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Capítulo V



 

 

El comisario Eagan descansaba en su casa de Brighton; tras la desaparició n de Alex y el inspector inglé s habí a decidido darse un respiro en su mansió n veraniega. Los continuos ataques de ira que sufrí a afectaban seriamente a su corazó n y su cardió logo le aconsejó pasar má s tiempo alejado del trabajo, pero su ansia de control le impedí a abandonar completamente las tareas policiales, sobre todo en esta ocasió n, en la que se jugaba algo má s que el puesto.

–Señ or, lo llaman desde Londres, es Mister Sawford –anunció su mayordomo, interrumpiendo sus cavilaciones acerca del caso.

–Eagan al aparato, dime Gabriel, ¿ qué te pica o es que llamas para mofarte de mi incompetencia?

–Me reirí a a gusto si el asunto no fuese lo bastante dramá tico, ¿ no crees?

La tirantez entre el comisario y el director del MI6 se habí a acentuado tras la desaparició n de los fugitivos. Sawford no dudó en culparle del fracaso del asalto al domicilio de Anderson, fracaso que se multiplicó al elegir a Tyler para el caso, elecció n, insistió, con la que é l no estuvo de acuerdo en ningú n momento; si bien Eagan no se amilanó y mencionó el descalabro del operativo montado por el MI6 en la vivienda del inspector.

–Bueno, no te he llamado para regresar a los reproches –aseguró el director del servicio secreto britá nico– sino para anunciarte que el españ ol ya ha llegado a San Petersburgo, consiguió despistar a mis hombres y se largó con ese agente del CNI.

–¿ Y la hija del filó logo? Esa tal Alex Anderson, ¿ habé is averiguado algo?

–Aú n no, aunque pronto los tendremos –aseguró tajante.

–¿ No crees que este asunto se está volviendo demasiado feo? Tú y yo llevamos muchos añ os en esto, quizá serí a mejor mirar hacia otro lado. Al fin y al cabo, só lo se trata de un capricho del viejo Harry.

–¿ Un capricho? Se trata de su vida, yo creo que es algo má s que un capricho –puntualizó Sawford–. Harry será todo lo especial que quieras, sin embargo es el sobrino del rey que nos ha tocado.

–¿ Qué nos ha tocado...? Querrá s decir el rey que pusimos... ¿ o te olvidas de...?

–¡ No me olvido de nada! Ese es un tema del que prefiero no hablar –cortó en un tono má s alterado del que habí a pretendido–. Ademá s, no es lo ú nico por lo que estoy en este operativo, hay algo má s.

–¿ El qué?

–¿ Sabes que Al Qaeda está detrá s tambié n?

–Sí, ¿ y qué tiene de particular?

–Tiene de particular que nosotros lo buscamos para alargar la vida a Harry, y ellos ¿ para qué?

Eagan no respondió.

–Segú n las ú ltimas informaciones que hemos recibido, el grupo terrorista está trabajando en una horrorosa operació n denominada el Dí a del juicio Final. Só lo el nombre me produce repelú s. Podrí amos estar en peligro si no hacemos algo para remediarlo.

–¿ Entonces no está s en esto por el sobrino del rey? –Preguntó con ironí a el comisario Eagan.

–Escucha, idiota, si estos cabrones tienen é xito, importará una mierda tus motivos o los mí os, todo se irá por la borda.

Eagan guardó silencio. Comprendí a que Sawford tení a razó n aun cuando recordaba muy bien que todo este embrollo comenzó por su culpa. El director del MI6 habí a sido amante del sobrino del rey durante veinte añ os, y aunque aquellos tiempos quedaron atrá s, continuaba enamorado. En el caso del comisario era distinto. Lo suyo, reconocí a para sí mismo, era un mero intercambio comercial.

 

Desde la puerta, el agente del CNI atisbaba el interior, la habitació n era un caos, todo estaba por los suelos, incluso algunos muebles. Distinguí a dos voces masculinas que se alternaban en una conversació n ininteligible, ocultó el arma en la parte de atrá s de la cintura y entró con sigilo. Unos metros atrá s, el mé dico temblaba visiblemente. ¿ Y ahora qué?

El agente adelantó un par de pasos y se adentró en la habitació n. A su izquierda, al fondo del apartamento, dos hombres de edad avanzada se encontraban sentados sobre sendas cajas, los dos con una taza en la mano. Aquellos individuos, con traje de chaqueta gris, la calva reluciente uno de ellos y el cabello entrecano el otro, charlaban animadamente. Alrededor del agente podí an verse decenas de objetos desperdigados por el suelo: estanterí as caí das, cojines destripados, sillas derribadas, equipos informá ticos con los sensores apagados y un par de pantallas de plasma apoyadas contra dos de las paredes.

–Buenas tardes, señ ores –dijo Javier en un perfecto ruso.

Las dos personas se levantaron como un resorte. Ambos permanecí an mudos, con un gesto de ansiedad y los labios en un rictus apretado.

–Creo que é ste es el apartamento de la señ ora Silvia Costa, ¿ me equivoco?

Los individuos mantení an su mutismo.

–Perdonen que no me haya presentado. Me llamo Javier y soy un buen amigo de la señ ora Costa y de su marido, ¿ y ustedes son? –Mientras hablaba caminó lentamente hacia sus interlocutores.

Los dos hombres se miraron, el canoso parecí a interrogar al calvo con la mirada; é ste asintió con un gesto y respondió en inglé s:

–Trabajamos para el mismo laboratorio que la doctora Costa, ¿ y usted qué hace aquí?

–¡ Me acompañ a a mí, Snelling! –Intervino sú bito el mé dico, que desde la puerta habí a oí do la voz familiar del inglé s que contrató a su esposa.

–¿ Doctor Salvatierra? –El jefe de Silvia pasó a hablar en españ ol–. No sabí a que tení a usted intenció n de viajar a San Petersburgo en estas fechas, ¿ a qué se debe este placer?

–Este viaje puede calificarse de muchas cosas menos de placer. Apee las fó rmulas de cortesí a, Snelling, ¿ no le parece que me debe una explicació n?, ¿ no cree que deberí a aclararme qué le ha sucedido a Silvia? –El mé dico sudaba por la excitació n.

–Está bamos a punto de ponernos en contacto con usted.

–Sí, ya veo... De cualquier modo ya no hace falta. Ahora cué nteme qué ha pasado o ¿ prefiere que lo haga la policí a?

En ese momento surgió a su espalda un hombre musculoso vestido tambié n con traje gris y corbata a juego; salió precipitadamente de una habitació n que se abrí a a la derecha de la entrada. Javier dedujo que era el bañ o al ver que el desconocido llevaba medio cerrada la cremallera del pantaló n. En la cintura se le adivinaba el pequeñ o bulto de una pistola, de hecho se llevó la mano al arma e hizo una señ al casi imperceptible a Snelling. É ste pareció dudar aunque negó con la cabeza. Mientras tanto, el agente del CNI habí a recuperado el arma escondida en su espalda y apuntaba directamente al escolta.

