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Capítulo I



 

 

Un mó vil vibra en el asiento del copiloto de un todoterreno. Una llamada, dos llamadas, tres llamadas. Nadie contesta. El telé fono se desplaza por la vibració n hasta caer bajo el asiento, la pantalla se ilumina y en el buzó n de entrada se despliega un mensaje. Ayú dame, Simó n. Me han encontrado.

 

Pasaban unos minutos de las nueve de la mañ ana. En el maletero de un todoterreno cuatro maletas y un bolso de viaje ocupaban todo el espacio, excepto un hueco de veinte centí metros de lado y diez de ancho estraté gicamente situado entre el equipaje. La puerta del maletero permanecí a levantada aunque el doctor Salvatierra continuaba en el interior de la casa. A esa hora los vecinos ya se habí an consagrado a sus oficinas y sus hijos se instruí an en los colegios, y ú nicamente pululaban por la urbanizació n el conserje y el jardinero. No habí a de qué preocuparse. El sol calentaba poco, con todo hací a semanas que Madrid abandonó un invierno de gé lidas temperaturas y, desde el coche hasta la entrada de la casa, un reguero de flores a medio abrir ofrecí an ya sus fragancias. El doctor tardaba en salir. En ese instante comprobaba la ú ltima habitació n antes de cerrar las ventanas, bajar las persianas y conectar el sistema de vigilancia; cinco meses era mucho tiempo, no le apetecí a olvidar una luz encendida o el gas abierto, tampoco deseaba mantener la má s mí nima duda de que todo estaba correcto.

Apagó la ú ltima luz y cerró la puerta con doble vuelta, alojó luego una cá mara de video en el hueco del maletero y se puso al volante. Despué s de arrancar metió primera lentamente y pisó con miedo el acelerador, ¿ estaba seguro de querer emprender este viaje? El todoterreno se deslizó hacia delante con fuerza, como una fiera a la que hubiera que refrenar. Lo habí a alquilado la tarde anterior pues su viejo Seat Leó n con toda seguridad expirarí a antes de divisar San Petersburgo. Cambió de marcha y jugó un poco con el acelerador para acostumbrarse al coche, por las calles de la urbanizació n no se veí a nadie a esa hora.

El dí a que Silvia se marchó tambié n era casi primavera, tambié n circularon por las calles solitarias de la urbanizació n camino de la salida, y tambié n habí a silencio en la despedida. Era la misma mañ ana aun cuando en el fondo era distinta. El doctor conducí a su Seat aferrado al volante, Silvia, en el asiento del copiloto, se mantení a seria aunque sus ojos brillaban. Hací a tiempo que no brillaban así, el doctor lo sabí a y ese mismo conocimiento lo sentí a en el estó mago como un cuchillo frí o.

Detuvo el todoterreno en la verja metá lica de la entrada. El vigilante de la puerta le saludó.

–Doctorcito, ¿ a qué tan tarde? Usted no má s sale siempre bien temprano en la mañ ana.

–Emprendo un viaje, Hernando. Ya se lo notifiqué a Esteban para que gestione el mantenimiento de la casa.

–No contó nada el jefecito –le contestó el vigilante al pulsar el botó n de apertura de la verja–. Que sea en buena hora, doctorcito. Y tenga cuidado con la carretera.

El doctor asintió levemente y se despidió con un gesto de la mano. Silvia tambié n le rogó aquel dí a precaució n al conducir desde el aeropuerto; qué ironí a, ella, que siempre andaba en lí os, le aconsejaba prudencia. Se miró en el retrovisor, no se habí a afeitado; era impropio de é l. En las ú ltimas semanas su comportamiento tampoco habí a sido el acostumbrado, en su casa, su enorme casa vací a, se sentí a desamparado desde la partida de su esposa. Al volver del aeropuerto aquel dí a preparó café, se acomodó en el sofá del saló n y permaneció allí quieto, sin nada que hacer, con la televisió n apagada y el café sobre la mesa, primero humeando, má s tarde frí o. Lo recordaba vagamente, desde que Silvia se fue todo se trocó en una vaga neblina.

A aquella hora escapar de Madrid por la carretera de Burgos suponí a casi un paseo. En sentido contrario centenares de coches trataban de acceder a la ciudad en una fila lenta de hormigas, en su lado la carretera aparecí a casi desnuda para el todoterreno. No soportaba los atascos, en realidad no le agradaba conducir, Silvia siempre se poní a al volante en los viajes. Incluso cuando David era pequeñ o. ¿ David? ¿ Cuá ndo fue la ú ltima vez que se acordó de é l? No querí a saberlo. Detestaba pensar en su hijo, era demasiado doloroso.

 

Un Renault Laguna se aproximó a velocidad excesiva hasta el todoterreno, despué s, con el coche del doctor a poca distancia, redujo la marcha. En su interior cuatro personas. Detrá s, dos de los ocupantes hojeaban unos folios impresos a ordenador. En una foto un hombre de pelo entrecano, ojos verdes, de unos cuarenta y tantos o quizá cincuenta añ os, vestido con una chaqueta beige, unos pantalones de pinza del mismo color y una camisa de cuadros en tonos azules. Salí a de un supermercado sosteniendo dos bolsas de plá stico y parecí a despistado, como buscando algo en el suelo. Un clip sujetaba a otro de los documentos dos fotos má s, ambas tomadas en las ú ltimas dos semanas, con ropa parecida y actitud similar.

–Casi se nos pierde, ¿ por qué te has parado en la gasolinera?

–Apenas nos quedaba gasoil –se excusó el conductor.

–Qué má s da. Sabemos a dó nde va. –El copiloto no iba a permitir discrepancias en el operativo.

 

El doctor echó un vistazo al reloj del salpicadero. Segú n su plan de viaje a esa hora ya debí a haber rebasado Aranda de Duero, sin embargo el ú ltimo cartel de trá fico le descubrió que aú n recorrerí a treinta y tres kiló metros. Se sentí a desconcertado. ¿ En qué erraban los cá lculos? No hay duda de que se distrajo en la primera parada. Tensó los mú sculos del pie derecho y aceleró por encima de los cien diez kiló metros, quizá aumentando la velocidad media consiguiera regresar a la tabla horaria. Delante de é l la carretera se adentraba en una dé bil bruma a ras de suelo. Encendió los faros antiniebla, abrió la guantera y sacó un paquete de chicles; le gustaba mascar, la sensació n de movimiento –aunque só lo fuera el movimiento de su mandí bula– le mantení a despierto y atento.

La intensidad de la menta en su garganta le expandió los pulmones, en la radio se oí a la Sinfoní a nú mero 4 de Tchaikovsky.

Añ oraba a Silvia, el contacto de su piel y sobre todo su risa, una risa pegadiza, musical, de niñ os en el parque. Con las primeras luces, entre las sá banas aú n revueltas, recordaban los pequeñ os esfuerzos de David para estabilizarse sobre sus diminutas piernas, las palabras medio inventadas con que se comunicaba a veces. «Yo flopo mamá ». Y reí an, primero ella, con una risa que crecí a, se agigantaba y enseguida descendí a sin acabarse nunca, y a continuació n é l, arrastrado por ella hasta una carcajada profunda, grave. Otras veces se daba de bruces con una imagen de una Silvia alterada, violenta, con un punto salvaje que la hací a má s deseable a sus ojos. Al discutir mantení a en tensió n todos los mú sculos, respiraba inquieta, su pulso se desbocaba y, de repente, callaba, meditaba, se tocaba la punta de la nariz con el dedo í ndice y saltaba a otra cosa, como si los sentimientos despertados quedasen encerrados en un cajó n con un simple chasqueo de dedos. Pero aquello, desde su asiento en el todoterreno, parecí a ahora otra vida vivida en un tiempo tan lejano, tal vez incluso por otros que ya no eran ellos. ¿ Por qué se empeñ ó en esa investigació n? ¿ Le era tan difí cil permanecer en Madrid?

É stas y otras preguntas semejantes le asediaban desde que supo que Silvia se mudarí a. Fue una noche de agosto, cuando se cumplí an cuatro añ os de la desaparició n de David. Silvia llegó a casa má s tarde que de costumbre, se presentó radiante pese a la fecha, sirvió un par de copas de vino y le ofreció una, despué s se lo dijo sin má s rodeos. Se marcharí a en dos semanas. Le habí an propuesto dirigir una investigació n en Rusia, significaba una buena oportunidad para su carrera, le pagarí an bien, olvidarí a durante un tiempo la rutina de Madrid, podrí a conocer los paí ses del Este. Todo eran ventajas. Para el doctor fue una sacudida.

–¿ No te está s precipitando?

Silvia bajó los ojos. No querí a mirarle directamente.

–¿ Recuerdas a Snelling? –El doctor asintió –. Nos hemos reunido hoy para cerrar los detalles. Será muy interesante, no puedo contarte mucho. Ya sabes, clá usula de confidencialidad, secreto profesional, bla, bla, bla. Va a ser muy interesante, sí.

Dio un sorbo a su copa y sonrió tí midamente, como disculpá ndose. Su silencio explicaba má s, el doctor lo comprendí a, le imploraba que no le pusiera las cosas difí ciles, que no le montara una escena, que la dejara marchar, que estaba cansada, que no querí a seguir discutiendo. Lo leyó en sus dedos nerviosos, tamborileando sobre el cristal de la copa, en sus labios tensos, marcados en una sonrisa forzada, en el movimiento de uno de sus pies, que taconeaba sobre la alfombra mecá nicamente. Al fin, el doctor inspiró y sonrió a su vez.

–Será interesante, sí.

Despué s de aquello se derrumbó en el sofá y continuó bebiendo. Y ella, como si no hubiera má s que decirse, posó su copa sobre la mesa, lo contempló una ú ltima vez y se retiró a su dormitorio, hací a má s de dos añ os que dormí an separados. Dos semanas má s tarde el doctor conducí a su Seat Leó n camino del aeropuerto.

Observó el ordenador de a bordo, en treinta kiló metros, quizá cuarenta, se encenderí a el testigo de la reserva. Aú n no habí a recuperada el horario previsto aunque ya estaba cerca; redujo la presió n sobre el acelerador y regresó a los noventa kiló metros por hora, acto seguido buscó en el GPS una gasolinera con servicio de restaurante y se dirigió hací a allí. Valí a la pena comer algo antes de alcanzar los Pirineos.

