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Capítulo IX



 

1099 de la Era Cristiana... 492 de la Hé gira...

 

Aquella noche el campamento era un hervidero. Godofredo de Bouillon se habí a reunido con los generales de su Ejé rcito para planificar la batalla de la mañ ana siguiente; en unas horas empuñ arí an de nuevo las armas y cargarí an contra los sarracenos que protegen Jerusalé n. El asedio se habí a prolongado demasiado, los soldados se desanimaban y los ví veres comenzaban a escasear; la ú nica solució n era romper la resistencia de esos demonios y tomar la Ciudad Santa para la Cristiandad.

Los fuegos de las hogueras crepitaban en la noche cerrada pero nadie se arremolinaba a su alrededor. Las tropas cristianas bullí an de excitació n; algunos, unos pocos, rezaban hincados de rodillas y buscaban señ ales divinas en los fenó menos del cielo, otros muchos jugaban a los dados, se trajinaban a las rameras o afilaban sus espadas y limpiaban con escupitajos sus yelmos y cotas de mallas, a la espera de que la sangre tiñ era de bermelló n sus cuchillos.

A media legua un escudero de la vieja Castilla, Tomá s Ruiz de Mazariegos, espoleaba a su caballo. Habí a abandonado sus tierras añ o y medio atrá s para seguir el rastro de su amo a travé s de Francia, Roma y, má s tarde, Edesa, Antioquí a y, por fin, Jerusalé n. Al alcanzar el campamento, dos de los guardias que protegen el perí metro le dieron el alto con las lanzas apuntando al pecho del caballo, que, ante la presencia tan cercana de los lacerantes cuchillos, se asustó y encabritó. Con no poca dificultad, Tomá s consiguió apaciguar el brí o del animal y desmontó.

Los guardias mantuvieron su actitud agresiva. Pero el escudero traí a consigo credenciales del Rey de Francia, Felipe Il, y del Papa Urbano Il, documentos que, por supuesto, le habí an abierto todas las puertas entre Europa y Tierra Santa.

–Debo hablar con el duque de Baja Lorena inmediatamente. Entre vuestras filas se encuentra un caballero con el que me debo entrevistar.

–¿ Y eso quié n lo dice? –replicó uno de los guardias.

–Eso lo dicen estas cartas.

Los soldados no sabí an leer, sin embargo conocí an los escudos que sellaban los documentos que portaba el extrañ o. Ante tales firmas no habí a discusió n posible, así que lo guiaron hasta la tienda de su jefe.

–¿ Qué deseá is, buen señ or? –Preguntó uno de los sirvientes apostados a la entrada de la tienda de Bouillon.

–He recorrido muchas leguas para ver a tu amo. Tengo algo importante que comunicarle. Ve presto y anú nciale que un mensajero de Su Majestad el Rey de Francia y de Su Santidad el Papa desea entrevistarse con é l.

El gesto de sorpresa del sirviente no le pasó desapercibido. Para el escudero ya era costumbre el pasmo que provocaba al advertir en nombre de quien hablaba. El plebeyo no acertó a pronunciar palabra tan só lo inclinó ligeramente la cabeza y dio varios pasos hacia atrá s, como si temiera dar la espalda a tan ilustre visitante. Ruiz de Mazariegos, divertido, se apoyó en uno de los dos postes que serví an para sujetar el techo de la entrada de la tienda y aguardó a que su aviso fuera transmitido.

La espera no fue larga.

–Señ or, pasad. El duque os recibirá –dijo con grandes aspavientos el siervo de Bouillon.

En el interior de la tienda, Ruiz de Mazariegos se encontró con una decena de caballeros del Ejé rcito que asediaba Jerusalé n, entre los que supuso se encontrarí an los hermanos del duque, Eustaquio y Balduino, y Bohemundo de Tarento, de los que tanto habí a oí do hablar durante su viaje por tierras sarracenas.

El escudero trató de disimular los efectos de las numerosas jornadas a caballo sobre la aridez del desierto pero el polvo que manchaba sus vestiduras, la barba descuidada y las ojeras de las noches pasadas al raso hací an inviable esconder las asperezas del viaje.

–Por lo que me dicen, viajá is solo y sin los lujos acordes a vuestros señ ores. Me sorprende que un enviado de tan insignes personajes atraviese Tierra Santa de esta manera –advirtió Godofredo de Bouillon.

–Señ or duque, permitidme que interrumpa vuestra guerra, pero...

–¿ Mi guerra? –interrumpió encendido–. ¿ Decí s mi guerra? Creo recordar que sois embajador del Papa Urbano II, quien arengó a toda la Cristiandad para que protegiera el Santo Sepulcro de los sucios mahometanos.

–Perdonad, mi señ or, quise decir vuestra guerra en el sentido de que sois el digno lí der que nos llevará a recuperar los santos lugares que pisó nuestro señ or Jesucristo.

Bouillon guardó silencio aunque su expresió n se relajó.

–Dejé monos de tanta jerigonza, tengo prisa. Si nada lo remedia, en las pró ximas jornadas tendremos mucho que celebrar, mas hoy es dí a de planificar. De modo que sed conciso, ¿ qué mensaje traé is?

El escudero sacó sendas cartas con el escudo de armas del Rey Felipe II de Francia y del Papa Urbano II y se las entregó al duque. Este las leyó, se las devolvió a Ruiz de Mazariegos con un ademá n displicente y, sin ocultar su decepció n, le preguntó si era todo.

El escudero respondió con un asentimiento.

–¿ Y para esto me habé is retirado de una reunió n con mis generales? ¿ Para llevaros a un hombre? –Clamó –. Me da igual que seá is un enviado de reyes y papas, en mi casa mando yo, y hoy no puedo permitirme perder ni una sola espada y menos aú n esta espada.

El escudero sintió desfallecer sus piernas. Habí a dado con su señ or pero una maldita batalla frenaba sus aspiraciones.

–Señ or, vos no podé is... –intentó decir precipitadamente

–No lo digá is. No osé is decir que no puedo hacer lo que me venga en gana. Mañ ana vuestro señ or luchará a mi lado, como lo ha venido haciendo desde que nos adentramos en tierra de sarracenos. Cuando tomemos la Ciudad Santa, só lo é l tendrá potestad para decidir su futuro. Es mi ú ltima palabra. Y ahora, retiraos, tengo una batalla que ganar.

Bouillon se dio la vuelta y se encaminó hacia la mesa de mapas, dando por terminado el encuentro.

–Señ or, ¿ al menos puedo verlo esta noche? –Preguntó Ruiz de Mazariegos.

El duque, sin volverse, ordenó:

–Que lo lleven ante el castellano.

