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Capítulo VIII



 

 

El mé dico y Javier descendieron por inercia los peldañ os de la escalera del inmueble donde Silvia habí a alquilado su apartamento. El olor a madera vieja se les colaba por la nariz. Ambos miraban al suelo perdidos en sus pensamientos. La noticia del asesinato y la posibilidad de que su esposa estuviera implicada o que hubiera sido secuestrada, o lo que es peor que la hubieran matado, presionaba en las sienes del mé dico có mo si se tratara de un martillo. Estaba asustado, má s asustado incluso que cuando David desapareció; aquellos fueron momentos muy duros pero contaba con Silvia, al menos al principio, luego la culpabilidad se fue adueñ ando de su matrimonio y acabó por separarlos. Có mo deseaba que los ú ltimos cuatro añ os no hubieran sido má s que una pesadilla.

Su joven compañ ero lo miró de reojo, sentí a que lo traicionaba, daba igual que fueran ó rdenes de un superior, a Javier le remordí a la conciencia.

Una vez en la calle se encaminaron hacia el coche sin dirigirse la palabra. Javier montó en el puesto del conductor, como habí a venido haciendo, e introdujo en el GPS el destino: el museo Hermitage.

–Aquí veo un lugar para aparcar –dijo, señ alando un parking en la pantalla del navegador.

El mé dico confirmó con apatí a. Se sentí a cansado, la noche habí a sido larga.

–El museo debe ser muy grande, ¿ dó nde buscaremos?

 

Aquella pregunta, o má s bien la respuesta, le trajo recuerdos de la primera llamada de Silvia. La ciudad le entusiasmó, el museo, los palacios, los canales, durante la primera media hora no cesó una interminable descripció n de todo aquello que habí a visitado. El doctor se contrajo por el dolor. Lo habí a abandonado en una enorme casa vací a cuya soledad se desbordaba por todas partes y al marcharse lo condenó a la angustia de saberse abandonado; y fue cruel con ella, le recriminó su huida a San Petersburgo, criticó su apasionamiento y la insultó. Por primera y ú nica vez en su vida. Silvia enmudeció al otro lado del aparato mientras oí a las palabras desoladoras de su marido, despué s, cuando el mé dico hubo acabado, permaneció uno segundos en silencio y a continuació n, como si todo fuera un mal sueñ o, volvió a hablarle del Hermitage.

–Cuando vengas a visitarme te llevaré a contemplar Las dos hermanas. Te conmoverá Picasso, consigue retratar la pé rdida, la separació n, la tristeza...

A é l le sorprendió. Siempre habí a escondido sus sentimientos, ahora, sin embargo, sus palabras expresaban el mismo sufrimiento que a é l le asediaba, el dolor, la congoja de sentirse aislada en mitad de un mundo que en los ú ltimos añ os habí a aprendido a odiar. A tres mil kiló metros de distancia ambos se mantení an unidos por el delgado y fé rreo ví nculo de la angustia de la pé rdida, de la pé rdida de su hijo, pero tambié n de la pé rdida de ellos mismos.

–Sí, sabré dó nde buscar, descuida.

 

Alex se mantení a distante en el coche de Dickinson. El ayudante de su padre habí a accedido a regañ adientes despué s de que Jeff se mantuviera en sus trece, ella necesitaba su venganza, el inspector lo sabí a aunque no se lo hubiera revelado y no estuvo dispuesto a acompañ arla a una vendetta, era má s de lo que su conciencia podí a resistir. Los sentimientos de la mujer trataban de escalar hacia la superficie. Dickinson la observó un par de veces preguntá ndose cuando se derrumbarí a.

En unos minutos recorrieron las calles de San Petersburgo hasta el apartamento de la presunta asesina. No estaba segura de lo que encontrarí a, ni siquiera alcanzaba a saber qué es lo que debí a buscar, con todo necesitaba enfrentarse a sus ojos.

–¡ No puede ser! –dijo de repente Dickinson, señ alando a dos hombres que entraban en un coche.

–¿ Qué?

–¡ ¿ Está aquí?!

–¡ ¿ Qué?!

–Es el doctor Salvatierra.

–¿ Quié n?

–El marido de Silvia. No lo he visto má s que en un par de fotos y en un ví deo, pero estoy seguro de que es é l.

–Sí galo.

–¡ Está loca! Yo ya he hecho mi parte del trato. Acepté traerla y aquí está. Esa es su casa y ese su marido. Ahora deberá continuar sin mí.

Alex crispó los puñ os impotente, se despidió cortante y se precipitó hacia el Lancia del doctor Salvatierra. Unas centé simas de segundos má s tarde un Alfa Romeo de color gris abandonaba su estacionamiento y se situaba tras el automó vil del mé dico. Corrió en pos de los dos, y cuando su cuerpo no la dejó proseguir se detuvo en mitad de la calle, asfixiada y a punto de vomitar. Lo que no sabí a es que alguien circulaba en su direcció n. Cuando reparó en é l, ya lo tení a encima.

 

Eagan iba a ausentarse de casa para regresar a su despacho en Scotland Yard cuando el telé fono sonó. Muy pocos disponí an del nú mero de su residencia en Brighton, y la mayorí a no le importunarí a si no fuera importante.

–¡ Ya me encargo yo! –Gritó tratando de impedir que el mayordomo o su mujer atendieran el telé fono–. Al habla Eagan, ¿ qué ocurre Sawford?

–¿ Qué tal, Jerome? –respondió el director del MI6–. Hay buenas noticias para ti. Al final va a resultar que siempre caes de pie.

–No te vayas por las ramas. Di lo que tengas que decir... –El comisario no estaba para bromas.

–¡ Que te estoy haciendo un favor! No te pongas quisquilloso. Parece que todo vuelve al cauce del que nunca debió escapar –agregó con buen humor–. Tengo a dos agentes detrá s de tu hombre y de Anderson.

–Realmente son buenas noticias. Creí que las cosas se habí an puesto definitivamente negras para nosotros despué s de lo de anoche en el laboratorio...

–Sí, eso pensé yo tambié n. Has de reconocer que tarde o temprano el MI6 funciona.

–No empecemos con lo mismo –advirtió Eagan, que comprendí a que su error con el inspector le acarrearí a el pitorreo del jefe del servicio secreto britá nico durante meses–. Y pasando a otro tema que me preocupa bastante má s, ¿ qué pasa con esa operació n de Al Qaeda, el Dí a del juicio Final?

–Tu telé fono seguirá siendo seguro... –interrogó Sawford.

–¿ Lo dudas?

–El Dí a del juicio Final es una operació n terrorista a gran escala. Quieren hundir el sistema econó mico y las comunicaciones..., todo tipo de comunicaciones incluido Internet. Y atacar..., no sabemos có mo, si con aviones, con misiles, con coches bombas... ni dó nde...

–¡ Qué demonios es esto! ¿ Entonces qué coñ o sabé is?

–Nada, o muy poco. Pero aprendemos rá pido.

–Al menos sabré is para cuá ndo.

–Interceptamos una serie de comunicaciones entre distintas cé lulas, al parecer pretenden iniciar una operació n a gran escala en el primer aniversario de la muerte de Avicena.

–¿ Y cuá ndo será?

–En 2037.

–¡ ¿ Có mo?! Eso es absurdo, faltan aú n veintisé is añ os, no tiene ningú n sentido.

–Pues así es, y para ello necesitan ese manuscrito.

El comisario guardaba silencio al otro lado de la lí nea.

–Por eso es vital que nos hagamos con é l –prosiguió Sawford–. No se trata só lo de la vida del sobrino del rey, hay en juego mucho má s. Debemos ser los primeros en conseguirlo.

 

–¿ Vas a algú n lado? –le preguntó Jeff a travé s de la ventanilla.

Alex creí a soñ ar. Cuando peor se encontraba, reaparecí a su á ngel de la guarda.

