Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Capítulo XI



 

 

El doctor Salvatierra echó un vistazo al reloj, las siete y media. Quié n sabe qué esconderá el pueblo, las palabras del monje retumbaban en sus oí dos, guá rdense de aquello que no pueden ver. Le sorprendí a la decisió n de Javier y Alex, en ningú n momento habí an titubeado, é l, sin embargo, se sentí a aterrado. Aterrado por Silvia pero, debí a reconocerlo, tambié n por sí mismo, ¿ qué habí a de cierto en la recomendació n del monje? Un escalofrí o le recorrió la espalda. Los dos jó venes tardaban en salir, se apoyó contra el respaldo del asiento. No debe entrañ ar demasiada dificultad, apenas es un villorrio. Pertenecí a a un mundo grande, lleno de calles, centros comerciales y estaciones de metro a cada poco, eso le conferí a la falsa de sensació n de que un diminuto pueblo le cabrí a en la palma de la mano.

Desde la recepció n, el propietario del hotel les vio marcharse.

–¿ Lo ves? No nos ha quitado ojo –dijo inquieta Alex.

–No contará n con muchos turistas en esta é poca del añ o. Por fuerza nuestra presencia le genera curiosidad –replicó el agente sin demasiada confianza en sus propias palabras.

Alex no respondió. Se arrebujó en su chaqueta pese a no sentir frí o y se obligó a apartar la mirada del establecimiento que dejaban atrá s. Le repugnaban los ojos de ese hombre, negros, como volcados a un abismo, y en cambio atrayentes.

–Ahora lo má s importante es centrarnos en ese libro que llevas ahí, Javier –recordó el mé dico–. Si el hermano bibliotecario tiene razó n, sus pistas nos deben encaminar hacia este pueblo, ¿ qué decí a el primer pá rrafo?

–Antes para en esa gasolinera. –Alex señ aló una diminuta gasolinera a las afueras de Caleruega, casi en el camino a Valdeande–. No parece que en aquel pueblo tengamos donde comer, será mejor comprar antes.

Al agente seguí a sin caerle en gracia la inglesa, le desagradaba su manera de dirigirse a é l y, sobre todo, la temí a. Javier sabí a que los objetivos de ambos eran antagó nicos, ella ansiaba la venganza y eso significaba llegar hasta el final, encontrar el documento y acercarse sigilosamente hasta quien habí a comenzado todo aquello, é l só lo querí a cumplir con su misió n.

–Está bien –fue su somera respuesta.

Minutos má s tarde la inglesa entró en el coche con una bolsa y reemprendieron la marcha. El mé dico se recostó en el asiento trasero y les recordó el libro. Debí an comenzar cuanto antes. Javier asintió y extrajo su PDA del bolsillo interior de la chaqueta. Las letras no se distinguirí an igual pero no disponí an de nada mejor.

–Está s conduciendo, pá same el telé fono –protestó Alex.

–¡ PDA! Y no..., no te preocupes, puedo.

A veces al mé dico le daba la sensació n de encontrarse ante dos hermanos compitiendo entre sí. Quizá un hermano hubiera cambiado las cosas, David debió sentirse muy só lo durante su infancia. La culpa le rondaba siempre.

–No seas niñ o Javier, dale el maldito aparato.

El agente lo hizo de mala gana aunque se demoró unos segundos, lo suficiente para que Alex tuviera que arrancarle de la mano la PDA.

–Id a lo má s profundo del Valle de Fá ñ ez, en el pueblo de las dos cabezas que vigilan, y siguiendo mis huellas hallaré is el preciado secreto de los guardianes de la luz y las sombras.

–Debemos encontrar una especie de cabezas vigilantes... ¿ Se os ocurre algo? –Preguntó el mé dico.

–Anoche estuve leyendo de nuevo el libro. Esta vez minuciosamente. Pero no averigü é nada acerca del paradero del manuscrito –lamentó el agente.

Alex sonrió.

–Yo tambié n lo leí –apuntó en tono misterioso.

–¿ Tú? ¿ Có mo...? –El agente sintió que le subí a un golpe de calor. Se giró y la miró a los ojos sin soltar el volante–. ¿ Có mo demonios has tenido acceso al documento? Estaba en mi PDA. ¿ No habrá s tocado...?

La inglesa le aguantó la mirada.

–Eso ahora no es importante –terció el mé dico.

–Sí, sí que lo es –insistió el agente.

Alex sacó un MP4 del bolsillo y lo exhibió de forma manifiesta ante Javier.

–Lo copié con un programa de grabació n bluetooth –admitió.

–Estaba codificado –añ adió el agente elevando la voz– y ¿ de dó nde has sacado...?

–Todos podemos jugar a ser espí as –respondió con un brillo burló n en la mirada.

Mientras tanto, el coche les habí a conducido hasta las inmediaciones del pueblo. Sin el bañ o bermelló n del sol vespertino parecí a má s vivo que la tarde anterior. Las casas, agrupadas en torno a la colina, ascendí an hacia la cima en un desorden aparente hasta acabar en la torre de la iglesia que divisaron unas horas antes. La aldea continuaba pareciendo un enclave medieval si no fuera por el asfalto de sus calles y las antenas analó gicas que adornaban los tejados.

–Debemos buscar las cabezas. ¿ Por dó nde empezamos? –Insistió el mé dico, asumiendo que debí a mantener el papel de jefe de grupo para que los dos jó venes no acabaran echando a perder todo por sus rencillas personales. Se preguntaba qué habí a detrá s de aquel rencor que habí a nacido entre ambos.

–La solució n está en el segundo pá rrafo del libro: Dos pares de ojos acechan el camino para dar la voz de alarma ante la llegada del sarraceno –leyó Alex.

Javier intervino.

–Eso quiere decir que, de haber dos cabezas, deben estar dispuestas en direcció n sur y cerca de un camino –indicó –. Por lo que he visto en la red, al pueblo se puede llegar desde Caleruega, en el sureste, y desde Aranda de Duero, en el suroeste. Lo má s ló gico es que estuviera en el de Caleruega, es la ví a má s importante.

–Ahora es la ví a má s importante, no sabemos si en la Edad Media lo era. Los caminos cambian constantemente, lo que hoy es una buena carretera ayer pudo ser un sendero de cabras.

–Muy bien, sabihonda, puede que fuera así. Dividá monos en dos grupos y acabaremos antes. Doctor, tú te vienes conmigo –le exhortó el agente.

El mé dico no confiaba en esa idea. Miró a la aldea y sintió cierta inquietud, como si alguien los vigilara en todo momento.

–Es mejor permanecer juntos.

–Tardaremos bastante má s –insistió Javier–, y no disponemos de mucho tiempo dadas las circunstancias.

El doctor Salvatierra buscó la complicidad de Alex, aunque esta vez la inglesa creí a que el agente del CNI tení a razó n, así que evitó la mirada del mé dico y no se pronunció.

–Sea –concedió.

 

Los dos hombres bajaron del coche al comienzo del pueblo. Un antiguo cartel de papel descolorido informaba de una ruta verde que incluí a Valdeande. Detrá s se hallaba el aula arqueoló gica municipal segú n se podí a leer en una placa llena de herrumbre que, por su aspecto, nadie se habí a cuidado de limpiar en muchos añ os. Javier decidió que serí a un buen sitio para inspeccionar y se lo indicó al mé dico. En aquel momento Alex arrancó el coche para conducir hasta el otro lado del pueblo, al camino de Aranda de Duero.

El silencio de las calles era oprimente. El mé dico caminaba detrá s del agente observando a su alrededor con recelo, mientras un sol vago y asfixiado por gruesas nubes no acababa de evaporar las sombras. Javier señ aló la vieja puerta metá lica del museo. Dibujada en la parte superior una espada que atrajo inmediatamente su atenció n. Echó una mirada al doctor Salvatierra y é ste accedió, tal vez fuese un buen lugar para inspeccionar.

Una roñ osa cerradura les impedí a el paso, de modo que Javier arrancó una barra de una oxidada valla metá lica que alguna vez fue verde y golpeó violentamente en la manija de la puerta. El sonido del entrechocar del metal reverberó en sus tí mpanos y un par de pá jaros salieron volando a cincuenta metros; fue el ú nico signo de vida que cedió al tercer trancazo, abrié ndose de par en par.

Lo primero con que se toparon fue con un golpe de aire rancio que saturó sus ví as respiratorias. La pestilencia de la humedad cerrada escapó del museo y se expandió alrededor de ambos inmediatamente.

–Aquí no ha entrado nadie en añ os –dijo el agente en medio de un ataque de tos.

–Má s bien en siglos –agregó el mé dico, apoyado en la rama de un á rbol unos pasos atrá s y tratando de no inhalar el aire viciado del interior del museo.

Javier sacó de su bolsillo una diminuta linterna y se adentró en la habitació n oscura a la que daba paso la puerta. Detrá s el doctor Salvatierra le observaba entrar sin decidirse a dar un paso.

 

A un kiló metro escaso de allí, Alex habí a oí do perfectamente el estruendo causado por sus compañ eros al abrir la puerta. Al principio el ruido la atemorizó. En ese momento má s que en ningú n otro echaba Je menos a Jeff. El inspector britá nico sabí a resolverse en este tipo de situaciones sin embargo ella temblaba como un pá jaro en mitad de una tormenta. Se apoyó de espaldas al coche y respiró con ansia hasta que consiguió controlar sus latidos.

En derredor, unas pocas casas de dos plantas le cerraban el paso a uno y otro lado de la carretera. Las viviendas, puertas y ventanas se mostraban hurañ as ante la visitante, al menos esa era su sensació n. Buscaba alguna referencia, un monumento, una placa, un dibujo en alguna de las fachadas, pero no descubrí a nada destacable que tuviera relació n con las dos cabezas vigilantes a las que se referí a el libro. Deambuló unos cientos de metros sin saber a dó nde dirigirse y acabó por tropezarse, ya casi a las afueras del pueblo, con los vestigios de un camino de piedra dispuesto en sentido norte‑ sur. Parecí a un antiguo sendero. Aquella debió ser la ví a principal cuando se escribió el libro, probablemente los restos de una calzada romana.

