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Capítulo VI



 

1037 de la Era Cristiana... 428 de la Hé gira...

 

Ibn Sina usaba el cá lamo con parsimonia, apenas rozando el papel de seda. La mañ ana todaví a alboreaba aunque el calor opresivo ya humedecí a axilas y frente, lo que le obligaba a detener su labor de tanto en tanto para enjugarse el sudor y limpiar las lentes que utilizaba desde hace una dé cada. La ventura le condujo en medio del zoco de Gurgandj hasta un mercader del imperio amarillo que dominaba el arte de la ó ptica. A sus cincuenta y siete añ os, enjuto, con los rasgos marcados, los dedos delicados, los ojos hundidos, la piel renegrida, constituí a la imagen devaluada del mé dico que fue en un tiempo. Su paso por cá rceles inmundas, los exilios voluntarios para huir de quienes pretendí an esclavizar su ciencia, las horas de trabajo entre pacientes de toda procedencia y las noches en vela dedicadas al estudio le habí an trocado en un despojo cansado.

Se levantó con dificultad. Llegaba ya la hora de la visita de su ayudante y habí a que adecentar la tienda, pero antes pareció que algo le vení a a la memoria y se sentó de nuevo, cogió el cá lamo y escribió: El humo nubló mi vista. Los libros tantas veces acariciados se perdieron irremediablemente en una orgí a de lenguas devoradoras que lamí an las paredes de la hermosa biblioteca.

–Feliz despertar, maestro. ¿ Has descansado? El mé dico se giró.

–Ah, mi buen Abú, hoy te has adelantado. Aquí me encuentras, peleando con mi gastada memoria.

Como todas las mañ anas, apenas traspasado el alba Abú Obeid

El‑ Jozjani acudí a a administrarle el tratamiento prescrito para combatir los dolores abdominales que sufrí a desde poco despué s que iniciaran viaje por el desierto con las tropas del emir de Isfahá n, Alá ElDawla.

–¿ Có mo te sientes hoy?

–Mi querido Abú, mi cuerpo ha podido descansar, sin embargo mi mente revolotea por todos los rincones. Apenas puedo ahogar los suspiros de un pasado que no me es grato traer al presente, como bien sabes, hijo –respondió haciendo ademá n de incorporarse.

–No, maestro. No te levantes –le advirtió El‑ Jozjani mientras sacaba de su bolsa varios frascos de arcilla y los poní a sobre una mesita de bambú –. Lo que sufres es só lo producto de las malas digestiones. Si a Alá le place, en unos dí as estará s completamente restablecido y volveremos a marchar junto a los soldados de nuestro amado prí ncipe camino de Hamadhá n.

Ibn Sina asintió con despreocupació n. El‑ Jozjani echó un rá pido vistazo a la tienda, cargada de cachivaches y cojines por todas partes, y sonrió.

–No he conseguido entender nunca este desorden eterno de tu tienda –le soltó –. Bueno, es la hora de la lavativa –agregó antes de que el maestro le replicara–. Si Alá lo permite, tu cuerpo habrá sanado pronto, y bueno será que así ocurra pues he podido saber, gracias a los lenguaraces guardias, que a dos jornadas de aquí ha acampado una horda de soldados kurdos de Mahmud El‑ Gaznawí. Probablemente levantemos el campamento en dos dí as.

Ibn Sina regresó a sus papeles sin prestar oí dos a las confidencias de su ayudante.

–Veo que hoy no tienes el dí a elocuente. En cualquier caso, no querí a hablarte de eso –susurró aproximá ndose al mé dico–. ¿ Recuerdas lo que hablamos ayer?

–¿ Ayer?

–Sí, maestro, al anochecer... ¡ el manuscrito!

–Shhhh –Ibn Sina le dirigió una mirada de reproche–. ¡ En cuá ntas ocasiones me has oí do que é ste es un tema muy peligroso!

–Só lo quiero saber qué has decidido.

–Aú n no lo he pensado. Cuando lo haga, te lo comunicaré –le advirtió con brusquedad.

–Como desees.

El‑ Jozjani le administró el tratamiento en silencio, entretanto el mé dico se dejaba hacer sin oponer resistencia. Luego salió de la tienda. Aquella habí a sido la ú ltima de muchas conversaciones alrededor del manuscrito que un dí a, poco antes de morir, le legó El‑ Massihi para que a partir de ese momento fuera é l el guardiá n del secreto de Ibn Sina. El ayudante del mé dico se sentí a impotente al no convencer a su maestro de la necesidad de liberar por fin el contenido del documento. Era exasperante la terquedad de este hombre.

Andaba aú n en sus cavilaciones cuando se encontró fisgando tras los pliegues de la jaima a Hasan As‑ Sabbah, un jovencito de once añ os que acompañ aba al mé dico con la docilidad de un cachorro desde hací a pocos meses.

–¿ Qué haces ahí escondido pequeñ a serpiente? –A El‑ Jozjani no le agradaba aquel niñ o de ojos oscuros.

–Me habí a parecido ver una rata entrando en la tienda del maestro –aseguró As‑ Sabbah señ alando hacia la ocre arena del desierto. A su espalda, centenares de tiendas del color del cielo temblaban empujadas por el viento.