–Caballero, por favor, no es necesario... –dijo el cientí fico inglé s, tratando de rebajar la tensió n–. Peter, espera en la puerta... ¡ có mo te ordenamos antes! –Agregó, dirigié ndose al escolta en su lengua materna–. Señ or, baje la pistola, accederé a contestar a todas sus preguntas sin dilació n, pero haga el favor de guardarla, me ponen nervioso las armas.

Javier mantuvo la pistola en alto mientras seguí a con la mirada al escolta; una vez que é ste salió al pasillo, se volvió hacia los ingleses e inclinó el arma hacia el suelo, aunque no la devolvió a su funda. El doctor Salvatierra se alegró de que en situaciones como é sta compartiera viaje con el agente; é l se habrí a acobardado perdiendo, pensó, las posibilidades de conseguir cualquier informació n.

–¿ Y bien, Snelling...? Puede empezar cuando quiera, no nos vamos a ir de aquí sin conocer las respuestas.

El inglé s carraspeó un par de veces, bebió un sorbo de su taza e invitó al doctor y al agente a que tomaran asiento porque, segú n dijo, le llevarí a algú n tiempo explicarles la situació n con detalle.

–Como sabe, su esposa lleva un añ o trabajando con nosotros en el desarrollo de un proyecto. Comprenderá que, pese a la situació n, no puedo desvelarle nada acerca del contenido del mismo... –El mé dico asintió con despreocupació n–. Como le iba diciendo, su esposa..., Silvia..., es la persona que mejor conoce este proyecto, aunque recaló en el mismo má s tarde que otros, yo mismo sin ir má s lejos o aquí mi compañ ero, el doctor Albert Svenson. Su inteligencia, su experiencia y, sobre todo, las horas que ha dedicado a este trabajo, la han situado en un lugar privilegiado para alcanzar los objetivos que nos hemos marcado. Sin embargo, hasta ahora no habí a logrado la meta, como otros antes que ella tampoco lo hicimos. Si bien a diferencia del resto, su mujer no soportó la frustració n y comenzó a obsesionarse. En los dos ú ltimos meses ha pasado horas y horas encerrada en el laboratorio sin apenas descansar.

Snelling calló unos segundos para tomar otro sorbo de su taza como si se diera a sí mismo tiempo para pensar lo que iba a decir.

–Su concentració n en este trabajo se volvió enfermiza. Ninguno pudimos hacer nada por cambiar su actitud, cuanto mayor era nuestro empeñ o en pretender que redujera el ritmo, mayor era el suyo en demostrarnos que podrí a solucionar aquello que nos impedí a lograr el cierre del proyecto. –El rostro del mé dico mostraba su desconcierto–. Y si no me cree, puede preguntarle a Albert, é l la conoce tanto como yo mismo.

–No es necesario, sé de lo que es capaz. A veces se empecina peligrosamente en las cosas.

–Así es o, mejor dicho, así fue hasta hace unos dí as. En las ú ltimas semanas su trabajo le habí a impedido dormir en el apartamento, se habí a hecho instalar una cama en un cuarto junto al laboratorio y allí echaba una cabezada de vez en cuando. Pero hace siete dí as se ausentó durante una jornada completa, pensamos que se habí a dado por vencida y que regresó a su piso para descansar.

El mé dico sentí a una opresió n en el pecho. ¿ A dó nde va a parar todo esto?

–A su vuelta, el ú ltimo dí a que se la vio en el laboratorio, el doctor Anderson, un filó logo especializado en lenguas muertas que trabajaba con su esposa, fue asesinado y Silvia desapareció.

Las ú ltimas palabras de Snelling escaparon de su garganta casi en un susurro. Hace dí as que era patente para Javier que Silvia Costa habí a sufrido alguna desgracia, todos los indicios apuntaban en ese sentido desde el incidente de Parí s. Sin embargo el mé dico habí a mantenido la esperanza hasta ahora. ¿ Qué ha pasado? Al doctor le ahogaba el dolor de su pecho. No só lo habí a desaparecido Silvia, tambié n estaba lo del asesinato. ¿ Dó nde se encuentra? Respiraba ruidosamente, se desabrochó un par de botones de la camisa tratando de captar má s oxí geno.

Javier le miró preocupado hasta que entendió que comenzaba a recuperar el resuello, luego se dirigió a Snelling.

–¿ Qué ha dicho la Policí a?

–¿ La Policí a? Nada. En un asunto como é ste, con un proyecto como el que tenemos entre manos y un patrocinador que exige la má xima discreció n, no podí amos entrometer a la Policí a rusa.

–¡ Qué no han dado parte a la Policí a! –Se sorprendió el agente–. Pero..., pero... ¡ có mo se les ocurre! Hay un muerto de por medio y una persona que puede haber sido secuestrada. Se van a meter en un buen lí o si no informan a las autoridades.

–Lo suponemos aunque ya hemos comunicado la situació n a la organizació n de nuestro patrocinador. Desde allí se encargará n de controlar todo, les aseguro que no habrá ni el má s mí nimo inconveniente.

La respuesta del inglé s sacó de quicio al agente. Javier se revolví a en su asiento intentado hallar una explicació n razonable a cuanto habí a oí do, se negaba a aceptar que una compañ í a de laboratorios pudiera saltarse a la torera la ley con la ú nica justificació n de que la organizació n de su patrocinador se harí a cargo de los efectos del delito, como si se tratara de una mala decisió n de un proveedor que pudiera limpiarse con só lo despedirlo y arreglar el desaguisado en privado.

–¿ Y el secuestro? –preguntó Javier.

–¿ Qué secuestro?

–El de la doctora Costa.

Snelling dirigió su mirada al doctor Salvatierra, en sus ojos habí a lá stima.

–Quizá no hubo secuestro.

Durante la conversació n, el doctor Salvatierra habí a estado observando a Snelling y al agente alternativamente, ahora los dos permanecí an callados. De pronto, sus pá rpados se cerraron y cayó al suelo.

 

En la sede del Centro Nacional de Inteligencia de Españ a, Sergio Á lvarez moví a nervioso un bolí grafo sobre la mesa, lo hací a rodar hacia un lado y luego lo giraba en sentido contrario mientras oí a el ú ltimo informe de su ayudante.

–Parece que se complica la bú squeda –masculló el director de Operaciones del CNI.

El ayudante y asesor en asuntos internacionales se mantení a callado.

–Te digo que la operació n se complica, ¿ qué puedes decir de esto? ¿ No eres tú el experto en acciones exteriores?

–Perdó n, creí a que pensaba en voz alta... Sí, es cierto, los entresijos del operativo van má s allá de lo que habí amos previsto. Aunque tambié n es verdad que sabí amos que no iba a ser fá cil, señ or.

–Desde luego. No obstante, cuando me informaste de los propó sitos de los á rabes, confiabas en que podrí amos seguirles el juego hasta que supié ramos dó nde hallar el manuscrito. Y me parece que está siendo ya demasiado peligroso...

–Tal vez tenga...

–No me interrumpas, só lo reflexionaba –prosiguió Á lvarez–. Es cierto que el peligro ha aumentado exponencialmente, pero la vida de muchas personas depende de que alcancemos nuestro objetivo.

