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Capítulo IV



 

 

El Lancia atravesó sin detenerse la frontera entre Holanda y Alemania. Hací a horas que el mé dico y Javier habí an abandonado Francia, y en todo ese tiempo só lo descansaron en tres ocasiones, dos para repostar y la otra para tomar un bocado, de modo que dejaron atrá s casi ochocientos kiló metros en menos de nueve horas. Pero la noche se les echaba encima rá pidamente.

–Debemos buscar un lugar dó nde dormir.

–No creo que sea buena idea –respondió Javier sin apartar la vista de la carretera.

–Estará s cansando. Lo estoy yo y no he conducido. Es mejor que pasemos la noche en una có moda cama y continuemos mañ ana, no vamos a lograr nada si sufrimos un accidente.

–No estoy cansado, aunque pararemos. ¿ Có mo va la herida?

–Mejor, mucho mejor. Los antibió ticos está n dando resultado, no me ha vuelto a sangrar desde Parí s y la fiebre ha desaparecido ya. En cualquier caso, debo tener cuidado, cualquier movimiento brusco podrí a provocar una hemorragia.

Era verdad, los calmantes le habí an hecho efecto. Ú nicamente sentí a ligeras molestias bastante tolerables. Hubiera estado má s có modo recostado en el asiento de atrá s, desde luego, pero prefirió viajar sentado en el asiento del copiloto. No sabí a muy bien por qué lo hizo ya que apenas cruzaron palabra desde que perdieron de vista a aquel francé s del mó vil, el caso es que lo hizo.

–Una noche de sueñ o y creo que me recuperaré. Es una herida superficial, apenas un rasguñ o. Tuve suerte.

–La tuvimos los dos. Podí amos haber muerto en el cuatro por cuatro.

–Lo importante es que no pasó, y ahora podemos ayudar a Silvia.

Lo dijo sin pensarlo. Se sorprendió incluso al decirlo, apenas habí a vuelto a recordar a su mujer desde que oyó la grabació n; ¿ de qué manuscrito hablaban?, ¿ era tan importante como para asesinar a alguien?

Despué s de oí r la grabació n intentó comunicarse de nuevo con su esposa, sin embargo el telé fono continuaba apagado o fuera de cobertura.

–No vas a conseguir nada –aseguró Javier cuando el doctor Salvatierra pulsaba las teclas una y otra vez.

–En algú n momento tiene que encender el telé fono.

El agente del CNI movió la cabeza en un gesto apesadumbrado.

–Nuestros amigos en Moscú no han conseguido averiguar nada. Todo lo que concierne a ese laboratorio es impenetrable, incluso para la policí a rusa; mis jefes se han puesto en contacto con el KGB y sus indagaciones tampoco aportan resultados esclarecedores.

El mé dico le miró abatido.

–Te lo dijo aquel hombre que nos entregó el coche. Javier asintió.

–El audio ha despejado todas las dudas acerca de tu mujer, la quieren a ella.

El doctor Salvatierra suspiró. La habí an engañ ado, ¡ ese Snelling!, no era un trabajo sencillo, y ahora se encontraba sola en alguna parte de Rusia y desesperada. Se preguntó qué podrí a hacer, en su interior reconocí a su incapacidad para enfrentarse a una situació n como é sta, no se sentí a preparado ni sabí a por dó nde empezar. Quizá Javier. Su vida parecí a ahora a mil añ os de distancia, el hospital, su casa, ¿ cuá nto tiempo habí a pasado realmente? De pronto recordó a David, ¿ qué sabí a ese inglé s?

–Internet.

–¿ Qué? –Javier le arrancó de sus pensamientos.

–¿ Recuerdas la historia de mi abuelo y mi tí a? Aquello que te expliqué anoche.

La noche anterior sucedió hace una eternidad, pensó el mé dico.

–Sí.

–No te conté có mo rastreé la localizació n de mi tí a.

El doctor Salvatierra dibujó con la mano un gesto impreciso, no tení a muchas ganas de hablar.

–Cuando aquel historiador de San Adriá me explicó lo que le ocurrió a mi abuelo, me enfadé terriblemente. A mi padre le habí an arrebatado un padre y una hermana, y a mí un abuelo y una tí a, ya sé que ocurrió mucho antes de que yo naciera pero para mí era como si acabara de suceder. Ni siquiera he llegado a saber si mi padre oyó hablar de su hermana alguna vez, mi abuela murió cuando yo era muy pequeñ o, desconozco si se lo llegó a contar. Imagino que no, el historiador me contó que durante muchos añ os la gente evitó hablar de lo que les ocurrió, tení an miedo al pasado.

–¿ Era cierto todo?

–Lo fundamental sí. Tuve problemas con la policí a, aunque sucedió mucho antes de que mi padre falleciera; cuando murió ya era agente del CNI y no necesitaba ayuda para sobrevivir... En realidad no existió ninguna socia, encontré el libro de familia de mi abuelo en el desvá n de mi padre.

–¿ Cuá ntos añ os tienes?

–Veintisiete añ os.

–¡ Veintisiete!

Javier sonrió.

El mé dico le miraba con incredulidad. No aparentaba má s de diecisiete o quizá s dieciocho añ os, podrí a pasar perfectamente por un adolescente.

–Realmente esta es mi tercera misió n. Necesitaban a alguien que pudiera congeniar contigo.

Al confesar esto miró un segundo al doctor. No pretendí a hacerle dañ o.

–Querí an a alguien de la edad de David –admitió.

–¿ Qué pinta David en todo esto?

El britá nico le habí a hablado de David como si conociera su paradero y ahora descubrí a que el CNI utilizaba sus recuerdos acerca de su hijo. ¿ Qué le habí a pasado a su vida? Se enfureció, se enfureció mucho. Ya estaba harto de sentirse una marioneta en manos de desconocidos, y no lo iba a permitir má s. Pese a la ayuda prestada por Javier en su mente germinaba un sentimiento de desconfianza hacia el muchacho, ¿ me decí a la verdad?

