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Capítulo X



 

 

La pantalla emití a un brillo intenso sobre el rostro del mé dico. Desde el ú ltimo mensaje de Silvia habí a permanecido en silencio sentado en el incó modo sofá meditando. ¿ Qué podí a hacer por ella? ¿ Qué habí a pasado para llegar a esta situació n? ¿ Silvia desaparecerí a como David? ¿ Dó nde está David? Todas esas preguntas y má s se hizo durante aquella mañ ana. Fuera el sol se mostraba generoso con los habitantes de San Petersburgo, quienes, poco acostumbrados a sus caricias en esta estació n del añ o, salí an a pasear de la mano de sus parejas y acompañ ados de sus hijos. El doctor Salvatierra los contemplaba a travé s de la ventana, eran felices, tan felices como é l lo habí a sido tambié n, no ahora, en otra é poca, en aquellos añ os en que David correteaba entre ellos. Es verdad que a é l nunca le gustó ejercer de padre amoroso que sale a pasear por los parques y los domingos invita a comer. Silvia a veces lo sacaba a rastras. Pero tampoco habí a sido un mal padre, por lo menos hasta la adolescencia de David. Ahora comprendí a que no supo entenderle, ya era tarde, se lamentaba. Y el error se multiplicó luego con Silvia, ¿ de quié n es la culpa cuando las cosas van mal con un hijo? La iba a perder, estaba seguro de ello. En realidad ya la habí a perdido hace un añ o, cuando lo abandonó en Madrid.

–Cuando quieras empezamos –repitió Javier.

El doctor Salvatierra no le habí a oí do la primera vez. Le miró a los ojos. Javier lo encontró desgastado, mayor, habí a malgastado mucha de la firmeza que descubrió en é l en los ú ltimos dí as.

–¿ Comenzamos? –Insistió.

Alex los contempló. Ella tambié n experimentaba la necesidad de averiguar el paradero del documento, alguien debí a morir por su padre. Ese era su objetivo, no habí a otro. Se preguntó qué estarí an cuchicheando en el Museo Britá nico despué s de tantos dí as sin dar señ ales de vida. En realidad daba igual, siempre habí a sido un poco hurañ a.

–Este es el documento –dijo Javier mientras pulsaba con el rató n en el icono de la pantalla del hotel ruso.

Ante ellos se desplegó un pdf. Era un libro escaneado con una portada de color tierra en un tono parecido al cuero viejo. El interior contení a una serie de dibujos con detalles en verde, azul y rojo, e inmensas letras con curvas, lazos, vueltas y revueltas algo cargantes por todos lados, o eso le pareció al mé dico, que no era experto en la materia. Su autor puso considerable tiempo y esmero en la caligrafí a.

–Lá stima que no dispongamos del original –lamentó el agente. Javier hubiera preferido sentir en sus manos la textura rugosa del papel, seguramente confeccionado con piel de cordero, y extasiarse con los olores añ ejos que debí a desprender un documento de esa antigü edad.

Tanto el tí tulo como el contenido habí an sido escritos en una lengua incomprensible para los tres. No obstante, pudieron identificarla, era castellano antiguo.

–¿ Có mo lo traducimos ahora? –Preguntó Alex un tanto decepcionada.

Javier pulsó sobre la portada del libro y se abrió una ventana diminuta con una lí nea en blanco, necesitaban una contraseñ a.

–¿ Cuá ntos espacios tiene?

El agente contó para sí y respondió que ocho.

–Prueba con SSalSCos

Javier introdujo las letras y el archivo se cerró ante el desconcierto de los tres.

–¡ Qué ha pasado! –Exclamó el doctor.

Javier levantó la mano reclamando paciencia. Dos segundos despué s el archivo se abrió de nuevo, esta vez traducido.

«De cuando Dios se levantará para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor », ese era el tí tulo del libro. Un historiador pensarí a que se trataba de un libro sumamente extrañ o para haber sido escrito en Burgos, y má s concretamente en el Monasterio de Silos, a pocos kiló metros entonces de una frontera levantada en armas para contrarrestar la invasió n de los sarracenos, reflexionó Alex.

–Debe ser bastante antiguo –murmuró pronunciando las palabras muy despacio y con vacilaciones, como si temiera que su voz fuese a romper el hechizo que les transmití a el libro desde una Castilla perdida en los confines del tiempo.

El mé dico echó una ojeada al nú mero de pá ginas.

–Ciento cuarenta y siete pá ginas –comprobó con pesadumbre–. Esto nos llevará un buen rato –añ adió apartá ndose de la pantalla–. Quizá fuese mejor que uno de vosotros leyera.

Alex y el agente se miraron. El brillo en el fondo del iris de Javier era suficientemente claro, é l querí a ser quien les trajese las palabras desde el pasado. La inglesa le sonrió y movió la cabeza en un gesto inapreciable, concedié ndole el lugar principal ante la pantalla.

–No vayas muy deprisa –lo previno Alex, tratando de mostrar que habí a accedido a cederle el puesto, y no que é l se lo habí a arrebatado. El agente obvió el comentario, decidido a comenzar la narració n inmediatamente.

–Esta obra contiene una historia, una historia de un noble caballero y una hermosa mujer, ambos amados entre sí, mas obligados a ocultar su amor, un amor que atravesarí a las puertas de la muerte y que darí a un fruto inigualable. Trata de sus vidas, del amor que se profesaron durante tantos y tantos inviernos, y del fruto que cuidaron bajo su seno, un fruto del que brotará algú n dí a el á rbol del bien y el mal, como aquel que un dí a germinara en el Edé n, y del que Adá n y Eva no debieron probar un bocado. –Leyó el agente.

–No entiendo absolutamente nada. –Criticó la inglesa sin que sus compañ eros pudieran interpretar si hablaba del contenido del libro o si, por el contrario, se referí a a la pronunciació n del agente, un tanto confusa.

–Yo lo hago todo lo bien que puedo.

–Dé jalo. Sigue. –Acabó por decir Alex ofuscada.

Javier prosiguió:

Mi relato comienza tras la famosa toma de Jerusalé n. Este caballero cristiano y castellano participó de la batalla venciendo en buena lid a sus adversarios, mas no fue su ú nica labor en Tierra Santa. Su valor y coraje le llevaron a salvar de un vil y cobarde ataque a una joven dama de rostro cobrizo y ojos glaucos, una princesa mora que añ os despué s abandonarí a su fe por el amor del caballero.

–Parece una novela rosa. –Interrumpió Alex.

El agente le dirigió una mirada irritada por los continuos paré ntesis en su narració n. Luego reemprendió su lectura.

–Al no disponer de quien defendiera su honor, pues la dama perdió a su familia en la contienda, el valeroso caballero se ofreció a protegerla y ayudarla en el porvenir. La dama mora no podí a má s que aceptar la generosa proposició n del caballero, y ambos partieron prontamente de Tierra Santa acompañ ados por un escudero, quien durante el viaje hizo las veces de mozo y servidor en toda tarea que le era encomendada. En ese caminar atravesando tierras de llanuras inabarcables y terrenos pedregosos, donde el hombre es un animal má s en busca de su supervivencia, surgió una llama de amor puro entre dama y caballero, mas como el caballero ademá s de noble, era honesto y no un vulgar asaltador de camas ajenas, el respeto má s limpio se estableció entre hombre y mujer. Tan só lo miradas encendidas de pasió n y palabras obsequiosas se atrevieron a romper el grueso muro que los buenos cristianos han de interponer en una relació n no santificada. Y en esas anduvieron durante dí as y semanas, durmiendo bajo el cielo turquesa, comiendo las má s de las veces de aquello que la naturaleza les proporcionaba y soñ ando con un futuro que bendijera el sacramento del matrimonio. Sin embargo, aquellos dí as de felicidad morirí an cuando el caballero pisó el suelo de la casa de sus antepasados. Su padre, su madre, sus tí as, el obispo, las comadres... el pueblo entero encontró en esa bella dama la encarnació n del demonio. La infiel debe permanecer en su lugar, dijeron sus padres ante la idea de un matrimonio. Sus tí as consideraban que la infiel habí a de regresar con los suyos. La infiel se comprometerá en la religió n verdadera con gesto contrito, mandaba el obispo. Entretanto, ambos amantes dormí an bajo techos distintos y soñ aban con el cuerpo del otro, arrebatado por la ignorancia. Hombre y mujer, obligados a permanecer alejados, vivieron vidas separadas durante algunos meses, mas aquella situació n no habrí a de durar por tiempo indefinido, porque la lujuria que nació en el fondo de sus ojos fue apoderá ndose de sus sentidos hasta hacerles pecar. Y el pecado se enredó en sus pies como la hiedra insana y subió por sus torsos, se enroscó en sus brazos y se aferró a sus mentes, hasta que, sin que nadie hubiese reparado en ello, la dama recibió en su vientre un fruto prohibido nacido de la pasió n consumada con el noble caballero...