Recogió uno de los pedruscos y lo examinó, recordaba de la universidad algunas de las caracterí sticas de este tipo de construcciones aunque no estaba segura; en cualquier caso, podí a ser muy antiguo Seguí a sin revelá rsele indicio alguno de lo que quiera que fueran las dos cabezas y eso la angustiaba. Habí a viajado miles de kiló metros para dar con el asesino de su padre, no podí a fallarle. Quizá se refiera a algo con algú n parecido a un crá neo, una testa o un casco, una especie de montí culo, se decí a mientras fijaba su mirada en el campo de alrededor del pueblo.

El sol habí a acabado por romper entre algunas nubes y unos tí midos rayos arrancaban destellos entre los matorrales secos. Alex se sentó sobre un enorme sillar, detrá s el pueblo volví a a presentarse como en un cuento del medievo. La joven meditaba arrebujá ndose en el abrigo del dé bil, aunque gé lido, viento que enredaba su pelo.

Fue entonces cuando unas cá lidas lá grimas resbalaron por su mejilla. Lloró silenciosamente, estaba cansada, por primera vez comprendí a que aquello de la venganza no la llevaba a ninguna parte. Su padre habí a desaparecido, nada lo traerí a de vuelta. En su interior habí a estado debatié ndose todo el tiempo en pos de una revancha, pero ahora... Se levantó y volvió la vista al pueblo, allá, a pocos metros quié n sabe en qué rincó n, podí a estar la pista que le devolviera la tranquilidad. Todo eso lo pensó con frialdad. Ya no era la vengativa Alex. Só lo querí a parar. En ese instante le sorprendió oí r una suerte de fuer te soplido, tal vez un sonido de trompeta, oboe o algo parecido, con una cadencia lenta e intermitente.

 

El director del MI6 se apretó las manos con nerviosismo. Allí estaba lo má s granado de las agencias de inteligencia: John King de la CIA norteamericana, Lilya Petrovna del FSB ruso, Constantin Taballet de la DGSE francesa, Verner Mü ller de la BSI alemana, Sergio Á lvarez del CNI españ ol, Amir Ginich del Mossad israelí y Lian Hui del MSS chino. Responsables de los servicios de espionaje má s importantes del mundo le observaban desde las distintas pantallas del centro de control del MI6.

–Al Qaeda nos está poniendo en evidencia –aseguró Gabriel Sawford–. Esto lo sabé is desde hace mucho tiempo.

–¿ Para eso te has puesto en contacto con nosotros? –Preguntó con un tonillo de impaciencia el director de Operaciones del CNI.

–Dé jame que acabe, Á lvarez. Al Qaeda –prosiguió – ha conseguido introducirse en el narcotrá fico, la prostitució n, el blanqueo, las finanzas internacionales... En definitiva, en todo aquello que pueda proporcionarle dinero para su yihad. Los actos terroristas ya só lo son una pequeñ a parte de su tinglado. ¿ Y por qué una organizació n fundamentalista islá mica se ha marcado un rumbo nuevo? ¿ Por dinero? No, ya tiene má s que suficiente. ¿ Por poder? Disfrutan del que necesitan dó nde má s les interesa, en el mundo islá mico. Lo han hecho porque planean una operació n de gran envergadura, una operació n que podrí a acabar con Occidente.

Los representantes de las agencias de espionaje permanecí an mullos en sus pantallas. Sabí an de las drá sticas modificaciones en el modo de operar de Al Qaeda en los ú ltimos añ os; los agentes bajo su mando seguí an con vivo interé s esos cambios. Pero a ninguno de ellos se le alcanzaba qué tramaban.

–Hemos venido trabajando en un operativo llamado Avicena –continuó –. Sabemos que otras agencias aquí presentes lo conocen, pero no voy a mentadas, no es necesario... A lo que voy es que esa operació n se desarrollaba en base a ciertos conocimientos adquiridos por personas de confianza, conocimientos que posteriormente han demostrado ser incorrectos.

Mientras hablaba, el director del MI6 se paseaba a lo largo de la habitació n. De vez en cuando, como tomado por una inspiració n momentá nea, se detení a y contemplaba las pantallas de su despacho, donde las caras de los jefes de las otras agencias de espionaje se veí an serias, cabizbajas, reflexivas o, en algú n caso, escé pticas.

–Hoy os he convocado para presentaros a alguien que nos ha desvelado un error, un error que nos podrí a costar a todos muy caro si no lo remediamos a tiempo y trabajamos al uní sono –aseguró mientras hací a una señ al a una persona situada má s allá de la cá mara que le enfocaba–. Este hombre os pondrá al corriente de los detalles, despué s yo volveré a situarme ante vosotros para pediros una vez má s que colaboremos sin condiciones.

Un hombre de color se acercó al centro de la habitació n junto a Sawford.

–Buenos dí as, tardes o noches, segú n donde se encuentren en estos momentos. Mi nombre es Jerome Eagan y soy comisario de Scotland Yard.

Algunos de los responsables de las agencias internacionales torcieron el gesto, pero Eagan decidió pasarlo por alto.

–Hace pocos dí as el director del MI6 me desveló una operació n de Al Qaeda denominada el Dí a del juicio Final –manifestó –. Desde entonces he ido ampliando la informació n que poseí a hasta tener ante mí una imagen má s o menos clara de lo que pretenden hacer estos terroristas.

En una de las pantallas Sergio Á lvarez sonreí a.

–Como ha dicho Mr. Sawford, algunos de ustedes ya habí an oí do hablar de este operativo. En cualquier caso –continuó –, les ofrecer una sucinta explicació n para aquellos que no lo conocen: Al Qaeda pretende destruir el sistema mundial a travé s de varias oleadas. Primero comenzará por colapsar las finanzas, a eso le seguirá un ataque masivo a la red y a los centros neurá lgicos de todo tipo, comerciales de negocios, hospitalarios, educativos... Todos los lugares de concentració n habitual de seres humanos se verá n afectados de una u otra manera.

Á lvarez mantení a su actitud chulesca. Sentí a que en aquella re unió n estaba de sobra. É l les llevaba ventaja puesto que conocí a a la perfecció n el Dí a del Juicio Final  y, má s aú n, disponí a de un agente que se adelantarí a a todos en la bú squeda del manuscrito.

–Lo que sabí amos hasta ahora es que este plan se llevarí a a cabo en el mil aniversario de la muerte de Avicena –prosiguió Eagan–. Si tenemos en cuenta que este mé dico persa murió en 1037, eso no da un amplio margen de casi treinta añ os. –El comisario se detuvo un momento, observando con detenimiento los rostros de cada pantalla–. Repito, eso es lo que sabí amos. Ahora estamos seguros de que la ejecució n de ese operativo no será dentro de tres dé cadas, sino que debí a haber comenzado en 2007.

–Eso no puede ser –interrumpió de repente Á lvarez.

–Lamento que no le guste, Á lvarez, pero es así –replicó el director del MI6–. Ni a ti ni a ninguno de nosotros nos complace, sin embargo debemos aceptarlo. Eagan ha dado con la clave.

–Efectivamente, Gabriel. ¿ No les parece raro que con tanta antelació n Al Qaeda descubra sus cartas? Si varias agencias conocí an el operativo es porque está en un avanzado proceso de desarrollo; es má s, dirí a que a falta de só lo un detalle. Un detalle al que me remitiré má s tarde –señ aló el comisario–. Pero antes quiero hacerles entender có mo llegué a la conclusió n de que es é ste y no otro el añ o de la ejecució n del plan terrorista: Hasta ahora el MI6 habí a dado por sentado que el mil aniversario de la muerte de Avicena coincide con el añ o 1037. Evidentemente eso es así desde el punto de vista de Occidente, aunque debemos tener en cuenta que quien se ha marcado ese momento como macabro inicio de una guerra yihadista es una organizació n fundamentalista islá mica. Por tanto, su calendario no es el nuestro. Para ellos la muerte de este mé dico se produjo en el añ o 488 de su calendario.

–Da igual que sea en un calendario o en otro, lo importante es que han pasado mil añ os –objetó Petrovna.

–No, no da igual porque el calendario de la Hé gira..., el calendario musulmá n, está formado por añ os lunares, no por añ os solares, es decir, tiene menos dí as que los añ os del calendario Gregoriano –advirtió Eagan–. O sea, el mil aniversario de la muerte de Avicena se cumple en 1488, que, convertido al calendario Gregoriano, no es 2037, sino 2007.

El comisario pulsó una tecla en la mesa y las imá genes de las pantallas se redujeron a la mitad. En la parte inferior continuaban abiertas las ventanas de cada uno de los asistentes a la reunió n, algo má s pequeñ as que antes, y en el á rea superior aparecí an dos fó rmulas:

 

G = H + 622 ‑ (H/33)

 

 

H = G ‑ 622 + (G ‑ 622/32)

 

 

–Si consideramos la diferencia de dí as entre el calendario lunar y el solar, y el hecho de comenzar el añ o en fechas diferentes, nos daremos cuenta de la dificultad de establecer una correspondencia entre el calendario musulmá n y el cristiano –explicó –. Existen tablas de equivalencia, aunque para un cá lculo rá pido y aproximado sirven las dos fó rmulas que ven en sus pantallas. G es el añ o segú n el calendario gregoriano y H el añ o de la Hé gira o añ o del calendario islá mico.

Los jefes de los servicios secretos mantení an sus labios apretados A Á lvarez ademá s se le podí a ver transfigurado, habí a perdido el color de la cara y sudaba abundantemente. Pendí a sobre sus cabezas un riesgo cierto y no habí an sabido verlo con la antelació n necesaria.