–Date prisa. Sigue a esos coches, en uno va el marido de la asesina –atinó a explicar con toda la rapidez de que fue capaz mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.

El inspector se habí a arrepentido al poco de marcharse Alex. Lo primero en qué pensó al desaparecer la joven fue en su familia y en una botella de Jack Daniel's, y eso le asustó; no podí a ni querí a quedarse solo de nuevo y ademá s no recordaba nada que mereciera la pena conservar, hací a tiempo que su vida era un tiovivo mareante. Ahora, por primera vez en todos estos meses, sentí a que era capaz de superarlo, que ya era momento de pasar pá gina. Fue como un relá mpago, tomó conciencia de ello en un instante, entonces se hizo con un coche y buscó un telé fono, llamó a un amigo de Scotland Yard y le pidió ayuda, dos minutos despué s sujetaba en la mano un trozo de papel arrancado de la guí a telefó nica de la cabina con la direcció n de Silvia Costa.

Jeff pisó el acelerador cuando los dos automó viles desaparecí an en una esquina de la calle. En el asiento del copiloto, Alex presionaba las manos sobre sus rodillas, delante de ellos, a escasos cien metros, podrí a encontrar la clave para hallar a la asesina de su padre, no debí a permitirles escapar. A esa hora pocos coches circulaban por la ciudad y eso jugaba a favor del inspector.

 

Cuando estacionaron el Lancia en el parking del Hermitage el mé dico y Javier se encaminaron hacia el museo.

Un minuto despué s dos á rabes de aspecto pulcro descendí an del Alfa Romeo. Ya eran casi las diez pero la mañ ana habí a despertado emborronada de nubes y el sol apenas calentaba. Los á rabes apresuraron el paso para no perder a sus objetivos.

En el lado sur del Hermitage los á rboles acentuaban las zonas sombrí as por las que caminaban el mé dico y Javier e impedí an vislumbrar con claridad el ala oeste del palacio construido por Carlo Rossi, justo al otro lado de esos á rboles. Javier no pudo evitar un pellizco de satisfacció n al saber que iba a adentrarse en una de las mayores pinacotecas del mundo. En ese momento recordó a su padre, a pocos kiló metros de allí viví a su tí a, tan cerca y no poder conocerla, lamentó.

Andaban despacio, tratando de aparecer como unos turistas má s entre los miles que a diario visitan el museo. Cualquier indicio de nerviosismo por su parte les pondrí a en el punto de mira del servicio de vigilancia y les dificultarí a el acceso al recinto. A pocos metros, Abdel Bari y Maymun El‑ Mufid esquivaron a unos curiosos que fotografiaban el museo. El mé dico contempló un cartel con el horario de apertura, aú n faltaban diez minutos pero ya se formaba un reguero de gente ante las puertas. Se situó en ú ltimo lugar y observó de reojo a Javier; el agente deambulaba la mirada por la fachada del Palacio de Invierno, de esté tica barroca y exó ticas columnas jó nicas, ornamentaciones en oro y verde colorido.

Alex y Jeff aparcaron el automó vil robado a dos plazas del Lancia. Se bajaron deprisa y se dirigieron hacia el tumulto de gente que ocupaba la plaza del museo, sin embargo la masa de turistas les hací a imposible avanzar con celeridad. Durante diez extenuantes minutos se movieron a base de codazos y disculpas, aproximá ndose a las puertas entre las quejas de quienes adelantaban. Justo cuando admití an su fracaso Alex alcanzó a ver al marido de Silvia unos veinticinco metros por delante.

–Está n ahí.

–¿ Dó nde?

–¡ Ahí! –Insistió la joven mientras señ alaba con el dedo í ndice un punto determinado de la fila.

 

Diez pasos detrá s de ellos, dos agentes britá nicos establecieron contacto con su superior.

–Les hemos alcanzado en el museo Hermitage. Está n a punto de entrar.

–Un sitio muy concurrido. No es el mejor lugar, desde luego... –Gabriel Sawford reflexionaba–. Esperad el momento oportuno para libraros de ellos..., pero no quiero testigos...

–De acuerdo, señ or.

 

El mé dico y Javier se aproximaron a la puerta de la escalera Octubre, un guí a que hací a cola con un grupo de japoneses les aconsejó que accedieran por allí, sin lugar a dudas era la má s cercana a las salas dedicadas a la pintura contemporá nea. Fue en ese momento cuando Bari y El‑ Mufid se acercaron hasta quedar a apenas tres pasos; casi podí an respirar en el cogote del doctor Salvatierra.

–¿ Te pasa algo Javier? No dejas de mirar hacia atrá s... –preguntó el mé dico.

–Nada, nada... Creí ver algo... Tal vez estuviera equivocado.

Bari advirtió que el agente del CNI lanzaba rá pidas ojeadas en su direcció n, y ante el temor de ser descubierto agarró con disimulo a su compañ ero y le obligó a retroceder con calma.

–¡ Espera! Aú n no es el momento, debemos estar seguros de que lo tiene en su poder.

 

Alex y Jeff permanecí an en la cola. Si continuaban má s tiempo en la calle no sabrí an por dó nde buscar cuando consiguieran introducirse en el museo. La joven se impacientaba.

–No me encuentro bien..., creo que... –dijo mientras su cara se poní a lí vida. De pronto, se dejó caer al suelo.

El inspector se agachó inmediatamente y le desabotonó la chaqueta para que respirara mejor, acto seguido apartó a la gente a gritos, y en un momento se formó un cí rculo en torno a ellos. A Jeff le preocupaba el estado de Alex. La tensió n habí a sido demasiada, tarde o temprano le iba a afectar la muerte de su padre, lo extrañ o es que no hubiera sucedido antes, dedujo amargamente. De pronto aparecieron dos guardias de algú n sitio y ayudaron a Alex a incorporarse y a caminar hacia el interior del museo. Una vez allí, la acomodaron en un sofá y se dispusieron a avisar al servicio mé dico por radio.

–Perdonen, no es necesario... só lo es un vahí do por el embarazo... Me repondré enseguida –explicó con una sonrisa tí mida.

Los guardias insistieron un par de veces y Alex se empecinó. Un café y un bollo en la cafeterí a, dijo, y se encontrarí a estupendamente. Los dos vigilantes se volvieron hacia las puertas, la gente se agolpaba en todas las entradas y en algunos puntos se habí an formado pequeñ os corros. No era momento de entretenerse, de modo que se olvidaron de la embarazada y regresaron a sus quehaceres.

Jeff permanecí a callado a su lado, durante todo el tiempo habí a supuesto que la muerte de su padre y esta absurda carrera supuso demasiado para ella. Sin embargo, ahora comprobaba sorpresivamente que era una estratagema.

–Bueno, ¿ a qué esperas? Vamos dentro, que se nos escapan –le susurró Alex entre dientes al tiempo que lo arrastraba de la chaqueta y sonreí a ampliamente hacia los guardias.

Los agentes del MI6 se retrasaban, cuando traspasaron las puertas del museo Alex y Jeff habí an desaparecido; si querí an recuperar la pista la ú nica opció n era el acceso a las cá maras del recinto. Uno de los britá nicos le mostró su placa a un vigilante y le interrogó acerca de la gestió n de las cá maras de seguridad, en un par de minutos penetraban en una habitació n rectangular con ocho ordenadores anticuados, tal vez Pentium III, sobre una mesa azul metá lico y, detrá s, dos decenas de pantallas encastradas en la pared; dos personas de uniforme azul manejaban los controles.

 

Má s de mil personas pululaban a esas horas por las má s de ciento treinta salas de los cinco edificios que forman el Hermitage. El agente del CNI se desorientó.

–¿ Dó nde me llevas? Hemos recorrido ya medio museo –protestó.

–No tienes la menor idea de có mo es este museo. Apenas has podido ver un cinco por ciento.