 

El restaurante era tan insulso como la cafeterí a donde horas antes se detuvo para desayunar café con leche y unas tostadas. No podí a apreciar ningú n olor determinado, era como hallarse de pronto en mitad de un quiró fano; las sillas, las mesas, el mostrador, incluso el camarero, podí an ser los mismos de otros tantos servicios de restauració n de las grandes gasolineras. Lá stima que no perduraran las antiguas ventas. Pidió un menú y una cerveza sin alcohol, despué s sacó una foto del bolsillo de su camisa. Silvia llevaba un vestido negro, muy escotado, que resaltaba el dorado de su cabello y las decenas de diminutas pecas que adornaban cuello, cara y brazos; su sonrisa permití a ver los minú sculos dientes, perfectamente alineados y blancos, en una boca entreabierta de labios sinuosos, casi indecentes. Sostení a una copa en la mano izquierda mientras que la derecha se escondí a tras la cintura del doctor, que parecí a encontrarse en la instantá nea como por casualidad, su papel era secundario, ella era la protagonista y a su alrededor todo se ensombrecí a, permanecí a sin brillo, desenfocado. Cuando se tomó esa imagen ninguno de los dos superaba la treintena. No sabí a muy bien por qué la llevaba consigo; el dí a antes de comenzar el viaje estuvo hojeando algunos á lbumes y cuando se tropezó con ella, sintió un impulso y la extrajo de la carpeta de plá stico. No se habí a acordado hasta ese momento. El deseo pasó fugazmente por su mente y le dejó un regusto á cido al recordar que hací a un añ o que no la veí a, en ese instante se sorprendió: en todo ese tiempo ni siquiera habí a añ orado el sexo. Quizá fuese la edad.

En el momento en el que el camarero se acercaba con su primer plato, se despojó de esa sensació n de fracaso y guardó la foto. A dos mesas de distancia tres jó venes esperaban su turno, era la ú nica mesa ocupada ademá s de la del doctor. Vestí an traje oscuro y corbata. Hablaban poco y, pese a los escasos cuatro metros que les separaba, nada de lo que decí an alcanzaba el suficiente volumen para molestarle. Qué descanso en este paí s de jó venes maleducados. El doctor recordó aquella ocasió n en la que Silvia le arrastró a un McDonalds, cuando David era un crí o. El griterí o de los niñ os y el vocerí o de sus padres le asediaron de manera insoportable; Silvia transigí a má s con esas cosas, é l no.

Comió despacio, masticando cada bocado de carne hasta hacerla puré, má s tarde pagó la cuenta y entró en el aseo. Ante su imagen en el espejo, abrió un diminuto neceser de cuero marró n y extrajo una maquinilla de afeitar elé ctrica, le desagradaba la sensació n de vello en sus mejillas. Tardó siete minutos en recuperar su estado natural, despué s se contempló detenidamente para comprobar la perfecció n del afeitado.

Acabado el escrutinio, sacó su cepillo de dientes y la pasta dentí frica y los colocó sobre el lavabo. Pero al ir a cepillarse le detuvo la aparició n de un joven en vaqueros. Se habí a precipitado en el aseo de manera violenta, como si hubiera perdido algo. El mé dico le dedicó una mirada breve a travé s del espejo. Esa forma de acceder a los sitios era propia de los chavales, que se mueven por el mundo como un terrateniente en su finca. Le observó un instante con gesto desagradable y regresó a su limpieza bucal. Acostumbraba a comenzar por los molares inferiores de un lado de la boca e ir cepillando hasta acabar en los molares del otro lado, despué s hací a lo mismo con la dentadura superior. Terminado el cepillado, se aplicó la seda dental y un colutorio que traí a en un frasco de tamañ o viaje, luego se lavó las manos dos veces con su propio jabó n, evitaba siempre que podí a el jabó n de los servicios pú blicos, y se secó con el secador de manos. El joven parecí a examinarle mientras orinaba en uno de los urinarios de la pared lateral del aseo; al dador le extrañ o ese interé s si bien lo achacó a la curiosidad, a veces demasiado desinhibida en aquellas edades.

Recogió su neceser y atravesó la puerta de doble batiente del aseo. Fuera, en el restaurante, continuaban los tres jó venes encorbatados; el mé dico les saludó con una ligera inclinació n de cabeza y salió fuera. En el á rea de servicio apenas habí a clientes pese a no ser muy tarde; dos individuos llenaban los depó sitos de sus coches y un tercero comprobaba el aire de las ruedas de su vehí culo. El mé dico echó un vistazo al cielo, la luz del sol no lograba filtrarse a travé s del borró n de nubes que cubrí a el firmamento por lo que la tarde habí a ido apagá ndose hasta un gris sucio.

Se apartó un mechó n de pelo de la frente y echó a andar. Estaba cansado, aú n debí a conducir tres horas hasta Bordeaux, donde pasarí a la noche, pero era necesario cumplir el programa. Al otro lado del restaurante y la gasolinera, pocos metros antes de alcanzar el coche, tuvo la sensació n de que algo no marchaba. Las ruedas traseras se habí an deshinchado o quizá pinchado, se quejó sordamente, esto retrasarí a su plan de viaje.

Llegó hasta el vehí culo y buscó en la guantera la pó liza de la compañ í a de seguros. Enseguida se palpó los bolsillos delanteros y traseros del pantaló n en busca del mó vil, y al no encontrarlo examinó los asientos, el compartimiento de las puertas, y de nuevo la guantera. El caso es que ni siquiera recordaba cuando habí a sido la ú ltima vez que lo usó; el dador no solí a recibir llamadas, su cí rculo social era reducido y de su trabajo no esperaba ninguna comunicació n durante la excedencia, con lo que en los ú ltimos dí as no se habí a preocupado mucho del aparato. Tendrí a que telefonear desde la gasolinera.

Dejó el neceser en el maletero y se acercó al asiento del conductor para hacer un ú ltimo intento. Se agachó a inspeccionar el piso del coche y sintió có mo varias manos lo empujaban hacia el interior del vehí culo.

Le obligaron a recostarse sobre los asientos delanteros y le cubrieron la cabeza con una capucha. Su respiració n se aceleró. Intentaba oponer resistencia pero las manos, creí a que cuatro, presionaron su espalda para que permaneciera en aquella postura. Oyó algunas palabras, distinguí a una voz á spera y grave y otra má s aguda. Dos de las manos abandonaron su espalda y pudo levantar un palmo la cabeza, sin embargo no le sirvió de nada, la capucha le impedí a ver; se mantuvo así hasta que el dolor del cuello le obligó a descansar de nuevo en el asiento. Seguramente serí a un robo, no habí a otra explicació n, cogerá n el dinero y huirá n. Las voces crecí an y disminuí an segú n la posició n de sus oí dos, su cuerpo habí a comenzado a transpirar excesivamente, el calor le ahogaba dentro de la capucha. ¿ Han pasado minutos, horas? ¿ Nadie ha visto nada? ¿ El coche sigue en el aparcamiento? Trató de impulsar su cuerpo hacia arriba empujando con las manos sobre uno de los asientos, sin embargo, la presió n de las dos manos que le retení an no le permitieron ni unos centí metros de gracia. La voz tampoco le salí a, la tela de la capucha le asfixiaba al intentar gritar.

Pasó mucho rato, no sabrí a decir cuá nto. Sintió luego un contacto duro y frí o en la cabeza. Una pistola. ¿ Serí an capaces de disparar allí mismo y a plena luz del dí a? ¿ Por qué? Se debatió en un ú ltimo intento por sobrevivir y en ese momento notó como retiraban el metal, poco despué s desaparecieron las manos de su espalda. Durante unos interminables segundos permaneció quieto, atento a cuanto le rodeaba, las voces se habí an apagado. Probó a incorporarse y fue entonces cuando alguien le sujetó por la espalda y le ayudó a levantarse. Segundos despué s una luz intensa le cegó momentá neamente, le habí an quitado la capucha.

–¿ Se encuentra bien?

La claridad del dí a se le clavaba en los ojos. Los oí dos le palpitaban y el corazó n bombeaba sangre a gran velocidad. Aspiró y expiró unas cuantas bocanadas de aire y sus pulsaciones aminoraron gradualmente; sus ojos se fueron acostumbrando a la luz y los puntitos chispeantes que le deslumbraron dejaron de atormentarle. Su mirada se detuvo en la persona que le sonreí a, era el joven del bañ o del restaurante.

 

–¿ Está s mejor?

–¿ Qué ha... quié n...?

–Vi a dos hombres forcejear en el cuatro por cuatro. Me acerqué un poco y fue entonces cuando te encontré ahí tirado, bueno, en realidad lo que vi fue un cuerpo sobre los asientos, así que decidí intervenir. Empecé a gritar y a llamar a la policí a y los dos tipos salieron corriendo, se montaron en un coche y huyeron por la autoví a.

El doctor comprendió.

–Gracias –se obligó a decir.

–Fue una suerte que yo estuviera por aquí. No habí a nadie má s. El mé dico asintió y exhaló un suspiro. Se incorporó apoyá ndose con una mano en el todoterreno y se giró, las maletas habí an sido abiertas y todas sus pertenencias sacadas y tiradas en el maletero o en el suelo del aparcamiento. ¿ Qué demonios buscaban? Se acercó a la puerta del maletero y comprobó que no só lo abrieron las maletas, tambié n las habí an desgarrado. No comprendí a nada.

–Seguramente quisieran robar.

–¿ Pero por qué yo?

–No lo sé.

El dador Salvatierra comenzó a recoger la ropa mecá nicamente. ¿ No serí a mejor dejarlo todo como estaba? El mé dico iba doblando las prendas a medida que las recuperaba, luego las colocaba en la maleta grande, la que parecí a menos dañ ada. El joven soltó la mochila que llevaba a la espalda y se agachó a ayudarle.

–Esto demorará mi viaje. ¿ Tiene un telé fono?

–¿ Un telé fono? No llevo mó vil.

–¿ No posee un aparato de esos? –El mé dico le escrutó con extrañ eza–. ¿ Y en su automó vil?

–¿ Mi automó vil?

–Su coche.

–Hago auto‑ stop.

El mé dico asintió.

–Debo comunicar a la policí a lo que ha sucedido. ¿ Le importarí a aguardar aquí mientras realizo una llamada? Ayudarí a bastante que detallara lo que ha presenciado.

El joven entrecerró los ojos para evitar un rayo de luz que se colaba entre dos nubes en ese instante.

–No quiero lí os. Será mejor que me vaya.

–Pero es el ú nico que ha visto a mis agresores. Só lo usted puede describirlos.

El joven se mantuvo en silencio.

–Vamos a hacer una cosa. Si me presta ayuda, le acerco todo lo que permita mi camino. ¿ Dó nde va?

–A Rusia.

–¿ A Rusia? ¿ Dó nde en Rusia?

–Murino, un pueblo al norte de...

–..., San Petersburgo.

–¿ Lo conoce?

