buenos amigos. Han logrado concertar una cita con la Reina Regente para la tarde de mañ ana. Si Su Majestad atiende sus requerimientos, podrí amos vernos en un aprieto. Le ruego, por tanto, que vuelva lo antes posible. Firmado: Don Idelfonso Dí ez de Rivera, Ministro de la Guerra.

 

Mendizá bal se giró hacia el abad.

–Debo regresar a Madrid pero esto no va a quedar así. En cuanto solucione algunos asuntos que reclaman mi presencia en la capital, volveré a entrevistarme con usted, padre. Entretanto permanecerá recluido.

Cogió su sombrero y salió del despacho con brusca rapidez. El abad se sentó ante la mesa de su escritorio, miró hacia la puerta abierta y suspiró.

–No habrá pró xima vez.

 

Rayando el alba, en un llano ya casi a las puertas de la ciudad, el hermano Gerard se sentó en un tronco derribado, abrió el morral y sacó una navaja, queso, pan y un pellejo de medio litro de vino que habí a comprado en Burgos. Levantó el pellejo y se echó un trago largo, descansado, de esos que pueden durar toda una mañ ana, y no habí a terminado de bajar el cuero cuando sintió una voz canturreando.

Un hombre de mediana edad salí a de entre los matorrales. De aspecto patibulario, con una cicatriz en el ojo derecho y una barba de pocos dí as, caminaba anudá ndose la cuerda que ataba sus pantalones. Al entrar en el claro, el individuo descubrió al monje. Su gesto fue de sorpresa, aunque de inmediato relajó los mú sculos de la cara.

–Buenos dí as nos dé Dios –saludó el hermano Gerard.

–Buenas dí as –replicó el desconocido, esgrimiendo una sonrisa medio desdentada, con raigones negros colgando de sus encí as.

El individuo se acercó lentamente hasta llegar a unos pasos del hermano Gerard.

–¿ No tendrá usted algo de comé , compadre? Hace dí a que recorro los campos de un sitio pa otro en busca faena. Ya sabe que la cosa está harto difí cil pa un pobre.

El fraile dudó unos segundos y luego cogió el queso, lo partió por la mitad y se lo ofreció al desconocido.

–No puedo darte má s.

El individuo abrió su boca en una sonrisa grotesca y, con gesto ansioso, se apoderó del queso y lo engulló sin apenas detenerse a tragar.

–¿ No tendrá ?

–Aú n me queda mucho viaje –respondió el monje–. Quizá pueda darte algo de pan.

El desconocido asintió y el monje cortó el pan en dos pedazos y le entregó uno de ellos. Se lo metió en la boca y, antes incluso de tragar, volvió a hablar al hermano.

–Quizá me podrí a dar algo de ese queso y ese pan, y tambié n de ese vino.

El hermano Gerard dio un paso atrá s.

–Hijo, te he cedido todo lo que estaba en mi mano. Debo guardar el resto para mi propia manutenció n, ¿ lo entiendes, verdad?

–¿ Hijo?

El monje enmudeció.

–¿ No será usté uno de eso que huyen de los monasterios?

El hermano Gerard no sabí a qué contestar a esa pregunta.

–Debo proseguir mi camino.

El individuo se metió la mano en los pantalones y sacó una faca herrumbrosa y mal afilada.

–Sigo teniendo hambre.

El monje miraba en todas direcciones pero no habí a nadie que pudiera auxiliarle.

–Te ruego que lo pienses bien. El Señ or no protege a asesinos.

–Dile a tu Señ ó que me dé pan y vino. Y si no dá melo tú.

El hermano Gerard retrocedió un paso lentamente y su atacante adelantó dos. Ahora ambos estaban a un palmo de distancia. El individuo levantó la navaja con la mano derecha a la altura de la boca del monje.

–Hermano, irá s al infierno.

El individuo rió, se limpió la boca y la nariz con el dorso de la manga y le puso el cuchillo en la garganta mientras con la otra mano así a fuertemente el morral. Los dos forcejaron unos segundos.

–¿ No crees en el infierno, perro? –Preguntó una voz.

Todo fue muy rá pido entonces. Un golpe, las manos sin fuerzas del desconocido, su cuerpo en el suelo. El monje mantení a aú n agarrada la bolsa. Su salvador inclinó levemente la cabeza en señ al de saludo y apuntó hacia el camino, donde esperaba un carruaje negro.