–Sí, lo que sea..., pero ¿ dó nde vamos?

–Ahora lo verá s –fue la lacó nica respuesta del doctor.

Y esa afirmació n se convirtió pronto en una exclamació n por parte de Javier. A su vista saltaron los tonos marrones y monocordes de Clarinete y Violí n, los anaranjados de La Cacerola Verde y la Botella Negra y los colores vivos del collage Composició n con una pera cortada. Ante la admiració n del agente, que los contemplaba extasiados, el mé dico olvidó por un momento sus preocupaciones y se le animó el rostro con una sonrisa.

–Son hermosos, ¿ verdad?

–Picasso transmite directamente al alma.

–Una definició n muy artí stica para un espí a, ¿ no te parece?

Javier no contestó.

–No te encariñ es demasiado con los cuadros. Debemos continuar –le advirtió.

–¿ No es é ste el lugar?

–No. Lo que buscamos ha de encontrarse en la siguiente sala, Las dos hermanas.

Efectivamente, en la habitació n contigua el Hermitage exponí a otras catorce obras del pintor malagueñ o. Entre ellas Las dos hermanas, una pintura de la é poca azul creada poco despué s de que Picasso visitara el hospital de la prisió n de Saint‑ Lazare. Para Silvia el cuadro representaba el dolor y la tristeza má s desnuda del ser humano, sin ataví os ni maquillajes que disimularan el desconsuelo; era sencillamente el peso de la vida que te hace inclinar los hombros, te aplasta y te aniquila. El doctor se sentí a comprimido por los azules y compasivo ante los rostros de mirada perdida de las dos mujeres.

–Causa impresió n, ¿ verdad?

–Tiene todo el sentido trá gico que algunos pintores de principios del siglo XX le daban a la vida... Así me he sentido yo a veces...

–Yo tambié n..., sobre todo en las ú ltimas horas... –puntualizó el mé dico.

El agente escudriñ ó a su acompañ ante. Habí a olvidado por un momento a la esposa del doctor Salvatierra.

–Vamos a trabajar. Debemos encontrar a tu mujer.

La sala era de planta rectangular y disponí a de dos puertas, tres ventanales y tres bancos con el asiento forrado en terciopelo rojo. No habí a mucho dó nde escoger para ocultar un mensaje, quizá bajo uno de los bancos o en el marco de uno de los lienzos. Sin embargo, las cá maras de las esquinas y los guardias de seguridad que de vez en cuando patrullaban les complicarí a una bú squeda exhaustiva. El agente se acercó con cautela al primero de los bancos, se sentó en la esquina para revisar con discreció n bajo el asiento, corrié ndose con disimulo hacia un lado, primero al centro, má s tarde a la otra esquina. Mientras tanto, el mé dico disimulaba ante una de las pinturas.

Los á rabes los observaban desde lejos sin entender qué pretendí an, aunque sospechaban que no estaban allí para admirar las obras de arte.

–Lo está n buscando, ¡ está aquí, está aquí! –Las palabras del terrorista contení an a duras penas la emoció n que experimentaba.

Desde la sala inmediatamente anterior Alex y Jeff espiaban tambié n los movimientos del mé dico mientras los agentes del MI6 ascendí an apresuradamente por una de las escaleras que conectaba el primer y el segundo piso, no habí an tardado demasiado en encontrarles a travé s de las cá maras.

El doctor Salvatierra estuvo un buen rato delante de Las Dos Hermanas pero acabó por desecharlo al no dar con nada que pudiera indicar que existí a un mensaje. ¿ Tení a que ser é ste? ¿ A qué otra cosa se podí a referir? Le costaba abandonarlo aunque no podí a ser ese cuadro; en el siguiente, La Danza de los Velos, obtuvo los mismos pobres resultados, despué s se paró ante Mujer sentada. En ese momento Javier alzó la voz un segundo, lo suficiente para atraer la atenció n de su acompañ ante, bajo el segundo banco, justo en mitad del asiento, una tarjeta adherida. Con un solo movimiento, el agente del CNI recuperó la tarjeta de memoria, má s tarde averiguarí a que era una Scandisk de 16 gigas de capacidad, y salió de la sala con un mal disimulado optimismo. El mé dico le seguí a de cerca, sin percatarse que detrá s los escoltaban unos á rabes y dos ingleses que no conocí an de nada. Los espí as del MI6 eran los ú nicos que faltaban para completar la escena, pero ya alcanzaban el segundo piso.

A esas alturas, Javier ya habí a comprendido que las dos caras ligeramente bronceadas que percibió repetidas veces esa mañ ana pertenecí an a dos esbirros de Al Qaeda, seguramente a los dos que los habí an perseguido desde Españ a. Tambié n sospechaba de una joven y su acompañ ante, los dos les observaban sin disimulo, pero de esto no estaba del todo seguro. En tanto pensaba el siguiente paso decidió aparentar normalidad y se detuvo de pronto a contemplar una de las obras de la siguiente sala, el mé dico casi chocó contra é l.

–¿ Qué pasa?

–Nada –le contestó Javier–. Me duele un poco la espalda.

El agente se giró, dejando a su espalda el cuadro, y se llevó la mano a la espalda como si sufriera de repente un dolor de riñ ones, despué s se estiró y movió el cuello varias veces, todo ello con movimientos pausados y sin dejar de examinar lo que percibí a a su alrededor. El doctor Salvatierra le miraba extrañ ado y Javier no hizo nada por aclararle; cuando emprendieron de nuevo la marcha hacia la salida, el agente ya se habí a hecho con su arma.

Al mé dico le alivió que volvieran a caminar, sentí a mitigado su miedo al disponer ya del mensaje, como si tal circunstancia constituyera el final de la aventura, como si en lugar de encontrar la tarjeta de memoria ya hubieran dado con Silvia.

Entraron en una sala repleta de piezas orientales cuando, por el otro lado de la habitació n, a travé s de una puerta de madera profusamente decorada, se precipitaron los dos agentes britá nicos con una mal disimulada calma. Javier no los conocí a si bien sus prisas le hicieron desconfiar. En cambio, los terroristas á rabes sí reconocieron al MI6 en las dos personas que entraban e intuyeron que se encontraban en una ratonera.

Javier se sentí a mareado, aú n no llevaba demasiado tiempo en el CNI, ¿ sabrí a có mo actuar? Agarró bien la pistola y echó un rá pido vistazo a la habitació n de forma instintiva, debí a buscar un lugar para proteger al mé dico. Encontró el hueco apropiado pero inmediatamente sintió un destello de cobardí a, si disparaba aquello se convertirí a en una masacre, lo veí a en los ojos de los terroristas, tambié n en los de los espí as britá nicos.

Todo el mundo parecí a desear apretar el gatillo. Todos menos el inspector inglé s, Jeff se dejó arrastrar por Alex hasta el museo pero no estaba dispuesto a morir y menos aú n a que la mataran a ella, no ahora, no despué s de haber descubierto que podí a ser su salvavidas; y entonces se le reveló con claridad, ú nicamente podí a hacer una cosa.

Javier, al fin, fue el primero en reaccionar. Agarró al mé dico y lo empujó violentamente hasta debajo de una mesa. Los sicarios de Al‑ Qaeda se cubrieron detrá s de un elefante de jade, los ingleses retrocedieron y se ocultaron tras un biombo chino; en medio de la habitació n permanecí an petrificados el inspector inglé s y Alex. Durante un par de segundos el silencio se apoderó de la estancia. En ese instante alguien disparó, fue El‑ Mufid.

La detonació n de su arma pareció despertarles. En mitad de un bosque de balas, Jeff tomó de una mano a Alex y la condujo hasta situarla detrá s de una mesa de raí z laqueada que no aparentaba ser un buen refugio. El mé dico, visiblemente asustado, se encogí a con las manos en la cabeza y los ojos cerrados, como queriendo borrar de su mente esa realidad; só lo pensaba en Silvia y en su hijo. Javier lo ocultó tras su propio cuerpo; en realidad nadie sabí a quié n era el enemigo, todos los eran, que es lo mismo que decir ninguno.