El doctor sonrió.

–Viajo a San Petersburgo, mi esposa trabaja allí.

El rostro del joven mostraba perplejidad.

–¿ En coche?

–¿ Por qué no? No se dirige usted tambié n allí...

–Ya, pero no es lo mismo, yo...

–¿ Quiere que le lleve o no?

Una hora despué s dos guardias civiles inspeccionaban el vehí culo en busca de pistas. Hablaron con el joven que habí a presenciado la agresió n, con el encargado de la gasolinera y con dos tipos má s del restaurante, pero nada pudieron aclarar acerca de los individuos que atacaron al mé dico, salvo que vestí an traje gris y corbata. Ni siquiera las cá maras de seguridad proporcionaron detalles ú tiles acerca del coche, un Alfa Romeo negro con matrí cula falsa. Los guardias rellenaron el atestado, solicitaron al doctor Salvatierra un nú mero de telé fono por si avanzaban en la investigació n y se despidieron con un saludo militar. El operador de la grú a del seguro, que apareció poco despué s que los guardias civiles y se marchó para llevar los neumá ticos a un taller, regresó en ese momento y los colocó en su lugar.

El doctor gruñ ó un agradecimiento y se montó en el coche seguido por el joven.

–¿ Te encuentras bien?

El mé dico masculló un sí hosco.

–Puedo conducir si quieres...

–No es necesario, me temo que la noche ya está aquí. Debemos hallar un lugar donde dormir. –Era la primera vez que hablaban desde que telefoneó a la Guardia Civil–. Perdone, no recuerdo... ¿ có mo se llama?

–Javier Ubillos, doctor.

–Señ or Ubillos vamos a hospedarnos en un hotel. Necesito pensar.

Javier carraspeó.

–¿ Un hotel?

El mé dico lo miró de soslayo. En la penumbra del coche no podí a distinguir sus facciones, si bien la intensidad de la voz le llegaba cá lida, preocupada. No tendrí a má s de diecisiete o quizá dieciocho añ os, los mismos que David cuando aquello.

–He meditado bien lo que ha sucedido y no encuentro ningú n mó vil que concuerde con lo que por fuerza ha de ser un robo. Ni soy rico ni lo parezco, el vehí culo, que por cierto es alquilado, tampoco parece de alta gama, y no exhibo nada en el coche que pudiera delatar la presencia de joyas o dinero. Ademá s, tampoco es habitual un atraco de estas caracterí sticas, cometido por dos hombres con traje y con armas de fuego, por lo menos no en este paí s.

Javier se mantení a callado.

–Necesito pensar un poco má s.

Manipuló el GPS para buscar un hotel y regresó a su mutismo. En su mente se agolpaban aú n las sensaciones de angustia, miedo y desconcierto. ¿ Por qué a mí? Era un simple mé dico de familia, no tení a enredos con la policí a, la ú nica explicació n es que se hubieran confundido. ¿ O no? Agradecí a el silencio de su compañ ero de viaje, los jó venes hablaban y hablaban sin respetarle a uno. Si no hubiera sido por é l, quié n sabe. Le echó un vistazo, a la luz mortecina de las farolas adivinaba en é l un gesto de inquietud.

–No se preocupe, seguro que fue un error. Buscarí an a otra persona.

Javier movió los labios en una mueca que pretendí a ser una sonrisa y volvió los ojos hacia el paisaje.

–Ok, si tú lo dices.

–¿ No me cree?

–Puedes tutearme.

–Insisto, ¿ no me crees?

El joven volvió la cara.

–No te conozco de nada. Todo lo que le has contado a la Guardia Civil podrí a ser mentira. ¿ Tú me creerí as?

El mé dico guardó silencio. A la derecha se abrí a una calle de almendros y bonitas casas de ladrillo amarillo, al fondo un cartel luminoso anunciaba un hotel de tres estrellas.

–Supongo que no.

–Eres mé dico, no posees propiedades ni dinero de herencias ni nada por el estilo, viajas a San Petersburgo en coche, que está la tira de lejos, para ver a tu mujer, y dos individuos tratan de robarte. No hay explicació n posible. A menos que...

–Viajo en coche porque no soporto el avió n, ¿ entiendes? Y qué demonios significa ese a menos que.

–A menos que... me mientas o que tenga que ver con tu mujer. ¿ Qué hace ella concretamente?

El mé dico no contestó. Salió del coche, se acercó al maletero y agarró una de las maletas, la que parecí a menos deteriorada. Todo esto es absurdo.

Entró en el hotel seguido por Javier; la recepció n era pequeñ a, apenas un mostrador de negro azabache y, detrá s, un estante de madera con llaves colgadas de casilleros con los nú meros de habitació n. Un hombre con cejas y bigote poblados les pidió la documentació n para rellenar la hoja de filiació n. No lo habí an hablado en el coche, no obstante el mé dico daba por hecho que Javier se alojarí a en el hotel.

–No tengo dinero –susurró el joven.

–¿ Nada?

–No lo suficiente.

–Bueno, ya resolveremos eso má s tarde. De momento dormirá s en mi habitació n.

–Ok.

Tomaron la llave y se dirigieron al cuarto que el recepcionista les asignó. El mé dico caminaba detrá s arrastrando su maleta por una gastada alfombra marró n, en una mano el asa de la maleta y la llave y la otra en el bolsillo. A los lados desfilaban, de dos en dos, oscuras puertas de caoba de enorme solidez; las paredes, recubiertas de una tela a juego con la alfombra, encogí an la percepció n del espacio hasta reducirlo a lí mites que ú nicamente podí an soportarse por la intensa brisa del aire acondicionado. La habitació n del doctor Salvatierra era la penú ltima de la derecha.

Mientras se duchaba el mé dico no dejaba de meditar acerca de la posibilidad que habí a expuesto su acompañ ante. ¿ Y si se trataba de Silvia? No era la primera vez que se metí a en lí os, recordaba muy bien lo de Kosovo y lo de El Cairo. ¿ Se encontrarí a de nuevo en problemas? Le habí a asegurado que era un trabajo fá cil, que dedicarí a la mayor parte del tiempo a hacer turismo, y deseaba creerlo, pero y ¿ si no fuera así? En Kosovo intervino Asuntos Exteriores, quizá el asesor del director general... ¿ có mo se llamaba? La temperatura del agua de la ducha aumentó varios grados de repente.

–¡ Joder!

–¡ ¿ Te pasa algo?!

La voz de Javier le llegaba amortiguada por la puerta del bañ o y el agua de la ducha.

–Nada, nada.

Parece un buen chico. ¿ Qué irá a hacer tan lejos? Reguló el grifo y acabó de enjuagarse, demorá ndose perezosamente para relajar la tensió n de la espalda, agarró su toalla –llevaba en el equipaje un par, no le agradaba usar las del hotel– y se secó con lentitud. Fuera, Javier esperaba sentado en una de las dos camas, apoyada la espalda en su mochila y con los pies sobre las sá banas mientras oí a mú sica a travé s de sus cascos.

–Vas a dormir ahí.

–¿ Qué?

–Los zapatos.

Javier se miró los pies con desgana y los bajó al suelo. El mé dico le señ aló la puerta del bañ o.

–Es tu turno.

 

El restaurante del hotel consistí a en una minú scula sala en el só tano de paredes color amarillo chilló n y manteles de papel a cuadros rojos y blancos. Un camarero de pajarita negra y camisa de un blanco sucio trajo al mé dico una cerveza, una ensalada con huevo y un sá ndwich de queso, y una coca‑ cola y una hamburguesa con patatas para Javier; la ensalada templada y el sá ndwich, la hamburguesa y las patatas, frí os.

El mé dico comí a con apatí a pensando de nuevo en lo que le habí a ocurrido. No habí a solució n posible, quizá el chico tenga razó n y Silvia vuelva a estar en un aprieto. Desde que se marchó a San Petersburgo habí an hablado unas cuantas veces, al principio se esforzaron en mantener el contacto, si bien con los meses el nú mero de llamadas fue descendiendo y ya hací a dos semanas que no sabí a nada de ella. Guardaba su nú mero de telé fono en el mó vil, sin embargo no se atreví a a telefonearla, la ú ltima vez parecí a que no supieran qué decirse.

–¿ Tengo razó n?

–¿ Qué?

Javier dio un sorbo a la coca‑ cola y le miró a los ojos.

–Tiene que ver con tu mujer, ¿ verdad?

El doctor Salvatierra no respondió. No querí a contestar a esa pregunta, responderla significaba hablar de ella, explicar qué hací a allí, por qué se habí a ido, aceptar que é l la habí a empujado a marcharse, recordar a su hijo.

–Si no mentiste a esos agentes, no existe explicació n alguna sobre lo que ha ocurrido, Y no me lo creo, tí o.

–¿ Tí o? No soy tu tí o ni desearí a estar en su lugar. Habla con má s respeto, chico o te quedas en la cuneta.

Javier se incorporó en el asiento.

–Perdona, no querí a mosquearte. Es só lo que, bueno, querrí a ayudarte; pero allá tú si no necesitas ayuda. Total, me dejas en Murino, o cerca, y no te vuelvo a ver má s.

–De acuerdo, tienes razó n. Creo que está relacionado con Silvia, aunque no sé por qué.

–¿ La has llamado?

–No, no sé dó nde he perdido ese maldito aparato.

Los dos se mantuvieron unos minutos en silencio.

–Es cientí fica, trabaja en el CSIC. La contrataron para una investigació n en San Petersburgo mañ ana hará exactamente un añ o. Desconozco cuales son los detalles de la investigació n, no me contó nada por motivos de confidencialidad y yo tampoco le pregunté. La verdad es que ú ltimamente no hemos hablado demasiado.

Javier se habí a recostado en su asiento, escuchaba al mé dico con atenció n moviendo la cabeza de vez en cuando como si asintiera.

–Hablamos por ú ltima vez hace dos semanas, desde entonces no se ha vuelto a poner en contacto conmigo... ni yo la he telefoneado. –Levantó la vista hacia su compañ ero de mesa–. Cosas de matrimonio, ya sabes... Si algo le hubiera ocurrido...

A esas alturas la voz ya no le salí a de la garganta. Apoyó los codos en la mesa y comenzó a acariciarse el ló bulo de la oreja derecha; en la mesa, los platos con los restos de la comida descansaban como mudos testigos de la conversació n. Javier fue a decir algo pero lo dejó en un gesto interrumpido y volvió a recortarse en la silla.

 

En el parking del hotel, un Renault Laguna se detení a junto a un todoterreno y del coche descendí an dos hombres. Uno de ellos se agachó, y colocó un aparato bajo el vehí culo del doctor en tanto el segundo vigilaba. Cinco segundos despué s se montaron en el automó vil y el conductor pisó el acelerador, perdié ndose inmediatamente entre las calles.