 

A esas horas matutinas el frí o apretaba camino de Madrid. Mendizá bal se encogí a dentro de su abrigo y la tierra helada de Castilla se deslizaba con desgana a los lados del carruaje. Murmuró enfurruñ ado al acabar una calada violenta de un puro de fina factura, un poco por las sacudidas del carro un poco porque veí a que se escapaba la ú ltima oportunidad de conseguir el manuscrito. Era el momento de pensar, de sobreponerse, o tal vez de actuar.

–Cochero –llamó a travé s de la ventanilla–. Desvié monos hacia Caleruega.

El cochero refrenó los caballos, buscó un lugar amplio para girar y reemprendió el camino. Mendizá bal, en el interior, sonreí a. Estaba seguro de que Esteban de Reguera le auxiliarí a. ¿ No habrí a de hacerlo cuando tanto compartieron? De Reguera era un pequeñ o burgué s que habí a adquirido una buena porció n de tierra en la comarca harí a unos quince añ os. Por aquel entonces, Mendizá bal era un hombre de negocios interesado en los libros de Silos y en las tierras de la zona. Una y otra cosa le llevaron a conocer a De Reguera, y ambos trabaron amistad.

 

–Excelencia, ¿ a qué debo este inmenso honor?

De Reguera habí a sido avisado por dos carabineros que se adelantaron al carruaje, y esperaba algo emocionado ante el gran portaló n metá lico de su finca acompañ ado por dos hombres, seguramente criados.

–No seas rastrero, amigo Reguera. He venido a visitar a mi compañ ero de antiguas correrí as. ¿ O es que no te acuerdas ya?

–¡ Có mo iba a olvidarlas! –Mendizá bal bajó del coche apoyá ndose en el brazo de su antiguo amigo y se puso una mano a modo de visera para evitar el poco sol de mediodí a que les iluminaba–. Si vuestra Excelencia era un peligro en aquellas tertulias de café, siempre tan incendiario y con tantas ganas de revolució n.

–Tiempos felices los de la juventud. Pero quedaron atrá s amigo Reguera, quedaron atrá s. No hay que vivir del pasado, y menos ahora, con tanto trabajo, como te figurará s.

De Reguera y el presidente del Gobierno caminaban en direcció n a la casa, una mansió n sencilla de dos plantas y tejado a dos aguas, con un pozo en el patio delantero.

–Disculpe, Excelencia, el estado de mi hogar.

Mendizá bal negó con la cabeza y se adentró en la casa.

–Acompá ñ eme al estudio, allí estaremos má s có modos y podremos recordar nuestras andanzas. –De Reguera señ aló una habitació n con una doble puerta entreabierta. Tras ella, alfombras, cojines, un hermoso butacó n de fieltro rojo, varios tapices colgados de las paredes, una suntuosa biblioteca, y cuatro sillas de caoba alrededor de una mesa del mismo material; y sobre ella un plato con pastas, dos copas y una botella de jerez.

–Bueno, amigo Reguera –dijo Mendizá bal una vez que se hubieron acomodado– te preguntará s qué hago yo a estas horas en este diminuto pueblo, en lugar de estar en Palacio.

De Reguera llenó las copas, alzó una de ellas y esperó a que el presidente cogiera la otra.

–Imagino que para brindar por los viejos tiempos, Excelencia.

Mendizá bal sonrió.

–No, aunque tambié n. –Elevó la copa y dio un trago largo. Cuando hubo terminado dejó la copa en la mesa y miró a su anfitrió n–. He venido a ver a tu hijo.

–¿ Mi hijo?

–Sí, a tu hijo, el pequeñ o. ¿ Ha regresado a casa? ¡ Dó nde iba a estar mejor que con los suyos!

De Reguera perdió su sonrisa.

–Eso mismo me he preguntado una y otra vez.

Mendizá bal no entendí a y esperó a que su antiguo amigo se explicara.

–Lo normal hubiera sido eso pero mi hijo no es muy normal. Ya dio pruebas de ello cuando nos abandonó. Excelencia, ¿ quié n entiende a los hijos? Se mata uno a trabajar para ganar cuatro perras y levantar su casa, y ellos se lo pagan a uno de esta manera.

–No puede ser. Entonces, ¿ tu hijo de verdad no ha vuelto con vosotros?

De Reguera negó con un gesto, se volvió a llenar la copa y la vació de un solo trago.

–Mi hijo es un desagradecido. Yo, un liberal que acudí a a las tertulias de Madrid, que luchó contra los franceses y contra Fernando VII. ¿ Y con qué me viene el niñ o? Nos dolió mucho su marcha, y ahora Excelencia, deja el monasterio y no regresa al hogar de su pobre madre, que llora desconsolada a todas horas.