El ú nico que no descargaba su arma era el inspector britá nico. Jeff protegí a el cuerpo de Alex con el suyo propio, manteniendo su pistola en la mano sin usarla. Recordaba a sus hijos y a su esposa, y se preguntaba por qué ellos habí an pagado por sus pecados, no debieron morir. É l arrojó al sumidero su matrimonio, é l lo negó miles de veces hasta que las evidencias lo silenciaron, é l discutió con su esposa, é l fue quien le permitió huir con la có lera pintada en el rostro, frené tica, histé rica, é l fue el culpable de que no se detuviera en aquel Stop, é l la empujó a marcharse, la llevó hasta ese cruce con sus dos hijos. La culpabilidad que habí a anidado en su conciencia durante meses se manifestó claramente, y supo que no tení a con qué pagar aquel dañ o, aunque viviera miles de añ os no podrí a. Entonces soltó el arma y se apretó contra Alex abandoná ndose a unas amargas lá grimas que habí an pugnado por salir desde la muerte de su familia.

Minuto y medio despué s invadieron la sala diez o doce policí as rusos con metralletas. Los agentes ingleses arrojaron sus armas al suelo y alzaron las manos; uno de los dos terroristas, Bari, consiguió retroceder huyendo atropelladamente y el cadá ver del segundo yací a en el suelo con la cabeza sobre un charco de sangre.

Javier miraba al mé dico, acurrucado bajo la mesa aparentemente sin dañ os, a é l le habí an agujereado el brazo aunque la bala le atravesó limpiamente, la herida no tení a importancia. Tambié n habí a arrojado la pistola al suelo y levantaba por encima de su cabeza el brazo que no fue alcanzado.

Los ú nicos que no se moví an eran los dos ingleses desconocidos para el mé dico y el agente del CNI, la mujer se encontraba boca arriba con los ojos cerrados y el hombre sobre ella con los brazos abiertos, como si hubiera estado protegié ndola a toda cosa con su propio cuerpo. Al doctor Salvatierra le conmovió.

Uno de los policí as se acercó hasta ellos apuntá ndoles con su metralleta y golpeó al hombre en un pie, pero no reaccionó, de modo que se agachó y lo apartó de la mujer. No tení a constantes vitales. Avisó al mé dico que atendí a a Javier y é ste se acercó inmediatamente y constató que habí a muerto.

En el cuello descubrió una mancha de sangre, le apartó la chaqueta y halló el agujero, la bala habí a entrado limpiamente por un lado del cuello y quedó retenida en el interior del cuerpo o quizá salió por el pecho; debí a someterle a una inspecció n má s detenida.

–¿ Ella? –Preguntó el policí a. El mé dico ruso le tomó el pulso.

–Está bien, aunque habrá que hacerle una exploració n.

Fuera, sirenas de policí a y ambulancia, gritos, pasos apresurados... Dentro, el caos, que se incrementó con la llegada de enfermeros, bomberos y empleados del museo, que corrí an a proteger sus obras de arte. Alex abrió los ojos a tiempo para ver có mo levantaban el cuerpo de Jeff y lo depositaban sobre una camilla, entonces tuvo conciencia de lo que habí a ocurrido. Observó a su alrededor, nadie reparaba en que habí a despertado. Echó un vistazo a su izquierda, bajo una mesa la pistola de Jeff.

Javier, al fondo de la habitació n, estaba cercado por policí as, el cadá ver del terrorista derrumbado junto al elefante de jade era preparado para su traslado, y el doctor Salvatierra, conmocionado, se habí a sentado a un par de metros de Alex. La joven se levantó, se acercó al doctor y le encañ onó. Alguien, a unos pasos, dio la voz de alarma. De repente los policí as la rodearon apuntá ndole con sus armas. Ella, olvidada de todo, só lo pensaba en su padre y en Jeff. Aproximó la pistola a la cabeza del mé dico y se detuvo en su mirada. Alex deseaba con todas su fuerzas apretar el gatillo, sin embargo sus manos se derrumbaron, sus ojos se desbordaron y cayó al suelo inconsciente.

 

La comisarí a central de la policí a de San Petersburgo era una jungla de papeles desordenados, mesas arrinconadas cubiertas de polvo, ordenadores de primera generació n, armarios desvencijados, delincuentes con poblados bigotes y policí as de rostro enrojecido por el vodka cobrando a sus fulanas. Y en mitad de aquel desconcierto, el doctor y Javier prestaban declaració n ante un funcionario que contemplaba el reloj de su pulsera mientras comí a un donut bañ ado en chocolate. El mé dico miraba de reojo a su compañ ero con cara de desesperació n.

–¿ Vamos a permanecer mucho má s tiempo aquí?

El inspector ruso paró de teclear en su vieja computadora y miró de soslayo al inté rprete, que le tradujo la pregunta del mé dico.

–¿ No está usted có modo? Aquí mismo disponemos de unas celdas con asientos mullidos... –respondió el policí a con un brillo de burla en la mirada.

El inté rprete le trasladó la respuesta del ruso aunque trató de suavizarla. No obstante, el tono era suficientemente explí cito.

–Llevamos aquí varias horas. Le hemos contado repetidas veces lo mismo –advirtió con una mueca de exasperació n–. No tenemos nada que ver con el tiroteo, mi amigo y yo somos turistas, é l es, ademá s, agente del Cuerpo Nacional de Inteligencia de Españ a y posee licencia para portar armas. Nos vimos metido en medio de un percance entre terroristas y é l no tuvo má s remedio que usar su pistola. Eso es todo. ¡ Cuá ntas veces má s vamos a tener que repetirlo!

El policí a dejó su donut sobre una servilleta de papel, se limpió la comisura de los labios con un gesto estudiadamente lento y se levantó, acercá ndose a la ventana mientras oí a al inté rprete.

–¿ Ven ustedes ahí afuera? –preguntó desde la ventana–. Esa es la Iglesia de la Sangre Derramada. Y eso só lo puede significar que estamos en Rusia.

A medida que hablaba sus palabras iban adquiriendo mayor energí a.

–Y si estamos en mi paí s, ¡ su licencia de armas y su estú pido carné de agente no valen una mierda! –les vociferó casi a la cara–. Ahora van a ir derechitos a la celda, y no van a salir hasta que yo no tenga claro qué demonios ha pasado esta mañ ana en el Hermitage. ¿ Lo entiende ahora, doctor?

La traducció n hizo comprender al doctor Salvatierra que no iba a ser tan fá cil solucionar aquello.

El mé dico, rojo de ira, abrió la boca para responder con rotundidad, pero Javier, que hasta ese momento no habí a intervenido, le interrumpió.

–Tiene razó n, agente. Esperaremos el tiempo que usted estime conveniente –dijo en ruso. Luego sonrió al doctor. Tranquilo, todo se arreglará, parecí a querer transmitirle.

Alex permanecí a encerrada en los calabozos de la misma comisarí a. Recostada sobre un banco de cara a la pared, trataba de mantenerse ajena a cuanto la rodeaba y, má s aú n, a cuanto habí a vivido en los ú ltimos dí as. Si duro era de por sí haber perdido a su padre en un asesinato, a ello ahora añ adí a la muerte de Jeff, de la que se sentí a enteramente responsable, el fracaso en la misió n que se habí a impuesto de buscar a la asesina y la impotencia de saber que nunca recuperarí a la tranquilidad.

