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Capítulo VII



 

 

Jeff y Alex aterrizaron en San Petersburgo a media tarde. Fue fá cil llegar a Madrid desde Santander, usaron los cheques de viaje del inspector para alquilar un coche, el problema, se temí a Jeff, surgirí a al volar a Rusia. El inspector sabí a que no era sensato utilizar sus pasaportes, sin embargo era la ú nica opció n. No hubo tiempo para buscar a alguien que falsificara los pasaportes y, ademá s, el dinero hubiera sido un contratiempo añ adido. De modo que compraron dos billetes en el aeropuerto de Barajas y atravesaron la zona de seguridad confiando en que se produjera un milagro al tomar tierra.

Una vez acabado el finger, aparecieron en una espaciosa terminal; el sol entraba por todas partes confirié ndole una luminosidad natural que agradó a Alex desde el primer momento. Estaba muy asustada, en el avió n dispusieron de tiempo suficiente para hablar acerca de la desaparició n de su padre, al recordarle se hizo má s ví vido ese vací o en su interior que la oprimí a y la inundaba de un sentimiento de soledad que no presagiaba nada bueno. Descendió del avió n con la sensació n de que algo muy grave le habí a ocurrido, un hecho irremediable que no tení a vuelta atrá s. Jeff la agarró de la mano, ella, al sentir el calor de su mano, le miró a los ojos, parecí an decirle que no se preocupara, que todo irí a bien. Lo quiso creer e hizo el esfuerzo de sonreí rle. Es un buen hombre.

Pasaron sin detenerse por la zona de recogida de equipajes, pues só lo llevaban consigo la mochila de Jeff. Ahora vení a el momento má s temido, frente a ellos, al final de un pasillo, se abrí an cinco corredores separados por vallas metá licas y cerrados por una pared con una ventanilla y dos puertas a los lados. Era el control de pasaportes. Eligieron la cola má s concurrida de forma automá tica, como si quisieran retrasar el instante en el que el policí a tomara sus pasaportes y los identificara. Si Jeff estaba en lo cierto, al introducir los datos identificados en el ordenador una alarma silenciosa alertarí a al policí a de que el poseedor del documento aparecí a en el registro de delincuentes en busca y captura. Inmediatamente les trasladarí an a unas dependencias a la espera de que alguien se hiciera cargo de ellos. Tambié n podí a ocurrir que no sucediera nada de esto, aunque el inspector lo creí a improbable, nadie se toma tantas molestias para capturarlos sin prever sus pasos.

Al llegar al control Jeff entregó su pasaporte. El policí a lo cogió sin mirarle y comenzó a teclear. Alex contemplaba su cara fijamente buscando algú n signo, una señ al que le delatase dé cimas de segundo antes de mandar prenderles. Tení a los ojos grises y pequeñ itos, muy pequeñ itos, quizá era un efecto visual, pensaba la inglesa, pues sus ojos se situaban inmediatamente debajo de una amplia visera de charol negro y justo encima de una enorme nariz bulbosa regada de venillas rojas y un mostachó n al estilo staliniano. Desvió la mirada hacia Jeff, comprobaba la similitud de la foto con su rostro, no parecí a que hubiera algo fuera de lo normal. Alex apretó la mano del inspector con aprensió n. Era el momento, si debí an ser detenidos ahora era el momento. El ruso levantó la mano, le devolvió el documento a Jeff y se mantuvo en la misma posició n esperando el siguiente pasaporte; Alex no lo podí a creer, seguí an ahí en la cola, nadie les habí a apresado, sonrió mientras soltaba la mano de Jeff y colocó su pasaporte al alcance del policí a.

–¿ Có mo está s? –Jeff fue el primero en hablar al dejar atrá s el control.

–Bien. Tengo que confesarte que estaba muerta de miedo.

–Realmente yo tambié n.

–¿ Qué ha pasado?

–No tengo ni idea –Jeff observaba a su alrededor mientras hablaba con Alex, no estaba seguro de qué habí a ocurrido, quizá evitaran inmiscuir a las autoridades locales–, el caso es que estamos aquí.

Alex sonrió de nuevo y se apretujó contra el brazo del inspector. Los dos andaban despacio camino de un taxi, parecí a que por un momento habí an olvidado el motivo de su viaje. Sin embargo, al cruzar la puerta de salida Alex chocó de frente con la realidad, só lo unos dí as antes habí a atravesado esa misma puerta del brazo de su padre. Fue como un fogonazo.

Durante el trayecto en taxi se mantuvo en silencio hasta que Jeff la tocó suavemente en el hombro.

–Só lo tenemos cheques de viaje, ¿ lo aceptará?

Alex habí a viajado varias veces a Rusia desde que su padre fue contratado, y conocí a muy bien a los taxistas rusos. Todo era cuestió n de cuá nta propina estabas dispuesto a ofrecer.

–No habrá problema, dale el doble de lo que te pida.

–Has estado muy callada desde que dejamos el aeropuerto.

–Só lo pensaba... Debí a arreglar varias cosas aquí –dijo señ alá ndose la cabeza–. Pero, en fin, ya estamos en San Petersburgo. Ahora es el momento de buscar a mi padre.

–Así es, en los laboratorios aclarará n qué está ocurriendo.

Alex asintió levemente. Recordaba la ú nica vez que le permitieron acceder a las instalaciones, a ella le pareció un lugar gris, sucio y excesivamente burocrá tico. Su padre se habí a empeñ ado en que conociera el despacho, a Alex le daba igual pero é l estaba muy ilusionado así que no tuvo má s remedio que aceptar. Fue una visita corta y desagradable. Le hicieron atravesar un escá ner que dejó al desnudo su piel. Registraron sus datos biomé tricos de manos y ojos, le quitaron todo signo del siglo XXI, ni telé fono de videollamada ni reloj ni bolí grafo digital, todo aquello que contuviera un chip debí a depositarlo en un contenedor antes de acceder a los laboratorios. Luego el despacho no era para tanto, recordó con una sonrisa melancó lica, un cubí culo de apenas ocho metros cuadrados desbordado de papeles, ordenadores, escá neres de 3D..., segú n su impresió n una jungla en miniatura en la que a cualquiera le serí a imposible vivir menos a su padre, en cuyo desorden siempre encontraba un orden ló gico por el que regirse. ¡ Y ella era la rarita de la familia!, pensó con ironí a.

–Ya estamos –dijo el inspector antes de salir del taxi.

Al otro lado de la calle surgí a un edificio de ladrillo rojo de tres plantas, era muy estrecho, apenas daba para un par de habitaciones o quizá tres; el inmueble presidí a la entrada, a ambos costados se abrí a un largo muro del mismo color y unos tres metros de altura que se perdí a de vista, y en el centro las puertas, una diminuta para el acceso a pie, y otra de mayor anchura y altura para los vehí culos.