Las mejillas de Mendizá bal se ruborizaron, apretó los dientes y suspiró. No estaba dispuesto a que esto tambié n le saliera mal.

–Yo vení a precisamente para llevarlo a Palacio. Allí sí que podrí a disfrutar de un buen futuro, incluso llegar a obispo. Qué digo yo, a cardenal si me lo propusiera.

–Muchas gracias. Vuestra Excelencia es un buen amigo. Pero ya ve, no podemos ayudarle en tanto no regrese.

Mendizá bal se levantó bruscamente y salió de la casa con De Reguera detrá s tratando de alcanzarle. Ya ante la puerta del carruaje de detuvo y se giró.

–Si viene, ¿ me avisará s?

De Reguera calló unos segundos.

–Sin dudarlo, Excelencia.

A continuació n montó y ordenó salir al cochero. Los carabineros abrieron paso y el carruaje partió lentamente. De Reguera estuvo un buen rato en el patio contemplando como su amigo se perdí a en el camino. Despué s entró y subió atropelladamente las escaleras. Arriba, en una habitació n del primer piso, estaba encerrado su hijo.

–¿ Te das cuentas que he tenido que mentir por ti al presidente del Gobierno? Por menos de eso nos podrí an meter a todos en la cá rcel.

–Gracias, padre. No tení a má s remedio que pedir tu protecció n. Ese hombre busca mi mal y el mal de la congregació n –advirtió.

–Al menos podrí as darme alguna explicació n.

–Debo quedarme. Buscaré una buena mujer y me casaré.

–No puede ser. ¿ Está s seguro de lo que dices? Mira, Tomá s, que eres monje y has prometido votos de castidad, obediencia y pobreza.

–Sí padre, pero otro voto má s importante he de respetar. ¿ Me ayudará s?

–Có mo no habrí a.

 

El abad tení a decidida la huida. Mendizá bal habí a ordenado que le mantuvieran alejado del hermano bibliotecario; el presidente del Gobierno pensaba que de esta manera serí a má s fá cil conseguir la informació n que buscaba.

–Debo acudir a la iglesia para mis oraciones.

El carabinero que hací a guardia ante la puerta del despacho del abad se sentí a confuso. Le habí an mandado custodiar al monje pero no estaba seguro de que eso tambié n significara impedirle abandonar el aposento. El abad comenzó a andar decidido hacia el templo sin esperar respuesta de su carcelero. El carabinero lo miró pasar ante é l.

–Le acompañ o –dijo tras unos segundos de indecisió n.

–Muy bien.

Camino de la iglesia, el abad se encontró con otro carabinero, estaba apostado ante la celda del hermano bibliotecario. El superior de Silos golpeó en la puerta con los nudillos y entró sin má s dilació n en la celda, despué s ambos monjes salieron en silencio hacia la iglesia. Los dos carabineros caminaban un par de pasos por detrá s.

Se sentaron en los bancos de la primera fila, los carabineros seis filas atrá s. Por tres estrechas ventanas de la pared oeste, casi a la altura del techo, descendí an en cascada cortinas de luz azulada que conferí an a la iglesia un aspecto sombrí o. En la nave las oraciones martilleaban un soniquete monó tono: Pater Naster, qui es in caelis, sanctificé tur nomen Tuum...; ... et in saeccula saeculorum, amen; Ave Marí a, gratia plena... . Las preces continuaban impenitentemente ante unos carabineros derrotados que trataban de mantener la compostura, dormitando de vez en cuando.

–Guardia –llamó el abad.

–Sí, padre.

–Vamos al confesionario. Ahí, a la vuelta de la esquina –indicó el monje señ alando una columna.

–Bien, bien... Vayan.

Desde su posició n, los dos carabineros podí an ver parte del há bito del hermano bibliotecario, que se habí a arrodillado en un lateral del confesionario para contar sus pecados al abad.

–¿ Aú n tardará n mucho? –Preguntó uno de los guardias al otro.

–Y yo que sé. No creo que tengan muchos pecados, como no sea el de meneá rsela –replicó el segundo carabinero rié ndose a carcajadas.

Media hora má s tarde los dos monjes seguí an en el confesionario. Los carabineros no dejaban de cuchichear.

–Esto no es normal.

–Pues acé rcate.

–Sí, claro, para que esté n ahí hablando de lo suyo y me excomulguen. Ve tú.

–Eres un chupacirios.

–No lo soy, pero con estas cosas es mejor no jugar. ¿ Y tú por qué no vas?

–Porque no me da la gana.

