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Capítulo II



 

 

El doctor Salvatierra se desabrochó el reloj de pulsera, lo soltó sobre el má rmol del lavabo y metió las manos bajo el agua. Estaba frí a, má s frí a que en Madrid, aunque la sensació n de frescura le vení a bien. Se mojó la cara y la nuca, cogió una toalla y se secó con cuidado. ¿ Qué hora era? Las seis y veinte. Habí an transcurrido cuatro horas desde el incidente con los á rabes, sin embargo parecí an mil añ os. En esas cuatro horas estuvo a punto de morir en dos ocasiones, ¿ qué serí a lo pró ximo? Se sentó en el filo de la bañ era, estaba derrotado, y recordó a Javier. Sin é l no lo habrí a conseguido. Fue una suerte su ocurrencia, levantarse y echar a correr de aquellos hombres les salvó a ambos. El mé dico pensó en ello detenidamente. El joven supo ser valiente, atrajo su atenció n y les obligó a perseguirle, desde luego, comprendió, pudieron emplear sus pistolas, aunque no lo hicieron.

Hizo memoria. Las imá genes del momento se volví an confusas. Primero Javier huyó, despué s le siguieron los dos á rabes y, por ú ltimo, un coche irrumpió en la calle a toda velocidad con unos individuos, concretamente tres, que tambié n portaban armas. El mé dico no presenció todo el espectá culo, luego lo tuvo que ir reconstruyendo como un pequeñ o rompecabezas, con piezas de aquí y de allá, propias o de Javier, que le relató aquello que se perdió desde su escondite.

El joven salió desde detrá s del seto, gritó, saltó a la acera y huyó hasta alcanzar una esquina de la calle. El doctor Salvatierra lo atribuyó en un primer momento a un acceso de locura, pues no podí a ser de otra manera, a nadie en su sano juicio se le ocurre. Pero Javier lo hizo, corrió y corrió esperando que en cualquier momento le alcanzara una bala, sin embargo no le dispararon. Los dos á rabes se mostraron desconcertados unos segundos y acto seguido iniciaron la persecució n, alejá ndose del jardí n y del refugio del mé dico. En aquel instante el doctor se levantó con precaució n y los vio de espaldas, fue entonces cuando por el otro lado de la calle apareció un Renault Laguna a gran velocidad. A partir de ahí se produjo un intercambio de disparos entre los á rabes y los hombres del interior del coche; afortunadamente justo al comenzar los tiros Javier desapareció por la esquina y el mé dico se arrojó al suelo tras el seto.

Durante los eternos segundos que permaneció sobre el cé sped el doctor Salvatierra creí a realmente que iba a morir. ¿ Por qué sucede esto? Pese a todo sacó fuerzas para alejarse de la calle arrastrá ndose con manos y pies, hasta que Javier apareció de algú n lugar, le ayudó a incorporarse y le arrastró hasta el coche.

–¡ Corre!

Aú n sentí a en su pecho esa sensació n de ahogo, el pá nico. Los pies se le enredaron y estuvo a punto de caer un par de veces a pesar de que Javier le sujetó del brazo hasta llegar al vehí culo.

–Yo conduzco. Tú é chate sobre el asiento. –El joven se encargó de la situació n rá pidamente. Ahora, en el bañ o de aquella casa vací a, el mé dico descubrí a que la actitud de Javier le reconfortó porque le evitó tener que responsabilizarse de su propia salvació n. Lo habí a hecho bien, no hací a falta má s. Quizá debió confiar así en David, haberle permitido má s espacio, aunque, se reconvino a sí mismo, siempre lo hizo todo por su bien.

Las detonaciones de las armas de fuego tuvieron que oí rse a kiló metros, sin embargo, ahora se le revelaba con perplejidad, ni un policí a ni un curioso, nadie apareció en aquella calle. Podí an haber muerto y ninguna persona lo habrí a evitado. Esa reflexió n alimentó su mente durante unos minutos con sombrí as imá genes, imá genes tan parecidas L aquellas que le rondaron durante semanas tras la desaparició n de David, imá genes de sangre y violencia, de golpes y llantos. Se levantó como un resorte del filo de la bañ era y volvió a mojarse la cara en el lavabo.

Cuando salió del bañ o se acomodó en un sofá de cuatro plazas de scay negro que ocupaba gran parte del saló n. Intentó recordar có mo habí a llegado hasta allí aunque ni siquiera se acordaba de la fachada de la vivienda, Javier le habí a revelado que se trataba de una zona residencial de los alrededores de Parí s. Le dolí a el brazo derecho, se levantó la manga de la camisa y descubrió un morató n a la altura del codo, poco para lo que podí a haber sido. La huida de los á rabes fue un episodio rocambolesco para el doctor Salvatierra, tumbado sobre el asiento trasero del cuatro por cuatro mientras Javier manejaba a excesiva velocidad y con movimientos bruscos. La cabeza le rebotaba contra la puerta en las curvas, en una ocasió n cayó del asiento hasta el piso del vehí culo y se incorporó como pudo. Javier le confesó má s tarde que en esos momentos creyó que habí a perdido a sus perseguidores, qué lejos estaba de la verdad. No transcurrió demasiado tiempo hasta comprobar por el retrovisor que unos metros por detrá s les seguí a el mismo coche negro, desconocí a có mo se deshicieron del Renault Laguna pero lo cierto es que los tení an a unos pasos de nuevo, y esta vez no parecí a que les fuesen a dejar escapar.

–Doctor, no te levantes. Esos tí os vuelven de nuevo.

–Pero ¿ quié nes son? ¿ Qué quieren? –El mé dico se sentí a mareado, los movimientos del coche afectaban a su estó mago. No es hora de vomitar. Inspiró y expiró profundamente dos o tres veces para controlar las arcadas que sentí a crecer hacia su garganta.

–No te preocupes, a esos los despisto yo. –Es un juego. Para Javier es un juego. El doctor se sentí a incapaz de pensar con claridad–. Javier, dé jalo, detente en cualquier sitio. Yo les diré que no tienes nada que ver conmigo.

–¡ ¿ Está s loco?!

El olor a plá stico del asiento trasero se le metí a por la nariz. ¿ Cuá ntos se habrá n sentado aquí? El vehí culo no parece muy viejo, tendrá quizá tres o cuatro añ os. Tragó saliva intentando ahogar una ná usea, alzó la cabeza y miró hacia atrá s, a unos veinticinco metros distinguió en el interior del coche el pelo negro y rizado del conductor, no apreciaba los detalles de su cara salvo unos pó mulos salientes y una nariz ancha, y sus gestos de amenaza. No reparó en su compañ ero. Intuí a que debí a fijarse bien en el conductor, é l era el problema.

Javier se mantení a a suficiente distancia, pisando el acelerador cuando advertí a que se acercaban. La velocidad de ambos no era excesivamente alta, no pasaba de los ciento cuarenta kiló metros hora, como si hubieran acordado una suerte de persecució n sostenida pese a que uno y otro coche eran capaces de alcanzar velocidades bastante mayores.

–No tienen prisa –dijo el joven–. Podemos darles un susto.

En la autoví a apenas se cruzaban con otros automó viles, y cuando así sucedí a los adelantaban y continuaban a la misma distancia uno del otro.

–Javier, dé jalo. No merece la pena, sea lo que sea lo arreglaré. Puede que tenga que ver con mi mujer, ella lo aclarará, seguro que es un malentendido. –La voz sonaba angustiada–. Con esto só lo conseguiremos matarnos.

El joven parecí a disfrutar. Apartó un momento la mano derecha del volante y tecleó sobre la pantalla del GPS sin atender al mé dico.

–Aquí –señ aló una curva cerrada a dos kiló metros con una salida de la ví a nada má s acabar la curva. Parí s ya les quedaba a pocos kiló metros y eso se apreciaba en una circulació n má s densa y rá pida–. Despué s será imposible.

–¿ Qué vas a...?

La pregunta quedó en el aire pues Javier tomó gran velocidad, lanzando hacia atrá s al mé dico. Unos segundos má s tarde, al rebasar la curva, dio un volantazo a la derecha y se salió al arcé n que pronto se convirtió en una ví a de servicio que abandonaba la autoví a. Aceleró con la intenció n de frenar tras unos á rboles que se divisaban a la derecha, ya fuera de la carretera; era la ú nica forma de perderlos. Lamentablemente calculó mal el espacio de que disponí a y el coche acabó por precipitarse dando botes por una cuesta pronunciada que se cortaba en una valla publicitaria.

–¡ No! –El mé dico dio con la cabeza en el techo del coche. Javier maniobró a derecha e izquierda y logró disminuir la velocidad pero no consiguió evitar la valla.

 

Aú n le dolí a el costado. Se levantó la camisa, en el abdomen permanecí an rastros de sangre alrededor de una gasa, tambié n manchada. Por fortuna la casa en la que se habí an ocultado disponí a de un buen botiquí n. Del accidente en sí no recordaba mucho, tal vez la sensació n de removerse en el interior de una lavadora. El vehí culo volcó y dio un par de vueltas hasta quedar bocabajo. Aquella fue la segunda vez que estuvo a punto de morir hoy.

¿ Dó nde se habrá metido Javier? Se levantó ayudá ndose del brazo del sofá y se estiró con cuidado, el golpe en el codo le habí a dejado medio insensible el antebrazo aunque el abdomen le dolí a aú n má s, lucí a un corte de unos cinco centí metros de largo cerca del ombligo que hubiera constituido un peligro en caso de no sucederle a un mé dico. Pudo arreglarlo, al menos de momento, con una aguja cauterizada, algo de hilo y un desinfectante, todo ello bastante a mano en la vivienda en la que consiguieron colarse para despistar a los á rabes. Caminaron durante varios kiló metros a travé s de un pequeñ o bosque a poca distancia de Parí s, cuando acabaron los á rboles se divisaba la capital francesa allá a lo lejos como un hormiguero gigante. Los á rabes debieron pasarse la salida, y si vieron el accidente no les sirvió de nada, pues no podí an abandonar la autoví a antes de diez kiló metros. El mé dico se acercó a la cocina a buscar a Javier. Le inspiraba confianza, ¿ por qué David no? ¿ Y Silvia? ¿ Dó nde estará Silvia ahora? Si encontrara el mó vil..., no recordaba el telé fono de su esposa, hací a tiempo que no habí a marcado ningú n nú mero y menos aú n el de Silvia. No encontró al joven en la cocina, tampoco en los dormitorios, quizá se hartó de esta locura y exploraba ahora mismo la forma de llegar a San Petersburgo. No le culparí a por ello. Le estaba agradecido pero comprendí a que habí a arriesgado mucho, no podí a pedirle má s.