La luz de la linterna creaba una atmó sfera misteriosa en el aula arqueoló gica. A izquierda y derecha frí as piedras cinceladas, vasijas agrietadas, monedas que trataban de ser circulares sin conseguirlo, un casco abollado, en el suelo un hipocampo mitoló gico... Las dos habitaciones que formaban el museo habí an permanecido ancladas en el pasado. Una figura parecí a mirar a Javier desde una esquina. En su mano derecha portaba una espada, en la otra una cruz alargada que tambié n podrí a ser una daga. El agente examinó la escultura. Habí a visto esa cruz en otra ocasió n pero no recordaba dó nde. Detrá s, uno pasos.

–Doctor, aquí hay algo que me gustarí a que vieses. Nadie contestó.

El agente seguí a examinando la estatua. Las sombras que proyectaba la luz de la linterna se cimbreaban en las paredes y en el techo de la habitació n. Javier se acercó a la escultura. Las oscuridades s transformaban continuamente, haciendo y deshaciendo imá genes contornos difuminados sin orden. En uno de esos cambios, creyó vislumbrar un movimiento ajeno a la vibració n de la luz emitida por la linterna. Algo parecí a haberse movido tras é l. Ahora caí a en que hací a rato que habí a llamado al mé dico y nadie le habí a respondido. Sacó el arma de su funda y se forzó a concentrarse para oí r mejor. Apretaba el arma en su puñ o mientras avanzaba pesadamente. Una corriente de aire le provocó un estremecimiento involuntario. De pronto, una sombra furtiva pasó por delante del haz de luz de la linterna.

En el otro lado del pueblo, Alex se agarraba con temor a la puerta del vehí culo. Hací a ya un buen rato que esa especie de sonido de oboe o flauta o lo que quiera que fuese, Alex no acertaba a distinguirlo, se mantení a sin descanso, de una cadencia espaciada habí a ido pasando paulatinamente por distintas fases hasta hacerse ahora insoportablemente continuo. La joven sabí a que debí a ir en busca de los otros y no se decidí a a moverse. Sintió una presió n en el pecho cuando el sonido se detuvo de repente. Segundos má s tarde comenzó de nuevo, se habí a acobardado pero obligó a sus pies a dirigirse hacia la casa de dó nde parecí a provenir.

La vivienda poseí a dos plantas y un tejado a dos aguas con tejas de color verde, estaba construida con sillares marrones y sobre la ú nica ventana de su fachada principal podí a verse una flor de seis pé talos en relieve. La puerta, de madera de roble, estaba entreabierta. Alex deseó que alguien la disuadiera de lo que iba a hacer.

Suspiró y luego empujó la puerta. El interior permanecí a sombrí o, olí a a madera nueva..., en el suelo manchas de barro recientes conducí an hacia una amplia escalera pintada de blanco, de arriba brotaba aquel sonido que a fuerza de oí rlo se habí a convertido en un insidioso estorbo. Alex se atrevió a dar un paso hacia el interior, la madera crují a bajo sus pies. Alcanzó el primer escaló n tras no pocos quejidos de las tablas del suelo, que se retorcí an como si todo fuese a desplomarse de un momento a otro. El pasamano estaba helado, aunque aparecí a limpio, ni polvo ni huellas, como recié n instalado. A medida que subí a, la penumbra del piso de abajo se iba haciendo má s impenetrable hasta convertirse en un boquete negro del que emergí an los blancos escalones. Por el contrario, arriba la luz era diá fana, brillante, casi deslumbrante por el contraste.

No habí a alcanzado el ú ltimo escaló n cuando el sonido se apagó.

En los oí dos de la inglesa aú n resonaban los ecos de aquel ruido machacó n desvanecié ndose con lentitud hasta que le sorprendió el vací o del silencio. Entonces comprendió que, sucediese lo que sucediese, ocurrirí a en ese momento y no en otro. La escalera acababa en un pasillo largo lleno de ventanas que iluminaban la estancia. A su izquierda, la má s cercana ofrecí a una panorá mica de los tejados del pueblo, y justo enfrente lo vio: allí, en la casa má s cercana, sobre otra techumbre de color verde, dos cabezas de piedra a escala rea dispuestas hacia el sur. Experimentó una sensació n de triunfo. Y cuando aú n se deleitaba con esa emoció n sintió que el suelo cedí bajos sus pies; todo se volvió negro en un instante, su cuerpo cayó golpeá ndose con las paredes de lo que parecí a un cubí culo vertical Por suerte, una de sus manos apresó con fuerza uno de los listone del pasamano.

En mitad de una nada tenebrosa, aferrada a un dé bil listó n y con el cuerpo trabado por la trampilla que se habí a abierto, respiraba agitadamente. El tiempo transcurrí a inagotable mientras contemplaba la vida junto a su padre, de sus ojos brotaron lá grimas que resbalaron sinuosas por sus mejillas y un hormigueo frí o se apoderó del brazo con el que se sujetaba; luego resbaló.

Sin embargo, su cuerpo se mantuvo en el aire y su brazo levantado, agarrado a la altura de la muñ eca. Alguien tiraba de ella hacia arriba.

 

La noticia de Eagan los habí a dejado bloqueados. Los directores de los servicios secretos convocados se retiraron en medio de un silencio enrarecido. Debí an poner en claro toda la informació n de que disponí a cada agencia acerca de los ú ltimos movimientos de Al Qaeda; era necesario aportar la informació n que hubiera descubierto cada uno para idear un operativo que frenara las aspiraciones de la organizació n terrorista.

–¿ Qué tal lo he hecho? –Preguntó el comisario.

–No está mal para ser un policí a –respondió Sawford con des gana en tanto que revisaba una serie de datos de sus archivos persona les para presentarlos a sus homó logos.

Eagan se sentí a satisfecho. Todaví a no acababa de comprender có mo encajaba el manuscrito en todo este proceso, aunque estaba claro que hasta que no tuvieran el documento no iban a dar un paso, y esa era una baza que podrí a hacerles recuperar el terreno perdido.

La claridad del piso superior se volvió a colar en los ojos de Alex al izarla. Abrió los ojos todo lo que pudo pero la luz le impedí a distinguir algo má s que un bulto oscuro. Segundos despué s Javier y el doctor Salvatierra la dejaron sobre el piso junto al ú ltimo peldañ o de la escalera.

–¿ Pero có mo...? –Preguntaba con la respiració n forzada.

–Encontramos el coche y no habí a rastro de ti. Afortunadamente te oí mos gritar.

Alex se incorporó para contemplar la trampilla abierta a un oscuro boquete.

–En el piso de abajo apenas veí amos así que saqué la linterna, fue entonces cuando descubrimos tus pies colgando de una abertura del techo. Debe haber un doble fondo entre los dos pisos, una especie de cá mara.

–Ya os dije que no era seguro que nos separá ramos –reconvino el mé dico.

La inglesa se levantó con ayuda del agente. Despué s los tres bajaron las escaleras y salieron a la luz del dí a, una luz sucia emborronada por las nubes.

–Lo he encontrado –dijo Alex cuando alcanzaron el coche.

–¿ Qué? –Preguntó el mé dico.

–¿ Qué va a ser? ¡ Las cabezas! –Contestó con impaciencia–. Está n sobre el tejado de esa casa –añ adió señ alando a la vivienda situada tras el coche–, desde aquí no se ven porque se encuentran casi en el centro del tejado. Só lo pueden divisarse desde un lugar elevado... –buscó en torno suyo– como ese –añ adió mientras señ alaba la calle que se abrí a tras la vivienda y que ascendí a derecha por la colina.

Recorrieron con rapidez los metros que los separaban de la cuesta y subieron por ella hasta que superaron la altura de la casa. Allí estaban. Eran dos cabezas de piedra blanca, las dos mirando hacia el sur, una de ellas vigilaba el suroeste y la otra directamente el sur.

–Ahí las tené is –insistió Alex–. Creo que el hermano bibliotecario no nos mentí a.

–Efectivamente –respondió el mé dico–, el monje sabí a lo que decí a. Y ahora que ya estamos en el pueblo correcto, ¿ qué?

–¿ Habé is encontrado algo en el otro lado?

El agente y el mé dico se miraron de forma enigmá tica.

–Entramos, bueno en realidad só lo yo..., me adentré en una especie de museo que hay al comienzo del pueblo y...

Javier calló unos segundos y reemprendió su explicació n.

–Cuando estaba en el interior sentí algo detrá s. Al principio creí que era el doctor pero despué s no estaba tan seguro.

–¿ Viste a alguien?

–No, no vi a nadie en concreto. Só lo una sombra. Noté una corriente de aire procedente del otro lado de la habitació n y me dirigí hacia allí. Habí a una puerta, y todos los indicios apuntaban a que habí a sido abierta poco antes.

–Todo esto es muy raro –reconoció Alex–. El bibliotecario nos dice que aquí hay gente viviendo y el pueblo parece completamente abandonado, y ademá s nos encontramos con esto.

Los tres enmudecieron mientras observaban las cabezas pé treas.

–Hay alguien que no quiere que lleguemos al manuscrito –soltó el mé dico.

Alex pensó en su padre y en Jeff. El rencor se difuminaba. ¿ Darse por vencida? Lo meditó un instante y despué s lo rechazó, no serí a justo, concluyó.

–Estamos obligados a seguir adelante, sobre todo tú –sentenció dirigié ndose al mé dico.

–Entonces continuemos –intervino Javier.

El sol habí a alcanzado su cé nit. Los tres miraron al cielo, debí an apresurarse si no querí an que les cogiera la noche. El graznido d un grajo los asustó. Se habí an apoyado en el coche aplastados por un ambiente asfixiante, ¿ qué ocultaba el pueblo? El doctor Salvatierra recordó a Silvia, no tení a mucho tiempo. Se incorporó y carraspeó un par de veces, despué s habló.