Las voces subí an de tono cuando oyeron un fuerte estruendo a la entrada de la iglesia. Se levantaron y corrieron hacia la puerta, el claustro permanecí a solitario.

–Nada, ni sombra. Maldita sea, volvamos pa dentro.

–Seguramente fuese un trueno.

–Sí, o la leche que... –El guardia encogió los hombros con desgana.

–¿ Y estos?

–Ahí siguen, ni se han movido.

–¿ No será mejor acercarnos? –Preguntó el carabinero encargado de vigilar al abad.

–Ve tú si quieres –respondió el otro.

Uno por otro, la confesió n se alargó otra media hora.

–Ya está bien –el guardia encargado del cuidado del abad se levantó y se dirigió al confesionario lentamente.

Su compañ ero le seguí a un paso por detrá s.

–Hermanos –llamó.

No hubo respuesta.

–¡ Hermanos! –Volvió a decir, esta vez elevando la voz.

Nadie contestaba.

–Esto no me gusta nada –advirtió a su espalda el otro carabinero.

Los dos militares levantaron sus armas y se acercaron con precaució n. No habí a nadie, só lo un viejo há bito apoyado en dos enormes cirios.

 

El hermano Gerard aú n no se habí a recuperado de la impresió n. No podí a quitarse de la cabeza la punta de la navaja y unos centí metros atrá s la sonrisa sucia de su agresor, con esa boca oscura de la que asomaban tres dientes podridos agarrados a las encí as. Los caballos trotaban con paso ligero bajo las ó rdenes del cochero. El caballero que lo habí a salvado se mantení a sereno frente a é l sobre un asiento mullido forrado de cuero bermelló n, idé ntico al suyo. Lucí a un fino bigote sobre el labio superior, nariz aguileñ a y un monó culo en el ojo derecho atado a una cadena dorada que le llegaba hasta el bolsillo del pecho. Sobre su cabeza un sombrero de copa.

–Por fin nos conocemos, hermano Gerard –dijo el caballero.

Hablaba un castellano bastante correcto, aunque con acento extranjero.

–Esperaba su llegada hace una jornada. Temí a que le hubiera ocurrido algo, y desgraciadamente así era.

–Usted es Mr. Elder. –Afirmó con reservas.

–Exactamente.

–Lo imaginaba. Habla usted como el hermano James. ¿ Có mo me ha encontrado?

–Al retrasarse, decidí salir al camino. Ha tenido suerte, el cochero les vio a usted y al pordiosero ese y me avisó. Por las indicaciones que me escribió el hermano bibliotecario, deduje que era usted.

–Caminé durante horas y bajo una lluvia frí a y dañ ina. Los lobos gruñ í an a tiro de piedra y cuando ya me creí a seguro, ese hombre...

–No se preocupe, hermano. Ya se encuentra a salvo. Ahora vamos camino de mi hotel, allí podrá disfrutar de un buen bañ o, ropa limpia y un estofado. Luego hablaremos de negocios.

–¿ Negocios?

–¿ No hemos venido a negociar una compra?

El monje recapacitó un momento.

–Tiene razó n, a eso hemos venido. Perdone mi confusió n, para nosotros no se trata de una transacció n. Es mucho má s importante que todo eso –aseguró el monje como si reflexionara para sí.

–El hermano bibliotecario me habló del documento en su carta. Me dijo que tiene casi mil añ os de antigü edad y que fue escrito por el mismí simo Avicena. Aunque no me ofreció ningú n detalle sobre el contenido o de có mo llegó a sus manos.

–No creo que sea necesario que usted lo sepa, Mr. Elder. Si el hermano bibliotecario hubiera pensado que debí a conocer esos extremos, se los hubiese comunicado en aquella carta. Mi misió n, señ or –prosiguió –, es entregá rselo a usted en calidad de depó sito a cambio de una pequeñ a cantidad. Si en veinte añ os...

–Sí, ya me lo escribió su superior –le interrumpió –. Si en veinte añ os no han enviado a recogerlo, podré hacer lo que estime oportuno con el documento. En realidad...

–¿ Qué?

–Es demasiado fá cil. No entiendo có mo pueden fiarse de mí. Podrí a traicionarles –advirtió –. Si el documento es tan valioso como parece podrí a sacar una cantidad exorbitante de dinero. El duque de York estarí a dispuesto a pagar una gran suma.

–El hermano bibliotecario se fí a de usted. Mencionó algo acerca de la guerra con los franceses.

–Sí, yo trabajaba para el ejé rcito de mi paí s hace unos añ os... Pero ese detalle es mejor no mencionarlo. –El inglé s calló durante unos minutos, luego continuó –. Tienen razó n en confiar, soy un caballero: custodiaré el documento, y si acabado el plazo no aparece nadie para reclamarlo...