 

–¿ A qué se dedica exactamente tu mujer? Quiero decir, es cientí fica, sí, ¿ pero qué hace?

–Empezó a estudiar medicina aunque en cuarto abandonó y comenzó quí mica. Se especializó en quí mica analí tica, siempre le ha gustado jugar a detectives.

–¿ Detectives?

–Bá sicamente su trabajo consiste en descomponer un material en los elementos má s sencillos que lo componen, y de nuevo recomponerlo. Y, cré eme, es buena. Aunque ganó una plaza en el CSIC hace veinte añ os, ha colaborado con laboratorios de prestigio internacional, y recibido premios por ello. Hací a cuatro añ os que no aceptaba ningú n encargo... –La voz del mé dico se tornó profunda.

–¿ Qué pasó?

El doctor Salvatierra suspiró, se levantó lentamente y negó en silencio.

–No es momento de hablar, mañ ana debemos partir temprano.

Javier asintió indeciso y se incorporó.

–¿ Conocí as a quienes la contrataron? –Le preguntó ya en pie.

–Fue el doctor Charles Snelling. Colaboró con é l en el desarrollo de un proyecto en Inglaterra, hará unos diez añ os de aquello; desde entonces hemos coincidido en unas cuantas ocasiones, en congresos, conferencias y sitios así. N o me parece mala persona, un poco presuntuoso tal vez, está emparentado con un conde, un duque o algo así, pero es un buen profesional.

El mé dico proporcionó el nú mero de habitació n al camarero. Despué s é l y Javier entraron en el ascensor y subieron al primer piso; pasaban de las doce de la noche y la recepció n se hallaba en penumbra aunque el pasillo continuaba iluminado. Camino de la habitació n el doctor Salvatierra se preguntaba có mo habí a sido capaz de invitar a ese chico a continuar viaje con é l y, lo que es má s importante, a dormir en su misma habitació n. Quizá la soledad. Se parece mucho a David, ¿ no? La imagen de su hijo regresaba una y otra vez a su mente para hacerle sentir siempre culpable. Lo má s importante ahora es saber qué está pasando con Silvia. Abrió la puerta y pasó al cuarto seguido por Javier, que inmediatamente se acostó tal y como estaba.

–¿ No tienes pijama?

–¿ Pijama? –Javier sonrió y señ aló la mochila tirada en el suelo al pie de su cama–. Só lo viajo con eso. Y ahí no caben muchas cosas, tí o..., digo, doctor.

El mé dico se quedó mirá ndolo desde la puerta del bañ o. El joven lucí a un pendiente blanco, vaqueros desteñ idos, camiseta negra con unos sí mbolos que no conseguí a identificar, seguramente letras chinas, un tatuaje en el brazo derecho: «Llega antes, llega primero», y unas zapatillas deportivas de color blanco. ¿ Será seguro dormir con é l? Inspiró y expiró profundamente, entró luego en el bañ o, se cambió de ropa, se lavó los dientes y las manos, salió y se sentó en su cama frente a Javier.

–Ahora que conoces mi situació n y si vamos a ser compañ eros de viaje, merezco saber qué haces aquí, para qué vas tan lejos y, sobre todo, cuá l es el motivo por el que no cuentas con dinero. ¿ No crees?

El joven apagó el Ipod, se quitó los auriculares con los que habí a estado oyendo mú sica desde que el mé dico entró al bañ o y se incorporó.

–No creas que soy uno de esos quinquis que viaja de gorra. Soy universitario, estoy en segundo de Bellas Artes.

Se levantó un poco hasta situarse a la altura del mé dico.

–Mi padre falleció hace seis meses. Trabajaba en unos bocetos, era aparejador, cuando sufrió un infarto; por mucho que hicieron en la ambulancia, no consiguieron que sobreviviera. Fumaba mucho y bebí a bastante, sobre todo desde la muerte de mi madre.

El joven continuó hablando durante mucho rato. Le contó al mé dico que la situació n del negocio de su padre era cuando menos preocupante y que su socia se habí a apoderado de lo poco que se podí a salvar y é l, de repente, se encontraba sin ni siquiera un lugar dó nde vivir. Era demasiado mayor para una casa de acogida y su tutora legal, la socia de su progenitor, no habí a querido saber nada de é l en cuanto tuvo problemas con la policí a. Algú n alboroto en la facultad, una borrachera descontrolada, y se vio en la calle sin saber a quié n recurrir. Despué s algunos vecinos le ayudaron, hasta que se cansó de pedir limosna y de dormir en casa de unos y otros.

–¿ Tus padres no tení an familia?

–Los dos eran bastante mayores, mi padre se casó con má s de cincuenta añ os y mi madre pasados los cuarenta, y no tení an hermanos.

–¿ Y a qué vas a San Petersburgo?

Javier calló unos segundos. Recordar a sus padres removió sus sentimientos.

–La socia de mi padre me habí a prestado un trastero para guardar lo poco que no perdí de mi familia. Una noche, hará unos dos meses, forcé la puerta y entré allí para dormir; mi intenció n era pasar un par de noches, só lo hasta que encontrara un lugar mejor. No tení a qué comer así que rebusqué entre las cosas de mi padre por si encontraba algo de valor, y me tropecé con el libro de familia de mi abuelo. Le eché un vistazo por curiosidad, Jordi Ubillos, así se llamaba mi abuelo, casado con Marí a Ferná ndez, hijo: Germá Ubillos, mi padre, e hija: Mercé Ubillos.

Al llegar a esa parte de la confesió n, su rostro se coloreó de rojo y unas pocas gotas de sudor resbalaron por sus sienes.

–¿ Tení as una tí a?

–Sí, só lo que no lo sabí a. Mi padre jamá s me habí a hablado de ella; segú n el Libro de Familia, nació en el treinta y cuatro, así que debe tener ahora, si vive...

–Setenta y ocho añ os.

–Exacto.

Un relá mpago iluminó la calle por un momento, varios segundos despué s un trueno rompió el silencio de la ciudad y la lluvia golpeó los cristales de la ventana, primero suavemente, má s tarde como el tamborileo de un ejé rcito. El mé dico se aseguró de que la ventana estuviera bien cerrada y se sentó de nuevo.

–Despué s de muchas gestiones en Barcelona, mi padre habí a nacido allí, pude averiguar qué habí a pasado. Mis abuelos y mi tí a consiguieron llegar a Valencia tras la rendició n de Cataluñ a, y allí se encontraron con el hambre y la miseria; la gente sobreviví a arracimada en los portones sin apenas nada que llevarse a la boca, las bombas seguí an cayendo y no habí a dí a que no muriesen centenares de personas en la ciudad, algunos conocidos de mis abuelos, gente que viví a en la casa de arriba o que eran del Partido. Todo esto lo conseguí averiguar por un tipo del pueblo de mi abuelo, de Sant Adriá de Besos. Es una especie de historiador local y, casualmente, su padre fue amigo de mi abuelo.

A medida que contaba la historia sus pupilas se dilataban y su voz envejecí a. Era como si é l hubiera vivido aquello en primera persona, como si, a falta de una vida en estos momentos, viviera la de sus abuelos como algo propio. Y esa emoció n tambié n se contagiaba al mé dico, que escuchaba atento las explicaciones de Javier acerca de có mo fue para ellos la rendició n, qué les supuso, qué sintieron al perder la guerra. El dador Salvatierra conocí a sus estragos a travé s de documentales, pelí culas y libros, con todo nunca la habí a descubierto de labios de uno de sus protagonistas, o de uno de sus descendientes. Jamá s se habí a interesado por los detalles de la Guerra Civil, tal vez porque su padre se alimentó en el bando ganador y é l tampoco sufrió necesidades. Ahora contemplaba aquellos añ os desde los ojos de Javier.

–Mi abuelo embarcó a mi tí a en uno de los ú ltimos barcos de refugiados que partieron hacia la Unió n Sovié tica. Cuando perdió la guerra huyó a los montes abandonando a mi abuela con unos amigos. El abuelo Jordi se escurrió unos pocos añ os de la Guardia Civil, robando y luchando por los montes de Cataluñ a, bajando a los pueblos y visitando a mi abuela de vez en cuando, hasta que ella quedó embarazada. Cuando el abuelo recibió la noticia, comprendió que ese hijo no podí a criarse solo y decidió exiliarse con su mujer, su hija y el bebé que nacerí a pronto. Sin embargo, la decisió n no llegó a materializarse nunca; lo mataron unos pocos kiló metros antes del desfiladero donde le esperaba mi abuela. Alguien habrí a dado el chivatazo.

Pasaba de la una y media de la madrugada. Los dos estaban cansados.

–Te afecta esa historia, ¿ no es cierto?

–No, que va, que va –respondió Javier sorbiendo por la nariz–. Es este tiempo loco.

–Quizá sea mejor dormir, mañ ana nos espera un camino muy largo. Me gustarí a estar despejado.

 

Cuando se adentraron en las estribaciones de los Pirineos la mañ ana alcanzaba su cenit. Habí an intercambiado escasas frases de cortesí a para rellenar los silencios, en tanto el todoterreno avanzaba pausadamente por una sinuosa ví a a los pies de las sucesivas lomas, como picudas tortugas dormidas, que se interponen entre Españ a y Francia. Los fantasmas de Silvia y del abuelo de Javier sobrevolaban sus pensamientos. Habí a que romper con aquello y ninguno de los dos se decidí a, pues incluso evitaron que sus ojos se encontraran.

El mó vil volvió a centrar las reflexiones del mé dico, recordó la mañ ana de la salida, la preparació n del equipaje; se decí a a sí mismo que debí a acordarse del momento exacto en el que lo vio por ú ltima vez. Colocó las maletas, só lo le faltaba la cá mara de video y cerrar puertas y ventanas. ¿ Dó nde puso el telé fono? Javier observó con desinteré s el cielo, las nubes filtraban el sol empañ ando el aire con una pá tina violeta y sumergí an los picos má s altos entre jirones de humo. Durante buena parte del dí a habí a permanecido con la cabeza apoyada en la ventanilla de su lado del coche, ahora parecí a despertar.

–No me contaste por qué aceptó Silvia ese trabajo.

El doctor Salvatierra suspiró con los ojos puestos en la carretera. Mantení a las manos firmemente aferradas al volante de cuero, la espalda pegada al silló n y en el estó mago sentí a cristalizar la presió n de sus pensamientos. Si pudiera cambiarlo todo, pero nada se puede, ¿ verdad?