–Desé ame suerte.

–La tendrá s –aseguró el inspector con un tono de duda. Ojalá los ú ltimos dí as no sean má s que un mal recuerdo sin explicació n y que tu padre esté ahí, tras esas puertas, analizando quien sabe qué cosa, se esforzó en desear con una medio sonrisa.

Despué s ambos se miraron un instante en silencio, ella con miedo, é l con ternura, y a continuació n se dirigieron cogidos de la mano hacia el control de acceso. Un hombre uniformado de bigote oscuro, cejas tupidas y un aire decididamente ruso, rellenaba formularios en una pantalla tá ctil integrada en una mesa que hací a las veces de barrera para el filtro peatonal. El individuo mantení a los ojos en el ordenador sin levantar la cabeza en ningú n momento, Jeff se vio obligado a carraspear un par de veces para hacer notar su presencia.

El guarda levantó la barbilla el tiempo preciso para ojear a la pareja que esperaba frente a é l, volviendo a sus quehaceres dos segundos má s tarde sin mover un solo mú sculo de la cara. Jeff carraspeó de nuevo aunque sus esfuerzos fueron vanos, despué s golpeó la mesa levemente con la palma de la mano para atraer la atenció n del ruso. Y la atrajo, si bien no de la manera que habí a supuesto, el vigilante se levantó malhumorado y les lanzó varias imprecaciones en su idioma natal, en tanto que mantení a la mano izquierda en la empuñ adora de una porra que colgaba de su cintura.

–Queremos ver al doctor Brian Anderson –dijo Jeff impasible. El ruso seguí a quejá ndose sin responder al inspector y señ alando hacia la carretera.

–He dicho que queremos ver al doctor Brian Anderson –repitió Jeff, esta vez vocalizando con lentitud para que el ruso le entendiera.

El guardia parecí a cada vez má s exasperado. Se dio la vuelta y pulsó el botó n de un intercomunicador, poco despué s una voz metá lica le respondió, tambié n en ruso. Y cinco eternos minutos má s tarde apareció otra persona en el control. Vestí a el mismo uniforme.

–Está prohibida la entrada de toda persona ajena a los laboratorios –les informó en inglé s–. Deben marcharse, no podrá n pasar de ninguna de las maneras.

–Mi padre trabaja en estos laboratorios –advirtió Alex con voz temblorosa.

–Su padre se pondrá en contacto con usted cuando lo considere oportuno, en estos momentos todo el personal está aislado.

–¿ Aislado? –Preguntó el inspector–. ¿ Qué quiere decir?

–Es toda la informació n que puedo trasmitirles. No debo entretenerme má s. Tengo trabajo que hacer.

El guarda que no sabí a inglé s les mostró una sonrisa de triunfo, apretó un botó n de la consola de su mesa y sonó un clic que precedió al cierre automá tico de la ventanilla que lo separaba de los visitantes. Jeff y Alex se quedaron fuera.

–Vete tú a saber qué significa eso.

–Tienes que entrar –le advirtió Alex mientras lo zarandeaba por los brazos en un gesto de desesperació n.

–¿ Yo? ¿ Está s loca o qué? La seguridad parece imposible de rebasar, ¿ có mo entro?, ¿ có mo paso desapercibido? Me pillarí an enseguida.

–No, no lo hará n. Buscaremos la forma de entrar. Una vez en el interior no habrá problema. Recuerdo perfectamente el recorrido hasta el despacho de mi padre... o casi...

–¡ ¿ Casi?! –Bramó alterado el inspector–. ¿ De qué hablas?

–Lo primero es encontrar la manera de acceder a las instalaciones. Ya veremos có mo arreglamos lo demá s.

–¿ Siempre te sales con la tuya? –Le preguntó con mal disimulada coqueterí a. Le gustaba esa mujer aunque nada má s decir la frase sintió una punzada de culpabilidad, no se sentí a preparado para pasar pá gina a su vida; en ese momento descubrió que hací a horas que no tomaba un trago, y eso le satisfizo.

Instantes má s tarde, la pareja se situó en una pequeñ a calle perpendicular a las instalaciones. Desde allí podí an observar las dos entradas al recinto sin levantar sospechas de quienes vigilaban detrá s de las numerosas cá maras de seguridad que rodeaban el perí metro. Coincidieron tras un rato de observació n en que el acceso para vehí culos era su ú nica posibilidad; existí a un trasiego continuo de camiones en tanto que el filtro para peatones no habí a sido utilizado desde que los echaron. Y si la opció n era el acceso motorizado, sugirió Alex, uno de los dos debí a colarse en uno de los vehí culos antes de que atravesara el control.

En un cruce de la misma calle desde la que examinaban la situació n descubrieron un semá foro apropiado para el fin que se habí an propuesto. Durante la siguiente media hora hubo momentos en que hasta seis camiones se hacinaban a la espera del verde.

–Ese es el lugar –advirtió Alex–. Tú sitú ate allí, entre esos dos coches, y yo me encargo del resto.

El inspector no discutió. Corrió hacia la posició n que vio má s segura y se agachó entre dos automó viles una decena de metros por detrá s del semá foro. Alex, por su parte, se situó junto a la señ al lumí nica y aguardó a que cambiara a rojo. Un minuto despué s hací an cola ante el paso de cebra dos camiones grises sin ningú n anagrama en el exterior, idé nticos a los que habí an estado entrando y saliendo de los laboratorios en las ú ltimas horas. La inglesa se dirigió al conductor del segundo.

–Perdona, ¿ hablas inglé s? –Preguntó alzando la voz para que la oyera desde la cabina.

El individuo abrió la ventanilla.

–¿ Qué decí a, señ orita? –Le respondió en inglé s, por el acento estaba claro que no era ruso.

–¿ Sabe usted ir al Hermitage?

–No conozco la ciudad pero mi camió n tiene de todo, guapa. Si esperas un momento, te podrí a informar –respondió con evidentes señ ales de flirteo.

Alex esbozó su mejor sonrisa e inició rá pidamente la conversació n mientras el camionero solicitaba informació n a su GPS, ¿ de dó nde eres?, ¿ qué haces tan lejos de tu paí s?, ¿ no tienes frí o en esta tierra tan helada?... Jeff aprovechó para acercarse e intentar abrir la puerta trasera del camió n, desafortunadamente estaba asegurada. Volvió a su posició n e hizo una señ al a la mujer. En un principio Alex no comprendí a qué le querí a decir, pero acabó por entender que algo estaba saliendo mal.

–Perdone, no le entiendo bien, ¿ podrí a bajar y explicá rmelo? –Pidió al camionero con voz dulzona.