–No decí a yo... una novela rosa. –Insistió Alex.

–A ver, Javier, pasa algunas pá ginas y busca algo que nos interese verdaderamente, no podemos perder má s tiempo. Este libro contiene las claves segú n Silvia, pues bien..., busquemos esas claves sin entretenernos en detalles vacuos.

El agente del CNI volvió a la pantalla con gesto adusto. Leyó para sí con rapidez, tratando de encontrar algo que hiciera referencia al manuscrito a medida que pasaba las pá ginas, y unas decenas de hojas despué s halló en el texto lo que podí a ser una alusió n.

–Aquí parece que he encontrado algo: «... y ella le descubrió un pergamino fabricado con piel de oveja cubierto de signos desconocidos para é l, probablemente nú meros o palabras en lengua á rabe. El documento, decí a su amante, ya era anciano cuando ella nació. Y debí a ser protegido, puesto que su poder era capaz de hacer brotar la semilla del mal hasta incendiar los corazones de los hombres en luchas fratricidas sin descanso... ».

El agente calló unos segundos. Parecí a que estuviera interiorizando el alcance de las palabras.

–Se refiere al manuscrito. «... Por eso es vital que lo escondamos donde no perjudique a tu pueblo ni al mí o, le dijo la bella dama a su amante enamorado. Despué s fueron a atender al pequeñ o fruto de sus entrañ as, que debí a anhelar en su cuna el cá lido tacto del pecho de su madre, fuente del vigor que má s adelante le harí a un muchacho fuerte y aplicado... –Javier levantó la cabeza de la pantalla–. Continú a hablando del niñ o unas pá ginas má s...

–No puede ser... Tiene que hablar del manuscrito –reiteró el mé dico desconcertado.

–Seguiré buscando. –El agente volvió a leer en la pantalla sobrevolando las palabras sin apenas rozarlas, sin detenerse en puntos y comas, rebuscando entre ellas alguna que diera razó n a la bú squeda emprendida, y no mucho má s tarde, casi al final ya del có dice, encontró un nueva referencia– ... Madre sufrí a mucho. La muerte de Padre la habí a dejado sumida en un estado de olvido continuo de la realidad. Su ú nico objeto era ya esa piel de oveja, por tantos añ os escondida, por tantos añ os vigilada. Llegó el dí a, como todo ha de llegar, hasta la muerte, en que el poder cambia de manos. En aquellas fechas Madre decí a que a mí me tocaba renovar la savia de los guardianes de la luz y las sombras, como ella solí a llamarse a sí misma. Insistí a una y otra vez en que mi misió n consistí a en preservar el contenido hasta que fuese el momento adecuado de entregarlo. Siempre pregunté, mas Madre nunca aclaró cuá ndo llegará el instante en qué yo deba cederlo y, má s importante aú n, a quié n deberé confiarlo. Parecí a acogerse a sagrado si trataba de sonsacarla. Y, como buen hijo es quien santifica a sus padres, yo acometí la tarea emprendida por Madre y renové sus votos de custodia. Los añ os pasaron y me hice viejo. Viví mucho tiempo y viví bien, Dios sea loado, pero ahora el poder de Oriente ha de pasar a otro guardiá n, como hizo Madre hace muchos inviernos conmigo. Lamentablemente, mi situació n es muy diferente. Centenares de ojos me acechan, saben que oculto algo y quieren arrebatá rmelo. No confí o en nadie. Mi fe só lo llega al abad aunque é l tampoco servirí a, sus muchos añ os al frente de la congregació n y sus numerosas obligaciones lo invalidan. Mi Dios me dice que obro acertadamente, tal vez me equivoque si bien no tengo elecció n. Que Dios me perdone si yerro.

El agente dejó de leer.

–¿ Ya está, ahí acaba? No entiendo que... –comenzó a decir el mé dico.

–Espera –le cortó Javier– aquí hay un lugar y una fecha: Santo Domingo de Silos, Añ o del Señ or de 1164.

–Eso no es decir mucho –insistió.

–Hay má s pá ginas, y ademá s son las que buscamos –añ adió entusiasmado Javier– pues empiezan con un tí tulo muy bien escogido: Guí a para la bú squeda del poder de Oriente.

Alex saltó entusiasmada. Aquello parecí a una aventura de niñ os o un juego de detectives, el mé dico sonrió por primera vez en mucho tiempo, por fin encontraban algo que podí a desenmarañ ar el lí o que se habí a formado en los ú ltimos dí as.

–Me parece que no va a ser tan fá cil, doctor. Se trata de una serie de pá rrafos dispuestos uno detrá s del otro, y son un poco desconcertantes –prosiguió el agente–, creo que cada uno forma una especie de clave que hay que descifrar.

–¿ Clave? –Preguntó Alex.

El agente la miró de nuevo. Hací a rato que se habí a olvidado de ella, pero desafortunadamente seguí a allí.

–Sí, clave. Comienza con estas palabras: Id a lo má s profundo del Valle de Fá ñ ez, en el pueblo de las dos cabezas que vigilan, y siguiendo mis huellas hallaré is el preciado secreto de los guardianes de la luz y las sombras.

–¿ Pero eso qué quiere decir? –Preguntó el mé dico descompuesto–. Có mo vamos a descifrarlo.

–No te preocupes, tampoco parece tan difí cil. Recuerda que no soy un principiante en esto de las investigaciones. Verá s có mo lo resolvemos.

–Sí –añ adió Alex, deseosa de meter baza–. Por lo pronto, podrí amos desplazarnos hasta Santo Domingo de Silos. El libro fue escrito en el monasterio, ¿ no es así?

Por extrañ o que pareciera Javier la secundó.

–Volvamos a Españ a e iniciemos la bú squeda en el mismo lugar dó nde se escribió la guí a.

El mé dico se levantó de la cama y asintió con un gesto breve. En realidad no existí a otra salida si querí a recuperar a su esposa, y é l lo sabí a.

 

Silvia se sentí a aterrorizada. Tení a la certeza de que eran faná ticos, probablemente de Al Qaeda, verdaderos depredadores que no dudarí an un minuto en sacrificarla si con ello creí an servir a su Dios. Ese fanatismo los hací a insobornables y al mismo tiempo les restaba cualquier atisbo de compasió n, porque ellos no huyen de la muerte, antes al contrario, abrazarla en su yihad les eleva directamente al Paraí so. Al menos en eso habí an puesto su fe.

La cientí fica comprendió el alcance de sus conjeturas: el ú nico que presentaba sí ntomas de debilidad era el traidor que la habí a perdido. Indudablemente é l no pertenecí a a la misma clase que los musulmanes, no estaba ahí por su fe; de hecho, Silvia apostaba por una absoluta falta de creencias. Dinero, lo normal es que fuera dinero, pero ¿ por qué Al Qaeda? Era cientí fico, podrí a conseguirlo sin necesidad de venderse, rumiaba mientras observaba los movimientos del inglé s que se habí a encargado del asesinato de Brian Anderson, no existí a otra opció n, tuvo que ser é l, lamentó la esposa del doctor Salvatierra.