Cuando Javier entró en el saló n se encontró con el doctor Salvatierra tumbado en el sofá, le dolí a la herida de la tripa. Comprobó la temperatura de su frente y luego le puso un cojí n bajo la cabeza, sacó de los bolsillos algunos objetos y los soltó sobre una mesa de má rmol negro. El doctor sonreí a.

–Está s siendo un buen amigo, Javier.

–No digas eso, cualquiera harí a lo mismo.

El mé dico lo negó.

–He vuelto al coche.

El doctor Salvatierra se medio incorporó asustado.

–No te preocupes, he ido con cuidado. Necesitaba recoger algunas cosas, una maleta y algo de ropa, y tu documentació n, estaba en la guantera.

El mé dico se volvió a tender y cerró los ojos.

–Hay algo má s.

–¿ Has llamado a la policí a?

–He encontrado tu mó vil.

En ese instante se levantó de forma atropellada lastimá ndose en el torso, aunque no se detuvo a pensar en ello, le quitó a Javier el mó vil le las manos y trasteó los botones para encontrar el nú mero de Silvia, in embargo la pantalla del telé fono no se encendí a. Continuó unos segundos má s pulsando teclas hasta que Javier le detuvo.

–Está apagado, creo que se ha quedado sin baterí a.

–¿ Y el cargador?

–¿ Qué cargador?

–Estaba en la maleta.

El joven se precipitó hacia la entrada del piso y regresó con una maleta de cuero rojizo.

–¿ En esta?

–Sí, sí. –Se la arrebató, la abrió ansioso y rebuscó entra la ropa hasta dar con un pequeñ o cargador negro.

Fueron unos minutos intensos. Los dos esperaban impacientes a que el mó vil se encendiera pero parecí a que el tiempo se hubiera detenido y las cosas sucedieran a cá mara lenta. Por fin la pantalla se iluminó con una luz verdosa. Dos mensajes nuevos de llamadas perdidas, dos llamadas perdidas de Silvia y un mensaje leí do, que sin embargo el mé dico no habí a visto hasta ahora: Ayú dame, Simó n. Me han encontrado.

 

El Renault Laguna esperaba con las ventanillas bajadas frente a un dispensario de un coqueto y diminuto pueblo francé s. Cualquiera que se detuviera a observarlo advertirí a unos agujeros redondos de escasas dimensiones en el capó, concretamente cuatro, y dos má s en una de las puertas, ademá s en el asiento del copiloto habí a rastros de sangre, tambié n en el asiento trasero. Parecí a que sus ocupantes hubieran abandonado el coche con prisas porque lo estacionaron de cualquier manera, el morro apuntaba al bordillo en un á ngulo de inclinació n de al menos treinta grados cuando el resto de vehí culos se encontraba dispuesto en fila. Un policí a de la gendarmerí a francesa sacó su libreta de sanciones. Cuando habí a rellenado la mitad de la multa se detuvo, hasta ese instante no se habí a percatado de la sangre. Se acercó a la ventanilla del copiloto, palpó el asiento con dos dedos y se los miró, se habí an manchado, despué s descubrió un revó lver en el piso del coche delante del asiento.

En ese momento tres hombres salieron del dispensario, uno de ellos caminaba apoyado en los hombros de los otros dos, habí a restos de sangre en su pierna derecha; otro tení a el brazo vendado y en la venda tambié n podí an verse manchas de sangre. El policí a arrojó al suelo la libreta de multas y extrajo su arma con cuidado.

Messieurs, restez oû vous ê tes, s'il vous plaî t.

Los tres se detuvieron.

Evadez‑ vous de la porte. Break it up et levez vos mains. –El agente movió ostensiblemente su pistola y los tres alzaron los brazos y se separaron.

Se miraron resignados.

–Es tiempo de explicaciones –admitió el hombre de la pierna herida.

 

–Creo que es hora de que aclaremos algunas cosas.

El doctor no oí a a Javier. Se mantení a echado en el sofá, el mensaje de Silvia constituyó una fuerte conmoció n. La herida se habí a abierto y sangraba dé bilmente, aunque al mé dico parecí a no importarle; se acurrucó y permaneció un rato como si hubiera entrado en una especie de letargo abotargado. ¿ Dó nde está Silvia? ¿ Tambié n como David? ¿ Qué ocurre? En su mente las preguntas se hacinaban sin encontrar respuestas, y Javier no podí a ayudarle, nadie podí a ayudarle. Una arcada le obligó a incorporarse, vomitó un lí quido amarillento sobre la moqueta y reposó de nuevo la cabeza sobre el brazo del silló n sin siquiera tratar de asearse la boca y la barbilla en una actitud de abandono de sí mismo que Javier contemplaba preocupado.

–Doctor, todo tiene solució n, ya verá s como todo tiene solució n. No está s solo, hay muchas personas que está n trabajando, no te encuentras solo.

El mé dico le miraba sin comprender realmente. ¿ Hay muchas personas trabajando? ¿ Quié nes, para qué? El dolor del abdomen le impedí a pensar con precisió n, se palpó la herida, sangra demasiado; en ese instante comprendió que debí a hacer un esfuerzo porque si no acabarí a muriendo desangrado, alzó una mano hacia Javier y é ste le ayudó a levantarse, luego se irguió levemente y sintió una punzada de dolor que le atravesó el estó mago y alcanzó la columna vertebral.

–¡ Maldita sea!

–Tranquilo doctor, no te empeñ es en sacrificios inú tiles. Si no puedes caminar, avisaré a alguien.

–No, no. Tú mismo lo dijiste, no sabemos en quien confiar. Creo que yo podré... –Se apoyó en Javier– si tú me ayudas...

–Ok, ok. ¿ Dó nde vamos?

–Al bañ o, aú n queda suficiente hilo y agua oxigenada, podré, creo que podré...

Al poco rato el mé dico volví a a estar recostado en el sofá. Se habí a cosido de nuevo la herida y la habí a desinfectado, lo ú nico que le hací a falta eran calmantes; Javier se habí a ofrecido para ir a comprarlos, confiaba en que anduviese con cuidado, esos tipos del coche negro iban en serio. ¿ A qué se referí a cuando dijo que habí a mucha gente trabajando? Debí a preguntá rselo en cuanto llegara. Todo estaba resultando muy extrañ o. ¿ Dó nde estará Silvia? Cuando descubrió el mensaje, el doctor Salvatierra no acertó a actuar, fue Javier quien le arrebató el mó vil, buscó el nú mero de Silvia y la llamó. Sin embargo, por respuesta só lo recibió una comunicació n de la compañ í a que advertí a que el telé fono estaba apagado o fuera de cobertura.

–Creo que estos te servirá n, ¿ no?

El joven acababa de regresar con una bolsa surtida: antibió ticos en cá psula y lí quidos, calmantes, vendas, esparadrapos, puntos de sutura, jeringuillas, etc. Por suerte el herido era mé dico.

–Preguntaron si era para completar un botiquí n de primeros auxilios del ejé rcito. Debe de haber algú n cuartel francé s por aquí cerca.

El mé dico tomó un par de calmantes y se los tragó sin agua. Despué s miró a Javier a los ojos.

–¿ A qué te referí as antes?

–¿ Antes?

–Cuando decí as que habí a mucha gente trabajando.

El joven carraspeó y guardó silencio, daba la impresió n de que no se atreví a a hablar.

–Responde Javier.

Javier le observaba como si tratara de averiguar hasta qué punto podí a abrirse al mé dico. Se acarició la mejilla izquierda, donde exhibí a una leve magulladura, nada importante, suspiró ruidosamente y comenzó.

–Hace tiempo que esos á rabes te vienen siguiendo.

El mé dico palideció. ¡ ¿ Qué está pasando?!

–Hace seis meses, en uno de los controles rutinarios de agentes del Cuerpo Nacional de Policí a detectamos a dos terroristas de Al‑ Qaeda en nuestro paí s. Siguiendo el protocolo preestablecido informaron al Cuerpo Nacional de Inteligencia, y varios de sus miembros fueron designados para emprender un seguimiento discreto de estos terroristas. Se trataba de conocer sus intenciones antes de que cometieran cualquier tipo de acto delictivo, por si se conseguí a desactivar toda una red. En pocos dí as se constató que ellos a su vez habí an montado un operativo de seguimiento; al principio se pensó que estaba relacionado con la empresa farmacé utica con la que colaboras de tanto en tanto, con McCalister, pero unas semanas despué s en el CNI estaban seguros de que ú nicamente estaban interesados en ti.

Al mé dico se le fueron las manos a la cabeza en un gesto apesadumbrado.

–Los agentes encargados de la vigilancia de los terroristas permanecieron al acecho para averiguar los motivos por los que te seguí an; sin embargo, actuaban de forma tan sigilosa que por má s que lo intentaron no descubrieron el objetivo de su trabajo. En cualquier caso, continuaron a la espera por ver en qué se concretaba todo. Así se han mantenido durante el ú ltimo medio añ o, hasta que algo cambió. Hace una semana captaron una comunicació n proveniente de algú n lugar en Oriente Medio. A los terroristas les ordenaron capturarte y trasladarte a San Petersburgo.

Javier se detuvo. Parecí a temer que la informació n que le suministraba acabarí a de complicar su estado de salud, tan precario en esos momentos.

–Es difí cil de creer... pero continú a. –Los calmantes habí an hecho su efecto y el mé dico se habí a permitido incluso mantenerse sentado y sereno.