–¿ Una rata? –preguntó El‑ Jozjani con desconfianza–. Bastante rata tenemos contigo vagabundeando por aquí. ¿ Has cumplido con tus cometidos de hoy?

–Sí, hermano. Ya atiborré a los camellos y llené los cubos.

–Entonces es hora de tu lecció n, jovencito –interrumpió Ibn Sina.

El mé dico intercambió una mirada có mplice con As‑ Sabbah y é ste se precipitó a su lado.

–Me parece que Hasan y yo tenemos cosas que hacer, Abú Obeid. Continú a con tus labores, hermano, y que Alá te guarde –le deseó mientras sonreí a al muchacho.

En las ú ltimas semanas habí a cogido cariñ o a aquel rapaz. Para Ibn Sina suponí a un inmenso placer enseñ arle pues todo lo captaba con prontitud. Se interesaba sobre todo por la teologí a y la filosofí a, y a veces pasaban horas discutiendo sobre el nacimiento del Islam y acerca de Mahoma y su familia.

El‑ Jozjani echó una ú ltima mirada al muchacho, hizo ademá n de hablar y finalmente levantó las manos hacia el cielo en un gesto de desesperació n. A continuació n se dio la vuelta y se alejó en direcció n a la tienda de curas mientras mascullaba entre dientes.

Ibn Sina soltó una sonora carcajada y sujetó As‑ Sabbah por la cabeza.

–No le hagas caso, Hasan. No ha descansado nada desde que empezó mi enfermedad y tiene los humores revueltos pero es un buen hombre y un buen hijo de Alá. Hablando de Alá, ¿ has rezado?

–Sí, maestro.

–¿ Las cinco veces?

–Las cinco –aseguró el niñ o con una risita tí mida.

Maestro y alumno pasaron a la tienda. El mé dico acomodó sus posaderas sobre cojines y con una señ al instó a su discí pulo a coger la tabla de arcilla y el cá lamo que habí a frente a é l.

–Continuaremos donde lo dejamos ayer, ¿ recuerdas, hijo, de qué conversá bamos?

–Sí, maestro, ibas a explicarme la hermandad celestial.

–Conque la hermandad celestial, ¿ no? Muy bien. Hasan, existe una hermandad má s allá de la sanguí nea, una hermandad que tiene por comú n un parentesco divino y cuyos miembros pueden contemplar las esencias verdaderas con la mirada de la visió n interior. Pero...

El mé dico calló.

–¿ Maestro?

–Tal vez aú n no esté s preparado para entenderlo.

–Maestro, no te aflijas por mi edad, hace tiempo que he comprendido que Alá ha dispuesto mi mente para que me sean desveladas las ciencias má s ocultas en engrandecimiento de su nombre.

–Cuidado, Hasan, esa afirmació n no es una revelació n divina sino una demostració n de orgullo, y el orgullo no es otra cosa que un signo demoní aco. A veces nos creemos distinguidos por la mano de Alá y perdemos la perspectiva.

El muchacho apretó el cá lamo contra la tabla de arcilla y bajó la mirada, gesto que a Ibn Sina no le pasó desapercibido. No era la primera vez que Hasan rechazaba sus palabras. Tiempo habrí a de corregirlo, pensó.

En aquel instante la clase del mé dico se vio interrumpida por el retumbar de caballos al galope.

–Espera aquí, hijo.

Ibn Sina salió al umbral de su tienda en el momento en el que Alá El‑ Dawla desmontaba de un alazá n de ní vea piel. El emir se cubrí a con un vestido de seda de color esmeralda bordado con oro, topacios y amatistas, y un turbante verde marino. Del cuello le colgaba un medalló n con una piedra de azabache, negra como una noche sin luna en el desierto de Dasht‑ e‑ kavir, y en su cintura refulgí a un alfanje de plata con un rubí del tamañ o de un dinar de oro engarzado en su empuñ adura.

–Maestro, veo que por fin te has recuperado, ya incluso puedes caminar. Eso me alegra. –El prí ncipe reí a abiertamente, acompañ ando el gesto con ademanes exagerados y propios de la suficiencia que concede la realeza.

–Espí ritu Supremo, ¡ qué placer disfrutar de vuestra compañ í a! Efectivamente, señ or, como veis, ya me sostengo en pie sin la ayuda de mi buen amado El‑ Jozjani; só lo me restan por curar las heridas internas, las del alma, y esas ú nicamente sanará n cuando Alá me reclame a su lado.

–Alá es paciente, mi querido Abú Ak. No le importará esperar un tiempo má s para que mi familia y yo mismo podamos aú n disponer de tus servicios.

–Quié n sabe, Comendador de los Creyentes, las jornadas que restan por venir. Eso só lo lo conoce Alá, y É l, Majestad, es bastante parco en palabras.

–Sí..., sí... –El prí ncipe se despistó momentá neamente, aunque pronto volvió a su ser–. En fin, podrí amos hablar de teologí a horas y horas, como hací amos en Hamadhá n en otros tiempos má s felices, pero no he venido a eso. Tienes que prepararte, levantamos el campo mañ ana, antes del alba.

–¿ Mañ ana? Me dijeron que las tropas del Gaznawí está n a só lo dos jornadas de distancia, ¿ es necesaria tanta urgencia?

