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Capítulo III



 

 

Añ o 997 de la Era Cristiana... Añ o 387 de la Hé gira...

 

Seis guardias de palacio avanzaban con paso rá pido y sostenido por las sofocantes callejas de Bujará. El sol aú n no alcanzaba su cenit y ya hací a sentir todo su poder sobre la aceitunada piel de los soldados, que de haber podido hubieran elegido permanecer bajo la sombra del patio porticada de la fresca morada de Nuh Il. Las calles se encogí an y fracturaban, formando recovecos, curvas inesperadas y callejones que no conducí an a ninguna parte, en un laberinto sucio y amarillento, un color que impregnaba las casas, el suelo, los tejados, hasta las miradas se tornaban ocres por el polvo seco del desierto. A su paso el aire se regodeaba en el golpe sordo de sus pies en la arena y el entrechocar metá lico de las cotas de malla y las mazas.

A cuatro millas, en una pequeñ a chabola de barro crudo del barrio viejo, el joven mé dico Ibn Sina palpaba el vientre a un enfermo mientras escrutaba cualquier gesto de dolencia en su rostro. La casa, de una sola habitació n, no tení a mueble alguno; en el lado má s alejado de la puerta, junto a un ventanuco de apenas un codo, varios leñ os ardí an sobre el piso, construido con el mismo material que paredes y techo.

Completada la inspecció n, el mé dico tomó el pulso del paciente, le separó con cuidado los pá rpados y estudió sus globos oculares.

–El‑ Massihi, prepara una decocció n de adormidera blanca, nuez de las Indias y mandrá gora.

El ayudante del mé dico extrajo de una bolsa de piel de cabra tres frascos de barro cocido y un pocillo de arcilla, se remangó la tú nica y comenzó la elaboració n del preparado. El paciente, tendido sobre una estera de paja, contemplaba al mé dico, arrodillado a su lado, tratando de averiguar en sus ojos la gravedad del mal que le aquejaba, si bien el mé dico mantení a un gesto severo y nada aclaratorio.

–¿ Tienes ya el mejunje?

–Sí, maestro. –Le respondió el ayudante mientras le tendí a una infusió n de un color ligeramente amarillento. Aunque El‑ Massihi era cuatro añ os mayor que el mé dico y é ste no pasaba de los diecisiete, los conocimientos de Ibn Sina le habí an granjeado el reconocimiento y el tí tulo de maestro antes incluso de salir de la madraza.

El mé dico sostuvo la cabeza del enfermo y le dio de beber sorbo a sorbo.

–Hermano mí o, calma tu ansiedad, pronto te verá s liberado del dolor y volverá s a miccionar con soltura –aseguró El‑ Massihi al arrodillarse junto al enfermo.

Diez minutos má s tarde, Ibn Sina buscó el pulso del paciente y comprobó que la infusió n ya se habí a alojado en su cuerpo. El‑ Massihi tomó la bolsa de los frascos y extrajo un hierro de casi un codo con un mango de madera en la base y un pequeñ o triá ngulo en el otro extremo, se acercó al fuego y templó el hierro. Despué s se lo entregó al mé dico y é ste lo introdujo cautelosamente en el pene del paciente, removié ndolo a medida que se adentraba en el miembro viril.

El‑ Massihi habí a asistido a cientos de intervenciones como é sta, y siempre le producí a la misma desazó n en su propia verga, como si pudiera sentir la irrupció n metá lica rasgando la carne en su camino.

–Aquí está –dijo Ibn Sina al retirar el instrumento con una diminuta piedra alojada en la punta–. Esto era lo que le impedí a la micció n –agregó, y, como si la naturaleza quisiera otorgarle la razó n, la vejiga del enfermo se deshinchó, vaciando su contenido sin previo aviso.

En ese instante oyeron llamar a la puerta ené rgicamente. El mé dico dirigió a El‑ Massihi una mirada de interrogació n, sin embargo su ayudante se limitó a encoger los hombros. Bajo los insistentes golpes, la madera seguí a resonando una y otra vez.