 

El Viejo de la Montañ a se sentí a exultante. Jamá s habí a estado tan cerca de conseguir su objetivo como en ese momento. Su nombre era conocido desde el Imperio Bizantino hasta la patria de los amarillos, sus almacenes se hallaban atestados de oro y sus ó rdenes eran cumplidas sin dilació n por los fedayí n, sus asesinos má s fieles. Aunque eso no bastaba al lí der de los Hashashin pues su sed no estarí a saciada hasta que bebiera de la fuente que buscaba desde hace casi sesenta añ os. Y en este instante la tení a casi al alcance de la mano, en Jerusalé n.

Sabí a que el hombre que buscaba se alojaba en la ciudad de la Cú pula de la Roca. Lamentablemente, las circunstancias que rodeaban a la villa dificultaban su ambició n de acudir a resolver la cuestió n que tení a entre manos, aunque no la habí an sofrenado. Sus influencias en la comunidad cristiana le granjearí an paso franco a travé s de las tropas de Bouillon, y esa misma noche podrí a atravesar los muros que protegen Jerusalé n a travé s de un pasadizo excavado al este, muy cerca de la Puerta Dorada.

–¡ Apresuraos perros! –Ordenó a sus siervos.

 

Sentado junto a una hoguera, el castellano recordaba la ú ltima jornada en su tierra antes de abandonar a los suyos. Todaví a suspiraba al evocar aquella batalla en Consuegra, en la lejana Valencia, junto a su primo Diego. Fue en aquel combate donde é ste perdió la vida a manos de los mahometanos. Al volver a aquellas horas aú n sentí a el regusto amargo de la culpabilidad; era en esos momentos cuando percibí a de nuevo un leve cosquilleo en la punta de los dedos, un cosquilleo que ú nicamente purgaba con la sangre derramada del enemigo.

Aquel dí a la infanterí a cristiana se dirigió contra la almorá vide apoyada en ambos bandos por la caballerí a. Los tambores resonaban en medio del campo, los aullidos y gritos de guerra enardecí an a unos y otros, el entrechocar metá lico de las cotas de malla rasgaba el aire. Los piqueros rompieron las filas de la infanterí a sarracena, hundiendo sus lanzas en las armaduras de sus adversarios, amputando manos y brazos con sus cuchillos, degollando cabezas cubiertas con yelmos, hendiendo crá neos con sus espadas. A los piqueros se unió el resto de la infanterí a que apoyaba al Rey de Castilla, Alfonso VI, y los caballeros, que deseaban penetrar en esa orgí a de sangre, se abrieron paso para segar las vidas de los sarracenos desde sus monturas. Tristemente pronto constataron su error. Pues cuando la causa parecí a ya decidida a su favor, los jinetes almorá vides, situados en los extremos de su ejé rcito, se desplazaron en un movimiento envolvente que en un instante dejó cercada a la avanzadilla cristiana.

Desde ese dí a, el castellano sufrí a pesadillas permanentemente. De matarifes expertos, los hidalgos y la infanterí a del lado cristiano pasaron a ser ví ctimas confinadas como conejos. El cerco se fue estrechando, esta vez era su sangre la que se derramaba en abundancia, eran sus bacinetes los que caí an al suelo dejando al descubierto rostros humedecidos por el sudor, cuando no rostros medio ocultos por la sangre coagulada. Eran sus brazos los que se desprendí an tras un certero tajo mahometano, eran sus cuerpos los que yací an amontonados, con las armaduras aplastadas, sobre el campo de batalla. Apretujados entre sí, los cristianos pisaban a sus muertos, resbalaban sobre su propia sangre, chocaban unos contra otros en un intento de hallar una ví a de escape. Y en mitad de esa tragedia, Diego y sus hombres seguí an montados sobre sus caballos alzando una y otra vez sus espadas.

El castellano tambié n estaba allí, entre ellos, luchando a brazo partido, enloquecido como ellos por el olor a muerte.

Y en medio de aquella barbarie surgió un momento de lucidez, bajó su arma, echó un vistazo en derredor y el miedo le atenazó la garganta hasta casi asfixiarlo. Fue entonces cuando capituló ante el pá nico y espoleó a su caballo, arrancá ndole la piel con sus espuelas hasta perforar las filas enemigas y escapar sin heridas de gravedad.

Má s tarde supo de la muerte de su primo, a quien siempre habí a considerado como un hermano, y sintió vergü enza, vergü enza por su actitud, vergü enza porque é l debí a haber caí do en aquella encerrona junto a sus compañ eros, vergü enza por el dolor que sentirí a su tí o, el padre de Diego. Y con esa vergü enza huyó sin detenerse, obligando a su caballo a galopar leguas y leguas hasta desplomarse herido de muerte cerca ya de los Pirineos. Despué s, andando o a caballo, pasó a Francia y prestó su espada a toda causa que vertiera sangre sucia. Así fue como alcanzó Tierra Santa.

 

El escudero se sentí a eufó rico y apesadumbrado a un tiempo. Por fin volverí a a ver a su señ or aunque en verdad é stas no eran las circunstancias en las que hubiera deseado encontrarse con é l. Ya lo veí a, ahí, al fondo de la explanada. Sentado sobre una piedra, con la mirada puesta en el fuego, lo encontraba espigado, con la barba tupida y los rasgos marcados, má s maduro tal vez, má s incluso de lo que debiera tras dos añ os sin verse.

–¿ Qué mirá is con tanta concentració n, mi señ or?

El castellano se levantó confuso. Su rostro revelaba la sorpresa de oí r su lengua en tierras tan extrañ as.

–¡ Tomá s, vive Dios! ¿ Qué haces aquí, tan lejos de tu Dorotea? –Los dos se abrazaron con fuerza haciendo grandes aspavientos. El castellano contemplaba a su escudero de arriba abajo.

–Ya eres todo un hombre. No me dirá s que mi tí o no te ha nombrado ya hidalgo –añ adió propinando al escudero una palmada en la espalda que casi lo deja sentado en el suelo.

–No, mi señ or Don Fernando. Hasta que vos no esté is para hacerme el honor de ser mi padrino, no admitiré tal tí tulo.

En ese instante la cara del castellano se ensombreció, dirigió su mirada a la lumbre de nuevo y habló como si el escudero no fuera má s que un fantasma de su pasado.

–Entonces nunca alcanzará s ese puesto que tanto te mereces.

–No digá is eso, mi señ or. Pronto ambos, vos y yo, estaremos de nuevo en nuestra patria comú n, corriendo tras los sarracenos de allí, que aunque son similares a estos de aquí no son lo mismo.

El castellano calló.

–Señ or. Vuestro tí o me enví o a buscaros. Llevo tras vuestros pasos desde hace añ o y medio. Ahora no me podé is decir que mi bú squeda ha sido infructuosa.

–Tomá s, no puedo volver. Tú no sabes, nadie sabe. Tengo que continuar en estas tierras, lejos de aquellos que me quieren. No deseo herirlos.

El escudero metió la mano en el zurró n y sacó un pergamino.