–Querí an que les ayudaras a encontrar lo que ellos denominan el Objetivo Uno. En ese intervalo iniciaste los preparativos para viajar a San Petersburgo y eso les facilitó las cosas. Al emprender tu viaje ellos te siguieron, tambié n los agentes del CNI por supuesto.

Acabó de hablar y se mantuvo a la espera. Sabí a que faltaban algunas preguntas, tambié n algunas respuestas.

–¿ Han estado siguié ndome unos terroristas durante seis meses?

–Sí.

–¿ Y la Policí a lo sabí a y no hizo nada?

–No es que no hiciera nada, estabas protegido desde luego.

–¡ ¿ Protegido?! –El mé dico tuvo un acceso de tos y escupió algo le sangre.

–Debes guardar reposo –le dijo al tiempo que intentaba que se volviera a recostar en el sofá.

El mé dico le rechazó

–¿ Y tú qué pintas en todo esto? ¿ Quié n eres?

–Efectivamente no soy estudiante de arte.

–¡ Eso ya lo imagino yo solo!

Javier suspiró. Tení a derecho a enfadarse, todos lo habí an engañ ado, en este momento debí a sentirse como la marioneta de una farsa, bailando al son de lo que unos y otros dictaban sin que é l hubiera sido consciente hasta ahora. Se merecí a la verdad.

–Soy uno de los agentes del CNI encargado de tu vigilancia. Somos cuatro. Viste a los otros tres en el restaurante donde me conociste.

El mé dico hizo memoria y recordó a tres jó venes con corbata que cuchicheaban a unas mesas de distancia.

–Pensamos que la situació n se habí a vuelto muy peligrosa y mis jefes decidieron que uno de nosotros te acompañ ara. Me eligieron a mí porque soy el má s joven y podrí a dar mejor con el perfil...

El doctor Salvatierra se levantó enfurecido. Olvidó por un momento su dolor y su herida y comenzó a pasear de un lado a otro del saló n murmurando, unos segundos despué s se volvió y se dirigió a Javier con los ojos vidriosos.

–¡ Me has engañ ado! A qué vení a toda esa historia de tu padre y tus abuelos, a qué esa vena romá ntica, ¿ era necesario?

–Gran parte de aquello es cierto. Mi padre sí murió hace poco y sí es verdad que acabo de descubrir que tengo una tí a en Rusia, no se lo habí a contado a nadie.

–¿ Por qué a mí, por qué?

–No lo sé, sentí a que podí a hacerlo.

El mé dico se volvió a sentar y se colocó una mano en el abdomen, los efectos de los calmantes se evaporarí an de un momento a otro. Sentí a la boca pastosa, sudaba y sus manos temblaban.

–Tal vez deberí as beber un poco de agua –dijo, y sin esperar respuesta se levantó y trajo un vaso de la cocina.

El mé dico bebió atropelladamente.

–¿ Por qué yo? –preguntó con un hilo de voz mientras el agua le resbalaba por la barbilla.

–No hemos cosechado demasiados resultados en ese campo. Los dos terroristas de Al Qaeda son Mâ kin Nasiff y Rashâ d Jalif, unos asesinos capaces de arrancarte un ojo si se adecua a sus propó sitos. Desde luego, te han destinado a los mejores, ha de ser muy importante aquello que quieren de ti.

–¿ Y qué buscan? ¿ Y por qué Al Qaeda? ¿ No es una organizació n terrorista?

–La opinió n pú blica só lo conoce una parte de sus actividades. Al Qaeda comenzó su carrera de violencia en la segunda mitad del siglo XX, desde entonces ha evolucionado. Ahora no só lo se dedica al terrorismo, sus integrantes está n infiltrados en el narcotrá fico, el blanqueo de dinero, el juego y en todo aquello que pueda destruirnos. Funcionan con agentes, nosotros seguimos llamá ndoles terroristas, pero en realidad son espí as, y espí as muy bien formados. Roban informació n, planean acciones de desinformació n, asesinan limpiamente a objetivos individuales.

El mé dico se veí a superado por el alcance de los acontecimientos. ¿ Qué está pasando? Una punzada volvió a lastimarle.

–¿ Objetivos individuales? ¿ No es eso un eufemismo?

–Es mejor llamarlo así.

–Continú o sin saber por qué yo. ¿ Qué ocurre con Silvia? ¿ Sabe el CNI dó nde está?

Javier negó.

–Mis jefes han investigado a tu mujer. Sabemos que comenzó una investigació n hace un añ o, como dijiste, pero no hemos conseguido averiguar ningú n detalle acerca de su trabajo, seguro que tú sabes má s que nosotros.

Un par de calmantes y su gestó se relajó.

–Lo ú nico que sé es que lo llevan con gran secretismo, mi mujer nunca me ha contado nada. Bien es cierto que entre nosotros no ha habido mucho de qué hablar en los ú ltimos meses.

–¿ Có mo la contrataron?

–Fue ese Snelling del que te hablé. No hay má s de lo que ya te he explicado. Le ofreció formar parte de un encargo de alguien que preferí a mantenerse en el anonimato. La investigació n se inició meses antes pero parece que no conseguí an avanzar, por lo que requirieron la colaboració n de mi esposa.

–¿ Có mo pudo aceptar sin conocer los detalles?

–Es muy comú n cuando se trata de desarrollos para la empresa. En muchas ocasiones ni siquiera conoces el producto que está s ayudando a elaborar, só lo te ocupas de una porció n de la investigació n. Desde que se promulgó la Ley Europea de Protecció n de los Derechos Colectivos, las compañ í as han pasado a tener todo el poder pese a que son los cientí ficos los que desarrollan las ideas.

–Sabí amos que tu mujer trabajaba en Rusia aunque, como dices, oda lo que rodea su labor está encapsulado, aislado. No hemos logrado averiguar nada. Montamos un operativo de seguimiento y lo ú nico que descubrimos es que prá cticamente no abandona las instalaciones del laboratorio y cuando lo hace la acompañ an discretamente dos escoltas.

El mé dico se incorporó.

–¿ La habé is seguido? ¿ Cuá ndo?

–Hace unos dos meses, aunque el operativo fue abandonado al no descubrir evidencias –admitió.

 

–Comisario, le llaman de la Comisarí a Central de la Policí a Nacional francesa. Es la comisaria Laure Lemaire.

El comisario Eagan habí a oí do hablar de esa mujer. Se la conocí a muy bien en el á mbito policial europeo por su sagacidad y, sobre todo, por su tenacidad en la resolució n de casos. Eagan no la conocí a personalmente, con todo su opinió n acerca de ella no era precisamente favorable.

–Pá same... Al habla Eagan, ¿ en qué puedo ayudarla? –Le preguntó en un tono frí o.

–Buenas tardes, comisario Eagan. Me he puesto en contacto con usted porque hoy se ha producido un accidente de trá fico a unos cuarenta kiló metros de Parí s.

El comisario inglé s se sorprendió. Era completamente improbable que se pusieran en contacto con é l desde Francia para algo así, aunque la ví ctima fuera del mismo Londres.

–¿ Y para eso me llama? ¿ Hay algú n ciudadano inglé s implicado?

–No, no lo hay. No hay ninguna ví ctima, en realidad no hemos encontrado a nadie en el coche.

–¿ Entonces qué colaboració n podemos aportar desde Londres? –Eagan se exasperaba.

–Muy fá cil. ¿ Me puede decir por qué no podemos acceder al expediente de la persona que habí a alquilado ese vehí culo?

–Y yo que tengo que ver. –El comisario habí a elevado el volumen.

–Usted dirá, su departamento obstaculiza la informació n.

–¡ Que, vamos a...!

La comisaria francesa le interrumpió.

–El coche fue alquilado por un mé dico españ ol, un tal Simó n Salvatierra. Hemos intentado acceder a su expediente, pero una orden dictada por usted lo impide, ¿ me puede decir qué está ocurriendo?

 

–Javier Dá vila.

–¿ Có mo?

–Mi nombre real es Javier Dá vila. Es justo que sepas mi verdadero nombre.

El mé dico asintió. Aú n estaba conmocionado por la informació n recibida del joven. Intentó levantarse pero perdió el equilibrio, y se hubiera estampado contra el suelo si Javier no llega a sujetarlo a tiempo. Debí a descansar un par de horas, en caso contrario só lo serí a un estorbo y pondrí a la vida de los dos en peligro, ambos pensaban en ese momento en los á rabes.

Los minutos transcurrí an con cuentagotas y la impaciencia de Javier crecí a ostensiblemente, la primera regla a la que debí a atenerse era no permanecer en el mismo lugar mucho tiempo, aunque las circunstancias fí sicas del doctor no aconsejaban una huida precipitada.

Fuera oscurecí a y hací a frí o. El doctor Salvatierra se incorporó con cuidado y señ aló el mó vil, que descansaba sobre la mesa.

–Tenemos que intentarlo de nuevo.

Javier asintió, cogió el telé fono y se lo entregó al mé dico. El doctor pulsó la tecla de rellamada y se colocó el mó vil en la oreja; nadie al otro lado, ú nicamente el mensaje de la operadora.

–¿ Puede haber olvidado el telé fono en casa?

–Nunca pierde ni olvida nada. Yo sí, ella es distinta. No puede haberlo extraviado... Debe ser otra cosa...

–¿ No tienes otro nú mero donde contactar?

–Nunca me dio otro nú mero.

El mé dico se recostó en el sofá. El dolor del abdomen habí a remitido gracias a los calmantes pero estaba muy cansado.

–Debemos continuar hacia San Petersburgo.

–No me perdonarí a que le ocurriese algo.

Javier recogió los objetos que habí a dejado sobre la mesa y se los guardó en el bolsillo. Al mé dico le extrañ ó tanto secretismo, ¿ de qué se trataba?, ¿ qué era tan importante? Quiso preguntarle cuando una nueva punzada en el estó mago le cortó la respiració n unos segundos, luego olvidó la cuestió n, no era el momento de preguntas. En la calle la temperatura habí a descendido, ya era noche cerrada y no se veí a un alma por los alrededores; pese a todo, Javier insistió en la necesidad de ser precavidos. Bajaron los tres escalones de la entrada cogidos el uno al otro y recorrieron el camino de piedra que dividí a el cé sped del jardí n, se detuvieron al cruzar la valla de la entrada y observaron una vez má s la calle: ni peatones ni coches.