El individuo observó el cuadro de mandos. Parecí a desconcertado, dudaba si seguir con su labor o atender a la bella muchacha. Estaba lejos de su ciudad, lo habí an trasladado a San Petersburgo para una semana, si conocí a a alguien interesante del gé nero femenino nadie se enterarí a en casa. No titubeó má s, paró el motor, abrió la puerta y, con una risita vergonzosa, descendió los tres peldañ os de su vehí culo. Cuando ya tení a el pie derecho en el firme de la calle, sintió un agudo dolor en la nuca y cayó al suelo inconsciente.

Ahora tocaba lo má s difí cil, penetrar en las instalaciones sin que descubrieran su identidad.

 

Makin Nasiff y Rashâ d Jalif acababan de dejar Parí s. Despué s de perder la pista del mé dico, averiguaron a travé s de un contacto en la Guardia Republicana Francesa que fue detenido y má s tarde trasladado por unos supuestos policí as españ oles que en realidad no eran tales. Los terroristas sospechaban del MI6 aunque no tení an modo de confirmarlo, así que emplearon sus fuentes en la capital francesa: imanes de mezquitas controladas, delincuentes de poca monta, tenderos e incluso periodistas infiltrados en los rotativos má s importantes. Debí an encontrar algo que los pusiera sobre la pista.

En ese trabajo andaban cuando Nasiff recibió una llamada.

–Paz, hermano. Al habla Nasiff.

–Paz a ti tambié n Makin. Tené is un nuevo objetivo –anunció el lí der de Al Qaeda–. Olvidaos del mé dico, dirigí os a San Petersburgo y entrad en contacto con el infiel. É l os dirá qué tené is que hacer.

–De acuerdo, señ or. Qué Alá te guarde, Luz de la verdadera fe.

–Qué É l os sirva de guí a.

Nasiff cortó la comunicació n e informó a su compañ ero de los nuevos planes. No le agradaban los cambios de ú ltima hora, habitualmente eran sinó nimo de desastres. Jalif no se inmutó ante la noticia. Los dos terroristas realizaban juntos sus misiones desde hací a una dé cada. Y en un trabajo tan arriesgado como aquel era un milagro que hubieran sobrevivido tanto tiempo. Quizá ese milagro residí a en la compenetració n de ambos, una compenetració n que nací a de una amistad que ya duraba má s de veinte añ os. Habí an sido reclutados a los ocho añ os en un mí sero poblado de Afganistá n e inmediatamente despachados con otro centenar de niñ os a un campamento de instrucció n en lo má s recó ndito de las montañ as de Kunar. Durante seis añ os recibieron adiestramiento en el manejo de armas y fueron catequizados en el fanatismo má s abyecto para hacer la yihad a los cristianos.

Su inteligencia los separó de la masa, encaminá ndolos hacia la é lite de Al Qaeda, el servicio secreto. Ahora vestí an ropa de marca, conducí an vehí culos de alta gama y disponí an de grandes sumas de dinero en cualquier paí s del mundo.

 

Afortunadamente en Rusia anochece temprano, eso ayudarí a a Jeff a disimular sus facciones cuando accediera al recinto. Aunque el verdadero problema residí a en los datos biomé tricos; habí a observado que los conductores situaban una de sus manos sobre un panel digital que reconocí a la filiació n del individuo en cuestió n. La barrera ú nicamente se alzaba despué s del chequeo de los datos si estos eran correctos.

Entretanto pensaban qué hacer, sacaron al conductor de la calle, lo ocultaron en un angosto callejó n oscuro y lo desnudaron; acto seguido Jeff se enfundó sobre su ropa el mono del individuo, un mono gris grasiento con un logotipo de la empresa sobre la solapa izquierda. Afortunadamente ambos vestí an la misma talla, de modo que le caí a como un guante.

La ú nica cuestió n sin resolver era el asunto de los datos biomé tricos.

–Llevé moslo al camió n de nuevo –dijo la inglesa.

–¡ Está s loca! Corremos un grave riesgo.

–Hazme caso, ¡ vamos! Con suerte no lo verá n en la cabina. Podrá s coger el panel y usar su mano. Verá s có mo no se dan cuenta.

–¿ Está s segura?

–Completamente. Jeff, no tenemos otra opció n –añ adió con voz compungida.

El inspector levantó al conductor como si fuera un saco de patatas y cargó con é l hasta el vehí culo. Una vez dentro, lo colocó tras su asiento tendido a lo largo del suelo, le amordazó y arrancó.

La noche avanzaba, pronto cerrarí an la barrera. El inspector pisó el embrague, metió primera, aceleró soltando el embrague poco a poco y el camió n dio una sacudida y se caló. Iba a ser má s difí cil de lo que habí a previsto. Lo intentó de nuevo y esta vez consiguió mover el vehí culo. Detrá s, el camionero permanecí a inconsciente.

Ir de incó gnito no era lo suyo, en veinte añ os de servicio en Scotland Yard no tuvo necesidad. Le suponí an un buen investigador, a é l le gustaba seguir las pistas, analizar los hechos y encontrar los mó viles de los delincuentes. Y tambié n se sentí a atraí do por la acció n, ¿ por qué no decirlo?, si bien no era muy ducho en eso de engañ ar aparentando ser lo que no era. De modo que siempre que tocaba infiltrarse lo destinaban a la cobertura del infiltrado. Veremos có mo se me da, se dijo con angustia.

Cuando llegó al control de seguridad, se caló la gorra y ofreció una sonrisa nerviosa al vigilante. É ste apenas se esforzó en dirigirle un somero vistazo, limitá ndose a entregarle el panel en el que debí a situar la mano para el aná lisis biomé trico. Para el guarda, ruso como el del control de peatones, no era má s que otro conductor inglé s como las otras decenas que habí an ido entrando y saliendo del recinto a lo largo de la jornada. Jeff bajó el panel a la altura de sus muslos para que quedara por debajo de la ventanilla, tomó una de las manos del conductor y la puso sobre el dispositivo de reconocimiento. Diez segundos má s tarde oyó un breve pitido que se repetí a tres veces, apartó la mano del conductor y entregó el aparato. Ahora só lo restaba confiar en que diera resultado.

Los segundos de espera se le hací an eternos. De repente cayó en la cuenta de que el ordenador podí a fallar, no era extrañ o que el sistema se cayera, pasaba a diario en miles de redes informá ticas, incluso en Scotland Yard. Si ocurrí a el vigilante se verí a obligado a hacer un reconocimiento visual, abrirí a el expediente del conductor en el ordenador y comprobarí a si los datos cuadraban con é l, y obviamente descubrirí a que la fotografí a no correspondí a. Jeff rompió a sudar. La operació n de reconocimiento duraba ya má s de medio minuto, no era normal; echó una ojeada por el retrovisor y metió la marcha atrá s con movimientos muy lentos al ver que el vigilante se acercaba a la puerta del camió n.