–¡ ¿ Quié n será el hijo de camella?! ¡ Ve a abrir y é chalo a puntapié s! –El joven Ibn Sina no estaba acostumbrado a que le interrumpieran.

El‑ Massihi se levantó y se precipitó hacia la puerta. Suponí a que serí a la mujer del enfermo o algú n otro vecino en busca del mé dico, pero al quitar la tranca la puerta se abrió violentamente y seis guardias irrumpieron en la choza. El ayudante trastabilló hacia atrá s hasta llegar a la altura del mé dico, mientras que é ste, arrodillado aú n junto a su paciente, hurgaba dentro de una bolsa.

–¿ Quié n es el mé dico Ibn Sina?

A El‑ Massihi no le agradaba el aspecto de los soldados. Todo el mundo sabe en Bujará que su presencia no representa nada bueno. Miró de reojo al mé dico, que seguí a de espaldas a los guardias, y despué s adelantó un pie con indecisió n.

Mejor yo que é l, pensó.

–¿ Qué queré is? –preguntó El‑ Massihi.

–Vas a venir a palacio –le comunicó el soldado que habí a preguntado.

Ibn Sina se levantó con mesura, se despojó del delantal que usaba para las operaciones y posó una mano sobre uno de los hombros de su ayudante.

–Gracias hermano. –El‑ Massihi temblaba–. No hace falta.

–¿ Pero quié n es el mé dico? –Dudó el guardia.

Ibn Sina no respondió.

–No va a pasar nada, El‑ Massihi. Encá rgate del paciente. –Su ayudante asintió tí midamente–. Haz un preparado con alheñ a, nuez de las indias y coloquí ntida; ya sabes que está todo en la bolsa aunque yo no encuentre nada nunca.

Despué s se giró hacia los guardias, y de pronto se detuvo como si hubiera olvidado algo y se dirigió de nuevo a su ayudante.

–Explí cale a su parienta que ha de administrarle el preparado al salir el sol durante diez jornadas.

Los soldados se mantení an a la espera blandiendo sus mazas. El mé dico se volvió hacia ellos.

–¿ Para qué me necesitan en palacio?

–¿ Eres tú el hijo de Sina?

–¿ Para qué me queré is? –Repitió.

El guardia dudó un momento. Seguidamente meneó la cabeza como si no creyera lo que habí a oí do.

–Hijo de Sina, yo no interrogo a mi señ or cuando me da una orden. La cumplo y basta, y así deberí as comportarte tú tambié n –sentenció –. ¿ Nos acompañ ará s voluntariamente o deberemos arrastrar tu cuerpo por el polvo hasta llegar a palacio?

 

Hací a rato que el sol habí a dejado atrá s la mañ ana cuando se presentaron ante las grandes puertas doradas de la residencia del emir. A resguardo del bochorno esperaba un esclavo de piel oscura vestido con unos calzones bombachos de pañ o marró n y un turbante blanco; el esclavo se inclinó ante é l y le condujo con premura hacia la antesala de los aposentos privados de Nuh Ibn Mansur a travé s de una serie de habitaciones con adamascados en techos y paredes, y alfombras de seda y cachemir. Al final de un corredor soportado por altas columnas de má rmol, reconoció al visir.

–La paz sea contigo, hijo de Sina. Ibn Sina hizo una reverencia.

–Te he reclamado porque el emir se encuentra gravemente enfermo –le anunció al tiempo que se frotaba sus regordetas manos–. Ni los mé dicos de la Corte ni otros convocados en tierras extranjeras han dado con el remedio. Uno de nuestros letrados nos habló de tu trabajo en el bimarastá n y en las casas humildes del rí o, y pensé que quizá tú pese a tu juventud podrí as arrojar luz sobre las dolencias del Comendador de los Creyentes.

El mé dico le observaba con autoridad. El visir era bajito y rechoncho, se cubrí a con un caftá n de terciopelo rojo, camisa de seda blanca y unas babuchas de cuero, teñ idas del mismo color; su cara redonda se agotaba en una fina barba puntiaguda y perfectamente delineada que morí a en el pecho, y su cuerpo desprendí a el ligero perfume de los granados en flor. Unos pasos por detrá s del visir aguardaba un hombre de edad avanzada. De bastante má s altura, su aspecto era desgarbado y su barba muy corta y someramente cuidada; su atuendo, un caftá n de lana carmesí, semejaba un remedo de aquel que vestí a el visir.

