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LIBROdot.com. Charlotte Brontë. Jane Eyre



 

 

 

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Charlotte Brontë

Jane Eyre

 

 

 

I

Aquel dí a no fue posible salir de paseo. Por la mañ ana jugamos durante una hora entre los matorrales, pero despué s de comer (Mrs. Reed comí a temprano cuando no habí a gente de fuera), el frí o viento invernal trajo consigo unas nubes tan sombrí as y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se disipó.

Yo me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas tardes invernales. Regresá bamos de ellos al anochecer, y yo volví a siempre con los dedos agarrota­dos, con el corazó n entristecido por los regañ os de Bessie, la niñ era, y humillada por la consciencia de mi inferioridad fí sica respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.

Los tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el saló n en torno a su madre, reclinada en el sofá, al lado del fuego. Rodeada de sus hijos (que en aquel instante no disputaban ni alborotaban), mi tí a parecí a sentirse perfec­tamente feliz. A mí me dispensó de la obligació n de unirme al grupo, diciendo que se veí a en la necesidad de mantener­me a distancia hasta que Bessie le dijera, y ella lo compro­bara, que yo me esforzaba en adquirir mejores modales, en ser una niñ a obediente. Mientras yo no fuese má s sociable, má s despejada, menos hurañ a y má s agradable en todos los sentidos, Mrs. Reed se creí a obligada a excluirme de los privilegios reservados a los niñ os obedientes y buenos.

-¿ Y qué ha dicho Bessie de mí? -interrogué al oí r aquellas palabras.

-No me gustan las niñ as preguntonas, Jane. Una niñ a no debe hablar a los mayores de esa manera. Sié n­tate en cualquier parte y, mientras no se te ocurran me­jores cosas que decir, estate callada.

Me deslicé hacia el comedorcito de desayunar anexo al saló n y en el cual habí a una estanterí a con libros. Cogí uno que tení a bonitas estampas. Me encaramé al alfé izar de una ventana, me senté en é l cruzando las piernas como un turco y, despué s de correr las rojas cortinas que protegí an el hueco, quedé aislada por completo en aquel retiro.

Las cortinas escarlatas limitaban a mi derecha mi campo visual, pero a la izquierda, los cristales, aunque me defendí an de los rigores de la inclemente tarde de noviembre, no me impedí an contemplarla. Mientras volví a las hojas del libro, me paraba de cuando en cuan­do para ojear el paisaje invernal. A lo lejos todo se fun­dí a en un horizonte plomizo de nubes y nieblas. De cer­ca se divisaban los prados hú medos y los arbustos agita­dos por el viento, y sobre toda la perspectiva caí a, sin cesar, una lluvia desoladora.

Continué hojeando mi libro. Era una obra de Bewick, History of British Brids, consagrada en gran parte a las costumbres de los pá jaros y cuyas pá ginas de texto me interesaban poco, en general. No obstante, habí a unas cuantas de introducció n que, a pesar de ser muy niñ a aú n, me atraí an lo suficiente para no considerarlas á ri­das del todo. Eran las que trataban de los lugares donde suelen anidar las aves marinas: «las solitarias rocas y promontorios donde no habitan má s que estos seres», es decir, las costas de Noruega salpicadas de islas, desde su extremidad meridional hasta el Cabo Norte.

Do el mar del Septentrió n, revuelto,

bañ a la orilla gris de la isla melancó lica

de la lejana Tule, y el Atlá ntico

azota en ruda tempestad las Hé bridas...

Me sugestionaba mucho el imaginar las heladas ribe­ras de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia y «la inmensa desolació n de la Zona Á rtica, esa extensa y remota regió n desierta que es como el almacé n de la nieve y el hielo, con sus inter­minables campos blancos, con sus montañ as heladas en torno al polo, donde la temperatura alcanza su má s ex­tremado rigor».

Yo me formaba una idea muy personal de aquellos paí ses, una idea fantá stica, como todas las nociones aprendidas a medias que flotan en el cerebro de los ni­ñ os, pero intensamente impresionante. Las frases de la introducció n se relacionaban con las estampas del libro y prestaban má ximo relieve a los dibujos: una isla azotada por las olas y por la espuma del mar, una embarcació n estallá ndose contra los arrecifes de una costa peñ asco­sa, una luna frí a y fantasmal iluminando, entre nubes sombrí as, un naufragio...

No acierto a definir el sentimiento que me inspiraba una lá mina que representaba un cementerio solitario, con sus lá pidas y sus inscripciones, su puerta, sus dos á rboles, su cielo bajo y, en é l, media luna que, elevá ndo­se a lo lejos, alumbraba la noche naciente.

En otra estampa dos buques que aparecí an sobre un mar en calma se me figuraban fantasmas marinos. Pa­saba algunos dibujos por alto: por ejemplo, aquel en que una figura cornuda y siniestra, sentada sobre una roca, contemplaba una multitud rodeando una horca que se perfilaba en lontananza.

Cada lá mina de por sí me relataba una historia: una historia generalmente oscura para mi inteligencia y mis sentimientos no del todo desarrollados aú n, pero siem­pre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie nos contaba algunas tardes de invierno, cuando estaba de buen humor. En esas ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de planchar y, mientras repasaba los lazos de encaje y los gorros de dormir de Mrs. Reed, nos relataba narraciones de amor y de aventuras tomadas de antiguas fá bulas y romances y, en ocasiones (se­gú n má s adelante descubrí ), de las pá ginas de Pamela and Henry, Earl of Moreland.

Con el libro en las rodillas me sentí a feliz a mi modo. Só lo temí a ser interrumpida, y la interrupció n llegó, en efecto. La puerta del comedorcito acababa de abrirse.

-¡ Eh, tú, doñ a Estropajo! -gritó la voz de John Reed.

Al ver que el cuarto estaba, en apariencia, vací o, se interrumpió.

-¡ Lizzy, Georgy! -gritó -. Jane no está aquí. ¡ Debe de haber salido, con lo que llueve! ¡ Qué bestia es! De­cí dselo a mamá.

«Menos mal que he corrido las cortinas», pensaba yo. Y deseaba con todo fervor que no descubriera mi es­condite. John Reed no lo hubiera encontrado probable­mente, ya que su sagacidad no era mucha, pero Eliza, que asomó en aquel momento la cabeza por la puerta, dijo:

-Está en el antepecho de la ventana, Jack. Estoy se­gura de ello.

Me apresuré a salir, temiendo que si no Jack me saca­se a rastras.

-¿ Qué quieres? -pregunté con temor.

-Debes decir: «¿ Qué quiere usted, señ orito Reed? » -repuso-. Quiero que vengas aquí.

Y sentá ndose en una butaca, me ordenó con un ade­má n que me acercara.

John Reed era un mozalbete de catorce añ os, es decir, contaba cuatro má s que yo. Estaba muy desarrollado y fuerte para su edad, su piel era fea y á spera, su cara ancha, sus facciones toscas y sus extremidades muy grandes. Comí a hasta atracarse, lo que le producí a bilis y le hací a tener los ojos abotargados y las mejillas hin­chadas. Debí a haber estado ya en el colegio, pero su mamá le retení a en casa durante un mes o dos, «en aten­ció n a su delicada salud». Mr. Miles, el maestro, opinaba que John se hallarí a mejor si no le enviasen de casa tan­tos bollos y confituras, pero la madre era de otro criterio y creí a que la falta de salud de su hijo se debí a a que estudiaba en exceso.

John no tení a mucho cariñ o a su madre ni a sus her­manas y sentí a hacia mí una marcada antipatí a. Me reñ í a y me castigaba no una o dos veces a la semana o al dí a, sino siempre y continuamente. Cada vez que se acercaba a mí, todos mis nervios se poní an en tensió n y un escalo­frí o me recorrí a los huesos. El terror que me inspiraba me hací a perder la cabeza. Era inú til apelar a nadie: la servidumbre no deseaba mal quistarse con el hijo de la señ ora, y é sta era sorda y ciega respecto al asunto. Al parecer, no veí a nunca a John pegarme ni insultarme en su presencia, pese a que lo efectuaba má s de una vez, si bien me maltrataba má s frecuentemente a espaldas de su madre.

Obediente, como de costumbre, a las ó rdenes de John, me acerqué a su butaca. Durante tres minutos es­tuvo insultá ndome con todas las energí as de su lengua. Yo esperaba que me pegase de un momento a otro, y sin duda en mi rostro se leí a la aversió n que me inspiraba, porque, de sú bito, me descargó un golpe violento. Me tambaleé, procuré recobrar el equilibrio y me aparté uno o dos pasos de su butaca.

-Eso es para que aprendas a contestar a mamá, y a esconderte entre las cortinas, y a mirarme como me aca­bas de mirar.

Estaba tan acostumbrada a las brutalidades de John Reed, que ni siquiera se me ocurrí a replicar a sus inju­rias y só lo me preocupaba de los golpes que solí an se­guirlas.

-¿ Qué hací as detrá s de la cortina? -preguntó.

-Leer.

-A ver el libro.

Lo cogí de la ventana y se lo entregué.

-Tú no tienes por qué andar con nuestros libros. Eres inferior a nosotros: lo dice mamá. Tú no tienes di­nero, tu padre no te ha dejado nada y no tienes derecho a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros, ni a comer como nosotros, ni a vestir como nosotros a costa de mamá. Yo te enseñ aré a coger mis libros. Porque son mí os, para que te enteres, y la casa, y todo lo que hay en ella me pertenece, o me pertene­cerá dentro de pocos añ os. Sepá rate un poco y qué date en pie en la puerta, pero no lejos de las ventanas y del espejo.

Le obedecí, sin comprender de momento sus propó si­tos. Reparé en ellos cuando le vi asir el libro para tirá r­melo, y quise separarme, pero ya era tarde. El libro me dio en la cabeza, la cabeza tropezó contra la puerta, el golpe me produjo una herida y la herida comenzó a sangrar. El dolor fue tan vivo que mi terror, que habí a llegado a su extremo lí mite, dio lugar a otros sen­timientos.

-¡ Malvado! -le dije-. Eres peor que un asesino, que un negrero, que un emperador romano...

Yo habí a leí do History of Rome, de Goldsmith, y ha­bí a formado una opinió n personal respecto a Neró n, Ca­lí gula y demá s cé sares. E incluso habí a en mi interior establecido paralelismos que hasta aquel momento guardaba ocultos, pero que entonces no conseguí re­primir.

-¡ Có mo! -exclamó John-. Eliza, Georgiana, ¿ ha­bé is oí do lo que me ha dicho? Voy a contá rselo a mamá. Pero antes...

Se precipitó hacia mí, me cogió por el cabello y por la espalda y me zarandeó bá rbaramente. Yo le considera­ba un tirano, un criminal. Una o dos gotas de sangre se deslizaron desde mi cabeza hasta mi cuello. Sentí un do­lor agudo. Aquellas impresiones se sobrepusieron a mi miedo y repelí a mi agresor ené rgicamente. No sé bien lo que hice, pero le oí decir a gritos:

-¡ Condenada! ¡ Perra!

No tardó en recibir ayuda. Eliza y Georgiana habí an corrido hacia su madre y é sta aparecí a ya en escena, se­guida de Bessie y de Abbot, la criada.

Nos separaron y oí exclamar:

-¡ Hay que ver! ¡ Con qué furia pegaba esa niñ a al señ orito John!

-¡ Con cuá nta rabia!

La Mrs. ordenó:

-Llé vensela al cuarto rojo y encié rrenla en é l. Varias manos me sujetaron y me arrastraron hacia las escaleras.

 

 

II

Resistí por todos los medios. Ello era una cosa insó lita y contribuyó a aumentar la mala opinió n que de mí tení an Bessie y Miss Abbot. Yo estaba excitadí sima, fuera de mí. Comprendí a, ademá s, las consecuencias que iba a aparejar mi rebeldí a y, como un esclavo insurrecto, es­taba firmemente decidida, en mi desesperació n, a llegar a todos los extremos.

-Cuidado con los brazos, Miss Abbot: la pequeñ a arañ a como una gata.

-¡ Qué vergü enza! -decí a la criada-. ¡ Qué ver­gü enza, señ orita Eyre! ¡ Pegar al hijo de su bienhechora, a su señ orito!

-¿ Mi señ orito? ¿ Acaso soy una criada?

-Menos que una criada, porque ni siquiera se gana el pan que come. Ea, sié ntese aquí y reflexione a solas so­bre su mal comportamiento.

Me habí an conducido al cuarto indicado por Mrs. Reed y me hicieron sentarme. Mi primer impulso fue ponerme en pie, pero las manos de las dos mujeres me lo impidieron.

-Si no se está usted quieta, habrá que atarla -dijo Bessie-. Dé jeme sus ligas, Abbot. No puedo quitarme las mí as, porque tengo que sujetarla.

Abbot procedió a despojar sus gruesas piernas de sus ligas. Aquellos preparativos y la afrenta que habí a de seguirlos disminuyeron algo mi excitació n.

-No necesitan atarme -dije-. No me moveré.

Y, como garantí a de que cumplirí a mi promesa, me senté voluntariamente.

-Má s le valdrá -dijo Bessie.

Cuando estuvo segura de que yo no me rebelarí a má s, me soltó, y las dos, cruzá ndose de brazos, me contem­plaron como si dudaran de que yo estuviera en mi sano juicio.

-Nunca habí a hecho una cosa así -dijo Bessie, vol­vié ndose a la criada.

-Pero en el fondo su modo de ser es ese -replicó la otra-. Siempre se lo estoy diciendo a la señ ora, y ella concuerda conmigo. Es una niñ a de malos instintos. Nunca he visto cosa semejante.

Bessie no contestó, pero se dirigió a mí y me dijo: -Debe usted comprender, señ orita, que está bajo la dependencia de Mrs. Reed, que es quien la mantiene. Si la echara de casa, tendrí a usted que ir al hospicio.

No contesté a estas palabras. No eran nuevas para mí: las estaba oyendo desde que tení a uso de razó n. Y sona­ban en mis oí dos como un estribillo, muy desagradable sí, pero só lo comprensible a medias. Miss Abbot agregó:

-Y aunque la señ ora tenga la bondad de tratarla a usted como si fuera igual que sus hijos, debe usted qui­tarse de la cabeza la idea de que es igual al señ orito y a las señ oritas. Ellos tienen mucho dinero y usted no tiene nada. Así que su obligació n es ser humilde y procurar hacerse agradable a sus bienhechores.

-Se lo decimos por su bien -añ adió Bessie con má s suavidad-. Si procura usted ser buena y amable, quizá pueda vivir siempre aquí, pero si es usted mal educada y violenta, la señ ora la echará de casa.

-Ademá s -acrecentó Miss Abbot-, Dios la casti­gará. Ande, Bessie, vá monos. Rece usted, señ orita Eyre, y arrepié ntase de su mala acció n, porque, si no, puede venir algú n coco por la chimenea y llevá rsela.

Se fueron y cerraron la puerta.