–Antes de que digá is algo de lo que podá is arrepentiros, será mejor que leá is esto. Es una carta de vuestro tí o.

El castellano la tomó entre sus manos sin hacer siquiera intenció n de desdoblarla.

–Hacedme caso. Leedla, os lo suplico. Vuestro tí o me rogó que os la entregara. Ya lo he hecho. Ahora, si me lo permití s, mis quijadas necesitarí an algo de yantar. Hace dos jornadas que no pruebo bocado.

El castellano ordenó a un soldado que guiara al escudero hasta las cocinas. Mientras, mantení a en su regazo el mensaje de su tí o sin atreverse a abrirlo. Pasaron varios minutos pero al final venció sus reticencias, rompió el lacre del pergamino y lo extendió frente a sus ojos.

 

Amantí simo sobrino: En el instante en que escribo esta carta se han cumplido tres meses desde la desafortunada pé rdida de tu primo. El desconsuelo se asentó en nuestras vidas tras su fallecimiento, mas el transcurrir del tiempo atenú a nuestro dolor; si bien, como es natural, el hueco de su pé rdida por fuerza ha de ser imposible de ocupar. Tú bien sabí as, quizá má s que el resto de la familia, el amor que le profesaba. Y esos perros mahometanos acabaron con su vida, tan joven y de tanta hermosura como era. En fin, Nuestro Amado Señ or así lo quiso y en efecto nada podemos hacer por cambiarlo. Otra cosa es lo concerniente a ti. Cuando, concluida la batalla, no se halló tu cuerpo, sospechamos que los almorá vides te habí an hecho preso. Emprendimos todas las gestiones posibles para encontrarte, Dios es testigo de ello, aunque al fin me descubrieron que no permanecí as cautivo, sino que huiste. Tan de improviso me cogió que, te prometo, me sobrevino un dolor punzante en el pecho en el mismo momento en que tuve noticia de tu partida. Casi me volví foco. Tú y Diego os criasteis en la misma cuna, desde la mañ ana a la noche correteabais juntos en mis aposentos, vuestras primeras lecciones de caballero fueron tomadas bajo mi instrucció n, en verdad he de decir que siempre te consideré como a mi hijo. Y perder a dos hijos en una contienda es penoso de sobrellevar. Andado el tiempo dimos con varios testigos que me hablaron de tu marcha hacia el norte, y entonces me apresté a enviar a Tomá s en tu busca. Justo poco antes de componer este mensaje, me pareció conocer la causa de tu partida. Y, cré eme hijo, no lí as de huir. No cometiste tropelí a alguna ni obraste de vil manera, vive Dios. Alvar de Quesada me advirtió có mo, en un momento de la batalla, te abrí as paso a fuerza de empellones y rompí as el cerco de nuestro comú n enemigo. La mayorí a de los soldados y caballeros rodeados se mantuvieron con vida gracias a tu decisió n. Me importa poco qué provocó en tu espí ritu esa furia ciega que rasgó una brecha en los almorá vides. Seguramente en tu fuero interno te viste como un cobarde, má s aú n cuando dejabas atrá s a tu primo, pero yo mismo habrí a de proceder de la misma manera si en tales circunstancias me encontrara. Os tení an aprisionados, como rató n en ratonera, y lo má s inteligente era resquebrajar las filas enemigas como fuere para efectuar una retirada estraté gica. Tu primo fue siempre un hidalgo gallardo, mas le faltaba algo que tú sí posees: el valor no se demuestra yendo hacia adelante en un arrojo sinsentido sino sabiendo elegir en qué momento tu adversario está en disposició n de caer, para atacar con buen juicio, o si por ventura es mejor batirse en retirada y esperar. Desconozco cuá ndo llegará n a tus manos estas letras, espero que pronto pues tu familia ansí a verte, yo el primero. Regresa junto a los tuyos. Ya perdí a mi vá stago má s querido, Fernando, no quiero llegar a viejo sin el calor de mi otro hijo. Vuelve, te lo ruego.

 

El castellano, con los ojos humedecidos, leyó por ú ltimo la firma del escrito: Tu tí o, Don Rodrigo Dí az de Vivar.

Plegó el pergamino y su mirada se volvió hacia el fuego. Ahora, pensó, es hora de regresar a casa.

–Veo que ya os habé is encontrado con vuestro mensajero, ¿ no es así, Don Fernando?

El castellano se alzó bruscamente. Ante é l, a unos pasos, le contemplaba Godofredo de Bouillon con algunos de sus asistentes.

–Señ or, disculpad. No sabí a que estabais aquí.

–Sentaos, castellano. He venido a hablar con vos. Me importa poco có mo os llamé is. Vuestra espada ha sido una valerosa compañ era en los ú ltimos meses, quiero que mañ ana volvá is a prestarme los mismos servicios que hasta ahora. ¿ Está is dispuesto?

El castellano guardó silencio unos instantes. En su mente se sucedí an las imá genes de su tí o, sus padres, su tierra. Anhelaba regresar pero la jornada siguiente podrí a ser un dí a aciago para la Cristiandad.

–Sí, mi señ or. Estoy dispuesto a acompañ aros en la victoria.

–Bien. Formaré is parte de la avanzadilla sobre la puerta Este. Si nada lo remedia cuando el sol se levante seré is uno de los primeros cristianos que cruce esos muros. Má s tarde, cuando los ecos de la batalla se hayan apagado, podré is decidir qué hacer con vuestro futuro.

El castellano asintió.

Bouillon hizo ademá n de irse, tení a aú n muchas cosas que planificar antes de que amaneciera la jornada decisiva, aunque no habí a dado dos pasos cuando se giró.

–Sin duda, puedo dar fe de que por vuestras venas corre la sangre de vuestro valeroso tí o. Ojalá tuvié semos entre nuestras filas unas cuantas espadas como su Tizona y unos cientos de brazos prestos como los del Cid Campeador. Rezad, Don Fernando, mañ ana echaremos a los infieles del Santo Sepulcro de Nuestro Señ or Jesucristo.

 

El Viejo de la Montañ a habí a logrado cruzar al otro lado de la muralla. Conocí a bien las intrincadas calles de Jerusalé n, sus zocos, iglesias, mezquitas y colinas; al mediodí a y al poniente se podí a ver la colina del Acra, extendida por todo el ancho de la ciudad, al norte el Bezetha, al oriente la Mezquita de Ornar, construida en el lugar que ocupó antañ o el templo de Salomó n, y al nordeste el Gó lgotha, sobre el que se elevaba la iglesia de la Resurrecció n. El aspecto que ofrecí a entonces la Ciudad Santa era muy distinto de aquel otro tiempo coetá neo a Cristo, habí a perdido gran parte de su capacidad de resistencia y superficie, de hecho el monte Sió n ya no se encontraba encerrado en su recinto sino que despuntaba sobre las murallas entre el mediodí a y occidente; es má s, los tres cercados que bordeaban sus muros habí an sido rellenados en distintos rincones por Adriano, permitiendo que el acceso fuese má s sencillo, lo que debilitaba la fortaleza de la plaza.