–¿ Por qué? –Le preguntó sin rodeos.

–¿ Có mo?

–¿ Por qué? ¿ Por qué me haces esto?

–Por dinero, ¿ por qué si no? Todo lo mueve el dinero, ¿ qué esperabas?

La habí an amarrado al respaldo de la silla.

–El dinero te lo puede ofrecer cualquiera, ¡ oh, vamos!, no me digas que te has dejado comprar por unas mí seras libras.

–Por unas mí seras libras no, por una cantidad insultantemente indecente –respondió su captor con un leve titubeo.

–Ah, ya veo, hay algo má s –descubrió Silvia–. ¿ Deudas? ¿ Drogas?. ¿ Mujeres... hombres?.

El asesino de Anderson sonrió. Parecí a divertirle la situació n, no estaba acostumbrado a ser el centro de atenció n en una conversació n, y mucho menos a ser quien tiene la ú ltima palabra.

–Eso no te incumbe. Estoy aquí y basta –sentenció sin elevar la voz, como si ya lo tuviera todo ganado y no quisiera malgastar energí as en enfadarse–. Ahora prepá rate. Nos vamos.

–¿ Nos vamos? ¿ A dó nde?

–Sí, sí, ahora mismo te lo digo –contestó con sorna riendo de buena gana–. ¿ Crees que sigues siendo la princesita de papá, verdad? Aquí no eres la jefa de proyecto, sino una simple mercancí a, ú nicamente un paquete de acciones a intercambiar, y la mercancí a puede devolverse defectuosa, ¿ no es cierto? –El secuestrador soltó una carcajada coreado por los terroristas.

Silvia comprendió en ese instante que si no escapaba por sus propios medios, no saldrí a con vida de aquello.

 

Hací a rato que só lo atravesaban nubes. Era como volar a ras de suelo. El mé dico y el agente conocí an las brumas de Castilla, pero para Alex suponí a una nueva experiencia. Se habí an desplazado en avió n hasta Barcelona y alquilado allí un coche. Javier se obligó a frenar. Sonreí a al recordar la escena en el aeropuerto, el doctor Salvatierra se portó como un niñ o asustado.

La inglesa viajaba en el asiento trasero. Su mente seguí a enganchada a la pé rdida de su padre y de Jeff; a veces, en sueñ os, los confundí a al uno con el otro y entonces distinguí a al inspector siendo apuñ alado mientras reclamaba ayuda, solo en medio de un lago sangriento y ella de pie con la navaja en la mano. En otros momentos se sentí a tan culpable que sus propios llantos la despertaban del mal sueñ o, y en ese instante, con la ropa empapada, se acurrucaba en el asiento como una niñ a desamparada y trataba de recomponerse.

Javier se sentí a ansioso por llegar al monasterio, aunque se mostraba sosegado pese a la discusió n que habí a mantenido con el mé dico horas antes. La presencia de Alex lo habí a incomodado desde principio. Aunque é l trataba de engañ arse a sí mismo, no soportaba la idea de que la inglesa compartiera con ellos la misió n. Por ello, antes de salir del hostal se plantó ante el doctor Salvatierra y lo conminó a aceptar que la hija de Anderson debí a volver a Inglaterra. Sin embargo, el mé dico no pensaba de la misma manera y le proporcionó decenas de razones por las que Alex proseguirí a la bú squeda. Fueron minutos muy desagradables.

El agente acabó por aceptar la decisió n del mé dico y, enfurruñ ado, abandonó en primer lugar la habitació n camino del automó vil. Horas despué s, la relació n entre é l y el mé dico se habí a normalizado. Al fin y al cabo, en estos momentos dependí an unos de otros.

–Ya casi estamos, es ahí enfrente –dijo Javier mientras señ alaba a su izquierda un pueblo de casas de piedra y tejados rojizos nacido a la vera del monasterio.

El agente ya lo conocí a. Cuando era joven lo habí a visitado en un par de ocasiones para preparar un trabajo del instituto, y aunque de aquel viaje hací a má s de una dé cada, parecí a que el tiempo continuaba detenido en esa parte del mundo. Los frí os muros pé treos habí an permanecido firmes durante cientos de añ os, asemejá ndose al cará cter duro de aquellos castellanos viejos con anchas espadas y gruesos caballos que combatí an a los guerreros mahometanos, empujá ndolos centí metro a centí metro para alejarlos de su tierra, una tierra arisca y difí cil de someter, pero al cabo del mismo espí ritu que sus habitantes. Alex, que disfrutó de una fluida relació n con el arte desde la universidad, quedó embelesada por la solidez que le transmití a esa villa anclada en la Edad Media.

Los tres caminaron despacio hacia la puerta que los monjes empleaban para el acceso de los visitantes, indicada con varias señ ales a lo largo de la calle principal del pueblo. El mé dico se anticipó a sus dos acompañ antes y solicitó una entrevista con el abad al hermano que atendí a a los turistas en un pequeñ o vestí bulo que hací a las veces de sala de espera y tienda. Mientras el monje hablaba con el doctor, la inglesa y el agente curiosearon entre postales y figuras de Santo Domingo.

El mé dico le dijo al monje que representaban a un importante grupo touroperador, y la farsa dio resultado. Los pasaron con avidez por delante del grupo de viajeros que esperaba para contemplar el claustro romá nico de Santo Domingo de Silos.

–Me han dicho que está n interesados en mi monasterio... –empezó a decir el abad al acogerlos en su despacho.

–Mentimos –le confesó el doctor.

El abad quedó petrificado. No entendí a qué ocurrí a.

–Pero... pero –balbuceó.

–No se preocupe, padre. No somos peligrosos –aseguró Javier–. Tenemos un problema y quizá usted nos podrí a ayudar...

–Nos debe ayudar... –cortó el mé dico ante una mirada de sorpresa del agente del CNI.

Javier no entendí a qué le estaba sucediendo al doctor, a ratos parecí a violento e irritable y en otros momentos perdí a completamente el interé s por las cosas.

–Será mejor que me dejes a mí –sugirió –. Padre, soy agente del Centro Nacional de Inteligencia –le mostró su identificació n– y estoy aquí porque una persona, la esposa de este señ or –puntualizó mientras señ alaba al mé dico–, está en peligro.

El rostro del abad ardí a.

–No puedo darle muchos detalles por motivos de seguridad, como comprenderá –prosiguió Javier–. La esposa de este señ or está en peligro –repitió – y para recuperarla lo ú nico que podemos hacer es, aunque usted no pueda creerlo, hallar un lugar en el mapa. Tenemos que encontrar el Valle de Fá ñ ez.

El agente calló unos segundos para concederle la oportunidad de hablar al abad, pero é ste no se movió ni dijo palabra. Permanecí a en silencio con las manos crispadas, la tensió n se habí a instalado en su semblante.

–¿ Por qué suponen que yo puedo servirles de ayuda?

–No puedo decirle mucho –advirtió el agente–. Poseemos un documento escrito aquí, en el Monasterio de Silos, hace má s o menos mil añ os. Si alguien puede indicarnos dó nde encontrar ese valle, ¿ quié n mejor que usted?

–Aquí se han escrito decenas de miles de libros, y varios miles má s han sido comprados o vendidos en algú n momento de su historia. No puedo guardar memoria de todos, ni espero que ustedes así lo crean –replicó con frialdad–. Lamento que no les haya sido de utilidad, ahora debo retirarme, acaba la hora sexta y he de llamar a los monjes para la comida.

El abad mantuvo la mano levantada señ alando con decisió n hacia la puerta, estaba claro que no querí a que se prolongara por má s tiempo aquella visita, de modo que se levantaron todos excepto Alex. Ella no se iba a retirar sin má s.

–Ustedes los españ oles no suelen ser tan desagradables con los visitantes, y menos aú n un hombre del Señ or, ¿ no le parece, padre? –Dijo la inglesa con un gesto divertido en la mirada–. Javier, doctor..., creo que este hombre estarí a gustoso de invitarnos a charlar. Senté monos, por favor.