–Veo que, aú n confinado por tu enfermedad, sigues disponiendo de buena informació n –Ibn Sina fue a responder y el emir lo detuvo con un gesto–. Te advirtieron bien, maestro. He decidido adelantarme al perro turco, como aprendí de ti en nuestras batallas ante el tablero de ajedrez, debes anticipar los tres pró ximos movimientos del adversario.

–Parece que vuestra mollera no se ha secado de tanto guerrear. Haré los preparativos oportunos para partir antes de que el sol despierte, si Alá así lo quiere –dijo–. ¿ Y cuá l es el motivo real de vuestra visita?

–Ah, sabio maestro, tus ojos, aunque gastados, todaví a ven má s allá. Pasemos a tu tienda.

El mé dico apartó la muselina que colgaba de la entrada de la tienda e invitó a entrar al emir. Una vez en el interior, Ibn Sina pidió disculpas por el desorden, colocó varios cojines sobre una mullida alfombra de cabra de Ankora, sirvió humeante té en dos vasos colocados sobre una mesita baja de cerezo y esperó a que El‑ Dawla se acomodara. Despué s pareció recordar algo y echó un vistazo en derredor.

–¿ Qué buscas maestro? –Preguntó el emir.

–Perdó n, Espí ritu Supremo. Mi joven discí pulo, As‑ Sabbah, andaba por aquí hace un momento.

–¿ As‑ Sabbah?

–El niñ o que encontramos malherido hace tres meses en una de vuestras incursiones.

–Ah, ya recuerdo. Me han dicho que habé is hecho migas. Ten cuidado, las malas hierbas suelen crecer mejor entre los cadá veres, y a é ste lo encontramos en un campo de muerte.

–Contemplaré vuestro consejo en lo que vale –replicó Ibn Sina.

El emir se sintió molesto por un momento. Despué s cogió el vaso de té y bebió con calma, concedié ndose tiempo.

–Como bien sabes, hace añ os que me acompañ a en mis viajes Adham El‑ Salim. El viejo hechicero es capaz de vaticinar el futuro.

–Conozco a vuestro mago aunque no me satisface tal conocimiento. Quien se relaciona con los demonios está en peligro de sucumbir a ellos.

–No afiles la lengua con mi servidor, vieja rata. Ya sé que no intimá is, pero... –El emir se levantó de repente–. ¡ Desde cuando el emir de Isfahá n debe ofrecer explicaciones a un charlatá n, aunque é ste sea el mismí simo Alí Abú Ibn Sina!

–Disculpad este atrevimiento, mis añ os quizá han nublado mi entendimiento. –El mé dico se levantó con lentitud y miró a los ojos al emir–. Bien sabé is que siempre he cuidado de vuestra familia, permitidme pues que disienta de vuestro hechicero.

Alá El‑ Dawla suspiró y soltó una ruidosa carcajada.

–Tal vez hayas inhalado vapores de aceite de nenú far en demasí a.

Se sentó de nuevo y con una señ al invitó al mé dico a que le imitara.

–Bien harí as en respirar profundamente, deleitarte con los manjares que te procura mi casa y olvidar los recelos. Y, como no quiero desviarme de aquello que preocupa a mi mente no me interrumpas má s, aunque entiendo que será difí cil dominar tu lengua, á vida siempre de aire.

Ibn Sina asintió con la cabeza, cerró el puñ o derecho y se tocó los labios con los dedos í ndice y pulgar.

–Bien. Hace semanas que vengo preparando mi asalto definitivo a El‑ Gaznawí, para ello he estudiado su ejé rcito, he desplazado espí as aquí y allá, he recibido a soldados que participaron en las ú ltimas contiendas con el turco. En fin, he hecho todo lo que en mi mano está para asegurar una victoria. Todo menos consultar con El‑ Salim: mi conversació n con el mago la pospuse hasta hace dos dí as pues cuanto má s cercano es el evento mejor suele ser su visió n. Por tu cara deduzco que te asaltan miles de dudas y la principal será qué tienes tú que ver con todo esto. A eso iba; como nos enseñ a el Corá n, no es dado repeler el mal sino a los que acostumbran a ser pacientes en la adversidad.

Ibn Sina ratificó la sentencia con un gesto.

–El‑ Salim me expuso una serie de directrices que no vienen al caso y que, en definitiva, me garantizan que saldremos ilesos de la batalla –aseguró el emir–. Incomprensiblemente, justo en el momento en el que nuestra sesió n tocaba a su fin me retuvo para revelarme que existe un secreto muy importante... No, exactamente dijo: un secreto vital que guarda un poder inmenso para quien lo desvele. Y ese secreto está relacionado contigo, maestro. No sé de qué manera pero, segú n su visió n, tú podrí as ser el hé roe de la yihad que me elevara hasta el trono del califato.

 

As‑ Sabbah permanecí a oculto. Cuando la lecció n con su maestro fue interrumpida por los atronadores cascos, el muchacho no supo có mo responder. El estruendo de hoy era el mismo de meses atrá s, de aquel otro de la turba de bandidos arrasando su poblado, pasando a cuchillo a hombres, mujeres y niñ os, perpetuando sobre la arena la infamia de la sangre y la saliva de los cadá veres, bramando sobre su cabeza, é l escondido bajo el cuerpo de su madre agonizante. Era el ruido de la muerte, de una muerte que le horrorizaba.