É l sabí a todo aquello. Habí a recorrido sus callejuelas dé cadas atrá s y desde aquel tiempo apenas se habí an producido cambios en su fisonomí a; sin embargo no estaba preparado para ver aquel caos que se habí a adueñ ado de la ciudad y sus habitantes. Al salir del oscuro agujero por el que penetró en Jerusalé n, se topó con todo tipo de enseres arrojados a las calles, puertas desvencijadas medio caí das y las porquerí as de los habitantes habí an ido ganando terreno puesto que nadie se dedicaba a su limpieza; numerosos techos y paredes se habí an venido abajo a causa de los proyectiles lanzados por los cristianos y humeaban aú n en el suelo, en las esquinas se guarecí an del miedo harapientos sucios y hambrientos. Si habí a un infierno, el asedio de los dhimmis lo trajo a la Ciudad Santa.

Habí a vivido y actuado sin escrú pulos. Pero este paisaje que se dibujaba ante é l lo molestaba; la guerra, se decí a, saca las miserias de la gente a la puerta de sus casas, a la vista de todos, es obscena. É l, que introducí a sus manos en las entrañ as aú n calientes de sus adversarios, arrugaba ahora la nariz y desviaba la mirada. Al fin y al cabo, era su religió n la que estaba siendo masacrada.

Caminaba vigilando sus propios pasos y evitando las calles má s concurridas, cercanas a las murallas, donde se agolpaban los defensores de la ciudad. La luz del alba asomaba por el este y el silencio era absoluto, casi fantasmagó rico. Algo estaba a punto de ocurrir. El Viejo confiaba en que esa calma no fuera el preludio de un nuevo ataque.

La mañ ana despertó cristalina. Uno y otro bando podí an divisar sus caras sin estorbo de brumas que empañ aran el ambiente, parecí a que Dios, o tal vez Alá, hubiera limpiado el aire para poder observar có modamente el combate que se librarí a en su nombre. Los pellejos del lado cristiano resonaban en la llanura. La rí tmica percusió n se oí a a leguas de distancia semejando truenos continuos y regulares, mientras la infanterí a sacudí a sus picos y piquetas contra los escudos con la misma cadencia, uniendo a los tambores un sonido metá lico que acrecentaba la impresió n de que el estruendo colmaba el campo y la propia Ciudad Santa. No se oí a ni una sola voz humana ni dentro ni fuera de Jerusalé n.

Varias filas de centenares de infantes cubrí an en formació n gran parte de la extensió n entre el campamento y las murallas, detrá s se situaban los ballesteros y los caballeros. La tez, pá lida, de los francos y, tostada, de los sarracenos, permanecí a impasible, como si el largo asedio no los hubiera afectado ni a unos ni a otros. Quizá el conmovedor sermó n de Pedro el Ermitañ o unas horas antes habí a levantado los á nimos de los cristianos y, tal vez, la certeza de que serí a la ú ltima jornada para la defensa de sus hogares habí a propiciado el desá nimo en los sarracenos. En cualquier caso, los hombres de Buoillon se convencieron de que este era el dí a decisivo, porque la toma de Jerusalé n no admitirí a má s retrasos: el hambre y la sed los devoraba y, ademá s, el ejé rcito fatimí de El Cairo marchaba en ese instante hacia la Ciudad Santa para proteger a sus hermanos musulmanes. En unos dí as la causa de la Cristiandad estarí a definitivamente perdida.

El duque de Baja Lorena dio una orden y las hileras de infantes se abrieron para dar paso a tres catapultas, cuatro onagros y un trabuquete. El ejé rcito de la Cristiandad habí a usado ya algunos de estos artilugios durante las ú ltimas semanas pero sus armas de asedio se habí an visto reforzadas con nuevas incorporaciones fabricadas a partir de las naves que las tropas genovesas usaron para arribar a Tierra Santa, desmanteladas para la ocasió n por sus propios tripulantes.

En el lado mahometano la inquietud crecí a a causa de la sorpresa de los ingenios cristianos. Los defensores de la ciudad se miraban preocupados y se aferraban a sus cuchillos, como si estos constituyeran una especie de sortilegio que los salvarí a de los bá rbaros seguidores del Nazareno. Tení an noticias de los ataques a Edesa y Antioquí a por parte de los francos y, por tanto, eran conocedores de la extrema crueldad con que trataban a los vencidos. No estaban dispuestos a dejar a sus hijos y mujeres en manos de los infieles; la mayorí a se mantendrí a en su puesto hasta perder la vida.

A una señ al de Buoillon comenzó la toma de la ciudad. Los primeros en ponerse en marcha fueron los encargados de las má quinas de asedio, una a una comenzaron a hacer su trabajo lanzando enormes piedras y proyectiles envueltos en pez ardiente. El duque trataba de provocar el desconcierto entre las tropas sarracenas antes de iniciar la segunda parte de su ofensiva. El inicio de la contienda habí a despertado las gargantas de los soldados de ambos bandos, que se desgañ itaban profiriendo insultos y amenazas para darse valor a sí mismos. El ruido se elevaba por encima de sus cabezas envolvié ndolos a todos en una sinfoní a de voces desgarradas, crujir de derrumbes y retumbar de tambores. Las piedras catapultadas caí an sin remisió n a pocos codos de distancia por detrá s de los muros, aplastando en su caí da a mujeres y niñ os que aguardaban en la retaguardia para suministrar flechas, venablos y piedras. Los guerreros mahometanos lanzaban sus dardos y lanzas cortas, y arrojaban piedras, pero el ejé rcito franco aú n se mantení a fuera de su alcance esperando el momento propicio para avanzar.

Salad Al‑ Qsa, uno de los lí deres de la Ciudad Santa, comprendió que la intenció n de sus adversarios era desgastarlos, así que ordenó a diez de sus hombres que se desplegasen a lo largo del muro defensivo para conminar a las tropas a no responder hasta que tuvieran a sus enemigos a la distancia adecuada.

Detrá s de é l, Jerusalé n ardí a bajo los efectos de los proyectiles mientras grupos de mujeres y niñ os trataban de extinguir las llamas acudiendo con presteza a dó nde eran requeridos.

Tras media hora de combate a distancia, Bouillon decidió que era el momento de emprender el avance. Llamó a uno de sus ayudantes y murmuró una orden. Cinco minutos má s tarde hací an acto de presencia en el campo de batalla seis torres de asedio preparadas para amparar a los infantes en su marcha en direcció n a la Ciudad Santa.