–Llé vame ante el emir.

–Espera. Antes quiero que conozcas al fí sico Ibn El‑ Suri. Ha venido desde Siria para tratar a nuestro prí ncipe.

Hizo una señ al al hombre de edad avanzada y é ste se acercó.

–¿ Es el muchachito? –Preguntó el fí sico sirio mientras examinaba al mé dico con curiosidad.

–Así es. –Respondió el visir.

–¿ Y tú qué sabes hacer, muchacho? Ibn Sina apretó los labios.

–Sé aplicar al cuerpo el conocimiento inspirado por mé dicos como el insigne Galeno, su maestro, Hipó crates, el cirujano Discó rides, Sorano de É feso, Oribasio de Pé rgamo, Alejandro de Tralles o, má s recientemente, el gran estudioso Al‑ Razi, entre otros. He asistido a centenares de enfermos y hasta hoy ni uno solo de mis diagnó sticos se ha demostrado erró neo. Ademá s, trabajo en el bimarastá n y comparto mi saber en la madraza con decenas de alumnos.

–Harto pretenciosa parece esta presentació n para tan temprana edad. –En las palabras del fí sico se palpaba su animadversió n hacia el mé dico de Bujará.

–Si Alá no mide a los hombres por su edad sino por su entrega, ¿ por qué habrí as de hacerlo tú?

–Como ambos recordaré is, está is aquí para atender al emir y no a vuestro ego –atajó el visir–. Acompá ñ anos dentro, hijo de Sina.

El fí sico se inclinó de forma afectada ante el joven mé dico y le señ aló la puerta. Ibn Sina comprendió su burla, con todo le devolvió la reverencia con frialdad y se dejó escoltar por el visir hacia los aposentos de Nuh II. Al atravesar la entrada se abrí a un amplio jardí n al aire libre con palmeras, granados y almendros en flor que despedí an un olor fresco e intenso; a un lado, un pasillo abovedado conducí a a una pequeñ a puerta forrada de cobre y, detrá s, un corredor de celosí as blancas y azules daba paso a una habitació n cuadrangular de unos veinte codos de lado. Ibn Sina pensó que debí a ser la antesala a la habitació n principal del emir. En aquel aposento esperaban, en bancos de cedro adosados a las paredes, diez o doce personas: daylamitas de piel curtida, nó madas de las tierras orientales, de ojos rasgados y amarillenta tez, kurdos de nariz aguileñ a. Unos fumaban del narguile con ojos vigilantes, otros tomaban tortas, pasas y queso blanco, y el resto cuchicheaba.

–Es aquí, tras esa puerta de é bano.

En el interior, en el centro de la habitació n, el emir gruñ í a en un letargo febril sobre un lecho de caoba africana de tintes rojizos, rematado por un dosel de marfil con inscripciones del Corá n; a su alrededor, desde cuatro pebeteros de bronce, ascendí an volutas de humo perfumado. Al tiempo que el mé dico se aproximaba hasta la cama el fí sico le iba explicando que el dolor de Nuh II aparecí a y desaparecí a sin ajustarse a patró n alguno. Podí a sumirse durante varios dí as en un estado enfebrecido aquejado de có licos continuos y sú bitamente restablecerse sin que supieran cual de los remedios actuó con acierto, porque en la siguiente crisis y utilizando los mismos tratamientos de la precedente no obtení an é xito de nuevo. A veces sufrí a horribles jaquecas durante horas, y aunque conseguí an reducir el dolor con miel, ajo y emplastos de cebolla, el mal regresaba a la mañ ana siguiente con mayor virulencia. El sirio añ adió que a los có licos sucedí an perí odos de estreñ imiento sin que hasta el momento hubieran descubierto la causa de estos cambios en la sintomatologí a del enfermo.