–Olví dalo –dijo Javier tras unos segundos de silencio–. Al menos sí sabrá s algo má s sobre lo que hací a tú mujer en esos laboratorios. Y no es que me interese demasiado.

–No sé má s. Snelling la contrató y dos semanas despué s la llevé al aeropuerto y tomó un vuelo. Despué s de eso algunas llamadas de telé fono, aunque ningú n comentario laboral; entre nosotros no era precisamente uno de los temas favoritos. Bastante tení amos ya.

Javier aguantó el tonó hostil de su compañ ero de viaje.

–Pues habrá que averiguarlo.

–¿ Averiguar qué? Vamos a San Petersburgo, allí la veré y ella misma me dirá si pasa o no algo. Tampoco es tan complicado, unos ladrones han intentado robarme; seguro que se han equivocado de persona. No hay má s explicaciones.

El mé dico fue rotundo, de modo que Javier se retiró de nuevo a su ventanilla y se limitó a contemplar la carretera.

 

Quince kiló metros detrá s del todoterreno un Ford Mondeo negro zigzagueaba entre el trá fico a buena velocidad. En su interior, dos hombres de piel bronceada y traje oscuro. El conductor echó un vistazo a la hora en el salpicadero, apretó las manos sobre el volante y aumentó la presió n sobre el acelerador.

–Vamos a alcanzarlo –aseguró su acompañ ante.

–No esté s tan confiado.

–Bueno, y qué si no. La culpa es de ellos, no se pueden cambiar las ó rdenes cada dos por tres.

El conductor se rió estruendosamente hasta toser, luego abrió la ventanilla y escupió una saliva pegajosa.

–En serio, como sigas hablando así voy a tener que matarte –advirtió al copiloto con la sonrisa aú n en los labios.

–Es broma, ¿ no?

–No –contestó el conductor con el semblante serio–. Só lo te lo diré una vez, y porque es tu primer trabajo, a los jefes nunca se les cuestiona.

El copiloto del Ford respiró ruidosamente unos segundos.

–No te preocupes, hermano; esta noche reza tus oraciones y purifí cate. ¿ A qué tener miedo? Lo ú nico que nos espera es cumplir con la misió n o morir como guerreros para ser recibidos en el jardí n de Alá.

El acompañ ante se relajó.

–Tienes razó n, Makin. Que Alá te premie por ello.

–¡ Qué te decí a! Ahí lo tienes.

Unos doscientos metros por delante el todoterreno del doctor Salvatierra se adentraba en Francia siguiendo el curso de la autoví a A‑ 63. El mé dico habí a reducido la velocidad al pasar a la ví a francesa.

–¿ Y ahora qué?

–A cumplir con las ó rdenes.

En Francia el paisaje cerrado de las montañ as fue dando paso a suaves colinas verdes moteadas por pintorescas casas con jardines cercados. El mé dico examinaba de vez en cuando a su acompañ ante. Só lo quiere ayudar. ¿ Por qué le habí a respondido de esa manera? Desde la desaparició n de David esa misma actitud fue continuamente una fuente de problemas con Silvia, ahora lo entendí a; sin embargo, no era capaz de deshacerse de esas maneras hoscas que le dominaban. ¿ Era la culpabilidad o el dolor por la pé rdida? No lo habí a conseguido averiguar en todo este tiempo. Quizá si hubiese acudido a un especialista como le rogaba Silvia cada vez que tení a oportunidad.

–Aú n no ha pasado tiempo suficiente.

Javier le miró.

–Cada mañ ana despierto oliendo el perfume de su pelo en la almohada, sintiendo su calor, su peso junto a mí en la cama; cada mañ ana despierto creyendo oí r la voz de mi hijo llamando a su madre para que le prepare el desayuno. Todas y cada una de esas malditas mañ anas abro los ojos y me doy de bruces con el olor a suavizante en la funda de la almohada, con las frí as sá banas, con el silencio de una casa vací a, con la decepció n.

El mé dico hablaba despacio, entretenié ndose en cada palabra, quizá con temor a no expresar lo que querí a o, peor aú n, a expresar lo que no querí a. Su mirada permanecí a fija en la carretera.

–No recuerdo có mo empezó ni cuá ndo. De repente nos habí amos instalado en una especie de estado de sitio...

Javier se inclinó hacia delante y echó un vistazo al retrovisor.

–... Todo estaba mal, todo era negatividad...

El joven giró la cara hacia el mé dico pero percibió de reojo algo que no le cuadraba y volvió a mirar por el espejo.

–... Cada palabra que decí a se convertí a en un no, cada oferta que proponí a se encontraba con un muro...

Javier se incorporó en su asiento y observó a travé s de la luna trasera.

–... yo intentaba rebajar mis pretensiones y no conseguí a nada y, claro, todo empeoró...

–Doctor.

–... Lo intenté varias veces, quise acercarme...

–Doctor, nos está n siguiendo.

El mé dico atisbó por el retrovisor central.

–¿ Ese coche negro?

–Sí. La matrí cula es la misma de ayer.

El doctor Salvatierra desvió la mirada de nuevo hacia el espejo. Las cá maras de la gasolinera grabaron el coche y la matrí cula; no habí a duda, era esa.

–Esto es un sinsentido. Voy a parar ahora mismo.

–Ayer estuvieron a punto de matarte, no creo que sea buena idea.

En los siguientes tres kiló metros ninguno de los dos dijo nada. El mé dico presionaba las manos contra el volante y apretaba los pies contra el piso del coche y el acelerador, aumentando poco a poco la velocidad.

–No vayas má s deprisa. Se van a dar cuenta de que sabemos que nos siguen.

–¿ Y qué? A lo mejor abandonan, a lo mejor piensan que vamos a avisar a la policí a y salen huyendo, a lo mejor creen que les vamos a hacer frente y prefieren no buscar un enfrentamiento, a lo mejor...

–A lo mejor sacan sus armas y nos disparan –sentenció Javier.

El doctor Salvatierra redujo la velocidad. Unas gotas de sudor rodaban por sus sienes. ¿ Qué quieren? Cogió la foto de Silvia que habí a guardado en el bolsillo de su camisa y se la mostró a Javier.

–Es guapa, ¿ verdad? –La voz del mé dico temblaba.

–Mucho. Y la vas a ver de nuevo.

El mé dico asintió brevemente y se guardó la foto.

–Coge la primera salida.

Los dos coches circulaban a ochenta kiló metros por hora, separados entre sí por unos doscientos metros. El doctor Salvatierra apartó un momento la vista de la carretera y dirigió una mirada implorante a Javier.

–Si hablamos con ellos, quizá lo arreglemos.

El joven sonrió ante la ingenuidad del mé dico.

–Quien saca un arma, está dispuesto a usarla.

–¿ Qué vamos a hacer?

–Só lo perderlos. ¿ No te parece bien?

El mé dico asintió. Dos kiló metros despué s abandonaron la carretera y entraron en un pequeñ o pueblo; el doctor Salvatierra condujo luego sin direcció n concreta, virando a izquierda o derecha segú n le parecí a.

–Les llevamos una ventaja de un par de calles. Para allí –señ aló un callejó n entre dos viviendas a medio construir–, tras esos camiones.

El mé dico detuvo el coche.

–Vamos a salir.

El doctor obedecí a como un autó mata las ó rdenes del joven. Todo habí a ocurrido muy rá pido, el coche, la persecució n, dos hombres con armas tras é l. No podí a estar pasando.

Se colaron en el jardí n de un edificio de dos plantas con una verja de hierro forjado. Javier señ aló un pequeñ o seto tras la verja.

–Van a dar con nosotros tarde o temprano. Es mejor escondernos y despistarlos, quizá podamos averiguar algo.

–¡ Está s loco! Acudamos a la policí a.

–No hay tiempo.

Miró de soslayo a su coche.

–No te preocupes, ahí detrá s no lo encontrará n.

El mé dico accedió y los dos se ocultaron tras el seto. Se sentaron sobre el cé sped con las rodillas pegadas al pecho, a los pocos segundos el doctor Salvatierra sentí a que su pulso se disparaba. Entre las hojas acechaba la calle: un barrendero, un coche aislado que se moví a sin prisas. Los minutos se alargaron, el mundo parecí a suspendido, y eso le estaba poniendo má s nervioso. Se frotó las piernas. Silvia habrí a disfrutado con la persecució n, seguramente se hubiera enfrentado a ellos. Siempre ha sido una osada, una rebelde. Eso la habí a puesto en peligro en má s de una ocasió n, y es que ella no medí a los peligros ni las consecuencias. El sonido de un automó vil lo apartó de sus pensamientos. No habí a duda, era el coche que esperaban. Circulaba muy despacio, a unos veinte kiló metros por hora. Desde el seto no divisaron má s que las ruedas y la parte inferior del vehí culo. El doctor sudaba. En ese instante el conductor frenó en seco.

Poco despué s unos pasos se acercaron, pero una voz reclamó desde lejos la atenció n del dueñ o de los pasos y é ste desandó el camino. A travé s del seto oí an fracciones desordenadas de una conversació n apenas audible, quizá hablaban en á rabe o hindú, oriental desde luego. Los pasos se volví an a aproximar. Se dirigí an hacia ellos lentamente mientras el doctor Salvatierra se acurrucaba contra su acompañ ante, doblando las piernas en una postura que hubiera jurado su cuerpo no era capaz de mantener.

El golpe seco del caminar sobre el firme se apagó delante de ellos, ú nicamente los treinta centí metros del seto los separaban de quienes les perseguí an. Calzaban zapatos italianos y vestí an buenos trajes, sus manos de piel oscura se dejaban ver a media altura, si bien desde su ubicació n les era imposible descubrir sus caras. Hablaron de nuevo, sin duda á rabe, parecí an discutir sobre el camino a seguir; de repente, uno de ellos empujó al otro hacia la casa. El mé dico se apretó má s, Javier no se moví a, ni siquiera le oí a respirar. Estarí a aterrado, no podí a ser de otra manera. El doctor lamentaba haberle liado, ahora estarí a có modamente instalado en un coche en su viaje hacia Murino. ¿ Có mo habí a averiguado que su tí a viví a en esa ciudad? En momentos de tensió n el mé dico frivolizaba, tal vez su mente trataba de esquivar la inquietud que provoca las situaciones no controladas. Los pasos de esos hombres sobre la acera se perdí an en su memoria confundié ndose con aquellos otros que creyó sentir la mañ ana que desapareció David. Siempre mantuvo dudas sobre aquellos pasos, ¿ oyó a una o a dos personas? Casi no estaba despierto, bien pudo ser un error. Añ os despué s el recuerdo se volví a difuso, el doctor ya no sabí a qué habí a oí do en la habitació n de su hijo y, despué s, en el pasillo camino de la calle. La policí a tampoco averiguó nada, se ha escapado, era la conclusió n má s fá cil y menos comprometida.