El cuarto rojo no solí a usarse nunca, a menos que en Gateshead Hall hubiese una extraordinaria afluencia de invitados. Era, sin embargo, uno de los mayores y má s majestuosos aposentos de la casa. Habí a en é l un lecho de caoba, de macizas columnas con cortinas de damasco rojo, situado en el centro de la habitació n, como un ta­berná culo. La habitació n tení a dos ventanas grandes con las cortinas perpetuamente corridas. La alfombra era roja y la mesita situada junto al lecho estaba cubierta con un pañ o carmesí. Las paredes se hallaban tapizadas en rosa. El armario, el tocador y las sillas eran de caoba barnizada en oscuro. Junto al lecho habí a un silló n lleno de cojines, casi tan ancho como alto, que me parecí a un trono.

El cuarto era frí o, porque casi nunca se encendí a la chimenea en é l; silencioso, porque estaba lejos de las cocinas y del cuarto de los niñ os; solemne, porque me constaba que se usaba pocas veces y porque... La criada só lo entraba allí los sá bados para quitar el polvo del es­pejo y de los muebles. De tarde en tarde, Mrs. Reed visitaba tambié n la habitació n para revisar, en un depar­tamento secreto del armario, las joyas que guardaba en unió n de un retrato de su difunto marido...

La clave de que el cuarto rojo fuera imponente residí a en esas ú ltimas palabras. Mr. Reed habí a muerto nueve añ os atrá s precisamente en aquella habitació n, en ella habí a permanecido de cuerpo presente, y todo fue dejado allí en la misma forma en que se encontraba al fallecer su tí o.

El asiento en que Bessie y la á spera Abbot me habí an hecho instalarme era una otomana baja, pró xima a la chi­menea de má rmol. Ante mí se erguí a el lecho; a mi dere­cha quedaba el armario, grande y sombrí o, con negros re­flejos en sus paredes; y a la izquierda, las ventanas cerra­das, entre las cuales habí a un gran espejo que duplicaba la visió n de la vací a majestad del lecho y del aposento.

Yo no estaba absolutamente segura de si las dos muje­res habí an cerrado la puerta al marcharse. Me atreví a levantarme para comprobarlo. ¡ Ay, sí!, la encontré ce­rrada hermé ticamente.

Pasé ante el espejo otra vez. Involuntariamente mis ojos fascinados dirigieron una mirada al cristal. Todo parecí a en el espejo má s frí o y má s sombrí o de lo que era en realidad, y la extrañ a figurita que, en el rostro lí vido y los ojos brillantes de miedo, aparecí a en el cris­tal se me figuraba un espí ritu, uno de aquellos seres, entre hadas y duendes, que en las historias de Bessie se aparecí an a los viajeros solitarios. Volví a mi asiento.

Comenzaba a acosarme a la superstició n. Pero no me dominaba del todo: aú n quedaban en mi alma rastros de la energí a que me infundiera mi rebeldí a reciente. En mi cabeza se agitaban las violencias de John Reed, la orgu­llosa indiferencia de sus hermanas, la aversió n de su madre y la parcialidad de la servidumbre, como los sedi­mentos depositados dentro de un pozo salen a la superfi­cie al agitarse sus aguas. ¿ Por qué abrí a de sufrir siem­pre, de ser siempre golpeada, siempre acusada, siempre considerada culpable? ¿ Por qué no agradaba nunca a nadie, ni jamá s merecí a atenció n alguna? Eliza, testaru­da y egoí sta, era respetada. A Georgiana, dí scola, capri­chosa e insolente, todo se le perdonaba. Su belleza, sus mejillas rosadas y sus dorados rizos encantaban a cuan­tos la veí an y le daban derecho a que se pasasen por alto todas sus faltas. John no era jamá s reprendido, ni mu­cho menos castigado, aunque retorciese el cuello a los pichones, matase las crí as de los pavos reales, maltratase a los perros, cogiese las uvas de las parras y arrancase los retoñ os de las plantas má s delicadas del invernadero. Llamaba vieja a su madre, se burlaba de su piel morena -tan parecida a la de é l-, no hací a caso alguno de ella, estropeaba a veces sus vestidos de seda y, con todo, era «su niñ o querido». Yo no hací a nada malo, procuraba cumplir todos mis deberes y, sin embargo, se me consi­deraba fastidiosa y traviesa y se me reñ í a siempre, de la mañ ana a la tarde y de la tarde a la mañ ana.

Mi cabeza sangraba aú n del golpe que me asestara John, sin que nadie le hubiera reprendido a é l por eso y, en cambio, mi reacció n contra aquella violencia merecí a la reprobació n general.

«Es muy injusto», decí a mi razó n, estimulada por una precoz, aunque transitoria energí a. Y en mi interior se forjaba la resolució n de librarme de aquella situació n de tiraní a intolerable, o bien huyendo de la casa o, si eso no era posible, negá ndome a comer y a beber para concluir, muriendo, con tanta tortura.

Durante aquella inolvidable tarde la consternació n reinaba en mi alma, un caos mental en mi cerebro y una rebeldí a violenta en mi corazó n. Mis pensamientos y mis sentimientos se debatí an en torno a una pregunta que no lograba contestar: «¿ Por qué he de sufrir así? ¿ Por qué me tratan de este modo? »

No lo comprendí claramente hasta pasados muchos añ os. Yo discordaba con el ambiente de Gateshead Hall, yo no era como ninguno de los de allí, yo no tení a nada de comú n con Mrs. Reed, ni con sus hijos, ni con sus servidores. Me querí an tan poco como yo a ellos. No sentí an propensió n alguna a simpatizar con un ser que ni en temperamento ni en inclinaciones se les asemejaba, con un ser que no les era ú til ni agradable en nada. Si yo, al menos, hubiera sido una niñ a juguetona, guapa, ale­gre y atrayente, mi tí a me hubiera soportado mejor, sus hijos me hubieran tratado con má s cordialidad y las cria­das no hubieran descargado siempre sobre mí todos sus malos humores.

La luz del dí a comenzaba a disiparse en el cuarto rojo. Eran má s de las cuatro y la tarde se convertí a, rá pida, en crepú sculo. Yo oí a aullar el viento y batir la lluvia en las ventanas. Mi cuerpo estaba ya tan frí o como una pie­dra y, no obstante, cada vez sentí a un frí o mayor. Todo mi valor de antes se esfumaba. Mi acostumbrada humi­llació n, las dudas que albergaba sobre mi propio valor, la habitual depresió n de mi á nimo, recuperaban su imperio de siempre a medida que mi có lera decaí a. Todos decí an que yo era muy mala, y acaso lo fuese... ¿ No acababa de ocurrí rseme la idea de dejarme morir? Eso era un pecado y, ademá s, ¿ me sentí a en efecto dispuesta a la muerte? ¿ Acaso las tumbas situadas bajo el pavimento de la iglesia de Gateshead eran un lugar atracti­vo? Allí me habí an dicho que fue enterrado Mr. Reed. Este recuerdo hizo aumentar mi temor.

No me acordaba de é l. Só lo sabí a que mi tí o, hermano de mi madre, me habí a recogido en su casa al quedarme hué rfana y que, antes de morir, hizo prometer a su mu­jer que me tratarí a como a sus propios hijos. Sin duda, Mrs. Reed creí a haber cumplido su promesa -y hasta quizá quepa decir que la cumplí a tanto como se lo per­mití a su modo de ser-, pero en realidad, ¿ có mo habí a de interesarse por una persona a la que no le uní a parentesco alguno y que, muerto su marido, era una intrusa en su casa?

Comenzó a surgir en mi mente una extrañ a idea. Yo no dudaba de que, si mi tí o hubiera vivido, me habrí a tratado bien. Y en aquellos momentos, mientras miraba al lecho y las paredes sombrí as, y tambié n, de vez en cuando, al espejo que daba a todas las cosas un aspecto fantá stico, empecé a rememorar ocasiones en las que oyera hablar de muertos salidos de sus tumbas para ven­gar la desobediencia a sus ú ltimas voluntades. Pensé que bien pudiera suceder que el espí ritu de mi tí o, indignado por los padecimientos que se infligí an a la hija de su her­mana, surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del mun­do desconocido en que moraba, y se presentase en aque­lla habitació n para consolarme. Yo sospechaba que tal posibilidad, muy confortadora en teorí a, debí a ser terri­ble en la realidad. Traté de tranquilizarme, aparté el ca­bello que me caí a sobre los ojos, levanté la cabeza y tra­té de sondear las tinieblas de la habitació n.

En aquel instante, una extrañ a claridad se reflejó en la pared. ¿ Será -me pregunté - un rayo de luna que se desliza entre las cortinas de las ventanas? Pero la luz de la luna no se mueve, y aquella luz cambiaba de lugar. Por un momento se reflejó en el techo y luego osciló sobre mi cabeza.

Ahora, a travé s del tiempo transcurrido, conjeturo que tal luz provendrí a de alguna linterna que, para orientarse en la oscuridad, llevase alguien que cruzaba el campo, pero entonces, predispuesta mi mente a todos los horrores, en tensió n todos mis nervios, pensé que aquella claridad era quizá el preludio de una aparició n del otro mundo. El corazó n me latí a apresuradamente, las sienes me ardí an, mis oí dos percibieron un extrañ o sonido, como el apresurado batir de unas alas invisibles, y me pareció que algo terrible y desconocido se me aproximaba. Me sentí sofocada, oprimida; no podí a má s... Corrí a la puerta y la golpeé con desesperació n. Sonaron pasos en el corredor, la llave giró en la cerradu­ra y entraron en la habitació n Abbot y Bessie.

-¿ Se ha puesto usted mala, señ orita? -preguntó Bessie.

-¡ Qué modo de gritar! ¡ Creí que iba a dejarme sor­da! -exclamó Miss Abbot.

-Sá quenme de aquí. Dé jenme ir a mi cuarto -grité. -Pero ¿ qué le ha pasado? ¿ Ha visto alguna cosa rara? -preguntó Bessie.

-He visto una luz y me ha parecido que se me acer­caba un fantasma -dije, cogiendo la mano de Bessie. -Ha gritado a propó sito -opinó Abbot-. Si la hu­biese ocurrido algo, podí a disculparse ese modo de gri­tar, pero lo ha hecho para que vinié ramos. Conozco sus mañ as.

-¿ Qué pasa? -preguntó otra voz.

Mi tí a apareció en el pasillo, haciendo mucho ruido con las faldas sobre el pavimento. Se dirigió a Bessie y a Miss Abbot.

-Creo haber ordenado -dijo- que se dejase a Jane Eyre encerrada en el cuarto rojo hasta que yo viniese a buscarla.

-Es que Miss Jane dio un grito terrible, señ ora - repuso Bessie.

-No importa -contestó mi tí a-. Suelta la mano de Bessie, niñ a. No te figures que por esos procedimientos logrará s que te saquemos de aquí. Odio las farsas, sobre todo en los niñ os. Mi deber es educarte bien. Te quedará s encerrada una hora má s y cuando salgas será a con­dició n de que has de ser obediente en lo sucesivo.

-¡ Ay, por Dios, tí a! ¡ Perdó neme! ¡ Tenga compasió n de mí! ¡ Yo no puedo soportar esto! ¡ Castí gueme de otro modo! ¡ Me morirí a si viera... !

-¡ A callar! No puedo con esas patrañ as tuyas. Probablemente mi tí a creí a sinceramente que yo es­taba fingiendo para que me soltasen y me consideraba como un complejo de malas inclinaciones y doblez precoz.

Bessie y Abbot se retiraron y Mrs. Reed, cansada de mis protestas y de mis sú plicas, me volvió bruscamente la espalda, cerró la puerta y se fue sin má s comentarios. Sentí alejarse sus pasos por el corredor. Y debí de sufrir un desmayo, porque no me acuerdo de má s.

 

 

III

Lo primero de lo que me acuerdo despué s de aquello es de una especie de pesadilla en el curso de la cual veí a ante mí una extrañ a y terrible claridad roja, atravesada por barras negras. Parecí a oí r voces confusas, semejan­tes al aullido del viento o al ruido de la caí da del agua de una cascada. El terror confundí a mis impresiones. Lue­go noté que alguien me cogí a, me incorporaba de un modo mucho má s suave que hasta entonces lo hiciera nadie conmigo y me sostení a en aquella posició n, con la cabeza apoyada, no sé si en una almohada o en un brazo.

Cinco minutos despué s, las nubes de la pesadilla se disiparon y me di cuenta de que estaba en mi propio lecho y que la luz roja era el fuego de la chimenea del cuarto de niñ os. Era de noche. Una bují a ardí a en la mesilla. Bessie estaba a los pies de la cama con una vasi­ja en la mano, y un señ or, sentado a la cabecera, se incli­naba hacia mí.

Sentí una inexplicable sensació n de alivio, de protec­ció n y de seguridad al ver que aquel caballero era un extrañ o a la casa. Separé mi mirada de Bessie (cuya pre­sencia me era menos desagradable que me lo hubiera sido, por ejemplo, la de Miss Abbot) y la fijé en el rostro del caballero. Le reconocí: era Mr. Lloyd, un boticario a quien mi tí a solí a llamar cuando alguien de la servidum­bre estaba enfermo. Para ella y para sus niñ os avisaba al mé dico siempre.

-¿ Qué? ¿ Sabes quié n soy? -me preguntó Mr. Lloyd. Pronuncié su nombre y le tendí la mano. É l la estre­chó, sonriendo, y dijo:

-Vaya, vaya: todo va bien...

Luego encargó a Bessie que no me molestasen duran­te la noche y dio algunas otras instrucciones complemen­tarias. Dijo despué s que volverí a al dí a siguiente y se fue, con gran sentimiento mí o. Mientras estuvo sentado junto a mí, yo sentí a la impresió n de que tení a un amigo a mi lado, pero cuando salió y la puerta se cerró tras é l, un gran abatimiento invadió mi corazó n. Dijé rase que la habitació n se habí a quedado a oscuras.

-¿ No tiene ganas de dormir, Miss Jane? -preguntó Bessie con inusitada dulzura.

Apenas me atreví a contestarle, temiendo que sus si­guientes palabras fuesen tan violentas como las habi­tuales.

-Probaré a dormir -dije ú nicamente. -¿ Quiere usted comer o beber algo? -No, Bessie; muchas gracias.

-Entonces voy a acostarme, porque son má s de las doce. Si necesita algo durante la noche, llá meme. Aquella extraordinaria amabilidad me animó a pre­guntarle:

-¿ Qué pasa, Bessie? ¿ Estoy enferma?

-Se desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segu­ra de que pronto se pondrá buena.

Y se fue a la habitació n de la doncella, que estaba contigua. Le oí decirle:

-Venga a dormir conmigo en el cuarto de los niñ os.

Sarah no quisiera por nada del mundo estar sola esta noche con esa pobre pequeñ a. Temo que se muera. ¡ Dios sabe lo que habrá visto en el cuarto rojo! La se­ñ ora esta vez ha sido demasiado severa.

Sarah la acompañ ó. Ambas se acostaron y durante media hora estuvieron cuchicheando, antes de dormirse. Yo ú nicamente pude entender retazos aislados de su conversació n, por los que só lo saqué en limpio la esencia del objeto de la charla.

-Vio una aparició n vestida de blanco... -... Y detrá s de ella, un enorme perro negro... -... Tres golpes en la puerta de la habitació n... -... Una luz en el cementerio de la iglesia...