Ese pavor volvió a su cabeza y el muchacho só lo acertó a esconderse en un arcó n de mediano tamañ o que Ibn Sina usaba para guardar sus libros. Allí, con las piernas dobladas ante su pecho, se mantuvo en silencio. Durante esos largos minutos sentí a que el palpitar de su corazó n y el temblequear de sus dientes podí a oí rse a un farsakh de distancia, despué s era el gorgoteo de su estó mago, como el ronquido que precede a la tormenta, el que lo asustaba.

Pero aú n dentro de aquel miedo a la soga del verdugo –sabí a que si era encontrado en tales circunstancias le acusarí an de espí a–, no pudo evitar beber cada una de las palabras proferidas en aquella tienda. Sentí a nacer nuevos sentimientos en su alma, ¿ un secreto poder?, ¿ mi maestro?, ¿ el califato? De pronto un escorpió n surgió entre los libros del arcó n y se acercó al niñ o, que, sobrecogido por la presencia del bicho, lanzó un quejido sordo poco antes de taparse la boca en un gesto instintivo.

 

–¿ Habé is sentido eso?

El emir y el mé dico aguardaron en silencio hasta convencerse de lo fortuito del ruido.

–Lo mejor será, Comendador de los Creyentes, que dejemos esta conversació n para otro momento. La informació n que manejá is serí a muy peligrosa en otras manos, ¿ está is de acuerdo?

–Así es. Esta noche acudirá s a mi tienda para explicar sin ambages qué hay de cierto en la videncia de mi mago.

–Haré como habé is ordenado, mi señ or –respondió el mé dico, acompañ ando sus palabras con una señ al de asentimiento.

El emir salió, montó en su caballo y ordenó a sus acompañ antes volver grupas y dirigirse hacia el grueso de las tiendas del lado sur del campamento para una inspecció n sorpresa.

Ibn Sina se quedó plantado ante su tienda con el rostro demacrado y un gesto fatalista en la mirada. Sabí a que no podí a dominar la voluntad de su señ or. Si pretendí a algo, se apoderarí a de é l destruyendo a quien osara enfrentarse. No tení a elecció n, debí a huir lo antes posible sin alertar a los guardias y, sobre todo, sin dejar rastro alguno que pudiera ponerle en disposició n de ser encontrado. Volvió a la tienda y se encontró con la mirada enardecida del niñ o, ¿ cuá nto tiempo habí a permanecido ahí?, ¿ estuvo en todo momento en la tienda?, ¿ habrí a oí do las palabras del emir?

–Hasan, corre a buscar a El‑ Jozjani. Dile que tengo urgencia en verlo pero procura hablarle aparte, que nadie note tu presencia. Sé como una sombra má s del desierto. –Lo miró un instante, ahora comprendí a las protestas de su ayudante: tras su mirada se escondí a algo insano–. ¡ Corre, y cuando vuelvas, prepara los arreos de nuestros camellos con discreció n! ¿ A qué esperas? ¡ Corre, por Alá!

El muchacho se apresuró camino de la tienda de curas. Su pulso se desbocaba por efecto del esfuerzo en tanto que su mente retomaba una y otra vez la conversació n que acababa de escuchar, repitié ndose hasta casi marearlo el poderoso secreto. En su entendimiento de niñ o fantaseaba con pó cimas má gicas que lo convertí an en un general al mando de un ejé rcito invencible o alfombras má gicas que surcaban el aire para llevar el nombre del Profeta a toda la humanidad. Nunca volverí a a contarse entre los dé biles.

Al llegar a la explanada donde se apiñ aban las tiendas destinadas a los servicios para los soldados, se detuvo a coger aire. Despué s entró en la tienda. El‑ Jozjani se ocupaba de un soldado junto a otros dos sanadores má s, en ese instante se oí a un gran barullo a su alrededor.

–Necesito hablar contigo –le dijo al ayudante de su maestro.

–No es buen momento, Hasan.

As‑ Sabbah se acercó aú n má s a su interlocutor, le tiró de la manga para obligarlo a agacharse y le insistió al oí do.

–Necesito hablar contigo –su voz sonaba autoritaria– y ha de ser ahora, se trata del maestro.

El‑ Jozjani lo miró severamente, soltó un hierro candente sobre la vasija de arcilla que tení a a su derecha, tomó unos polvos amarillentos –por el color, el niñ o supuso que era alheñ a– y cubrió la herida del soldado que curaba; luego se secó las manos, cogió al muchacho de un brazo y lo condujo fuera de la tienda.

–¡ Cuá ntas veces te he dicho que no me molestes cuando trabajo! Yo no soy el maestro, a é l podrá s engañ arlo, a mí desde luego que no, ¡ a ver si lo entiendes de una vez!

–El maestro quiere verte ahora mismo, y me ha pedido que te marches lo má s discretamente posible. –Las manos le sudaban y el corazó n le saltaba en el pecho. Tiene má s malas pulgas que un camello sin destetar, se decí a.

–Está bien, puedes irte. Ahora te seguiré.