Ibn Sina se arrimó al paciente, le separó los pá rpados y estudió sus pupilas, le sujetó la muñ eca izquierda y presionó con el í ndice y el corazó n para tomar el pulso de la sangre, acercó el oí do derecho al pecho del emir y se mantuvo en esa posició n durante unos instantes. A los dos lados del enorme camastro esperaban el visir, el chambelá n, el cadí, una decena de servidores, el mé dico de la Corte y otros seis mé dicos má s, incluido el sirio.

El mé dico elevó la cabeza del emir, le abrió la boca y examinó con cuidado las encí as, la dentadura y la lengua. El fí sico sirio advirtió, en un tono lo suficientemente alto para que todos lo oyeran, que en lugar de un hombre de ciencias comparecí a un sacamuelas, lo que incitó a la concurrencia a una risa floja. Pero Ibn Sina cortó el regocijo con una mirada encendida y, ante la sorpresa general, se acercó en dos zancadas hasta el sirio y lo arrastró hasta el emir.

–¡ Oh, gran mé dico de Damasco!, ¿ ves estas manchas moradas bajo los dientes, en las encí as?

Mientras preguntaba lo obligaba a asomarse a la boca de Nuh II.

–¿ Las ves? –Insistió, forzá ndole a permanecer tan cerca que percibí a la pestilencia que surgí a de la garganta del emir.

–Sí, las veo –gritó el sirio tratando de zafarse de la mano de Ibn Sina y apartarse de la fetidez que despedí an los ó rganos internos del prí ncipe.

–¿ Y a qué crees que se deben? –Interrogó Ibn Sina soltá ndolo al fin.

–Son ulceraciones por la mala higiene bucal del prí ncipe –aseguró –. ¿ Qué tiene esto que ver con los dolores de nuestro señ or?

–No, no son ulceraciones. Te diré, os diré a todos, a qué se deben. Aunque antes de proseguir necesito averiguar algo má s. ¿ Alguien puede traer las copas en las que el emir bebe habitualmente?

El chambelá n palmeó una vez y cuatro esclavos que permanecí an ocultos tras la cabecera del lecho se apresuraron hacia la puerta. Poco despué s regresaron con otros seis esclavos má s, entre todos reuní an medio centenar de recipientes de diverso tamañ o, material y color. Muchos se fabricaron a partir de piezas de plata u oro, aunque tambié n podí a distinguirse una decena de copas de terracota profusamente decoradas. Ibn Sina observó é stas especialmente; elegí a una, la olí a, la palpaba, probaba los bordes ante el desconcierto de los presentes y pasaba a la siguiente. Al completar el examen anunció que el emir Nuh II estaba siendo envenenado.

De pronto, un murmullo de voces se desparramó por la sala.

–Muchacho de mal agü ero –clamó uno de los mé dicos.

–¿ Has venido a verter la copa de la discordia en palacio? ¡ Mala ví bora!

El sirio contemplaba las emociones despertadas en la Corte y, satisfecho, contení a el aliento a la espera de que é stas se concretaran contra el hijo de Sina.

–En nombre de Alá, el que hace misericordia, el Misericordioso –aulló Ibn Sina–. Mis palabras está n preñ adas de verdad y si a É l le place os mostraré el camino hacia mi deducció n.

Los asistentes a la exploració n mé dica fueron enmudeciendo hasta que el silencio se adueñ ó de nuevo del aposento.

–Hermanos mí os, el Comendador de los Creyentes ha estado siendo envenenado con plomo, si bien nadie aquí presente es directamente culpable de tal feloní a, al menos conscientemente. ¿ Veis estas copas de terracota? Cuatro de ellas presentan una rica decoració n elaborada con pinturas de tintura de plomo; cuando el emir posaba sus labios en su borde el veneno se introducí a en su cuerpo con malas artes. De ahí sus cambios de humor, sus có licos alternos, sus dolores de cabeza, que tal como vení an se marchaban sin explicació n. Los mé dicos conseguí an curar los sí ntomas en tanto no probara de una de esas copas, pues en el momento en que volví a a beber de una de ellas reaparecí an sin piedad.

El fí sico sirio trató de hablar de nuevo e Ibn Sina se lo impidió con un gesto.