El agente la miró estupefacto. De nuevo se sentí a humillado ante el í mpetu de esta mujer. El mé dico, algo perdido en esos instantes, no replicó y se sentó en la primera silla que habí a a su alcance, mientras que el monje soltaba un suspiro y expresaba su desesperació n con un gesto cansado.

–Necesitamos cierta ayuda, como ha dicho mi amigo, y usted nos la va a proporcionar, porque si no... –En su cara se adivinaba una idea creciendo–, si no me encargaré de que no puedan exponer el pró ximo añ o en el Britá nico. –Lanzó una mirada nerviosa a Javier y al mé dico y se dirigió de nuevo al monje–. Estos señ ores no lo saben pero ustedes tienen previsto montar una exposició n de arte medieval en mi museo en unos meses, será una buena oportunidad para venderse, ¿ no es así?

El abad se derrumbó sobre el silló n de su escritorio.

–Sepa usted que yo dirijo el departamento que toma ese tipo de decisiones –mintió – y no me importarí a tacharles de la lista.

–¿ Qué quieren saber? –Concedió a la postre.

 

Hací a veinticuatro horas que Abdel Bari permanecí a oculto en lugar seguro. Despué s del fracaso del Hermitage no se habí a atrevido a entrar en contacto con su jefe. El espí a conocí a perfectamente qué ocurrí a con aquellos que no cumplí an con é xito la misió n encomendada, y no tení a ninguna gana de inmolarse en un atentado para alcanzar el Paraí so. No obstante, sabí a que no podí a dilatar má s esa llamada, le estarí an esperando, y no era cé lebre precisamente por su paciencia.

–Señ or, soy Bari. –Dijo en apenas un susurro cuando, por fin, se atrevió a abrir la conexió n.

–Ah, sí, Bari. Alá el misericordioso está satisfecho con el resultado de tu misió n.

El lí der de Al Qaeda parecí a sentirse contento, cosa que sorprendió enormemente al espí a.

–¿ Señ or? No entiendo que...

–No te preocupes. Sé de la muerte de Maymun en el museo ruso, con todo Alá es grande y nos ha premiado con otro é xito má s interesante.

Bari se sentí a afortunado.

–Me alegro, señ or. Alá tutela nuestros pasos.

–Cierto, cierto –su jefe se acariciaba la barbilla con un brillo de satisfacció n en la mirada–, aunque a veces conviene ayudarle un poquito, ¿ no te parece?

–Por supuesto... –Bari sonrió recordando alguna de esas ayudas que é l le habí a brindado–. Señ or, ¿ es necesaria mi colaboració n en estos momentos?

El jefe de la organizació n terrorista se atusó la espesa barba de chivo y cortó momentá neamente la comunicació n, a continuació n apretó una tecla de la mesa de su escritorio y observó la pantalla de su ordenador. En la imagen, una luz difusa lucí a intermitente en un mapa de San Petersburgo, muy cerca de la comisarí a de Policí a.

Activó de nuevo la conexió n.

–Dirí gete a la comisarí a y espera instrucciones.

Despué s colgó e introdujo una instrucció n en el ordenador. En una hora Bari estallarí a en el edificio que albergaba los archivos del incidente del Hermitage. Ademá s del espí a á rabe, muchas otras personas morirí an para que Al Qaeda pudiera borrar sus huellas en este proceso, pero Azî m el Harrak se habí a impuesto una má xima: actú a con discreció n y sobrevivirá s.

 

El abad del Monasterio de Silos, el padre José Alfonso Hernando, no pasaba de los cincuenta añ os. Apenas llevaba dos al frente de la abadí a y ya se enfrentaba a una complicació n que podrí a poner en peligro la propia supervivencia del monasterio.

–El Valle de Fá ñ ez. Algunos de los có dices má s antiguos nos hablan de ese valle aquí en la provincia de Burgos, y nunca se ha encontrado nada al respecto –aseguró –. Fá ñ ez, como ustedes sabrá n, hace referencia a Alvar Fá ñ ez, primo hermano del Cid Campeador. Fue uno de los principales capitanes del rey Alfonso VI de Leó n, Castilla y Galicia, y a é l se debe la repoblació n de las zonas que iban siendo ganadas al moro en la Reconquista. Realmente creó muchos asentamientos aunque del ú nico que se tiene constancia es de Villafañ ez, un pueblo del municipio de Villasabariego, en la provincia de Leó n, a algo má s de doscientos kiló metros de aquí.

Javier apuntaba todo en una pequeñ a libreta.

–La ú nica referencia que puedo ofrecerles es esa diminuta aldea de Leó n, quizá allí puedan encontrar lo que buscan –aseguró el abad dando por concluido el encuentro.

–¿ No podrí amos hablar con algú n entendido..., quizá el bibliotecario? –Preguntó Alex, má s comedida que momentos antes.

–No –se apresuró a responder el monje–. El hermano bibliotecario es muy mayor; se encuentra en cama y no puede recibir visitas. Tiene un ayudante, pero ha partido a una feria de libros... Lo lamento. –Añ adió tratando de esbozar una sonrisa.

El monje se alisó el há bito con un gesto desabrido e indicó de nuevo la salida. Por ese camino no sacarí an nada, admitió en su fuero interno el agente, que fue el primero en decidirse a salir.

Camino del exterior, siguieron aturdidos al hermano que les habí a conducido ante al abad. Javier se sentí a moderadamente satisfecho por lo conseguido. Al fin y al cabo habí an encontrado el nombre de una població n que, segú n los datos de su PDA, no superaba los trescientos habitantes. Muy difí cil se les debí a dar para no encontrar pistas en un lugar tan pequeñ o, pensaba. Con todo, le habí a impresionado la reacció n del abad. No era normal un comportamiento así por mucho que se hubieran aprovechado de la buena voluntad de los monjes para acceder a su despacho. Alex, sin embargo, estaba convencida de que detrá s de las obstrucciones se escondí a algo que tarde o temprano les perjudicarí a.

Volvieron a pasar por el claustro romá nico de dos alturas y ante el cipré s alargado que hace guardia en una esquina del patio. Luego atravesaron la puerta que da paso al vestí bulo y se dirigieron a la salida, despidié ndose del monje que les acompañ aba con un escueto saludo de cortesí a. Ya en la calle resolvieron regresar al automó vil para continuar viaje hacia el pueblo que les mencionó el abad, y se encaminaron hacia el coche rodeando el monasterio. Sobre ellos un sol de media tarde apenas calentaba las frí as piedras del pueblo. Alex se retrasó admirando el consistente perfil del monasterio cuando percibió movimientos en uno de sus estrechos ventanales, un monje la saludaba y señ alaba hacia abajo, justo debajo advirtió una pequeñ a puerta que parecí a no haber sido usada hace añ os. Javier y el mé dico caminaban diez o quince metros por delante. La joven inglesa se preguntó qué podrí a ocurrir ahora, todo se habí a sucedido de forma tan extrañ a desde el robo en su apartamento. De pronto descubrió que hací a siglos que no pensaba en ello, es como si ahora tuviera otra vida. Mientras meditaba veí a alejarse a sus dos acompañ antes, un poco má s y alcanzarí an la esquina del monasterio y doblarí an a la izquierda.

–¡ Doctor!

El mé dico y Javier se giraron. Alex les hací a señ as. ¿ Qué querrí a ahora? pensó el agente del CNI.

Cinco minutos despué s esperaban ante la diminuta puerta que le indicó a Alex el monje de la ventana. Dentro se oyó el sonido del cerrojo al abrirse.

–Disculpen esta chocante manera de reunirme con ustedes, pero era la ú nica manera de evitar al abad. –Aseguró un monje joven, que apenas superaba la treintena, tras hacerles pasar. Luego les aconsejó que se mantuvieran en silencio y les condujo por una serie de pasillos oscuros y escaleras interminables hasta una biblioteca enorme y luminosa, con miles de estantes repletos de libros de lomos de cuero. El mé dico se sorprendió. No es esta la imagen que podrí a tener de una biblioteca medieval.