 

Ibn Sina no habí a perdido un segundo. Tras marcharse As‑ Sabbah escogió varios documentos, tres libros, un pequeñ o cofre con los ú tiles mé dicos imprescindibles y un zurró n con distintas herramientas para el uso de su ciencia, y lo guardó todo en una bolsa de piel de oveja; a continuació n tomó una tú nica, unas babuchas y un turbante de viaje. Fue entonces cuando sintió un espasmo en el estó mago que le hizo encogerse. Tiró la ropa, se sujetó el abdomen y comenzó a respirar con estudiada lentitud, tratando de controlar el dolor, pero le sobrevino una punzada má s fuerte que la anterior.

–En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo... ¡ arg!

Se mordió los labios ante una tercera sacudida. Sabí a que no disponí a de mucho tiempo así que se incorporó, arrastró los pies hasta la mesa donde escribí a y rebuscó entre decenas de frascos de barro cocido, vertiendo el contenido de muchos de ellos sin poder evitarlo. Agarró uno de ellos, se sentó en un cojí n, alcanzó su pipa, abrió el frasco y Io vació en la misma. Poco despué s el opio hizo su trabajo.

 

El‑ Jozjani llegó sofocado. Despué s de que As‑ Sabbah se marchara, regresó a la tienda de curas, se apoderó de su bolsa y se despidió aduciendo que su maestro habí a sufrido una recaí da.

–¿ Qué ocurre, maestro?

Ibn Sina recogí a algunas ropas del suelo.

–Basan me llamó –insistió ante la falta de respuesta de Ibn Sina–. ¡ ¿ Qué está pasando?!

–El emir.

–¿ El emir? ¿ Quieres que lo avise?

–¡ No, ni se te ocurra! –vociferó el mé dico. El ayudante no acertaba a comprender, advertí a sus humores turbios, quizá regresaban los dolores, se llevaba de vez en cuando la mano a la tripa–. Prepara tus cosas, lo imprescindible. Debemos partir, El‑ Dawla pretende aquello que guardamos celosamente.

–¿ El‑ Dawla? –El ayudante no parecí a dar cré dito a lo que sus oí dos escuchaban–. Pero ¿ có mo?

–Haz lo que te digo. ¿ Y Basan?

–¿ No ha llegado aú n? Debí a haber regresado antes que yo.

Ibn Sina le miró. La desconfianza se pintaba en los ojos de ambos.

–¿ No creerá s? –Preguntó a su ayudante.

Fuera, As‑ Sabbah acabó de preparar los camellos y se dirigió a la tienda. Al acercarse oyó dos voces y se detuvo, eran su maestro y El‑ Jozjani. Hablaban sobre é l, aunque habí a llegado mediada la conversació n y no estaba seguro de a qué se referí an. Aprestó el oí do cuando las voces se apagaban.

En ese momento salió Ibn Sina.

–¿ Qué ocurre, hijo?

El muchacho bajó los ojos.

–Nada maestro, tan só lo es que no sé qué ocurre. Estoy un poco asustado.

Ibn Sina fijó su mirada en el niñ o.

–No te preocupes, Hasan. Si sigues mis instrucciones tal y como te diga, nada nos pasará a ninguno. ¿ De acuerdo?

–De acuerdo.

 

As‑ Sabbah corrí a para cumplir con el encargo hecho por su maestro. De pronto, una idea le nubló los sentidos y se detuvo un instante, luego reemprendió la marcha. Diez minutos despué s se hallaba ante los seis amenazantes guardias que velaban la entrada a la tienda del emir.

–Deseo ver al prí ncipe –anunció.

Los guardias se miraron y prorrumpieron al uní sono en una carcajada.

–¿ Y a quié n debemos el honor de esta visita? –Preguntó con sorna el má s desgarbado de los guardias mientras se hurgaba con un dedo entre los dientes.

–Soy Hasan As‑ Sabbah, discí pulo de Ibn Sina, y traigo un mensaje para el prí ncipe Alá El‑ Dawla; si no queré is que vuestro señ or os cuelgue de vuestros miembros mañ ana al amanecer debé is permitirme la entrada.

Los guardias volvieron a dirigirse miradas pero esta vez no pretendí an burlas.

–Má rchate ahora mismo si no quieres morir degollado. El prí ncipe no recibe a pilluelos.

–El Comendador de los Creyentes espera encontrarse con mi señ or esta misma noche aunque mi amo no aparecerá. Es algo que el emir debe conocer inmediatamente. Por Alá, permitidme hablar con é l o al menos haced de mensajeros y enviad mis palabras hasta el trono

–As Sabbah habí a perdido su firmeza.

Uno de los soldados, el má s larguirucho, pareció dudar un momento, aunque se repuso y escupió a los pies del muchacho una saliva densa y pegajosa que asqueó a As‑ Sabbah y lo obligó a dar un paso atrá s.

–Lamentareis vuestro proceder...

–¿ Qué proceder? –Interrogó una voz detrá s de los guardias.

Los guardias se volvieron e inmediatamente saludaron a su señ or con una reverencia.

–¿ Qué ocurre aquí? –Insistió el prí ncipe.

Uno de ellos fue a responder pero el temor se aferraba a su garganta.

–Señ or, debo hablaros de mi maestro –intervino el muchacho.

–¿ Tu maestro?

–Ibn Sina.

–¿ Ibn Sina? ¿ Tú no será s ese pequeñ o bastardo que encontramos en el desierto medio moribundo? Veo que mi mé dico te ha cuidado bien. ¿ Y para qué te ha enviado?