Los pasos se detuvieron ante la puerta del jardí n. Uno de sus perseguidores gritó algo al otro, ni Javier ni el mé dico lo pudieron ver pero sacaron sendas pistolas automá ticas de su cintura. El mé dico, sin saber por qué, echó un vistazo a su reloj. Las dos y dieciocho, morirí a a las dos y dieciocho.

 

La casa estaba irreconocible. No habí a ninguna habitació n en la que no hubieran entrado y sacado cajones, levantado camas, roto fundas de cojí n, abierto armarios y tirado ropa por doquier. Algunas lá minas del suelo fueron arrancadas, los marcos de aluminio de puertas y ventanas destornillados, y el techo agujereado. Ni un só lo metro cuadrado se salvó.

Alex permanecí a en estado de shock. Sus recuerdos, sus intimidades, sus secretos habí an sido violados sin que llegara a imaginar el motivo. Tras unos minutos de indecisió n, se acercó al sistema de alarma, estaba averiado. Extrajo el mó vil del bolso y respiró hondo para intentar recuperar su seguridad habitual ante la llamada que estaba a punto de efectuar.

–Scotland Yard. ¿ En qué podemos ayudarla?

 

–¿ Me podrí a repetir su nombre? –Era un hombre guapo, de aire despistado, casi frá gil. No parecí a policí a, quizá cientí fico o intelectual, en ningú n caso inspector de Scotland Yard.

–¿ Usted es? –preguntó Alex.

–Soy el inspector Jeff Tyler. Estoy a cargo del caso y debo hacerle algunas preguntas para la investigació n. ¿ Se encuentra en condiciones para atenderme? Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo.

–Lo atenderé cuanto guste, aunque preferirí a que fuera en otro lugar. No soporto ver mis cosas por el suelo y la casa destrozada –lamentó mientras contemplaba a media decena de policí as buscando huellas y revisando puertas y ventanas.

–Comprendo. No se preocupe, no tiene por qué ser aquí. Podemos hablar en la comisarí a o en una cafeterí a si lo prefiere.

–Será mejor que vayamos al Fujiyama, en Saltoun Road. ¿ Lo conoce? –Alex enfrentó su mirada a la del inspector mientras formulaba la pregunta, acentuando cada una de las sí labas de la ú ltima palabra. De pronto, se sonrojó y bajó la mirada. ¿ Có mo puedo estar coqueteando? Por el amor de Dios, acaban de atracarme, se dijo avergonzada.

El inspector no parecí a haber percibido su coqueterí a. Se limitó a asentir y seguirla con la mirada puesta en su trasero sin detenerse en é l, como si sus pensamientos residieran en otro lugar. Ella era guapa, bueno, má s que guapa resultona; no podí a quejarse de su é xito entre los chicos, conocí a, ademá s, ese é xito, y en tiempos lo usó a menudo.

El policí a andaba encogido, ausente. Fue uno de los mejores investigadores de Scotland Yard, le habí an concedido dos medallas al mé rito policial y contaba con centenares de casos resueltos. Ahora parecí a un hombre bajo un montó n de ropa arrugada.

–¿ Empezamos? –preguntó Alex nada má s acomodarse en una silla de madera gastada en un local escasamente iluminado y de paredes y suelos enmoquetados de azul elé ctrico.

El inspector asintió y sacó una libreta de cuero negro; despué s la abrió y rebuscó algunas notas para ordenar sus ideas. Mientras tanto Alex llamó al camarero.

–Un ron‑ cola.

El camarero desvió la mirada hacia al policí a aun cuando é ste seguí a con los ojos clavados en sus anotaciones.

–¿ Quiere tomar algo? –preguntó Alex con tono de exasperació n cuando veinte segundos despué s el camarero continuaba allí de pie.

El inspector levantó la cabeza. Parecí a perdido.

–Mmmm, un gü isqui con soda. –Despué s carraspeó y dirigió su mirada a Alex–. ¿ A qué se dedica?

La joven le explicó que se llamaba Alexandra Anderson, tení a treinta y cuatro añ os y trabajaba en el Museo Britá nico desde hací a nueve. No poseí a objetos de valor ni habí a ahorrado dinero desde que la contrataron y, por supuesto, no sospechaba lo que pretendí an al entrar en el piso quienesquiera que fueran. En cuanto a sus relaciones familiares, reveló al policí a que su madre murió diez añ os atrá s, su padre era filó logo y viví a fuera del paí s, y no tení a ni hermanos ni primos ni tí os ni abuelos.

–Somos una familia muy corta –bromeó mostrando una sonrisa que, ante la nula respuesta del policí a, transfiguró en una mueca.

La conversació n, en realidad un monó logo con preguntas sueltas de tanto en tanto, se alargó durante algo má s de media hora. El inspector asentí a de vez en cuando y anotaba continuamente en su libreta. Al acabar el interrogatorio, le sugirió que fuera precavida con los desconocidos en los pró ximos dí as y le rogó que le llamara si recordaba algú n dato má s que pudiera aportar a la investigació n.

Alex trató de decir algo y el policí a percibió su miedo.

–No se preocupe. Probablemente habrá n sido unos gamberros que no volverá n a molestarla. Lo averiguaremos pronto.

Despué s salieron a la calle, se dieron la mano frí amente, cada uno pensando en sus propios asuntos, y se alejaron sin prisas en direcciones opuestas. Alex no podí a creer lo que le habí a ocurrido, la casa completamente revuelta, desconocidos que podrí an merodear por ahí para quié n sabe qué, sus intimidades bajo el foco policial. Qué estré s. Se sentí a impotente porque no estaba en su mano solucionar nada, en esos instantes dependí a de los demá s y esa circunstancia la aterraba. La advertencia del inspector la puso en guardia, caminaba observando de reojo a su alrededor, temiendo que en cualquier momento alguien le pudiera poner una mano encima.

AI cruzar una calle, no sabí a muy bien có mo, tuvo la certeza de que la seguí an. Se detuvo y giró la cabeza, sin embargo no habí a nadie. No hay que exagerar. En el museo dirá n que soy una paranoica, conjeturó.

Jeff despertó sobresaltado. Eran las seis de la mañ ana, la misma pesadilla de todas las noches le habí a arrancado del sueñ o. Michael y Vivian le saludaban desde la parte de atrá s del coche, Janice aceleraba disparando al aire los gritos de una discusió n a medio acabar. Se levantó en busca de un vaso de agua. El psicó logo le habí a recomendado unas vacaciones sin embargo é l sabí a que lo que de verdad necesitaba era mantener la mente ocupada. Preparó unos cereales con leche y se sentó frente al televisor apagado. ¿ Por qué demonios habí a ocurrido? Su compañ ero le habí a llamado la noche antes. Encontrarí a en su cajó n el expediente del caso Anderson, la documentació n y las pocas pruebas reunidas. Suspiró, no se sentí a con fuerzas para ir a la comisarí a, sin embargo tampoco podí a abandonar.

Una hora má s tarde se detuvo frente al sistema biomé trico para su identificació n en el acceso a la comisarí a, dirigió su mirada hacia el punto azul del lá ser y esperó dos segundos a que sus pupilas fueran escaneadas. Con la proliferació n de atentados terroristas se extendieron como hormigas este tipo de artilugios en las instalaciones susceptibles de ser protegidas; algunos paí ses incluso experimentaban con sistemas de identificació n a travé s del ADN.

Una vez frente a la pantalla de su ordenador, buscó en el banco central de datos el nú mero de expediente. No existí a nú mero ni expediente. El inspector repetí a una y otra vez el proceso y no conseguí a generar ningú n informe, insistió nervioso una vez má s y la má quina le devolvió el mismo mensaje. Respiraba ruidosamente. Trató de tranquilizarse para no errar en el nú mero de comandos y tecleó de nuevo las ó rdenes correctas, no obstante la informació n persistió. A regló n seguido descolgó el telé fono y telefoneó a su compañ ero.

–¿ No introdujiste la informació n del caso de Brixton?

–Claro, está en el banco de datos.

–No, no está.

–¿ Có mo que no?

Alex se dio por vencido.

–Bueno, qué má s da. Las notas y las pruebas está n en el cajó n, ¿ no?

–Sí, en la carpeta del caso.

Abrió el cajó n de la mesa contigua.

–Aquí no hay nada.

–No puede ser. ¿ Y las ó rdenes para los aná lisis de ADN y huellas?

–Te he dicho que no hay nada.

–Te digo que no. ¡ Lo hice yo mismo anoche!

El inspector lanzó un quejido sordo y golpeó la mesa.

–Qué mierda es esta.

Colgó con brusquedad y cogió el mó vil.

–¡ ¿ Qué quieres Jeff?! –Era el comisario Jerome Eagan, un hombre corpulento con voz de tenor.

–Comisario, ha desaparecido toda la documentació n del expediente 23458698, el caso de Brixton.

–Joder Jeff, te he dicho mil veces que hables má s alto. No te entiendo una mierda.

–Le decí a que estoy con el expediente del robo de Brixton. Pero no encuentro nada en la red interna y la documentació n no está.

–Deberí as tomarte unas vacaciones, aú n no te has recuperado de aquello.

–Bueno..., no es el momento. En cuanto al...

–Olví date, está resuelto –afirmó interrumpiendo a su subordinado–. Fueron unos gamberros.

–¿ Unos gamberros? No ha dado tiempo a...

–¡ Para ya! –gritó el jefe–. Mira, Jeff, tú eres un buen policí a.

Hace tiempo que las cosas no te van bien pero todo se arreglará. Habla con la mujer, asegú rale que no tiene de qué preocuparse y cierra el informe. Te lo pido como amigo, no como comisario.

El inspector cortó la comunicació n. No entendí a lo que ocurrí a, ¿ no era un caso sin complicaciones?, ¿ qué habí a detrá s?, ¿ en qué andaba metida esa mujer?, ¿ quié n habí a robado la documentació n?

 

El comisario Eagan pulsó el botó n de apagado de su mó vil con un gesto agresivo. Reclinó su silló n de piel y subió los pies a la mesa. Detrá s, una sombra se recortaba en los ventanales del despacho.

–¿ Hemos elegido bien? –preguntó al policí a.

–Descuida, cerrará el pico. Quizá en otros tiempos hubiera metido la nariz, ahora no es má s que una piltrafa,

–Mejor así.

–Sí, mejor así...