–Señ or.

–¿ Sí? –Dijo con voz apagada bajando la mano hacia el arma que escondí a en la cintura.

–Este no es el camió n que le han asignado, ¿ no es cierto?

–¿ Có mo? –Jeff no sabí a a qué se referí a.

–El vehí culo que consta en su ficha acaba de entrar. Ya le he dicho a su compañ ero que no deben cambiarse de sitio... –No se lo podí a creer, tantos vehí culos y habí a elegido precisamente é ste–. Puede pasar, pero a la vuelta intercá mbiese con el otro conductor, ¿ de acuerdo?

–Sí, por supuesto..., por supuesto. –Tantos camiones y precisamente habí an dado con é ste.

La barrera se levantó inmediatamente. Jeff, todaví a transpirando por la excitació n, inició su infiltració n en el recinto. A partir de ahora entraba en una zona desconocida, ú nicamente poseí a las referencias proporcionadas por Alex en base a la visita que realizó meses atrá s, sin embargo estas observaciones só lo serví an en parte porque su compañ era accedió a travé s de la zona peatonal. Tendrí a que aparcar primero y a continuació n encontrar la entrada peatonal, para desde allí dirigirse al despacho del padre de Alex. La misió n era má s complicada de lo que habí a imaginado en un primer momento, y ahora no tení a má s remedio que llevarla a cabo hasta el final, luego ya verí a có mo salir de allí. Me preocuparé cuando toque, se dijo, aliviado por no tener que enfrentarse a la cuestió n en ese instante.

Doscientos metros a la derecha divisó un amplio espacio repleto de camiones como el que conducí a. Habí an sido estacionados en baterí a, algunos tení an las puertas abiertas y estaban a medio cargar, otros permanecí an cerrados. Decenas de operarios de mono azul salí an de los edificios má s cercanos con distintos enseres y los trasladaban hasta los vehí culos, y no se veí a por ninguna parte a los conductores de mono gris. El inspector dedujo que quizá estuvieran tomando café en algú n sitio a la espera de que sus camiones fueran cargados.

Tal vez, pensó, me serí a ú til un mono de esos que lleva el personal de la mudanza. Podrí a entrar en cualquier edificio sin levantar sospechas.

Aparcó el camió n, maniató al conductor por si despertaba y saltó a la calle. Luego, al merodear por la zona como si buscara a un conocido, se acercó a un joven. Era moreno, bajito y fumaba como si el mundo se fuera a acabar mañ ana. Se dirigió a é l en inglé s y é ste le respondió en ruso, probablemente indicá ndole que no entendí a su idioma. Jeff le preguntó por señ as dó nde se encontraba el acceso peatonal a la calle, pero continuaba sin comprender qué querí a; en vista de aquello, echó un rá pido vistazo para elegir a un informante mejor dotado. No habí a dado dos pasos cuando sintió que le tocaban en el hombro, era otro operario.

–Tiene que caminar doscientos metros en esa direcció n y girar a la izquierda. Verá un buzó n y una pantalla de plasma con las noticias del dí a, justo detrá s, a unos veinte metros, se dará con el control de salida.

–Ah..., muy bien. Creo que lo he entendido. Muchas gracias.

–No hay de qué. Tenga cuidado de no perderse, los matones de seguridad son muy brutos –le advirtió con una risita có mplice.

–Descuide... Hay algo má s, ¿ algú n sitio donde pueda asearme?

–Allí hay unos bañ os –Le señ aló unas puertas de cristal a su espalda–, pero vaya mejor al vestuario que usamos nosotros –añ adió indicá ndole un edificio de paredes de cerá mica negra y una planta de altura.

El siguiente paso serí a cambiarse de ropa. Caminó hacia el vestuario con firmeza, como si lo hiciera todos los dí as, y entró con decisió n una vez que la puerta se abrió ante é l de forma automá tica. Dentro una sencilla habitació n partida en dos, a un lado para los hombres y al otro para las mujeres, separadas ambas zonas por un muro de dos metros y medio de altura. Por fortuna no habí a nadie en ese instante. Se dirigió al vestuario masculino, un amplio vací o con una fila de taquillas metá licas y, al fondo, los aseos en cubí culos cerrados y las duchas. Era un buen momento para buscar un mono de esos que uniformaban a los operarios.

Las puertas de las taquillas lucí an una cerradura de acero protegida por una contraseñ a. Era imposible averiguar las claves. Arrancó la pata de un banco que encontró en una esquina y forzó la primera. La habitació n estaba forrada de material aislante en paredes, techos y suelo, eso impedirí a que el sonido del golpe se oyera fuera. En la primera taquilla no encontró nada, rompió la cerradura de la segunda y tambié n estaba vací a; en la tercera halló algunos objetos personales aunque no ropa. Comenzaba a impacientase, llevaba ya media hora en el interior del recinto y en cualquier momento alguien podrí a encontrar al conductor en la cabina del camió n o descubrirlo a é l y dar la voz de alarma. Si no descubrí a un mono azul en dos minutos, se arriesgarí a a continuar la misió n con el gris del conductor.

Pero no tardó en localizar lo que buscaba. En la sexta taquilla, colgado de una percha, se topó con un mono poco usado, las medidas no le iban del todo mal pero al tener que poné rselo sobre el gris que ya vestí a se le notaba apretado. Pensó en quitá rselo para facilitarle las cosas pero era una buena baza para regresar a la calle. En cualquier caso a esas horas de la noche pasarí a desapercibido. Se lo encajó lo má s rá pido que pudo, cerró las taquillas procurando que a primera vista nadie percibiera que alguien las habí a roto, y arrojó la pata del banco a una papelera. Inmediatamente despué s se dirigió a la salida, aunque cambió de idea antes de alcanzar la puerta, era mejor echar un vistazo desde dentro antes de arriesgarse en el exterior. En ese instante una sombra se proyectó en una de las ventanas.

 

Alex permanecí a en la oscuridad de la estrecha calle donde desvistieron al conductor, allí esperaba a que Jeff le enviara alguna señ al de que todo habí a ido bien. Sin embargo, el tiempo se sucedí a sin que se produjera ningú n cambio. Se levantó de su improvisado asiento, una caja de madera que, por el olor, alguna vez debió contener pescado, supuso la inglesa, y se frotó los brazos para recuperar el calor. Hací a mucho frí o, cada vez má s. En esa é poca del añ o San Petersburgo ya no era una ciudad helada, y aunque ella procedí a de Inglaterra, donde la temperatura no es precisamente alta, estaba má s acostumbrada a la lluvia que al viento glacial procedente del Bá ltico. Salió de Londres con una chaqueta de cuero ceñ ida y unos pantalones negros de tergal, suficiente en esa estació n del añ o para Inglaterra, no para Rusia, por no hablar de que no contaba con guantes ni gorro, ni siquiera bufanda. A medida que pasaba la noche, sus dedos y sus orejas se tintaban de azul, un azul amoratado que dolí a. Pero a pesar del dolor, se resistí a a buscar cobijo.