El agente sonrió al ver el asombro en sus rostros.

–No es la original, por supuesto. Hubo un incendio, el techo se derrumbó. É sta es completamente nueva.

Javier le miró con dureza, no confiaba en é l.

–¿ Y usted es?

–Ah, sí, perdonen, pero con las prisas... Yo soy el ayudante del hermano bibliotecario, el hermano Ignacio.

–¿ El ayudante? El abad nos dijo que se encontraba en una feria de libros. –Advirtió Alex.

–Sí, así era hasta anoche. Volví a ú ltima hora de forma precipitada, por eso el padre José Alfonso desconoce mi regreso.

–¿ Y por qué querí a evitar al abad? –Preguntó la inglesa, que en los pocos minutos que llevaba en Santo Domingo de Silos habí a aprendido a recelar de los monjes.

–Bueno, eso es algo que se encargará de explicarles el hermano bibliotecario, si les parece bien. Creo que les interesará mucho, sobre todo a usted doctor Salvatierra. –No entendí an nada, durante la estancia en el monasterio no habí an desvelado sus nombres, sin embargo les conocen, al menos al mé dico–. Deben estar un poco desconcertados; no se preocupen, les aseguro que el hermano bibliotecario aclarará sus dudas y les proporcionará la informació n que necesitan.

Mientras se dirigí an hacia la celda del bibliotecario, Javier se preguntaba si esa entrevista encerrarí a alguna trampa que no llegaba a presumir. Serí a imposible que tuviera relació n alguna con los terroristas de Al Qaeda y bastante improbable que estuvieran de por medio los agentes del MI6.

–Aquí es. Pasen, yo les esperaré fuera.

El cuarto, de paredes blancas y desnudas y apenas seis metros cuadrados, contení a un escritorio de madera vieja, una silla desvencijada, un crucifijo y un camastro pegado a dos de las paredes. En la cama, un hombre de edad avanzada les observaba con expresió n exultante mientras se embozaba entre las mantas para tratar de mantener el calor que parecí a escapá rsele del cuerpo. La piel de sus manos traslucí a innumerables venas azules. Sus ojos grises recorrieron a los tres extrañ os que habí an irrumpido en su soledad y, una vez acabada la inspecció n, su boca desdentada les sonrió con franqueza.

–Llevo esperando este momento mucho tiempo, señ ores... y señ orita –dijo sin preá mbulos–. Lamento no poder ofrecerles un asiento. Só lo tengo ese que ven ahí. Puede usarlo usted, doctor Salvatierra. Usted señ or Dá vila y usted señ orita Anderson acomó dense junto a mis pies si no les importuna el contacto con un moribundo.

En la cara del mé dico, el agente y la joven inglesa se dibujaba el má s completo asombro. El doctor se acercó hasta la silla sin dejar de observarle. ¿ Quié n es?

–Aunque soy viejo y mis ojos ya no son lo que eran, puedo ver que se sienten confundidos –reconoció el monje–. Sié ntense –volvió a pedir–, lo que tengo que explicarles me llevará un buen rato.

El mé dico tomó asiento mientras Javier y Alex esperaban al pie de la cama sin atreverse a hacer lo que les habí a rogado el monje. Y é ste les volvió a sonreí r.

–No teman nada, como ya les habrá dicho mi ayudante, soy el bibliotecario del monasterio. En mayo haré ochenta y siete añ os, y de esos añ os he pasado ochenta y tres entre estas paredes. Desde que mis padres, Dios los haya acogido en su seno, me entregaron a un hermano de la congregació n he conocido muchos cambios. Con algunos he estado de acuerdo y con otros no tanto, pero siempre me he mantenido fiel al abad, fuese cual fuese su instrucció n. Así ha sido durante prá cticamente toda mi vida, hasta que llegó el padre José Alfonso. El nuevo abad, que lleva menos de dos añ os en su cargo, no procede del monasterio, sino de un priorato de la abadí a. Accedió al cargo sin oposició n porque supo jugar bien sus estrategias; debo reconocer que en el pasilleo de la polí tica eclesiá stica es bastante meritorio su trabajo. Sin embargo, nos está poniendo en peligro a todos con su ignorancia.

Alex trataba de comprender qué relació n podí an tener esas rencillas personales con el libro, el manuscrito, el secuestro de Silvia y el asesinato de su padre, de modo que cuando el monje tomó aire para continuar hablando intentó interrumpir para reconducir la conversació n.

–Hermano, nosotros...

–Dé jeme terminar –la detuvo bruscamente–. Ustedes, los jó venes, creen que todo tiene que ser rá pido, al instante. Permita a este viejo, ya en las ú ltimas, que se pueda desahogar antes de ir al meollo de la cuestió n. ¿ Dó nde estaba?

El mé dico dirigió a Alex una mirada reprobadora y despué s fue a apuntar al monje en qué punto de la historia estaba.

–Gracias doctor, ya recuerdo. El abad es un ignorante –continuó –, un estú pido con tí tulo universitario que no cree en los secretos que el monasterio guarda celosamente. Por eso nos está poniendo en peligro, como les he dicho antes. Hay cosas que deben conservarse ocultas y ser protegidas para que no caigan en malas manos. –De repente calló, como si le volviese a faltar aire, dirigió una mirada recelosa hacia la ventana e hizo un gesto con la mano a sus interlocutores para que se acercaran–. Ustedes conocen la existencia del manuscrito –afirmó en un susurro– y saben el riesgo que entrañ a para la humanidad si se hacen con é l personas má s interesadas en destruir que en crear.

El doctor ratificó sus palabras con un gesto.

–Desde hace má s o menos añ o y medio percibo movimientos extrañ os alrededor de la abadí a –prosiguió el monje–. Ingleses, franceses, á rabes se han entrevistado en secreto con el abad, y por lo que he podido descubrir, han venido a comprar. Pese a los turistas, el monasterio no pasa por su mejor momento econó mico, aunque la solució n no es esa. Traté de alertar al padre José Alfonso de los perjuicios que nos traerí a, pero su soberbia le impide seguir los consejos de un pobre viejo como yo. Por lo que sé, está a punto de vender el libro del que ustedes poseen una copia.

El agente abrió la boca tratando de pedir una explicació n.

–Sí, señ or Dá vila. Conozco la existencia de esa versió n –confirmó –. Yo se la envié a la esposa del doctor –anunció ante el desconcierto de quienes le oí an–. Como antes les decí a, hace má s o menos un añ o que vengo sospechando del abad, así que hice una serie de discretas averiguaciones a travé s de amigos bibliotecarios, intelectuales y eruditos, quienes me dieron noticia de la existencia de un proyecto en Rusia que dirigí a una cientí fica españ ola llamada Silvia Costa. Me hice con el original y le pedí a mi ayudante que lo escaneara y, una vez hecha la copia, lo devolví a su lugar. Despué s contacté con unos religiosos ortodoxos que me confirmaron ciertos detalles y, aquí en Españ a, hice mis deberes acerca de su esposa.

En ese instante se detuvo un momento y miró a los ojos al doctor Salvatierra.

–Debo confesarle que la engañ é... Le dije que era un historiador de la Universidad de Salamanca. El resto imagino que ya lo conocerá n, hace unos dí as le desvelé que la copia del manuscrito que ellos guardaban no era má s que un señ uelo y la convencí de que debí a seguir las instrucciones del libro que le enviaba.

El mé dico le interrumpió.

–¿ Por qué la engañ ó? ¿ Por qué a Silvia?

El monje se incorporó levemente.

–Fue necesario. Yo soy demasiado mayor y mi ayudante es muy joven, no conoce los peligros que existen tras estos muros. Su esposa merecí a toda mi confianza, he seguido su trayectoria, y la suya tambié n, doctor, y sé que hará lo correcto. No podemos permitir que el manuscrito caiga en malas manos.

–Dijo un señ uelo –interrumpió Javier.