–Trae tu PDA, vamos a seguir adelante.

Segundos má s tarde Javier leí a.

–Dirigí os hacia la casa matriz y estaré is en la buena senda.

–¿ La casa matriz? ¿ La casa matriz? Matriz, madre, matriz madre...

La raí z de la palabra matriz es madre. ¿ Dó nde vivió la madre del monje?

–Busca en el libro alguna referencia al lugar donde vivieron sus padres.

Alex no estaba de acuerdo. Matriz tambié n puede significar principal, central, primigenio, origen, los sinó nimos se le agolpaban en la mente. La casa matriz podrí a ser la primera casa del pueblo, la má s antigua, o la principal, la de mayor relevancia social, tambié n la casa donde viví a su madre, aquella señ ora que le legó la custodia del manuscrito. La inglesa pensaba en cada una de estas posibilidades sin decidirse por una en concreto, cuando el agente la interrumpió.

–Lo mejor será que inspeccionemos la iglesia.

–¿ Por qué la iglesia? –Preguntó Alex.

–Ya has oí do al doctor. Se trata de la casa de la madre. No hay duda. Y si es la casa de la madre, qué madre mejor que...

La inglesa no aguardó a que terminara su razonamiento.

–... que la Virgen Marí a. Sí ya sé a dó nde querí as ir a parar. Pero está s equivocado...

El agente fue a replicarle y Alex se lo impidió.

–Es imposible que sea una iglesia. La iglesia no es la casa de la Virgen, es la casa de Dios. A la mujer siempre se la ha mantenido apartada de la religió n, incluso a la Virgen Marí a –aseguró –. Su figura es meramente decorativa, y má s aú n en la Edad Media, donde existí a una cerrazó n fundamentalista en tono a la religió n cató lica. Si hubo una é poca en la que la iglesia no podí a ser llamada la casa de la madre, esa era la Edad Media.

Esperaba que la contradijera, sin embargo, al no hacerlo, continuó.

–No es una iglesia y está claramente demostrado. Ahora debemos centrar nuestros esfuerzos en otras ideas.

–Y si no es una iglesia, ¿ la casa de sus padres? –Insistió el mé dico.

–Puede ser, tambié n podrí a referirse a la casa señ orial o aquella de la que surgió el pueblo. Podrí an ser tantas cosas.

El mé dico asintió pensativo. Javier miraba a ambos con escepticismo.

–Lo mejor será que subamos lo má s alto posible –dijo el agente.

–De acuerdo –Alex miró a su alrededor–, esa colina es nuestra mejor opció n. Tal vez esa torre... –señ aló una torre de varias plantas– sea el campanario de la iglesia. Desde allí dispondremos de una visió n de conjunto.

 

La torre habí a sido enclavada en la cima de la cuesta por la que emprendí an el ascenso, pero no habí an andado dos pasos cuando oyeron un estruendo sobre sus cabezas. En ese momento el alero de una de las viviendas que bordeaba la calle se desprendió cayendo al suelo en medio de una nube de polvo y piedras que volvió má s oscuro el dí a.

Un amasijo de maderos y ladrillos yací a ante ellos. El mé dico se tapaba la boca para no respirar las partí culas que flotaban en el aire y Javier tosí a fuertemente. Arriba, en la parte del tejado que no se derrumbó, clavada en una viga, una espada con forma de cruz igual a la que Javier descubrió en el museo, salvo que aquella era má s pequeñ a. El agente retrocedió para contemplarla mejor. No habí a duda era de la misma forma. Se acercó al mé dico, que apenas balbuceaba alguna frase inconexa mientras se frotaba un brazo, y lo examinó de un rá pido vistazo. Ademá s del polvo en cara, cuello y cabello, só lo habí a sufrido unos leves cortes en el rostro y en el antebrazo derecho. Nada preocupante. La inglesa se habí a sentado en el poyete de una casa unos metros atrá s del desastre, aparentemente no habí a sufrido ni un rasguñ o. Era el segundo aviso. Alguien les instaba a abandonar el pueblo.

Ayudó al mé dico a sentarse en un alfé izar. La polvareda se mantení a en el aire aunque con menor densidad.

–¿ Có mo te encuentras?

Los ojos del doctor Salvatierra reflejaban su confusió n.

–No ha sido nada grave. ¿ Está s bien?

El mé dico confirmó despacio aunque un gesto de su cara y un movimiento rá pido de la mano, que se la llevó al vientre, preocupó a Javier. La herida era reciente, podrí a haberse reabierto.

–¿ Seguro que está s bien?

–Sí, ha sido só lo un tiró n de los puntos –se miró el antebrazo derecho–, y esto es apenas un arañ azo.

A su espalda Alex permanecí a con la mirada extraviada. El agente dejó al mé dico y se acercó a la joven.

–Alex, ¿ te encuentras bien?

La inglesa espiaba un punto en lo alto de la colina.

–En la torre, Javier –dijo de repente.

–¿ En la torre qué?

–Hay alguien. He visto una sombra moverse al contraluz de esa ventana justo un segundo antes del derrumbe de escombros. Sea quien sea el que nos ha hecho esto, está allí arriba.

La torre era una estructura construida junto a la iglesia. Posiblemente levantada en la Edad Media, el tiempo habí a sido benigno con sus paredes, que aparecí an firmes y compactas; no ocurrí a así con su interior, una escalera de madera carcomida, dé bil e, incluso, en algunos tramos desaparecida. Si alguien habí a subido hasta lo má s alto de la torre, o estaba loco o conocí a otra formar de llegar hasta allí sin partirse la crisma en el intento. El agente lo constató al asomarse por la primera de las ventanas que jalonaban su fachada norte.

En el coche esperaban Alex y el mé dico.

–No existe posibilidad alguna de subir –advirtió –. La madera de la escalera está podrida en algunos sitios, parece muy quebradiza en otros y no existe en el resto.

–Es la mejor opció n para encontrar esa casa matriz –lamentó la inglesa.

–Debemos echar un vistazo.

–Doctor, no está s en condiciones en estos momentos –le replicó Alex.

–Tonterí as –protestó –. No puedo permitirme ahora ser un obstá culo, mi esposa me necesita.

Alex y el doctor Salvatierra se bajaron del automó vil y se dirigieron a la iglesia precedidos por Javier. Colgada sobre una pequeñ a colina que precedí a a la elevació n montañ osa que hací a de parapeto en el lado norte del pueblo, indudablemente se constituí a como la edificació n emplazada en la parte má s alta de la villa. La inglesa forzó una sonrisa ante el mé dico pero se sentí a intranquila.

–Tení as razó n, Javier –concedió.

–¿ Tú dá ndome la razó n?

–Sí... Era necesario presentarse en la iglesia. La torre podrí a dar nos la solució n.

Javier lo ratificó con un movimiento de cabeza y se giró para ver la reacció n del mé dico, sin embargo é ste se habí a acercado a la fachada oriental del edificio y observaba con avidez una cruz sobre el frontó n en la que parece que en tiempos habí a sido la fachada principal.

–¿ Qué opinas? –Preguntó al agente cuando llegó hasta é l.

–Es una cruz muy rara. ¿ Está tronchada la parte superior?

–¿ Y la parte de abajo no es muy ancha? Má s que una cruz parece una persona con los brazos abiertos –apuntó el mé dico.

–Hay que tener en cuenta que esta parte de la iglesia es la má s antigua. Seguramente sea romá nica –apuntó el agente–. ¿ Las figuras del romá nico no eran esquemá ticas y de poca verisimilitud?

–Este no es el caso –se entrometió Alex–. No es una persona con los brazos abiertos ni tampoco una cruz romá nica. Es una representació n de la virgen... –De repente cayó en la cuenta–. ¡ Esta podrí a ser la casa de la madre!

Los dos hombres la escrutaron sorprendidos.

–Trabajo en el Museo Britá nico, algo debo saber, ¿ no? Vamos ver, sé que os dije que en la Edad Media la Iglesia relegaba a la mujer a un papel totalmente secundario, bueno no só lo en la Edad Media aunque eso es otra historia. En aquella é poca no todo el mundo estaba de acuerdo con esa tesis. Existí an discordancias, discordancias que llevaron a muchos a la hoguera aquí, en vuestro paí s, y en otras naciones tan fundamentalistas como é sta.

Javier quiso protestar y el mé dico lo frenó para que la inglesa prosiguiera.

–En la Edad Media, poco tiempo despué s de las primeras Cruza das, nacieron una serie de ó rdenes militares, los Templarios, los Hospitalarios..., que pronto desafiaron la autoridad de Roma. Estas dos en concreto nacieron en Jerusalé n y se expandieron rá pidamente hacia Europa, donde les interesaba situar enviados que pudieran influir en monarcas y papas. Bien pudieron pasar por aquí, y muestra de ello es esa Diosa Madre –expuso dirigiendo la mirada hacia la figura–. Los Templarios creí an en la mujer de forma distinta. De hecho, consagraban sus iglesias a la Virgen, y esculpí an sus cruces con una base acampanada, como la falda de una mujer. Lo que hací an era representar de manera má s o menos camuflada su devoció n a la Diosa Madre.

El agente carraspeó.

–¿ Quiero esto decir que tengo razó n, que en la iglesia podrí a estar el manuscrito o, al menos, la clave para encontrarlo?

Alex sonrió.

–Sí, lo admito, aunque no por los argumentos que esgrimí as. En realidad ha sido la suerte, la mera casualidad, lo que ha hecho que resolvieras este acertijo.

 

Los responsables de las agencias de informació n volvieron a conectarse. En esta ocasió n comparecieron sudados, malhumorados y con un montó n de papeles sobre sus mesas de trabajo; y detrá s de cada uno tres o cuatro asesores tornando apuntes o tecleando en portá tiles.