–A cada paso que damos me encuentro con una nueva sorpresa, ¿ hay má s secretos, Javier? Primero ese britá nico me habla de David y ahora tú. ¡ ¿ Qué está ocurriendo?!

El agente apretó los labios. Habí a dispuesto de tiempo suficiente en las ú ltimas semanas para conocer al doctor, sus jefes le proporcionaron la informació n que precisaba. Le observó de reojo, indudablemente se veí a desbordado por las circunstancias, Javier lamentaba haberle engañ ado.

–Desconocemos qué puedan saber los britá nicos acerca de tu hijo, te lo prometo. Para mí fue una sorpresa la aparició n de esos agentes del MI6. Mis jefes ú nicamente pensaron que te sentirí as má s predispuesto a simpatizar con una persona que aparentara la edad que tu hijo tendrí a en estos momentos.

El mé dico calló. Continuaba enfadado.

–A lo que iba –prosiguió Javier, como si la interrupció n del mé dico no hubiera existido–, estuve un tiempo cabreado con todos, eso me impedí a seguir hacia delante. Le daba vueltas a cosas que no podí a evitar pues ocurrieron mucho antes de que yo naciera, y eso fue un error que pude pagar caro. El descubrimiento del libro de familia coincidió con mi primera misió n como agente de campo, y la cagué.

Al mé dico le disgustaba ese lenguaje aunque no le corrigió.

–Tuve que infiltrarme en un grupo de adolescentes neonazis. Alguien les entrenaba en el uso de las armas y mi cometido era descubrirlo, pero no lo logré, me impliqué demasiado y acabé por delatarme. –Habí a bajado la voz, como si temiera encontrarse aú n en aquellas circunstancias–. Afortunadamente me sacaron a tiempo y ahora lo puedo contar.

El doctor Salvatierra no sabí a a dó nde querí a ir a parar.

–Aprendí un par de cosas, y una de ellas es que hay que mirar siempre hacia delante para que no te tropieces al andar, y eso hice, busqué en Internet indicios que me pudieran llevar hasta mi tí a. Y ocurrió. Encontré una asociació n de exiliados que conocí an su paradero.

–¡ ¿ Qué diablos quieres decir?! ¡ ¿ Qué en Internet hallaré la solució n a esta insensatez?! ¡ ¿ Qué en Internet puedo encontrar a Silvia y a David?..! ·¡ oh, vamos!

Javier le dio un respiro.

 

Á lvarez aporreaba el teclado del ordenador, las cosas no marchaban como habí a planeado. Aquellos á rabes complicaban la misió n hasta extremos que no consideró en un principio, y eso le poní a nervioso. Y por si fuera poco se vio obligado a retirar a los tres agentes y, lo que es peor, tuvo que inventarse de improviso unas explicaciones má s o menos razonables para esa comisaria francesa que metí a la nariz en sus asuntos.

–Menos mal que Dá vila continú a con su trabajo –dijo mientras se estiraba en su silló n de piel.

A rengló n seguido se incorporó, abrió el primer cajó n de su mesa y sacó un anillo de su interior. Jugueteó con é l entre los dedos sin fijarse en el dibujo y luego se detuvo a contemplarlo, hasta que el timbre del telé fono lo apartó de sus ensoñ aciones.

–Al habla Á lvarez.

–Buenas, señ or. Le llamaba para saber del... operativo. –La voz sonaba titubeante.

El director de Operaciones del CNI se tomó un segundo para responder.

–Te noto preocupado, ¿ temes acaso haberte equivocado?

–No, no, por supuesto que no. Es el adecuado.

–Tú lo conoces mejor que nadie.

–Hace añ os que no le veo.

–¿ Crees que el doctor ha cambiado?

–No lo sé. –La voz calló un momento–. No, no creo que haya cambiado. Sigo pensando que hemos acertado.

–Pronto lo veremos.

 

Las sirenas habí an desaparecido hace rato. Jeff y Alex viajaban en la ú ltima fila de asientos de un autobú s de lí nea regular, los ojos turbios de la noche pasada en vela, el gesto cansado, casi derrumbados, todaví a con el susto en el cuerpo. Consiguieron huir pese a las nulas probabilidades de escape de que disponí an cuando el telé fono fue localizado, pero el policí a actuó rá pido. Al oí r las primeras sirenas le arrancó el mó vil de las manos a Alex, lo arrojó tras un banco y la empujó hasta un autobú s a punto de emprender la marcha. Fue una suerte emerger a la superficie junto a la estació n. Pocos minutos má s tarde la zona se llenó de coches patrulla y agentes de paisano, aunque ellos ya escapaban de Londres.

Jeff reflexionaba con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Habí a tirado por la borda todos sus añ os de servicio por una mujer a la que cuarenta y ocho horas antes no conocí a de nada. La veí a dormir en el asiento contiguo. Un movimiento involuntario de sus labios, quizá un mal sueñ o, despertó en é l una ternura que creí a haber perdido cuando murieron su mujer y sus hijos. Abrió la mochila, sacó una petaca de gü isqui y tomó un largo trago. Miró el reloj, ya estará n todas las carreteras intervenidas, habí a que darse prisa. La primera parada del viaje serí a Guilford, donde cambiarí an de transporte para dirigirse a Plymouth. Una vez allí, aguardarí an una oportunidad para embarcar con destino a Españ a, poco antes de dormirse le habí a confesado a Alex que la situació n no pintaba bien; el acceso a los aeropuertos estarí a muy controlado, si querí an viajar a San Petersburgo la ú nica solució n era cruzar el Canal de la Mancha.

Alex bostezó ruidosamente.

–¿ Cuá nto tiempo lleva así?

–¿ Así có mo?

–Mirá ndome dormir. Jeff se sonrojó.

–No..., yo no...

–¿ Queda mucho? –Le cortó Alex divertida.

El policí a encogió los hombros y desvió la mirada. El cielo mostraba un color apagado que oscurecí a el campo y las casas que bordeaban la carretera.