El director de Operaciones guardó silencio un par de minutos con las manos entrelazadas, despué s se enderezó en su asiento, ojeó unos informes en la pantalla de su escritorio y sonrió.

–Debemos ponernos en contacto con Dá vila. Nuestras prioridades han cambiado.

–De acuerdo, señ or.

Despué s de que su ayudante abandonara el despacho, Á lvarez marcó un nú mero de telé fono.

–Al habla Á lvarez. Todo se complica, necesito tu ayuda.

–¿ Está seguro? No sé si es buena idea.

–Será nuestra ú ltima baza. Estate preparado.

 

El mé dico abrió los pá rpados tí midamente, al principio la imagen que recibí a en su retina se filtraba a travé s de un corredor oscuro que ú nicamente permití a una pizca de claridad al final. Despué s esa luminosidad fue agrandá ndose hasta componer una imagen de Javier arrodillado ante é l. Le decí a algo pero apenas lo oí a, era como si los sonidos del mundo hubieran menguado hasta casi desaparecer. Se sentí a aturdido y agotado, tal vez le habí an golpeado, no se acordaba de nada. ¿ Y si hubiesen atentado contra su vida? No estaba seguro. Javier se levantó y desapareció del encuadre de su visió n, en ese instante advirtió a alguien má s, ¿ quié n? El caso es que le era vagamente familiar, lo habí a visto aunque no recordaba cuá ndo, ¿ quizá en el hospital? No, no lo reconocí a. ¿ Era amigo de Silvia? Snelling, sí, sin duda, Snelling. ¿ Qué hací a...? ¡ Snelling! ¡ Silvia!

El doctor Salvatierra intentó incorporarse ayudado por sus manos pero las fuerzas le flaqueaban.

–Snelling, Snelling, Silvia...

En ese momento regresó el agente del CNI con un vaso de agua, se arrodilló y le ayudó a beber un sorbo.

–Está bien, doctor, está bien. Ahora debes descansar.

Entre é l y los dos cientí ficos lo acomodaron en un silló n de tres plazas y le dejaron reposar mientras ellos volví an a hablar de la situació n de Silvia. Javier consideraba que la historia de Snelling era poco consistente y así se lo hizo saber.

–Puedo explicarle lo que quiera, excepto aquello que se inmiscuya en nuestra investigació n. Me permitirá que mantenga la confidencialidad.

El agente consintió un tanto irritado, el cientí fico lo percibí a claramente en su mirada aunque aparentó no darse cuenta. Segú n explicó, el sistema de seguridad establecido en su empresa no permite abandonar el recinto sin una petició n expresa veinticuatro horas antes y siempre y cuando esa solicitud sea aprobada. En el permiso se incluye la hora de salida, la puerta por la que se ha de acceder al exterior y el nombre de los dos miembros del servicio de seguridad que acompañ an al solicitante de la autorizació n. El inglé s añ adió que Silvia habí a cumplido con los requisitos en todas las ocasiones en las que abandonó el laboratorio, salvo en aquella. La cientí fica no gestionó la conformidad de salida sino que acudió a la enfermerí a, pasadas las doce de la mañ ana, para notificar al mé dico de guardia que se encontraba fatigada y requerir una baja temporal, pues necesitaba descansar en su apartamento. En opinió n de su jefe, era una demanda poco frecuente pues los empleados con afecciones de salud son ingresados en la enfermerí a del laboratorio.

En cualquier caso, el mé dico de guardia no detectó en ella má s que el cansancio acumulado tras varias semanas de trabajo intenso, y como sabí a de su terquedad acerca de no desatender el proyecto juzgó pertinente tal descanso. Esta informació n, apuntó Snelling, la obtuvo é l mismo del propio mé dico despué s de que se produjera la desaparició n.

–Entonces, la dejó marchar –apuntó Javier.

El inglé s lo confirmó.

–Prosiga, por favor.

El jefe de Silvia señ aló a su compañ ero y añ adió que é ste podrí a corroborar sus palabras pues estaba al tanto de todo. Svenson lo avaló con un gesto aunque no intervino en la conversació n. Despué s Snelling, al reanudar su relato, advirtió que tras la petició n de la esposa del doctor Salvatierra, el servicio de seguridad no dispuso del tiempo indispensable para asignarle dos escoltas; por ese motivo la cientí fica se ausentó ú nicamente con la compañ í a de un guardia de seguridad, un procedimiento un tanto irregular pero que podí a admitirse si el empleado só lo iba a permanecer en casa, como era el caso. Ambos, Silvia y su acompañ ante, abandonaron el laboratorio y se marcharon hacia el apartamento. El escolta, dijo Snelling, esperó en la puerta del piso en todo momento y ella no abandonó el lugar hasta la mañ ana siguiente, que fue cuando regresó al laboratorio.

–¿ Qué ocurrió el dí a de su desaparició n?

–Trabajó con normalidad. Todos sus compañ eros aseguran que no percibieron nada extrañ o excepto que se veí a... como má s relajada; yo no hablé con ella aquel dí a pero un par de personas me han contado que se la veí a feliz... sí, dijeron feliz.

Snelling reiteró que en aquella jornada nadie observó ningú n incidente digno de reseñ ar e indicó que, ya por la noche, sobre las diez, Arthur, un señ or de setenta añ os encargado de la limpieza, entró en el laboratorio principal y descubrió la escena que ha provocado este revuelo: Anderson yací a en el suelo con manchas de sangre en la bata, algunos objetos habí an sido derribados de sus estanterí as y los cajones abiertos.

–En aquel instante salió corriendo y avisó al servicio de seguridad.

–¿ Los mó dulos de gestió n de la seguridad interna y externa no se percataron de movimientos distintos a los habituales? –Preguntó el agente, extrañ ado ante la ausencia de alarmas previas al incidente.

–No, en absoluto. En ningú n momento detectaron la presencia de alguien ajeno a las instalaciones, ni en el acceso ni en el...

–Yo quiero saber por qué pone en duda la existencia de secuestradores –interrumpió de repente el mé dico.

Snelling calló y, levantá ndose de la caja donde habí a permanecido sentado todo el tiempo, recogió un maletí n negro del suelo, junto a sus pies, a continuació n lo abrió y extrajo una pantalla de ocho pulgadas.

–Lo que les voy a enseñ ar debe quedar en la má s estricta confidencialidad..., les advierto que pongo en peligro algo má s que mi trabajo. –El mé dico y el agente se incorporaron–. Por motivos de seguridad, el interior del laboratorio central no dispone de cá maras, ú nicamente registra la entrada y salida de empleados. Pues bien, entre las nueve y las diez de la noche, el sistema ú nicamente registró el acceso de Anderson y de Silvia Costa; es má s, su esposa, doctor Salvatierra, fue grabada con manchas de sangre en las manos al abandonar el laboratorio central... Aquí... y aquí... lo pueden comprobar...

El mé dico entrecerró los ojos para enfocar la vista en la diminuta pantalla: en la imagen aparecí a su esposa abriendo una puerta iluminada, con la mirada desencajada, la tez pá lida y, sí, las manos ensangrentadas.