El director del MI6 les habló de nuevo.

–Bienvenidos señ ores y señ ora –saludó dirigié ndose a todos los congregados y en particular a la rusa Petrovna por eso de la caballerosidad britá nica–. Despué s de las palabras del comisario conocé is ya las intenciones de Al Qaeda, ahora os voy a explicar el operativo que nosotros llamarnos Avicena y que, por diversas cuestiones que no vienen al caso, se creó con unos objetivos distintos..., objetivos que ahora será n reformulados.

El comisario sabí a bien a qué se referí a Sawford, no era má s que un eufemismo para no poner de relieve el interé s del sobrino del rey en los supuestos poderes que, al parecer, posee la fó rmula que contiene el documento creado por el mé dico persa. El director de la agencia britá nica continuaba enamorado del sobrino del monarca y eso les habí a llevado a todos a esta bú squeda sin sentido.

Mientras Eagan recordaba có mo lo introdujeron en aquella operació n del MI6, Sawford explicaba quié n era Avicena y qué es lo que teó ricamente contiene uno de los documentos escritos por é l. No dijo nada de có mo llegó a sus manos una copia del mismo, aunque el comisario sabí a muy bien que habí a sido Hoyce quien se lo habí a entregado y que é ste, aunque nunca desveló de dó nde procedí a, lo habí a conseguido de su padre bioló gico, el Duque de York. El comisario sabí a que lo obtuvo fraudulentamente, pues se conducí a como un arribista y un estafador sin conciencia.

–En vuestras pantallas podé is ver al cientí fico jefe del operativo, Charles Snelling, que luego os podrá ofrecer má s detalles. –La cá mara lo enfocó por un momento, y con é l, un paso por detrá s, a Svenson–. Pero lo má s importante no es qué contiene, ni si son ciertas o falsas las virtudes que se le suponen, sino que Al Qaeda no iniciará la operació n Dí a del Juicio Final hasta que no posea el documento.

–Entonces estamos a salvo –dijo de inmediato el director de Operaciones del CNI.

El resto de directores ampliaron la imagen de Á lvarez en sus pantallas.

–¿ Y por qué estamos a salvo, Á lvarez?

–Porque la copia del manuscrito se ha perdido y nadie ha encontrado aú n el original..., y ademá s creo que es imposible que Al Qaeda lo encuentre antes...

–¿ Antes que quié n?

El director de Operaciones del CNI parecí a reflexionar. Contemplaba con preocupació n a los reunidos en la enorme pantalla de su despacho, temiendo que cualquier informació n le comprometiese.

–Tres personas está n buscando el manuscrito y está n muy cerca de encontrarlo –se aventuró a contar.

–¿ Quié nes?

–No es momento de poner sobre la mesa identidades, aunque debo decir que el MI6 sabe tanto como yo –replicó Á lvarez.

La tensió n entre el director de los servicios secretos britá nicos y el director de Operaciones del CNI crecí a por momentos.

–¿ Creé is que es momento de guardarse informació n? –Preguntó a toda la concurrencia–. Si existe una situació n peligrosa para todos debemos afrontarla juntos sin má s dilació n. Y si alguno de vosotros esconde datos que pueden ser decisivos, está ponié ndonos en riesgo..., a todos sin excepció n –recalcó.

Casi sin proponé rselo, Javier habí a dado con la casa matriz. La iglesia poseí a dos alturas y habí a sido rematada con un tejado a dos aguas. Su construcció n debió efectuarse a lo largo de al menos un siglo puesto que se conformaba como una amalgama de distintos estilos, desde el romá nico al gó tico tardí o. Ademá s, desde la conclusió n de la obra fueron introduciendo modificaciones que alteraron el aspecto má s o menos uniforme de sus comienzos. La sensació n que inspiraba al mé dico era de un reducto má s que de un lugar santo, probablemente por la é poca en la que se levantó, en la que las iglesias eran utilizadas para resguardarse de los enemigos. Detrá s, entre la iglesia y la colina, se encontraba la torre, con seis ventanales en cada una de sus fachadas.

 

 

Donde la madre se asienta sobre Roma.

 

 

La siguiente frase extraí da del libro era aú n má s enigmá tica que la anterior.

–Creo que para encontrar el significado debemos entrar en la iglesia –sugirió la inglesa.

Se dirigieron al pó rtico de entrada, un arco de medio punto cerrado por una cancela de hierro forjado y flanqueado por cuatro ventanas, tambié n rematadas por arcos de medio punto y enrejados con idé ntico dibujo al de la puerta. El lugar por el que se accede al interior está situado ante una pequeñ a explanada con un retorcido á rbol de mora apuntalado con maderas y cemento. Parte del patio que antecede la entrada a la iglesia está cubierto de cé sped, con grandes parchetones desnudos por la acció n del tiempo. A la sombra del á rbol yace una losa con un dibujo poco definido, tal vez una espada, tal vez una cruz. Javier se detuvo un momento ante lo que sin duda era una tumba. Esa espada/cruz de nuevo.

Empujó la verja y se adentraron en una especie de antesala previa al verdadero acceso a la iglesia, una enorme puerta de roble macizo. Alex caminaba en medio de sus dos compañ eros. Se detuvieron ante la puerta, Javier buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó algo que el mé dico no alcanzó a ver.

–Es una ganzú a.

El agente se agachó para observar la cerradura.

–Está muy oxidada, será difí cil.

No existí a demasiado espacio para trabajar, de modo que el doctor Salvatierra se alejó de la puerta y se sentó en el suelo apoyá ndose contra la pared mientras Javier manipulaba la cerradura.

–Alex ven aquí un momento.

La inglesa apenas habí a abierto la boca desde lo de la trampilla. Só lo el hallazgo de la virgen parecí a haberla traí do de vuelta; el mé dico intuí a que debió ser duro para ella. La joven se acomodó a su lado.

–No hemos tenido tiempo para hablar. ¿ Có mo te encuentras?

–Cansada y triste.

–¿ Triste?

Alex asintió. Haber caí do por aquel pozo negro y estar a punto de morir no hubiera sido suficiente, fue su memoria la que la dañ ó. Recordar durante aquellos segundos su existencia junto a su padre, volver a verle, sentir su presencia, no estaba preparada ni lo esperaba.

–Alex, yo he pasado por algo parecido, cré eme. –La joven lo miró con perplejidad–. Perdí a un hijo hace cuatro añ os; desapareció, así, sin má s. Silvia y yo jamá s supimos qué ocurrió con é l, si se marchó o fue secuestrado. Nunca lo averigü é.

Alex puso su mano sobre la del mé dico.

–Pero es mucho peor porque la culpa fue toda mí a. Le exigí demasiado, le empujé a hacerlo... –El doctor hablaba sin posar sus ojos en ningú n punto en concreto, ahondando en su propia memoria, despué s calló de repente, pareció recordar a Alex allí a su lado, y se giró para mirarla directamente–. ¿ Có mo era tu padre contigo?

–Tení a siempre mucho trabajo, viajaba de acá para allá, a excavaciones, a museos, aunque siempre regresaba a casa para estar conmigo. Los veranos eran espectaculares, una vez me llevó a Egipto para leer jeroglí ficos recié n descubiertos en un templo, en otra ocasió n viajamos a Mongolia, donde le habí an encargado traducir unos escritos de un dialecto del mongol, el baarin; recorrimos toda Asia central. –La joven sonreí a con un punto de nostalgia en la retina.

–Entonces puedes decir que disfrutasteis el uno del otro. Qué date con eso Alex, muchos no tenemos tanta suerte.

Javier les interrumpió.

–Ya está. Me ha costado, pero he conseguido abrir la puerta sin cargá rmela.

El mé dico se levantó con dificultad ayudado por Alex. Estaban intranquilos, no sabí an qué podí an encontrar ahí dentro. Javier empujó las puertas y entraron. Fuera habí a atardecido y la luz apenas se filtraba por las ventanas de coloridos cristales, de modo que la nave se encontraba en penumbra. Se adentraron acompañ ados por el eco ruidoso de sus pasos.

–Hay lá mparas –Javier señ aló tres enormes arañ as colgadas del techo por largas cadenas de color negro–. Debe haber un interruptor en algú n sitio.

Encendió su linterna y buscó en las paredes mientras Alex y el doctor Salvatierra permanecí an en la entrada, acobardados ante las sombras que dominaban la iglesia.

–Aquí –descubrió el agente.

–No creo que funcione –contestó la inglesa con una voz que retumbó en las paredes ante su sorpresa.

–No lo sabremos hasta que lo hayamos pulsado.

El agente apretó el interruptor y una luz dé bil se encendió desvelando una claridad mortecina que proporcionaba un aspecto fantasmal a todo lo que tocaba.

–Ves como no hay que sacar conclusiones precipitadas –se burló desde donde estaba.

Ninguno de los tres se movió durante unos instantes. La sensació n de fisgar en un santuario que parecí a dormido hací a siglos les aturdí a. El lado má s alejado del presbiterio ofrecí a una imagen horizontal, robusta, romá nica decidió Alex, pero los muros buscaban la verticalidad a medida que se acercaban hacia al altar, las columnas se ramificaban hasta transformarse en á rboles de piedra que sostení an un techo de arcos apuntalados de magní fica factura gó tica. Sobre el camarí n un enorme retablo dorado de cuatro alturas y catorce escenas relacionadas con Cristo, la Virgen y algunos santos, probablemente nacidos en las inmediaciones de Valdeande, o eso le pareció a la inglesa. Lo má s llamativo para Alex fueron las dos imá genes, pertenecientes a un indio americano y a un conquistador españ ol, en sendos medallones que remataban el retablo en su cú spide. Tuvo que ser encargado por algú n lugareñ o que prosperó en las Indias tras la conquista y regresó con una pequeñ a fortuna, pensó.