Pensó en dar una vuelta para mover las piernas aunque no pretendí a alejarse demasiado, de modo que ú nicamente caminó hasta el final del callejó n, desde donde podí a ver la entrada a los laboratorios. No recordaba que hubiera tanto trá fico el dí a que visitó a su padre, quizá, supuso, al entrar por el acceso peatonal no prestó atenció n. En cualquier caso, tení a la sensació n de que ese continuo ir y venir de vehí culos no era habitual.

De repente tembló por un escalofrí o, comenzaba a preocuparse. El frí o no era su ú nica preocupació n, ni siquiera su preocupació n má s acuciante. Hací a rato que experimentaba una sensació n extrañ a. No podí a precisar qué es lo que la inquietaba, le nací a en el estó mago y ascendí a hasta la garganta, dificultá ndole la respiració n. Por momentos se decí a que eran simples imaginaciones, proporcioná ndose a sí misma el valor que veí a flaquear, e instantes despué s oí a el crujir de una hoja, el sonido hueco de un paso en la acera o el murmullo de un motor, y su corazó n se precipitaba en un latir rá pido y desajustado que creí a la llevarí a al paroxismo inminentemente. Hasta ahora só lo habí an sido espectros que reflejaban su propia inseguridad, la cosa cambió cuando el peligro sonó a verdad, una verdad inconfundible, un coche que se detiene a cinco metros, voces de hombres, pasos apresurados en su direcció n... Todo parecí a confluir en ella.

 

Jeff no se percató hasta que fue demasiado tarde. Al abrirse la puerta se topó de nuevo con el ruso que le habí a facilitado las indicaciones. Parece que el maldito enano no me va a dejar respirar, lamentó al encontrarse otra vez frente a é l.

–¿ Qué está pasando aquí? ¿ Por qué vistes ese mono? –Le espetó bruscamente.

La situació n se complicaba aú n má s, a pocas decenas de metros divisó a má s de una veintena de personas uniformadas con el mismo mono azul, que sin duda acudirí an de inmediato en auxilio de su compañ ero si é ste comenzaba a gritar. No podí a arriesgarse a un enfrentamiento.

–No puedo decí rtelo. Es una operació n secreta... –balbuceó en un intento de encontrar una idea que le salvara.

–¿ Una operació n secreta? Mira, no me creo nada, eres un vulgar ladró n... o, peor, un espí a... Voy a avisar a seguridad –afirmó amagando con volver sobre sus pasos.

–¡ No! Por favor, no lo hagas –Jeff sacó el arma y apuntó al ruso en el vientre–, si lo haces me veré obligado a disparar, y esta pistola es muy silenciosa, te lo aseguro.

El ruso sonrió.

–¿ De qué te rí es? –Le preguntó malhumorado el inspector.

–Eres de los mí os... Me gustas... Creo que tú y yo podemos llegar a un acuerdo. Tal vez sea ventajoso para ambos, ¿ no te parece?

Dudó unos segundos, observando alternativamente al ruso y a sus compañ eros, que trabajaban a poca distancia.

–¿ Qué quieres? –Se decidió al fin a preguntar.

–¿ Qué crees? Dinero, ¿ qué iba a ser si no? –Le encajó con una mirada encendida de codicia.

El inspector hizo cuentas de memoria: apenas llevaba cheques por valor de veinte libras en el bolsillo despué s de los gastos del viaje, y eso no serí a suficiente para saciar la sed de esta calañ a.

–No tengo. Si quieres puedes registrarme los bolsillos –aseguró el inspector.

El ruso parecí a enfadado.

–¡ No puede ser!

–Ya te lo he dicho, no cuento con dinero. Tendrá que ser otra cosa –sugirió en un intento de mantenerlo distraí do en tanto se le ocurrí a alguna forma de escapar de la situació n.

–Puede haber algo... Dame ese anillo.

–Ni hablar... –El inspector contempló unas dé cimas de segundo la alianza, era lo ú nico que le quedaba, no podí a entregarlo a un desconocido.

–Puedo ayudarte o perjudicarte... Tú decides –cortó el joven operario.

No habí a alternativa. Si querí a que esta chusma no lo delatara, debí a acceder a su petició n. Escondió la pistola en la cintura, se sacó el anillo de mala gana y se lo entregó con una mueca de disgusto. A continuació n lo amenazó con matarlo si lo engañ aba y le exigió que lo condujera hasta el despacho del doctor Brian Anderson, el responsable del á rea Lingü í stica del laboratorio. El ruso cerró el puñ o con el anillo dentro, se lo metió en el bolsillo y se giró hacia sus amigos. Jeff se temí a lo peor, de modo que lo encañ onó por la espalda tratando de ocultar el arma.

Los dos caminaban despacio y muy juntos a travé s de una vereda rodeada de á rboles. Una mirada detenida hubiera hecho sospechar, pero las sombras de la noche jugaban a favor de Jeff.

A medida que se alejaban de la zona de camiones, el nú mero de personas que pululaba iba disminuyendo. El grueso del personal estaba concentrado en la mudanza, por lo que Jeff se relajó lo suficiente para disminuir la presió n sobre la cintura de su guí a. Poco despué s, el operario se detuvo frente a un edificio de tres plantas ocupado por el servicio de seguridad y las oficinas de gestió n del recinto, segú n explicó a Jeff, y le señ aló, a la izquierda una construcció n má s pequeñ a, tambié n de color gris, que albergaba los despachos de los cientí ficos responsables de proyectos.

–Es ahí.

–Muy bien, continú a.

–Yo no voy a entrar. Ya he cumplido mi parte –advirtió mientras se daba la vuelta con la intenció n de regresar al parking.

–¡ Tú no te mueves de mi lado hasta que encuentre al doctor Brian Anderson!, ¿ entiendes? –Puntualizó el policí a mientras le apretaba con el cañ ó n del arma en las costillas–. Ese anillo vale mucho dinero, y si te lo he dado es para que me sirvas de algo má s que de guí a turí stico. Sigue hacia el despacho.