El castellano se apretó el talabarte, de donde colgaba una magní fica espada bastarda, comprobó que aú n pendí a de su cintura el cuchillo de armas, se ajustó las enarmas del escudo en el antebrazo, se colocó el yelmo en la cabeza y picó espuelas a su montura. Junto a é l marcharí an Engelberto y Letaldo, dos belgas de Tournai, y otros caballeros principales, ademá s de su escudero, sesenta infantes y veinte ballesteros. Los soldados de infanterí a vestí an brigantinas y portaban picas, algunos sujetaban tambié n mazas o dagas de tosca confecció n, los ballesteros –que tan só lo se cubrí an con un gambesó n–, amé n de las ballestas traí an consigo cuchillos largos o pequeñ as hachas de guerra.

En las murallas, los defensores tensaron sus arcos y colocaron venablos y piedras al alcance de la mano, algunos, por parejas, levantaban enormes ollas con aceite hirviendo para arrojar su contenido obre los soldados que intentaran trepar por la muralla, otros sacaban sus espadones y prorrumpí an en locos aullidos.

Dos olifantes sonaron tres veces a cada extremo del ejé rcito franco, los caballeros se adelantaron protegié ndose con sus escudos, una avanzadilla de infantes se puso a resguardo de cada una de las torres, el resto de infantes se ubicó detrá s y los ballesteros cerraron la retaguardia. A un nuevo toque de los cuernos, iniciaron la marcha.

Los guerreros sarracenos efectuaban disparos certeros con sus arcos cortos, acribillando a los primeros combatientes, que ya distaban menos de cien codos de las defensas de Jerusalé n. Los mahometanos –que contaban con armas má s desiguales: alfanjes, mazas, gumí as e, incluso, cuchillos de carnicero– disparaban primordialmente hacia los caballeros pero estos abrigaban su cuerpo con los escudos, evitando las má s de las veces ser alcanzados en partes blandas. No obstante, má s de una decena cayó en los primeros minutos de la refriega en la secció n del castellano.

El sonido de los tambores se habí a apagado hace rato, siendo sustituido por las quejas de los heridos, el entrechocar metá lico de las armaduras al caminar, los gritos de á nimo de los francos y las amenazas e insultos de los mahometanos desde su atalaya. Pese al fuego que los hostigaba desde lo alto, ya sea guarecidos por los escudos o por las torres, muchos de los soldados alcanzaron con vida la base de las murallas y colocaron las torres para iniciar el asalto.

Desde retaguardia se suministraron las instrucciones oportunas y los ingenios fueron acercados y redirigidos para que los proyectiles cayeran má s atrá s de las filas defensivas de los moros, con la pretensió n de no abatir a sus propios hombres, que en ese momento soportaban un intenso ataque sobre sus cabezas. Piedras, aceite y agua hirviendo, flechas, lanzas, hasta sillas, mesas o cajas de madera se despeñ aban desde la fortificació n que pretendí an escalar. Los caballeros, abandonada su montura, lanzaban cardadas con garfios para ascender, aunque una y otra vez eran rechazados, precipitá ndose al vací o.

Los ballesteros hací an su trabajo desde detrá s de las torres, sus flechas, má s cortas que las disparadas por los arcos mahometanos, eran má s veloces y certeras, sin embargo su alcance no superaba los cincuenta codos, con lo que se veí an obligados a arriesgarse las má s de las veces perdiendo su protecció n al lanzar los dardos; y aquello los poní a en peligro continuamente. Pese a todo, cuando uno caí a era pronto sustituido por otro de la retaguardia.

Mediada la mañ ana, algunos caballeros e infantes habí an conseguido ascender por las escaleras de sus torres sin ser abatidos por el enemigo. Subí an pisando los cadá veres de sus propios compañ eros y agachá ndose para evitar las flechas y otras armas arrojadizas que les llegaban desde las saeteras y otras aberturas estraté gicamente ubicadas en la parte alta de la muralla. El castellano habí a conseguido escalar el muro y penetrar por una de é stas oquedades defensivas, acompañ ado por Tomá s y los caballeros Engelberto y Letaldo. Eran los primeros en acceder a la ciudad, y de pronto se vieron rodeados por trece mahometanos.

Los cuatro atacantes cristianos se pusieron espalda contra espalda para defenderse de las embestidas sarracenas. Los tres primeros mahometanos en acercarse encontraron una certera puñ alada en sus tripas, lo que hizo que el resto se lo pensara mejor antes de abalanzarse. El castellano aprovechó ese momento de duda en el enemigo y dio un salto hacia su flanco izquierdo, pillando desprevenidos a dos de los sarracenos. Al primero le hundió la espada en el costado derecho mientras que al segundo le propinó un empelló n con el hombro que lo despeñ ó por la muralla. Los mahometanos reaccionaron, quedaban ocho –afortunadamente aquel lugar donde habí an ido a parar era una especie de reducto destinado a los arqueros, cerrado a su vez por un muro que lo aislaba del resto de la muralla–. Los belgas luchaban a brazo partido con cuatro de los defensores de la ciudad, Letaldo habí a ensartado a uno de ellos con su mandoble y ya embestí a contra otro de ellos, usando para tal fin una maza que cargaba con la mano izquierda; Engelberto parecí a tener dificultades, uno de los guerreros, Je los dos con los que combatí a, lo habí a herido en el brazo derecho, y tení a que usar la espada con la mano izquierda.

Cerca de ellos, en otras tantas poternas o al descubierto, ya guerreaban sobre las murallas varias decenas de soldados de la Cristiandad. Los gritos y las protestas al sentir las hojas hundirse en sus carnes eran parejas con la rudeza con la que se peleaba.

El castellano hizo una señ al a Tomá s para que é ste se colocara a su diestra, al mismo tiempo dio dos pasos hacia atrá s y se inclinó para evitar el alfanje de uno de sus contendientes, que hasta en dos ocasiones habí a estado a punto de lacerar su pecho, el segundo se mantení a al acecho a la espera de la evolució n de la pelea. El castellano se agachó a tiempo de evitar, una vez má s, el arma de su contrincante y aprovechó la postura de é ste para hincarle desde abajo el puñ al de su cintura, hundié ndolo hasta la empuñ adura en la ingle de su enemigo y mantenié ndolo ahí unos instantes mientras moví a en cí rculo la hoja para provocar el mayor dañ o posible. El sarraceno dejó caer su espada y se llevó la mano a la entrepierna, desde donde un reguero de sangre caliente se escurrió hasta los pies como un rí o furioso. Despué s su cuerpo se tambaleó y acabó por desplomarse.

El castellano dio media vuelta para enfrentarse al otro mahometano, pero é ste ya corrí a escaleras abajo hacia el interior de la ciudad. Se giró bruscamente y se acercó a Tomá s. Su escudero llevaba las de perder con los atacantes que le habí an tocado en suerte, uno de ellos manejaba con soltura una gumí a de un codo de largo, de bella factura y hoja afilada, y el otro no dejaba de arremeter contra é l con una maza que blandí a amenazante sobre su cabeza. El escudero esquivaba los golpes incesantemente, hasta que su señ or intervino en la pelea para enfrentarse con el enemigo de la gumí a. El mahometano se moví a con rapidez, lanzando estocadas a derecha e izquierda sin descanso, seguramente, intuyó el castellano, debí a pertenecer a la nobleza local, pues poseí a un consumado manejo de la esgrima.