Sus compañ eras de celda cuchicheaban frases que Alex no entendí a, aunque por las risas y las miradas có mplices, la mayorí a de las palabras debí an referirse a ella. No llevaba consigo dinero, así que no tení a con qué pagar a los agentes rusos para que le proporcionaran lo que ellos denominaban eufemí sticamente comodidades, es decir, un lugar privado para orinar sin miradas indiscretas Y algo que llevarse a la boca. Allí nada era gratis, ni la comida. Sin embargo, nada de eso le preocupaba. En esos momentos sus pensamientos regresaban a Jeff, se sentí a tan culpable que su dolor rebasaba la lí nea emocional y se convertí a en algo fí sico que le arrancaba vó mitos.

En ese estado la encontraron el mé dico y el agente del CNI cuando los encerraron en la celda de enfrente, separada por un pasillo de apenas metro y medio. Al principio no la reconocieron. Javier apenas la habí a entrevisto en el Hermitage entre tanto policí a, si bien má s tarde tuvo ocasió n de ojear varias fotos suyas, y las condiciones mentales del doctor no fueron precisamente las adecuadas mientras Alex le apuntaba. Tuvo que pasar má s de media hora para que Javier tomara conciencia de que ese guiñ apo de mujer era aquella joven que habí a visto una y otra vez en las imá genes que desfilaron ante sus ojos poco antes.

La policí a rusa suponí a que formaba parte de alguna cé lula terrorista chechena o uzbekistaní porque en algunas ocasiones estas cé lulas colaboraban con Al Qaeda. El agente del CNI no quiso desmentir esas suposiciones pero sabí a que no existí a relació n alguna con los terroristas. Descubrió su apellido en la ficha y no tardó en comprender que se trataba de la hija de Anderson, despué s de aquello só lo era cuestió n de atar cabos para adivinar que supo de la muerte de su padre y que culpaba de ello a la esposa del doctor Salvatierra. Lo que no entendí a muy bien es có mo habí a dado con ellos en tan poco tiempo, quizá con la ayuda de ese inspector de Scotland Yard, pensó. El agente del CNI le expuso al mé dico sus deducciones, y é ste se giró para contemplarla, no recordaba su rostro aunque al tratar de rememorar la situació n le sobrevino un sentimiento: la compasió n. Se acordaba con exactitud de sus ojos anegados en lá grimas, ahogados por una pena enorme, agrietados de venas rojas tras horas de sufrimiento, circundados de una aureola negra de noches perdidas de sueñ o, y no pudo evitar sentir piedad y ternura por ese ser humano. Aunque en ese preciso momento portara un arma y le apuntara a la cabeza, quien estaba má s desvalido de los dos no era é l. Fue entonces cuando decidió que debí a hacer algo.

–¿ Qué está n dó nde? –Preguntó colé rico Á lvarez a su ayudante.

–Está n en...,

–Sí, sí... Era una pregunta retó rica. ¡ Có mo puede ser que una operació n como é sta se vaya a ir al garete! No puedo consentirlo... –El director de Operaciones del CNI no daba cré dito a lo que oí a. Llevaba semanas preparando el operativo, habí a situado a hombres de confianza en el seguimiento, se habí a encargado personalmente de implicar a Javier Dá vila, a quien consideraba fá cil de engatusar, y sin embargo, mucho antes de alcanzar su objetivo, el mé dico era detenido como un vulgar delincuente–. ¿ Todaví a tienes contactos en el FSB?

–Por supuesto.

Su ayudante habí a trabajado durante una decena de añ os como agente de campo en la Europa del Este. Ademá s, parte de ese tiempo lo dedicó a hacer de enlace entre los servicios secretos de ambos paí ses, por lo tanto manejaba una agenda que ahora les podrí a ser de gran utilidad.

–Tienes que conseguir que salgan libres hoy mismo, en un par de horas como má ximo.

–Haré lo que pueda.

El director de Operaciones clavó los ojos en é l y, gesticulando exageradamente, le replicó:

–¡ No!, no hará s lo que puedas. Lo conseguirá s y punto.

 

Dos horas y media despué s de su traslado a los calabozos de la comisarí a rusa, el doctor Salvatierra y el agente del CNI eran conducidos de nuevo a las oficinas del piso superior. Allí, el mismo policí a que los enví o a la celda en actitud abiertamente á spera ahora se deshací a en atenciones. Javier comprendió que la mano del FSB andaba detrá s de ese cambio de conducta, alguien del CNI debí a haberse puesto en contacto con el servicio secreto ruso y todo quedó aclarado en poco tiempo. El policí a, que sospechaba que habí a metido la pata al encerrar a dos personas con tan buenos contactos en el Kremlin, agachaba la cabeza una y otra vez y pedí a perdó n con una sonrisa de bobalicó n ebrio.

El agente del CNI dio por finalizado el episodio, se apresuró a recoger sus cosas, estrechó con gesto displicente la mano del ruso y dio media vuelta para escapar de aquel desastre cuanto antes. Sin embargo, el doctor Salvatierra no se movió.

–Quiero que suelte a esa joven –le espetó al policí a mantenié ndole la mirada. El inté rprete lo miró sin comprender. No sabí a a quié n se referí a pero tradujo sus palabras con una voz neutra.

A Javier se le transformó la cara. Cuando parecí a que todo se estaba solucionando y podí a reemprender la misió n encomendada, al mé dico le daba por alterar los planes.

–No creo que sea necesario.

–Yo sí –insistió el mé dico.

El ruso los observaba como si la discusió n fuera un hecho ajeno a é l mismo, como si la decisió n ú ltima sobre la mujer no dependiera de é l sino de quié n de ellos dos acabara por ganar en ese debate.

–¡ Ha intentado matarte! Y estoy seguro de que no dudarí a en hacerlo otra vez si le dié semos oportunidad –advirtió intentando hacerle razonar.

–Está confusa, cree que mi mujer ha asesinado a su padre. Mi obligació n es ayudarla.

El agente se impacientaba.

–Esto só lo nos complicará. ¿ Es acaso má s importante que encontrar a tu mujer?

El mé dico dudó un instante. Luego contestó con rotundidad.

–No hay nada má s importante que salvar una vida. Y a esta chica la vamos a salvar.

Visto lo categó rico de su razonamiento, el agente no tuvo má s remedio que acceder. Miró al policí a ruso con desgana, sabí a que en ese momento podrí a pedirle lo que quisiera, y le sugirió que serí a buena idea que la muchacha, esa tal Alex Anderson, los acompañ ara a la salida. Diez minutos má s tarde, los tres salí an de la Comisarí a.

Javier y el doctor Salvatierra, uno a cada lado, sujetaban a Alex por los brazos. Debí a estar sedada, pensó el agente, pues apenas contaba con reflejos y sus ojos exhibí an una mirada vací a.

Lo ha debido pasar horriblemente mal, concedió mientras pensaba en un lugar para descansar hasta que la chica se recuperase. Só lo en ese momento, se dijo, el mé dico podrí a hablar con ella para tratar de que entendiera la realidad de las cosas y así podrí a volver a casa sin causar má s problemas.

Como no disponí an de muchas opciones, el agente decidió que lo mejor serí a que aquella noche durmieran en un hostal a las afueras de la ciudad. Mañ ana ya verí an el siguiente paso a dar. Se montaron en un taxi y se dirigieron al Hermitage para recuperar su coche.

–¿ Crees que se pondrá bien? –le preguntó al mé dico al acomodarla en la parte trasera del taxi.

–Sí, parece una chica fuerte. En realidad só lo ha sufrido algunas contusiones, lo que de verdad le ha provocado este estado es la muerte de su padre y la del tal Tyler. Lo que necesita es dormir diez horas seguidas en una buena cama y unas palabras de consuelo. Só lo eso.

–Esperemos que sea como dices –masculló Javier entre dientes, má s para sí mismo que para el doctor.