–Mi maestro no me ha enviado.

–¿ Qué tu maestro no te ha enviado?

–Espí ritu de la nació n, no podré is reuniros con é l esta noche. Ha abandonado el campamento.

–¡ Có mo! Eso no es posible, no puedo creer tus palabras. Si es así, todo el poder vengativo de Alá recaerá sobre é l y quien se atreva a acompañ arlo.

Detrá s, varios generales se miraban cabizbajos.

–¡ Abdalá!, da la voz de alarma, no quiero levantar el campo sin haber descubierto su paradero. –Acto seguido se dirigió al niñ o–. ¡ Tú, entra!, tienes muchas cosas que contarme.

 

Hací a rato que Ibn Sina y El‑ Jojzani habí an abandonado el campamento. Cubiertos por sus mantas de piel de camello pasaron como mercaderes ante los soldados, demasiado perezosos y bastante ocupados en sus juegos de azar y mujeres para entretenerse en comprobar la identidad de cada individuo que accedí a o salí a del campamento.

Los dos fugitivos iban pertrechados para soportar las bajas temperaturas que reinan en esas inhó spitas tierras cuando el sol se pone. Aú n así un penetrante viento rasgaba, como si de un cuchillo se tratara, todos los rincones de sus vestiduras provocá ndoles escalofrí os continuos y el temblor de sus amoratados labios. El mé dico viajaba recostado en el camello y su tripa se hací a sentir con mayor intensidad.

Despué s de varios kiló metros sobre los camellos El‑ Jozjani juzgó necesario detener su viaje para que el mé dico descansara. Pararon tras unas palmeras raquí ticas y desmontaron, acomodá ndose entre unas piedras para que la ventisca no los enfriara demasiado. Comieron pan tierno y queso blanco y bebieron leche de cabra pero no hicieron fuego por si la lumbre los delataba.

–¿ Crees que hemos hecho bien, maestro?

–¿ A qué te refieres?

–Al muchacho, puede traicionarnos.

–Sí, podrí a, aunque no lo va a hacer.

–Maestro, hay malicia en sus ojos. No me inspira confianza.

–Hijo, Alá juzga a los hombres por sus acciones, y todaví a, que sepamos, no ha cometido ninguna que sea indigna.

–Espero que tengas razó n, porque si no es así ¡ que Alá nos proteja de la ira del prí ncipe!

 

El emir invitó al muchacho a hablar.

–Querí a perderos, señ or. Le oí decir que la locura habí a afectado a vuestra razó n y que la ú nica manera de no verse sojuzgado era huir.

–Cá lmate, hijo. Antes que nada quiero saber por qué está s traicionando a tu maestro.

–Despué s de que vuestro ejé rcito me salvara de una muerte segura, mi alma no podí a permitirse esta deslealtad. –As‑ Sabbah se moví a inquieto en los cojines mirando de un lado a otro.

El emir lo observaba con desconfianza.

–¿ Sabes hacia dó nde se dirige?

El muchacho temblaba.

–Cielo de la nació n, mi maestro me dijo que me reuniera con é l en el camino del sureste.

–¡ Bien! Mandaré a cien soldados.

–Pero, señ or, creo que no ha elegido ese camino.

–¿ Por qué?

–Terminé de preparar los camellos y me acerqué a la tienda. Mi maestro y su ayudante hablaban sobre mí; estaban discutiendo acerca de lo que debí an hacer conmigo. Mi maestro siempre me ha tratado bien, pero ese El‑ Jozjani, su ayudante, me odia y ha envenenado su espí ritu. Les oí decir que debí an abandonarme. Por eso sé que ese es el ú nico camino que no han elegido.

–Entonces enviaré a mis soldados a los caminos del noroeste y del este. No hay má s rutas.

 

Hací a rato que los dos fugitivos habí an reemprendido el camino de los mercaderes que comercian entre Bagdad y Sirajan. La montura de Ibn Sina trotaba con parsimonia, apretada la brida por la mano de su amo, mientras que el camello de El‑ Jozjani galopaba velozmente. El ayudante del mé dico veí a como su maestro se iba quedando rezagado obligá ndole de vez en cuando a refrenar las ansias del animal que é l montaba.

–¿ Está s cansado Abú Alí? ¿ Quieres que paremos? Ya se nos echa la mañ ana encima y no es recomendable viajar por caminos atestados de comerciantes, alguien podrí a dar cuenta de nuestro paradero a los hombres del emir.

Ibn Sina negó con un gesto, parecí a que le costara esfuerzo hablar; su ayudante temí a por la vida del mé dico si bien é ste andaba má s preocupado por la seguridad del manuscrito que por la suya propia.

–Si el plan no ha fallado, la mano del prí ncipe no nos alcanzará. Deberí amos descansar, nos quedan varias jornadas de viaje hasta Sirajan, maestro.

El mé dico tosió un par de veces, inspiró con dificultad y volvió a negar.

–El‑ Jozjani, hijo mí o, Alá, siempre loado, me proporcionó conocimientos má s allá de toda mente y yo lo traicioné creando algo que se enfrentará contra el mismo Dios si es alcanzado por la mano del emir. El alma de todos los seres que pueblan la tierra, musulmanes, nazaranis, judí os o paganos adoradores de í dolos, todos caerí an... –Ibn Sina volvió a toser, esta vez escupiendo saliva sanguinolenta– todos caerí an –repitió con un hilo de voz.