–El Espí ritu de la Nació n necesita ahora curar los efectos que ha ido ocasionando la tintura de plomo y, por supuesto, en adelante no deberá atenuar la sed con ninguna de estas copas policromadas. Una vez cumplidas quince jornadas y siempre que siga el tratamiento que prescribiré, si place al Altí simo volverá a disfrutar de buena salud.

Nadie se movió. Todos permanecí an atentos al visir, que carraspeó unos segundos y a continuació n se dirigió al mé dico.

–Has hablado con palabras sabias, hijo de Sina. Ordena todo lo necesario al chambelá n, desde ahora te alojará s en las estancias privadas de Nuh II. Que Alá dirija tu mano en la curació n de nuestro prí ncipe.

 

En los siguientes dí as Ibn Sina se dedicó por entero a la curació n del emir. Le administraba preparados a base de ajo, ruibarbo y semilla de mirobá lanos para que su cuerpo purgara el plomo alojado, atendí a sus dolores de cabeza con una decocció n de hojas de menta y melisa, y para cortar el estreñ imiento practicaba las enseñ anzas del griego Teofrasto y le preparaba infusiones de diente de leó n, malvavisco y saú co. De esta manera sus cuidados fueron desencadenando los efectos adecuados en el paciente, que en la duodé cima jornada se atrevió con un cordero asado y un corto paseo por el jardí n de sus aposentos privados.

–Huelo a canela y comino, y eso no puede significar má s que una cosa señ or: habé is faltado a la dieta que os prescribí.

–Mi buen mé dico, disfruta conmigo de este paseo

El emir e Ibn Sina caminaban despacio, sin hablar, como dos viejos amigos.

–¿ Oyes eso?

–¿ El qué, señ or? No...

–El agua, ¿ oyes ese rumor?

–Son las acequias que dan de beber a vuestras palmeras.

–Sí, el agua... Hijo de Sina, ¿ sabes que mi abuelo inició la construcció n de este palacio?

El mé dico no comprendí a a dó nde querí a ir a parar.

–Quié n no conoce la historia de vuestra familia.

–Mi abuelo era muy poderoso, un gran hombre, sabio y temible con sus enemigos. Mas no poseí a el verdadero poder... No, no lo poseí a.

El emir señ aló un banco al pie de un almendro y los dos se sentaron. Los ojos de Nuh II brillaban, su piel volví a a recuperar el tono tostado de antes de la enfermedad.

–Esto –dijo señ alando el riachuelo construido para regar el jardí n– es el verdadero poder. Aquí en el desierto esto es el poder –repitió.

Luego enmudeció, quizá dejá ndose arrastrar por recuerdos. La brisa les acariciaba tí midamente aquella mañ ana.

–Yo creí a que con eso me bastaba, pero no. Estuve a punto de morir, y eso no lo cambia ni el oro ni las piedras preciosas, ni siquiera todos los rí os del mundo.

–No os atormenté is. Habé is pasado por una prueba del Altí simo, eso es todo.

–El Altí simo me ha puesto a prueba, sí, mas fueron tus manos las que me permitieron escapar de ella. Tus manos, hijo de Sina, valen má s que todos los rí os del mundo. Tú me has devuelto la salud.

El emir se levantó y esperó a que el mé dico hiciera lo mismo. Despué s le miró a los ojos.

–Hijo de Sina, tienes ante ti a un hombre muy poderoso, ya lo sabes. Puedes pedirme lo que quieras.

Ibn Sina dudó un instante.

–Señ or, no hice esto por...

–No quiero falsa humildad en mi casa –le cortó el emir–. En estos dí as hemos podido conocernos, y sé que te sabes el mejor mé dico de estas tierras. Y lo eres en verdad. ¿ Qué quieres?

–Acceso a la Gran Biblioteca.

 

Ibn Sina se sentó con las piernas cruzadas frente a los tres grandes arcos de ladrillo, acomodó sus manos sobre la frí a arena del alba, cerró los ojos y se concentró en sus propios latidos. Las cambiantes dunas del desierto y el sonido apagado de la soledad se desvanecieron en tanto que, en su mente, el acompasado latir iba atenuá ndose perezosamente a lo largo de segundos, minutos y horas, hasta casi detener su incesante ritmo cuando el sol alcanzó su cenit. Habí a llegado el momento.