–Sí, el manuscrito que poseí an en Rusia era una copia falseada. El monje que escribió la guí a, el primer guardiá n de la luz, reprodujo el manuscrito e incluyó deliberadamente un error. Despué s la archivó en la biblioteca del monasterio –explicó el hermano–. En cualquier caso esa es otra historia que no nos aportará nada que nos pueda servir en este momento. Quiero que...

–... busquemos el original –continuó el agente. El hermano sonrió.

–Exactamente.

–¿ Y por qué nosotros? –Intervino el mé dico.

–Ya se lo he dicho. Confí o en que hará lo correcto.

El doctor Salvatierra se levantó. No le importaba nada todo aquello sobre el manuscrito y el peligro que se cerní a sobre el monasterio, só lo querí a averiguar dó nde estaba Silvia.

–¿ Có mo sabe lo del secuestro de mi mujer?

–Mis contactos en Rusia me hablaron de ello. La iglesia aú n tiene mucho poder, no lo olvide amigo Salvatierra –replicó el monje.

–¿ Y có mo me va a ayudar a mí o a Silvia encontrar ese maldito manuscrito?

El monje le sonrió.

–Usted sabe tanto como yo que no tiene má s remedio que hacerlo.

–¿ Y no teme que lo entregue a los á rabes?

–Le repito, usted hará lo correcto cuando llegue el momento.

–Confí a demasiado en mí para no conocerme.

–No se equivoque doctor, aunque me encuentre en cama y con este aspecto moribundo, conozco a las personas y sé hasta dó nde puedo llegar con usted. –Los rayos de sol se colaban por el ventanuco que se abrí a encima del cabecero creando una cortina de luz que descendí a hasta los pies de la cama–. Cuando el autor de la guí a acabó de escribirla, se la entregó al abad para que la protegiera, só lo é l y el bibliotecario sabí an de su existencia. Luego escribió la copia falseada del manuscrito y la dejó a cargo del bibliotecario, aunque tambié n esto lo conocí a el abad. Pero habí a una llave –desveló –, una manera de garantizar la recuperació n del manuscrito. Aquel monje le contó al abad dó nde habí a escondido el documento, el lugar fí sico, y le dijo al bibliotecario el nombre del pueblo. Así, ambos poseí an una parte de la clave por si el libro se perdí a. Estos secretos han ido heredá ndose de abad a abad y de bibliotecario a bibliotecario, ¡ y ahora se interrumpirá esa cadena por este maldito abad!

Por un momento la tez del monje se transfiguró dando paso a una imagen de có lera que no habí an percibido durante toda la conversació n, aunque unos segundos má s tarde desapareció tal como llegó.

–Disculpen mi lenguaje, se lo ruego... Estoy a punto de acabar mi trabajo en este mundo hijos mí os –su voz parecí a cansada–, y antes, si Dios atiende mis ruegos, me gustarí a impedir que este preciado bien que es el manuscrito acabe convirtié ndose en un puñ al para la humanidad.

El monje calló. Respiraba con esfuerzo y a cada inspiració n se oí a un diminuto pitido. El doctor Salvatierra sintió compasió n por el bibliotecario.

–Le ayudaremos –aseguró.

–Gracias..., gracias.

Despué s le sonrió levemente. El doctor Salvatierra se levantó y se acercó a la cama. Toda una vida protegiendo un secreto y ahora se veí a obligado a destruirlo, ha debido suponer un sacrificio gigantesco. El mé dico le apretó una mano en un gesto de complicidad.

–Ahora el testigo es nuestro. Ya nos puede decir, hermano, hacia dó nde debemos dirigirnos.

–No está muy lejos, a menos de treinta kiló metros.

–¿ Tan cerca? El abad mencionó un pueblo de Leó n, Villafá ñ ez

–recordó el agente.

–É l desconoce el nombre del pueblo y las referencias má s claras está n en esa població n. La guí a habla del Valle de Fá ñ ez, y lo má s ló gico es pensar que se refiere a Villafá ñ ez, pero esa no es la realidad –aseguró el monje–. Y ese error se convierte en una ventaja. Si el abad vende el libro, quienes lo compren se dirigirá n primero a esa villa, algo que nos conviene a todos.

–¿ Cuá l es el pueblo entonces? –Insistió el agente.

–Valdeande –respondió el hermano bibliotecario–. Es un pueblo casi abandonado de esta misma provincia. Se creó sobre el añ o mil, aunque parece que mucho antes ya existieron asentamientos celtas y romanos en la zona. Sus orí genes no está n muy claros, es bastante probable que el nombre provenga de Valle de Fá ñ ez, lo que encajarí a con el comienzo de la guí a: Id a lo má s profundo del Valle de Fá ñ ez. En cualquier caso, é sta será la ocasió n para comprobar la teorí a.

El monje se interrumpió por un acceso repentino de tos. Cada vez que tosí a todo su cuerpo se sacudí a como una hoja y la saliva se le acumulaba en la comisura de los labios, desbordá ndose despué s a lo largo de la barbilla. El mé dico miró al anciano preocupado.

Cuando se repuso volvió a hablar del pueblo.

–Ahora apenas tiene habitantes, aunque todaví a se mantienen en pie unas doscientas casas. No será fá cil encontrar el manuscrito, pero las señ ales que el autor de la guí a detalló deberí an llevarles hasta el lugar dó nde se oculta.

–Tal vez no sea difí cil –aventuró Alex.

El monje la miró con un punto de ironí a.

–Ustedes, los jó venes, lo ven todo fá cil.

Alex acusó la crí tica, sin embargo eludió un enfrentamiento, no era necesario.

–Ya só lo les puedo ayudar con un consejo –advirtió –. Tengan cuidado allí. En el pueblo se esconden cosas que parecen proteger el documento. –En la cara de Javier asomó una leve sonrisa–. No se burle señ or Dá vila, cré ame, hay algo que se encarga de proteger el secreto y ni yo mismo sé qué o quié n es.

 

La furgoneta que escondí a a Silvia circulaba a una velocidad moderada. Los dos á rabes no tení an prisa por llegar a su destino, ademá s preferí an ser precavidos en sus movimientos y utilizar siempre carreteras secundarias sin demasiado trá fico. La esposa del mé dico permanecí a acurrucada en la parte posterior. Ya no iba amarrada, no tení a a dó nde ir.

El traidor les despidió en San Petersburgo con las ú ltimas instrucciones y regresó al laboratorio. Su desaparició n serí a sospechosa en estos momentos, y aú n podí a ser ú til a la organizació n si se mantení a atento. Silvia intentó dormir pero no podí a quitarse de la cabeza la ú ltima conversació n con el secuestrador. Siempre habí a cerrado los ojos ante los abusos de las compañ í as.

–Todo es por el bien de la ciencia –se decí a una y otra vez ante el menor atisbo de ilegalidad por parte de las sociedades para las que habí a trabajado. Pero ahora percibí a con claridad que estaban llegando demasiado lejos.

Los laboratorios le habí an implantado un rastreador, no podí a ser de otra manera. La habí an localizado muy rá pidamente. Recordó que al poco de comenzar su trabajo le hicieron un chequeo mé dico que ella no estimó necesario, incluso le inyectaron la vacuna para la gripe, o quizá otra cosa. En estos momentos dudaba de todo. Hací a ya tres horas que habí an abandonado Madrid, ella no lo sabí a pues viajó sedada en la bodega de un pequeñ o aeroplano que aterrizó y despegó varias veces desde San Petersburgo. Ahora circulaban por carretera. Se sentí a mareada y tení a hambre, y ninguno de los espí as de Al Qaeda parecí a tener intenció n de parar.

–Estoy enferma, necesitarí a descansar y comer algo –gritó la secuestrada desde la parte posterior de la furgoneta.

Uno de los terroristas abrió una ventanilla.

–Ahí atrá s tiene un tubo para sus necesidades. Y vací elo ahí –le indicó.

–¿ Me van a obligar a hacer mis necesidades aquí?

El terrorista asintió con una sonrisa iró nica.