Javier comenzaba a recelar de tanta quietud, aú n no era tarde y ya parecí a una zona fantasma, y así se lo hizo saber al mé dico.

–Es mejor darse prisa.

En ese momento sintieron una leve vibració n en sus oí dos, apenas un susurro que rá pidamente se transformó en el ruido de un rotor. Suspendido diez metros por encima de sus cabezas, un helicó ptero. Javier arrastró al mé dico en direcció n a una callejuela oscura que distinguió enfrente pero sú bitamente los rodearon una veintena de policí as franceses que esgrimí an sus armas y los conminaban a detenerse y alzar las manos. En pocos segundos se encontraron con la cara pegada al asfalto y las manos esposadas a la espalda, inmediatamente despué s alguien los levantó y los empujó por separado hacia el interior de dos coches patrulla.

 

El doctor contemplaba las piernas de la mujer que se paseaba ante é l, no porque le atrajeran, realmente se sentí a aterrorizado y no se atreví a siquiera a mirar a los ojos de su interlocutora, simplemente no habí a otro sitio al que dirigir su atenció n. Le habí an arrastrado hasta una sala diminuta de paredes blancas con una mesa enorme, tambié n blanca, que ocupaba el centro de la habitació n; a un lado un espejo, en realidad un cristal con una cá mara detrá s, al otro la puerta. La mujer de las piernas estupendas, que comenzaban en unos estrechos tobillos pá lidos y acababan en un muslamen desproporcionado, presumí a de sus encantos exhibié ndose en un claro juego de seducció n. Se sentaba ante el mé dico, se levantaba de nuevo sin ocultar su sonrisa artificial, caminaba a su alrededor, rozando como por casualidad los hombros del doctor Salvatierra, despué s volví a a las preguntas. Así una y otra vez durante dos horas.

Laure Lemaire vestí a una minifalda roja pegada al cuerpo y un jersey marró n de hilo con un escote en «V»; los pechos nunca habí an constituido su parte favorita aunque procuraba realzarlos con un sujetador con relleno, y eso acababa por dar resultado siempre. Sin embargo, hoy no era uno de esos dí as.

La comisaria ignoraba la causa del accidente, el motivo de la explosió n posterior del cuatro por cuatro –explosió n que el mé dico conoció por la comisaria, Javier no le habí a puesto al tanto, pensó que tal vez por no preocuparle má s–, a qué vení a la intromisió n de Scotland Yard... En definitiva, poco má s sabí a que al inicio de lo que ella misma habí a denominado eufemí sticamente una charla agradable.

El doctor Salvatierra permanecí a sentado y con las manos esposadas a la espalda. Hasta el momento se habí a resistido a hablar. Cuando los levantaron del suelo con las manos atadas, pudo oí r, casi adivinar, de labios de Javier que cualquier cosa que averiguasen pondrí a en peligro a Silvia. El mé dico optó, disciplinado, por evitar respuestas comprometedoras y se limitó a exigir la presencia de su embajada y murmurar que los dos disfrutaban de sus vacaciones cuando sufrieron el accidente.

Pero la advertencia de Javier no era la ú nica causa de su silencio. ¿ Có mo habí an dado con ellos? ¿ Quié n podí a conocer su paradero?, ellos mismos desconocí an la direcció n de la vivienda en la que se habí an ocultado. Existí an demasiadas incó gnitas como para confiar en una desconocida, de momento só lo se fiaba de Javier.

–¡ No comprende que yo só lo quiero ayudarlo! –aseguró la comisaria.

El doctor Salvatierra reclamó de nuevo la asistencia de un representante del consulado o de la embajada. Lemaire hablaba bastante bien españ ol, su abuelo habí a sido un exiliado de la Guerra Civil españ ola, aú n así no parecí a segura de que su interrogado entendiera las preguntas e insistí a en las mismas cuestiones.

–Cué nteme el motivo de su viaje.

–Ya le he dicho... Estamos de vacaciones, hemos tenido un accidente, nos asustamos y huimos.

–Sí, eso me ha contado una y otra vez, y le digo que no me lo creo. No sé có mo ni por qué pero hasta ahora nos ha sido imposible acceder a informació n alguna sobre usted salvo su nombre y su profesió n, y eso no puede ser casualidad... Aquí hay algo que no cuadra.

Lemaire se sentó, sus ojos evidenciaban cansancio.

–¿ No comprende que así no puedo ayudarle?

El mé dico dudó. El tono de su voz podrí a ser sincero, el doctor sentí a que quizá se estuviera equivocando, tal vez deberí a explicarle todo y tratar de reemprender el camino hacia San Petersburgo. En ese momento, la comisaria recibió una llamada y salió precipitadamente de la habitació n.

Mientras estuvo solo el mé dico ordenó sus ideas. No serí a sencillo aclarar la presencia de Javier, quizá no deberí a inmiscuirle. El doctor le habí a cogido aprecio pese a que se habí a sentido engañ ado cuando el joven le confesó que era un agente del CNI. En cualquier caso le habí a salvado la vida, de eso no cabí a duda. Lo mejor serí a no revelar su identidad, le pondrí a en dificultades.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre joven de piel pá lida y sobrado de mú sculos se adentró en la habitació n. Se presentó como agente del Cuerpo Nacional de la Policí a españ ola, su acento le delataba, habí a nacido en Cá diz o en alguna parte de la provincia. Se acercó y le puso una mano en el hombro.

–Puede acabar muerto en cualquier momento, igual que su esposa; si sabe lo que le conviene manté ngase en silencio cuando regrese la comisaria.

–¿ Quié n es usted? ¿ Có mo se atreve...?

–Shhhh... –El desconocido le mandó callar–. No se ponga nervioso doctor. ¿ No querrá perjudicar a su hijo?

–¿ Mi hijo? Pero qué demonios...

–Sabemos mucho de usted, no se crea que venimos con los ojos cerrados. Usted nació el 28 de abril de 1958, fue criado en Madrid. Estudió Medicina en la Complutense, por sus notas podrí a haber escogido una especialidad má s importante, pero eligió Medicina de Familia, tal vez porque nunca ha sido ambicioso; su mujer sí, ¿ verdad? A Silvia Costa la conoció en la universidad. Al terminar la carrera de Fí sica se marchó a Estados Unidos para completar sus estudios y regresó con una amplia formació n. Se casaron y se establecieron en Madrid. Despué s ella obtuvo una plaza de investigadora en el CSIC, pero constantemente trabaja en proyectos internacionales. Bueno, hasta hace cuatro añ os, cuando lo de su hijo David.

El mé dico forcejeó con las esposas sin conseguir nada.

–¡ ¿ Qué sabe de mi hijo?!

–No podemos contarle nada. No podemos... de momento. Usted me ayuda a mí y yo le ayudo a usted; ya sabe, una mano lava a la otra. Só lo tiene que proporcionarnos algú n dato acerca del paradero de su mujer. ¿ Dó nde se ha escondido en los ú ltimos dí as?

–¿ Escondido? ¿ Cree usted que yo le puedo ayudar? ¡ No puedo ni ayudarme a mí mismo!

–Sí que puede, usted es la ú nica persona en quien confí a Silvia Costa y me va...

Lemaire interrumpió la frase.

–¿ Quié n es usted? ¿ Có mo ha entrado en la sala de interrogatorios?

–Comisaria, soy el inspector Ó scar Elorriaga del Cuerpo Nacional de Policí a de Españ a. He intentado ponerme en contacto con usted pero me ha sido imposible. Uno de sus hombres me indicó que estarí a por aquí, encontré la puerta abierta y me he permitido entrar. Espero que disculpe mi intromisió n, no pretendí a ofenderla.

–No crea nada. Me ha amenazado con dañ ar a mi familia si no le contaba yo no sé qué...,

–No le haga caso. Este hombre forma parte de una organizació n que se dedica al trá fico de ó rganos para trasplantes. Í bamos tras su pista desde hace dos añ os aunque, he de confesar, é sta es la primera vez que nos enfrentamos a é l cara a cara. Está bamos a punto de cazarlo hace unas horas y se nos escabulló despué s de provocar un accidente –explicó el recié n llegado a la policí a francesa.

–Yo no he provocado nada... Ha sido un problema del automó vil...

–¿ Tiene usted alguna identificació n? –preguntó la comisaria.

–Por supuesto. Aquí tiene mi placa y una orden de detenció n para el doctor. Cuando quiera puede ponerse en contacto con mis superiores en Madrid y le corroborará n mi historia.

–No le quepa la menor duda, lo haré inmediatamente. Mientras tanto, le sugiero que espere en mi despacho. Es el segundo a la derecha.

–Lamento decirle que no puedo esperar. Sabe perfectamente que ni usted ni yo debemos contravenir una orden de detenció n internacional. He de trasladar a su detenido y al joven que lo acompañ a.

–Me niego a marcharme con usted –exclamó el mé dico sú bitamente–. Comisaria, confí e en mí... Este policí a no es lo que aparenta... –Parecí a a punto de sufrir un colapso nervioso–. Sé que hasta ahora le he contado una historia un poco inverosí mil, pero estoy dispuesto a empezar de nuevo si impide que me vaya con é l.

Lemaire dudó unos segundos y finalmente se inclinó por obedecer el mandato que detentaba el inspector españ ol.

–Puede hacerse cargo de ellos, aunque antes haré esa llamada. ¿ De acuerdo? –Dijo dirigié ndose a Elorriaga.

–Lo comprendo, yo hubiera actuado de la misma manera.

–Está cometiendo un grave error –advirtió el mé dico con sí ntomas de abatimiento en la voz.

–Acompá ñ eme, debe rellenar una serie de formularios en la intranet del departamento –apuntó la comisaria dando por terminado el interrogatorio.

–Desde luego. –El inspector sonrió al cerrar la puerta.