–Jamá s me habí a pasado, ¿ sabe? Es una sensació n extrañ a. Siempre que le he necesitado ha estado ahí, a mi lado, incluso cuando se encontraba a miles de kiló metros le he sentido cerca... y ahora... ahora no lo siento..., es como si hubiera desaparecido. ¿ Puede existir un lazo invisible entre los dos? ¿ Se ha roto? No sé si desvarí o pero ahora mismo noto un vací o aquí –se tocó el torso a la altura del estó mago–, un hueco que jamá s habí a advertido, ni siquiera despué s de que mi madre muriese.

–¿ Está n muy unidos?

–Sí, lo estamos..., lo está bamos...

–No sea pesimista. Una llamada no significa nada. Lo importante ahora es que lleguemos a San Petersburgo y podamos hablar personalmente con é l, ¿ no le parece?

–Sí, quizá..., quizá exagere. No es só lo la llamada. No puedo explicarle lo que siento, no sé có mo describirlo, es algo casi fí sico. ¿ Es creyente?

–¿ Creyente? No sé. Si quiere decir si tengo fe en algo espiritual... No, no la tengo. En un tiempo sí aunque ahora no me quedan fuerzas.

–¿ Qué pasó?

–Nada. –Jeff bebió otro trago largo de la petaca y luego se limpió los labios con el dorso de la manga mientras volví a a contemplar la carretera.

Alex estaba convencida de que en ese momento el policí a sufrí a por su pasado. ¿ Una separació n? Se incorporó y le miró a los ojos.

–Yo sí creo y por eso tengo miedo.

El policí a asintió pensativo.

 

El autobú s que los recogió en Guilford los dejó má s tarde en Camber Road, una calle de Plymouth paralela a la terminal de los ferries que recorren el trayecto marí timo hasta Santander, en Españ a, y Roscoff, en Francia. Callejearon con cautela hasta la estació n y se detuvieron enfrente, detrá s de una docena de taxis que esperaban la llegada de algú n barco. El inspector hizo el amago de adelantarse y Alex lo interrumpió.

–Ven.

Le sujetó del brazo y tiró de é l hasta un taxi, una vez dentro pidió al conductor que los llevara hasta el club ná utico má s cercano. El policí a se sentí a desconcertado. Pararon en Custom House Lane, una pequeñ a calle con edificios de cuatro plantas a un lado y un club ná utico con embarcadero al otro. Alex habí a recordado que unos meses antes la invitaron a una fiesta en un yate que partió de ese mismo club. Quié n le iba a decir que aquel festejo podrí a suponer algú n dí a su salvavidas.

–Deje que me encargue. Usted sí game el juego y saldremos rumbo a Españ a.

Jeff asintió y la escoltó hasta el interior del inmueble sin imaginar qué iban a hacer allí.

Alex rememoró aquella fiesta donde conoció a Charles Rodson, el propietario de las salas de masajes Rodson. Durante un par de horas estuvo tonteando con é l aunque al final se llevó a la cama a un chico má s joven, que a la sazó n formaba parte de la tripulació n; Rodson era un nuevo rico y, como tal, no hací a má s que presumir de sus posesiones, entre ellas un yate de treinta metros de eslora que permanecí a atracado todo el añ o en el muelle del que habí an partido, es má s, al despedirse, en un ú ltimo intento de ligá rsela, le dijo con un pretendido gesto enigmá tico que su puerta siempre estarí a abierta en el nú mero cuarenta y uno.

–¿ Hola? ¿ Hola? ¿ Hay alguien? –La identificació n de Jeff les sirvió para acceder al embarcadero sin problemas, con todo eso no serí a suficiente para subir al barco.

–No hay nadie.

Alex hizo caso omiso e insistió, luego miró a un lado y a otro y puso un pie en la pasarela, contuvo la respiració n un segundo y saltó a la cubierta con decisió n. A Jeff no se le ocurrió qué hacer, ya empezaba a acostumbrarse a las contradicciones del cará cter de Alex, a veces implorando ayuda a veces arriesgá ndose a todo sin pedir permiso, de modo que permaneció en el pantalá n a la espera de ver có mo se desarrollaban los acontecimientos.

Ella habí a decidido que no iba a esperar una segunda invitació n, ya la habí an invitado meses antes, ¿ no? Pues ahí estaba. Se acercó a la cabina de mando, ¿ có mo funcionarí an todos aquellos botones?, y de repente intuyó má s que oyó una voz, era apenas un murmullo, parecí a que alguien cantaba y el sonido provení a de bajo la cubierta. Miró a Jeff y é ste le hizo una señ al de interrogació n, desde dó nde estaba no podí a percibir ese sonido. Alex se mantuvo atenta a esa cancioncilla pegadiza, ¿ dó nde la habí a oí do antes?, una cancioncilla que se acercaba peligrosamente. U nos segundos má s tarde un muchacho musculoso, pelirrojo y con la cara llena de pecas, emergí a de las profundidades del barco canturreando.

 

Eagan observaba el mapa de la mesa de operaciones. Su ayudante pulsó la pantalla en busca de alguna pista acerca de los fugitivos; apenas podí a contener su irritabilidad conforme transcurrí an las horas y no obtení a resultados. Tecleó sobre la pantalla unos nú meros, el mapa se redujo a la mitad y en la otra mitad apareció el expediente de Alex; cuentas de banco, tarjetas de cré dito, informes mé dicos, vida laboral, vida social, todo estaba a su alcance. Habí a leí do decenas de veces esos archivos, debí a existir algo que les indicara dó nde buscar. Quizá merecí a repasarlo de nuevo, estaba hojeando algunos de los informes cuando sonó el mó vil.

–Dime Gabriel.

–Lo hemos perdido.

–¿ Có mo? ¿ Pero qué...?

–El mé dico tiene ayuda profesional.

–¿ Quié nes?

–Creemos que el CNI españ ol.

–Esto se complica aú n má s.

–Debemos ser nosotros los primeros en llegar. No hay má s remedio. ¿ Có mo va tu parte de la operació n? ¿ Los has encontrado?