Y otras cosas por el estilo. Se durmieron, al fin. El fuego y la bují a se apagaron. Pasé toda la noche en un temeroso insomnio. Mis ojos, mis oí dos y mi cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como só lo los niñ os pueden sentir.

Con todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto rojo. El suceso me produjo ú nica­mente un trauma nervioso, que aú n hoy repercute en mi cerebro. Sí, Mrs. Reed: a usted le debo bastantes sufri­mientos mentales... Pero la perdono, porque sé que ignoraba usted lo que hací a y que, cuando me sometí a a aquella tortura, pensaba corregir mis malas inclina­ciones.

Al dí a siguiente ya me levanté y estuve sentada junto al fuego de nuestro cuarto, envuelta en un mantó n. Fí si­camente me sentí a dé bil y quebrantada, pero mi mayor sufrimiento era un inmenso abatimiento moral, un aba­timiento que me hací a prorrumpir en silencioso llanto. Intentaba enjugar mis lá grimas, pero inmediatamente otras inundaban mis mejillas. Sin embargo, tení a moti­vos para sentirme feliz: Mrs. Reed habí a salido con sus niñ os en coche. Abbot estaba en otro cuarto y Bessie, segú n se moví a de aquí para allá arreglando la habita­ció n, me dirigí a de vez en cuando alguna frase amable. Tal cosa constituí a para mí un paraí so de paz, acostumbrada como me hallaba a vivir entre continuas repri­mendas y frases desagradables. Pero mis nervios se ha­llaban en un estado tal, que ni siquiera aquella calma podí a apaciguarla.

Bessie se fue a la cocina y volvió trayé ndome una tarta en un plato de china de brillantes colores, en el que ha­bí a pintada un ave del paraí so enguirnaldada de pé talos y capullos de rosa. Aquel plato despertaba siempre mi má s entusiasta admiració n y, repetidas veces, habí a so­licitado la dicha de poderlo tener en la mano para exa­minarlo, pero tal privilegio me fue denegado siempre hasta entonces. Y he aquí que ahora aquella preciosidad se hallaba sobre mis rodillas y que se me invitaba cor­dialmente a comer el delicado pastel que contení a. Mas aquel favor llegaba, como otros muchos ardientemente deseados en la vida, demasiado tarde. No tení a ganas de comer la tarta y las flores y los plumajes del pá jaro me parecí an aquel dí a extrañ amente deslucidos. Bessie me preguntó si querí a algú n libro y esta palabra obró sobre mí como un ené rgico estimulante. Le pedí que me traje­se de la biblioteca los Viajes de Gulliver. Yo los leí a siempre con deleite renovado y me parecí an mucho má s interesantes que los cuentos de hadas. Habiendo busca­do en vano los enanos de los cuentos entre las campá nu­las de los campos, bajo las setas y entre las hiedras que decoraban los rincones de los muros antiguos, habí a lle­gado hací a tiempo en mi interior a la conclusió n de que aquella minú scula població n habí a emigrado de Inglaterra, refugiá ndose en algú n lejano paí s. Y como Lilliput y Brobdingnag eran, en mi opinió n, partes tangibles de la superficie terrestre, no dudaba de que, algú n dí a, cuan­do fuera mayor podrí a, haciendo un largo viaje, ver con mis ojos las casitas de los liliputienses, sus arbolitos, sus minú sculas vacas y ovejas y sus diminutos pá jaros; y tambié n los maizales del paí s de los gigantes, altos como bosques, los perros y gatos grandes como monstruos, y los hombres y mujeres del tamañ o de los toros. No obs­tante, ahora tení a en mis manos aquel libro, tan querido para mí, y mientras pasaba sus pá ginas y contemplaba sus maravillosos grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan infinito placer, me resultaba hoy turbador y temeroso. Los gigantes eran descarnados espectros, los enanos malé volos duendes y Gulliver un desolado vagabundo perdido en aquellas espantables y peligrosas regiones. Cerré el libro y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la tarta intacta.

Bessie habí a terminado de arreglar el cuarto y, abriendo un cajoncito, lleno de esplé ndidos retales de tela y saté n, se disponí a a hacer un gorrito má s para la muñ eca de Georgiana. Mientras lo confeccionaba, co­menzó a cantar:

En aquellos lejanos dí as... ¡ Oh, cuá nto tiempo atrá s!...

Le habí a oí do a menudo cantar lo mismo y me agrada­ba mucho. Bessie tení a -o me lo parecí a- una voz muy dulce, pero entonces yo creí a notar en su acento una tristeza indescriptible. A veces, absorta en su traba­jo, cantaba el estribillo muy bajo, muy lento:

¡ Cuá ntooooo tiempooooo atrá á á á á s!

Y la melodí a sonaba con la dolorosa cadencia de un himno funeral. Luego pasó a cantar otra balada y é sta era ya francamente melancó lica:

Mis pies está n cansados y mis miembros rendidos. ¡ Qué á spero es el camino, qué empinada la cuesta! Pronto las tristes sombras de una noche sin Luna cubrirá n el camino del pobre niñ o hué rfano.

¡ Oh! ¿ Por qué me han mandado tan lejos y tan solo, entre los campos negros y entre las grises rocas?

Los hombres son muy duros: solamente los á ngeles velan los tristes pasos del pobre niñ o hué rfano.

Y he aquí que sopla, suave, la brisa de la noche; ya en el cielo no hay nubes y las estrellas brillan, porque Dios, bondadoso, ha querido ofrecer protecció n y esperanza al pobre niñ o hué rfano.

Acaso caeré cruzando el puente roto,

o me hundiré en las cié nagas siguiendo un fuego fatuo. Pero entonces el buen Padre de las alturas, recibirá el alma del pobre niñ o hué rfano.

Y aun cuando en este mundo no haya nadie que me ame y no tenga ni padres ni hogar a que acogerme, no ha de faltar, al fin, en el cielo, un hogar ni el cariñ o de Dios al pobre niñ o hué rfano. Bessie, cuando acabó de cantar, me dijo: -Miss Jane: no llore...

Era como si hubiese dicho al fuego: «No quemes». Pero ¿ có mo podí a ella adivinar mi sufrimiento?

Mr. Lloyd acudió durante la mañ ana. -Ya levantada, ¿ eh? ¿ Qué tal está? Bessie contestó que ya me hallaba bien.

-Hay que tener mucho cuidado con ella. Ven aquí, Jane... ¿ Te llamas Jane, verdad?

-Sí, señ or: Jane Eyre.

-Bueno, dime: ¿ por qué llorabas? ¿ Te ocurre algo? -No, señ or.

-Quizá llore porque la señ ora no le ha llevado en coche con ella -sugirió Bessie.

-Seguramente no. Es demasiado mayor para llorar por tales minucias.

Yo protesté de aquella injusta imputació n, diciendo: -Nunca he llorado por esas cosas. No me gusta salir en coche. Lloro porque soy muy desgraciada.

-¡ Oh, señ orita! -exclamó Bessie.

El buen boticario pareció quedar perplejo. Yo estaba en pie ante é l mientras me contemplaba con sus peque­ñ os ojos grises, no muy brillantes pero sí perspicaces y agudos. Su rostro era anguloso, aunque bien conforma­do. Me miró detenidamente y me preguntó:

-¿ Qué sucedió ayer?

-Se cayó -se apresuró a decir Bessie.

-¿ Có mo que se cayó? ¡ Cualquiera dirí a que es un bebé que no sabe andar! No puede ser. Esta niñ a tiene lo menos ocho o nueve añ os.

-Es que me pegaron -dije, dispuesta a dar una ex­plicació n del suceso que no ofendiera mi orgullo de niñ a mayor-. Pero no me puse mala por eso -añ adí.

Mr. Lloyd tomó un polvo de rapé de su tabaque­ra. Cuando lo estaba guardando en el bolsillo de su cha­leco, sonó la campana que llamaba a comer a la servi­dumbre.

-Vá yase a comer-dijo a Bessie al oí r la campana-. Yo, entre tanto, leeré algo a Jane hasta que vuelva usted.

Bessie hubiese preferido quedarse, pero no tuvo má s remedio que salir, porque la puntualidad en las comidas se observaba con extraordinaria rigidez en Gateshead Hall.

-¿ Qué es lo que te pasó ayer? -preguntó Mr. Lloyd cuando Bessie hubo salido.

-Me encerraron en un cuarto donde habí a un fantas­ma y me tuvieron allí hasta despué s de oscurecer.

El boticario sonrió, pero a la vez frunció el entrecejo. -¡ Qué niñ a eres! ¡ Un fantasma! ¿ Tienes miedo a los fantasmas?

-Sí, sí; era el fantasma de Mr. Reed, que murió en aquel cuarto. Ni Bessie ni nadie se atreve a ir a é l por la noche, ¡ y a mí me dejaron allí sola y sin luz! Es una maldad muy grande y nunca la perdonaré.

-¡ Qué bobada! ¿ Y es por eso por lo que te sientes tan desgraciada? ¿ Tendrí as miedo allí ahora, que es de dí a?

-No, pero por la noche sí. Ademá s, soy desgraciada, muy desgraciada, por otras cosas.

-¿ Qué cosas? Dí melas.

Yo hubiera deseado de todo corazó n explicá rselas. Y, sin embargo, me resultaba difí cil contestarle con clari­dad. Los niñ os sienten, pero no saben analizar sus senti­mientos, y si logran analizarlos en parte, no saben expresarlos con palabras. Temerosa, sin embargo, de perder aquella primera y ú nica oportunidad que se me ofrecí a de aliviar mis penas narrá ndolas a alguien di, despué s de una pausa, una respuesta tan verdadera como pude, aunque poco explí cita en realidad:

-Soy desgraciada porque no tengo padre, ni madre, ni hermanos, ni hermanas.

-Pero tienes una tí a bondadosa y unos primitos... Yo callé un momento. Luego insistí:

-Pero John me pega y mi tí a me encierra en el cuarto rojo.

Mr. Lloyd sacó otra vez su caja de rapé.

-¿ No te parece que esta casa es muy hermosa? -dijo-. ¿ No te agrada vivir en un sitio tan bonito? -Pero la casa no es mí a, y Abbot dice que tengo me­nos derecho de estar aquí que una criada.

-¡ Bah! No es posible que no te encuentres a gusto... -Si tuviera donde ir, me irí a muy contenta, pero no podré hacerlo hasta que sea una mujer.

-Acaso puedas, ¿ quié n sabe? ¿ No tienes otros pa­rientes ademá s de Mrs. Reed?

-Creo que no, señ or.

-¿ Tampoco por parte de tu padre?

-No lo sé. He preguntado a la tí a y me ha respondido que tal vez tenga algú n pariente pobre y humilde, pero que no sabe nada de ellos.

-Si lo tuvieras, ¿ te gustarí a irte con é l?

Reflexioné. La pobreza desagrada mucho a las perso­nas mayores y, con má s motivo, a los niñ os. Ellos no tienen idea de lo que sea una vida de honrada y laborio­sa pobreza y é sta la relacionan siempre con los andrajos, la comida escasa la lumbre apagada, los modales grose­ros y los vicios censurables. La pobreza entonces era, para mí, sinó nimo de degradació n.

No, no me gustarí a vivir con pobres fue mi respuesta. -¿ Aunque fuesen amables contigo?

Yo no comprendí a có mo unas personas humildes po­dí an ser amables. Ademá s, hubiera tenido que acostum­brarme a hablar como ellos, adquirir sus modales, con­vertirme en una de aquellas mujeres pobres que yo veí a cuidando de los niñ os y lavando la ropa a la puerta de las casas de Gateshead. No me sentí lo bastante heroica para adquirir mi libertad a tal precio.

Así, pues, dije:

-No; tampoco me gustarí a ir con personas pobres, aunque fueran amables conmigo.

-¿ Tan miserables piensas que son esos parientes tu­yos? ¿ A qué se dedican? ¿ Son trabajadores?

-No lo sé. La tí a dice que, si tengo algunos, deben ser unos pordioseros. Y a mí no me gustarí a ser una mendiga.

-¿ No te gustarí a ir a la escuela?

Volví a reflexionar. Apenas sabí a lo que era una es­cuela. Bessie solí a hablar de ella como de un sitio donde las muchachas se sentaban juntas en bancos y donde habí a que ser muy correctos y puntuales. John Reed odiaba el colegio y renegaba de su maestro, pero las in­clinaciones de John Reed no tení an por qué servirme de modelo, y si bien lo que Bessie contaba acerca de la disciplina escolar (basá ndose en los informes suministra­dos por las hijas de la familia donde estuviera colocada antes de venir a Gateshead) era aterrador en cierto sen­tido, otros datos proporcionados por ella y obtenidos de aquellas mismas jó venes, me parecí an considerablemen­te atractivos. Bessie solí a hablar de cuadritos de paisajes y flores que aquellas jó venes aprendí an a hacer en el colegio, de canciones que cantaban y mú sica que toca­ban, de libros franceses que traducí an... Todo aquello me inclinaba a emularlas. Ademá s, estar en la escuela significaba cambiar de vida; hacer un largo viaje, salir de Gateshead... Cosas todas que resultaban en gran mane­ra atrayentes.

-Me gustarí a ir a la escuela -fue, pues, la contesta­ció n que di como resumen de mis pensamientos.

-Bueno, bueno. ¿ Quié n sabe lo que puede ocurrir? -dijo Mr. Lloyd. Y agregó, al salir, como hablando consigo mismo-: La niñ a necesita cambio de aire y de ambiente. Sus nervios no se hallan en buen estado.

Bessie volví a del comedor y, al mismo tiempo, senti­mos el rodar de un carruaje sobre la arena del camino. -¿ Es su señ ora? -preguntó el boticario-. Quisiera hablar con ella antes de irme.

Bessie le invitó a pasar al comedorcito. En la entrevis­ta que Mr. Lloyd tuvo con mi tí a supongo, por el desa­rrollo ulterior de los sucesos, que é l recomendó que me enviasen a un colegio y que la resolució n fue bien acogi­da por ella. Así lo deduje de una conversació n que una noche mantuvo Abbot con Bessie en nuestro cuarto cuando yo estaba ya acostada y, segú n ellas creí an, dor­mida.

-La señ ora quedará encantada de librarse de una niñ a tan traviesa y de tan malos instintos, que no hace má s que maquinar maldades -decí a Abbot quien, al parecer, debí a de tenerme por un Guy Fawkes en ciernes.

Aquella misma noche, en el curso de la charla de las dos mujeres, me enteré por primera vez de que mi pa­dre habí a sido un humilde pastor; de que mi madre se casó con é l contra la voluntad de sus padres, quienes consideraban al mí o como muy inferior a ellos; de que mi abuelo, enfurecido, se negó a ayudar a mi madre ni con un chelí n; de que mi padre habí a contraí do el tifus visitando a los enfermos pobres de una ciudad fabril donde estaba situado su curato; y de que se lo contagió a mi madre, muriendo los dos con el intervalo de un mes.

Bessie, oyendo aquel relato, suspiró y dijo:

-La pobrecita Jane es digna de compasió n, ¿ verdad Abbot?