Aquella noche durmieron los tres en la misma habitació n: el mé dico y Alex en dos camas individuales y Javier en un sofá de tres plazas que parecí a bastante incó modo, y que, a juicio de có mo despertó, sin lugar a dudas lo era. Pese a todo, la tensió n vivida en las ú ltimas veinticuatro horas les habí a dejado rendidos, por lo que durmieron como si no hubieran visto una cama en añ os y no espabilaron hasta pasado el mediodí a.

El doctor fue el primero en despertar. La cabeza le daba vueltas y sentí a una ligera angustia en el pecho, como si le faltara aire al respirar, pero su cuerpo respondí a bien a la medicació n que le suministraron los mé dicos el dí a anterior. Desde su cama podí a ver perfectamente a la joven inglesa, su cara reflejaba aú n los sufrimientos que habí a atravesado, a veces incluso forzaba la boca en una mueca de sorpresa y tensaba los pá rpados como si se encontrara en una horrible pesadilla de la que quisiera escapar. Sin embargo, su piel se notaba má s fresca y descansada y las enormes ojeras de la noche anterior se habí an vuelto menos definidas. Le estaba haciendo bien dormir en una cama mullida y no en aquel duro banco de la celda.

Todaví a se hallaba inmerso en sus pensamientos cuando oyó a Javier. El agente del CNI abrí a la boca en un bostezo nada contenido al tiempo que se frotaba los riñ ones.

–Me he clavado todos los muelles –se quejó mientras estiraba el cuello y la espalda.

–No te decí an en la academia que a veces hay que hacer sacrificios por la patria –ironizó el mé dico–. Piensa que é ste es uno de ellos –agregó riendo de buena gana.

–Veo que te has levantado con buen humor.

–La verdad es que sí. Necesitaba descansar y... –reflexionó un momento, como si no se atreviera a decir lo que pasaba por su cabeza– tenemos en nuestro poder el mensaje de Silvia. Creo que la cosa no puede ir mejor, ¿ no te parece?

–No quiero ser pesimista, doctor, pero aú n falta mucho para que puedas hablar de esa manera –Javier no deseaba que el mé dico se sintiera mal, aunque tampoco creí a justo dejarlo pensar que todo habí a terminado–. En cualquier caso, lo que toca ahora, digo yo, es desayunar.

El doctor comprendió que cambiaba de tema.

–Bueno, como tú quieras. Sal a buscar algo que llevarnos a la boca.

–Mejor será que vayas tú. Prefiero que nuestra amiga despierte conmigo a su lado –admitió al tiempo que le echaba una ojeada.

–No va a pasar nada. Confí a en mí. Ve a comprar.

Javier aceptó de mala gana y se marchó. Al cerrar la puerta, el mé dico fue hacia los medicamentos que les habí an proporcionado los mé dicos que le atendieron en el museo. La jaqueca le acosaba desde que abrió los ojos esta mañ ana, pero no querí a que el joven se preocupara. Ese habí a sido el motivo por el que aguantó hasta que Javier salió de la habitació n para administrarse un par de pastillas de paracetamol.

Lo que no sabí a era que su nueva compañ era ya se habí a incorporado.

–No deberí a hacer eso.

El doctor se volvió sorprendido.

–¡ Pero jovencita! Veo que hablas españ ol perfectamente, mejor, porque yo só lo chapurreo el inglé s –Alex calló. La verdad es que no tení a muchas ganas de bromas–. ¿ Sabes quié n soy? –Preguntó el mé dico cambiando de tercio.

La joven asintió sin responder palabra. El doctor Salvatierra trataba de andar con cuidado para que aquello saliera bien.

–Sé que no deseabas matarme. Tení as una fuerte conmoció n. Es normal, hací a poco que acababa de morir tu padre y luego perdí a la vida tu amigo, ese inspector. No te guardo rencor. –Hablaba con lentitud, remarcando cada una de las palabras–. Só lo puedo decirte una cosa: mi mujer no ha sido. Estoy seguro de ello.

Alex observaba al mé dico con detenimiento. Parecí a que tratara de ir má s allá de sus palabras, de sus gestos, de su propia mirada, escudriñ ando en su interior para obtener respuestas.

–Estoy seguro de que en esta historia hay un tercer factor –prosiguió el mé dico– y que ese es el culpable de la muerte de tu padre y de la desaparició n de Silvia. No puedo hacer nada para que confí es en mí, ú nicamente poseo mi palabra. Yo mejor que nadie sé que Silvia es condenadamente cabezota y que no pararí a ante nada para acabar ese proyecto, pero no serí a capaz de terminar con la vida de nadie. He vivido má s de veinte añ os junto a ella y pondrí a mi cabeza en juego. Sé que ella no lo hizo como tambié n sabí a en el museo, cuando te miraba frente a mí, que no eras capaz de apretar el gatillo. No me equivoqué contigo y tampoco lo voy a hacer con mi mujer.

La inglesa dejó escapar las lá grimas por su rostro. Hací a veinticuatro horas contaba con un objetivo, encontrar a la mujer que habí a acabado con la vida de su padre, ahora desconocí a dó nde poner su furia. Ya no estaba segura de nada.

–Tó mate tu tiempo. Es pronto para que tus heridas sanen –afirmó sin atreverse a tocarla.

Luego le explicó todo lo que le habí a sucedido desde el inicio de su viaje y aquello que ya conocí a acerca del manuscrito de Avicena y las instalaciones en las que trabajaba el padre de ella y su esposa, omitiendo intencionadamente la relació n que Snelling sugirió que ambos mantuvieron.

En ese momento Javier abrió la puerta de la habitació n con el desayuno.

–Traigo la comida y una sorpresa para ver la tarjeta de memo... –dijo, interrumpié ndose al descubrir que la inglesa habí a despertado.

 

Silvia llevaba horas encerrada en aquel cuarto mugriento y hú medo. Desde que huyó del laboratorio, tras el asesinato de Anderson, habí a vagado sin rumbo por las frí as calles de San Petersburgo. Durante todo el tiempo se sintió continuamente vigilada, allá donde fuera notaba un par de ojos a su espalda, así que acabó por alquilar una habitació n en un hostal deplorable, que era lo ú nico que se podí a permitir con el poco dinero con el que huyó de los laboratorios.

Sentada en un sofá desvencijado, la cientí fica se esforzaba en repasar los hechos que habí a vivido en los ú ltimos dí as para hallar una respuesta a las innumerables incó gnitas que se le agolpaban. Todo se habí a torcido desde el momento en que habló con Anderson de su contacto en el exterior, el profesor de Salamanca que le envió la guí a para encontrar el manuscrito. El filó logo se habí a puesto hecho una furia, la habí a amenazado incluso con acudir a sus jefes y denunciar lo que é l denominaba traició n. Sin embargo, ella no cejó en su empeñ o de trabajar por su cuenta, al menos hasta descubrir si era verdad lo que el profesor de Salamanca le decí a, y durante los dí as siguientes continuó maquinando. Eso, pensaba Silvia, debió precipitar la situació n en la que ahora se encontraba.

Desde que le contó a su compañ ero lo que sabí a, habí a percibido la presencia constante de los mismos individuos cada vez que abandonaba las instalaciones del laboratorio. Tení an la tez oscura, no podí a decir mucho má s.

Lo peor vino la noche del asesinato. Era una jornada especial, el dí a del proceso mensual de clonació n y destrucció n de la copia en desuso. Todo parecí a ir bien hasta el final de la operació n, sin embargo cuando el sistema informá tico trasladó la copia 1 al laboratorio central, alguien debió entrar sin ser visto. Ella só lo recordaba un fuerte golpe por detrá s, una sensació n de mareo y un fundido en negro. Má s tarde, no sabrí a decir si segundos, minutos u horas, se levantó confusa y encontró al filó logo muerto. Su memoria aú n retení a a la perfecció n la sensació n de angustia, pá nico y dolor que le abordó ante la muerte de Anderson. Despué s de aquello las imá genes se le vuelven borrosas, no estaba segura aunque recordaba vagamente que se acercó al cuerpo Je su compañ ero para intentar reanimarlo. Tampoco sabí a muy bien có mo abandonó el laboratorio ni có mo llegó a la calle, porque no fue hasta algunas horas despué s cuando sintió plena conciencia de dó nde se encontraba.