No habí an finalizado su somera inspecció n del entorno cuando un sonido extrañ o les impresionó, Alex reconoció el mismo sonido que a ella le habí a atraí do. Procedí a de la torre.

–Yo he oí do eso antes. En aquella casa. –Se apretó contra el cuerpo del mé dico.

–Lo ú nico que quieren es asustarnos –dijo el mé dico–. Reconoce –agregó dirigié ndose a Alex– que con aquella trampa no te hubieran matado. Quizá un buen golpe y alguna contusió n, eso sí, o como mucho una pierna rota, pero no era fá cil que hubiera pasado de ahí.

–Es verdad –intervino Javier–. Ademá s, el alero se desplomó justo antes de que pasá ramos por debajo, só lo necesitaban unos segundos má s para hacerlo caer sobre nosotros.

–Puede que tengá is razó n –dijo Alex sin demasiada confianza. El razonamiento del doctor Salvatierra y del agente no la convencí a. Allí habí a alguien que podí a dañ arles, no lo habí a hecho hasta ahora pero eso no querí a decir que siempre tuvieran tanta suerte.

De pronto el sonido desapareció tal como habí a llegado a sus oí dos. Aunque eso no les tranquilizó, se miraron expectantes. ¿ Ahora qué?, parecí an decirse con los ojos. El mé dico le apretó la mano a Alex, Javier se habí a acercado a ellos.

–Debemos empezar, es tarde –recordó el agente.

Sus pupilas se habí an acostumbrado a la escasa luz elé ctrica de las lá mparas y ya apreciaban con claridad los contornos de los bancos, el perfil horizontal del altar, el muro de ladrillos que cerraba la iglesia bajo el coro, el propio coro, de madera oscura.

–Sí, sigamos con lo que nos ha traí do –añ adió el mé dico–, sea lo que fuere, aú n no está aquí. Lo importante es que no nos separemos.

Luego, el doctor Salvatierra señ aló el retablo sin decir ni una palabra má s y se dirigió hacia allí con decisió n. Alex y Javier le vieron alejarse hasta el fondo de la nave. Acto seguido, la inglesa se dio la vuelta y se fijó en la puerta, era mejor comenzar por el principio. La madera habí a perdido el brillo del barniz, desvió la mirada hacia los bancos má s cercanos, tambié n aparecí an descuidados. Quien quiera que cuide de aquello no se preocupa de su conservació n. Junto a la puerta descubrió una frase, en realidad una palabra, escrita en uno de los sillares de la pared, justo a la altura de sus ojos. AOUESTEDIEUX.

–¡ ¿ Podé is venir un momento?!

Javier se volvió, se habí a retirado unos metros, hasta situarse bajo el coro. Alex le hací a señ ales. Al agente le fastidiaba ese tono de exigencia en sus palabras pero gruñ ó una respuesta, algo así como ¡ ya va! o ¡ ahora! La inglesa no lo entendió aunque le vio acercarse.

–¿ Qué puedes leer aquí? Podrí a ser castellano antiguo, no conozco tanto vuestra lengua, o tal vez francé s.

–Aqueste... –dijo Javier–, no sé, no logro descifrarlo.

El mé dico continuaba ante el retablo.

–¡ Doctor!

Alex preferí a la opinió n del mé dico. Confiaba má s en este hombre que en cualquier otro, le habí a salvado la vida pese a..., se obligó a no pensar en aquello. Aú n le atormentaba.

–Sí, parece que han escrito «aqueste», pero el resto de la frase se me escapa tambié n –confesó el mé dico–; Dieu es Dios en francé s.

Entretanto, el agente habí a extraí do un aparato de su mochila.

–¿ Eso para qué es?

–Es un scanner. Quizá un examen detenido a una resolució n mayor arrojarí a algo de luz.

Pasó el instrumento de izquierda a derecha a lo largo de toda la palabra y despué s lo conectó a su PDA y lo envió por correo electró nico a una oficina del CNI en Madrid. En ese instante, la luz se apagó con un chisporroteo.

 

Azî m el Harrak gritaba colé rico. El infiel a su servicio le habí a comunicado que todas las agencias de informació n está n al tanto de su operació n y en estos momentos trabajan en colaboració n. Desconocí a có mo alcanzaron ese nivel de cooperació n, pero no era nada bueno para la ejecució n del Dí a del Juicio Final.

–Debes pegarte a ellos en todo momento.

–Señ or, no sé si podré. No se fí an de nadie –le aseguró el infiel.

–No me pongas excusas... –bramó El Harrak–. Hasta que el documento esté en nuestro poder estará s comprometido al cien por c1en.

La voz calló al otro lado del telé fono.

–¿ Entendido?

–De acuerdo, señ or.

–Respecto a la mujer, Nasiff ya la tiene en lugar seguro. En cuanto el mé dico nos confirme que ha conseguido el manuscrito, deberá s trasladarte al lugar elegido para el intercambio. Me interesa que tú esté s presente, serí a fá cil engañ ar a mis hombres con otro documento de similares caracterí sticas... Si todo va segú n lo acordado, Alá sabrá recompensarte –agregó condescendiente–, sin embargo guá rdate bien si las cosas no se solucionan como esperamos.

El terrorista cortó la comunicació n aú n enojado. Dejó sobre la mesa el arma con la que jugaba a menudo y, con un gesto mohí no, abrió en su pantalla el localizador de la zona de intercambio. Allí, sobre lí neas que se entrecruzaban, pardeaban varios puntos verdes y uno, mayor que los demá s, de color rojo. Era la secuestrada. Todas sus esperanzas residí an en esa mujer y, sobre todo, en el amor que sentí a el mé dico por ella. Si el doctor era capaz de encontrar el manuscrito y entregarlo a cambio de la vida de su esposa, comenzarí a la ú ltima fase de un plan largamente elaborado.

–Por fin veremos cumplidos nuestros sueñ os, aunque sea tres añ os despué s –se regocijó mientras saboreaba un té cargado y caliente, y observaba el trá fico a sus pies, en la Quinta Avenida.

 

La iglesia habí a quedado a oscuras. La poca luz que filtraban las vidrieras de colores de los ventanales permití a una escasa claridad grisá cea, lo que le devolvió al templo el aspecto tenebroso que les impactó cuando flanquearon la entrada. A los tres les pilló juntos, unos a otros se agarraron de las manos. Si tiene que pasar algo será ahora. El mé dico respiraba agitadamente. Apretó la mano de Alex y é sta le devolvió el gesto, despué s se estrecharon el uno contra el otro. A la inglesa tambié n le asustaba la situació n.

–Sin luz no vamos a poder continuar la bú squeda –se lamentó

Alex.

El agente extrajo del bolsillo su linterna y la encendió dirigié ndola hacia sus dos compañ eros. La luz les cegó por un momento.

–Aparta eso –protestó Alex.

–Creo que con esto podremos seguir –dijo Javier orientando el haz de luz hacia la nave.

De pronto oyeron un estruendo.

–Vienen a por nosotros. –La inglesa dio un paso atrá s tirando hacia sí del brazo del mé dico.

El sonido procedí a de todas partes. Vigilaron en derredor, apretujá ndose los tres entre sí mientras Javier dirigí a la linterna hacia todos lados. Pero no descubrieron ningú n movimiento en la iglesia.

–¡ Ya está bien! Sé que está is intentando asustarnos. –La voz del agente resonaba en las paredes–. ¡ Hemos venido a buscar algo y hasta que no lo encontremos no nos vamos a marchar! Así que ya podé is seguir con vuestras bromitas.

Guardó silencio, esperando quizá alguna respuesta, de cualquier tipo. Nada, todo continuaba igual.

–Se lo hemos dicho ya, ¿ no? –Dirigió el haz de luz a sus compañ eros para verles–. Ahora continuemos, tu esposa nos está esperando.

–Terminemos cuanto antes –dijo apresuradamente el mé dico–. Asegú rate Javier de que las puertas está n cerradas, al menos no podrá n entrar, ya veremos có mo salimos má s tarde.

El agente corrió a cumplir la orden.

–Alex, tú has leí do el libro. Piensa có mo lo harí a el autor, recuerda la frase y busca una intuició n, tú eres la experta y no tenemos tiempo para má s. –Le puso las manos en los hombros–. Recuerda la historia, imagí nate aquella é poca, en esta iglesia. Donde se asienta la madre sobre Roma. ¿ Quié n es la madre? ¿ Es su madre?

Cerrados los ojos, por la memoria de Alex se sucedí a la historia de los padres del monje, sus sacrificios, su dolor, el manuscrito. Se veí a a sí misma, veí a la iglesia, la diosa madre, el amor de una madre, el sacrificio tambié n...

–Es la Virgen –dijo en un susurro–. La madre es la Virgen Marí a.

Unos metros por detrá s, el agente atravesaba unos bancos delante de la puerta por la que habí an accedido al templo. Má s tarde deberá encargarse de otra má s pequeñ a que sirve para acceder a la torre, aunque confiaba que de aquella no escapara ninguna sorpresa.

–Y si la Madre es la Virgen, ¿ dó nde está Roma? ¿ Qué es Roma? –Preguntó el mé dico a Alex, que permanecí a como en trance, con los pá rpados cerrados.

–Roma tiene que ser una idea, un concepto. No se refiere a la ciudad, ni al Vaticano, es un sí mbolo... Se trata de una señ al, una Virgen sentada en el trono..., que supera las viejas tesis de los Papas de Roma, que triunfa. Es una Virgen coronada sobre algo... sobre...

En ese momento Javier se giró. La pequeñ a puerta se encontraba enfrente de la primera. Se acercó, arrojó la vela de un cirio y usó el soporte para obstruir la apertura, en la mano sujetaba la linterna, luego se alejó un par de pasos hacia atrá s como temiendo que de aquella puerta pudiera surgir algú n monstruo.