-Si fuese una niñ a agradable y bonita -repuso Abbot-, serí a digna de lá stima, pero un renacuajo como ella no inspira compasió n a nadie.

-No mucha, es verdad... -convino Bessie-. Si fue­ra tan linda como Georgiana, las cosas sucederí an de otro modo.

-¡ Oh, yo adoro a Georgiana! -dijo la vehemente Abbot-. ¡ Qué bonita está con sus largos rizos y sus ojos azules y con esos colores tan hermosos que tiene! Pare­cen pintados... ¡ Ay, Bessie; me apetecerí a comer liebre!

-Tambié n a mí. Pero con un poco de cebolla frita. Venga, vamos a ver lo que hay.

Y salieron.

 

IV

De mi conversació n con Mr. Lloyd y de la menciona­da charla entre Miss Abbot y Bessie deduje que se apro­ximaba un cambio en mi vida. Esperaba en silencio que ocurriese, con un vivo deseo de que tanta felicidad se realizara. Pero pasaban los dí as y las semanas, mi salud se iba restableciendo del todo y no se hací an nuevas alu­siones al asunto. Mi tí a me miraba con ojos cada vez má s severos, apenas me dirigí a la palabra y, desde los inci­dentes que he mencionado, procuraba ahondar cada vez má s la separació n entre sus hijos y yo. Me habí a des­tinado un cuartito para dormir sola, me condenaba a co­mer sola tambié n y me hací a pasar todo el tiempo en el cuarto de niñ os, mientras ellos estaban casi siempre en el saló n. No hablaba nada de enviarme a la escuela, pero yo presentí a que no habí a de conservarme mucho tiem­po bajo su techo. En sus ojos, entonces má s que nunca, se leí a la extraordinaria aversió n que yo le inspiraba.

Eliza y Georgiana -obraban sin duda en virtud de instrucciones que recibieran- me hablaban lo menos posible. John me hací a burla con la lengua en cuanto me veí a, y una vez intentó pegarme, pero yo me revolví con el mismo arranque de có lera y rebeldí a que causara mi malaventura la otra vez y a é l le pareció mejor desistir. Se separó abrumá ndome a injurias y diciendo que le ha­bí a roto la nariz. Yo le habí a asestado, en efecto, en esta prominente parte de su rostro un golpe tan fuerte como mis puñ os me lo permitieron y cuando noté que aquello le lastimaba, me preparé a repetir mis arremetidas sobre su lado flaco. Pero é l se apartó y fue a contá rselo a su mamá. Le oí comenzar a exponer la habitual acusació n. -Esa asquerosa de Jane...

Y siguió diciendo que yo me habí a tirado a é l como una gata. Pero su madre le interrumpió:

-No me hables de ella, John. Ya te he dicho que no te acerques a ella. No quiero que la traté is tus hermanas ni tú. No es digna de tratar con vosotros.

Sin pensarlo casi, grité desde las regiones donde me hallaba desterrada:

-¡ Ellos son los indignos de tratarme a mí!

Mrs. Reed era una mujer bastante voluminosa, pero al oí rme subió las escaleras velozmente, se precipitó como un torbellino en el cuarto de jugar, me zarandeó contra las paredes de mi cuchitril y, con voz enfá tica e imperiosa, me conminó a no pronunciar ni una palabra má s en todo lo que quedaba de dí a.

-¿ Qué dirí a el tí o si viviese? -fue mi casi voluntaria contestació n.

Y escribo «casi voluntaria», porque aquel dí a las pala­bras me brotaban de la boca de una manera espontá nea, como si me las dictasen en mi interior una fuerza desco­nocida que yo fuese incapaz de dominar aunque lo hu­biera pretendido.

-¿ Eh? -dijo mi tí a.

Y en la mirada, habitualmente frí a, de sus ojos grises, se transparentaba algo parecido al temor. Soltó mi brazo y me contempló como si dudara en decidir si yo era una niñ a o un demonio.

Continué:

-Mi tí o está en el cielo y sabe todo lo que usted hace y piensa, y tambié n papá y mamá. Todos ellos sa­ben có mo me maltrata usted y las ganas que tiene de que me muera.

Mi tí a logró recuperar su presencia de espí ritu. Me abofeteó y se fue sin decir palabra. Bessie llenó esta la­guna sermoneá ndome durante má s de una hora y asegu­rá ndome que no creí a que hubiese una niñ a má s mala que yo bajo la capa del cielo. Yo me sentí a inclinada a creerla, porque aquel dí a só lo surgí an en mi alma senti­mientos rencorosos.

Habí an transcurrido noviembre, diciembre y la mitad de enero. Las fiestas de Navidad se celebraron en la casa como de costumbre. Se enviaron y se recibieron muchos regalos y se organizaron muchas comidas y reu­niones. De todo ello yo estuve, por supuesto, excluida. Todas mis diversiones pascuales consistí an en presenciar có mo se peinaban y componí an diariamente Georgiana y Eliza para bajar a la sala vestidas de brillantes museli­nas y encarnadas sedas y, despué s, en escuchar el sonido del piano o del arpa que tocaban abajo, en asistir al ir y venir del mayordomo y el lacayo, y en percibir el entre­chocar los vasos y tazas y el murmullo de las conversa­ciones cuando se abrí an o cerraban las puertas del saló n.

Si me cansaba de este entretenimiento, me volví a al solitario y silencioso cuarto de jugar. Pero, de todos mo­dos, yo, aunque estaba muy triste, no me sentí a des­graciada. De haber sido Bessie má s cariñ osa y haber acce­dido a acompañ arme, habrí a preferido pasar las tardes sola con ella en mi cuarto, a estar bajo la temible mira­da de mi tí a, en un saló n lleno de caballeros y señ oras. Pero Bessie, una vez que terminaba de arreglar a sus jó venes señ oritas, solí a marcharse a las agradables re­giones del cuarto de criados y de la cocina, llevá ndose la luz, por regla general. Entonces me sentaba al lado del fuego, con mi muñ eca sobre las rodillas, hasta que la chimenea se apagaba, mirando de cuando en cuando en torno mí o para convencerme de que en el aposento no habí a otro ser má s temible que yo. Cuando ya no queda­ba de la lumbre má s que el rescoldo, me desvestí a presu­rosamente, a tirones, y huí a del frí o y de la oscuridad refugiá ndome en mi cuartucho. Me llevaba siempre allá a mi muñ eca. El corazó n humano necesita recibir y dar afecto y, no teniendo objeto má s digno en que depositar mi ternura, me consolaba amando y acariciando a aque­lla figurilla, andrajosa y desastrada como un espantapá ­jaros en miniatura. Aú n recuerdo con asombro cuá nto cariñ o poní a en mi pobre juguete. Nunca me dormí a si no era con mi muñ eca entre mis brazos y, cuando la sen­tí a a mi lado y creí a que estaba segura y calientita, era feliz pensando que mi muñ eca lo era tambié n.

Pasaban largas horas -o me lo parecí a- antes de que se disolviese la reunió n. A veces resonaban en la escalera los pasos de Bessie, que vení a a buscar su dedal o sus tijeras, o a traerme algo de comer: un pastel o un bollo de manteca. Se sentaba en el lecho mientras yo comí a y, al terminar, me arreglaba las ropas de la cama, me besaba y decí a: «Buenas noches, Miss Jane. » Cuan­do era amable conmigo, Bessie me parecí a lo má s bello, lo má s cariñ oso y lo mejor del mundo, y deseaba ardien­temente que nunca volviera a reprenderme, a tratarme mal o a no hacerme caso. Bessie Lee debí a ser, si mi memoria no me engañ a, una muchacha inteligente, por­que era muy ingeniosa para todo y tení a grandes dotes de narradora. Al menos así la recuerdo yo a travé s de los cuentos que nos relataba. La evoco como una joven del­gada, de cabello negro, ojos oscuros, bellas facciones y buena figura. Pero tení a un cará cter variable y capricho­so y era indiferente a todo principio de justicia o de mo­ral. Fuera como fuese, ella era la persona a quien má s querí a de las de la casa.

Llegó el 15 de enero. Eran las nueve de la mañ ana. Bessie habí a salido a desayunar. Eliza estaba ponié ndo­se un abrigo y un sombrero para ir a un gallinero de que ella misma cuidaba, ocupació n que le agradaba tanto como vender los huevos al mayordomo y acumular el importe de sus transacciones. Tení a marcada inclinació n al ahorro, y no só lo `vendí a huevos y pollos, sino que tambié n entablaba activos tratos con el jardinero, quien, por orden de Mrs. Reed, compraba a su hija todos los productos que é sta cultivaba en un cuadro del jardí n re­servado para ella: semillas y retoñ os de plantas y flores. Creo que Eliza hubiera sido capaz de vender su propio cabello si creyera sacar de la operació n un beneficio razonable. Guardaba sus ahorros en los sitios má s descon­certantes, a lo mejor en un trapo o en un pedazo de papel viejo, pero despué s, en vista de que a veces las criadas descubrí an sus escondrijos, Eliza optó por pres­tar sus fondos a su madre, a un interé s del cincuenta o sesenta por ciento, y cada trimestre cobraba con riguro­sa exactitud sus beneficios, llevando con extremado cui­dado en un pequeñ o libro las cuentas del capital inver­tido.

Georgiana, sentada en una silla alta, se peinaba ante el espejo, intercalando entre sus bucles flores artificiales y otros adornos de los que habí a encontrado gran provi­sió n en un cajó n del desvá n. Yo estaba haciendo mi cama, ya que habí a recibido perentorias ó rdenes de Bes­sie de que la tuviese arreglada antes de que ella regresa­se. Bessie solí a emplearme como una especie de segun­da doncella del cuarto de jugar y, a veces, me mandaba quitar el polvo, limpiar el cuarto, etc. Despué s de hacer la cama, me acerqué a la ventana y comencé a poner en orden varios libros de estampas y algunos muebles de la casa de muñ ecas que habí a en el alfé izar. Pero habié n­dome ordenado secamente Georgiana (de cuya propie­dad eran las sillitas y espejitos y los minú sculos platos y copas) que no tocara sus juguetes, interrumpí mi ocupa­ció n y, a falta de otra mejor, me dediqué a romper las flores de escarcha con que el cristal de la ventana estaba cubierto, para poder mirar a travé s del vidrio el aspecto del paisaje, quieto y como petrificado bajo la helada in­vernal.

Desde la ventana se veí an el pabelló n del portero y el camino de coches, y precisamente cuando yo arranqué parte de la floració n de escarcha que cubrí a con una pelí cula de plata el cristal, vi abrirse las puertas y subir un carruaje por el camino. Lo miré con indiferencia. A Ga­teshead vení an coches frecuentemente y ninguno traí a visitantes que me interesaran. El carruaje se detuvo frente a la casa, oyó se sonar la campanilla, y el recié n llegado fue recibido. Pero yo no hací a caso de ello, por­que mi atenció n estaba concentrada en un pajarillo fa­mé lico, que intentaba picotear en las desnudas ramitas de un cerezo pró ximo a la pared de la casa. Los restos del pan y la leche de mi desayuno estaban sobre la mesa. Abrí la ventana, cogí unas migajas y las estaba colocan­do en el borde del antepecho, cuando irrumpió Bessie.

-¿ Qué está usted haciendo señ orita Jane? ¿ Se ha la­vado las manos y la cara?

Antes de contestar, me incliné sobre la ventana otra vez, a fin de colocar en sitio seguro el pan del pá jaro, y cuando hube distribuido las migajas en distintos lugares, cerré los batientes y repliqué:

-Aú n no, Bessie. Acabo de terminar de limpiar el polvo.

-¡ Qué niñ a! ¿ Qué estaba usted haciendo? Está usted encarnada. ¿ Por qué tení a la ventana abierta?

No necesité molestarme en contestarla, pues Bessie tení a demasiada prisa para perder tiempo en oí r mis ex­plicaciones. Me condujo al lavabo, me dio un ené rgico, aunque afortunadamente breve restregó n de manos y cara con agua, jabó n y una toalla, me peinó con un á spe­ro peine y, en seguida, me dijo que bajase al comedorci­to de desayunar.

Hubiera deseado preguntarle el motivo y saber si mi tí a estaba allí o no, pero Bessie se habí a ido y cerrado la puerta del cuarto. Así, pues, bajé lentamente. Hací a cerca de tres meses que no me llamaban a presencia de mi tí a. Confinada en las habitaciones de niñ os, el co­medorcito, el comedor grande y el saló n eran para mí regiones vedadas.

Antes de entrar en el comedor, me detuve en el vestí ­bulo, intimidada y temblorosa. En aquella é poca de mi vida, los castigos injustos que recibiera habí an hecho de mí una infeliz cobarde. Durante diez minutos titubeé; ni me atreví a a volver a subir ni me atreví a a entrar en donde me esperaban.

El impaciente sonido de la campanilla del comedorci­to me decidió. No habí a má s remedio que entrar. «¿ Qué querrá n de mí? », me preguntaba, mientras con ambas manos intentaba abrir el picaporte, que resistí a a mis esfuerzos. «¿ Quié n estará con la tí a? ¿ Una mujer o un hombre? »

Al fin el picaporte giró y, erguida sobre la alfombra, divisé algo que a primera vista me pareció ser una co­lumna negra, recta, angosta, en lo alto de la cual un rostro deforme era como una esculpida cará tula que sir­viese de capitel.

Mi tí a ocupaba su sitio habitual junto al fuego. Me hizo signo de que me aproximase y me presentó al des­conocido con estas palabras:

-Aquí tiene la niñ a de que le he hablado.

É l -porque era un hombre y no una columna como yo pensara- me examinó con inquisitivos ojos grises, bajo sus espesas cejas, y dijo con voz baja y solemne:

-Es pequeñ a aú n. ¿ Qué edad tiene? -Diez añ os.

-¿ Tantos? -interrogó, dubitativo.

Siguió examiná ndome durante varios minutos. Al fin, me preguntó:

-¿ Có mo te llamas, niñ a? -Jane Eyre, señ or.

Y le miré, Me pareció un hombre muy alto, pero ha de considerarse que yo era muy pequeñ a. Tení a las fac­ciones grandes y su rostro y todo su cuerpo mostraban una rigidez y una afectació n excesivas.

-Y qué, Jane Eyre, ¿ eres una niñ a buena?

Era imposible contestar afirmativamente, ya que el pequeñ o mundo que me rodeaba sostení a la opinió n contraria. Guardé silencio.

Mi tí a contestó por mí con un expresivo movimiento de cabeza, agregando:

-Nada má s lejos de la verdad, Mr. Brocklehurst.

-¡ Muy disgustado de saberlo! Vamos a hablar un rato ella y yo.

Y, abandonando la posició n vertical, se instaló en un silló n frente al de mi tí a y me dijo:

-Ven aquí.

Crucé la alfombra y me paré ante é l. Ahora que su cara estaba al nivel de la mí a, podí a vé rsela mejor. ¡ Qué nariz tan grande, y qué boca, y qué dientes tan salientes y enormes!

-No hay nada peor que una niñ a mala -me dijo-. ¿ Sabes adó nde van los malos despué s de morir?

-Al Infierno -fue mi pronta y ortodoxa contestació n. -¿ Y sabes lo que es el Infierno?