Javier sintió una vibració n en el cuerpo, una vibració n que a partir de ese momento se mantuvo de forma intermitente pero constante. Seguí a oyendo al inglé s, aunque su atenció n se dirigí a cada vez má s hacia esa agitació n de su pecho, que lo avisaba permanentemente que desde Madrid pretendí an intervenir en el operativo, en caso contrario jamá s se hubieran puesto en contacto con é l a travé s del dispositivo telemá tico de emergencia.

–Discú lpenme, he de ir al aseo... No me encuentro bien –advirtió.

El doctor lo miró desconcertado y murmuró si creí a que ese era el momento de abandonar la conversació n. El agente no respondió, se incorporó y caminó hacia la habitació n que poco antes habí a abandonado el escolta.

Una vez en el interior del cuarto de bañ o, Javier rompió la costura de su chaqueta y extrajo un diminuto auricular. Se lo colocó en el oí do y giró uno de los botones de su camisa.

–Al habla Dá vila.

–Soy Á lvarez.

–A sus ó rdenes, señ or. ¿ Cuá l es la urgencia?

–La urgencia es que el objetivo de su misió n ha cambiado –explicó –. Poseemos informació n acerca de un documento que obraba en poder de ese laboratorio y en el que trabajaba Silvia Costa, es un manuscrito de hace mil añ os. Su misió n es encontrarlo.

–¿ Y el doctor Salvatierra? Han intentado matarlo. Debemos protegerle, señ or.

–En la medida que pueda manté ngalo a salvo pero, le insisto, su objetivo principal es el manuscrito. Espero no tener que mencionarlo de nuevo en el futuro.

–Así será, señ or.

Confuso, volvió al saló n, donde Snelling continuaba conversando con su protegido.

El jefe de Silvia confesó su ignorancia acerca de lo que habí a ocurrido realmente en el laboratorio central durante aquella hora, aunque apuntó una hipó tesis.

–Sospechá bamos que existí a una relació n sentimental entre Anderson y su esposa –afirmó.

–¡ Eso es absurdo! –Protestó el mé dico.

–Lamento decirlo así pero algunos indicios de los ú ltimos dos meses nos llevaron a esa deducció n, que, tambié n es verdad, no hemos podido confirmar fehacientemente.

El mé dico reprimió un insulto. Confiaba plenamente en Silvia, es verdad que existí an problemas en su matrimonio aunque no hasta ese punto, no en esa direcció n.

–Ambos mantuvieron una fuerte discusió n la pasada semana y desde entonces el trato entre los dos se enfrió. Nuestra primera conclusió n es que ambos codiciaban el objeto de nuestra investigació n y uno de ellos lo robó y se lo ocultó al otro, lo que pudo provocar una pelea y el asesinato de Anderson.

–¡ Qué barbaridad! Mi esposa no serí a capaz de...

El mé dico no acabó, las pruebas parecí an irrebatibles.

–Cualquiera de los dos pudo haberse hecho con é l en la ví spera de la muerte del filó logo –aseguró Snelling–, ambos tuvieron la posibilidad de sacarlo sin que fuera descubierto. Tanto Anderson como Costa...

–Silvia... ¡ detesta que la llamen por su apellido! – interrumpió el mé dico.

–De acuerdo. Tanto Anderson como su esposa, Silvia, trabajaron con el documento que investigá bamos dos dí as antes del asesinato, cuando acabaron su labor el original fue trasladado a la sala de clonació n. Como medida de seguridad, es clonado una vez al mes para garantizar su supervivencia.

–¿ Hay má s copias? –Interrogó Javier con un rastro de ansiedad en su pregunta.

–Só lo una, pero no nos explicamos qué ha podido pasar, se ha volatilizado.

–¡ ¿ Volatilizado?!

La orden del director de Operaciones del CNI le rondaba la cabeza.

–Cada vez que el original es clonado, la anterior copia se destruye. No podemos permitirnos que caiga en malas manos, de modo que en la misma sala donde se crea la copia nueva, es incinerada la antigua; ambos procesos los realiza un ú nico equipo informá tico con diez segundos de diferencia. Y una vez acabado este procedimiento, el original vuelve al laboratorio central, donde el filó logo, Anderson, y la jefa de operaciones, su esposa, se encargan de guardarlo en una cá mara especial durante veinticuatro horas.

–¿ Para qué se guarda? –Quiso saber Javier.

–La té cnica de clonació n afecta al material con el que está confeccionado el objeto de nuestro proyecto, por lo que necesita determinadas condiciones ambientales para recuperarse.

–¿ Qué le ocurrió a la copia?

–Parece que la nueva copia se creó con algú n defecto porque se volatilizó horas despué s de su creació n. Lamentablemente, lo descubrimos tarde.

–¿ Y el original? –Preguntó el mé dico.

–El documento supuestamente estuvo todo el tiempo en la cá mara. Anderson y su esposa salieron al exterior..., cada quien por su lado, claro. Silvia se marchó a su apartamento, como ya les habí a explicado, y Anderson tení a una cita con su hija, que llegó esa mañ ana de Londres.

Terminada la explicació n, todos en la habitació n callaron, rumiando cada uno consigo mismo la informació n suministrada. Nadie se atreví a a poner colofó n a aquella historia, hasta que el mé dico dio un paso adelante:

–En conclusió n, ¿ está diciendo que mi esposa tuvo un affair con ese hombre, que é l o ella robaron ese documento y que eso provocó, má s tarde, que ella lo matara? ¡ No desvarí e, hombre!

–Eso pensá bamos hasta hace una hora, y ahora nos inclinamos por creer, sencillamente, que su esposa asesinó a Anderson en un ataque premeditado y se hizo con el documento en ese preciso instante.

El mé dico sopló ruidosamente. Estaba furioso.

–¿ En qué se basan? –interrogó Javier.

–En las imá genes grabadas: lo que ven aquí..., bajo el brazo de Silvia –el inglé s aumentó el zoom cien veces–, suponemos que podrí a ser el objeto de nuestro proyecto –sentenció Snelling.

 

Dos horas despué s, el mé dico seguí a en el silló n, derrumbado. Los ingleses habí an acabado de revisar el apartamento y ya iban camino del laboratorio para exponer a su patrocinador las conclusiones de las pesquisas realizadas e informarle del ú ltimo descubrimiento acerca de Silvia Costa. Javier se mantení a junto al doctor, sopesando sus propias interpretaciones de los hechos descritos por el jefe de Silvia.

Fuera el dí a era gris ceniciento, casi negruzco, y lloví a; el entorno no podí a ser má s desolador para un hombre que se enfrentaba sin previo aviso con la infidelidad y el abandono de una tacada. No se sentí a con fuerzas. Javier le observaba, midiendo el movimiento de sus ojos como si quisiera desentrañ ar sus pensamientos.

–Hay muchos agujeros –dijo Javier.

–¿ Có mo?

–Hay cosas que no cuadran en las palabras del inglé s. ¿ Qué me dices del comportamiento de tu mujer veinticuatro horas antes del asesinato? ¿ Aquella noche estuvo sola? ¿ Pudo ponerse en contacto con alguien? ¿ Qué hizo ese tal Anderson cuando salió del recinto? ¿ Era verdad lo de su hija? ¿ Y los á rabes y los agentes del MI6, qué pintan en todo esto?