 

Ya no habí a policí as trasteando entre sus cosas, aunque todo continuaba prá cticamente como lo habí a encontrado Alex la tarde antes, El inspector le recomendó que de momento no cambiara nada de lugar, por si era necesario retomar la captació n de datos sobre el terreno, sin embargo no soportaba la imagen de caos que se habí a adueñ ado de su apartamento.

No pudo evitar caer en la tentació n de recoger algunos objetos, un marco digital, dos cuadros, piezas sueltas de la cuberterí a. La reconstrucció n duró poco, se sentó en una caja y recordó que tres noches antes degustaba caviar junto a su padre en un lujoso restaurante ruso bromeando sobre los apretados lazos de las corbatas de los camareros. Reparó de pronto en la caja sobre la que se habí a sentado, formaba parte de las dos docenas que habí a comprado para la mudanza a San Petersburgo; la mayorí a habí a sido abierta y volcada. Ahora tendré que empaquetar de nuevo, lamentaba.

Se levantó decidida a hacer caso omiso de la recomendació n del policí a y comenzó por unas figuras de cristal tallado; a medida que completaba la capacidad de una caja, la cerraba y pasaba a otra sin detenerse. No es bueno pensar.

Una llamada interrumpió su trabajo. Era el inspector Tyler y parecí a tener noticias. Alex esperaba algo que despejara sus dudas.

El inspector se aturulló al hablar.

–No sabemos exactamente... No..., no es que no hayamos encontrado pistas..., usted sabe que esto lleva su tiempo..., sí., sí, claro, lo mejor es que se lo explique en persona.

La habí a citado en una hora en el mismo restaurante de la tarde antes, tiempo suficiente para arreglar el desaguisado de su piso y atender a los informá ticos de la compañ í a de seguridad, que llegarí an en unos minutos. Recogió del suelo algunos vestidos y los fue doblando con cuidado sobre un sofá de diseñ o de color naranja, lo primero serí a preparar las maletas para Rusia.

Cuando ya habí a despejado el saló n sonó el timbre de la puerta. Dos té cnicos de Flash. net, la sociedad de la que dependí a la seguridad del edificio, con monos azules y el logotipo de la empresa sobre la solapa esperaban en el descansillo. Abrió y enseguida se pusieron a trabajar con la alarma. ¿ Qué diablos buscarí an en el apartamento unos atracadores? En el barrio de Alex no eran frecuentes los robos, menos aú n en apartamentos como el suyo. Quizá se hubieran equivocado y estuvieran buscando el piso de unos narcotraficantes o algo así. La joven sonreí a al pensar en ello.

Los dos empleados de Flash. net la estudiaban de vez en cuando; al principio ella se sintió halagada aunque estaba acostumbrada, tení a un cuerpo bien dibujado con unos pechos desafiantes y unos labios bien marcados, aunque má s tarde descubrió en sus miradas algo que no le agradaba. Fue entonces cuando un escalofrí o le recorrió el cuerpo, esos ojos no rebosaban lascivia, eran ojos frí os, calculadores.

Al dar por concluida la reactivació n de la vigilancia solicitaron a la propietaria del piso que les permitiera conectar el sistema de seguridad al Sistema Domó tico de la vivienda para perfilar una serie de elementos. Alex dudó, no recordaba que fuese necesario interconectar los dos sistemas, de hecho lo habitual es mantenerlos separados para la protecció n de los datos personales.

–En circunstancias normales no. Pero usted ha sufrido un acto vandá lico y para reactivar la vigilancia externa debemos comprobar que no ha sido alterado el sistema interno –explicó uno de los té cnicos.

–Comprenderá n que tengo informació n personal que no...

–¿ Está segura? No le robaremos mucho tiempo.

Dudó ante la insistencia y la seguridad que emanaban de sus palabras, secundadas ademá s por la firmeza de su mirada, si bien finalmente se negó señ alando hacia la puerta. Los tres se mantuvieron en silencio, el tiempo parecí a haberse detenido, a continuació n uno de ellos encogió los hombros e hizo una leve señ al a su compañ ero en direcció n a la salida. Alex los siguió hasta la puerta. El primero de los informá ticos agarró el picaporte e hizo ademá n de abrir mientras el segundo se giraba con un tubo negro en la mano, similar a una pluma, y apretaba un interruptor en la parte superior.

Ella só lo tuvo tiempo de levantar una mano y emitir un dé bil sonido que no logró escapar de su garganta. Todo se volvió negro y su cuerpo cayó al suelo.

Abrió los ojos, le costaba enfocar y los pá rpados le escocí an terriblemente. Una voz lejana, un murmullo ininteligible como desde el fondo de un pozo. Intentó levantarse pero sintió arcadas. Sufrí a un punzante dolor justo en las sienes, su cuerpo se sacudí a y en la boca notaba un sabor amargo y pastoso. Su mente logró equilibrarse, sin embargo sus ojos só lo contemplaban figuras caleidoscó picas que cambiaban de forma como en una especie de resaca pesada.

Frente a Alex una sombra, un bulto arrodillado que la sacudí a. ¿ Quié n es? ¿ Qué ha pasado? Poco a poco la imagen fue ajustá ndose en su retina hasta detenerse en la mirada asustada del inspector Tyler. De rodillas en el suelo, un vaso de agua medio vací o en una mano y sujetá ndole la cabeza por la nuca con la otra, trataba de reanimarla.

–¿ Se encuentra bien? ¿ Qué le ha pasado?

–Uffff..., todo me da vueltas –dijo por fin pretendiendo incorporarse.

–No se levante tan rá pidamente. Espere, deje que le eche una mano. –Le puso una mano en la espalda y la ayudó a alzarse. El labio inferior le temblaba y sentí a escalofrí os de vez en cuando, aunque podí a apoyar bien los pies en el suelo si el inspector la sostení a por la cintura. Cogidos el uno al otro, atinaron a dar unos pocos pasos hasta llegar al sofá.

–Sié ntese aquí. Voy a prepararle un té y verá có mo se anima.

–Ahhh... Olví delo, no es necesario –Alex apoyó la cabeza en el respaldo del silló n y cerró los ojos.

–Sí, sí lo es.

Pocos minutos despué s ambos estaban sentados, uno frente al otro, con una taza de té humeante en las manos. Alex fijó su mirada en el policí a. ¿ Quié n está haciendo esto? Necesitaba respuestas y temí a que el inspector só lo le ofreciera vaguedades. É ste carraspeó, no parecí a muy seguro de lo que iba a decir.

–Inspector Tyler, se lo ruego, dí game la verdad. –Acercó la mano hasta apoyarla en el antebrazo de su interlocutor, y aunque trató de aparentar firmeza su voz temblaba ligeramente.

–Jeff –murmuró.

–¿ Có mo?

–Llá meme Jeff

–De acuerdo, Jeff. Só lo le ruego que sea honesto conmigo. Hace un rato no acertaba a explicarse. Dijo que podí a ser algo así como una chiquillada. En ese momento no me lo podí a creer y ahora estoy má s convencida aú n. ¡ Han intentado asesinarme! –Sus ú ltimas palabras rozaron el histerismo.

–No pretendí an matarla. Ú nicamente usaron un aturdidor. Si hubieran querido, lo habrí an hecho, se lo aseguro –advirtió con la vista puesta en el suelo del apartamento.

–¿ Có mo lo sabe? Usted oculta algo..., y ahora que lo pienso, ¿ qué hace aquí? ¿ Có mo supo que me atacaban? ¿ Quié nes eran? Usted podrí a formar parte..., usted podrí a ser... –La expresió n de su rostro se habí a transfigurado, sus labios amoratados se cerraban en una mueca.

–Tranquila, tranquila Alex. Yo no sé má s que usted pero distingo perfectamente los efectos de un aturdidor. En cuanto a mi presencia aquí se debe a su ausencia de la cafeterí a. ¿ No recuerda nuestra cita? Al ver que no se presentaba, me inquieté y decidí acercarme.

–Disculpe mi angustia. –Una lá grima resbalaba por su mejilla izquierda. Llevó la taza a sus labios y dio un largo sorbo al té, dilatando deliberadamente el gesto–. Le aseguro que normalmente no me conduzco como una loca; debe concederme que estas ú ltimas horas han sido muy extrañ as.

–La entiendo. ¿ Ahora podrí a explicarme por qué la he encontrado en el suelo?

–¿ No vio nada?

–Cuando me presenté en su apartamento la puerta estaba entreabierta y usted en el suelo, es lo ú nico que puedo contarle.

Alex rememoró la escena con los dos té cnicos de la empresa de seguridad hasta el momento en el que se desmayó. El inspector tomaba notas y cuando lo consideró necesario reclamó una o dos aclaraciones sobre algú n punto en concreto. Al acabar repitió, casi como un murmullo, dos o tres de las cuestiones que má s le llamaban la atenció n.

Ella se mantení a expectante.

–Está claro que no pertenecen a la empresa de seguridad, aunque má s vale que mañ ana me acerque a sus instalaciones.

Alex asintió. Le observaba con inquietud, sus ojos presagiaban algo turbio.

–Está bien, ¿ me va a contar lo que sabe?

El inspector sonrió, su sonrisa era un gesto de defensa.

–Aú n no sabemos nada.

–Usted se guarda algo.

–Quienes la agredieron no eran los mismos que hicieron el trabajo de esta mañ ana –Jeff pasó por alto la conversació n con el comisario y la desaparició n del expediente.

–¿ Por qué?

–El trabajo de esta mañ ana era má s burdo, se cargaron la alarma probablemente porque no sabrí an piratearla. Estos eran unos profesionales. Me apuesto lo que quiera a que no encontramos ninguna huella ni restos de ADN.

Alex agachó la cabeza y se acarició el pelo de delante hacia atrá s con ambas manos.

–¿ Me está diciendo que no eran las mismas personas las que registraron mi apartamento por la mañ ana?

El inspector no dijo nada, si bien su silencio era suficiente respuesta.

–¡ Esto es una locura!

Se levantó furiosa y comenzó a pasear por el saló n. ¿ Qué ocurre? Moví a las manos en un movimiento crispado mientras daba vueltas de un lado a otro murmurando palabras sin sentido; el inspector la seguí a con la mirada, era una respuesta habitual en situaciones de estré s, un tranquilizante y a dormir.

De repente, se giró y miró al policí a.

–Esto demuestra que mi piso no lo han destrozado unos gamberros como usted pretendí a.

–Bueno, sí..., parece que no han sido..., tiene que perdonarnos, la policí a no es perfecta, ya sabe.

–Es igual. Ahora lo que hay que hacer es ponerse a trabajar en serio y averiguar quié n está detrá s de todo esto.