Eagan desvió la mirada al documento que leí a en el momento en que recibió la llamada del director del MI6.

–Estoy en ello, de hecho... me parece que he tropezado con una pista. Discú lpame, Gabriel. Tengo que comprobar una cosa, luego hablamos.

Leyó con interé s el documento, có mo no se habí a dado cuenta antes, ahí podrí a estar la clave. Anderson asistió a una fiesta en Plymouth en agosto y conoció a un empresario, un tal Charles Rodson, que dispone de yate propio allí mismo, en un embarcadero de Custom House Lane.

–¿ Tenemos a un equipo en el puerto de Plymouth? Su ayudante tecleó en la pantalla.

–Sí.

–Lo quiero en dos minutos en este club ná utico –dijo señ alando el mapa de la mesa de operaciones.

 

Alex charlaba animadamente con el marinero en la cubierta del barco. Habí a sido una suerte, se trataba del joven con el que compartió cama despué s de aquella fiesta en agosto. Adrien, que así se llamaba, le sonreí a abiertamente; desde luego no le disgustaba que estuviera allí. Jeff permanecí a unos metros atrá s, como si intuyera que molestaba.

–Te ves muy bien..., ya no recordaba esos imponentes mú sculos –manifestó mientras deslizaba la palma de su mano derecha por los abdominales del marinero.

Jeff se sentó en la borda.

–Bueno, bueno, Adrien. Conque trabajando para el señ or Robson. Qué pequeñ o es el mundo. Quié n me iba a decir hace unos meses que tendrí a la oportunidad de viajar contigo.

Sus miradas có mplices les descubrí an. El policí a comprendió que algo habí a ocurrido entre ellos en algú n momento anterior, é l era má s joven, desde luego, pero qué importaba la edad. Sonrió imaginá ndoselos en la cama, seguramente disfrutaba de é xito entre las mujeres, esos mú sculos y ese pelo rizado, pensaba Jeff, constituí an un polo de atracció n para las fé minas. Para é l hací a tiempo de aquello, ya no le interesaba, su matrimonio fue feliz, doce añ os perfectos que acabaron en la basura, se decí a.

–¿ Tiene un bolí grafo? –Jeff tardó unos segundos en comprender que se dirigí a a é l.

–¿ Para qué...? Es igual –introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una pequeñ a libreta y un bolí grafo–. ¿ Quiere tambié n papel?

Alex asintió desde lejos.

 

Un rato despué s la inglesa ya le habí a expuesto a Adrien la mayor parte de su historia, en realidad só lo aquello que intuyó no lo asustarí a. Tampoco deseaba complicarle la vida, era mejor una mentira a medias. Al marinero no le importó lo que les hubiera ocurrido, ni siquiera trató de indagar ante las explicaciones de Alex, era joven y aquel trabajo suponí a un pasatiempo, qué má s da si lo despedí an. En tres añ os habí a trabajado en nueve lugares distintos, la mayorí a de las veces en empleos relacionados con el mar, y todos habí an acabado por aburrirle de una manera u otra.

–Cuanto menos sepas, má s seguro estará s de no verte en problemas.

Adrien consintió dando por zanjada la cuestió n aunque Jeff no estaba de acuerdo.

–Se merece la verdad sin subterfugios. Cué ntele por qué estamos aquí.

–No hay mucho de lo que hablar y tampoco tiene ninguna necesidad de saber má s de lo que ya sabe.

–Ahora está metido hasta el cuello, como yo.

En ese instante, se volvió hacia el agente con una mirada de reproche. Sabí a que la acompañ aba voluntariamente, que se habí a metido en aquel lí o con total libertad y arriesgando su carrera y su vida, y aú n así le dolí a que se lo echara en cara. Al fin, suspiró y comenzó a hablar cuando un ruido en la popa vino a interrumpir sus palabras.

 

Los agentes destacados en Plymouth accedieron al embarcadero y se dirigieron, con las armas desenfundadas, hacia los barcos atracados. Inspeccionaban uno por uno los muelles intentando mantener el má ximo sigilo posible; pasados los veinte primeros nú meros, Eagan, impaciente, demandó un informe de la situació n, el jefe de grupo le susurró por el micro que hasta el momento no habí a rastro alguno de los fugitivos. Salvo algú n curioso a las puertas del club marí timo, el resto del puerto deportivo aparecí a desierto. Ahora alcanzaban la zona central de la dá rsena, donde se encontraban los atraques veinticuatro a cuarenta y dos.

Uno de los agentes percibió movimiento en uno de los barcos, tres personas, sacó unos diminutos prismá ticos y comprobó que se trataba de una mujer y dos hombres: la mujer de unos cuarenta añ os, rubia, con poca ropa, un hombre de mediana edad y un joven de menos de treinta añ os, con brazos musculosos y pelo rizado. Emitió dos silbidos cortos mientras señ alaba hacia la embarcació n y el resto de agentes siguieron la direcció n de su dedo hasta ver a los tres ocupantes del yate. Las instrucciones del comisario eran muy claras: debí an ser detenidos los dos pró fugos y cualquiera que los acompañ ara, los querí a vivos, heridos admisible, muertos de ninguna manera.

Los agentes avanzaron unos pasos con el punto de mira localizado en los ocupantes del barco. Aú n no era de noche pero las nubes oscurecí an el dí a lo bastante como para facilitarles un acercamiento discreto. Dos miembros del equipo se deslizaron por la popa, las tres personas que ocupaban el barco estaban en la proa.

Todo sucedió muy rá pido. Los agentes irrumpieron en la cubierta y saltaron sobre los dos hombres mientras la mujer chillaba de forma histé rica, los esposaron a los tres y los sacaron del yate a empujones camino de la salida. En Londres Eagan no pudo evitar una sonrisa triunfal.