Tiró de la chaqueta del ruso para que reemprendiera la marcha, y lo hizo con tan mala fortuna que tropezó con el borde de la acera perdiendo el equilibrio unos segundos. El operario aprovechó el desliz y le lanzó un puñ etazo que se perdió en el aire al apartarse Jeff a tiempo; no podí a darle una segunda oportunidad, aunque su contrincante era má s bajo habí a demostrado una agilidad peligrosa, así que le agarró del brazo y le puso la boca de la pistola en el pecho, luego le obligó a girarse y le golpeó con la empuñ adura en la base del crá neo.

Tras confirmar que nadie habí a presenciado la pelea, arrastró e cuerpo hasta unos contenedores y lo escondió entre unos arbustos. No tardarí a mucho en despertar, y cuando lo hiciera sufrirí a una enorme jaqueca; habí a que darse prisa. Echó un vistazo alrededor para convencerse de que no serí a fá cil descubrirle antes de la salida del sol, y a continuació n se agachó y buscó la alianza en sus bolsillos; cuando se la entregó ya sabí a que no le dejarí a marchar con la joya, antes o despué s habrí a tenido que atizarle. Aú n era noche cerrada, sin embargo no quedaba mucho tiempo para que amaneciera, debí a actuar con rapidez. Se encaminó hacia el edificio que le habí a señ alado el ruso y tras cinco pasos se detuvo como si hubiera olvidado algo, se giró y regresó hasta el cuerpo inconsciente, se paró ante é l, le miró un segundo y le propinó una patada en las costillas. A continuació n suspiró como s se hubiera quitado un peso de encima y se dirigió hacia la oficina de padre de Alex.

Al caminar en esa direcció n notaba có mo se le iba relajando la tensió n de los mú sculos y volví a a pensar con frialdad. Los ú ltimos minutos fueron estresantes y su nivel de adrenalina habí a aumentado considerablemente, juzgó que habí a actuado de forma adecuada aun que comprendí a que hasta ese momento habí a contado con demasiada suerte. En cualquier instante podrí an volverse las tornas, era aconsejable proceder con mayor prudencia.

La entrada al edificio no estaba protegida por ninguna clave alfanumé rica ni existí a un control de seguridad en la puerta. Debí a ser, imaginó Jeff, que en estos despachos no albergaban nada de valor, o quizá confiaban en que la vigilancia del perí metro fuese lo suficientemente eficaz para proteger las instalaciones al completo. La puerta se abrió con un clic silencioso y el inspector se encontró en un largo pasillo de paredes de plá stico opaco. A cada lado una decena de oficinas, todas con las luces apagadas salvo una, justo a la mitad del corredor. El inspector se acercó hasta el despacho iluminado, en la placa de la puerta leyó el nombre del padre de Alex, otra vez la maldita suerte sonó en su cabeza. Giró la manilla y entreabrió la puerta, en el interior un hombre de pelo canoso y bata blanca revolví a en unos cajones de espaldas a Jeff.

–¿ Doctor Anderson?

El individuo se volvió bruscamente. Llevaba gafas de aumento de pasta negra y en su mirada Jeff descubrió que algo no marchaba.

–Yo... só lo estaba recogiendo algunas cosas personales... pero, descuide, me voy ya. Puede continuar con su trabajo –respondió sin firmeza en la voz.

Jeff no acertaba a comprender aunque estaba seguro de que aquel hombre no deberí a encontrarse en ese despacho.

–¿ Qué hace usted aquí?

–Yo era su ayudante... Entienda que hemos compartido mucho trabajo. Debí a recuperar algunos papeles... –Le costaba hablar, de vez en cuando se limpiaba la frente con un sucio pañ uelo y miraba nerviosamente su reloj.

–Tengo que comunicar su intrusió n a mis jefes. –El inspector habí a decidido jugar esa mano.

–No, por Dios, no haga eso.

–Explí quese. Dí game qué hací a realmente en este despacho.

El individuo contrajo los mú sculos de la cara en un gesto de desconsuelo. Sabí a que le habí an sorprendido in fraganti.

–Me llamo Abe Dickinson. Trabajaba para el doctor Anderson en un proyecto y... –Se detuvo un momento y echó un vistazo a la salida, como si temiera que alguien fuese a aparecer–. Hay algo que ha desaparecido. Yo só lo trataba de buscarlo... No estaba haciendo nada malo, se lo aseguro.

–¿ Trabajaba para el doctor Anderson? ¿ Eso quiero decir que ya no trabaja aquí, que lo han despedido?

–No, no, en absoluto. Continú o trabajando, aunque no para Anderson, é l... ¿ pero usted realmente no sabe qué le ha pasado?

El rostro del inspector se volvió blanquecino, sus ojos brillaron de sorpresa y sus manos sufrieron un temblor. El ayudante de Anderson acabó por vislumbrar que é l tampoco era quié n decí a ser.

–¿ Quié n es usted? –La suerte era caprichosa.

Jeff se apoyó en la pared. Necesitaba pensar con claridad, al padre de Alex le habí a sucedido algo, posiblemente un hecho funesto, no habí a otra explicació n. No contestaba al telé fono, no trabajaba ya en los laboratorios, alguien les perseguí a, no habí a que ser muy listo.

–¿ Qué le ocurrió a Anderson?

–No puedo contestarle a esa pregunta a menos que me explique quié n es usted. –Todo rastro de desesperació n habí a desaparecido de la voz del ayudante de Anderson, comprendí a que ya no tení a nada que temer, su interlocutor no trabajaba para los laboratorios de modo que no podrí a delatarle.

–Está bien, cré ame si le digo que soy amigo de Anderson, bueno..., má s bien de su hija.

–¡ Alex! ¿ Es amigo de Alex? –El ayudante de Anderson sonrió, un segundo despué s su sonrisa se alteró hasta transfigurarse en una mueca triste–. ¿ Dó nde está?

Jeff señ aló hacia atrá s.

–Aquí cerca –dijo con desconfianza–, ahora dí game qué le ha ocurrido a Anderson.

–Le han asesinado. –Las palabras sonaron como un gong, Jeff lo habí a presentido desde un principio y no quiso verlo–. ¿ Y ahora có mo se lo digo?

–Tengo que hablar con Alex.

–Será lo mejor, pero debemos darnos prisa.

Dickinson asintió y le pidió que aguardase un instante. Jeff dudaba, le miró con suspicacia unos segundos y despué s se apartó de la puerta; no hay manera de saber si es un error, se dijo. El ayudante de Anderson no tardó en regresar, traí a una bata blanca y una linterna en la mano.

–Existe una salida de emergencia. Supuestamente só lo la conocen los jefes de proyecto pero Anderson era un buen hombre, siempre se preocupó de la gente bajo su mando; le echaremos de menos.

Hablaba con un rastro de melancolí a en la voz. Le tendió la bata, es má s segura, dijo, para moverse por segú n qué á reas.