–Sí, es cierto..., hay muchas incó gnitas –reconoció el mé dico cabizbajo.

Javier comprendí a el estado de á nimo del doctor Salvatierra. En tanto continuara con la idea de que su esposa lo habí a engañ ado y despué s habí a asesinado a su amante, no tendrí a espí ritu para iniciar su bú squeda, y eso era algo que el agente no podí a permitirse. Su jefe le habí a dado una orden clarí sima: la prioridad es encontrar el manuscrito.

–Imagino que en tu campo la competencia será difí cil de soportar.

–A veces –admitió el mé dico.

–Entre los cientí ficos tambié n existen celos y rencillas...

–Por supuesto, como en todas las profesiones... Incluso dirí a que en la ciencia estamos má s sometidos a ese tipo de presiones que en otras actividades, porque en los tiempos que corren es má s difí cil alcanzar un é xito relevante en esta materia. Por desgracia, ya queda poco que descubrir.

Hablar de su profesió n le hací a bien, olvidaba momentá neamente el calvario que atravesaba y relegaba a un segundo plano los hechos a los que se estaba enfrentando.

–Mmmm... O sea, que las habladurí as y las acusaciones sin fundamento estará n a la orden del dí a, sobre todo si el cientí fico, o la cientí fica, en cuestió n es má s capaz que el resto.

–Sin ir má s lejos, en el pasado Silvia se ha enfrentado a recriminaciones por... Un momento, ¿ qué quieres decir?

–Nada doctor, pero si tú mismo afirmas que Silvia ha sido acusada falsamente en ocasiones anteriores..., tal vez podrí amos concederle un margen de confianza, ¿ no crees?

El mé dico guardó silencio. Mientras Javier lo observaba, se sentó en el sofá y mantuvo su mutismo anterior. Las imputaciones de Snelling eran evidentes y al mismo tiempo muy dolorosas, no deseaba pensar que era culpable, sin embargo, las pruebas parecí an irrefutables. ¿ Có mo rebatirlas si las imá genes está n ahí, al alcance de cualquiera? En ese momento su olfato percibió el olor que desprendí a su mujer desde hací a veinte añ os, a sus pies un frasco volcado permití a que el perfume escapara. Realmente no comprendí a có mo no se habí a dado cuenta antes. Era una fragancia juvenil que olí a a limó n con un toque de canela, una fragancia intensa y a la vez fresca que siempre la habí a acompañ ado. Casi podrí a decirse que era su tarjeta de visita. A veces podí a adivinar su presencia tan só lo por su aroma. Ahora el perfume ú nicamente despertaba un recuerdo, un recuerdo de ella frente al espejo, coqueta, las gafas sobre la mesilla, pintá ndose los labios, sonriendo tí midamente al saberse observada, descubriendo sus hombros rebosantes de diminutas pecas.

La memoria es un bicho dañ ino que se va abriendo paso a voluntad, aferrá ndose al pasado como el lá tigo abraza la espalda del torturado. Al menos así le parecí a al doctor, que se debatí a entre abandonarse a los recuerdos de un tiempo perdido y llorar desconsoladamente o agarrarse a los resquicios de unos argumentos endebles para repudia las acusaciones vertidas contra su esposa.

–Si las imputaciones fuesen falsas, ¿ qué tendrí amos que hacer –preguntó con voz dé bil.

El agente se acercó y lo abrazó.

–Tranquilo, todo irá bien, confí a en mí. Seguro que juntos encontramos las respuestas –aseguró mientras ambos seguí an unido en un abrazo paterno‑ filial en el que el mé dico dejó desbordar sus lá grimas, tantas horas contenidas.

Una vez que el mé dico se hubo tranquilizado, Javier le hizo ver que ambos poseí an una ventaja extraordinaria a la hora de investigar e apartamento: el conocimiento del mé dico sobre su mujer. Esa podrí a constituir la diferencia entre el é xito y el fracaso. El mé dico no comprendí a qué querí a decir.

–Debes mantenerte atento, los ingleses han inspeccionado el apartamento y no han dado con nada, ahora es nuestro turno.

Le dijo que estudiara cada objeto preguntá ndose si lo habí a visto alguna vez, si podrí a pertenecer a Silvia o no le cuadraba que estuviera allí, si su esposa sentí a un cariñ o especial por el mismo, si voluntariamente se hubiera desprendido de é l..., El doctor escuchó las breves instrucciones del agente y, una vez acabadas é stas, sacó un pañ uelo despué s se limpió las manos, se sonó la nariz –el frí o del Bá ltico hací a mella ya en sus mucosas nasales– y se dirigió al pequeñ o office del piso.

Quizá será mejor comenzar por la cocina. Era la habitació n me nos usada por Silvia, que aborrecí a cocinar, de modo que su labor detectivesca serí a má s sencilla si emprendí an su cometido por un lugar en el que apenas se notara su paso.

Javier lo seguí a a la zaga, complementando el conocimiento que poseí a el mé dico acerca de su mujer con la instrucció n que le habí a brindado en el CNI durante sus añ os de academia y la experiencia proporcionada por su trabajo.

Ambos parecí an dos islas a la deriva, cada uno en un mundo particular deteniendo la mirada con ojos escrutadores en cada posible rastro. Despué s de dos horas no habí an desentrañ ado ninguna pista acerca de la desaparició n de Silvia. Cuando llegaron al dormitorio ya perdí an la esperanza.

–¿ Ahora qué hacemos?, no hay má s habitaciones que é sta. Si aquí no encontramos nada, no dispondremos de ninguna señ al ni de su paradero ni de su inocencia o culpabilidad. Volveremos a estar en un callejó n sin salida.

Javier no respondió. El mé dico tení a razó n pero serí a inú til ahondar en su desolació n.

–Te adelanto que aquí no vamos a encontrar nada. Prá cticamente no dormí a en el apartamento, pasaba la mayor parte del tiempo en los laboratorios –insistió el doctor.

–Tal vez, aunque no está de má s echar un vistazo como hemos hecho con el resto. Quié n sabe, en cualquier momento podemos encontrarnos ante un indicio de algo... No tenemos nada que perder.

El mé dico hizo un gesto desalentador con la cabeza y prosiguió sin á nimos. Observó el cobertor, rebuscó bajo la cama, abrió los cajones, algo de ropa interior y dos pijamas, y los armarios, algunos vestidos, una cazadora, un par de pantalones y unos pocos jerseys, todos de colores variados y estilo funcional, como le gustaba a Silvia. Se sentó en la cama abatido, reconocí a a su mujer en sus prendas y aquello lo angustió.

–No se ha llevado la ropa, no es normal –admitió Javier.

El mé dico acogió la afirmació n con una mezcla de sentimientos contradictorios. Si la ropa continú a en el apartamento posiblemente no se haya marchado por su voluntad, y eso era bueno pues alejaba la posibilidad de que fuera culpable. Pero al mismo tiempo significaba que estaba en peligro.

–¿ Y eso qué es? –Agregó Javier mientras señ alaba hacia un cuadro digital en 3D colgado de la pared.

–Es 55 Cancri –aclaró el mé dico.