 

El viento salado les abofeteaba la cara. A veinticinco nudos, el barco casi volaba sobre las olas. Alex se sentí a contenta lejos de Inglaterra y de los policí as que la buscaban, se estiró sobre una hamaca y se cubrió con una manta que le habí a prestado Adrien. Disponí a de unas horas para descansar mientras alcanzaban la costa europea, era tiempo suficiente para reflexionar acerca de lo que les estaba ocurriendo. ¿ Qué pretendí an? Tal vez no debí a pensar má s en ello, su padre sabrí a có mo arreglar la situació n, no era la primera vez que se encontraba en problemas; en Egipto, rememoró, fue necesaria la ayuda de las autoridades britá nicas, todaví a podí a recordar aquel incidente con el gobierno egipcio. Toda la vida rebuscando entre papeles viejos, ¿ por qué le apasionaba tanto? Confiaba en que aú n estuviera a salvo, si le hubiese pasado algo malo...

Jeff subió a cubierta.

–Hace frí o, ¿ por qué no entra?

–Necesito pensar.

El policí a asintió.

–¿ Está bien?

Alex no sabí a qué responder, finalmente sonrió.

–No se preocupe, ya se me pasará.

El inspector hizo amago de volver a desaparecer bajo cubierta.

–Una cosa Jeff.

El policí a se detuvo.

–Tuteé monos por favor.

 

La madrugada sorprendió a Eagan frente a la mesa de operaciones. Aquellos pobres ilusos que detuvieron eran tres alemanes de vacaciones, la operació n habí a sido un enorme fracaso. Ademá s, apenas despuntase el dí a, debí a pedir disculpas al embajador, no podí an ir peor las cosas. Tomó un sorbo del café que le habí a servido su ayudante y dejó la taza sobre la pantalla, ¿ ahora qué?, se lamentó.

 

Alex y Jeff dormí an en el pequeñ o camarote del yate mientras Adrien hací a guardia arriba, en la cabina de mando. Poco a poco la noche se habí a ido tornando má s violenta, las nubes que horas antes cerraban el firmamento ahora tambié n arrojaban una furiosa tormenta de agua y viento. El oleaje rompí a contra el casco, amenazando la integridad del barco en cada arremetida.

De pronto Alex despertó. El movimiento del mar la asustaba, se sentí a diminuta, insignificante, ante la fuerza del mar embravecido. Espabiló a Jeff y le pidió que subiera a cubierta, Adrien podrí a necesitar una mano. Arriba el mundo se habí a vuelto azul, azul oscuro, azul intenso, el cielo y el océ ano se confundí an, intercambiaban sus papeles, a veces arriba, a veces abajo, todo quedaba emborronado por una neblina acuosa que se les formaba en las pestañ as, se les metí a en los ojos, les chorreaba por la cara. En ese desorden no habí a tiempo para pensar, no existí an los segundos, los minutos, las horas, só lo la supervivencia era importante. En el camarote Alex esperaba agarrada al camastro, se aferraba con manos y pies, con los dedos agarrotados por el dolor, con el cuerpo contusionado a golpes.

Las olas se habí an convertido en muros imposibles de franquear y los sonidos del mundo se ahogaban en el rugido de la tormenta, una tormenta de toneladas de agua salada que los zarandeaba como a minú sculas maracas y tensaba y destensaba la fibra reluciente del barco, hacié ndola crujir en cada torsió n. Parecí a que todas las aguas del mundo se hubieran concentrado en ese punto del globo con el fin de hundir el yate de Robson, y é ste a duras penas aguantaba el combate sin partirse en dos y, lo má s importante, sin que sus ocupantes salieran despedidos en uno de esos coletazos que de vez en cuando les procuraba el mar para completar el trabajo que hací an, arriba, las nubes y el viento.

Las horas fueron pasando y la mañ ana llegó con dificultad, la oscuridad dio paso a un cielo azul negruzco que má s tarde suavizó su color al filtrar los rayos de un sol apagado que trataba de ganar intensidad sin demasiados resultados.

Ninguno de los tres recuerda cuá nto tiempo duró la tempestad, só lo que desapareció tal como vino. De un minuto a otro dejaron de sufrir los topetazos de las olas contra la borda y el silencio se apoderó del barco. El océ ano se mantuvo picado bajo sus pies pero comparado con la montañ a rusa que acababan de vivir, apenas sentí an el movimiento. Doloridos, magullados, alguno con el estó mago al revé s, se reunieron en el puente de mando, debí an regresar a su rumbo.

 

–Señ or, el Servicio de Inteligencia ha respondido que sin orden judicial no podemos usar el saté lite –dijo de corrido el ayudante del comisario, temiendo la reacció n de su jefe.

–De acuerdo.

La neutra contestació n de Eagan extrañ ó a su subordinado, que dejó escapar una sorda exclamació n al no oí r los gritos e insultos a los que se habí a habituado desde que trabajaba para el comisario. É ste sonrió ante su perplejidad y le aconsejó que no se preocupara por el saté lite.

–Estaremos en el muelle, sé hacia dó nde se dirigen –sentenció con una mirada enigmá tica.

Su ayudante lo miró con vacilació n y el comisario soltó una carcajada.

–Es una nota con el telé fono de un amigo de Anderson que vive en Parí s. –Le mostró una imagen del ordenador–. Se le debió caer del bolso. Afortunadamente el equipo la encontró a tiempo.

 

Alex descansaba en la cubierta de proa y Adrien y Jeff acababan los preparativos para la aproximació n. El puerto ya se veí a a tiro de piedra, en diez minutos entrarí an por la bocana y se dirigirí an al atraque que les habí an asignado desde la torre de control portuaria. El sol le lamí a tí midamente el costado izquierdo, le agradaba esa sensació n de calor, sobre todo despué s de haberse tragado medio océ ano en una desdichada travesí a. Se recostó, colocó las manos tras su nuca y cerró los ojos para disfrutar de ese momento de paz, era como si lo que le habí a ocurrido en las ú ltimas setenta y dos horas se hubiera esfumado, como si hubiese formado parte de un mal sueñ o que olvidó al despertar.

–Alex, ¿ puedes venir un momento? –gritó Jeff desde el puente de mando.