-Un sitio lleno de fuego.

¿ Y te gustarí a ir a é l y abrasarte? -No, señ or.

¿ Qué debes hacer entonces para evitarlo?

Medité un momento y di una contestació n un tanto discutible.

-Procurar no estar enferma para no morirme. -¿ Y có mo puedes estar segura de no enfermar? To­dos-los dí as mueren niñ os má s pequeñ os que tú. Hace un par de dí as nada má s que he acompañ ado al cemen­terio a un niñ o de cinco añ os. Pero era un niñ o bueno y su alma estará en el Cielo ahora. Es de temer que no se pueda decir lo mismo de ti, si Dios te llama.

No sintié ndome lo suficientemente informada para aclarar sus temores, me limité a suspirar y a clavar la mirada en sus inmensos pies, deseando vivamente mar­charme de allí cuanto antes.

-Espero que ese suspiro te saldrá del alma y que te arrepentirá s de haber obrado mal con tu bondadosa bienhechora.

«¿ Mi bienhechora? -pensé -. Todos dicen que mi tí a es mi bienhechora. Si lo es de verdad, una bienhechora resulta una cosa muy desagradable. »

-¿ Rezas siempre por la noche y por la mañ ana? -continuó mi interlocutor.

-Sí, señ or. -¿ Lees la Biblia? -A veces.

-¿ Y qué te gusta má s de ella?

-Me gustan las Profecí as, y el libro de Daniel, y el de Samuel, y el Gé nesis, y una parte del É xodo, y algunas de los Reyes y las Cró nicas, y Job, y Joná s.

-¿ Y los Salmos? ¿ Te gustan? -No, señ or.

-¡ Qué extrañ o! Yo tengo un niñ o má s pequeñ o que tú que sabe ya seis salmos de memoria, y cuando se le pregunta si prefiere comer pan de higos o aprender un salmo, responde: «Aprender un salmo. Los á ngeles can­tan salmos y yo quiero ser un á ngel». Y entonces se le dan dos higos para recompensar su piedad infantil.

-Los Salmos no son interesantes -contesté.

-Eso prueba que eres una niñ a mala y debes rogar a Dios que cambie tu corazó n, sustituyendo el de piedra que tienes por otro humano.

Ya iba yo a preguntarle detalles sobre el procedimien­to a seguir durante la operació n de cambiarme de ví s­cera, cuando Mrs. Reed me mandó sentar y tomó la palabra.

-Mr. Brocklehurst: creo haberle indicado en la carta que le dirigí hace tres semanas que esta niñ a no tiene el cará cter que yo desearí a que tuviese. Me agradarí a que, cuando se halle en el colegio de Lowood, las maestras la vigilen atentamente y procuren corregir su defecto má s grave: la tendencia a mentir. Ya lo sabes, Jane: es inú til que intentes embaucar al señ or Brocklehurst.

Por mucho que hubiera deseado agradar a mi tí a, fra­ses como aqué lla, frecuentemente repetidas, me impe­dí an hacerlo. En este momento, en que iba a emprender una nueva vida, ya ella se encargaba de sembrar por adelantado aversió n y antipatí a en mi camino. Me veí a transformada ante los ojos del señ or Brocklehurst en una niñ a embustera. ¿ Có mo remediar semejante ca­lumnia?

«De ningú n modo», pensaba yo, mientras trataba de contener las lá grimas que acudí an a mis ojos.

-El mentir es muy feo en una niñ a -dijo Brockle­hurst-, y todos los embusteros irá n al lago de fuego y azufre. No se preocupe, señ ora. Ya hablaré con las pro­fesoras y con la señ orita Temple para que la vigilen.

-Deseo -siguió mi tí a- que se la eduque de acuer­do con sus posibilidades: es decir, para ser una mujer ú til y humilde. Durante las vacaciones, si usted lo per­mite, permanecerá tambié n en el colegio.

-Tiene usted mucha razó n-dijo Brocklehurst-. La humildad es grata a Dios y, aunque desde luego es una de las caracterí sticas de todas las alumnas de Lowood, ya me preocuparé de que la niñ a se distinga entre ellas por su humildad. He estudiado muy profundamente los medios de humillar el orgullo humano, y hace pocos dí as que he tenido una evidente prueba de mi é xito. Mi hija segunda, Augusta, estuvo visitando la escuela con su madre, y al regreso exclamó: «¡ Qué pací ficas son las ni­ñ as de Lowood, papá! Con el cabello peinado sobre las orejas, sus largos delantales y sus bolsillos en ellos, casi parecen niñ as pobres. Miraban mi vestido y el de mamá, como si nunca hubieran visto ropas de seda. »

-Así me gusta-dijo mi tí a-. Aunque hubiese bus­cado por toda Inglaterra, no hubiera encontrado un sitio donde el ré gimen fuera má s apropiado para una niñ a como Jane Eyre. Conformidad, Mr. Brocklehurst, con­formidad es lo primero que yo creo que se necesita en la vida.

-La conformidad es la mayor virtud del cristiano, y todo está organizado en Lowood de modo que se desa­rrolle esa virtud: comida sencilla, vestido sencillo, cuar­tos sencillos, costumbres activas y laboriosas... Tal es el ré gimen del establecimiento.

-Bien. Entonces quedamos en que la niñ a será admi­tida en el colegio de Lowood y educada con arreglo a su posició n y posibilidad en la vida.

-Sí, señ ora; será acogida en mi colegio, y confí o en que acabará agradeciendo a usted el gran honor que se le dispensa.

-Entonces se la enviaré cuanto antes, porque le ase­guro que deseo librarme de la responsabilidad de aten­derla, que comienza a ser demasiado pesada para mí.

-Lo comprendo, señ ora, lo comprendo... Bien: ten­go que irme ya. Pienso volver a Brocklehurst Hall de aquí a una o dos semanas, ya que mi buen amigo, el arcediano, no me dejará marchar antes. Escribiré a Miss Temple que va a ser enviada al colegio una niñ a nueva para que no ponga dificultades a su admisió n. Buenos dí as.

-Buenos dí as, Mr. Brocklehurst. Mis saludos a su señ ora, a Augusta y Theodore y al joven Broughton Brocklehurst.

-De su parte, gracias... Niñ a, toma este libro. ¿ Ves? Se titula Manual del niñ o bueno, y debes leerlo con inte­ré s, sobre todo las pá ginas que tratan de la espantosa muerte repentina de Marta G..., una niñ a traviesa, muy amiga de mentir.

Y despué s de entregarme aquel interesante tomo, el señ or Brocklehurst volvió a su coche y se fue.

Mi tí a y yo quedamos solas. Ella cosí a y yo la miraba. Era una mujer de unos treinta y seis o treinta y siete añ os, robusta, de espaldas cuadradas y miembros vigo­rosos, má s bien baja y, aunque gruesa, no gorda; con las mandí bulas prominentes y fuertes, las cejas espesas, la barbilla ancha y saliente y la boca y la nariz bastante bien formadas. Bajo sus pá rpados brillaban unos ojos exentos de toda expresió n de ternura, su cutis era oscuro y mate, su cabello á spero y su naturaleza só lida como una campana. No estaba enferma jamá s. Dirigí a la casa despó ticamente y só lo sus hijos se atreví an a veces a desafiar su autoridad.

Yo, sentada en un taburete bajo, a pocas yardas de su butaca, la contemplaba con atenció n. Tení a en la mano el libro que hablaba de la muerte repentina de la niñ a embustera y, cuanto habí a sucedido, cuanto se habí a hablado entre mi tí a y Brocklehurst, me producí a un amar­go resentimiento.

Mi tí a levantó la vista de la labor, suspendió la costura y me dijo:

-Vete de aquí. Má rchate al cuarto de jugar.

No sé si fue mi mirada lo que la irritó, pero el caso era que en su voz habí a un tono de reprimida có lera. Me levanté y llegué hasta la puerta, pero de pronto me volví y me acerqué a mi tí a.

Sentí a la necesidad de hablar: me habí a herido injus­tamente y era necesario devolverle la ofensa. Pero ¿ có mo? ¿ De qué manera podrí a herir a mi adversaria? Concentré mis energí as y acerté a articular la siguiente brusca interpelació n:

-No soy mentirosa. Si lo fuera, le dirí a que la quiero mucho y, sin embargo, le digo francamente que no la quiero. Me parece usted la persona má s mala del mun­do, despué s de su hijo John. Y este libro puede dá rselo a su hija Georgiana. Ella sí que es embustera y no yo.

La mano de mi tí a continuaba inmó vil sobre la costu­ra. Sus ojos me contemplaban frí amente.

-¿ Tienes algo má s que decir? -preguntó en un tono de voz má s parecido al que se emplea para tratar con un adulto que al que es habitual para dirigirse a un niñ o.

La expresió n de sus ojos y el acento de su voz excita­ron má s aú n mi aversió n hacia ella. Temblando de pies a cabeza, presa de una ira incontenible, continué:

-Me alegro de no tener que tratar má s con usted. No volveré a llamarla tí a en mi vida. Nunca vendré a verla cuando sea mayor, y si alguien me pregunta si la quiero, contestaré contá ndole lo mal que se ha portado conmigo y la crueldad con que me ha tratado.

-¿ Có mo te atreves a decir eso?

-¿ Qué có mo me atrevo? ¡ Porque es verdad! Usted piensa que yo no siento ni padezco y que puedo vivir sin una pizca de cariñ o, poro no es así. Me acordaré hasta el dí a de mi muerte de la forma en que mandó que me encerrasen en el cuarto rojo, aunque yo le decí a: «¡ Tenga compasió n, tí a, perdó neme! », y lloraba y sufrí a infi­nitamente. Y me castigó usted porque su hijo me habí a pegado sin razó n. Al que me pregunte le contaré esa historia tal como fue. La gente piensa que usted es bue­na, pero no es cierto. Es usted mala, tiene el corazó n muy duro y es una mentirosa. ¡ Usted sí que es menti­rosa!

Al acabar de pronunciar estas frases, mi alma comen­zó a expandirse, exultante, sintiendo una extrañ a impre­sió n de independencia, de triunfo. Era como si unas li­gaduras invisibles que me sujetaran se hubieran roto proporcioná ndome una inesperada libertad. Y habí a causa para ello. Mi tí a parecí a anonadada, la costura se habí a deslizado de sus rodillas, sus manos pendí an iner­tes y su faz se contraí a como si estuviese a punto de llorar.

-Está s equivocada, Jane. Pero ¿ qué te pasa? ¿ Có mo tiemblas así? ¿ Quieres un poco de agua?

-No, no quiero.

-¿ Deseas algo? Te aseguro que no te quiero mal. -No es verdad. Ha dicho usted a Mr. Brocklehurst que yo tení a mal cará cter, que era mentirosa. Pero yo diré a todos en Lowood có mo es usted y lo que me ha hecho.

-Tú no entiendes de estas cosas, Jane. A los niñ os hay que corregirles sus defectos.

-¡ Yo no tengo el defecto de mentir! -grité violenta­mente.

-Vamos, Jane, cá lmate. Anda, vete a tu cuarto y descansa un poco, queridita mí a.

-No quiero descansar, y ademá s no es verdad que sea queridita suya. Má ndeme pronto al colegio, porque no quiero vivir aquí.

-Te enviaré pronto, en efecto -dijo en voz baja mi tí a.

Y, recogiendo su labor, salió de la estancia.

Quedé dueñ a del campo. Aquella era la batalla má s dura que librara hasta entonces y la primera victoria que consiguiera en mi vida. Permanecí en pie sobre la alfom­bra como antes el señ or Brocklehurst y gocé por unos momentos de mi bien conquistada soledad. Me sonreí a mí misma y sentí que mi corazó n se dilataba de jú bilo. Pero aquello no duró má s de lo que duró la excitació n que me poseí a. Un niñ o no puede disputar ni hablar a las personas mayores en el tono que yo lo hiciera sin experimentar despué s una reacció n depresiva y un re­mordimiento hondo. Media hora de silencio y reflexió n me mostraron lo locamente que habí a procedido y lo difí cil que se hací a mi situació n en aquella casa donde odiaba a todos y era de todos odiada.

Habí a saboreado por primera vez el né ctar de la ven­ganza y me habí a parecido dulce y reanimador. Pero, despué s, aquel licor dejaba un regusto amargo, corrosi­vo, como si estuviera envenenado. Poco me faltó para ir a pedir perdó n a mi tí a; mas no lo hice, parte por expe­riencia y parte por sentimiento instintivo de que ella me rechazarí a con doble repulsió n que antes, lo que hubiera vuelto a producir una exaltació n turbulenta de mis sentimientos.

Era preciso ocuparme en algo mejor que en hablar airadamente, sustituir mis sentimientos de sombrí a in­dignació n por otros má s plá cidos. Cogí un libro de cuen­tos á rabes y comencé a leer. Pero no sabí a lo que leí a. Me parecí a ver mis propios pensamientos en las pá ginas que otras veces se me figuraban tan fascinadoras.

Abrí la puerta vidriera del comedorcito. Los arbustos estaban desnudos y la escarcha, no quebrada aú n por el sol, reinaba sobre el campo. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda de mi vestido y salí á pasear por un rincó n apartado del jardí n. Pero no encontré placer al­guno en aquel lugar, con sus á rboles silenciosos, sus pi­ñ as caí das y las hojas secas que, arrancadas por el viento en el otoñ o, permanecí an todaví a pegadas al suelo hú ­medo. El dí a era gris, y del cielo opaco, color de nieve, caí an copos de vez en cuando sobre la helada pradera. Allí estuve largo rato pensando en que no era má s que una pobre niñ a desgraciada y preguntá ndome incesante­mente:

«¿ Qué haré, qué haré? »

Oí de pronto una voz que me llamaba: -¡ Miss Jane! Venga a almorzar.

Era Bessie y yo lo sabí a bien, pero no me moví. Sentí avanzar sus pasos por el sendero.

-¡ Qué traviesa es usted! -dijo-. ¿ Por qué no acu­de cuando la llaman?

La presencia de Bessie, por contraste con mis amargos pensamientos, me pareció agradable. Despué s de mi vic­toria sobre mi tí a, el enojo de la niñ era no me preocupaba mucho. Ceñ í, pues, su cintura con mis brazos y dije:

-Bessie, no seas regañ ona.

Aquel impulso habí a sido má s espontá neo y cariñ oso que los acostumbrados en mí, y le agradó.

-¡ Qué niñ a tan rara es usted! -me dijo, mirá ndo­me-. ¿ Sabe que van a llevarla al colegio?

Asentí.

-¿ Y no le apena separarse de su pobre Bessie? -¿ Qué importo yo a Bessie? Bessie se pasa la vida regañ á ndome...

-Porque es usted muy arisca, muy hurañ a, muy tí mi­da... Debí a ser má s decidida.

-¿ Para qué? ¿ Para recibir má s golpes?

-¡ Qué tonterí a! Pero es verdad, de todos modos, que estará usted mejor fuera de aquí. Mi madre me dijo, cuando vino a verme la semana pasada, que no le gusta­rí a estar en el lugar de usted. En fin... Voy a darle bue­nas noticias.