El agente miró con extrañ eza al doctor Salvatierra y encogió los hombros como si no entendiera a qué demonios se referí a.

–Es un sistema planetario extrasolar –explicó el doctor–, se lo regalé en algú n cumpleañ os... ¿ o fue en un aniversario de nuestra boda?..., tanto da... Lo compré en una feria de Parí s. Silvia era... es... una enamorada de la astronomí a, siempre dice que si no hubiera hecho quí micas, habrí a estudiado astronomí a. Cree que en este campo no se agotará n nunca las posibilidades para la investigació n.

Javier contemplaba el cuadro, con seis planetas –uno de ellos de dimensiones considerables– girando en perpetuo movimiento alrededor de una estrella.

–Es un sistema binario... Ves aquí, é ste que parece un enorme planeta es en realidad la segunda estrella, una enana roja. El resto son planetas..., concretamente cinco... –El mé dico continuó observando el elí ptico desplazamiento de los planetas, cuando una sensació n se le coló repentinamente–. El caso es que no deberí a estar aquí...

–¿ Có mo?

–Desde que se lo regalé, Silvia lo ha llevado siempre consigo en sus investigaciones, aunque lo coloca en el laboratorio...

–¿ En el laboratorio? –Repitió Javier casi como un eco de las palabras del mé dico.

–No permiten objetos personales en los laboratorios porque por ellos pasan empleados de diverso pelaje y procedencia. Así que Silvia pensó que un cuadro digital de un sistema planetario podí a considerarse un objeto de decoració n de las propias instalaciones, y no una propiedad personal, aunque para ella sí lo fuera –indicó –. Empezó metié ndolo de rondó n en el primer laboratorio y nadie se dio cuenta..., desde entonces lo cuelga en su lugar de trabajo...

El agente oyó las ú ltimas explicaciones de su compañ ero sin interé s. No parecí a que fuesen a obtener algo de ello.

–Pero no puede ser...

–¿ No puede ser qué? –Preguntó Javier.

–No puede ser –insistió –. Los cinco planetas de la imagen no está n ordenados de la forma adecuada. El «b» está despué s que el «d», el «f» está antes que el «e»... Es un sinsentido.

Ambos se quedaron observando el cuadro. Por la mente de Javier pasó una idea.

–¿ Se puede cambiar el orden?

–No lo sé, creo que no... Desde luego si es posible, ni el vendedor ni Silvia me explicaron có mo.

Javier retiró el cuadro de la pared con la imagen de los planetas girando en sus manos y lo colocó sobre la cama para examinarlo con minuciosidad. Siempre se le habí an dado bien toda clase de chismes informá ticos, de hecho fue el primero de su promoció n en ingenierí a biomecá nica. Buscó algú n tipo de conector en el marco, pero no existí a nada parecido a un interruptor. Trasteó la imagen pulsando sobre los planetas y sus dedos traspasaron el aire sin lograr ningú n avance. Detrá s, el mé dico apretaba los labios nervioso y se acariciaba el ló bulo de la oreja izquierda en un gesto instintivo.

–Silvia suele decir que cuando las cosas parecen má s difí ciles, es que son muy sencillas.

Javier volvió la cabeza y le dirigió una sonrisa. Despué s regresó al marco, le dio la vuelta, apretó un diminuto botó n, apenas mayor que una lenteja, y giró de nuevo el cuadro para ver có mo la imagen se interrumpí a un par de veces de manera intermitente, y se apagaba definitivamente para reiniciarse dos segundos má s tarde. Una vez encendida, aparecieron diez espacios vací os y bajo ellos un teclado digital con nú meros y letras: habí a que escribir una contraseñ a. Javier escribió una combinació n de letras y nú meros al azar y sonó una voz metá lica.

–Error. Cuenta con cinco oportunidades má s para establecer el modo archivo.

Eso era, al activar el cuadro é ste demandaba una contraseñ a para acceder al modo archivo en lugar de salvapantallas.

Probablemente, pensó, Silvia esperaba que su marido notase que el cuadro no estaba en el lugar apropiado y se fijara en é l, así que modificó la posició n de los planetas deliberadamente. Lo habí an descubierto casi por casualidad.

Ahora era el momento de introducir la contraseñ a.

–Teclea SCoSSa1992 –dijo el mé dico.

Javier introdujo con sosiego las letras y nú meros dictados por el mé dico; no deseaba perder una de las oportunidades de las que disponí a por un error al marcar. La contraseñ a era correcta.

En los laboratorios se registraba una actividad incesante: empleados de bata blanca iban de un lado a otro trasladando tubos de ensayo y objetos de polipropileno, operarios de mono gris introducí an distintos enseres en camiones de gran tonelaje, directivos trajeados arrojaban documentació n a unos contenedores plá sticos. El asesinato del filó logo y el robo del proyecto má s importante que habí an emprendido los laboratorios Chemistries's Bradbury habí an dado al traste con el resto de operaciones, aquello parecí a una zona a punto de entrar en guerra.

Snelling accedió al recinto sorteando vehí culos de mudanza, escaleras mecá nicas, paquetes de grandes dimensiones y desconocido contenido y a un indeterminado nú mero de personas que se moví an en un concierto aleatorio.

–Debemos entrevistarnos cuanto antes con Mr. Hoyce –indicó a Svenson.

–Señ or, no creo que sea el momento... Imagino que todo se le habrá complicado con el traslado de las instalaciones.

–Sea como fuere, no tenemos má s remedio que hablar con é l. Ya estamos seguros de que ella fue quien robó el documento, no podemos permitirnos má s equivocaciones. É l sabrá qué hacer.

Svenson asintió tí midamente. Cuando aprobó la carrera soñ aba con progresar rá pidamente en un gran laboratorio, descubriendo nuevos componentes quí micos o diseñ ando novedosas té cnicas de injerencia bioinformá tica; sin embargo, a medida que pasaron los añ os quedó relegado a oficinista de segunda en el á rea mé dica de la oficina de patentes. Afortunadamente, Snelling apareció en su vida cinco añ os atrá s. La relació n de ambos les habí a sido muy provechosa desde el principio, é ste le pagaba cuantiosas sumas de dinero y aquel le filtraba los datos relevantes de algunas de las patentes que aú n no habí an sido aprobadas. Y todo fue bien hasta que una denuncia atrajo el foco de atenció n sobre é l, afortunadamente Snelling se apiadó y lo reutilizó para otros menesteres. Desde entonces es su sombra, aunque ahora su nivel de vida habí a empeorado considerablemente, y eso era algo que no acababa de soportar.

–Señ or, si me permite, podrí amos decir que fue un fallo mí o.

–¿ Un fallo? Te refieres a que pasaste por alto comprobar hasta el má s mí nimo detalle de esas imá genes. Bueno, qué má s da, ya es tarde para lamentarse. Estoy seguro de que Mr. Hoyce no perderá un segundo en eso.

Su ayudante calló. Tal vez tenga razó n, pensó mientras jugaba angustiado con el encendedor que llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta. Aunque Mr. Hoyce era un jefe implacable, má s de una vez habí a dado pruebas de ello.