Caminaron unos centenares de metros a travé s de una oscuridad que se intuí a desaparecerí a en menos de una hora. Al atravesar unos matorrales se encontraron con un cruce de calles, viraron a la izquierda y continuaron andando seis o siete minutos, despué s volvieron a girar; Jeff habí a perdido todas sus referencias, intuí a que se dirigí an hacia el norte. Hubo un momento en que Dickinson pareció dudar, si incluso é l se perdí a solo no hubiera llegado a ninguna parte, reconoció. De pronto el ayudante de Anderson se detuvo y señ aló una abertura en el suelo de poco má s de un metro de ancha. Al asomarse descubrió una escalera que descendí a hasta una puerta. Dickinson lo apartó, bajó los escalones e introdujo una tarjeta en un panel a la izquierda de la puerta. Entonces la puerta se abrió con un siseo metá lico.

Jeff no estaba seguro de que fuera buena idea aunque tampoco era prudente permanecer demasiado tiempo al pie de las escaleras, en medio de un parque sin á rboles rodeado de edificios de una planta. En aquel lugar cualquier persona podrí a descubrirlo desde una de las decenas de ventanas que veí a a su alrededor. Finalmente, cuando ya no divisaba a Dickinson, se decidió a seguirle.

Si arriba estaba oscuro, pese al alumbrado de algunas pocas farolas, abajo se halló en las tinieblas má s absolutas. Llamó en voz baja a Dickinson y é ste no respondió. Dijo de nuevo el nombre del ayudante de Anderson, en esta ocasió n un poco má s alto, y oyó al fondo la voz de é ste. Sus manos temblaban por el frí o.

Persiguió a la voz a travé s de un corredor que olí a a humedad. Dos minutos má s tarde distinguió una negrura menos definida frente a é l, como un punto grisá ceo en medio de una boca negra, enorme, que lo llenaba todo. Era la salida. Poco despué s encontró una escalera parecida a la primera y una puerta abierta que lo llevó al exterior, concretamente a una calle desierta iluminada por luces anaranjadas.

 

Alex se sentí a asustada. En las ú ltimas horas se habí a armado de valor aunque su firmeza era de cartó n piedra, el miedo entontecí a su capacidad de pensar y aceleraba el palpitar de su corazó n. Se acurrucó en las sombras de unos arbustos al pie de la tapia de ladrillos desgastados que cerraba el callejó n por uno de sus lados. El mundo se habí a detenido, todos aquellos ruidos que poblaron su mente como fantasmas habí an dejado de existir ante los pasos precipitados, ante los murmullos ininteligibles. Se apretó aú n má s contra el muro, contrajo su pecho para evitar incluso que sus fuertes latidos la descubrieran.

Cuando ya nada lo podí a evitar, las graves pisadas sobre el pavimento doblaron la esquina junto a quienes las producí an. Alex exhaló un suspiro contenido, dejando escapar todo el aire que sus pulmones contení an; sus pupilas, con un punto de humedad, se cerraron en un guiñ o de descanso. Ya no tení a de qué preocuparse y se dejó deslizar a lo largo de la pared hasta sentarse en la helada hierba, al pie del muro.

Jeff y Dickinson la descubrieron así, acurrucada, hecha una bola. El inspector se emocionó al hallarla en estas condiciones, los labios azules, la tez pá lida, la humedad resbalando de sus pestañ as. La levantó del suelo con ayuda de Dickinson, y entre los dos la trasladaron hasta el asiento posterior del automó vil del ayudante de Anderson. Sus dientes temblaban involuntariamente. Dickinson encendió el motor y puso en marcha la calefacció n, y el calor fue adueñ á ndose de los miembros de ella, permitiendo que la sangre volviera a fluir caliente recorriendo venas y arterias. Ya amanecí a sobre sus cabezas, no habí a tiempo que perder. Alguien descubrirí a al operario o al conductor, o a ambos, apenas despuntara el dí a, si no habí a ocurrido ya, de modo que debí an alejarse lo antes posible. Dickinson se puso al volante, al principio mantuvo una conducció n alterada, con movimientos imprevistos y rá pidos, producto de su excitació n, má s tarde, aconsejado por Jeff, intentó relajarse para evitar un accidente o que la policí a les detuviera.

Media hora despué s estacionó el vehí culo en un parque de á rboles altos y un gran lago azul que en invierno permanecí a helado. Alex se habí a recuperado y se mantení a sentada en el asiento trasero junto a Jeff con las manos entre las piernas, protegidas, y la mirada centrada en el ayudante de su padre. Le conoció el dí a que visitó los laboratorios, aunque habí a oí do hablar de é l en muchas ocasiones; su padre confiaba en Dickinson y ella, por tanto, tambié n, no pretenderí a engañ arla ni disfrazarí a los hechos. Era, segú n el filó logo, un hombre honesto y eso, en boca de su padre, lo decí a todo.

–Quiero saber qué ha ocurrido, doctor. Por favor, no quiera ahorrarme detalles delicados, ¿ por qué no está aquí mi padre?

Jeff la miraba con compasió n. Conocí a las palabras que se verí a obligado a pronunciar el ayudante de Anderson, las habí a oí do anteriormente, en el London Bridge Hospital; el mé dico economizó palabras: su esposa ha muerto, sus hijos tambié n. Siete, siete palabras bastaron, y su mundo cambió. Ahora no podrí a evitarle ese sufrimiento a Alex, nadie podí a, lamentó.

–Su padre, señ orita Anderson, ha fallecido. –Alex contrajo los mú sculos de la boca en un rictus desagradable y apretó los dientes, su respiració n se alteró en pocos segundos, la angustia le oprimí a la garganta. Jeff pensó que en cualquier momento comenzarí a a llorar. Sin embargo, inspiraba y expiraba ruidosamente intentando controlarse, y al final consiguió reprimir sus lá grimas. Era como si ya supiera lo que iba a oí r. El inspector la observaba, é l tampoco lloró aquel dí a ni el siguiente ni muchos otros despué s, alguien le explicó que la ausencia de duelo habí a minado su entereza, a é l no le importó en aquel momento. Ahora lo comprendí a, Alex poseí a la misma mirada opaca que é l habí a visto tantas noches al mirarse al espejo.

–Su padre fue encontrado en el laboratorio principal –prosiguió –. Le habí an asestado una puñ alada en el vientre. Segú n la versió n que he oí do, llevaba varias horas muerto, por lo que no pudieron hacer nada por é l... Lo lamento terriblemente, era un buen jefe, un buen amigo..., un buen hombre.

Dickinson calló por un momento, tal vez recordando a Brian Anderson. Nadie en el coche le metí a prisa por hablar. Era un asunto que convení a tratar con mimo.