–Hermano, ¿ está s preparado?

Ibn Sina abrió los ojos. Un hombre de barba greñ uda y tú nica desaliñ ada esperaba a resguardo del sol bajo los tres inmensos arcos.

–Alá, el Misericordioso, ha abierto mi mente. Sí, hermano, estoy preparado.

El anciano se rascó las nalgas.

–Muchos antes que tú se han presentado ante mí y se han marchado sin penetrar en este recinto. ¿ Qué te hace pensar, hermano, que en esta ocasió n será diferente? –Ibn Sina se removió inquieto–. ¿ Acaso eres mejor que ellos?

–Hermano, ante Alá todos somos iguales. Só lo que...

–¿ Qué?

–Alá me ha concedido un don. Puedo desentrañ ar los malos humores del cuerpo y acertar con sus remedios.

–Otros sanadores vinieron tambié n –advirtió el anciano mientras se rascaba la oreja izquierda con fruició n–. Es verdad que ninguno de ellos curó al emir, pero aú n no sé si está s preparado muchacho.

–¡ Muchacho! ¿ Crees, anciano, que mi edad supone impedimento alguno?

–¿ Qué edad tienes? ¿ Diecisiete, dieciocho? ¿ Sabes cuá nto han esperado otros para pisar el sagrado suelo de la Gran Biblioteca de Bujará? Treinta añ os, treinta añ os –Ibn Sina presionó las palmas de las manos contra la arena caliente–. Te repito, ¿ crees que eres mejor que ellos, que cualquiera de esos sanadores? –Al mé dico le temblaban los labios–. Vamos muchacho, no tengo todo el dí a. ¿ Eres mejor? ¿ Eres el mejor sanador? ¿ Eres digno de recibir el conocimiento que hay tras esta puerta?

–Sí, sí lo soy. Lo soy, lo soy, lo soy.

El anciano sonrió.

–Levá ntate. Só lo quienes desnudan su alma son merecedores de alcanzar el conocimiento.

Instantes despué s, Ibn Sina atravesó la triple arcada de la mano del anciano y se adentró por la vereda de un jardí n colmado de sauces llorones de frondoso ramaje, higueras cargadas de su dulce fruto, que despertaron en el mé dico recuerdos de frescas noches en casa de sus padres, cerrados rosales con capullos rosados, blancos, malvas y rojos, ní veas orquí deas de alto tallo. Sus pies caminaban sobre un lecho blando de pé talos y sus ojos se detení an en los granados, almendros y naranjos que bordeaban el camino para ofrecerle sus ramas preñ adas. A su alrededor rí os de agua cristalina recorrí an pequeñ as acequias.

Los aromas se sucedí an unos a otros, mezclá ndose en efluvios dulces y frescos, en algú n momento con toques reconocibles de limó n, naranja o melocotó n. Junto a geranios encarnados, en los rincones mejor escogidos, descubrí a bancos de cedro rojizo que le invitaban a detener su paseo para recrearse en el paisaje.

–¿ Es acaso é ste el jardí n de Alá?

–No te demores en este lugar, hermano. Hubo otros que escogieron esos bancos que ahí ves y jamá s pisaron el suelo sagrado de la biblioteca –le avisó el anciano al tiempo que señ alaba hacia una puerta de doble hoja y varios codos de altura a unos pasos de dó nde se encontraban.

La puerta, de oscuro roble, poseí a un relieve delicado. La pared en que se enmarcaba habí a sido revestida de má rmol rosado, difí cil de localizar en estas latitudes y má s difí cil aú n de trabajar por su fragilidad. Sobre el má rmol una frase inscrita con esmerada caligrafí a: He aquí la fuente del conocimiento. Entra y sacia tu sed.

Ibn Sina y el anciano se detuvieron.

–Ha llegado tu momento, hermano. Pasa y cá lmate.

La puerta se abrió sin que Ibn Sina alcanzara a entender có mo. Tras ella un largo pasillo de grandes losas blancas y negras, tambié n de má rmol, y má s allá, al final del corredor, una enorme sala rectangular de dos plantas de altura.