-No lo creo.

-¿ Có mo que no? ¿ Por qué me mira así? Pues sí: la señ ora y los- señ oritos han salido a tomar el té fuera de casa, y usted y yo lo tomaremos juntas. Voy a cocer para usted un bollito en el horno, y luego me ayudará a pre­parar su equipaje. La señ ora quiere enviarla al colegio de aquí a uno o dos dí as, y tiene usted que recoger lo que piense llevarse.

-Bessie, promé teme no reñ irme durante el tiempo que pase en casa.

-Bueno, pero usted acué rdese de ser una niñ a muy buena y de no tener miedo de mí. No se sobresalte cuando yo empiece a hablarla: es una cosa que me ataca los nervios.

-No volveré a temerte, Bessie. Ademá s, pronto ha­bré de temer a otras personas...

-Si usted hace ver que les teme, esas personas se disgustará n con usted.

-Como tú, Bessie.

-No; como yo, no. Yo soy la persona que má s la quiere de todos.

-¡ Pero no lo demuestras!

-¿ Có mo habla de esa manera? ¡ Es usted muy atre­vida!

-Lo soy porque me voy a marchar pronto de aquí y porque...

Iba a explicarle mi triunfo sobre Mrs. Reed, pero lo pensé mejor y guardé silencio.

-¿ Y se alegra usted de abandonarme?

-No, Bessie. Precisamente ahora me disgusta má s que antes el separarme de ti.

-Precisamente ahora, ¿ eh? ¡ Con qué frescura lo dice! Hasta serí a capaz de no darme un beso si se lo pidiera... Puede que me contestara que, precisamente ahora, no...

-Sí, quiero besarte, sí... -repuse-. Baja la cabeza. Bessie se detuvo. Nos abrazamos estrechamente y la seguí hasta la casa, muy satisfecha.

La tarde transcurrió en paz y armoní a. Por la noche Bessie me relató uno de sus cuentos má s encantadores y cantó para mí una de sus canciones má s lindas. Hasta en una vida tan triste como la mí a no faltaba alguna vez un rayo de sol.

 

V

Aú n no acababan de dar las cinco de la mañ ana del 19 de enero cuando Bessie entró en mi cuarto con una vela en la mano y me encontró ya preparada y vestida. Estaba levantada desde media hora antes y me habí a lavado y vestido a la luz de la luna, que entraba por las estrechas ventanas de mi alcoba. Me marchaba aquel dí a en un coche que pasarí a por la puerta a las seis de la mañ ana. En la casa no se habí a levantado nadie má s que Bessie. Habí a encendido el fuego en el cuarto de jugar y estaba preparando mi desayuno. Hay pocos niñ os que tengan ganas de comer cuando está n a punto de em­prender un viaje y a mí me sucedió lo que a todos. Bes­sie, despué s de instarme inú tilmente a que tomase algu­nas cucharadas de sopa de leche, envolvió algunos bizcochos en un papel y los guardó en mi saquito de viaje. Luego me puso el sombrero y el abrigo, se envolvió ella en un mantó n y las dos salimos de la estancia. Al pasar junto al dormitorio de mi tí a, me dijo:

-¿ Quiere usted entrar para despedirse de la señ ora? -No, Bessie. La tí a fue a mi cuarto anoche y me dijo que cuando saliera no era necesario que la despertase, ni tampoco a mis primos. Luego me aseguró que tuviera en cuenta siempre que ella era mi mejor amiga y que debí a decí rselo a todo el mundo.

-¿ Y qué contestó usted, señ orita?

-Nada. Me tapé la cara con las sá banas y me volví hacia la pared.

-Eso no está bien, señ orita.

-Sí está bien, Bessie. Mi tí a no es mi amiga: es mi enemiga.

-¡ No diga eso, Miss Jane! Cruzamos la puerta. Yo exclamé: -¡ Adió s, Gateshead!

Aú n brillaba la luna y reinaba la oscuridad. Bessie llevaba una linterna cuya luz oscilaba sobre la arena del camino, hú meda por la nieve recié n fundida. El amane­cer invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañ etea­ban, aterida de frí o.

En el pabelló n de la porterí a brillaba una luz. La mu­jer del portero estaba encendiendo la lumbre. Mi equi­paje se hallaba a la puerta. Lo habí a sacado de casa la noche anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas.

-¿ Se va sola? -preguntó la mujer. -Sí.

¿ Hay mucha distancia? -Cincuenta millas.

-¡ Qué lejos! ¡ No sé có mo la señ ora la deja hacer sola un viaje tan largo!

El coche, tirado por cuatro caballos, iba cargado de pasajeros. Se detuvo ante la puerta. El encargado y el cochero nos metieron prisa. Mi equipaje fue izado sobre el techo. Me separaron del cuello de Bessie, a quien es­taba cubriendo de besos.

-¡ Tenga mucho cuidado de la niñ a! -dijo Bessie al encargado del coche cuando é ste me acomodaba en el interior.

-¡ Sí, sí! -contestó é l.

La portezuela se cerró, una voz exclamó: «¡ Listos! », y el carruaje empezó a rodar.

Así me separé de Bessie y de Gateshead rumbo a las que a mí me parecí an entonces regiones desconocidas y misteriosas.

Recuerdo muy poco de aquel viaje. El dí a me pareció de una duració n sobrenatural y tuve la impresió n de ha­ber rodado cientos de millas por la carretera. Atravesa­mos varias poblaciones y en una de ellas, muy grande, el coche se detuvo y se desengancharon los caballos. Los viajeros se apearon para comer. El encargado me llevó al interior de una posada con el mismo objeto, pero como yo no tení a apetito, se fue, dejá ndome en una inmensa sala de cuyo techo pendí a un enorme candelabro y en lo alto de una de cuyas paredes habí a una especie de galerí a donde se apilaban varios instrumentos de mú ­sica. Permanecí allí largo rato, sintiendo un angustioso temor de que viniese alguien y me secuestrara. Yo creí a firmemente en la existencia de los secuestradores de ni­ñ os, ya que tales personajes figuraban con gran frecuen­cia en los cuentos de Bessie. Al fin vinieron a buscarme, mi protector me colocó en mi asiento, subió al suyo, tocó la trompa y el coche comenzó a rodar sobre la calle empedrada de L...

La tarde era sombrí a y nublada. Llegaba el crepú scu­lo. Yo comprendí a que debí amos estar muy lejos de Ga­teshead. El panorama cambiaba. Ya no atravesá bamos ciudades; grandes montañ as grises cerraban el horizon­te, y al oscurecer descendimos a un valle poblado de bosque. Luego se hizo noche del todo, y yo oí a silbar lú gubremente el viento entre los á rboles.

Arrullada por el sonido, me dormí. Me desperté al cesar el movimiento del vehí culo. Vi por la ventanilla una puerta cochera abierta y en ella, iluminada por los faroles, una persona que me pareció ser una criada.

-¿ No viene aquí una niñ a llamada Jane Eyre? -pre­guntó.

-Sí -repuse.

Me sacaron, bajaron mi equipaje, y el coche volvió inmediatamente a ponerse en marcha.

Ya en la casa, procuré, ante todo, calentar al fuego mis dedos agarrotados por el frí o, y luego lancé una ojeada a mi alrededor. No habí a ninguna luz encendida, pero a la vacilante claridad de la chimenea se distinguí an, a interva­los, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y brillantes muebles de caoba. Aquel saló n no era tan esplé ndido como el de Gateshead, pero sí bastante lujoso. Mientras intentaba descifrar lo que representaba un cuadro colgado en el muro, la puerta se abrió y entró una persona llevan­do una luz y seguida de cerca por otra.

La primera era una señ ora alta, de negro cabello, ne­gros ojos y blanca y despejada frente. Su aspecto era grave, su figura erguida. Iba medio envuelta en un chal.

-Es muy pequeñ a para dormir sola -dijo al verme, mientras poní a la luz sobre una mesa.

Me miró atentamente durante unos minutos y agregó:

-Valdrá má s que se acueste pronto, parece muy fatiga­da. ¿ Está s cansada, verdad? -me preguntó, colocando una mano sobre mi hombro-. Y seguramente tendrá s apetito. Dele algo de comer antes de acostarla, Miss Mil­ler. ¿ Es la primera vez que te separas de tus padres, niñ a?

Le contesté que no tení a padres, y me preguntó cuá n­to tiempo hací a que habí an muerto. Despué s se informó de mi edad y de si sabí a leer y escribir, me acarició la mejilla afectuosamente y me despidió, diciendo:

-Confí o en que seas obediente y buena.

La señ ora que habí a hablado representaba unos vein­tinueve añ os. La que ahora me conducí a, y a la que la otra llamara Miller, parecí a má s joven. La primera me impresionó por su aspecto y su voz. Esta otra era má s ordinaria, má s rubicunda, muy apresurada en su modo de andar y en sus actos, como quien tiene entre sus ma­nos mú ltiples cosas. Me pareció desde luego lo que má s tarde averigü é que era: una profesora auxiliar.

Guiada por ella recorrí los pasillos y estancias de un edificio grande e irregular, a cuyo extremo, saliendo por fin del profundo y casi temeroso silencio que reinaba en el resto de la casa, escuché el murmullo de muchas vo­ces, y entré en un cuarto muy grande, en cada uno de cuyos extremos habí a dos mesas alumbradas cada una por dos bují as.

Alrededor de las mesas estaban sentadas en bancos muchas muchachas de todas las edades, desde los nueve o diez añ os hasta los veinte. A primera vista me parecie­ron innumerables, aunque en realidad no pasaban de ochenta. Todas vestí an una ropa de idé ntico corte y de color pardo. Era la hora de estudio, se hallaban enfras­cadas en aprender sus lecciones del dí a siguiente, y el murmullo que yo sintiera era el resultado de las voces de todas ellas repitiendo sus lecciones a la vez.

Miss Miller me señ aló asiento en un banco pró ximo a la puerta y luego, situá ndose en el centro de la habita­ció n, gritó:

-¡ Instructoras: recojan los libros!

Cuatro muchachas de elevada estatura se pusieron en pie y recorrieron las mesas recogiendo los libros. -Miss Miller dio otra voz de mando:

-¡ Instructoras: traigan las bandejas de la comida! Las cuatro muchachas altas salieron y regresaron por­tando una bandeja cada una. En cada bandeja habí a porciones de algo que no pude observar lo que era y, ademá s, un jarro de agua y un vaso.

Las instructoras circularon por el saló n. Cada mucha­cha cogí a de la bandeja una de aquellas porciones y, si querí a beber, lo hací a en el vaso de todas. Yo tuve que beber, porque me sentí a sedienta, pero no comí lo que, segú n pude ver entonces, era una delgada torta de avena partida en pedazos.

Terminada la colació n, Miss Miller leyó las oraciones y las escolares subieron las escaleras formadas de dos en dos. Ya estaba tan muerta de cansancio, que no me di cuenta siquiera de có mo era el dormitorio, salvo que, como el cuarto de estudio, me pareció muy grande. Aquella noche dormí con Miss Miller, quien me ayudó a desnu­darme. Luego lancé una mirada a la larga fila de lechos, en cada uno de los cuales habí a dos muchachas. Diez minutos má s tarde, la ú nica luz del dormitorio se apaga­ba y yo me dormí.

La noche pasó deprisa. Yo estaba tan cansada, que no soñ é nada. Só lo una vez creí oí r bramar el viento con furia y escuchar la caí da del agua de una catarata. Me desperté: era Miss Miller, que dormí a a mi lado. Cuando volví a abrir los ojos, sentí tocar una ronca campana. Aú n no era de dí a y el dormitorio estaba iluminado por una o dos lamparillas. Tardé algo en levantarme, porque hací a un frí o agudo y, cuando al fin me vestí, tuve que compartir el lavabo con otras seis muchachas, lo que no hubiera ocurrido de haberme levantado antes.

Volvió a sonar la campana y las alumnas se alinearon y bajaron las escaleras por parejas. Entramos en el frí o cuarto de estudio. Miss Miller leyó las plegarias de la mañ ana y ordenó luego:

-Fó rmense por clases.

A continuació n siguió un alboroto de varios minutos, durante los cuales Miss Miller no cesaba de repetir: «¡ Orden! ¡ Silencio! » Cuando el tumulto cesó, vi que las muchachas se habí an agrupado en cuatro semicí rculos, colocados frente a cuatro sillas situadas ante cuatro me­sas. Todas las alumnas tení an un libro en la mano, y en cada mesa, ante la silla vací a, habí a un libro grande, como una Biblia. Siguió un silencio. Despué s comenzó a circular el vago rumor que se produce siempre que hay una muchedumbre reunida. Miss Miller recorrió los gru­pos acallando aquel reprimido murmullo.

Sonó otra campana e inmediatamente, tres mujeres entraron y se instalaron cada una en uno de los tres asientos vací os. Miss Miller se instaló en la cuarta silla vacante, la má s cercana a la puerta y en torno a la cual estaban reunidas las niñ as má s pequeñ as. Me llamaron a aquella clase y me colocaron detrá s de todas.

Se repitió la plegaria diaria y se leyeron varios capí tu­los de la Biblia, en lo que se invirtió má s de una hora. Cuando acabó aquel ejercicio, era dí a claro. La infatiga­ble campana sonó por cuarta vez. Yo me sentí a encanta­da ante la perspectiva de comer alguna cosa. Estaba des­mayada, ya que el dí a anterior apenas habí a probado bocado.

El refectorio era una sala grande, baja de techo y sombrí a. En dos largas mesas humeaban recipientes lle­nos de algo que, con gran disgusto mí o, estaba lejos de despedir un olor atractivo. Una general manifestació n de descontento se produjo al llegar a nuestras narices aquel perfume. Las muchachas mayores, las de la prime­ra clase, murmuraron:

-¡ Es indignante! ¡ Otra vez el potaje quemado! -¡ Silencio! -barbotó una voz.

No era la de Miss Miller, sino la de una de las profeso­ras superiores, que se sentaba a la cabecera de una de las mesas. Era menuda, morena y vestida con elegancia, pero tení a un aspecto indefiniblemente desagradable. Una segunda mujer, má s gruesa que aqué lla, presidí a la otra mesa. Busqué en vano a la señ ora de la noche ante­rior: no estaba visible. Miss Miller se sentó al extremo de la mesa en que yo estaba instalada, y una mujer de apariencia extranjera -la profesora francesa- se aco­modó al extremo de la otra.

Se rezó una larga plegaria, se cantó un himno, luego una criada trajo té para las profesoras y comenzó el desayuno.

Devoré las dos o tres primeras cucharadas sin preocu­parme del sabor, pero casi enseguida me interrumpí sin­tiendo una profunda ná usea. El potaje quemado sabe casi tan mal como las patatas podridas. Ni aun el hambre má s aguda puede con ello. Las cucharas se moví an len­tamente, todas las muchachas probaban la comida y la dejaban despué s de inú tiles esfuerzos para deglutirla. Terminó el almuerzo sin que ninguna hubiese almorza­do y, despué s de rezar la oració n de gracias correspon­diente a la comida que no se habí a comido, evacuamos el comedor. Yo fui de las ú ltimas en salir y vi que una de las profesoras probaba una cucharada de potaje, hací a un gesto de asco y miraba a las demá s. Todas parecí an disgustadas. Una de ellas, la gruesa, murmuró:

-¡ Qué porquerí a! ¡ Es vergonzoso!