–No lo sé, no he visto nada aú n de la iglesia. Es una Virgen coronada, de eso no hay duda pero tenemos que buscar...

–No hay tiempo Alex, tiene que ser ya...

El haz de luz se detuvo en ese instante sobre la pequeñ a puerta de la torre. A unos cuatro metros de altura, entronizada en un arco de medio punto, una figura pequeñ a, de apenas medio metro, encima de una columna con capitel de indiscutible procedencia romana.

–Aquí es... –rugió Javier–. La hemos encontrado.

La inglesa abrió los ojos, se volvió y miró hacia donde señ alaba el agente. Allí estaba: la Virgen coronada que se asentaba sobre Roma, triunfante, sonriente y poderosa. Una imagen de la Virgen sobre un capitel de ascendencia latina.

–¡ La siguiente frase!

 

 

El guardiá n de Roma se ensucia las manos al vigilar.

 

 

–Otro acertijo de estos y no... –se quejaba Alex cuando un estallido los paralizó. ¡ Un disparo!

Javier enfocó al mé dico y a Alex, se mantení an de pie y juntos, quienesquiera que fuesen persistí an en su actitud de no dañ arles. Dirigió la linterna hacia los muros preguntá ndose desde dó nde dispararon, en el interior de la nave só lo estaban ellos. Despué s orientó el haz de luz hacia el coro y, finalmente, al retablo. Nadie, era imposible.

El silencio que sobrevino fue má s opresivo que la descarga, alguien disponí a de un arma y la habí a utilizado. En medio de esa calma incierta se infiltró en todos la sensació n de que en cualquier momento podrí an morir, al doctor Salvatierra aquella impresió n de hallarse en manos de desconocidos le paralizaba los mú sculos. Se frotó el muslo derecho, un hormigueo le recorrí a las piernas de arriba abajo, sintió una sacudida, como una corriente elé ctrica, y se derrumbó sobre un banco. La inglesa ni siquiera acertó a sujetarle y el golpe de su espalda contra el asiento resonó en los muros.

–¡ Javier, ayú dame! –Gritó Alex.

El agente corrió junto al mé dico.

–Alú mbranos.

La linterna palidecí a su semblante, era normal que la luz amarilleara su cara pero no hasta ese extremo. Javier le tomó el pulso, no bajaba de ciento diez. El mé dico resollaba y sudaba abundantemente por el cuero cabelludo, Alex sacó un pañ uelo de papel de su bolso y le secó la frente.

–Tienes que reposar y tomar algo, no hemos comido nada desde esta mañ ana.

El mé dico negó con un gesto. Aunque por unos segundos se habí a visto arrojado a un pozo negro ahora volví a poco a poco en sí y lo primero que recuperó no fue la sensació n de que se encontraba en peligro sino la impresió n de que el riesgo era mucho mayor para Silvia. La muerte la acecha, hay que actuar. Se apoyó en el respaldo del banco y en el antebrazo que le ofrecí a Javier y se alzó con lentitud.

–No tenemos tiempo, encontremos lo que hemos venido a buscar... –les rogó a media voz.

Alex se conmovió. Le emocionaba la determinació n que el amor sin lí mites hacia Silvia le conferí a, el doctor Salvatierra amaba profundamente a su mujer, la mayorí a de los hombres fanfarroneaban, é l entregaba todo lo que poseí a por su esposa con honestidad, asustado aunque dispuesto a resistir.

–El guardiá n de Roma no puede ser otro que la piedra sobre la que se asentó la Iglesia cató lica, San Pedro –explicó Alex.

El mé dico la dirigió una mirada de agradecimiento.

–Antes de llegar a ese punto debemos averiguar qué nos dice la Virgen, puede señ alar un sitio, esconder alguna nueva pista.

En ese momento oyeron unos pasos, procedí an de la torre.

–No tenemos tiempo de elucubraciones. ¿ Qué quieres hacer? ¿ Analizar, explorar, sistematizar la informació n para averiguar si hay un puñ etero error en todo esto? –Protestó Javier–. ¡ Hagá moslo de una vez y marché monos!

–Vale, busquemos ese manuscrito... –le gritó la inglesa.

–Bien –replicó el agente.

–Bien –insistió ella.

Los pasos se habí an detenido. El mé dico les contempló a ambos, habí a que poner algo de cordura en esta situació n.

–Esa persona... –señ alaba hacia la puerta de la torre–, esa persona, o personas, intenta impedirnos ayudar a mi mujer. Silvia está en peligro y yo no sé si llegaré a tiempo para... –se dirigió a Javier–, tú eres un profesional. Deberí as mostrarte frí o en situaciones como é sta, mucho má s que cualquiera de nosotros. –El agente iba a contestar pero el mé dico no se lo permitió –. Y tú, Alex, no eres una chiquilla. Quieres encontrar a quien asesinó a tu padre y a ese Tyler ¿ No es así? Para eso tendrá s que tener paciencia y no dejarte llevar por el miedo y...

El sonido de un golpe en la puerta de la torre le interrumpió.

–Quieren entrar... –Javier se precipitó hacia la puerta seguido por Alex y el mé dico. Sonaron varios impactos má s.

–Parece que la teorí a del susto no era completamente acertada –vociferó la inglesa.

–¡ Otro banco! –El agente señ aló hacia los asientos de madera.

Agarraron uno de los bancos y lo apoyaron contra la puerta junto a los otros dos que Javier usó minutos antes para obstruir la puerta. Resistirá, se dijo el mé dico.

–Alex, siempre hay una salida para todo.

–Sí, en nuestro caso, la salida tiene que ser esa –dijo el agente mientras revelaba la localizació n de una abertura–, bajo la escultura de la Virgen, eso debe ser una señ al...

Se trataba de una especie de hendidura de no má s de medio metro de ancho, hasta ahora no la habí an advertido porque la ocultaba parcialmente el confesionario. Javier cogió la linterna y la dirigió hacia la cavidad oscura que se adivinaba detrá s.

–No tenemos otra opció n.

El agente fue el primero en entrar. Se trataba de un diminuto cuarto, de no má s de tres metros cuadrados, que tan solo albergaba una pila bautismal de piedra. No parecí a que allí hubiera una forma de salir. Los otros dos entraron apresuradamente y se encontraron con el mismo panorama desolador.

–¿ Y esta es la salida? No se te podí a haber ocurrido otra cosa James Bond –se burló Alex.

 

El director de Operaciones del CNI no tuvo otra opció n que claudicar ante la presió n del resto de las agencias de informació n, naturalmente aseguró que la misió n encomendada era hallar el manuscrito para alejarlo de las manos de los terroristas. En ningú n momento se le ocurrió decir que su interé s tambié n tení a mucho de personal.

–Á lvarez, debo agradecerte tu colaboració n en este trabajo –concedió el director del MI6 una vez finalizada la reunió n conjunta–. Sé que para ti no ha debido de ser fá cil pero cré eme si te digo que tu informació n será recompensada... si llegamos a tiempo.

El director de Operaciones del CNI no soportaba que lo trataran con esa clase de condescendencia.

–Escú chame bien Sawford. He accedido a compartir mi informació n porque me tení as entre la espada y la pared. Sin embargo, tenlo claro, no voy a consentir que juegues conmigo. Yo no soy como esos, te lo advierto.

–Entendido. Estaré atento –concluyó el director del MI6, dando por cerrada la comunicació n.

Esperó a que la pantalla se apagara y se volvió al comisario Eagan.

–¿ Qué te parece nuestro amigo?

–Nos hemos entrometido en sus asuntos, y eso nos podrí a costar un disgusto.

Sawford no estaba de acuerdo.

–Dé jalo que juegue. Es un lobo sin colmillos. Ladra mucho, eso es todo –aseguró –. Y volviendo al operativo, ¿ formará s parte de é l?

–Creí que no me lo ibas a pedir nunca.

–Nunca hemos sido amigos, es verdad. Pero te lo has merecido.

–Gracias, hombre, por reconocerlo –contestó Eagan con una sonrisa forzada–. ¿ Y por dó nde empezamos?

El director de la agencia britá nica evitó una respuesta clara.

–De momento, deberemos tener los oí dos bien abiertos. El agente infiltrado del CNI españ ol nos mantendrá al dí a de todo lo que ocurra; los terroristas se pondrá n en contacto con ellos en algú n momento para acordar lugar, dí a y hora del intercambio. Ese será el momento de interceptarlos

–¿ Y despué s? ¿ Cuá ndo lo tengamos?

–Tenemos un encargo real, ¿ no es así?

El comisario sonrió, Ya imaginaba que el viejo Sawford no iba a cumplir con su palabra, no se trataba ú nicamente de los terroristas.

 

En aquel cubí culo sin ventilació n sus respiraciones retumbaban en los muros de piedra. Por el contrario, el ruido del exterior apenas se oí a, amortiguado por esas mismas paredes. Javier se situó en el centro de la minú scula habitació n y echó un rá pido vistazo alrededor, enfocando con la linterna en todas direcciones. Por má s vueltas que daba no existí a una alternativa para salir, excepto la de regresar a la nave de la iglesia. Alex observaba enfadada. É l les habí a metido en este atolladero y é l, pensaba, les tendrí a que sacar. Se sentó de espaldas a la pila bautismal con los brazos recogidos sobre su regazo y cerró los ojos, estaba cansada, hambrienta y enfadada con Javier y consigo misma. No comprendí a qué hací a allí, a mil kiló metros de su casa, el cadá ver de su padre estarí a ahora volando hacia Londres, ¿ deberí a haberle acompañ ado? Levantó la barbilla y se encontró con la mirada del doctor, parecí a abatido. Le recordó en el museo frente al cañ ó n del arma de Jeff, le querí a disparar, le hubiera disparado, pero su compasió n, ¡ é l se compadecí a de ella! Su ternura la emocionó.