Durante bastante tiempo le estuvo dando vueltas y seguí a sin respuestas acerca de quié n podrí a ser el asesino, de có mo habrí a accedido al recinto y al laboratorio y de qué querí a exactamente del manuscrito, porque aú n no podí a ofrecer nada prá ctico a quien se hiciera con é l. Ni ellos mismos, despué s de cuatro añ os, habí an conseguido descifrar el contenido. Aparte de que consistí a en una fó rmula, no podí an decir mucho má s.

Ojalá nunca hubiera aceptado este trabajo.

Estaba hambrienta y aterida de frí o, pero no se atreví a a salir en busca de ayuda. No podí a confiar en nadie. Si alguien habí a sido capaz de introducirse en el laboratorio y matar a Anderson, o tení a ayuda de dentro o en realidad trabajaba en el recinto, y no discerní a qué era peor. No contaba con má s dinero en efectivo ni se atreví a a utilizar las tarjetas de cré dito, de modo que se hallaba en un callejó n sin salida de difí cil solució n. El mó vil lo habí a perdido en algú n momento, no sabí a có mo ni cuá ndo, su ú nica esperanza es que la encontrara su marido.

En estas reflexiones se encontraba cuando oyó unos golpes violentos en la habitació n de al lado. Por los gritos parecí an tres hombres. La voz de uno de ellos le resultaba vagamente familiar, aunque no tení a claro de qué le sonaba. Hablaban en inglé s y amenazaban con echar la puerta abajo. Seguramente, pensó Silvia, se trataba de sicarios de la mafia rusa. Sin embargo, uno de ellos gritó algo que la hizo cambiar de opinió n.

–Silvia, Anderson está muerto y tú será s la siguiente si no vienes con nosotros –oyó decir, y de repente entendió todo. No sabí a có mo la habí an localizado, aunque lo cierto es que habí an venido a buscarla.

El cuarto se encontraba en un dé cimo piso y no existí a escalera de emergencia. La ú nica ví a de escape estaba en el pasillo, donde no tendrí a ninguna oportunidad de huir porque sus perseguidores interceptaban la escalera. Su mente exploraba posibles alternativas para una fuga mientras los tres individuos seguí an golpeando en la puerta de al lado. Cada vez se poní a má s nerviosa. Su ú nica esperanza era que alguien avisara a la policí a.

Los nervios alterados, la respiració n agitada, el corazó n latié ndole má s deprisa, la boca pastosa. El miedo taponaba todos sus orificios, la ahogaba al aferrarse a su garganta. En ese estado no atinaba a relajarse para pensar, iba de un lado a otro de la habitació n, cogí a algo y lo volví a a soltar, se sentaba en la cama desvencijada del cuarto, se levantaba de nuevo. Hasta que en uno de esos movimientos dejó caer un vaso contra el suelo.

Inmediatamente, el ruido atrajo la atenció n de las tres personas del pasillo. Silvia contuvo la respiració n pero eso no sirvió para alejarlos. Uno de ellos le propinó una fuerte patada a la puerta de la habitació n contigua y comprobó que no habí a nadie, y los otros dos se dirigieron hacia su cuarto. La situació n habí a empeorado notablemente. No habí a má s opciones, la copia 1 debí a desaparecer. Rebuscó entre los sucios cajones un mechero y prendió fuego al documento, que ardió cuando los tres sujetos penetraron en su habitació n con un crujido de madera rota.

–¡ Tú! –Acertó a exclamar Silvia al reconocer a uno de ellos.

 

El mé dico, Alex y el agente del CNI esperaban con vivo interé s a que se encendiera la pantalla de veinte pulgadas que Javier se habí a agenciado en la recepció n del hotel bajo promesa de devolverla intacta y a condició n de una suculenta propina. El agente la habí a conectado a un disco duro multimedia de escasas dimensiones e introducido la tarjeta de memoria de Silvia en una ranura.

Pero eso fue despué s de una enconada discusió n con el doctor. Javier preferí a que su breve conexió n con la inglesa hubiera acabado antes de que la tarjeta descubriera algo que no debiese conocer. El mé dico era de la opinió n de incluir a Alex en su pequeñ o grupo. Al fin y al cabo, decí a, ella habí a perdido lo mismo o má s que é l y, con ello, se habí a ganado el derecho a participar de todo aquello.

Tras una breve manipulació n de Javier para descifrar la clave alfanumé rica, el dispositivo reveló una carpeta con dos archivos. El primero de ellos era un sencillo formato mpg, probablemente un ví deo de la mujer de Salvatierra, y el segundo un pdf. Comenzaron por el archivo de video.

 

«Hola cariñ o. Indudablemente, debes ser tú quien esté viendo esta grabació n. Nadie má s hubiera sabido qué ver en el cuadro y dó nde buscar en el Hermitage. Simó n, si has llegado hasta aquí significa que estoy verdaderamente en peligro o... Te lo ruego, encué ntralo... –Silvia hablaba con emoció n apenas contenida. Aguardó unos segundos y despué s reemprendió su monó logo–. Esta misma carpeta contiene otro archivo, un pdf, es un mapa, una guí a para encontrar el manuscrito de Avicena. Só lo hay que saber interpretarlo. Yo apenas he tenido tiempo, llegó a mis manos hace unas horas. Ahora te toca a ti leerlo. Mi amor, siempre te he querido, má s incluso de lo que a veces te haya podido parecer. –En ese momento dejó caer unas lá grimas–. Que los alisios te sean propicios».

 

El mé dico sonrió.

–Es una frase que a veces nos decí amos al despedirnos. Es de una tragedia griega... –se excusó con un leve movimiento de hombros.

Los tres permanecieron en silencio. Javier fue el primero en hablar.

–Bueno, doctor, creo que tendrí amos que echar un vistazo a ese documento y ponernos manos a la obra si queremos conseguir ese manuscrito antes de encontrarnos de nuevo con...

El mé dico se mantení a callado. Parecí a reflexionar.

–Si quieres, yo me encargaré de revisarlo –insistió Javier.

–Me parece que el doctor tiene otra opinió n –dijo Alex, que por primera vez hablaba desde la llegada del agente del CNI–. Deberí amos oí rle primero a é l.

Javier le devolvió una mirada enfurecida. No entendí a a qué se debí a que esa entrometida se interpusiera entre los dos. En su opinió n, no só lo era una pieza desechable sino que ademá s les podí a causar problemas, por ello habí a tratado de convencer al mé dico de que su presencia era necesariamente prescindible. Lamentablemente, é ste no habí a querido atender sus ruegos.

–¿ Qué otra opinió n va a tener el doctor? Es bien fá cil, su mujer le ha pedido que busquemos el manuscrito. Es la ú nica solució n para encontrarla.

–O no –sentenció el mé dico ante la sorpresa del agente.

–¿ Có mo que no? Tu mujer ha desaparecido, nos pisan los talones terroristas y espí as. No tienes otra opció n que seguir adelante –dijo el agente, apelando a su sentido comú n.

–Tal vez aunque no estoy seguro.

El agente del CNI comprendió que no estaba siendo honesto con é l, entendí a sus dudas y sus miedos, y en el fondo aceptaba que no quisiera dar un paso sin haberlo meditado, pero a é l le habí an dado unas ó rdenes. Se preguntó qué hacer y en ese momento recordó a su padre. El deber antes que la devoció n le habí a dicho en multitud de ocasiones, era una frase que odiaba, una frase que habí a servido a su padre, que se habí a interpuesto entre ambos en muchas ocasiones, si bien, reconocí a, le habí a rescatado de algunos sitios en los que nunca debió caer. Pese a la simiente que los remordimientos alojaban en su conciencia no tení a claro a quié n o qué debí a lealtad.