É l, sin embargo, usaba su espada con las dos manos, impidiendo una y otra vez los ataques agresivos de su rival. Ambos eran precavidos y no descuidaban los flancos en ningú n momento para arriesgar un golpe decisivo que al mismo tiempo los pondrí a en situació n de desventaja si era rechazado. El mahometano mantení a la guardia alta al ver que su contrincante franco usaba el peso de la espada para tratar de darle un tajo desde arriba, así que el castellano insistió en esos golpes hasta convencerlo de que su ataque conservarí a siempre el mismo destino, y cuando lo tuvo seducido volvió a asestarle una estocada desde arriba y, tras pararla el sarraceno, se giró sobre sí mismo, dá ndole la espalda, y le atravesó el vientre en un movimiento hacia atrá s. Mientras tanto, su escudero habí a acabado con el enemigo de la maza, que yací a en el suelo con la cabeza abierta de un tajo.

Una vez liberados de sus atacantes, ambos se acercaron a los dos caballeros francos, Letaldo se habí a arrodillado frente a Engelberto, herido en una pierna. No parecí a grave pero necesitaba un torniquete y, má s tarde, quizá unos cuantos puntos de sutura. Letaldo se quedó con é l y los dos castellanos ascendieron por unas escaleras para continuar con la batalla. Cuando llegaron a la parte má s alta de la muralla se encontraron, hasta donde se perdí a la vista, con cientos de cadá veres unos sobre otros. Los mahometanos que luchaban en la primera defensa de la ciudad habí an muerto o huido, los francos que no habí an perecido perseguí an a los fugados hacia la segunda muralla defensiva y aquellos que habí an permanecido en la retaguardia hasta ese momento subí an lentamente por las torres de asedio, aplastando los cadá veres de compañ eros y enemigos indistintamente, y resbalando en enormes charcos de sangre. El olor era nauseabundo.

El castellano y su escudero dedicaron apenas unos segundos a esta imagen y luego continuaron con las armas en la mano hacia el interior de la ciudad.

 

Hací a una hora que el Viejo de la Montañ a dejó atrá s las murallas, aunque desde allí la guerra habí a propagado sus sonidos hasta adueñ arse de toda la ciudad. Pronto llegarí an las patrullas de la vanguardia franca y comenzarí a la rapiñ a. Para entonces debí a haber resuelto sus asuntos y buscado la manera de salir con vida porque su salvoconducto acababa en el paso franco. No obstante, recordó, aú n disponí a de algunos amigos entre los caballeros cristianos que eran deudores de sus favores. El ú nico problema estribaba en sobrevivir hasta que acabara el pillaje y los asesinatos que a buen seguro repetirí an aquí, como hicieron por donde fueron conquistando.

En cualquier caso, el lí der de los Hashishin no sentí a miedo, iba bien protegido con sus asesinos y en la ciudad muchos irí an al verdugo sin dudarlo para defender la vida del jefe nizarí, amé n de la credencial que suponí a la provechosa cantidad de plata y oro que portaba consigo para casos de necesidad.

–¡ Ya hemos llegado! –Aulló el guí a unos codos por delante del grupo.

El Viejo de la Montañ a se acercó al sarraceno y le preguntó si efectivamente esa era la casa, é ste asintió; en ese instante extrajo una daga de su cintura y lo degolló en un ú nico movimiento.

–¡ Tú! –Gritó señ alando a uno de sus fedayines –. Elige a dos hombres y entra en esa choza. Asegú rate de que no hay peligro, y no se te ocurra matar a nadie.

El fedayí n señ aló a dos de sus camaradas y se acercó a la puerta, le dio un empelló n e irrumpió en el interior escoltado por los otros dos. Al poco, uno de los tres asesinos regresó e hizo un gesto al Viejo de la Montañ a; ya habí a llegado el momento largamente esperado, ahora volverí a a ver a su viejo amigo.

El castellano se habí a reunido con el resto de combatientes cristianos en las calles de Jerusalé n. A unos doscientos codos podí a ver a Godofredo de Bouillon. El general en jefe de los francos manejaba la espada con crueldad; seccionaba miembros, degollaba cabezas, hundí a la acerada hoja en las tripas de sus adversarios. Sus caballeros conocí an sus excesos en el combate y evitaban cruzarse en su camino, pero eran sus enemigos quienes má s temí an su arrojo. Aquel dí a no menos de cien desafortunados perecieron bajo su mano y aunque no se cobró má s vidas en el campo de batalla, tal vez otros doscientos acabaron con un tajo del filo de su espada.

–¡ Tomá s!

El escudero se habí a acuclillado ante un cadá ver.

–¿ Señ or?

–Aprovechemos que esta parte de la villa ha quedado desierta de mahometanos y tratemos de llenar los bolsillos antes de que estos francos se apoderen de las mejores riquezas.

–Mi señ or, quizá serí a mejor atravesar aquellas callejuelas que se vislumbran al norte.

El caballero consintió y se dirigió junto a su escudero hacia un estrecho callejó n. Tras de sí dejaron numerosos cadá veres ensangrentados y a buena parte del ejé rcito franco, que ya se habí a dado al pillaje y registraba a los caí dos. Pronto empezarí an con las casas de alrededor por lo que era mejor adentrarse en la ciudad cuando aú n no habí an flanqueado sus murallas el resto de las tropas de la Cristiandad.

 

El Viejo de la Montañ a atravesó en dos zancadas la ú nica habitació n que poseí a la vivienda, un cuartucho hú medo y oscuro con apenas una pequeñ a mesa, un mueble desvencijado con dos puertas y un camastro en una esquina. Frente a é l dos de sus hombres retení an a un anciano decré pito con las encí as prá cticamente desdentadas y la ropa andrajosa.

–Busco al señ or de esta casa. ¿ Eres su criado?

Lanzó las preguntas como dardos pero el viejo no hací a má s que exhibir una sonrisa mellada y babeante, y una expresió n ausente.

–¿ Sabes dó nde puedo hallarle? –Insistió mientras le zarandeaba.

El anciano permaneció en su mutismo.

–He preguntado por tu amo, viejo loco. –Esta vez acompañ ó su interrogatorio de una violenta bofetada.

–Señ or, trae mala suerte golpear a un loco –repuso uno de sus asesinos.

–¿ Loco? Maldita sea, aunque esté loco le voy a sacar las palabras a trompicones –dijo levantando de nuevo la mano.