El mé dico luchó de nuevo con las esposas. ¿ Qué está pasando? David continuaba vivo, el policí a conoce su paradero. Trató de incorporarse pero las esposas no se lo permití an. Forcejeó hasta derrumbarse en la silla extenuado y luego apretó los puñ os; estaba convencido de que no iba a escapar bien de todo aquello, no podí a hacer nada para salir de allí ni para contactar con su mujer. ¿ Y David? ¿ Có mo sabí an de é l? ¿ En qué estaban metidos? Un montó n de preguntas se agitaban en la marejada de sus pensamientos.

Los dos policí as regresaron. Lemaire habí a comprobado la veracidad de la informació n y ahora debí a entregar al mé dico y al joven pese a las reiteradas protestas del doctor. El agente españ ol sonrió sin pudor al mirar al mé dico, despué s le sacó de la sala; el doctor temblaba, habí a algo en ese hombre que le repugnaba.

Coincidió en la puerta de la comisarí a con Javier; como é l, habí a sido esposado y era escoltado hacia la calle. El mé dico respiraba agitadamente. La herida del abdomen volví a a molestarle, se mordió los labios por el dolor. Sabí a que los puntos podrí an abrirse con el esfuerzo y no podí a hacer nada por evitarlo.

Javier intentó transmitirle confianza con un gesto, pero el doctor mantení a apoyada la barbilla en su pecho y la mirada taciturna, las fuerzas le abandonaban por momentos. Se dirigieron a un vehí culo estacionado a unos metros, caminaban despacio, avanzando a base de los empujones de sus guardianes. La comisaria contemplaba la escena desde una ventana. Su intuició n le advertí a sobre esos policí as, no serí a la primera vez que unos individuos se colaban en una instalació n policial para secuestrar a unos detenidos. El trato de los agentes hacia los detenidos era rudo, demasiado para ser policí as, aunque eran españ oles, y todos conocí an en Francia sus mé todos, pensaba la comisaria. De todos modos, algo no se ajustaba. Recordó en ese momento la grabació n de la sala de interrogatorios y tecleó una contraseñ a en su PDA, quince segundos má s tarde corrió hacia la salida.

–¡ Detenedlos! ¡ Detenedlos! –El video confirmaba las palabras del doctor. Evidentemente no era agentes españ oles.

Intentó alcanzarlos antes de que huyeran, sin embargo la rapidez con la que actuó no fue suficiente, cuando alcanzó el aparcamiento los secuestradores ya arrancaban. Poco despué s el automó vil desapareció por las calles de Parí s. A Lemaire só lo le restaba dictar una orden de busca y captura y sentarse, derrumbada, en su despacho. Estaba furiosa consigo misma, primero la habí an ninguneado desde Londres y ahora engañ ado aquí, en su propia comisarí a.

Dos minutos despué s de iniciada la marcha, el vehí culo abandonaba Parí s y se adentraba en la A‑ 4 en direcció n a Reims. Los supuestos policí as españ oles se mantení an atentos a los retrovisores mientras que los dos retenidos permanecí an cabizbajos en el asiento trasero con las manos a la espalda, en una postura harto incó moda. El doctor protestó en un par de ocasiones para que les abrieran las esposas, y los policí as no respondieron a sus requerimientos. A Javier aquello parecí a no interesarle pues mantení a la cabeza entre sus piernas desde que lo arrojaron sin muchos miramientos en el asiento trasero.

El mé dico se preguntaba quienes podrí an ser sus captores, estaba claro que no pertenecí an al Cuerpo Nacional de Policí a y tampoco parecí an á rabes; el caso es que la pronunciació n de Elorriaga le recordaba a Andalucí a.

–¿ Quié nes son ustedes?

Los dos hombres se miraron un par de segundos con un brillo iró nico en sus ojos, luego regresaron a la carretera. Mantení an el gesto adusto y la mirada concentrada, ambos vestí an traje oscuro, Elorriaga, sin embargo, se permití a una nota de color en la corbata.

–¡ ¿ Qué sabe de mi hijo?!

–Aú n no es momento de hablar, les está n esperando.

–¿ Esperando? ¿ Quié nes? ¿ Qué quieren de mí?

–No necesita má s informació n –insistió Elorriaga.

–Al menos podrí an decirnos quienes son.

–No van a responder. Son profesionales –advirtió Javier.

El agente del CNI se habí a incorporado. A diferencia del mé dico, exhibí a una sonrisa amplia y un gesto despreocupado.

–Son britá nicos, doctor. ¿ No es así?

Los dos individuos hicieron caso omiso.

–Como ve, no van a contestar. Está n entrenados para eso, ¿ o no les entrenan en el MI6 para eso?

Sus captores continuaban imperté rritos observando la carretera y, de tanto en tanto, los retrovisores. El mé dico observaba el cabello del conductor, cortado casi al cero, cuando Javier volvió a hablar.

–En el MI6 les enseñ an a actuar en todo tipo de situaciones...

El mé dico giró la cabeza a tiempo de ver al agente españ ol hacerle una señ al hacia la puerta, pero el doctor Salvatierra encogió los hombros. ¿ Qué querí a? Javier no esperó ninguna ayuda, sacó las manos desde detrá s de la espalda, rodeó el cuello de Elorriaga con la cadena de las esposas, se incorporó lo suficiente y le propinó un fuerte cabezazo al conductor, que quedó inconsciente sobre el asiento. Sin nadie que sujetara el volante, el coche viró con brusquedad a izquierda y derecha, aunque milagrosamente se mantuvo en el mismo carril.

Elorriaga jadeaba. No llegaba el aire a sus pulmones. Javier se aferró má s a su garganta. El mé dico, entretanto, se encogió junto a la puerta con el semblante demudado. Veí a como el supuesto policí a nacional iba perdiendo fuerzas, pataleaba y se forzaba por captar oxí geno. Javier apretó má s la cadena y gritó algo al doctor, pero é ste se acurrucó aú n má s contra el silló n. Medio minuto má s tarde Elorriaga perdió el conocimiento.

–¡ El volante!

Pocos metros por delante la carretera se cerraba en una curva. El mé dico se habí a incorporado.

–¡ Javier, el volante!

El agente del CNI se estiró, agarró el volante, dio un volantazo y saltó por encima de los asientos delanteros, pero el cuerpo del conductor le impedí a tomar el control. Se apretó tratando de meterse entre é l y el volante, metió la pierna y consiguió frenar justo antes de llevarse por delante el quitamiedos metá lico.

–¡ Ufff!

Lo primero que hizo Javier fue comprobar que los dos agentes britá nicos tení an aú n pulso. Despué s sacó fuera al doctor, y un minuto má s tarde ambos huí an campo a travé s evitando las zonas despejadas.

Caminaron durante una decena de kiló metros por una campiñ a solitaria. Temí an que en cualquier momento un helicó ptero de vigilancia les diera alcance y repetir la escena de horas antes. Mientras vagaban por la regió n tratando de hallar algú n modo de transporte, el mé dico quiso saber có mo se las habí a ingeniado Javier.

–¿ Có mo lograste quitarte las esposas?

–Fue sencillo, se trataba de unas Kalcyon, unas esposas muy fá ciles.

–¿ Eso es lo que hací as mientras estabas recostado sobre tus piernas?

–Sí –respondió Javier con una sonrisa.

–¿ Y có mo supiste que eran britá nicos?

–Estaba meridianamente claro. Quizá podrí a ser má s difí cil adivinar la procedencia de aquel que te interrogó a ti; tal vez habrá vivido una parte de su vida en Gibraltar o haya nacido allí. Pero el que a mí me tocó probablemente aprendió castellano en Inglaterra. Ademá s, es obvio su origen indio y eso proporciona muchas pistas, ¿ no cree?

–Ya veo que te han enseñ ado bien en la academia. ¿ Y eso de que pertenecen al MI6?

–Las té cnicas de trabajo, la estrategia de acció n, no sé..., si vinculas su nacionalidad a que indudablemente forman parte de un servicio de inteligencia... bueno... cualquiera con un poco de sentido comú n llegarí a a la misma conclusió n sin demasiado esfuerzo.

–Realmente está s aquí para protegerme –manifestó agradecido.

–Sí, ya te lo dije. Espero que confí es en mí y me ayudes –le rogó tendié ndole la mano.

El mé dico se la estrechó efusivamente y sin mediar palabra lo abrazó, sorprendiendo al agente, que no esperaba esa muestra de cariñ o. Ambos habí an soportado una enorme tensió n en las ú ltimas horas y el contacto les vino bien para descargar el estré s acumulado.

–¿ Qué quiere el MI6 de mí? –Preguntó má s tarde. De momento evitó hablar de David, no dudaba de Javier aunque desconocí a hasta qué punto debí a fiarse.

–Eso es algo que tendremos que averiguar.

Siguieron andando hasta que Javier decidió que la ú nica manera de solventar sus problemas era establecer contacto con sus superiores en Madrid; para ello debí a encontrar un mó vil limpio.

–Necesitamos un transporte y un lugar seguro donde descansar. Vamos a acercarnos a esa casa y pediremos que nos dejen telefonear. Tú no hables, só lo asiente si te pregunto, ¿ de acuerdo? –El doctor só lo querí a sentarse y comer algo. Se sentí a desfallecer a causa del cansancio y el hambre, y le importaba poco qué tení a que hacer o decir, se limitó a encogerse de hombros y seguir a su compañ ero mientras su mente no dejaba de dar vueltas sobre el paradero de Silvia y la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo irremediable, las palabras del britá nico acerca de su hijo tambié n le asediaban.

–Maldita investigació n... –se quejó entre dientes camino de una valla de madera que rodeaba un jardí n de flores azules, blancas y rojas.

Bonjour, monsieur.

Bonjour.

Pourrions‑ nous té lé phoner?

Voulez‑ vous té lé phoner?

Oui, nous avons eu un contretemps et avons besoin de contacter notre entrepris.

Un contretemps?