Alex habí a recobrado su calma, aunque se apretaba las manos una contra otra, era el ú nico signo de debilidad que podí a apreciarse. Jeff se sintió sorprendido por la fuerza que veí a emanar de la joven. Hubo un tiempo, recordó, en que é l tambié n sentí a ese poder. Tal vez no fuera tarde, pensaba cuando un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Procedí a de la cocina.

–¿ Hay alguien má s en el piso?

–No, claro que no.

–Espere aquí un momento.

–¿ Qué...?

–Guarde silencio. –El inspector se dirigió a la cocina con precaució n al tiempo que desenfundaba una diminuta pistola.

Habí a sonado a cristales rotos, despué s un «crac crac», tal vez pisadas sobre los pedazos rotos. Se apretó contra la pared junto a la puerta de la cocina; cuando preparó el té tuvo tiempo de echar un vistazo, consistí a en un pequeñ o rectá ngulo de unos cinco metros en el lado mayor y quizá unos dos y medio en el má s corto, só lo existí a una ventana, estaba en la pared norte de la habitació n, a unos dos metros de altura, sin embargo no era lo suficientemente amplia para que pudiera acceder por ahí un adulto; un niñ o tal vez, pero un adulto no cabrí a.

El «crac crac» desapareció, las pisadas debí an haber dejado atrá s los cristales. Ahora oí a un ruido dé bil y metá lico, como unos golpecitos diminutos sobre las losas del suelo. Asomó la cabeza en un movimiento rá pido y se ocultó. No habí a nadie. El sonido persistí a. Volvió a echar una ojeada: nadie. Miró hacia el suelo y entonces lo descubrió: un diminuto robot con forma de insecto.

Esto roza ya el surrealismo. ¿ Quié n usa este tipo de artefactos? Y ¿ por qué ella? ¿ Qué demonios está ocurriendo? ¿ Quié n es esta mujer? Se secó el sudor de la frente con la manga y suspiró. Tendrí a que averiguar muchas cosas esta noche. Lo mejor era detener el artilugio espí a, de modo que esperó a que alcanzara el umbral de la puerta de la cocina y, en un ú nico movimiento, lo agarró y le arrancó las dos antenas que emergí an de su cabeza. Inmediatamente corrió hacia el saló n.

–¿ Sabe qué es esto? –El inspector lo levantaba ostensiblemente frente a su cara–. ¿ Sabe qué diablos es?

Alex se sentí a desconcertaba, desconocí a qué era aquello que le poní a ante los ojos y tampoco entendí a ese tono de reproche en el policí a.

–Es un dispositivo espí a. Só lo lo utiliza la inteligencia militar, o quizá algú n grupo terrorista, pero poco má s. ¿ Quié n es usted y qué está pasando aquí? ¿ Quié n la persigue?

–Esto es una locura. ¡ Ya se lo he dicho! Trabajo en el Museo Britá nico, puede preguntar por mí. No tengo ni la má s remota idea de lo que ocurre, ¡ ni sé quié nes está n detrá s de todo esto! –Soltó un bufido y se sentó. Reaparecí a su sensació n de mareo.

–Cá lmese. Entenderá que todo esto es muy raro, yo no puedo...

–¡ No puede ¿ qué?!

El policí a calló.

–Todo esto es una pesadilla para mí, se lo aseguro. Hasta ahora he llevado una vida de lo má s normal, jamá s me he visto en una situació n tan, ¿ có mo llamarlo?, ¿ desequilibrada? Cré ame Jeff, –Alex se acercó hasta é l– cré ame, no tengo nada que ver con todo esto.

El inspector asintió con un gesto indeciso, luego firmemente.

–Está bien, la creo.

Alex le sonrió con una mirada de agradecimiento.

–En ese caso, lo mejor será que busque otro lugar donde dormir, en casa de alguna amiga o de un compañ ero de trabajo, quizá con algú n novio o amante, no sé...

–No tengo donde ir. Ni familia ni amigos con la suficiente confianza para que me presten su cama. En cuanto a los compañ eros, opinan de mí que soy demasiado fiera para acercarse, y ni tengo novio ni amantes. ¡ ¿ Entendido?!

El policí a fue a decir algo pero decidió que ella tení a razó n, fue un comentario desafortunado y no merecí a la pena ahondar en ello. Ahora lo acuciante era buscar otra solució n.

–Puede venir a casa si quiere.

A ella le sorprendió su ofrecimiento y en un primer instante no supo có mo responder.

–¿ No serí a mejor ir a un hotel?

–Sí, si quiere que la encuentren en menos de diez minutos. ¿ Có mo piensa identificarse? ¿ Có mo pagará?

Alex mantení a un silencio tenso.

–Si han usado este artilugio, que vale una fortuna, podrá n dar con usted en un hotel.

–De acuerdo, de acuerdo. Si só lo queda esa alternativa, iré a su casa, pero no querrí a causarle problemas.

–Vivo solo, así que no molestara a nadie má s que a mí mismo

–Entonces se fijó en su anillo.

–¿ Solo?

–¡ Solo!, ¿ alguna cuestió n má s o podemos irnos antes de que aparezcan má s bichos de estos? –Despué s, sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta–. Coja lo imprescindible, una mochila será suficiente.

 

Durante el camino Alex se mantuvo en silencio. Estaba asustada, má s asustada de lo que jamá s habí a estado en su vida, y ni siquiera contaba con su padre para protegerla. El policí a hizo algunas llamadas desde el mó vil para averiguar de dó nde procedí a el robot, si bien poca informació n relevante consiguió. Fue construido en Inglaterra, lo utiliza el MI6 aunque se puede comprar con facilidad en el mercado negro, cualquiera podrí a haberlo enviado. No significaba má s que un callejó n sin salida.

–¿ Su padre?

–¿ Mi padre qué?

–Me dijo que trabaja en el extranjero y no sé mucho má s de é l.

–Es filó logo especializado en lenguas muertas, y vive en San Petersburgo desde hace dos añ os, poco má s le puedo contar.

El inspector miraba de vez en cuando por el retrovisor.

–¿ Y qué hace en Rusia?

–No me ha explicado mucho de su trabajo. –Brian Anderson, el padre de Alex, viajaba frecuentemente por todo el mundo para analizar jeroglí ficos y lenguas que pocos podí an comprender. A Alex le encantaba su pasió n por el pasado, una pasió n que habí a intentado transmitirle a ella desde muy pequeñ a. A veces aprovechaba las vacaciones de verano para llevarla a paí ses exó ticos como Egipto, Turquí a o la India–. Ahora que lo pienso, en estos dos ú ltimos añ os no me ha explicado absolutamente nada de su investigació n.

–Quizá no lo considere interesante o tal vez no se haya dado el caso.

Alex le contempló con los ojos enrojecidos. Ya sobrellevaba a duras penas su cansancio.

–No, no es eso. –Hizo un esfuerzo de memoria y trató de recordar los encuentros de ambos desde que é l se marchara a San Petersburgo. En todo este tiempo le habí a preguntado en varias ocasiones por el trabajo, y é l siempre consiguió desviar la cuestió n. No se habí a dado cuenta, ahora veí a claro que mantuvo ocultos los detalles de su investigació n–. Algo no encaja.

–Tal vez pueda residir ahí la causa de lo que sucede.

–¡ Es una idea absurda! Espero que no pierda un segundo en ella –le cortó Alex.

–No se altere. No digo que su padre sea responsable de estos incidentes, aunque no perdemos nada si nos ponemos en contacto con é l.

Alex presentí a que no andaba lejos de la verdad, sin embargo no estaba dispuesta a aceptarlo. Cruzó los brazos y desvió la mirada hacia la calle. El coche desfilaba ante unas casas de dos plantas de ladrillo rojo y techo a dos aguas, con jardí n y garaje, circulaba en ese momento por una urbanizació n de viviendas unifamiliares a las afueras de Londres. Para no estar casado el inspector viví a en una zona muy familiar. Las farolas alumbraban las aceras solitarias, la mayorí a de las ventanas permanecí an iluminadas, aú n era temprano.

Llegaron a casa de Jeff en unos minutos. El policí a le mostró el bañ o y la habitació n donde ella dormirí a, a continuació n la dejó en la cocina. Allí Alex descubrió algo de pan, un par de lonchas de bacó n y un huevo duro, ademá s de varias botellas de cerveza. Aquella magra cantidad le confundí a aú n má s, ¿ acaso se habí a divorciado? Se sentó en un banco alto de madera y comió con voracidad, apenas habí a probado bocado desde el dí a antes.

Jeff regresó despué s de haberse dado una ducha y cogió dos cervezas. Ninguno de los dos trató de iniciar una conversació n, el policí a le deseó buenas noches y se marchó a su cuarto, y ella, acabado el sá ndwich, se aseó en el bañ o y se dirigió a la habitació n que le habí a mostrado Jeff. Era un cuarto con dos camas y fotos en las paredes de una niñ a y un niñ o, de unos ocho o diez añ os. A los pies de las camas se topó con una pizarra con la frase Papá te quiero y una caja rectangular, supuso que para los juguetes. Aquella habitació n creada para ser ocupada por niñ os parecí a un santuario vací o. Se acostó en la cama má s cercana a la puerta sin quitarse la ropa, la almohada olí a a colonia infantil, y enseguida se durmió.

El inspector daba vueltas en su cama. Hací a calor para la estació n, se destapó y echó una ojeada al reloj de la mesilla de noche: las dos. Ya parecí a una costumbre resistirse al sueñ o hasta bien entrada la madrugada, serí a mejor levantarse y tomar algo fresco, luego tratarí a de dormir. ¿ Có mo se habí a metido en este lí o? Hací a meses que se dejaba remolcar por sus piernas hasta la comisarí a sin poner el menor interé s en nada, hoy, sin embargo, esta historia le atrapaba... Se sentó en la cama y buscó a tientas las zapatillas, tirando las dos botellas de cerveza que habí a arrojado al suelo despué s de vaciar su contenido en un par de tragos. El ruido quedó amortiguado por la moqueta.

Abrió un armario de la cocina y agarró una botella medio vací a de Jack Daniel's, cuando viví a con su mujer y sus hijos no guardaba en casa ni gota de alcohol, ni siquiera para celebraciones. Se llevó la botella a los labios y un golpe sordo le interrumpió. ¿ Alex? No podí a ser, el ruido procedí a del jardí n. Apagó la luz de la cocina, se acercó a una ventana y apartó unos centí metros la cortina, las dos farolas má s cercanas a la casa no estaban encendidas. Maldijo, se hallaban en perfectas condiciones cuando aparcaron el coche. Desde donde se encontraba no podí a divisar la puerta trasera, se acercó a otra ventana y echó un vistazo; una sombra se interpuso entre é l y la luna.

 



  

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