Libros de papel á rabe, rollos de papiro egipcio, bronces cuneiformes babilonios, pergaminos de atirantada piel, tablillas de junco chino. Decenas de miles de ejemplares, quizá centenares de miles, se amontonaban sobre estanterí as de blanco abedul a lo largo de las paredes de la sala. Una docena de estudiosos leí a o escribí a en cuatro mesas dispuestas a un lado de la habitació n.

Ibn Sina recorrió con lentitud algunas de las estanterí as. Bajo su atenta mirada pasaron obras de Plinio, Sé neca, Cató n, Ciceró n, AlFarabi, Ibn Isaac, Hipó crates, Galeno, Plató n...

Al acabar, se arrodilló en mitad de la sala y lloró.

 

Ibn Sina tomó por costumbre sentarse frente a la puerta de roble poco antes del alba para esperar al chambelá n, quien tení a encomendada la apertura de la biblioteca apenas despuntaban por el este los primeros rayos de sol. A partir de ese momento se encerraba durante horas a devorar todo tipo de libros, papiros, pergaminos o papel de seda. Si no conocí a la lengua, la aprendí a, si contení a jeroglí ficos de los que no se conocí a el significado, hablaba con sabios e historiadores, solicitaba al emir cartas de recomendació n para intelectuales Je tierras extranjeras o le pedí a que se hiciera con volú menes que le aportaran los conocimientos indispensables para desentrañ ar el significado de los dibujos.

Cuando tocaba retirarse, enfebrecido, no se permití a volver a casa en tanto no acabara de leer y entender el texto que examinaba. Ese há bito le fue reconvenido en numerosas ocasiones por parte del chambelá n, cuyo cargo tambié n aparejaba cerrar la gran puerta que permití a la entrada a la biblioteca. Invariablemente, Ibn Sina siempre respondí a que lo tendrí a en cuenta la pró xima vez e inmediatamente volví a a caer en sus excesos horarios. Fueron tantas las ocasiones y tanta, tambié n, la confianza que entre ambos surgió, que finalmente el anciano le entregó la llave, no sin antes exigirle precaució n y advertirle que só lo seis personas contaban con una copia.

Una madrugada, pasados dos inviernos desde que accedió a la Gran Biblioteca, Ibn Sina llegó agitado a la morada de su padre. En los ú ltimos meses só lo recalaba en su casa para dormir, y por ese motivo la madre habí a dispuesto que en sus aposentos siempre pudiera encontrar alimentos preparados para su consumo inmediato, tales como sé mola amasada con mantequilla de leche de oveja, rajas de meló n recié n comprado en Ferghana, y dá tiles, pasas y almendras, aderezado todo con leche de menta y vino de palma. Aunque aquella noche el mé dico se dirigió a la estancia de El‑ Massihi.

–Feliz despertar, hermano.

Su ayudante masculló una protesta.

–Venga, hermano, no holgazanees. Levanta tu culo de la estera. A travé s de la ventana la luna llena iluminaba el aposento.

–Maldito hijo de camella, dé jame dormir. Hace meses que no te veo y me vienes a despertar a... ¿ qué hora es?

El‑ Massihi levantó la cabeza y miró al mé dico; su rostro le desconcertó.

–¡ Hermano! ¡ Qué te ocurre! Está s pá lido.

–Nada... y todo. ¡ Cuá ntas maravillas ha descubierto el hombre! No podemos continuar con el velo sobre los ojos tan só lo porque nadie haya sabido hilar los conocimientos de unos y otros, de aquellos y de estos, en el mosaico que nos ofrece Alá para nuestro propio provecho. Hemos sido bendecidos, hermano, por la vida, y nosotros la engrandeceremos con la erudició n acumulada durante siglos. Ya lo dijo el profeta: Quien orienta hacia lo bueno es como quien lo realiza, y nosotros seremos esos guí as.

–¿ Qué es este trabalenguas? No entiendo el rompecabezas, hermano. ¿ Podrí as hablar en la lengua de tus padres?