Pasó un cuarto de hora antes de que se reanudasen las lecciones y, entretanto, reinó en el saló n de estudio un grandí simo tumulto. En aquel intervalo se permití a ha­blar má s alto y con má s libertad, y todas se aprovecha­ban de tal derecho. Toda la conversació n giró en torno al desayuno, el cual mereció uná nimes censuras. ¡ Era el ú nico consuelo que tení an las pobres muchachas! En el saló n no habí a ahora otra maestra que Miss Miller, y un grupo de chicas de las mayores la rodeó hablá ndola con seriedad. El nombre de Mr. Brocklehurst sonó en algunos labios, y Miss Miller movió la cabeza reprobatoria­mente, pero no hizo grandes esfuerzos para contener la general protesta. Sin duda la compartí a.

Un reloj dio las nueve. Miss Miller se separó del gru­po que la rodeaba y, situá ndose en medio de la sala, exclamó:

-¡ Silencio! ¡ Sié ntense!

La disciplina se impuso. En cinco minutos el alboroto se convirtió en orden y un relativo silencio sucedió a la anterior confusió n, casi babeliana. Las maestras supe­riores recuperaron sus puestos. Parecí a esperarse algo. Las ochenta muchachas permanecí an inmó viles, rí gidas, todas iguales, con sus cabellos peinados lisos sobre las orejas, sin rizo alguno visible, vestidas de ropas oscuras, con un cuello estrecho y con un bolsillo grande en la parte delantera del uniforme (bolsillo que estaba desti­nado a hacer las veces de cesto de costura). Una veinte­na de alumnas eran muchachas muy mayores o, mejor dicho, mujeres ya formadas, y aquel extrañ o atuendo oscuro daba un aspecto ingrato incluso a las má s bonitas de entre ellas.

Yo las contemplaba a todas y de vez en cuando dirigí a tambié n miradas a las maestras. Ninguna de é stas me gustaba: la gorda era un poco ordinaria, la morena un poco desagradable, la extranjera un poco grotesca. En cuanto a la pobre señ orita Miller, ¡ era tan rubicunda, estaba tan curtida por el sol, parecí a tan agobiada de trabajo!

Mientras mis ojos erraban de unas a otras, todas las clases, como impulsadas por un resorte, se pusieron en pie simultá neamente.

¿ Qué sucedí a? Yo estaba perpleja. No habí a oí do dar orden alguna. Antes de que saliese de mi asombro, to­das las alumnas volvieron a sentarse y sus miradas se concentraron en un punto determinado. Miré tambié n hacia é l y vi entrar a la persona que me recibiera la noche anterior. Se habí a parado en el otro extremo del saló n, junto al fuego (habí a una chimenea en cada extremo de la sala) y contemplaba, grave y silenciosa, las dos filas de muchachas.

Miss Miller se aproximó a ella, le dirigió una pregunta y, despué s de recibir la contestació n, volvió a su sitio y ordenó:

-Instructora de la primera clase: saque las esferas. Mientras la orden se poní a en prá ctica, la recié n llega­da avanzó a lo largo de la sala. Aú n me acuerdo de la admiració n con que seguí a cada uno de sus pasos. Vista a la luz del dí a aparecí a alta, bella y arrogante. Sus ojos oscuros, de serena mirada, sombreados por pestañ as largas y finas, realzaban la blancura de su despejada frente. Sus cabellos formaban rizos sobre las sienes, segú n la moda de entonces, y llevaba un vestido de tela encarnada con una especie de orla de terciopelo negro, a la españ ola. Sobre su corpiñ o brillaba un reloj de oro (en aquella é poca los relojes eran un objeto poco co­mú n). Si añ adimos a este retrato unas facciones finas y un cutis pá lido y suave, tendremos, en pocas y claras palabras, una idea del aspecto exterior de Miss Temple, ya que se llamaba Marí a Temple, como supe despué s al ver escrito su nombre en un libro de oraciones que me entregaron para ir a la iglesia.

La inspectora del colegio de Lowood (pues aquel era el cargo que ocupaba) se sentó ante dos esferas que tra­jeron y colocaron sobre una mesa, y comenzó a dar la primera clase, una lecció n de geografí a. Entretanto, las otras maestras llamaron a las alumnas de los grados infe­riores, y durante una hora se estudió historia, gramá tica, etcé tera. Luego siguieron escritura y aritmé tica y, final­mente, Miss Temple enseñ ó mú sica a varias de las alum­nas de má s edad. La duració n de las lecciones se marca­ba por el reloj. Cuando dieron las doce, la inspectora se levantó:

-Tengo que hablar dos palabras a las alumnas -dijo.

El tumulto consecutivo al fin de las lecciones iba ya a comenzar, pero al sonar la voz de la inspectora, se calmó.

-Esta mañ ana les han dado un desayuno que no han podido comer. Deben ustedes estar hambrientas. He ordenado que se sirva a todas un bocadillo de pan y que­so. Esto se hace bajo mi responsabilidad -aclaró la ins­pectora.

Y en seguida salió de la sala.

El queso y el pan fueron distribuidos inmediatamente, con gran satisfacció n de las pupilas. Luego se dio la orden de «¡ Al jardí n! » Cada una se puso un sombrero de paja ordinaria con cintas de algodó n, y una capita gris. A mí me equiparon con idé nticas prendas y, siguiendo la corriente general, salí al aire libre.

El jardí n era grande. Estaba rodeado de tapias tan altas que impedí an toda mirada del exterior. Una galerí a cubierta corrí a a lo largo de uno de los muros. Entre dos anchos caminos habí a un espacio dividido en pequeñ as parcelas, cada una de las cuales estaba destinada a una alumna, a fin de que cultivase flores en ella. Aquello debí a de ser muy lindo cuando estuviera lleno de flores, pero entonces nos hallá bamos a fines de enero y todo tení a un triste color parduzco. El dí a era muy malo para jugar a cielo descubierto. No lloví a, pero una amarillen­ta y penetrante neblina lo envolví a todo, y los pies se hundí an en el suelo mojado. Las chicas má s animosas y robustas se entregaban, sin embargo, a ejercicios acti­vos, pero las menos vigorosas se refugiaron en la galerí a para guarecerse y calentarse. La densa niebla penetró tras ellas. Yo oí a de vez en cuando el sonido de una tos cavernosa.

Ninguna me habí a hecho caso, ni yo habí a hablado a ninguna, pero como estaba acostumbrada a la soledad, no me sentí a muy disgustada. Me apoyé contra una pi­lastra de la galerí a, me envolví en mi capa y, procurando olvidar el frí o que se sentí a y el hambre que aú n me hostigaba, me entregué a mis reflexiones harto confusas para que merezcan ser recordadas. Yo no me daba ape­nas cuenta de mi situació n. Gateshead y mi vida anterior me parecí an flotar a infinita distancia, el presente era aú n vago y extrañ o, y no podí a conjeturar nada sobre el porvenir. Contemplé el jardí n y la casa. Era un vasto edificio, la mitad del cual aparecí a grisá ceo y viejo y la otra mitad completamente nuevo. Esta parte estaba salpicada de ventanas enrejadas y columnadas que daban a la construcció n un aspecto moná stico. En aquella par­te del edificio se hallaban el saló n de estudio y el dormi­torio. En una lá pida colocada sobre la puerta se leí a esta inscripció n:

«Institució n Lowood. Parcialmente reconstruida por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, sito en este condado. » -«ilumí nanos, Señ or, para que podamos conocerte y glorificar a tu Padre, que está en los Cielos. » (San Mateo, versí culo 16. )

Yo leí y releí tales frases, consciente de que debí an tener alguna significació n y de que entre las primeras palabras y el versí culo de la Santa Escritura citado a continuació n debí a existir una relació n estrecha. Estaba intentando descubrir esta relació n, cuando oí otra vez la tos de antes y, volvié ndome, vi que la que tosí a era una niñ a sentada cerca de mí sobre un asiento de piedra. Leí a atentamente un libro, cuyo tí tulo, Rasselas, me pa­reció extrañ o y, por tanto, atractivo.

Al ir a pasar una hoja, me miró casualmente y, enton­ces, la interpelé:

-¿ Es interesante ese libro?

Y ya habí a formado en mi interior la decisió n de pe­dirle que me lo prestase alguna vez.

-A mí me gusta -repuso, despué s de contemplarme durante algunos instantes.

-¿ De qué trata? -continué.

Aquel modo de abordarla era contrario a mis costum­bres, pero verla entregada a tal ocupació n hizo vibrar las cuerdas de mi simpatí a; a mí tambié n me gustaba mucho leer, si bien só lo las cosas infantiles, porque las lecturas má s serias y profundas me resultaban incom­prensibles.

-Puedes verlo -contestó, ofrecié ndome el tomo.

Un breve examen me convenció de que el texto era menos interesante que el tí tulo, al menos desde el punto de vista de mis gustos personales, porque allí no se veí a nada de hadas, ni de gnomos, ni otras cosas similares y atrayentes. Le devolví el libro y ella, sin decir nada, reanudó su lectura:

Volví a hablarle:

-¿ Qué quiere decir esa piedra de encima de la puer­ta? ¿ Qué es la Institució n Lowood?

-Esta casa en que has venido a vivir.

-¿ Y por qué se llama institució n? ¿ Es diferente a otras escuelas?

-Es una institució n semibené fica. Tú y yo, y todas las que estamos aquí, somos niñ as pobres. Supongo que tú eres hué rfana.

-Sí.

-¿ De padre o de madre?

-No tengo padre ni madre. Los dos murieron antes de que yo pudiera conocerles.

-Pues aquí todas las niñ as son hué rfanas de padre o madre, o de los dos, y por eso esto se llama institució n bené fica para niñ as hué rfanas.

-¿ Es que no pagamos nada? ¿ Nos mantienen de balde?

-No. Nuestros parientes pagan quince libras al añ o. -Entonces, ¿ có mo se llama una institució n semibe­né fica?

-Porque quince libras no bastan para cubrir los gas­tos y vivimos gracias a los que se suscriben con dá divas fijas.

-¿ Y quié nes se suscriben?

-Señ oras y caballeros generosos de los contornos y de Londres.

-¿ Quié n era Naomi Brocklehurst?

-La señ ora que reconstruyó la parte nueva de la casa. Es su hijo quié n manda ahora en todo esto. -¿ Por qué?

-Porque es el tesorero y director del establecimiento.

-¿ De modo que la casa no pertenece a esa señ ora alta que lleva un reloj y que mandó que nos diesen pan y queso?

-¿ Miss Temple? ¡ No! Serí a mejor, pero no... Ella tiene que responder ante Mr. Brocklehurst de todo lo que hace. Es é l quien compra la comida y la ropa para nosotras.

-¿ Vive aquí?

-No. A dos millas de distancia, en un palacio muy grande.

-¿ Es bueno ese señ or?

-Dicen que hace muchas caridades. Es sacerdote[1]. -¿ Y la señ ora alta es Miss Temple?

-Sí.

-¿ Y las otras profesoras?

-La de las mejillas encarnadas es Miss Smith, y está encargada de las labores. Ella corta nuestros vestidos. Nosotras nos hacemos todo lo que llevamos. La bajita del pelo negro es Miss Scartched: enseñ a historia y gra­má tica y está encargada de la segunda clase. La del chal y el bolsillo atado a la cintura con una cinta amarilla se llama Madame Pierrot. Es francesa y enseñ a francé s. -¿ Son buenas las maestras? -Sí, bastante buenas.

-¿ Te gusta la del pelo negro y la señ ora... esa france­sa? ¡ No puedo pronunciar su nombre!

-Miss Scartched es un poco violenta. Debes procu­rar no molestarla. Madame Pierrot no es mala persona. -Pero Miss Temple es mejor que todas, ¿ no? -Miss Temple es muy buena y muy inteligente. Por eso manda en las demá s.

-¿ Llevas mucho tiempo aquí? -Dos añ os.

-¿ Eres hué rfana? -No tengo madre. -¿ Eres feliz aquí?

-¡ Cuá ntas preguntas! Yo creo que ya te he dado bas­tantes contestaciones por ahora. Dé jame leer.

Pero en aquel momento tocaron a comer y todas en­tramos en la casa. El aroma que ahora llegaba del refec­torio no era mucho má s apetitoso que el del desayuno. La comida estaba servida en dos grandes recipientes de hojalata y de ellos se exhalaba un fuerte olor a manteca rancia. Aquel rancho se componí a de patatas insí pidas y de trozos de carne pasada, cocido todo a la vez. A cada alumna se le sirvió una ració n relativamente abundante. Yo comí lo que me fue posible, y me consternó pensar en que la comida de todos los dí as pudiera ser siempre igual.

Inmediatamente despué s de comer volvimos al saló n de estudios y las lecciones se reanudaron y prosiguieron hasta las cinco de la tarde.

El ú nico incidente digno de menció n consistió en que la muchacha con quien yo charlaba en la galerí a fue castigada por Miss Scartched, mientras daba clase de historia, a salir al centro del saló n y permanecer allí en pie.

El castigo me pareció muy afrentoso, particularmente para una muchacha de trece añ os o má s, como represen­taba tener. Creí que darí a muestras de nerviosidad o vergü enza, pero con gran asombro mí o, ni siquiera se ruborizó. Permaneció imperté rrita y seria en medio del saló n, sirviendo de blanco a todas las miradas.

«¿ Có mo podrá estar tan serena? -pensaba yo-. Si me hallase en su lugar, creo que desearí a que la tierra se abriese y me tragase. Sin embargo, ella mira como si no pensara en que está castigada, como si no pensase si­quiera en lo demá s que la rodea. He oí do decir que hay quien sueñ a despierto. ¿ Será que está soñ ando despier­ta? Tiene la mirada fija en el suelo, pero estoy segura de que no lo ve. Parece que mirara dentro de sí. A lo mejor está recordando cosas de antes y no se da cuenta de lo que le pasa ahora... ¡ Qué niñ a tan rara! No se puede saber si es mala o buena. »

Poco despué s de las cinco hicimos otra comida, con­sistente en una taza de café y media rebanada de pan moreno. Comí el pan y bebí el café con deleite, pero hubiera tomado mucho má s de ambas cosas. Seguí a hambrienta.

Luego tuvimos otra media hora de recreo. Despué s volvimos al estudio, má s tarde nos dieron el vaso de agua y el pedazo de torta de avena, y al fin nos acosta­mos. Así transcurrió el primer dí a de mi estancia en Lowood.

 

VI

El dí a siguiente comenzó como el anterior, pero con la novedad de que tuvimos que prescindir de lavarnos. El tiempo habí a cambiado durante la noche y un frí o viento del Nordeste que se filtraba por las rendijas de las ventanas de nuestro dormitorio habí a helado el agua en los recipientes.

Durante la hora y media consagrada a oraciones y a lecturas de la Biblia me creí a punto de morir de frí o. El desayuno llegó al fin. Hoy no estaba quemado, pero en cambio era muy poco. Yo hubiera comido doble can­tidad.