Y cuando estaba a punto de descargar otro sopapo una joven surgió desde el interior del mueble y se abalanzó gritando hacia é l. Fue entonces cuando la actitud del anciano cambió.

–¡ No, Zaida! Te advertí que te escondieras.

Uno de los asesinos inmovilizó a la muchacha, de no má s de veinte añ os.

–Veo que esta joven tiene la virtud de hacerte hablar. ¿ Có mo te llamas hermosa? –Preguntó al tiempo que le acariciaba sus turgentes pechos con lascivia ante un forcejeo inú til por parte de ella.

–¡ Dé jala en paz! No te atrevas a tocarla.

–Muy bien, juguemos a las adivinanzas. Por una esclava no pondrí as tantos reparos, quizá por tu amante, pero a tu edad hace tiempo que tu verga ya no provoca placeres a las mujeres –dijo mientras reí a acompañ ado por sus asesinos–. Podrí a ser tu hija. Aunque tampoco lo creo, es demasiado joven, quizá tu nieta. Sí, eso es, esta pequeñ a era es tu nieta, ¿ no es así, El‑ Jozjani?

–Es mi nieta. ¿ Podrí as quitarle tus asquerosos dedos de encima? –Le pidió con un ligero temblor en los labios.

–Lo haré. Aunque antes tú tienes que hacer algo por mí. He tardado muchos añ os y al fin te vuelvo a ver.

El‑ Jozjani entrecerró los pá rpados y le examinó con detenimiento.

–¿ Acaso no me reconoces, viejo amigo? Un dí a tú y yo tuvimos el mismo maestro, aunque no por mucho tiempo, la verdad. No porque yo no quisiera, digamos que me abandonasteis. ¿ Te viene algo a la memoria, viejo?

El‑ Jozjani parecí a buscar en su mente intentado encontrar una imagen, un indicio que le aclarase. No era fá cil, ya tení a má s de setenta añ os. ¿ Quié n podí a ser?, se preguntaba hasta que un brillo repentino le delató.

–Ya lo sabes, ¿ verdad?

–¡ Hasan As‑ Sabbah! –Le lanzó las palabras como si escupiera a la cara de su interlocutor.

–En persona. La vida ha tratado mal a tu cuerpo pero conservas buena memoria. ¿ Entonces recordará s tambié n có mo os servisteis de mí para escapar del emir El‑ Dawla?

–¿ Nos servimos? Creo que yerras en tu afirmació n. El maestro te pidió un favor y te lo pagamos con creces. Si no me equivoco te envié a Kadin Khuzayma, y sé que usaste bien nuestra influencia.

–¡ Migajas! Tú me apartaste del maestro porque sabí as que yo era mejor que tú y, por desgracia, Ibn Sina se dejó engañ ar por tus palabras. Luego, como en una especie de compensació n, me mandaste a quien no era ni un pá lido reflejo del maestro. El‑ Jozjani, me usasteis y me tirasteis como se hace con una tú nica raí da.

El ayudante de Ibn Sina dirigió sus ojos hacia el suelo. Se veí a agotado.

–Despué s de tantos añ os, ¿ vienes acaso a recriminarme mi abandono, a clamar venganza?

–Vengo a reclamar lo que es mí o, lo que busco desde hace añ os, desde la noche en la que el maestro y el emir se reunieron en secreto para hablar de un poder desconocido.

El‑ Jozjani levantó la cabeza bruscamente. Su cara revelaba que las palabras de As‑ Sabbah le habí an causado una profunda impresió n; sus ojos, ya de por sí hundidos por el paso del tiempo, desaparecieron tras los pliegues de sus pá rpados, sus labios temblaron, sus manos, antes caí das, se crisparon.

–¿ No sabí as que yo conocí a vuestro secreto? –Le preguntó con sorna–. Pues sí, lo averigü é aquella noche en la que vosotros abandonasteis el campamento. Y no porque lo buscara. Casualmente me encontraba en el interior de la tienda cuando se presentó el emir para conversar con el maestro. Yo acababa de tomar mi lecció n, Ibn Sina salió a recibir al prí ncipe y yo, bueno, Alá sabe que quise salir tambié n, pero me entró pá nico.

El sonido de espadas y voces aisladas comenzó a filtrarse en la habitació n.

–El retumbar de los cascos de los caballos me daba pavor por aquel entonces, ¿ recuerdas? Me escondí, y eso me concedió la oportunidad de oí rlo todo, o por lo menos lo suficiente.

–De poco te servirá –aseguró El‑ Jozjani, aú n con la mirada preocupada.

–Tal vez sí, tal vez no. Por ventura, ¡ ¿ no es esta tu nieta?! –Gritó agarrando a la muchacha por el cuello. La joven forcejeaba aunque As‑ Sabbah tení a má s vigor que ella y pudo lamerle la cara sin apenas resistencia.

–¡ Puaj! –La muchacha le escupió apenas tuvo ocasió n–. Podrá s hacerme lo que quieras pero no tendrá s el manuscrito.

–¡ Zaida! ¡ ¿ Qué está s diciendo?!

–¿ Un manuscrito? Yo no he hablado de manuscrito alguno, ¿ no es cierto? –Preguntó a sus asesinos, que se apresuraron a negar varias veces con la cabeza–. Entonces, lo que anhelo es un documento.

Las voces se habí an convertido en gritos y los ruidos aislados de entrechocar metá lico en estruendo de batalla.

El Viejo de la Montañ a reclamó silencio. Uno de los asesinos que aprisionaba a la muchacha le soltó un brazo, tomó un pañ uelo y la amordazó torpemente. La joven no dejaba de forcejear, así que el otro captor le dio un testarazo en la cabeza que la dejó momentá neamente inconsciente. Su abuelo fue a gritar y uno de los hombres que lo tení a amarrado le tapó la boca; y, tras un zarandeo inofensivo, el anciano acabó por derrumbar la barbilla sobre su pecho.

–Manteneos en silencio –ordenó As‑ Sabbah–. Los perros infieles deben haber alcanzado esta parte de la ciudad.

–¿ Y los otros fedayí n? –Indagó ingenuamente uno de los asesinos.

–Ya sabrá n defenderse –le espetó su jefe.

Los soldados de ambos bandos luchaban por los callejones, dentro de las casas, saltando las tapias, sobre las huertas. En una desbandada general, los mahometanos se retiraban o caí an; los francos no les daban cuartel. En el interior de la casa se oí an gritos en el idioma sarraceno, voces extranjeras de diferentes naciones, quejidos, chocar de hierros, golpes en los muros, carreras.

Fuera, el castellano era embestido por un joven barbilampiñ o, má s bien corto de estatura, enjuto de carnes, de rostro pillo y destreza en el uso de la cimitarra. Con esta arma, que parecí a tan dé bil ante la rotundidad de la espada bastarda, el mahometano habí a sabido encontrar los puntos flacos de su adversario, utilizando en su propio beneficio la rigidez de la cota de mallas y del pesado hierro de su contrario.