–Han abierto una investigació n. Por supuesto, a todos los empleados nos han mantenido alejados –continuó, remarcando el secretismo al bajar la voz–. Pero yo he podido averiguar que habí a alguien con é l: Silvia Costa, la cientí fica jefe del proyecto. Ella ha desaparecido, y segú n todos los indicios podrí a ser la culpable...

–¿ Por qué? –Preguntó frí amente Alex.

–Hace unos meses que ambos mantení an una amistad muy estrecha..., una relació n má s allá de lo profesional... ¡ Ya me entienden! –Alex lo miró con desaprobació n, su padre no le habrí a ocultado una relació n así –. Por supuesto que no habí a nada oficial –agregó a modo de disculpa–, aunque todos intuí amos que existí a algo entre ellos.

Dickinson volvió a guardar silencio, como tratando de buscar las palabras adecuadas.

–Ella era..., era muy dominante –prosiguió –. Yo creo que trataba de mangonearlo... y su padre, como era tan bueno, se dejaba. Pero, claro, esto no podí a durar mucho tiempo. En los ú ltimos dí as parece que discutieron...

–¿ Parece? –Interrumpió Alex de nuevo.

–Sí, parece... Yo, la verdad, no estaba presente. Ni siquiera puedo decir que los viera juntos... quiero decir í ntimamente... Só lo son conjeturas, pero hay una evidencia: una secretaria de direcció n me habló de un ví deo de la noche del asesinato en el que aparece la doctora Costa con sangre en las manos...

Alex se mantuvo imperturbable. No mostró ningú n sentimiento, daba la impresió n de que la informació n que le acababa de suministrar Dickinson se refiriese a otra persona, no a su padre. Jeff comprendió que deliberadamente habí a decidido aislarse del dolor.

–¿ Qué ha sido de esa doctora?

–Lo desconozco –indicó el ayudante de su padre–. No puedo ayudarles má s, salvo en una cosa: les puedo proporcionar la direcció n del apartamento de la doctora... Pero quiero que prometan que nunca hablará n de mí. Yo no los he ayudado, no los conozco, ¿ entienden?

Alex y Jeff asintieron rá pidamente. Al inspector le daba igual prometer que mantendrí a oculta su participació n porque estaba seguro de que no servirí a de nada. En cuanto descubran al conductor y al ruso, analizará n la grabació n de las cá maras de seguridad y tarde o temprano descubrirá n que Dickinson colaboró, se dijo cuidá ndose mucho de no transmitirle sus ideas en este sentido.

–Jeff, tenemos que seguir sus pasos... No hay má s remedio –afirmó Alex.

–No te entiendo...

El inspector no sabí a a qué se referí a, o esperaba al menos que no fuese lo que é l creí a.

–Vamos a buscar a esa mujer –dijo ella con rotundidad.

El inspector no sabí a qué decir. Pensaba que todo se acababa de estropear, el padre de Alex no podrí a ya sacarles del atolladero en el que se encontraban, ¿ para qué seguir?, se preguntaba Jeff, só lo empeorarí a su situació n.

–Esta vez no puedo acompañ arte –se limitó a responder.

Alex asintió. Tal vez lo esperaba.

–¿ Podrí a usted llevarme a ese apartamento? –preguntó a Dickinson.

–No..., no puedo, yo debo volver.

 

Las manos crispadas de Hoyce se retorcí an vigorosamente entre sí. El inspector habí a conseguido burlar la seguridad del recinto, dejar fuera de combate a dos empleados y, lo peor de todos, atraerse la confianza del doctor Dickinson para que lo ayudara. El patrocinador del laboratorio rabiaba.

–¡ Toda la culpa es de ese maldito Sawford! –vociferaba a su secretaria–. ¡ Pó ngame inmediatamente con é l...! ¡ Y me da igual la hora de Inglaterra...! ¡ Levá ntalo de la cama!

Veinte segundos despué s tení a al director del MI6 al aparato.

–Todo se nos puede ir de las manos, ¿ no te das cuenta?

El responsable del servicio secreto britá nico no tení a la menor idea de a qué se referí a.

–Con todos sus hombres espiando por ahí, ¿ y no sabe todaví a que ese policí a del tres al cuarto ha entrado en el laboratorio?

–¿ Se refiere al inspector Tyler? –Preguntó con precaució n Sawford.

–Por supuesto, ¿ a quié n si no? Entró hace unas horas, dejó inconsciente a uno de los conductores de los camiones y despué s hizo lo mismo con un operario. Imagino que é ste lo descubrió, aú n no lo sabemos. Pero lo má s grave de este asunto es que se llevó con é l al ayudante del doctor Anderson, que a esta hora le habrá contado todo lo que sabe.

Hoyce guardó silencio esperando una respuesta del director del MI6, debí a arreglar las cosas, para eso le pagaba, se recordó a sí mismo.

–¿ Có mo abandonaron el recinto?

–A travé s de una salida de emergencia para los responsables de proyectos. Seguramente Anderson se la mostrarí a.

Sawford se mantuvo callado. Hoyce le conocí a, algo se le habrí a ocurrido ya.

–¿ Tiene coche?

–¿ Dickinson? Sí, supongo que sí.

–Imagino que estará controlado, ¿ no?

–¿ Controlado?

¿ Tiene el dispositivo de vigilancia?

Hoyce tardó unos segundos en reaccionar.

–Todos los vehí culos de los empleados lo tienen instalado.

–Bien, indí queme sus datos, todo lo que conozca de é l. De lo demá s nos encargamos nosotros.

–Está bien. Le pasaré a mi secretaria, ella lo informará mejor que yo... –Hoyce fue a pasar la llamada, aunque decidió hablar de nuevo–. Gabriel...

–¿ Sí, señ or?

–No quiero má s errores. Si yo caigo, no lo haré solo. Creo que a usted menos que a nadie habrí a que recordarle que la vida del sobrino del rey está en peligro. ¿ No es cierto?

Sawford no respondió. Estaba cansado de que todos le insinuaran su pasado con Harry, sobre todo porque ese pasado habí a quedado atrá s a su pesar. Só lo fue uno má s entre sus amantes, sin embargo é l seguí a enganchado a ese hombre.

 

En ese mismo instante, el sonido de un mó vil despertó a un agente de Al Qaeda que dormitaba en una cama del barrio viejo de San Petersburgo.

–Al habla Abdel Bari.

Al otro lado de la lí nea se oí a el ruido del trá fico neoyorkino.

–Dirigí os al apartamento de la desaparecida y ocupaos de su marido. En el correo encontrará s los datos.

–¿ No estaba Jalif tras la pista? –Preguntó, desorientado aú n por el despertar intempestivo.

–Tú haz lo que se te dice.

–De acuerdo, señ or. Que Alá te colme de bienes.

En Nueva York ya habí an cortado la comunicació n.

 



  

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