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Preámbulo



 

 

2002 de la Era Cristiana... 1423 de la Hé gira...

 

Trece muyahidines afganos escoltaban a Osama Bin Laden y Aymá n AI‑ Zawahiri a travé s de un laberinto de cuevas. Se internaban en una red angosta de galerí as iluminados por las antorchas que portaban dos de los muyahidines. Osama detení a al grupo de tanto en tanto. Entonces, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, se demoraba perezosamente pretextando que habí a que comprobar si les seguí an, luego ceñ í a contra su cuerpo el viejo kalashnikov que colgaba del hombro y proseguí an su marcha con paso cansado.

A veces alguna bomba solitaria rompí a sobre sus cabezas, y en esos momentos de inquietud se replegaban sobre sí mismos atemorizados por la vibració n de la tierra, alguno de ellos con un murmullo de oració n en los labios y el sudor empapando las axilas.

El ejé rcito de la Alianza del Norte los habí a acorralado horas antes en las montañ as de Kunar en un ataque sorpresa con B‑ 52 norteamericanos; los aviones comenzaron a arrojar toneladas de proyectiles a las cinco de la madrugada y aú n no les permití an un respiro.

Los ojos de Osama, de mirada autoritaria y color del desierto, se moví an inquietos en todas direcciones. Aymá n se fijó de repente en é l. La chaqueta de camuflaje le sobraba por todas partes, sus labios habí an perdido la humedad hasta no ser má s que unos pliegues resecos bajo su ancha nariz, arrastraba los pies con dificultad. La admiració n por é l le vení a de los tiempos de la lucha contra los sovié ticos, de aquellas frí as noches afganas, cuando ambos fumaban del narguile envueltos en mantas de pelo de camello y hablaban con pasió n del ú nico Dios verdadero y del dí a en el que los hombres acogerí an las enseñ anzas de Mahoma.

–¿ Está todo preparado?

La pregunta de Osama le pilló por sorpresa.

–¿ Todo?

–La operació n.

Aymá n reflexionó unos segundos y se detuvo sujetando del brazo a Osama.

–Hermano, todo está listo en Pakistá n, pero...

–No quiero saberlo. En cuanto salgamos de aquí arregla lo que sea.

Aymá n asintió. Conocí a lo bastante a Osama como para saber que no valí a la pena replicar.

El terreno se volví a menos irregular a medida que abandonaban el interior de la montañ a. Los dos terroristas respiraban con visible esfuerzo, aú n así apretaron el paso al intuir una oscuridad menos densa unos metros por delante.

–¿ Có mo llegó a ti?

Aymá n se detuvo en los ojos de su jefe. No era la primera vez que le hací a esa pregunta.

–Hermano, confí a en mí.

Osama hizo el ademá n de contener sus pasos aunque siguió caminando. Aymá n sonrió. Desde la primera vez que le habló del poder no ha habido momento en que esa pregunta no rondase entre los dos; Aymá n, sin embargo, mantuvo su silencio terco todo este tiempo.

–Hermano, si lo tenemos de nuestro lado los infieles no encontrará n dó nde esconderse. ¿ Te hace falta má s?

Su jefe gruñ ó un no fatigado.

–Osama, tú proporció name los recursos y yo te entregaré a Occidente.

 



  

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