El edificio principal se encontraba en el centro de los laboratorios. Contaba con tres plantas y unos desmedidos ventanales grisá ceos que cubrí an la fachada por completo. En la planta baja se hallaban las oficinas de seguridad y en las dos superiores los despachos de la administració n. Hoyce poseí a una amplia habitació n en la tercera planta, con una antesala para la seguridad y su secretaria.

–Eveline, querí amos hablar con Mr. Hoyce –anunció Snelling.

–Está al telé fono, Mr. Snelling, pero me dijo que lo pasara inmediatamente a su despacho en cuanto volviera.

Snelling hizo ademá n de acercarse a la puerta. Antes de entrar debí a atravesar un arco de seguridad; mientras busca en sus bolsillos los objetos de metal, la secretaria se dirigió a Svenson.

–Me temo, Mr. Svenson, que usted no ha sido invitado. Mr. Hoyce fue muy explí cito: querí a hablar en privado con Mr. Snelling. Lo lamento.

El ayudante no mostró sorpresa. Estaba acostumbrado a que lo dejaran a un lado cuando se trataba de asuntos importantes, aunque no por ello se sentí a mejor. En el fondo pensaba que su lugar en la vida debí a ser distinto al que las circunstancias le obligaban. Una vez resuelto ese detalle, la secretaria señ aló la puerta a Snelling, que ya habí a acabado con el proceso de seguridad.

El cientí fico tocó con los nudillos. Viendo que no recibí a respuesta, golpeó de nuevo, esta vez imprimiendo má s fuerza a su llamada, y oyó una voz grave que lo invitaba a pasar.

–Mr. Hoyce, ¡ qué alegrí a verlo por aquí! Por lo menos hará seis semanas desde nuestro ú ltimo encuentro...

–No seas pelota, Charles, que no es el momento. Tengo al primer ministro en la oreja todo el dí a, al MI6 persiguiendo por medio mundo a unos ciudadanos britá nicos, uno de ellos, por cierto, inspector de policí a, al ministro de Asuntos Exteriores ofreciendo explicaciones diplomá ticas a Francia por no sé qué restricciones en el expediente de un españ ol... ¡ y todo por tu culpa! ¿ Me puedes contar algo que me tranquilice?

El patrocinador del proyecto era un hombre enjuto, de rasgos cuadrados, una frente despejada y las sienes grises. Vestí a impecablemente, siempre con una trasnochada pajarita y un monó culo en el bolsillo derecho de la chaqueta, parecí a que acabara de abandonar precipitadamente una carrera en el hipó dromo de Ascot.

–Señ or, crea que nos sentimos desolados. Esta situació n es deplorable; en mis largos añ os de profesió n jamá s he tenido que enfrentarme a unos hechos tan execrables.

–Ve al meollo, Charles, te lo ruego –cortó Hoyce impaciente.

–De acuerdo. Despué s de la conversació n que mantuvimos por telé fono, le puedo decir que hay novedades. Las investigaciones nos han dirigido hacia una nueva hipó tesis, señ or: el asesinato, como ya suponí amos, lo cometió Silvia Costa, y el robo, a la luz de los nuevos indicios, tambié n lo perpetró ella.

–¿ Está is seguros? –preguntó el patrocinador.

–Sin lugar a dudas.

 

El cuadro de Silvia desplegó una imagen tridimensional completamente distinta. Ya no aparecí a el sistema 55 Cancri, ahora proyectaba en el aire a la familia Salvatierra‑ Costa al completo: era una vieja foto de cuando su hijo no habí a franqueado la adolescencia. Javier y el doctor se miraron extrañ ados.

En la pantalla parpadeaban diez o doce iconos. Uno de ellos atrajo inmediatamente su atenció n: en letras mayú sculas podí a leerse BÚ SCAME SIMÓ N. Era un archivo avi, no habí a que ser muy listo para deducir que se trataba de un ví deo. Javier pulsó sobre el icono y se desplegó una ventana de proyecció n.

El rostro de Silvia aparecí a apergaminado, el pelo sucio, los ojos hundidos, los labios resecos, la mirada huidiza, las manos frá giles y huesudas. Só lo hací a un añ o desde la ú ltima vez que se vieron y sin embargo su marido no la reconocí a en esa tez marchita.

Javier lo sacó de sus ensoñ aciones.

–Hay algo que no va bien. Habla pero no la oí mos.

Javier trasteó en los controles digitales del ví deo. No adivinaba qué podí a ocurrir hasta que descubrió que la pestañ a del altavoz estaba silenciada para el modo salvapantallas. La desbloqueó.

–... es tan importante... No me iré por las ramas...

El agente detuvo la reproducció n y la reinició.

–Hola Simó n. Espero que seas tú quien haya descubierto el secreto del cuadro, pues en caso contrario estarí a poniendo en peligro a mucha gente... En fin, no tengo forma de averiguarlo así que me arriesgaré... Si está s viendo esto es que me ha ocurrido algo... digamos trá gico. Sabes que nunca me he asustado ante nada, y no lo iba a hacer ahora cuando lo que está en juego es tan importante... No me iré por las ramas, como sueles hacer tú –sonrió con complicidad y un brillo acuoso en la mirada–. Estoy trabajando en un proyecto de grandes proporciones: descifrar un manuscrito de la Edad Media con una fó rmula que aú n no sabemos muy bien có mo funciona, aunque sí creemos que podrí a suponer un cambio trascendental en la vida del hombre... Para que te hagas una idea, el manuscrito fue escrito por el mé dico con mayor intelecto que ha existido en la historia: Avicena, un persa que por lo que hemos podido averiguar dispuso de acceso a todo el conocimiento del mundo antiguo reunido en una biblioteca que, lamentablemente, poco despué s fue arrasada por un incendio de enorme magnitud. A pesar de que muchos otros cientí ficos antes que yo, y yo misma durante el ú ltimo añ o, nos hemos esforzado intensamente en el proyecto, no hemos conseguido desvelar el misterio. Y la causa es que só lo disponemos de una copia en mal estado.

–¡ Una copia! –exclamó Javier sin poder contenerse.

–Aunque te extrañ e –prosiguió la esposa del doctor Salvatierra en el ví deo–, no hemos conseguido el original, y eso ha frenado el curso de nuestra investigació n, llevá ndonos continuamente a callejones sin salida. Desde el principio insistí en la necesidad de disponer del manuscrito original, pero he chocado con un muro imposible de derribar. No obstante, aquello acabó. Un profesor de Historia de Salamanca se puso en contacto conmigo hace unos dí as para informarme de una guí a. Segú n me explicó, existe un libro escrito por un monje unos ciento cincuenta añ os despué s de la creació n del manuscrito, se trata de una guí a elaborada en el Monasterio de Silos, en Burgos. Ese có dice contiene una serie de pistas para hallar el original de Avicena, si bien nadie sabí a dó nde se encontraba... –esperó unos segundos para continuar– hasta ahora. Só lo existí a una minú scula referencia al mismo en otro libro cien añ os posterior, en un libro sobre leyendas de moros y cristianos en la Españ a castellana.

Javier sacó la libreta y el bolí grafo.