El francé s estaba sentado en el porche trasteando en lo que parecí a una parabó lica. Llevaba un mono azul impregnado de numerosas manchas de distinto tamañ o y color y lucí a un enorme mostacho y el gesto desconfiado de quien no suele ver extrañ os en su propiedad. A su lado, sobre un banco de aluminio, medio crep de chocolate y un vaso vací o. El mé dico permanecí a ajeno a la conversació n observando extasiado los restos de comida, Javier, por su parte, trataba de idear alguna explicació n razonable por si el propietario de la vivienda ahondaba en sus pesquisas. Finalmente, pese a mantener una expresió n hurañ a, metió la mano en el bolsillo y sacó un mó vil.

 

–Vendrá n en media hora. Los he citado a dos kiló metros de aquí para no tener que esperar en casa de este señ or, no me fí o de su mirada. Apuesto lo que quieras a que en cuanto nos alejemos unos pasos llama a la policí a; los gabachos son muy suyos. –Advirtió el agente poco despué s de despedirse del francé s.

–Tambié n es verdad que no está la cosa como para fiarse de cualquiera. La crisis nos ha hecho mucho dañ o a todos ¿ no te parece?

–Tal vez, en cualquier caso los franceses son má s precavidos, se ponen en guardia en cuanto ven a un desconocido.

–Por cierto, te entiendes muy bien en su idioma. No me dirá s que lo aprendiste para tu tapadera porque no me lo tragarí a –bromeó el doctor.

–No, claro que no. Lo estudié en la Universidad. Tambié n me defiendo bastante bien con el inglé s y el ruso, por si lo quieres saber –agregó con sorna.

El mé dico sonrió pero luego se puso serio.

–¿ Qué ocurre?

–¿ Có mo nos encontraron?

El agente fijó sus ojos en la carretera como si en cualquier momento pudiera aparecer el coche que esperaban.

–Creo que yo he tenido la culpa. No debí volver al cuatro por cuatro. Alguien tuvo que verme y proporcionó mi descripció n a la Policí a, só lo fue cuestió n de tiempo el que dieran con nosotros.

 

Á lvarez levantó el palo por encima de su cabeza y lo dejó caer con elegancia hasta golpear la bola. Tení a un buen swing pero carecí a de la paciencia indispensable para disfrutarlo, los socios del club opinaban que no acudí a al campo de golf para relajarse sino para estresar a los demá s. Esa era la razó n por la que nadie quisiera compartir su juego; cuando le veí an llegar engominado y perfumado corrí an a buscar una excusa, aunque algú n novato acababa siempre por picar. En esta ocasió n era Pavieta, el de los astilleros.

–Buen golpe, Sergio –Mintió el constructor de barcos.

–Sí..., bueno, a ver có mo lo mejoras tú. –El director de Operaciones del CNI era un hombre de retos; ya fuera en el trabajo o en su tiempo libre, nunca evitaba una apuesta. Con frecuencia aseguraba que la competencia creaba seres fuertes, luchadores, era la naturaleza en estado puro. Y su ayudante lo sabí a, por eso se mantení a a varios metros cuando jugaba: lo mejor era no estar cerca tras una mala decisió n, se decí a. Lamentablemente debí a comunicarle novedades sobre el caso Salvatierra, y la cuestió n no admití a esperas.

–Señ or, nuestro agente ha establecido contacto.

–¿ Y bien? –Respondió escuetamente su jefe.

–Los ingleses tambié n está n buscá ndolo.

–Debemos tener má s cuidado a partir de ahora –respondió entornando los ojos para divisar dó nde habí a caí do la bola.

 

Un Lancia de color azul oscuro se detuvo frente a ellos treinta minutos exactos despué s de la llamada a Madrid. Era un vehí culo de emergencia para agentes de servicio. Disponí an de decenas de ellos por toda Europa. En el interior del coche encontró ropa, alimentos y una bolsa de lona. El conductor se entretuvo unos minutos a solas con Javier y luego se montó en un vehí culo que el mé dico no vio llegar.

Javier colocó su pulgar derecho en una pantalla retroiluminada del salpicadero y su huella fue reconocida de inmediato, despué s emprendió la marcha. Ya en la carretera, introdujo la mano bajo su asiento y extrajo un envase refrigerado de aluminio con sá ndwiches y un par de coca‑ colas.

Avanzaban despacio. Era mejor no llamar la atenció n. El mé dico lo observaba con curiosidad, ciertamente se parecí a a David, los dos ofrecí an una impresió n equivocada a primera vista, como si hubieran decidido ofrecer su imagen má s inconsciente, pero indudablemente só lo era apariencia. Cuando contemplaba a Javier veí a a su hijo, con la misma pasió n en el fondo de sus ojos, con la misma perseverancia. Lá stima que no supiera entenderle a tiempo. Tampoco puso é l de su parte. Las recriminaciones volví an a sus pensamientos. No sabí a si era capaz de perdonarle, y menos aú n de perdonarse a sí mismo.

–Quizá podamos aclarar algo.

El mé dico dio un largo sorbo a su bebida.

–¿ A qué te refieres?

–¿ Recuerdas a los á rabes en aquel jardí n?

El mé dico sonrió.

–¿ No iba a hacerlo?

–Grabé algunas palabras.

–¿ Có mo que grabaste?

Javier le entregó la lata vací a de coca‑ cola.

–Cuando está bamos en el cé sped, activé una grabadora de alta precisió n, podí a captar mejor que nuestros propios oí dos cualquier conversació n a cincuenta metros a la redonda. Lamentablemente la perdí en el accidente, por eso tuve que volver al coche. Ya en la casa no hubo tiempo para contarte nada y despué s..., ya sabes lo que pasó despué s.

–Sí, ya sé. –El mé dico suspiró –. Entonces no has podido oí r el audio que grabaste, te quitarí an todo en la comisarí a como a mí.

–Ya no llevaba la grabadora, la destruí.

El doctor Salvatierra se excitó.

–¡ ¿ La destruiste?!

–No te preocupes, las grabadoras que usamos poseen una conexió n wi‑ fi que permite enviar su contenido a un disco duro remoto. Es por seguridad, si te pillan no pueden averiguar qué has conseguido grabar.

El mé dico asintió. Sabí a que sin Javier no habrí a llegado tan lejos, ¿ qué querí an los á rabes y los britá nicos? ¿ En qué maldito lí o se habí a metido Silvia? ¿ Qué tení a que ver en todo esto David?

–Javier, necesito respuestas.

El joven lo miró un segundo y volvió sus ojos a la carretera.

–Mis jefes no aprobarí an que te permitiese oí r la conversació n. Aú n así creo que eres la persona con má s derecho del mundo a oí rla

–Javier calló un momento y se giró hacia el mé dico. El doctor lo observaba con las retinas empañ adas–, por tanto, la vas a oí r. No sé si aportará poco o mucho, pero sea lo que sea, tendrá s la oportunidad de conocerlo.

–Gracias.

El joven no respondió. Tal vez creí a que no era el momento de agradecimientos o quizá le costaba expresar este sentimiento, fuese lo que fuese lo guardó para sí.

–El agente que conducí a este automó vil me entregó una nueva grabadora con el audio y, lo que es má s importante, con la traducció n que han realizado en Madrid.

La grabació n comenzaba con unas voces lejanas, eran unos murmullos prá cticamente imposibles de interpretar, dos minutos despué s pudieron captar con suficiente claridad una frase completa: aleyna an nayiduhu fahuwa yuhawil an yaytami' bil‑ mara' wa bi‑ majtut ach‑ chaij, luego el sonido fue decayendo hasta no volver a escuchar má s que un bisbiseo sin sentido, má s tarde el jadeo de alguien, seguramente Javier corriendo, y unas detonaciones.

–¿ Tenemos algo? ¿ Crees que nos puede servir?

–Has oí do lo mismo que yo. Apenas hay tres o cuatro segundos de conversació n. Me parece demasiado poco, pero en fin, quié n sabe... –respondió desalentado Javier.

Puso en marcha de nuevo la grabadora. Esta vez no se oyó ningú n sonido de fondo, só lo unas palabras en castellano, eran de una mujer, la traductora: Hay que encontrarlo, sabe dó nde está la mujer y el manuscrito.

–¿ Pero...?

Javier apretó el pedal del acelerador del Lancia.

 

A Jeff le temblaban las manos a menudo. La ingesta de grandes cantidades de alcohol se convirtió en un buen remedio para soportar las largas noches de vigilia desde el accidente. Esta noche, sin embargo, no necesitarí a ningú n trago, la sombra que se habí a asomado a la ventana despertó en su cuerpo la adrenalina que hací a meses no sentí a en los mú sculos. Depositó la botella de gü isqui sobre una mesita y volvió a atisbar tras las cortinas, fuera la sombra se habí a ocultado, permitiendo a la luna recuperar su posició n en el firmamento.

Esperó unos minutos a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de la noche y examinó el jardí n con detenimiento. Eran dos los individuos que pretendí an acceder a la vivienda, descubrió a uno tumbado entre las azucenas y el otro, aquel que habí a aparecido como un fantasma delante de la ventana, trataba de mimetizarse con un banco de madera del porche. Ambos vestí an de negro, portaban sendas armas automá ticas y se deslizaban con precaució n, sus voces sonaron como un murmullo apagado en un par de ocasiones, Jeff comprendió que se comunicaban entre sí a travé s de unos receptores de audio.

El policí a examinó las posibilidades de escape, habí a que desechar las ventanas superiores pues no disponí an de escalera de emergencia, y la de la cocina era poco má s que un tragaluz, só lo podí an escabullirse por la ventana del cuarto donde dormí a Alex. Se apartó de la ventana y se dirigió sigilosamente hacia la habitació n. Dormí a en la cama de su hija. Jeff la encontró sobre las mantas y con la ropa que trajo, el cansancio la venció antes de desvestirse.