–Bajo el silló n, junto a la puerta izquierda, hay un cajó n con alimentos envasados al vací o y bebidas –agregó al tiempo que cerraba la ventanilla, aislando de nuevo el compartimiento trasero.

Silvia se quedó sola mirando embobada el tubo de plá stico que tení a en la mano, asqueada ante la necesidad de tener que orinar en ese objeto que sujetaba como si fuera una rata infectada de Hepatitis A.

 

El agente y el mé dico se mantení an en silencio en los asientos delanteros del coche. Alex no habí a parado un segundo desde que abandonaron el Monasterio de Silos; hablaba de su padre, de Jeff, de todo lo que ocurrió desde que descubrió el robo en su casa. El doctor Salvatierra lo comprendí a y la dejaba desahogarse sin interrumpirla, sin embargo Javier seguí a molesto por sus continuas injerencias en la investigació n y metí a baza de vez en cuando tratando de fastidiarla. Pero Alex no se dio por aludida en ningú n momento, parecí a encerrada en su historia. Su mente habí a sufrido mucho en los ú ltimos dí as y por primera vez daba salida al dolor. Lo hací a poco a poco, tal vez con una lentitud deliberadamente buscada, quizá para no olvidar que los asesinos de su padre aú n tení an una deuda pendiente con ella.

–... fue entonces cuando llegué al apartamento de tu esposa... –concluyó –. El resto ya lo sabes, os seguimos hasta el museo y... todo ocurrió muy rá pido. El pobre Jeff intentaba protegerme y eso le costó la vida.

–Debió ser un buen hombre –apuntó el mé dico.

–Lo era, desde luego. Se enfrentó a sus superiores en la Policí a y al MI6 simplemente porque no estaba bien lo que trataban de hacer.

–Esa es una gran razó n. La mejor, sin duda –aseguró el doctor, casi hablando para sus adentros–. Quizá esa sea la ú nica forma de conducirse en la vida, plantarse cuando las cosas no se hacen bien aunque eso signifique ir en contra de tus prioridades.

–¿ Qué quieres decir? –Intervino Javier.

–Nada. Só lo pensaba en voz alta. –Le puso una mano al agente en el hombro–. ¡ Estamos tan cerca! Llegaremos en apenas unos minutos a ese pueblo, ¿ no es así? –Preguntó cambiando de tema.

–Sí, de hecho, esa villa que veis ahí –señ aló unas casas en mitad de la carretera– es Caleruega. Valdeande está a unos tres kiló metros.

Alex se adelantó en su asiento, como si buscara mayor intimidad con el mé dico.

–Doctor, ¿ qué querrí a decir el bibliotecario con eso de que en el pueblo hay peligros que ni é l conoce?

–No lo sé, y espero que nunca lo averigü emos. –Los tres guardaron silencio, cada uno imbuido de sus propias aprensiones.

El pueblo dormitaba a las faldas de una pequeñ a colina. Unas pocas decenas de casas de piedra marró n se arremolinaban en un desorden de cuestas y estrechas calles. El sol se poní a ya por el oeste, pero aú n se apreciaba una luz difusa que bañ aba de rayos rojizos los tejados de los hogares que antañ o guarecieron a sus propietarios. Desde esa distancia, el pueblo parecí a un tupido ramaje de casitas que se aferraban a esa minú scula montañ a nacida a sus espaldas. Y allá arriba, a pocos metros de la cumbre, una torre coronaba la aldea, enseñ oreá ndose de cuanto habí a a sus pies.

A un lado aparecí a tambié n alguna granja desperdigada, como si la població n hubiera tratado de expandirse conquistando territorio virgen en los costados de la villa, aunque la mayor parte de los valdeandinos habí an vivido pegados unos a otros desde tiempos inmemoriales.

–Tiene un aspecto remoto, casi de cuento medieval –Apuntó el mé dico en el instante que Javier reducí a la velocidad.

–No hay luces. –Advirtió el agente.

–¿ Có mo? –El mé dico no entendí a a qué se referí a.

–El hermano dijo que todaví a quedaban algunos habitantes, y no hay luces en las ventanas..., en ninguna ventana. Al menos no se distinguen desde aquí...

–Eso puede ser por la hora, aú n no es de noche –señ aló la inglesa.

–El sol no alumbra ya lo suficiente. Nosotros mismos apenas podemos vernos las caras. Es imposible que no haya ni una luz encendida, ni en las calles ni en el interior de las viviendas. Aquí hay algo que no cuadra con las palabras del monje.

Sus compañ eros de viaje no replicaron. En el fondo sabí an que el agente del CNI tení a razó n, era extrañ o.

–Si os digo la verdad, no me fí o del bibliotecario.

–Yo sí –contradijo Alex.

–Claro, tú sí –criticó el agente ante el mutismo del mé dico–. Hagamos una cosa, si no obtenemos resultados en veinticuatro horas nos largamos a esa otra aldea, a Villafá ñ ez. Quizá el hermano bibliotecario tuviera sus razones para que vinié semos aquí en vez de ir al otro pueblo.

Javier desvió la mirada al doctor. Parece que se habí a convertido en juez de las disputas entre Alex y el agente.

–De acuerdo –dijo finalmente el mé dico–, pero no podrá ser hasta mañ ana por la mañ ana. Mientras tanto busquemos un lugar dó nde dormir.

El agente del CNI paró a un lado de la carretera y buscó un hotel en el GPS, el má s cercano se encontraba en Caleruega. Se marcharon apesadumbrados. No habí an puesto un pie en Valdeande y ya comenzaba a tambalear su fe en las palabras del monje. Esa noche tendrí an que dormir en El Prado de las Merinas, un hotel señ orial construido a pocos metros del casco histó rico de Caleruega y muy cerca de la carretera que llevaba a Valdeande.

Mientras Javier y el mé dico se inscribí an en el formulario de la recepció n, Alex salió a dar una vuelta. Necesitaba estar sola, y el jardí n que habí a visto al entrar le ofrecí a una oportunidad de alejarse de sus acompañ antes para pensar.

–¿ Y Alex? –Preguntó el doctor.

–No lo sé. Se ha inscrito en el hotel y ha salido –respondió Javier sin poner demasiado interé s en sus palabras.

–No creo que sea bueno que nos separemos mucho tiempo.

–No me digas que crees en las historias de fantasmas sobre Valdeande.

El mé dico no contestó aunque intuí a que debí an mantenerse atentos. En cualquier caso, no dijo nada, cogió la maleta y se dirigió a su habitació n seguido de cerca por el agente.

En esos instantes, Alex curioseaba por el estanque bajo la luz blanquecina de las farolas que alumbraban el jardí n. La noche borraba los contornos de las montañ as de alrededor, ú nicamente existí a el edificio, de dos plantas, del hotel y el pequeñ o jardí n que lo rodeaba. Má s allá só lo la oscuridad.

Unos minutos má s tarde sintió que la noche refrescaba y volvió a la recepció n dispuesta a subir a su cuarto, pero algo la detuvo en la entrada del hotel: un escudo con dos leones dorados sobre un fondo bermelló n, un perro que sostiene el mundo y una antorcha, un barco de vela y el oso y el madroñ o.

–¿ Le gusta? –Oyó a su espalda.

Alex se giró sobresaltada. Frente a ella, un hombre de unos cincuenta añ os, de pelo entrecano y traje de chaqueta azul.

–¿ Y usted quié n es? –Dijo frí amente en inglé s.

–Disculpe –el hombre pasó al inglé s con una pronunciació n exquisita–, soy el propietario del hotel, Tomá s de Reguera. No quise asustarla.

–No, perdó neme usted a mí. No le esperaba.

De Reguera volvió a mirar el escudo.

–Es el escudo de mi familia desde hace má s de doscientos añ os. Es bonito, ¿ verdad?

–Sí, aunque...

–¿ Aunque?

–Un poco extrañ o..., He visto esos leones y el barco de vela en otros escudos de armas, y el oso y el madroñ o deben hacer referencia a la capital de su paí s, pero jamá s habí a contemplado un blasó n con un perro sosteniendo el mundo y una antorcha.