Ibn Sina se acomodó en unos cojines frente a El‑ Massihi. É ste se incorporó y lo contempló detenidamente. No só lo estaba pá lido, ademá s sus ropas le quedaban tan anchas que su cuerpo se perdí a dentro como un niñ o a quien le probaran el atuendo de su padre. El‑ Massihi sabí a de su obsesió n por la erudició n, má s de una vez lo habí a descubierto en sus aposentos con libros escamoteados al chambelá n, el cabo de la vela a medio apagar y sus ojos resecos de tantas lecturas. Era en esos momentos cuando se preguntaba qué buscaba el mé dico con tal vehemencia.

–Habla, hermano. Sabes que conmigo puedes hacerlo.

–Hace meses que acabé de leer todas y cada una de las obras que el emir guarda en la biblioteca. Son muchas, sí, pero ya sabes de mi capacidad lectora. Una vez terminado ese primer estudio, me senté a reflexionar durante siete jornadas.

–Pero...

–Dé jame continuar. Al cabo de ese tiempo me fue desvelado un principio. Todo lo escrito por el hombre forma parte de un pañ o mayor, de un universo má s grande, y si reunimos todos los hilos conductores de esas obras y conseguimos unificar esa vasta tela, podremos adquirir todo el saber.

–Eso es imposible. No puedes haber leí do todo lo que ha escrito el hombre hasta ahora, y aunque así fuera eso no comprenderí a el conocimiento completo de la humanidad.

Ibn Sina sonrió.

–Tienes razó n. No se puede reunir todo lo escrito por el ser humano, bien que lo sé. Ahora, si reú nes las obras de las mentes má s brillantes de todas las é pocas y de todos los campos, y a ello unes una inteligencia poderosa... Entonces podrí as acercarte mucho, y si no alcanzas el conocimiento absoluto sí algunos que podrí an llegar a transformar la tierra, todas las tierras.

El‑ Massihi se recostó en la pared. Aquello le parecí a una fantasí a má s propia de poetas que de mé dicos.

–Uno de esos secretos es fá cil de entender. Aunque nos llevarí a horas, te lo resumo. La tierra, el mundo, no se ajusta a lo que nos han enseñ ado; algunos antes que nosotros, y otros lo comprenderá n má s tarde, lo descubrieron hace tiempo. El mundo gira alrededor del sol y ademá s es redondo. Si caminas hacia el oeste o hacia el este sin detenerte, en algú n momento volverá s al mismo lugar en el que te hallabas al principio.

–No te burles de mí, hermano.

Ibn Sina extrajo de una bolsa de cuero unos papeles con dibujos y cá lculos numé ricos y se los arrojó a su ayudante.

–Tú eres hombre de ciencia. Estudia esto.

El‑ Massihi comenzó a ojearlos.

–Pero esto no es lo má s importante. Hay má s, mucho má s.

–¿ Si esto no es lo má s importante, qué puedo serlo? ¿ Has encontrado, acaso, la cueva de Alí Babá?

A Ibn Sina le sudaban las manos. No estaba seguro de querer compartir esto con nadie. Se despojó del turbante y de la tú nica, dejando al descubierto su escuá lido tronco y una diminuta bolsa que parecí a pegada a su piel.

–Aquí tengo un documento escrito por mi propia mano. Lo he introducido en un sobre, que luego he lacrado y guardado en esta bolsa.

El mé dico se sacó por la cabeza la cuerda que sujetaba la bolsa.

–Quiero que la guardes. No pretendas mencionarme nunca dó nde. Nadie debe saberlo, ni siquiera yo mismo. Es má s, si algú n dí a te la reclamo pregú ntame el motivo, y si no está s convencido tampoco me la entregues a mí.

El‑ Massihi la cogió y la puso en su bolso de mé dico.

–¡ No! Nunca debes llevarla encima... Eres la ú nica persona en la que confí o verdaderamente.

–¿ Puedo saber qué...?

–No me pidas eso. Es mejor que seas ajeno a su contenido.

Ibn Sina se levantó y se dirigió a la puerta.

–¿ A dó nde vas ahora?

–A concluir algo de lo que abomino pero que estoy condenado a emprender.

 



  

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