–Puede que tengas razó n, doctor. Discú lpame, no pretendí a obligarte. La tensió n ha podido conmigo.

–No estoy enfadado. Has sido la ú nica persona que me ha ayudado en estos dí as. Só lo te debo agradecimiento..., y si de verdad crees que lo mejor para mí y mi esposa es buscar ese dichoso manuscrito, lo haré.

El agente se le quedó mirando. Disponí a de la oportunidad de inclinar la balanza a su favor, simplemente tení a que decir que sí y su objetivo volverí a a estar a un paso. Sin embargo, negó con un movimiento de cabeza.

–Lo que tú creas estará correcto –le contestó apenas en un susurro.

Mientras tanto, en Alex comenzaba una pugna interna. Habí a intervenido a favor del mé dico cuando creí a que el agente no estaba siendo justo con é l, con todo luego advirtió que si se alejaban de la posibilidad de encontrar ese manuscrito del que hablaban, tambié n se distanciarí a de la bú squeda del asesino o asesinos de su padre, propó sito que continuaba inserto en su mente y que no iba a abandonar pese a la muerte de Jeff o a los contratiempos que le surgieran. Renací a aquella Alex que conoció el inspector, y, lo que es má s importante, la inglesa volví a a tomar conciencia de ello.

–Aunque no vayamos tras el manuscrito, sí tenemos que buscar a su mujer –indicó Alex de improviso.

Los dos hombres la miraron.

–Sí... Tienes razó n –titubeó el mé dico.

–¿ Y por dó nde comenzamos?

En circunstancias normales, la policí a serí a una buena opció n, aunque en un paí s como ese, y con terroristas y agentes internacionales tras su pista, no parecí a la má s adecuada. El agente, má s ducho en este tipo de circunstancias, habló primero.

–Vamos a suponer que Silvia no está secuestrada ni la han... –contempló al mé dico con detenimiento, tratando de discernir si debí a pronunciar una palabra tan cruda– asesinado.

El mé dico le mantuvo la mirada.

–Si hubiese sido secuestrada –prosiguió, obviando la segunda posibilidad–, alguien se habrí a puesto en contacto con el doctor, pero no ha sido el caso. Por tanto, debemos pensar que ha desaparecido por su propia voluntad, y si es así, en algú n momento se comunicará contigo o con alguien que conozca aquí en San Petersburgo. ¿ Sabes de algú n amigo?

El mé dico trataba de hacer memoria y no recordaba que Silvia le hubiera hablado de alguien fuera del trabajo. Siempre se habí a dedicado por entero a la ciencia o a su familia. La verdad, se decí a, es que ni é l mismo ni ella habí an prosperado mucho en materia de relaciones sociales.

–No creo que tenga amigos fuera de los laboratorios.

–Entonces, la ú nica opció n es que haya intentado hablar contigo y no haya podido. Hay que tener en cuenta que te quedaste sin mó vil en Parí s.

Asintió. Parecí a que hubieran transcurrido meses desde que los arrestaron en Francia, sin embargo no hací a ni una semana de aquello.

–Cabe una posibilidad –interrumpió Alex–. Su esposa podrí a haberle enviado un correo electró nico.

–Tal vez.

–¿ Tiene algú n correo virtual?

Al agente no le gustaba la actitud decidida de su nueva compañ era, podí a poner en peligro la misió n por la que se encontraba en esos momentos junto al mé dico en mitad de San Petersburgo. Lamentablemente para Javier, el doctor Salvatierra valoraba la espontaneidad que adivinaba en Alex y, sobre todo, la fuerza de voluntad que parecí a rezumar, tan parecida a aquella que emanaba su esposa, siempre tan dada a llevar la voz cantante. Lo cierto es que Alex y Silvia se parecí an má s de lo que el doctor se hubiera atrevido a confesar, y por ello en esos momentos confiaba plenamente en su juicio.

–Puede que tengas razó n. La mejor opció n serí a acceder a mi correo, si me ha enviado algú n mensaje, allí lo podré encontrar.

Javier, sintiendo que habí a perdido una pequeñ a batalla, acercó su disco duro al mé dico.

–Dé jame que lo prepare y podrá s conectarte a tu correo.

Minutos despué s el mé dico comprobó que no existí a ningú n mensaje de su esposa.

Los tres se sentaron derrotados en una de las camas. La bú squeda se iniciaba con má s dificultades de las esperadas. Quizá debí an meditar un poco má s antes de emprender la acció n, pensó el agente mientras jugueteaba descuidadamente con sus dedos sobre la pantalla prestada por el hotel. Alex le miraba pulsar el polí mero plá stico absorta en sus pensamientos, y el mé dico observaba la pared, como si en sus manchas moteadas pudiera ver dibujada la solució n a sus pesares.

–Si existiera otra forma de comunicarse conmigo... –cavilaba en voz alta.

La inglesa mantení a los ojos fijos en el agente.

–Quizá sí –planteó al tiempo que giraba la cabeza para mirar al mé dico con cara de niñ a sabelotodo–. No sé có mo no hemos caí do antes, es tan sencillo.

–¿ A qué te refieres? –intervino Javier.

–Al buzó n de voz de su mó vil.

Alex guardó un silencio expectante, esperando escuchar ahora los halagos de su pú blico, pero ninguno de los dos hizo comentario alguno. Luego el doctor pareció despertar.

–Creo que no tengo contraseñ a, o por lo menos no me acuerdo.

–Si no la has cambiado nunca la contraseñ a por defecto es 1234 –contestó Javier–, aunque no creo que funcione.

Alex le miró con reprobació n, estaba claro que el agente no se iba a mostrar de acuerdo con ninguna de sus ideas.

–Tal vez resulte –intervino el mé dico–. Despué s de todo, no disponemos de otras opciones.

–Necesitamos el nú mero de telé fono del buzó n de voz.

–Marca el 609 123 123 –musitó Javier, no deseaba que aquello saliera bien, sin embargo no veí a por qué no debí a ayudar– con el +34 delante.

Tení a dos mensajes y varias llamadas perdidas. El primero era de Silvia, le pedí a ayuda y le decí a que estaba perdida, que habí an asesinado a un compañ ero y no sabí a qué hacer. Lloraba. Alex habí a encendido el altavoz al comienzo de la llamada y ahora trataba de apagarlo para evitarle má s sufrimientos al doctor aunque é l ya la oí a verter lá grimas.

–¡ Tenemos que buscarla!

El segundo mensaje sonaba distinto.

–Hola Simó n. –Era su mujer.

Unos crujidos y un murmullo delataban que no estaba sola.

–Unos señ ores me han secuestrado. No sé quié nes son, al menos no sé quié nes son todos... –se aventuró a decir.

De pronto se oyó un sonido brusco y Silvia emitió un quejido, la habí an golpeado. El doctor se derrumbó en el sofá. Despué s Silvia volvió a hablar.

–Sé qué es lo que quieren y... –calló unos segundos– tambié n sé qué estarí an dispuestos a hacer por conseguirlo. Só lo hay una solució n: debes traerles el manuscrito... Te quiero, mi amor.

La grabació n se interrumpió definitivamente.

Alex contempló al mé dico sentado en el sofá con la cabeza agachada y las manos revolvié ndose el pelo. Estaba desesperado, tan desesperado como ella habí a estado en los ú ltimos dí as, a punto de perder a alguien para siempre, como a ella ya le habí a ocurrido, y quizá por la misma mano que le arrancó la vida a su padre.

–Descansemos un poco –dijo lacó nicamente Javier–, esta tarde comenzaremos a buscar ese manuscrito– sentenció mientras encendí a de nuevo la pantalla que le habí an prestado.

 



  

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