En el interior de la casa los sonidos se espaciaban en el tiempo hasta que só lo sintieron lo que podrí a ser una pugna entre dos espadachines consumados.

El encuentro entre ambos contrincantes se alargaba y a su alrededor ya só lo existí an cadá veres. Los pocos que sobrevivieron del lado sarraceno huí an por las calles perseguidos por infantes y caballeros francos, y tambié n por Tomá s, que en su euforia de dominació n habí a olvidado a su señ or.

El caballero castellano sudaba por el intenso calor del mediodí a y la pesada cota de mallas con que cubrí a su cuerpo. Su enemigo, sin embargo, parecí a que acabara de despertar; en su camisa no asomaba rastro de transpiració n, sus miembros se moví an á giles y sus ojos traslucí an un gesto burló n. ¿ Acaso la pelea le estuviera divirtiendo?, se preguntaba el castellano, conteniendo una y otra vez, con mayor esfuerzo en cada ocasió n, los golpes precisos del muchachuelo.

Hasta en dos oportunidades se vio con el alma en vilo. El mahometano daba saltos hacia un lado y hacia otro, esquivaba los fé rreos movimientos de la espada castellana, introducí a la punta de su cimitarra por sitios insospechados desgarrando la cota de mallas de un solo tajo. El castellano no acostumbraba a luchar de esa manera, má s parecí a un saltimbanqui que otra cosa, se decí a abrumado. Pero en uno de esos saltos para eludir el acero afilado de la espada bastarda, sarraceno tropezó con el cadá ver de uno de sus hermanos en la religió n de Alá y vino a caer boca arriba, ofrecié ndole al caballero la coyuntura precisa para abatirse sobre é l con la espada a modo de lanza.

El castellano le atravesó de punta a punta ensartá ndolo con el cadá ver con el que trastabilló, despué s ojeó alrededor con precaució n y He dejó caer apoyando la espalda en la pared de una casa cercana. Y durante unos minutos estuvo recuperando el resuello y agradeciendo en su fuero interno ese interludio que le habí a proporcionado el combate.

En el interior de la casa, la joven volví a de su inconsciencia. Su abuelo hací a tiempo que permanecí a ajeno a todo. El silencio se habí a apoderado de las calles cercanas, aunque podí a oí rse dé bilmente los ú ltimos coletazos de la embestida franca en el interior de Jerusalé n.

As‑ Sabbah aguantó dos minutos má s y, en vista de que la calle volví a a quedar muda, reanudó su operació n. Primero abofeteó a El‑ Jozjani, despué s se acercó a su nieta, que sollozaba impotente, y le apretó los pechos.

–Me vas a contar lo que quiero y luego ya veremos qué hacemos con esta.

La puerta se abrió con sigilo a la espalda del Viejo de la Montañ a, pero la luz de la calle y el tintineo de la armadura delataron al castellano.

El Viejo de la Montañ a se giró.

–¿ Qué buscá is? –Preguntó en francé s esgrimiendo su alfanje con aparatosidad. Los cuatro fedayines se mantení an en los mismos puestos, dos agarrando a la muchacha y los otros dos sujetando al anciano, si bien parecí an prestos a saltar en cualquier instante.

–Eso deberí a preguntá rtelo yo. Esta será a partir de ahora mi ciudad, y en mi ciudad só lo cometen fechorí as los vencedores. Y tú no está s en ese lado del combate.

–Yo no soy de Jerusalé n. Me importa poco lo que hagá is con vuestra ciudad, só lo me interesan –As‑ Sabbah pareció dudar– mis asuntos.

–En Jerusalé n ya no hay asuntos individuales, ¿ has entendido? Sué ltalos.

El Viejo de la Montañ a dirigió una breve mirada a sus asesinos y despué s abrió su zurró n, descubriendo decenas de monedas de oro.

–Aquí tienes tu botí n. Dé janos.

–Mis hombres aguardan una señ al ahí fuera. No me importan tus riquezas.

El Viejo de la Montañ a se le enfrentó.

–Sois un estú pido. ¡ ¿ Vais a perder esto –le preguntó arrojando la bolsa al suelo– por esta perra?!

–Ya me has oí do –respondió alzando la espada amenazadoramente y llevá ndose la otra mano a la daga de la cintura.

As‑ Sabbah apretó los labios.

–Soltaremos a la muchacha y al viejo pero debé is permitirnos la retirada. Un caballero, como desde luego sois vos, preferirí a morir en combate antes que preso. Dejad, pues, que mis hombres y yo podamos huir para perecer en la batalla.

El castellano dudó. Si aceptaba su petició n, descubrirí an que les engañ aba y tendrí a que enfrentarse a ellos, y si les negaba la salida igualmente deberí a pelear, y despué s de media jornada combatiendo no se encontraba con fuerzas.

–No os apuré is, no tendré is que apartaros para dejarnos pasar. Aquí mismo hay otra salida, esta ventana –advirtió el Viejo de la Montañ a al descubrir la duda en los ojos del caballero–. Es vuestra decisió n. En cualquier caso, os aconsejo que lo medité is porque aquí dentro el nú mero de contendientes es importante. Venderí amos cara nuestras vidas.

–De acuerdo, podé is salir –aceptó el castellano haciendo ver que le costaba tomar esa resolució n–. Hacedlo presto, antes de que pierda la paciencia y mande llamar a mis hombres.

Los primeros en atravesar el marco de la ventana fueron los asesinos que mantuvieron inmovilizado a El‑ Jozjani; detrá s los que habí an sujetado a la muchacha. En ese momento la joven se lanzó hacia su abuelo y le abrazó entre quejidos y llantos.

Por ú ltimo, con la furia escasamente contenida, escapó As‑ Sabbah, no sin antes lanzar una amenaza al interior de la vivienda.

–Antes o despué s os encontraré de nuevo.

 

Zaida lloraba ruidosamente ante el anciano. La violencia ejercida por los hashishin habí a acabado con su vida. Su nieta se negaba a aceptarlo y gritaba mientras trataba de despertarle. El castellano se acercó a la muchacha y la miró directamente al rostro por primera vez. Sus rasgos eran perfectos: ojos almendrados, grandes, con un verdor esmeralda que embaucarí a a cualquier hombre, boca de labios sedosos y nariz pequeñ a acabada en una preciosa punta, difí cil de ver por aquellas tierras. Apenas era una niñ a.

–Levá ntate, muchacha –le dijo con toda la dulzura de que era capaz.

La joven no entendí a su lengua aunque sentí a que podí a confiar en ese hombre. Con la mirada aú n empañ ada por el llanto, se arrodilló junto a su abuelo y le cerró los pá rpados, luego recogió algunas pertenencias, entre ellas diversos legajos de papel, y abandonó la casa escoltada por el caballero.

 



  

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