–Podrá venderlo.

 

El abad estaba aterido de frí o. Era la primera vez que no vestí a el há bito y, aunque se habí a puesto una camisola y unos calzones, se sentí a desnudo. El hermano bibliotecario aú n llevaba la vestimenta del monasterio, no obstante sabí a que tení a que abandonarla en cuanto pudiera hacerse con otros ropajes.

Habí an transcurrido tres horas desde que escaparon. Nadie en el monasterio, salvo el propio abad y el hermano bibliotecario, conocí a la existencia de ese pasadizo que llevaba desde la iglesia hasta un bosque cercano, a un kiló metro de distancia. El corredor habí a sido construido un siglo antes para casos de peligro. La idea de usar el há bito del abad fue del hermano bibliotecario. Pensó que eso les darí a má s tiempo.

–En esa cabañ a podrí amos cobijarnos –advirtió el hermano bibliotecario.

La noche se acercaba.

–Aú n no. Mendizá bal pronto estará tras nosotros, y cuando eso ocurra deberemos estar lo má s lejos posible.

–Quizá sea así pero Dios proveerá entonces. Padre, ni usted ni yo estamos en disposició n de andar por má s tiempo, no sea cabezota.

El abad respiraba con dificultad, sin embargo reemprendió la marcha.

–Es peligroso andar por estos lugares tras el anochecer.

Una hora despué s, el hermano bibliotecario le tiró de la manga de la camisa, obligá ndole a sentarse en una enorme piedra con forma de sillar.

–Padre, si seguimos caminando, caeremos rendidos y sin alimentos en cualquier paraje de estos montes, y entonces estaremos a merced de las fieras.

El abad tosió varias veces.

–¿ Lo ve usted? Es un desatino, no puede seguir a este ritmo.

El monje asintió de mala gana sin responder palabra. La ú nica opció n, pensó el hermano bibliotecario, era pedir auxilio en la casucha que habí an divisado en la falda de la colina rocosa, unos kiló metros atrá s. Desandaron el camino bastante entrada la noche, con la luna iluminá ndoles el sendero.

Un humo blanco y espeso brotaba de la chimenea. El hermano bibliotecario golpeó en la puerta y el frí o de la madera se adentró en sus huesos con el contacto. Se frotó las manos con fuerza deseando que pronto alguien les abriese. El abad se habí a sentado sobre unos maderos junto a la fachada de la cabañ a, y apenas se moví a. El crujido de unos pasos delató a alguien en el interior de la casa. Las pisadas resonaban má s fuerte a medida que se acercaban a la puerta. El descorrer de un cerrojo, un cuchicheo, el movimiento de una cortina en la ú nica ventana que daba a la misma fachada de la puerta.

–¿ Quié n molesta a estas horas a una familia cristiana? –Preguntó una voz masculina.

–Somos dos monjes extraviados en esta frí a noche, hijo. Venimos del Monasterio de Silos –respondió el hermano bibliotecario.

–¿ Y có mo se yo que no tratá is de engañ arnos para apoderaros de nuestros escasos bienes? ¡ Marchaos en buena hora!, é sta es casa de pobres, aquí no encontrareis ni oro ni joyas ni pieles.

–Hijo, por caridad cristiana, atended a estos pobres caminantes. Dios os lo premiará.

De nuevo se oyó en el interior de la casa un murmullo. Inmediatamente sobrevino un silencio que al hermano bibliotecario le pareció que duraba una eternidad.

–Seguid vuestro camino, señ ores. La aldea está a menos de diez kiló metros hacia poniente. Allí podré is guareceros de la ventisca y de la fea tormenta que se avecina por el norte.

Y, como si el cielo hubiera querido dar la razó n a la voz que así se pronunciaba, el viento comenzó a soplar con mayor brí o, las nubes cerraron el paso a la luna y unos copos algodonosos empezaron a lamer sus rostros.

–Moriremos si no nos acogé is en vuestro hogar.

–Andad prestos y llegaré is a la aldea en no má s de dos horas –aseguró la voz.

A continuació n el hermano bibliotecario oyó el ruido sordo del cerrojo, que volví a a su posició n, y de nuevo pasos sobre la madera del suelo, esta vez alejá ndose hacia el interior de la casa. Entonces dirigió una mirada al abad con aire desconsolado. Su superior tení a los ojos puestos en el cielo, la boca entreabierta y el gesto relajado.

Se acercó a é l y comprobó que habí a muerto.

 



  

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