Se levantó con desgana y se arrastró hasta la cabina en un completo desinteré s por nada que no fuera volver al lugar que abandonaba, para dejar que el sol calentara su piel y su alma despacito, sin premuras, con todo el tiempo del mundo por delante. Al menos, ese hubiera sido su anhelo en otras circunstancias.

–¿ Qué ocurre?

–Hay mucha tranquilidad –apuntó el agente con suspicacia.

–¿ Y eso es malo? Despué s de tantos sobresaltos, un poco de reposo nos vendrá bien para variar, ¿ no crees?

–No es normal que apenas haya gente.

–Eres un paranoico –bromeó propiná ndole un pellizco cariñ oso que desarmó al inspector y le plantó un beso cá ndido en la mejilla–. Estoy harta de huidas, ahora no podemos volvernos atrá s. No tenemos má s remedio que atracar donde nos han dicho, si es una trampa..., bueno, no creo que sea una trampa. La tormenta ha debido contribuir a su confusió n, yo creo que nos merecemos un descanso. Venga... no te preocupes, seguro que todo sale bien –concluyó, dedicá ndole una ligera sonrisa al tiempo que posaba su mano izquierda en el hombro derecho de é l y le daba unas palmaditas amistosas.

 

Los agentes desplazados al puerto se mantení an ocultos. Eagan habí a utilizado todos sus contactos para conseguir la colaboració n necesaria sin levantar demasiadas sospechas. Ya habí a tenido la oportunidad de conocer telefó nicamente a Lemaire, la comisaria francesa parecí a estricta en su trabajo y hací a demasiadas preguntas, aunque el inglé s estaba acostumbrado a tratar con estos amantes del trabajo, conocí a a esa gente, é l mismo habí a sido uno de ellos tiempo atrá s, ahora poseí a un estudio en Londres, casa en Brighton, frente a la playa, una pequeñ a embarcació n para pescar los fines de semana y una abultada cartera de inversiones que le manejaban desde Liechtenstein. Ser fiel a los superiores no es rentable, pensaba sarcá sticamente.

Los policí as permanecí an al acecho en la dá rsena. Segú n las ó rdenes recibidas, cuando el barco arribase debí an abordarlo sin dilació n, detener a sus tres ocupantes y enviarlos inmediatamente a Parí s para desde allí trasladarlos a Londres. Todo estaba dispuesto para prenderlos antes de que comprendieran que los esperaban, sin embargo las horas transcurrí an sin que ninguna embarcació n de las caracterí sticas que les habí an comunicado se acercara a puerto.

 

El yate atracó sin contratiempos en el muelle que le habí a asignado la Autoridad Portuaria de Santander. Jeff saltó a tierra, el siguiente paso era dirigirse a Madrid para desde allí volar a San Petersburgo, serí a fá cil, disponí a de cheques de viaje al portador. Alex lo sacó de sus ensoñ aciones. Era hora de estudiar qué hacer con Adrien, lo habí an metido en un lí o y aunque el marinero insistí a en que todo saldrí a bien y les decí a que no se preocuparan, era necesario buscar una solució n para que no saliera malparado.

Pero antes, el inspector inglé s la sujetó por los hombros y la miró a los ojos.

–Tení as razó n.

–¿ Qué?

–Era una buena idea hacerles creer que nos dirigí amos a Francia. La nota les habrá puesto sobre la pista equivocada.

Alex sonrió.

–Soy buena en esto, ¿ verdad?

–La mejor –aseguró el policí a.

Despué s se volvió hacia el marinero.

–Tienes que delatarnos –le dijo sin má s preá mbulos.

–¡ Có mo delataras! No puedo hacerlo, ya os he dicho que me haré responsable.

–No seas estú pido. Jeff tiene razó n –aseguró Alex con firmeza–. Lo que vas a hacer es delatarnos, aunque nos tienes que dar un margen de tiempo, uno o dos dí as. Con eso será suficiente. De hecho, cuando te pongas en contacto con la policí a estaremos a miles de kiló metros de Españ a, así que no tengas remordimientos. ¿ De acuerdo?

–No quiero perjudicaros, quizá pueda...

–Escucha –interrumpió Jeff–, bordeará s la costa, hazlo con cuidado para que no te detecten hasta que llegues al Canal. Una vez allí, te pones en contacto con la policí a y les cuentas que has sido secuestrado.

–¡ ¿ Secuestrado?!

–Secuestrado. Cuando te encuentren debes declarar que Jeff y yo te obligamos a ir hasta la costa francesa. De esa manera tú quedará s a salvo..., pero recuerda: tienes que asegurarte de que nadie te descubre.

–Me parece un buen plan aunque sigo pensando que no es necesario.

–¿ Y nosotros? –Preguntó Alex dirigié ndose al agente.

–Nosotros..., buena pregunta, qué crees que podemos hacer sin poder acceder a nuestras cuentas.

–Dé jate de numeritos, Jeff. No sé de ti lo bastante, pero conozco a los hombres lo suficiente para intuir lo que significa ese tono petulante.

–¿ Y qué significa? –Interrogó el policí a con sorna.

–Que ya tienes la solució n, ¿ me equivoco, inspector?

No se equivocaba. De hecho, la sonrisa del policí a así se lo confirmó.

–De acuerdo, tienes razó n, guardaba unos cheques de viaje en mi casa. Í bamos a hacer un viaje Lisa y yo con los niñ os, pero...

Alex puso su mano sobre el hombro de Jeff.

–Está bien, no tienes por qué decir má s.

Poco despué s Jeff le dio un apretó n de manos a Adrien y le dejó a solas con Alex. La joven trató de decir alguna frase ingeniosa para hacer la despedida menos frí a pero só lo conseguí a balbucear incoherencias, por lo que decidió guardar silencio. Adrien acercó sus labios, ella cerró los ojos y ofreció los suyos a la espera de recibir un beso hú medo y apasionado, sin embargo lo que obtuvo fue un roce ligero en la mejilla, apenas una caricia de los labios del muchacho, un casto y romá ntico beso con el que el joven largaba amarras. Alex, sorprendida, acertó a decir adió s quedamente y se encaminó hacia la salida con decisió n.

