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Габриэль Гарсиа Маркес



 

Gabriel Garcí a Má rquez
(Aracataca, Colombia 1928—)


Un dí a de é stos
Los funerales de la Mamá Grande (1962)

 

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin tí tulo y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aú n en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñ ado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposició n. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botó n dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elá sticos. Era rí gido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondí a a la situació n, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el silló n de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecí a no pensar en lo que hací a, pero trabajaba con obstinació n, pedaleando en la fresa incluso cuando no se serví a de ella.
Despué s de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volverí a a llover. La voz destemplada de su hijo de once añ os lo sacó de su abstracció n.
—Papá.
—Qué
—Dice el alcalde que si le sacas una muela.
—Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
—Dice que sí está s porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Só lo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
—Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartó n donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
—Papá.
—Qué.
Aú n no habí a cambiado de expresió n.
—Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del silló n y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revó lver.
—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegá rmelo.
Hizo girar el silló n hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se habí a afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tení a una barba de cinco dí as. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperació n. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
—Sié ntese.
—Buenos dí as —dijo el alcalde.
—Buenos —dijo el dentista.
Mientras herví an los instrumentos, el alcalde apoyó el crá neo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Despué s de observar la muela dañ ada, ajustó la mandí bula con una presió n cautelosa de los dedos.
—Tiene que ser sin anestesia —dijo.
—¿ Por qué?
—Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
—Esta bien —dijo, y trató de sonreí r. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frí as, todaví a sin apresurarse. Despué s rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vací o helado en los riñ ones, pero no soltó un suspiro. El dentista só lo movió la muñ eca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:
—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandí bula y sus ojos se llenaron de lá grimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a travé s de las lá grimas. Le pareció tan extrañ a a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañ uelo en el bolsillo del pantaló n. El dentista le dio un trapo limpio.
—Sé quese las lá grimas —dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telarañ a polvorienta con huevos de arañ a e insectos muertos. El dentista regresó secá ndose. " Acué stese —dijo— y haga buches de agua de sal. " El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
—Me pasa la cuenta -dijo.
—¿ A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a travé s de la red metá lica:
—Es la misma vaina.

 

Габриэль Гарсиа Маркес



  

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