El agente de Scotland Yard vaciló. En su mente pugnaban varias ideas, desconocí a el trasfondo del asunto, tampoco estaba seguro de que Alex le estuviera diciendo la verdad y habí a encontrado serios indicios en la Comisarí a de que algo grande podrí a estar detrá s de todo esto. Pese a la urgencia de la situació n se detuvo a contemplarla, parecí a dormir un sueñ o crispado, sus ojos se moví an inquietos tras los pá rpados, los labios se cerraban en una mueca tensa. Emitió un quejido, y fue como si un grito de desesperació n despertara en el silencio del cuarto; Jeff no lo dudó má s.

La espabiló con un par de sacudidas bruscas mientras le tapaba la boca con una mano y despué s le apremió a que se preparase para huir en tanto é l retrasaba la entrada de aquellos tipos, pero ella se negó. Querí a ver cara a cara a sus perseguidores, despreciaba profundamente el papel de ví ctima que le habí an conferido, así que se plantó y le advirtió que ahora tocaba averiguar qué pretendí an. Ese fue el momento en el que el inspector perdió la iniciativa y se dejó remolcar por la autoridad que emanaba de Alex.

–¿ Cuá nto pueden tardar en entrar? –preguntó al policí a.

–Han desconectado el sistema de vigilancia sin dificultad, por lo que probablemente se hagan con la entrada en minuto y medio –respondió.

–¿ Qué esperan encontrar?

–¿ Qué esperan? Supongo que resistencia por mi parte y que usted se encuentre escondida o intentando huir por alguna ventana –dijo sin saber a dó nde pretendí a llegar Alex.

–Es decir, no prevé n que yo pueda resistirme y que usted haya huido, ¿ no es cierto? –Era una pregunta retó rica. Sabí a perfectamente que su conclusió n era correcta, por tanto no les quedaba otra que actuar. Empujó al inspector hacia el saló n, hasta el hueco que la escalera creaba tras la puerta. Ella se colocó frente a la entrada. Necesitaba algo para simular un arma, buscó por la mesa, sobre el sofá, en las estanterí as, pero no encontraba nada que le pudiera servir. La puerta estaba cediendo, apenas restaba tiempo para reaccionar cuando reparó en la lá mpara de la mesita de su derecha, arrancó a gran velocidad la pantalla y la bombilla haló gena, y sujetó la base como si se tratara de una escopeta confiando en que la oscuridad de la casa ocultara su engañ o. Respiró hondo y permaneció de pie, sudando, con la angustia cogida al estó mago, esperando que en cualquier momento una bala le atravesara el cuerpo.

La puerta se abrió de par en par. Los intrusos esperaron unos segundos en el descansillo para acostumbrarse a la falta de luz; al fondo de la habitació n la sombra de una figura se movió. No habí a tiempo para pensar, avanzaron un par de pasos y dispararon. Momentos despué s todo fue confusió n, un cuerpo cayó al suelo, se oyeron varias detonaciones má s y otros dos golpes sonaron en la noche.

Segundos má s tarde el inspector encendió las luces del saló n. A sus pies, junto a la puerta, encontró a dos hombres derribados sobre la alfombra, uno de ellos sangraba profusamente; se agachó y comprobó que estaba muerto, tení a una herida abierta en la nuca, seguramente se golpeó al caer al suelo tras recibir una de las balas que disparó el arma de Jeff, el otro respiraba con dificultad aunque no parecí a que hubiera sufrido dañ os de consideració n. Alex se mantení a sentada contra la pared, con una mano en el brazo derecho, uno de los disparos le habí a rozado. Se convirtió en la diana de esos hombres sin dudarlo un momento. La miró a la cara, era guapa, dulce de facciones; no mostraba signos de dolor. Se acercó a ella y le preguntó, ella le rechazó con un gesto y le señ aló al herido. É l necesita tu atenció n en este momento le decí a con la mirada.

Jeff levantó al herido, lo sentó en un silló n individual y le ató pies y manos con unas abrazaderas de polí mero plá stico, despué s ayudó a Alex a incorporarse y acomodarse en el sofá de tres plazas del saló n, a dos metros del atacante que habí a resultado herido. Acto seguido arrastró el cadá ver del segundo desconocido hasta la cocina y cerró la puerta del domicilio tras cerciorarse que milagrosamente el barullo de minutos antes no alertó a ningú n vecino.

Debí a moverse rá pido si no deseaba encontrarse con otros individuos apuntá ndole. Fue a la cocina a por agua y, ya de vuelta, ayudó a Alex a llevarse el vaso a la boca pero el agua resbalaba por sus labios, no querí a beber, só lo tení a una necesidad: averiguar qué estaba sucediendo en su vida. El policí a lo vio reflejado en sus ojos al limpiarle la herida y colocarle una venda.

 

Alex contemplaba con mal disimulada alegrí a al desconocido, paladeando el triunfo que le suponí a el acierto de su plan.

–Ha sido todo un é xito, ¿ no? –Dijo con ironí a el tipo. El policí a permanecí a ajeno, formaba parte del interrogatorio si bien se sentí a como un espectador al que no le estaba permitido cambiar nada de la escena.

–¿ Quié nes sois? –Preguntó Alex sin má s preá mbulos.

El individuo sonrió dejando ver una mueca que podí a ser una burla o, por el contrario, una expresió n de dolor por la herida recibida en la pierna.

–Tarde o temprano tendrá s que hablar. Y si no lo haces, ya buscaremos la forma... –le amenazó.

–Pasá bamos por aquí y decidimos que serí a un buen sitio para robar –aseguró su interlocutor.

–Claro, y yo soy la reina. Quiero una respuesta. ¿ Qué buscá is de mí? –Insistió intentando que su voz no desvelara su nerviosismo.

–Pasá bamos por aquí y decidimos que serí a un buen sitio para robar –repitió el desconocido con un asomo de sonrisa en sus labios; esta vez sí fue una burla.

Alex trataba de aparentar una fuerza que en el fondo no sentí a. Estaba cansada y asustada y no sabí a có mo afrontar esta situació n, y de alguna manera sus pupilas reflejaban esa debilidad. Debí a demostrar que hablaba en serio, que serí a capaz de cualquier cosa por obtener la verdad, sin excepciones, sin lí mites. Con un manotazo le quitó la pistola al inspector y encañ onó la pierna del individuo maniatado.

–¿ Qué está haciendo? ¿ Se cree de la mafia? –le increpó Jeff arrebatá ndole el arma–. No vuelva a hacerlo, ¿ me oye? Maldita sea, soy policí a, no un maldito gá nster de novela negra –advirtió enfurecido.

Ella lo apartó de un empujó n y se acercó al interrogado.

–Quiero que sepas que soy capaz de cualquier locura si me provocan. ¿ Lo entiendes? Ni é ste –dijo señ alando al inspector– ni nadie me va a parar. O me dices lo que sabes o te juro que te mato –gritó mientras lo agarraba del cuello con un rictus desencajado en la cara. El policí a estaba horrorizado, no podí a entender que una imagen tan dulce se pudiera trastocar en algo tan horrible en pocos minutos.

En ese instante, dejó caer todo el peso de su rodilla sobre la herida del individuo y é ste gritó.

–¡ Alguien nos pagó!

El individuo sudaba.

–¡ ¿ Para qué?!

–Querí an que buscá ramos cualquier documentació n que tuviera en su poder desde su vuelta de San Petersburgo –confesó el desconocido. Mostraba una lengua espesa, las sí labas salí an lentas y confusas de su garganta, alargando las vocales abiertas y dejando escapar saliva por la comisura de los labios.

–¿ Quié n? ¿ Quié n os pagó?

–...

Le arrebató de nuevo la pistola a Jeff y apuntó a la cabeza del individuo.

–¿ Quié n te pagó?

Pronunció la frase pausadamente, mirá ndolo a los ojos mientras volví a a apoyar su peso sobre el muslo derecho del desconocido.

–¿ Quié n te pagó? –repitió.

–No lo sé, de verdad. Yo só lo obedezco ó rdenes. Le prometo que no lo sé.

En ese momento oyeron una explosió n a sus espaldas, la puerta saltó en pedazos y unos hombres uniformados atravesaron el humo. Alex se sintió arrastrada por unos brazos fuertes hacia el interior de otra habitació n. Apenas veí a má s allá de su nariz, forcejeaba pero le era imposible zafarse de su captor.

En el cuarto la humareda de la detonació n se volvió menos densa, lo que le permitió comprobar aliviada que se trataba del inspector. La depositó sobre la cama y apuntaló la puerta con un mueble.

–No tenemos tiempo, abra la ventana y salte fuera –le dijo apresuradamente.

–¿ Y usted? –Temblaba visiblemente. Parecí a casi a punto de llorar, el policí a no sabí a si la causa de su angustia era la nueva agresió n de la que estaban siendo objeto o la crueldad que se habí a obligado a sí misma a ejercer en el interrogatorio anterior.

–Yo la seguiré en cuanto recoja algunas cosas. Vaya hacia la calle de la derecha y recorra unos quinientos metros. Encontrará un callejó n entre dos casas de tres plantas. Espé reme allí. –Explicó al tiempo que metí a algunas pertenencias en una mochila negra.

Saltó en el momento en el que oí a una segunda explosió n. Las sirenas de la policí a se acercaban, pronto cercarí an la vivienda; era preciso huir rá pidamente para evitar su detenció n. Alex corrió con todas sus fuerzas, el corazó n le latí a en las sienes, estaba mareada, a punto de vomitar, pero continuaba su marcha frené tica hasta una callejuela que en su mente divisaba como una especie de dorado refugio en el que no la alcanzarí an los horrores que acababa de vivir y donde estarí a su padre esperando para protegerla y llamarla cabezota mientras tomaban el té de las cinco, una tradició n ancestral que, por otra parte, ella habí a odiado toda su vida y que hoy deseaba revivir má s que nunca.

Se escondió detrá s de unos cubos de plá stico y esperó en silencio, con el pulso desbocado todaví a, a que el inspector apareciera. Permanecí a agachada, pegada la espalda a una verja de metal y recogidas las piernas con los brazos. Durante los intensos minutos que transcurrieron sus sentimientos fueron variando, pasando del terror a la rabia. Se lamentaba del cambio de situació n, volví a a ser la ví ctima en manos de unos desalmados en lugar de manejar los mandos, como ella estaba acostumbrada. Y, al mismo tiempo, se maravillaba de la reacció n del policí a, que sin transició n habí a cambiado su posició n de mero espectador a la de protagonista.