–¡ Maestro! –El‑ Jozjani saltó de su camello al ver que Ibn Sina perdí a el conocimiento, desmontó a su maestro y lo tendió en la arena del inhó spito desierto que cruzaban.

Le quitó el calzado, le abrió la tú nica para que pudiera respirar có modamente y le colocó una bolsa mullida bajo su nuca, despué s buscó su pulso en la muñ eca y le palpó el abdomen, que encontró rí gido. El sol apenas se levantaba aú n por el este, aunque su luz ya clareaba el cielo lo suficiente como para hacer innecesaria una hoguera. A pesar de ello, los escasos rayos del dí a no podí an calentar los miembros de Ibn Sina, así que lo arropó con una manta y vertió un poco de agua en sus labios, manchados de sangre coagulada y baba reseca. El‑ Jozjani conocí a a la perfecció n las artes de su ciencia y por ello intuí a que ya no podí a hacer otra cosa que encomendarse a Alá.

–Maestro. Abú Ak No es hora de presentarse ante el Altí simo –le susurró mientras le mojaba los pá rpados con vino de rosas.

El mé dico se retorció de dolor y abrió los ojos repentinamente.

–Alá, el misericordioso, ha oí do mis plegarias. Maestro, regresas al mundo de los vivos.

–No te aflijas, hijo mí o, Alá me ha perdonado... he tenido una visió n... –Ibn Sina hablaba lentamente, a veces se interrumpí a para tomar aire y otras por una tos á spera y ensalivada que dejaba escapar escupitajos encarnados–. Ya no tengo miedo a la muerte... allí me esperan mi hermano, mis padres, El‑ Massihi, mi querida Yasmina y tantos otros que... –Sus palabras se vieron interrumpidas por un fuerte acceso de tos.

–No te canses, maestro, y olvida esas tonterí as. Todaví a no está s en el trance de que te reú nas con Alá. Quizá sea hora de usar el contenido del manuscrito, maestro. Lo tengo aquí mismo.

El mé dico detuvo la mano de El‑ Jozjani, que ya iba al zurró n.

–No, hijo. Mi misió n fue crearlo. Otros será n los que deban usarlo. Cré eme, Alá sabe elegir los momentos y é ste no es el del manuscrito.

El‑ Jozjani negaba con la cabeza.

–Mi pobre Abú Obeid, ahora recae sobre ti la responsabilidad de afrontar la parte má s difí cil... –El‑ Jozjani miró extrañ ado a su maestro–. Sí, hijo, Alá te ha elegido para una importante misió n: has de mantener a salvo el manuscrito.

–Pero, maestro, eso no es posible... Si el manuscrito nos pone en peligro, debemos destruirlo.

–¡ Por Alá, eso serí a una blasfemia! –gruñ ó Ibn Sina, haciendo un esfuerzo que lo dejó exhausto.

–Maestro. Debes descansar, má s tarde hablaremos.

–No, Abú Obeid..., antes de morir he de encomendarte dos misiones..., de la primera ya te ha hablado, la segunda es encargarte de Hasan.

–En absoluto, me niego. Si me ocupo del manuscrito, no puedo correr riesgos. El niñ o no es nuestra responsabilidad, nunca lo ha sido.

–Entiendo tus reticencias pero Alá es misericordioso. ¿ Por qué no seguir su ejemplo? –Le preguntó con una voz ya casi inaudible.

–Maestro, te prometo que protegeré el manuscrito con mi vida. En cuanto a Hasan, me comprometo a proporcionarle un buen futuro, ¿ es suficiente?

–Es suficiente, hijo mí o. Ahora mi alma puede regresar a postrarse ante el Altí simo.

El mé dico pasó algunas horas en un duermevela intranquilo. De su boca surgí an de vez en cuando palabras sin sentido, nombres de familiares muertos y de amigos olvidados en el pasado; su frente y su cuerpo herví an, y sus manos, sin embargo, permanecí an heladas. El‑ Jozjani intentó retrasar su entrada al Paraí so con todos los conocimientos de que disponí a pero el cuerpo de Ibn Sina se debilitaba con rapidez. Profundamente abatido admitió que la medicina ya no podí a hacer nada por salvarlo y concluyó que só lo restaba orar por el alma de su maestro.

Cuando el sol volví a a ocultarse, Abú Alí Ibn Sina exhaló un suspiro quedo y no volvió a inspirar, dejando a su ayudante desolado y rodeado de centenares de kiló metros de la soledad má s desesperada.

 

As‑ Sabbah aguardaba desde hace un buen rato ante la puerta Como le habí a indicado su maestro, despué s de engañ ar al prí ncipe debí a desaparecer sin dilació n, huir hasta Sirajan y, una vez allí, buscar la posada de Abdel Wahhab, un mauritano que le proporcionarí a cobijo hasta la llegada del mé dico y su ayudante. Pero en la casa no habí a nadie.