Luego estaba Javier, se dijo con hastí o, tanta riñ a con é l la extenuaba.

–Estamos encerrados, no hay má s salidas, admí telo.

El agente permanecí a de espaldas y ni siquiera se volvió para responder. Alex sonrió, despué s sintió un escalofrí o y se arrebujó en su chaqueta. Hace frí o aquí, ¿ no deberí a...? Fue como una chispa, el conocimiento le llegó sin má s, existe una corriente de aire que nace en el suelo, junto a la pila, y penetra por las aberturas de su chaqueta y le pone los vellos de punta. Se levantó como un resorte.

–¡ En el suelo, en el suelo!

Alex moví a frené ticamente las manos señ alando la pila bautismal.

–¡ Junto a la pila aire, aire junto a la pila!

Javier y el mé dico la miraron desconcertados, al principio no comprendí an a qué se referí a; despué s el agente reaccionó, se agachó y puso la mano sobre el empedrado. Efectivamente, entre las grietas de las losas colocadas alrededor de la pila emergí a una pequeñ a corriente de aire subterrá nea. Existí a una salida debajo, ¿ pero có mo llegar a ella? El doctor Salvatierra se acercó a la pila, ¿ y si esto fuera la solució n?

–Qué decí a el ú ltimo poema.

Javier fue a coger la PDA y las palabras de Alex le detuvieron.

–El guardiá n de Roma se ensucia las manos al vigilar.

Sonrió y señ aló hacia la pared, frente a la pila. Hací a rato que lo habí a visto pero no habí a caí do en la cuenta de ello hasta ese momento.

–Tenemos la solució n al enigma del vigilante con las manos sucias.

Sus acompañ antes desviaron la mirada hacia dó nde indicaba el mé dico.

–Allí tené is a San Pedro con las manos negras, unas manos que señ alan a la pila bautismal. Es el camino. Lo habé is encontrado sin recurrir siquiera a la cita.

El doctor Salvatierra se referí a a una imagen de poco má s de cincuenta centí metros encastrada en la pared a unos tres metros de altura. Las manos del santo habí an sido pintadas de negro como si se tratase de guantes.

Javier y Alex se volvieron entonces hacia la pila. Debí a tener cientos de añ os, quizá s los mismos que la iglesia, pensó la inglesa. En su base habí an esculpido unos marcos acabados en arcos de medio punto, igual que el que resguardaba a la Virgen de la columna. Eran ocho, pero a primera vista só lo cuatro estaban ocupados. Contení an tres figuras humanas, la primera portando una cruz, y las otras dos sosteniendo en un cuarto marco, situado entre ellas, un gran libro.

–Podrí a ser el manuscrito –aventuró Alex.

–O la Biblia –replicó el agente.

–En cualquier caso, la clave está aquí, no tenemos otra opció n; ahora hay que descubrir có mo abrir la puerta.

–¿ La puerta?

A Javier aquello no le decí a nada. Alex, por el contrario, lo comprendió en seguida.

–Para los cristianos el bautismo es una iniciació n –explicó la inglesa–, a travé s de este sacramento acceden a la comunidad de la los sí mbolos eran fundamentales, se utilizaban para todo, y qué mejor sí mbolo que é ste para esconder una puerta; só lo alguien con los conocimientos adecuados podrí a interpretarlo de la forma...

Un fuerte golpe en la nave interrumpió a Alex, quienquiera que fuese habí a conseguido atravesar la puerta de la torre.

–Está n cerca. Apresuré monos. –La situació n se volví a má s complicada para todos, el mé dico agarró del brazo a Javier–. ¡ La siguiente cita!

 

 

Las palabras del comienzo te será n ú tiles para bajar al inframundo.

 

 

–¡ ¿ Qué palabras?! ¡ ¿ Qué principio?! ¡ ¿ El del libro?! ¡ ¿ El de la guí a?!

Las preguntas de Alex resonaron en la diminuta sala bautismal, despué s el sonido de unos pasos evidenció la cercaní a de su perseguidor, ahora parecí a obvio que ú nicamente se trataba de una persona. El agente se colocó en la entrada y se llevó la mano a la cintura, donde portaba su pistola.

–No, Javier –la mano del doctor le detuvo–, no podemos hacerlo a toda costa.

El agente asintió con un gesto y el mé dico retiró la mano. De todas formas Javier sacó el arma, levantó el cañ ó n hacia el techo e hizo un barrido por la nave con la linterna que portaba en la otra mano.

¡ No habí a nadie!

–¡ Ha desaparecido!

El mé dico se volvió hacia Alex.

–Tengo una corazonada. Esa frase, la que encontraste en la entrada, ¿ có mo decí a?

La inglesa sacó una libreta en la que habí a apuntado la palabra. AOUESTEDIUEX.

–Tiene que significar algo. La escribieron junto a la puerta, al comienzo de la iglesia. Debe ayudar.

Alex comprendió a qué se referí a.

–Pero la cita dice palabras, no palabra.

El mé dico confirmó mientras reflexionaba. ¿ Qué podí a significar? ¿ Eran varias palabras? ¿ En qué idioma? No disponí an de tiempo para detenerse en esos detalles y el doctor Salvatierra lo sabí a. Sacudió la cabeza apesadumbrado y se sentó, sentí a que aquello se acababa.

–Vamos, doctor, no te rindas, seguro que encontramos la solució n –Alex no se iba a dar por vencida–. ¡ Javier, la linterna!

El agente se giró y la miró con extrañ eza.

–¿ Có mo la linterna? ¿ Y ese?

–Nos hace falta aquí.

Javier permaneció en silencio. Desde donde estaba no podí a ver a Alex ni al mé dico, la luz no alcanzaba hasta allí, si le entregaba la linterna el desconocido tendrí a ventaja sobre ellos, é l debí a conocer perfectamente la iglesia. No iba a dejar a oscuras la nave, sin vigilancia estaban perdidos.

–¡ Toma! –El agente apuntó a Alex con la linterna y le arrojó la PDA–. Apá ñ ate con esto.

La pantalla de la PDA apenas iluminaba y ademá s no contaban con tiempo. Aú n así, Alex se agachó junto a la pila bautismal y comenzó a buscar en la base de piedra. Examinaba uno a uno los ocho lados mientras el mé dico permanecí a sentado observá ndola, sin conocer qué trataban de averiguar no llegarí an a ninguna parte, se lamentaba el doctor.

Una vibració n interrumpió el trabajo de Alex. Era un correo electró nico en la PDA. Miró a Javier, el agente no se habí a percatado, seguí a atento a cualquier movimiento que se produjera, temí a, imaginaba la inglesa, que en cualquier momento intentasen atacarles, y no le falta razó n.

–Tienes un mensaje en tu mó vil.

Javier asintió sin darle importancia, qué má s daba en una situació n como esa, podrí an matarlos en este momento, ¿ por qué se preocupaba por un mensaje? Se volvió de pronto.

–Puede ser de la oficina, envié un correo con la imagen escaneada. Á brelo. –Javier regresó de nuevo a su vigilancia, de reojo creyó percibir el movimiento de una sombra mientras hablaba con Alex y ahora no estaba seguro.

La inglesa pulsó el icono del mensaje y é ste se desplegó.

«Agente Dá vila al aumentar la imagen hemos descubierto que algunas letras se han borrado con el paso del tiempo. El resultado de nuestro estudio es el siguiente:

 

 

AOUESTEDIUEX

LÀ OÙ EST8DIUEX».

 

 

Como supone es francé s. Là où est huit diuex, Ahí dó nde es ocho dioses».

–¡ Lo tenemos!

El mé dico se irguió en un movimiento que a Alex le pareció sorprendente para su edad y, sobre todo, para su estado aní mico, y se acercó hasta la pila bautismal.

–Comienza por la imagen del manuscrito hacia la derecha, la izquierda es el pecado. Busca un ocho, tenemos que encontrar un ocho.

Alex se arrodilló e inició la bú squeda con la mirada del doctor persiguié ndola, sin embargo, acabó una vuelta completa a la pila bautismal sin hallar el ocho ni ningú n otro nú mero. De rodillas giró la cabeza hacia atrá s para ver al mé dico, é ste mantení a la vista fija en algú n punto en concreto de la pila, Alex siguió la direcció n de su mirada, ¿ qué habí a encontrado? Sus ojos se detuvieron en la imagen del manuscrito, no habí a nada que ver, una serie de letras y ningú n ocho. Acercó la pantalla de la PDA y forzó un poco la vista, ahí estaba, en una esquina, muy pequeñ o, no era un ocho sino 8 el sí mbolo del infinito.

–¡ Lo hemos encontrado! –Gritó Alex.

–No puede ser. ¿ Có mo va a ser?

–¿ El qué? Hemos encontrado la pista que nos daba la frase, ademá s no resultaba muy ló gico eso de ocho dioses.

–No lo entiendes, no puede ser. El sí mbolo del infinito no fue usado hasta casi el siglo XVIII. ¡ ¿ Có mo pudieron esculpirlo en la Edad Media?!

Alex no le contestó, querí a acabar con aquello cuanto antes. Pulsó sobre el sí mbolo del infinito y oyó un clic seguido del movimiento de varios engranajes.

–Lo hemos encontrado, esto se mueve Javier.

Las piedras que circundaban la pila comenzaron a separarse, deslizá ndose una debajo de la otra hasta construir una escalera de caracol.

–¡ Bajad! –Ordenó Javier desde la entrada.

La inglesa y el mé dico se precipitaron hacia la intensa oscuridad del subsuelo. Unos pasos por detrá s les seguí a Javier, afortunadamente el desconocido no habí a dado nuevas señ ales de vida. Cuando alcanzaron el piso inferior, volvieron a oí r el mismo sonido que precedió a la apertura de las losas.

Estaban atrapados.

 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.