–Este historiador conocí a el paradero del libro‑ guí a. Desgraciadamente –prosiguió –, tuve la indiscreció n de contar con mi compañ ero, Brian..., alguna vez te he hablado de é l. A é l no le gustó nada la idea de investigar por nuestra cuenta, discutimos vivamente. Creí que su participació n me podrí a ayudar, pero se negó en rotundo... En fin, esta noche lo volveré a intentar...

–¡ Lo grabó el mismo dí a del asesinato! –advirtió el mé dico.

–Te preguntará s el por qué de este ví deo. Desde que hablé con Brian me he sentido vigilada. Sospecho de todo el mundo, aunque no he contado nada en el laboratorio. Temo por mí, las ú ltimas noches apenas he dormido. Si me pasara algo..., si me pasara algo –su voz sonaba contenida y emotiva– tienes que buscar el libro... allí está la clave para encontrar el manuscrito. Nunca has estado en San Petersburgo pero siempre dijiste que lo primero que harí as serí a visitar...

–El Hermitage...

–... allí, frente a esa imagen tan especial, encontrará s la respuesta... Te quiero, Simó n, siento terriblemente todo lo que ha pasado entre nosotros, debemos perdonarnos, no fue culpa nuestra... Adió s.

El ví deo se apagó y reapareció la imagen de la familia.

–No sabemos qué pasó aquella noche. Sin embargo, hay una cosa clara en todo esto: para encontrar a tu mujer, debemos localizar el libro.

Hoyce se sentí a presionado. Veí a peligrar su proyecto y, con ello, los privilegios de una casta hermé tica, la alta aristocracia britá nica, a la que habí a accedido tras añ os de trabajo rastrero, adulando, ofreciendo favores má s o menos insanos, desviando la mirada en ocasiones y chantajeando a los má s dé biles las má s de las veces. É l no habí a nacido en esa sociedad, su pasado, que intentó enterrar, se originaba en un burdel de la mano de un escarceo de una prostituta y un duque de bajas pasiones, el duque de York. Era un bastardo, aunque afortunadamente contó con el respaldo econó mico de su secreto progenitor. Penetrar en la nobleza inglesa supuso un triunfo considerable para alguien como é l, que só lo pudo conseguir en base a una fortuna considerable, producto de la extorsió n al mencionado duque y a sus artimañ as en el manejo de los hombres.

Ahora estaba a punto de hundirse. Y no lo iba a permitir.

–¿ Gabriel?

–Al habla.

–Acabo de recibir nueva informació n, fue la mujer.

–¿ Está seguro, Mr. Hoyce?

–Completamente. Olvide a la hija de Anderson, é l no le pudo entregar el manuscrito. No podemos permitirnos má s errores.

–Lo haré inmediatamente aunque será difí cil de explicar. Tenga en cuenta que hay un inspector de policí a de por medio y que...

–Haga lo que tengas que hacer –cortó.

–Como ordene.

Hoyce colgó al director del MI6. No querí a saber nada acerca de las acciones que emprenderí a. Cuá nta menos informació n poseyera, mejor. Siempre podrí a decir que actuaron por su cuenta, pensó cí nicamente.

 

Azî m el Harrak estaba de mal humor aquella mañ ana. Hací a dos añ os que el peso de las operaciones de Al Qaeda residí a en sus hombros, tal vez en el momento má s importante de la organizació n desde su fundació n; para é l habí a supuesto un enorme esfuerzo ampliar sus fronteras con el objetivo de que dejara de ser ú nicamente un nido de terroristas y se convirtiera en lo que hoy era: la asociació n criminal organizada má s importante del planeta, con actividades delictivas que iban desde la extorsió n al juego, la prostitució n, las drogas, el blanqueo y el terrorismo. Desde que El Harrak se hiciera con el liderazgo mucho habí an cambiado las cosas en la forma de proceder de la organizació n, a los cristianos habí a que destruirlos en todos los campos, con la violencia fí sica pero tambié n con la violencia econó mica, usando la educació n y ademá s la desinformació n, corroyendo la moralidad occidental y demoliendo su sociedad.

Ahora Al Qaeda poseí a bancos, hospitales, universidades, prostí bulos, laboratorios de cocaí na y heroí na, fá bricas de alcohol y un largo etcé tera de empresas. Só lo necesitaban, pensaba El Harrak, ganar una ú ltima batalla para aniquilar para siempre a los infieles. Lamentablemente, vencer en esa batalla les estaba costando má s tiempo del que previeron en un principio al no haber conseguido todaví a dar con el manuscrito.

Desde su oficina en Nueva York, contemplaba la Quinta Avenida atestada de coches. En ese momento sonó su mó vil. Echó un vistazo al nú mero en la pantalla, puso el aparato sobre la mesa, pulsó el botó n del modo audio y encendió un dispositivo que encriptarí a la conversació n.

–Al habla El Harrak. Hace horas que esperaba tu llamada.

–Me ha sido imposible ponerme en contacto. Hay mucha vigilancia desde el asesinato –respondió una voz aguda al otro lado del telé fono.

–No está s cumpliendo con lo pactado y sabes que podrí a salirte muy caro. No estamos jugando.

–Señ or, estoy haciendo todo lo posible. Desde el asesinato del doctor Anderson he ido con mucho cuidado para no despertar sospechas, aunque tengo que reconocer que estoy muerto de miedo.

El Harrak sentí a crecer la ira en su interior.

–¡ Maldito perro infiel! Sois todos unos cobardes. Con tus temores está s poniendo en peligro la operació n en un momento muy delicado.

–Le aseguro que todo va camino de solucionarse. He podido averiguar que la doctora fue quien robó el documento, ella ha desaparecido pero tengo una pista de dó nde podrí a hallarse. Si me enví a a uno o dos de sus hombres, la encontraremos en pocas horas.

El lí der de Al Qaeda se tomó su tiempo para responder. Le gustaba la presió n que ejercí a el silencio, hací a má s vulnerables a quienes pretendí a manejar a su antojo. En una sociedad ruidosa como la del siglo XXI la mayorí a no podí a soportar la ausencia de comunicació n, de una voz que dijera cualquier cosa, aunque fuera desagradable. En estos casos la imaginació n se habí a convertido en su mejor aliado.

–¿ Señ or? ¿ Señ or?

–De acuerdo. Esta noche sal de los laboratorios y acude a donde siempre, allí te estará n esperando dos hombres.

–Gracias. Hay algo má s.

–Habla –ordenó.

–Tengo la impresió n de que la mujer podrí a poseer algo má s.

–¿ El original? –Los ojos del lí der de la organizació n terrorista brillaron por un momento.

–Tal vez...

–Encué ntrala y nosotros sabremos có mo sacarle la informació n.

–Así se hará. Gracias señ or por...

–No quiero má s equivocaciones –cortó – o por Alá que será s tú quien lamente haber oí do mi nombre alguna vez.

Su interlocutor colgó sin responder. El Harrak estaba seguro de que sus ú ltimas palabras habí an causado el efecto deseado en la mente del cristiano que trabajaba para é l desde hace unos meses.

El dinero y el juego son una mala combinació n para los occidentales, se dijo mientras su boca se abrí a en una mueca que pretendí a ser una sonrisa.

 



  

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