–Es el sí mbolo de los dominicos –explicó el propietario del hotel–. Caleruega es la cuna del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmá n.

–Entiendo.

–Aunque si me lo permite, y ya que la noche se presta a ello, yo prefiero una interpretació n un tanto má s romá ntica. Todo el mundo sabe que los canes son fieles guardianes, é ste preserva la fe del mundo, nos protege de la oscuridad.

Alex permaneció callada. Habí a oí do algo parecido en los ú ltimos dí as.

–¿ Y usted? –Le interrogó el hostelero.

–¿ Yo?

–Sí, ¿ usted de qué se protege? Al fin y al cabo, todos nos protegemos de algo o de alguien, ¿ verdad? –Dijo con aire de misterio.

La inglesa no contestó. Las palabras del extrañ o habí an despertado en ella una sensació n de desasosiego. Una comezó n le recorrí a t l cuerpo, como si algo fuese a ocurrir de repente.

–¿ Está n aquí por negocios?

–¿ Estamos? –La curiosidad del propietario del hotel le resultaba cada vez má s sospechosa.

–Usted y sus dos amigos. No es habitual ver turistas por aquí en esta é poca del añ o.

Alex zanjó la cuestió n con una rá pida evasiva.

–Perdone. Mis amigos se estará n preguntando dó nde estoy. Buenas noches.

Tras unos segundos de indecisió n, De Reguera contestó.

–Buenas noches, señ orita. Le deseo que descanse có modamente en su habitació n.

La inglesa ascendió rá pidamente las escaleras hacia el primer piso camino del cuarto que compartí an el mé dico y Javier. Las preguntas de ese hombre la atemorizaron. Habí a algo en é l que le generaba antipatí a, y ademá s estaba lo de ese perro. ¿ Qué significa?, se preguntaba mientras corrí a en busca de la puerta de la habitació n de sus compañ eros.

 

El propietario del hotel contempló a la joven al subir los peldañ os. Estuvo unos segundos inmó vil, con el entrecejo fruncido y rascá ndose la barbilla, hasta que la inglesa desapareció en el recodo de la escalera. Luego levantó la mano izquierda, extrajo un minú sculo auricular del reloj de pulsera y se lo colocó en el oí do derecho. Despué s pulsó en la pantalla del reloj.

–Tenemos visita –dijo acercando el antebrazo a su pecho.

–¿ Cuá ndo? –Preguntó alguien desde el otro lado del telé fono.

–Probablemente mañ ana.

–¿ Cuá ntos?

–Tres: dos españ oles, uno de edad avanzada y otro joven, y una inglesa de menos de cuarenta añ os. El señ or mayor podrí a ser cientí fico, tal vez mé dico o fí sico. El muchacho que les acompañ a se ha identificado como policí a. La joven indicó en el formulario de entrada que es historiadora..., tal vez sea cierto.

–De acuerdo. Pondré en marcha el dispositivo como siempre. ¿ Alguna cosa má s?

–Me dan mala espina. Tengo la impresió n de que esta vez va a ser distinto, puede que sepan má s de lo habitual.

–¿ Tú crees?

–Estoy seguro. Á ndate con cuidado, podrí as tener alguna sorpresa desagradable. –Le aconsejó.

–No te preocupes, no es la primera vez. Actuaré con la mayor discreció n. Adió s.

–Adió s. –De Reguera cortó la comunicació n y continuó un rato en la puerta, frente a la escalera. Hasta que el recepcionista interrumpió sus pensamientos.

–Señ or, ya he acabado mi turno. Si no ordena nada, me marcho a casa.

–Sí..., sí, claro –respondió su jefe sin dejar de mirar la escalera–. Un momento Enrique –dijo de repente–, ¿ el audio está en buen uso? Hace tiempo que no lo utilizamos...

–Está perfectamente. Lo revisamos cada semana aunque no lo usemos.

–De acuerdo. Ya puedes marcharte...

–Buenas noches, señ or.

–Buenas noches, Enrique.

Esperó a que su empleado saliera y corrió hacia la sala de grabació n. El hotel habí a implantado un sistema de audio que proporcionaba hilo musical a las habitaciones, y que manipulado de la forma adecuada podí a constituirse en un sistema de captació n de sonido. Pulsó una serie de teclas en la pantalla del sistema central y oyó unas voces, primero confusamente y despué s con toda claridad.

–... tú ves fantasmas en todos los lados. –Una voz masculina, seguramente, pensó, la del má s joven de los dos que acompañ aban a la mujer.

–Si lo que quieres es llevarme la contraria, perfecto, pero eso no nos va a beneficiar –replicó la voz de la joven con la que habí a hablado minutos antes–. Ya te he dicho que ese hombre no me gusta, parecí a muy interesado en nosotros. Ademá s, hay otra cosa, en el escudo de armas del hotel encontré un perro que soporta sobre su cabeza el globo terrá queo y una antorcha. ¿ No os parece raro?

–En Españ a hay miles de escudos con las cosas má s extrañ as.

–El propietario del hotel me dijo que era un sí mbolo de los dominicos y tambié n me habló de otra teorí a: el perro es el guardiá n que nos protege de la oscuridad.

–¡ El guardiá n de la luz! –Sentenció otra voz masculina, la del hombre mayor.

Luego se produjo un silencio tenso durante varios minutos, y volvió a hablar el hombre de má s edad.

–Sea como fuere, todo quedará aclarado mañ ana. Durmamos ahora.

De Reguera detuvo el sistema, cortó los ú ltimos minutos de audio y los adjuntó a un correo electró nico. Má s vale que sepa a qué se enfrenta.

 

Aquella noche Jerome Eagan no dejaba de rumiar para sí. Desde la conversació n con Sawford acerca de la trama de Al Qaeda se sentí a inquieto, habí a algo que no encajaba en aquello que le habí a explicado el director del MI6 sobre el Dí a del juicio Final. De hecho, sus pensamientos estaban tan centrados en esa cuestió n que recibió la noticia de la muerte de Jeff y la huida de Anderson con total desinteré s, cosa que extrañ ó a Sawford.

–Jerome, vuelve a la cama –le chilló su mujer desde el dormitorio conyugal.

–Ahora subo Maddie –respondió a voz en grito desde su despacho, en la planta inferior.

El comisario revisaba la ú ltima documentació n que el MI6 le habí a remitido sobre los terroristas, cotejá ndola con la suya propia y con informació n rescatada de Internet. Intentaba encontrar algo que se le pudiera haber pasado por alto a todo el mundo. No le cuadraba que Al Qaeda ejecutase una operació n con tantos añ os de antelació n, no era ló gico.

Volvió a repasar la informació n de que disponí a paso a paso. En primer lugar, los terroristas eligen el mil aniversario de la muerte de Avicena para atacar, eso es en 2037. Despué s comienzan a buscar el manuscrito de Avicena para utilizarlo en su particular cruzada, y para ello intentan sonsacar informació n a la hija de Anderson, persiguen al esposo de Costa y, por ú ltimo, aparecen en el museo, donde uno de ellos es tiroteado y muere. Los indicios hacen pensar que los datos son ciertos y van en el camino correcto, salvo la fecha de inicio.

¿ Por qué van a emprender ahora una guerra a cara descubierta para conseguir el manuscrito?, se preguntaba. Si querí an el documento para guardarlo, podrí an haber sido má s sigilosos, a no ser que les hubieran llegado noticias de que los ingleses estaban inmersos en un proyecto para extraer todo el potencial posible de la copia existente del manuscrito.

En ese caso tendrí a que existir un traidor entre las filas inglesas, reflexionó.

Pese a todo, consideraba que esa no era la cuestió n a tratar ahora, sino el por qué de hacerlo precisamente en este momento, veintisé is añ os antes de poner en marcha su operació n. A no ser que esa no sea la fecha. Apretó una tecla de su ordenador y volvió a navegar por Internet impulsado por una intuició n. ¡ Ahí estaba! El servicio britá nico se habí a equivocado.

 



  

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