 

El mé dico y Javier pasaron las tres noches siguientes en moteles mugrientos con sá banas tiesas y sin calefacció n. Al agente le parecí a apropiado dormir en lugares difí ciles de rastrear por los britá nicos y por los á rabes, el mé dico, sin embargo, apenas se atreví a a tocar nada cada noche, afortunadamente mantení a aú n sus dos toallas, su neceser y algo de ropa; poco má s se habí a salvado del accidente a las afueras de Parí s. Pese a la insistencia del agente, el doctor Salvatierra accedí a a regañ adientes a dormir en esos hoteles nauseabundos. El viaje se hace pesado pero al menos es mejor que las horas en cuartos mal ventilados y con olor a lejí a. Cada poco recordaba a Silvia y a David sintiendo una angustia que no rechazaba, de modo que durante la mayor parte de las horas mareaba sus pensamientos compadecié ndose de sí mismo sin llegar a exteriorizarlo del todo.

Para el mé dico todas las carreteras y todos los paisajes fueron el mismo siempre. El verde de la vegetació n se travestí a a medida que se desplazaban hacia el norte mudando de tonos má s cá lidos a má s frí os conforme se internaban en el mapa, la nieve aú n no se habí a retirado de las cumbres que bordeaban y la temperatura descendí a hasta helarles pese a la calefacció n del coche. Eso sí, los dí as con sus noches se sucedí an sin incidentes, hecho que el doctor Salvatierra agradecí a en su interior. De no ser así la herida no se hubiera cerrado y su cuerpo no se habrí a recuperado. Nada importaba má s que llegar y llegar pronto.

A menos de un centenar de kiló metros de San Petersburgo el doctor Salvatierra recordó la ú ltima conversació n con Silvia. No se dijeron nada trascendente ni siquiera hubo una despedida que pudiera evocar como algo especial, si la volví a a ver le dirí a cuá nto la amaba y cuá nto se habí a equivocado en los ú ltimos cuatro añ os. Estaba seguro de ello, como tambié n lo estaba de que despué s de localizar a Silvia reanudarí a la bú squeda de su hijo. No tení a por qué haber abandonado. Las palabras del britá nico le alentaban a destapar una etapa de su vida muy dolorosa, aunque esta vez serí a distinto, esta vez no se dejarí a atrapar por los sentimientos negativos de los fracasos, esta vez serí a má s positivo, esta vez tratarí a de apoyarse en Silvia, no la dejarí a de lado, no harí a la guerra por su cuenta, esta vez no.

–Me gustarí a confesarte una cosa antes de que..., antes de que esta historia se pueda embrollar má s.

El mé dico volvió a la realidad.

–Cuando te hablé de mi primera misió n y de sus consecuencias no te dije algo. Salí de aquel trabajo con el convencimiento de que jamá s me implicarí a personalmente en un caso...; cré eme, voy a hacer lo posible por ayudarte a ti y a tu familia, confí a en mí.

Al mé dico aquella revelació n le pareció sincera. Quizá no se equivocaba con é l al considerarle un buen chico, con todo aú n habrí a que esperar, despué s de lo sucedido preferí a no fiarse de nadie ciegamente, de ahí que tratara de evitar el tema.

–¿ Y ese tatuaje?

–¿ Este? –Javier se señ aló el brazo–, pertenece a una é poca muy lejana y a un mundo en el que se me fue la olla un poco..., un poco no es decir demasiado, se me fue bastante. Menos mal que mi padre acudió a echarme una mano, sino quié n sabe có mo hubiera acabado todo aquello.

El doctor Salvatierra pensó en su propio hijo y en la relació n con é l, y eso le provocó un destello traicionero y certero de desconsuelo, segundos má s tarde se repuso y trató de mostrar una sonrisa.

–Llega antes, llega primero –leyó –, ¿ qué buscabas con tanta prisa?

–No lo sé, la verdad es que no tengo ni idea, só lo querí a ir rá pido a donde fuera, como si en lugar de llegar lo que deseara fuese huir. Han pasado ya má s de diez añ os y aú n me acuerdo de esa angustia.

–Tal vez desertaras.

–¿ Desertar?

–De ti mismo, quizá escapabas porque no entendí as en qué te estabas convirtiendo. –Al mé dico le desconcertó su propia reflexió n, en ese instante comprendió que no lo intentó lo suficiente con David.

¿ Y si Silvia hubiera tenido razó n todo este tiempo? La pregunta le llegó como un fogonazo imprevisto, como un elemento perturbador que no sabí a dó nde sepultar para no verse arrollado por un sentimiento de culpa que hasta ahora só lo le habí a rondado en momentos de desesperació n, pero que en aquel lugar y momento se erigí a en testigo y fiscal contra sí mismo. ¿ Habí a empujado a David a marcharse? El doctor Salvatierra se asfixiaba, el aire que ocupaba el interior del Lancia no era suficiente para sus pulmones, abrió la ventanilla y aspiró ruidosamente unos segundos.

–¿ Está s bien?

 

No contestó. Observó a su alrededor, era de noche, hací a calor, en aquellas noches de agosto en Madrid se pasa mal. Serí an las doce, Silvia se frotaba las manos nerviosa, aunque David creaba problemas má s a menudo de lo que podí an soportar nunca llegaba má s tarde de las diez, esa era una de las pocas normas que habí an conseguido que respetara. Tampoco era normal que su mó vil estuviese apagado. Silvia llamó a algunas madres, el mé dico no recordaba si fueron dos o tres, ninguno de sus hijos habí a coincidido con é l en el instituto, ¡ có mo podí a ser! David no faltaba a clase, al menos que ellos supieran. El mé dico la quiso tranquilizar pero Silvia rechazó sus palabras de consuelo, habí a decidido que algo malo estaba ocurriendo y nada iba hacerla cambiar de opinió n, a no ser que su hijo apareciera. Sin embargo no aparecí a. Pasaban las tres de la madrugada cuando el mé dico sugirió que habrí a que pensar en llamar a la policí a, se acercó al telé fono y tomó el auricular, la miró un momento, como buscando su permiso, y Silvia asintió con un gesto lento que se obligó a hacer.