–¿ Alex? ¿ Está ahí? ¿ Alex? –El inspector apenas alzaba la voz para no alertar a sus perseguidores. De fondo, podí an percibirse las sirenas.

–Aquí, Jeff. A su derecha. Se acercó cojeando.

–¿ Le han herido? –preguntó señ alando la pierna, como si é l no se hubiera percatado ya de que le habí an alcanzado con un estilete.

–Ahora lo que me preocupa es nuestra seguridad. Tenemos que saltar esa cerca y cruzar el jardí n. Tranquila, conozco la zona. En esta parte no hay cá maras, es un parque infantil. –Daba ó rdenes con precisió n matemá tica mientras se anudaba un pañ uelo a la altura de la rodilla. La mujer lo observaba ató nita.

Se desenvuelve bien, pensó fugazmente.

En el otro lado dieron con un parking al aire libre y detrá s una boca de metro. –Caminemos con normalidad. No debemos levantar sospechas. –Aconsejó el policí a mientras descendí an las escaleras hacia el suburbano. Alex vigilaba con evidente inquietud y apretaba una y otra vez el antebrazo de su acompañ ante de forma automá tica; Jeff intentaba impedir que alguien percibiera su cojera.

Al pasar por la taquilla mostró su identificació n policial, no habí a tiempo de pagar.

–Al menos tendremos treinta minutos para meditar el siguiente paso –le dijo a Alex cuando se acomodaron en el primer tren que llegó a la estació n.

 

A treinta kiló metros de allí, un hombre vociferaba encolerizado ante Jerome Eagan.

–¿ Qué cojones está haciendo tu hombre? ¿ Quié n se cree que es? ¿ Indiana Jones, James Bond? –Permanecí a de pie ante el comisario, llevaba una gorra estrafalaria y los dientes perfectamente blanqueados.

–No tiene ni puñ etera idea de dó nde se está metiendo. Si lo supiera, te lo aseguro, Gabriel, ya habrí a dado un paso atrá s –afirmó echando mano al telé fono de su escritorio–. Bú squeme el mó vil de Tyler..., y lo quiero para ahora –bramó a su secretaria.

El director del MI6, Gabriel Sawford, intuí a desde el principio que el inspector Tyler no serí a el policí a apropiado para esta misió n. Pero el comisario insistió en que era un pusilá nime y que se vendrí a abajo ante cualquier presió n de la Jefatura, sin embargo no habí a ocurrido de esa manera. Y ahora se encontraban un problema que no sabí an có mo resolver.

 

–Tengo que contactar con mi padre... necesito hablar con mi padre... –Alex empezaba a recuperar la compostura despué s de la tensió n, aunque rehuí a deliberadamente las miradas de los extrañ os con la sensació n de que se escondí a un enemigo tras cada usuario del tren. El inspector presentí a que si conservaban la calma dispondrí an de una oportunidad para salir impunes, ú nicamente necesitaban una idea. Sin embargo, por má s que intentaba razonar, no se le ocurrí a nada. Como antes, habrí a de ser la joven quien planificara el camino.

–¿ Qué pasarí a si nos encaminá ramos hacia Dover o Portsmouth? –preguntó.

–Ya veo a qué se refiere, pero no es un buen plan, ellos habrá n previsto lo mismo y estará n aguardando en cualquier puerto que mantenga conexiones con Francia –advirtió con desgana Jeff.

–¿ Y si en lugar de Dover o Portsmouth vamos a Plymouth? –Sugirió –. Casi todos sus ferris se dirigen a Españ a, no pensará n que lo escogerí amos para ir a Francia.

El inspector no puso objeciones; desde la muerte de uno de los atacantes se encontraba lo suficientemente involucrado como para aceptar cualquier planteamiento capaz de sacarlos de este apuro. Mientras consideraba cuá les eran sus posibilidades, sintió la vibració n de una llamada en el bolsillo interior de su chaqueta

–Maldita sea, todaví a no nos hemos desecho de los mó viles. Ya conocen nuestra situació n –admitió avergonzado ante lo que estimaba un error de principiante.

Comprobó el nú mero. Era del despacho del comisario, dudaba si contestar o no pero concluyó que ya lo habí a perdido todo.

–¡ Qué demonios está s haciendo! –oyó al ponerse al telé fono.

–Comisario...

–Comisario ni leches. ¿ Crees que desconocemos tu posició n exacta? Está is en el tren 021335 del metro. Pero tú en qué siglo vives. De verdad, ¿ sabes dó nde te está s metiendo? –Eagan se encontraba fuera de sí.

Jeff conectó el altavoz para que su acompañ ante pudiera oí r la conversació n.

–Dile a tu amiga que no tiene a dó nde ir. Y si ha pensado en San Petersburgo, que lo olvide. Tenemos agentes en todos los puertos y aeropuertos.

–¿ Qué he hecho? ¿ Qué quieren de mí? –preguntó angustiada Alex.

–Mira, Anderson. Yo no sé qué pretenden pero hay gente muy importante que está dispuesta a gastar mucho dinero por echarte el guante. Tú verá s si tú y el idiota de mi policí a preferí s venir por las buenas o por las malas.

–El intento de secuestro de esta madrugada vulnera todas las leyes britá nicas y europeas... –exclamó irritado Jeff.

El comisario soltó una carcajada y susurró unas palabras dirigidas a otra persona que se encontraba en la misma habitació n. Jeff tuvo el presentimiento de que lo entretení an y giró la cabeza a izquierda y derecha esperando encontrar algo que confirmara su sospecha, y así fue. En la estació n siguiente, mezclados con los viandantes, acechaban agentes de paisano con armas bajo el abrigo.

El tren ya estaba decelerando cuando el inspector soltó el mó vil y corrió hacia la puerta de acceso a los mandos. Ante el desconcierto de los usuarios del coche, sacó el arma de su funda, disparó a la cerradura y le propinó una patada. El tren se habí a detenido aunque las puertas todaví a permanecí an cerradas, eso le permitió unos valiosos segundos para obligar al conductor a reemprender la marcha.

Alex se agarró a una barra vertical de sujeció n. Estaba asombrada. No comprendí a la capacidad del policí a para sacar fuerzas en situaciones tan crí ticas y solventarlas impecablemente, cuando en otros momentos no tení a espí ritu para enfrentarse al mundo y se dejaba remolcar por alguien menos avezado.

–Tenemos que salir del tren antes de llegar a la pró xima estació n. Busque en esa pantalla un conducto, un respiradero o cualquier otra posibilidad que nos lleve fuera –pidió a Alex.

–Parece que a unos dos kiló metros existe un tú nel de medio metro de altura para reparaciones de urgencias –advirtió ella.

–¿ A dó nde conduce?

–A una red de galerí as. Tiene un sin fin de salidas al exterior –subrayó al tiempo que señ alaba con el dedo varias alternativas de paso para la fuga.

–Perfecto, podremos despistarlos por allí –dedujo el inspector.

Luego se dirigió al conductor.

–¿ Có mo paramos esto?

El conductor señ aló un botó n rojo.

A poca distancia del lugar elegido Jeff frenó en seco, abrió las puertas de todos los vagones y saltó al tú nel. Algunos de los ocupantes del coche má s cercano se mostraron indignados y lo abroncaron, aunque la mayor parte eludió entrometerse ante la visió n del arma que portaba. Con un gesto detuvo a Alex, que pretendí a seguirlo, avanzó unos metros para cerciorarse de que no existí a peligro y regresó a por ella.

–Ahora puede saltar. Dese prisa, no tardará n en alcanzarnos. –Trataba de hostigarla para que corriesen, pero se hallaba muy fatigada, no habí a dormido má s que un par de horas y aú n sangraba aunque dé bilmente por la herida del brazo. Debí an buscar un lugar dó nde curarla, la sangre habí a traspasado la venda que le colocó Jeff.

Caminaban apresuradamente a travé s de la enmarañ ada red de conductos existente bajo suelo londinense. El policí a tambié n perdí a sangre, aunque su herida no parecí a grave.

Jeff aprovechó la huida para abandonar su mó vil en uno de los tú neles, en tanto que Alex se resistí a hasta que no contactara con su padre.

–Lo destruiré despué s de hablar con é l. No entiende que nos necesita. Debemos avisarle de lo que está ocurriendo... Seguro que nos aclara el motivo de esta persecució n. Si logramos averiguar qué buscan, sabremos a quien dirigirnos para cerrar esta surrealista pá gina de mi vida de una vez.

–Nos encontrará n.

–No puedo hacer otra cosa.

Ya estaba decidido, y el policí a comprendí a que no habí a marcha atrá s, tendrí a que solucionarlo cuando llegase el momento, por ahora só lo les quedaba vagar sin rumbo hasta encontrar una escalera que los llevara a cielo abierto.

La oscuridad parecí a menos intensa en un pasillo que se abrí a a la derecha. Probablemente hubiera una salida cerca. A unos cien metros encontraron una escalerilla.

Una vez alcanzada la superficie, lo má s urgente era establecer la comunicació n con su padre.

–Cuanto má s tiempo tenga encima el mó vil, má s peligro. Haga esa maldita llamada y no hable má s de cinco minutos. Ya nos estamos exponiendo demasiado –advirtió el inspector mientras vigilaba en una y otra direcció n.

–Sé que tengo que hacerlo. Quizá no sea una buena idea, pero una simple llamada nos puede ahorrar muchas preocupaciones. Estoy convencida de que todo es un error y mi padre lo va a demostrar –aseguraba al tiempo que buscaba en la agenda el contacto.

El telé fono daba señ al. Alex dejó que sonara confiada en que de un momento a otro podrí a oí r la voz de su padre, sin embargo el pitido continuaba incesantemente machacando sus oí dos sin que nadie al otro lado le ofreciera una explicació n. El ulular de las sirenas se mezcló pronto con el zumbido procedente del mó vil, en un santiamé n se encontrarí an acorralados.

 



  

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