Hací a ocho jornadas que el muchacho habí a salido a hurtadillas del campamento –lo hizo justo cuando las tropas iniciaban los preparativos para acercarse al enemigo gaznawí –, y desde entonces habí a deambulado por caminos desé rticos y pueblos casi abandonados tras las huellas de Ibn Sina. Siguió el camino del sureste, tal y como debí a haber hecho el mé dico, aunque nadie, en ninguna de sus paradas, le proporcionó noticias sobre dos viajeros de las caracterí sticas descrita por el niñ o. Ya comenzaba a desfallecer su fe en el maestro cuando s halló ante el arco de entrada a Sirajan, entonces fustigó con decisió n a su camello y é ste galopó raudo por las callejuelas del pueblo. Cuando llegó a un zoco con unas decenas de puestos desmontó y preguntó por la posada del tal Abdel Wahhab.

Ahora sentí a de nuevo una intensa rabia por confiar en Ibn Sina

–Muchacho, ¿ qué haces ahí en la puerta?, ¿ qué buscas? –Oyó As‑ Sabbah a su espalda.

Quien le habí a hablado era un hombre gordo, desbordado de carne, con las manos grasientas, la piel del color de la aceituna vieja una nariz prominente con forma de pera y unos ojos pequeñ itos, casi inexistentes.

–Estoy esperando al posadero –respondió el jovenzuelo.

–Aquí lo tienes, soy Abdel Wahhab, ¿ qué deseas?

–Busco a dos viajeros de Hamadhá n, uno de ellos de edad avanzada, de barba amplia y ojos negros, el otro bastante joven, quizá uno diez añ os mayor que yo.

–Con esas caracterí sticas no ha venido nadie a mi posada en las ú ltimas semanas.

–¿ Está s seguro? Es muy importante, hermano.

–Bueno, tal vez. ¿ Có mo te llamas?

–Hasan As‑ Sabbah.

–¡ Hasan! Claro, tení as que ser tú.

–¿ Có mo yo? –As‑ Sabbah no entendí a a qué se referí a.

–Sí, claro, tú. Acompá ñ ame, hijo, a la posada, y con un buen trozo de pan y leche de cabra disiparé tus dudas si Alá lo permite.

Wahhab le dijo que Ibn Sina fue amigo suyo desde los tiempos en que viví a con su familia en Gurgandj. Con la fecunda verborrea a la que se habitú an los comerciantes del vino y el condimento, le habló de las noches en vela oyendo contar relatos al maestro, relatos que, aseguró, no entendí a en las má s de las ocasiones, aunque siempre lo entretení an y divertí an. Despué s, mientras As‑ Sabbah daba buena cuenta del á gape, tornó la alegrí a en tristeza y confesó al niñ o que el mé dico estaba ahora postrado ante Alá para mayor gloria del Altí simo.

–Cuatro jornadas atrá s llegó a mi casa El‑ Jozjani, vení a demacrado, cansado, con la mirada ausente; si habitualmente era de carnes enjutas, cuando lo encontré ante mi puerta verdaderamente me asusté: semejaba un esqueleto envuelto en piel, tal era la sensació n que despertaba al mirarlo. Me habló de la pé rdida del maestro y, despué s de descansar dos noches, me confió una carta, me dio tu nombre y me dijo que cuando llegaras te alimentara bien, te permitiera descansar y te entregara la misiva. Luego, se marchó sin decir palabra.

–¿ Adó nde?

–Só lo Alá lo sabe, hijo.

As‑ Sabbah tomó la carta entre sus manos y la desdobló.

 

Querido Rasan, que Alá te guarde por siempre, sé que habí amos fijado este lugar para reunirnos, sin embargo las cosas no salen siempre como uno desea. En este caso, Alá nos tení a reservado un cambio significativo en el rumbo de nuestro viaje: nuestro maestro, el insigne Abú Alí Ibn Sina, murió entre mis brazos hace dos jornadas.

 

El niñ o paró de leer. Wahhab le puso una mano en el hombro y le acarició el pelo. Entendí a el dolor que sufrí a en ese instante. As‑ Sabbah aguardó unos segundos y regresó a la lectura.

 

He llorado tanto que no hay fuente que pueda restituirme las lá grimas, pero Alá es sabio y só lo É l conoce los caminos y las sendas. En fin, deberemos esperar a la otra vida para reencontrarnos con nuestro amado Abú Alí, entretanto, segú n me encomendó el maestro, mi cometido será protegerte. En cuanto esté s repuesto de tu viaje dirí gete a Hamadhá n, allí busca al maestro Kadin Khuzayma. É l se hará cargo de tu instrucció n. Sé, Rasan, que tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, con todo si está s leyendo esta carta es que has actuado con prudencia y seguido a pies juntillas las instrucciones del maestro. Confí o en que algú n dí a Alá permita que nos volvamos a encontrar en circunstancias má s agradables. Hasta entonces, hermano, que É l sea misericordioso con ambos.

 

El niñ o arrugó violentamente el papel y lo arrojó a las brasas. Sus ojos reflejaban la có lera que sentí a nacer en su interior, el maestro habí a muerto y El‑ Jozjani se habí a marchado. As‑ Sabbah no tení a ninguna duda: el ayudante del mé dico poseí a el secreto que ansiaba el emir.

Lo encontraré cueste lo que cueste, se dijo mientras mordí a impetuosamente un trozo de cordero asado.

 



  

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