La policí a no pudo hacer mucho, qué iba a hacer. Es joven, está durmiendo en casa de un amigo y se ha olvidado de llamar, estará en alguna discoteca tomando una copa, ¿ han tenido alguna discusió n?, aparecerá en cuanto menos lo esperen, hasta las veinticuatro horas no podemos dictar orden de bú squeda. Al doctor Salvatierra las palabras de los agentes le transmitieron confianza, a Silvia, sin embargo, le parecí an excusas para evitar la desmoralizació n, lo conocí a bien, trabajó como voluntaria en los suburbios durante un tiempo. La droga mataba lentamente e inexorablemente cumplí a con su objetivo, y cuando ocurrí a la familia de la ví ctima se regodeaba en su tragedia, no importaban los consejos de los psicó logos, eran só lo palabras vací as. Lo peor no fue la noche, tampoco la mañ ana siguiente, fueron los dí as sucesivos, la angustia de ver morir las horas sin que David regresara. En esos momentos Silvia se rompió como un juguete.

–¡ Lo hiciste! ¡ Tú lo hiciste!

Fueron los primeros reproches.

 

–¿ Está s bien?, ¿ doctor, está s bien?

El mé dico suspiró.

–Sí, perdona. Recordaba un momento desagradable de mi vida, y me preguntaba si yo podrí a haber cambiado las cosas.

Javier movió la cabeza a modo de reflexió n.

–Todos podemos hacer algo siempre, lo que no podemos es cambiar el pasado.

 

Entraron en San Petersburgo. La ciudad se abrí a majestuosa ante ellos, los edificios dieciochescos impresionaron al mé dico hasta el punto de arrancarlo de sus reflexiones má s tristes. Admiraba las lí neas arquitectó nicas sobrias del neoclasicismo, si bien fue el vivo colorido de los edificios de la Rusia má s tradicional y el barroquismo palaciego lo que le entusiasmó. El coche se adentró por una calle empedrada de palacios de cuatro o cinco plantas, abrió la ventanilla y sacó la cabeza, la temperatura no era gé lida, algo desabrida tal vez.

–Ya estamos aquí –acertó a decir Javier.

–Sí. –El doctor Salvatierra contestó como un autó mata–. Es en la calle Malaya Morskaya.

–¿ Có mo?

–Silvia alquiló un piso en la calle Malaya Morskaya al venir a Rusia.

–¿ No será mejor ir directamente al laboratorio?

El mé dico no tení a ganas de discutir pero no estaba dispuesto a que nadie decidiera por é l, lo habí a pensado durante los ú ltimos dí as, en el viaje habí a tenido tiempo. Las largas horas pasadas en el vehí culo le ofrecieron la oportunidad de reflexionar seriamente acerca de David, de Silvia y su vida.

–Yo iré a su casa, tú haz lo que quieras, no trabajas para mí.

Al joven le desconcertó la respuesta aunque prefirió no enzarzarse en una discusió n.

–De acuerdo, iremos a ese piso.

 

El GPS del Lancia les guió por las calles de la periferia de San Petersburgo. La vivienda se encontraba entre los rí os Neva y Moika, en la zona histó rica. El coche se detuvo delante de un edificio de cuatro alturas. Por sus formas, de lí neas sobrias y corte neoclá sico, parecí a una antigua casa señ orial del siglo XVIII; la fachada permanecí a intacta mientras que su interior habí a sido reformado para albergar diminutos pisos de un dormitorio, dijo el mé dico. La crisis de 2009 arruinó a su propietario, quien no tuvo má s remedio que vender lo poco que aú n mantení a para reconvertir su antiguo palacio en un bloque de apartamentos, de esta manera sobreviví a con las rentas.

Entraron apresuradamente al inmueble. El portal, de techos inmensamente altos que alguna vez debieron soportar una enorme lá mpara de arañ a con miles de cristalitos brillantes, era sucio y hú medo; al final se adivinaba el inicio de una escalera que seguramente en un tiempo soportó el paso de reyes y nobles, ahora no estaba alfombrada y el desgaste de la madera se percibí a aquí y allá.

–Dicen que en este edificio fue detenido Dostoyevsky. –Indicó el mé dico mientras ascendí an hacia el tercer piso, subiendo de dos en dos los peldañ os. Silvia se lo explicó despué s de alquilarlo; aquel dí a se sentí a muy emocionada, habí a dormido durante casi un mes en un cuartito del laboratorio y ella deseaba la libertad de un apartamento propio. A sus jefes no les gustó, le dijo a su marido, aunque Silvia no se paraba en esas minucias, ademá s no era la ú nica cientí fica del complejo que dormirí a fuera de vez en cuando.

Viví a en el apartamento 3C. Cuando alcanzaron el ú ltimo peldañ o se detuvieron. El mé dico respiraba agitadamente, se apoyó en la pared e inspiró varias veces para aminorar sus pulsaciones, miró luego a Javier y le indicó con un gesto de la cabeza que habí a llegado el momento.

–Está s a un paso. –El doctor Salvatierra advirtió como su corazó n se aceleraba, ahora comprendí a que el galope de sus pulsaciones no era un efecto de la subida precipitada por las escaleras. ¿ Se sentí a preparado? Suspiró profundamente y ambos se encaminaron hacia la puerta. Estaba entreabierta.

Javier sacó su pistola y apartó al doctor. El mé dico respiraba entrecortadamente, jamá s habí a sentido tanto miedo en su vida, ¿ está dentro? Alguien hablaba en el interior del piso, era una voz masculina, só lo un leve murmullo.

–¿ Has oí do? –Dijo el mé dico.

Javier le reclamó silencio con un aspaviento y le señ aló la escalera, no le querí a cerca. Despué s empujó la puerta con decisió n y entró con el arma apuntando hacia delante.

 



  

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