Durante aquel dí a fui incorporada formalmente a la cuarta clase y me fueron asignadas tareas y ocupaciones como a las demá s. Dejaba, pues, de ser espectadora para convertirme en actriz en la escena de Lowood. Como no estaba acostumbrada a aprender de memoria las lecciones, al principio me parecieron difí ciles y lar­gas y pasar frecuentemente de unos temas a otros me aturdí a, así que me sentí aliviada cuando, a las tres, Miss Smith me entregó una franja de muselina de dos varas de largo, aguja, dedal, etc., y me envió a un rincó n de la sala con instrucciones sobre lo que debí a ejecutar. Casi todas las demá s muchachas cosí an tambié n, pero habí a algunas agrupadas alrededor de Miss Scartched y se po­dí an, pues, oí r sus explicaciones sobre la lecció n, así como sus reprensiones, de las que se deducí a qué mu­chachas eran objeto de su animadversió n. Comprobé que lo era má s que ninguna la niñ a con quien yo trabara conversació n en la galerí a. La clase era de historia de Inglaterra. Mi conocida, que al principio estaba en pri­mera fila, al final de la lecció n se hallaba detrá s de to­das, pero aun allí la profesora la perseguí a con sus amo­nestaciones:

-Burns (aquel debí a ser su apellido, porque allí a las niñ as les llamaban por su apellido, como a los mucha­chos), no pongas los pies torcidos. Burns, no hagas este gesto. Burns, levanta la cabeza. Burns, no quiero verte en esa postura.

Etcé tera, etcé tera.

Despué s de haber leí do dos veces la lecció n, se cerra­ron los libros y todas las muchachas fueron interrogadas. La lecció n comprendí a parte del reinado de Carlos I y versaba esencialmente sobre portazgos, aduanas e im­puestos marí timos, asuntos sobre los cuales la mayorí a de las alumnas no supieron contestar. En cambio, Burns resolví a todas las dificultades. Habí a retenido en la me­moria lo fundamental de la lectura y contestaba con faci­lidad a todo. Yo esperaba alguna frase encomiá stica por parte de la profesora, pero en vez de ello, lo que oí fue esta inesperada increpació n:

-¡ Oh, qué sucia eres! ¡ No te has limpiado las uñ as esta mañ ana!

Burns no contestó. Yo estaba asombrada de su si­lencio.

«¿ Có mo no responderá -pensaba yo- que esta ma­ñ ana no ha sido posible lavarse por estar el agua helada? » Miss Smith me llamó en aquel momento y me hizo varias preguntas sobre si habí a ido al colegio antes, si sabí a bordar, hacer punto, etc. Por esta razó n no pude seguir los movimientos de Miss Scartched; mas cuando volví a mi asiento, vi que é sta acababa de dar una orden que no entendí, pero a consecuencia de la cual Burns salió de la clase y volvió momentos despué s trayendo un haz de varillas de mimbre atadas por un extremo. Los entregó a la profesora con respetuosa cortesí a, inclinó la cabeza y Miss Scartched, sin pronunciar una palabra, le descargó debajo de la nuca una docena de golpes con aquel haz.

Ni una lá grima se desprendió de los ojos de Burns, ni un rasgo de sus facciones se alteró. Yo habí a suspendido la costura y contemplaba la escena con un profundo sentimiento de impotente angustia.

-¡ Qué niñ a tan empedernida! -exclamó la profeso­ra-. No hay modo de corregirla. Quita eso de ahí. Burns obedeció y se llevó el instrumento de castigo. La miré cuando salí a del cuarto donde se guardaban los libros. En aquel momento introducí a su pañ uelo en el bolsillo y en sus mejillas se veí an huellas de lá grimas. La hora del juego durante la tarde me pareció el me­jor momento del dí a. Era cuando nos daban el pan y el café que, si bien no satisfací an mi apetito, al menos me reanimaban. A aquellas horas la habitació n estaba má s caliente, ya que se encontraban encendidas las dos chi­meneas, cuyos fulgores suplí an en parte la falta de luz. El tumulto de aquella hora, las conversaciones que en­tonces se permití an, inspiraban una agradable sensació n de libertad.

De haber sido una niñ a que llegase allí procedente de un hogar feliz, probablemente aquella hora del dí a hu­biera sido lo que me habrí a producido mayor sensació n de soledad y la que má s hubiera entristecido mi corazó n. Pero dada mi situació n peculiar, no me sucedí a así. Aso­mada a los cristales de la ventana, oyendo rugir fuera el viento y contemplando la oscuridad, casi hubiera desea­do que el viento sonase má s lú gubre, que la oscuridad fuera má s intensa y que el alboroto de las voces de las escolares se elevase de tono todaví a má s.

Deslizá ndome entre las muchachas y pasando bajo las mesas, me acerqué a una de las chimeneas y allí encon­tré a Burns, silenciosa, abstraí da, absorta en la lectura de su libro, que devoraba a la pá lida claridad de las bra­sas medio apagadas de la lumbre.

-¿ Es el mismo? -le pregunté.

-Sí -dijo-. Precisamente lo estoy terminando.

Y, con gran satisfacció n mí a, lo terminó cinco minutos despué s. «Ahora podré hablarla», pensé.

Me senté en el suelo, a su lado. -¿ Có mo te llamas, ademá s de Burns? -Helen.

-¿ Eres de aquí?

-No. Soy de un pueblo del Norte, cerca de la fronte­ra con Escocia.

-¿ Piensas volver a é l?

-Supongo que sí, pero nunca se sabe lo que puede ocurrir.

-Tendrí as ganas de irte de Lowood, ¿ verdad? -No. ¿ Por qué? Me han enviado aquí para instruir­me y no me sacará n hasta que eso esté conseguido. -Pero esa profesora, Miss Scartched, es muy cruel contigo.

-¿ Cruel? No. Es severa y no me perdona ninguna falta.

-Si yo estuviera en tu lugar y me pegara con aquello con que te pegó, se lo arrancarí a de la mano y se lo romperí a en las narices.

-Seguramente no harí as nada de eso, pero si lo hicie­ras, el señ or Brocklehurst te expulsarí a del colegio y ello serí a muy humillante para tu familia. Así que vale má s aguantar con paciencia y guardarse esas cosas para una misma, de modo que la familia no se disguste. Ade­má s, la Biblia nos enseñ a a devolver bien por mal.

-Pero es muy molesto que a una la azoten y que la saquen en medio del saló n para avergonzarla ante to­das. Yo, aunque soy má s pequeñ a que tú, no lo aguan­tarí a.

-Debemos soportar con conformidad lo que nos reserva el destino. Es una muestra de debilidad decir «yo no soportarí a esto o lo otro».

La oí a con asombro. No podí a estar de acuerdo con aquella opinió n. Me pareció que Helen Burns conside­raba las cosas a una luz invisible para mis ojos. Sospe­chaba que acaso tuviese razó n y yo no, pero no pudien­do averiguarlo de modo concreto, resolví aplazar las comparaciones entre nuestros conceptos respectivos para mejor ocasió n.

-Tú no cometes faltas. A mí me parece que eres una niñ a buena.

-No debes juzgar por las apariencias. Miss Scartched tiene razó n: dejo siempre las cosas revueltas, soy muy descuidada, olvido mis deberes, me pongo a leer cuando debí a aprender las lecciones, no tengo mé todo y, a ve­ces, digo, como tú, que no puedo soportar las cosas sis­temá ticas. Todo eso le crispa los nervios a la profesora, que es muy ordenada, muy metó dica y muy especial.

-Y muy cruel -añ adí.

Helen no debí a estar de acuerdo conmigo. Guardó silencio.

-¿ Miss Temple es tan severa contigo como Miss Scartched?

Al oí r mencionar el nombre de la inspectora, una dul­ce sonrisa se pintó en el semblante de Helen.

-Miss Temple es muy bondadosa y le duele ser seve­ra hasta con las niñ as má s malas. Me indica, amable­mente, los errores que cometo y, aunque haga algo dig­no de represió n, siempre es tolerante conmigo. La prueba de que tenga malas inclinaciones es que, a pesar de su bondad y de lo razonablemente que me dice las cosas, no me corrijo y sigo siendo lo mismo: no atiendo a las lecciones.

-¡ Qué raro! -dije-. ¡ Con lo fá cil que es atender! -Para ti, sí. Te he observado hoy en clase y he visto la atenció n que poní as cuando Miss Miller explicaba la lecció n y te preguntaba. Pero a mí no me pasa eso. A veces, mientras la profesora está hablando, pierdo el hilo de lo que dice y caigo como en un sueñ o. Se me figura, a lo mejor, que estoy en Northumberland y que los ruidos que oigo son el rumor de un arroyuelo que corre pró ximo a nuestra casa. Cuando me doy cuenta de dó nde estoy de veras, como no he oí do nada, no sé qué contestar a lo que me preguntan.

-Pero esta tarde has contestado bien a todo.

-Por casualidad. Me interesaba el asunto de la lec­ció n que nos han leí do. Hoy, en vez de pensar en Nort­humberland, pensaba en lo asombroso de que un hom­bre tan recto como Carlos I obrase tan injusta e impru­dentemente en ciertas ocasiones, y en lo extrañ o de que una persona í ntegra como é l no viese má s allá de sus derechos de monarca. Si hubiese sabido mirar má s lejos hubiera comprendido lo que exigí a eso que se llama el espí ritu de los tiempos. Ya ves: yo admiro mucho a Car­los I. ¡ Pobre rey, có mo lo asesinaron! Los que lo hicie­ron no tení an derecho a derramar su sangre. ¡ Y se atre­vieron a hacerlo!

Helen hablaba en aquellos momentos como para sí, olvidando que yo no podí a comprenderla, ya que ig­noraba, o poco menos, todo lo que se referí a a aquel asunto.

Insistí en el tema primitivo.

-¿ Tambié n te olvidas de la lecció n cuando te enseñ a Miss Temple?

-Casi nunca, porque Miss Temple tiene un modo muy particular de expresarse, dice cosas má s interesan­tes que mis pensamientos y como lo que enseñ a y su conversació n me gustan mucho, no puedo por menos de atenderla.

-¿ Así que eres buena con Miss Temple?

-Sí: me dejo llevar por ella sin poner nada de mi parte, de modo que en ser buena no hay ningú n mé rito. -Sí lo hay. Eres buena con los que son buenos conti­go. Tambié n a mí me parece ser buena así. Si todos obe­decié ramos y fué ramos amables con los que son crueles e injustos, ellos no nos temerí an nunca y serí an má s malos cada vez. Cuando nos pegan sin razó n debemos de­volver el golpe, para enseñ ar a los que lo hacen que no deben repetirlo.

-Ya cambiará s de opinió n cuando seas mayor. Aho­ra eres demasiado pequeñ a para comprenderlo.

-No, Helen; yo creo que no debo tratar bien a los que se empeñ an en tratarme mal y me parece que debo defenderme de los que me castigan sin razó n. Eso es tan natural como querer a las que me demuestran cariñ o o aceptar los castigos que merezco.

-Los paganos y los salvajes profesan esa doctrina, pero las personas civilizadas y cristianas, no.

-¿ Có mo que no? No te comprendo.

-La violencia no es el mejor medio de vencer el odio, y la venganza no remedia las ofensas. -¿ Entonces qué hay que hacer?

-Lee el Nuevo Testamento y aprende lo que Cristo nos enseñ ó y có mo procedí a, y procura imitarle. -¿ Qué enseñ aba Cristo?

-Que hay que amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen y desear el bien de los que nos odian.

-Entonces yo debo amar a mi tí a y bendecir a su hijo John y eso me es imposible.

Helen me preguntó entonces que a qué me referí a y me apresuré a explicá rselo todo, contá ndoselo a mi ma­nera, sin reservas ni paliativos, sino tal como lo recorda­ba y lo sentí a.

Helen me escuchó con paciencia hasta el final. Yo es­peraba que me diese su opinió n, pero no comentó nada. -Bueno -dije-. ¿ Qué te parece? ¿ No es cierto que mi tí a es una mujer malvada y que tiene un corazó n muy duro?

-Se ha portado mal contigo, sin duda, pero eso debe de ser porque no simpatiza con tu cará cter, como le pasa a Miss Scartched con el mí o... ¡ Hay que ver con qué detalle recuerdas todo lo que te han hecho y te han di­cho. ¡ Có mo sientes lo mal que te han tratado! ¿ No crees que serí as má s dichosa si procurases perdonar la severi­dad de tu tí a? A mí me parece que la vida es demasiado corta para perderla en odios infantiles y en recuerdos de agravios. Es verdad que no hay que aguantar muchas cosas en este mundo, pero debemos pensar en el mo­mento en que nuestro espí ritu se desprenda de nuestro cuerpo y vuelva a Dios, que lo ha creado. Y entonces nuestra alma debe estar pura, porque ¿ quié n sabe si no será llamada a infundirse en un ser muy superior al hom­bre, en un ser celestial? Serí a, en cambio, muy triste que un alma humana se convirtiera en alma de un demonio. ¡ No quiero pensar en eso! Para que no suceda, hay que perdonar. Yo procuro distinguir al pecador del pecado. Odio el pecado y perdono al pecador, olvido los agra­vios que me hacen, y así vivo tranquila esperando el fin.

Helen inclinó la cabeza. Comprendí que no deseaba seguir hablando, sino abstraerse en sus propios pensa­mientos. Pero no pudo hacerlo durante largo rato. Una instructora, una muchacha grande y tosca, se acercó y le dijo, con su rudo acento de Cumberland:

-Helen Burns: si no pones en orden ahora mismo las labores y las cosas de tu cajó n, iré a decí rselo a Miss Scartched.

Helen, arrancada a sus sueñ os, suspiró y se fue, sin dilació n, a cumplir las ó rdenes de la instructora.

 

VII

El primer trimestre de mi vida en Lowood me pareció tan largo como una edad del mundo, y no precisamente la Edad de Oro. Hube de esforzarme en vencer infinitas dificultades, en adaptarme a nuevas reglas de vida y en aplicarme a tareas que no habí a hecho nunca. El senti­miento de depresió n moral que todo ello me causaba era mucho peor que las torturas fí sicas que me producí a, y no, en verdad, porque é stas fueran pocas.

Durante enero, febrero y parte de marzo, las nieves y los caminos impracticables nos confinaron entre los mu­ros del jardí n, que no traspasá bamos má s que para ir a la iglesia.

Cada dí a pasá bamos una hora al aire libre. Nuestras ropas eran insuficientes para defendernos del riguroso frí o. No poseí amos botas y la nieve penetraba en nues­tros zapatos y se derretí a dentro de ellos. No usá bamos guantes y tení amos las manos y los pies llenos de saba­ñ ones. Mis pies inflamados me hací an sufrir indecible­mente, en especial por las noches, cuando entraban en calor, y por las mañ anas al volver a calzarme.

La comida que nos daban era insuficiente a todas lu­ces para nuestro apetito de niñ as en pleno crecimiento. Las raciones parecí an a propó sito para un desganado convaleciente. De esto resultaba un abuso, y era que las mayores, en cuanto tení an oportunidad, procuraban sa­ciar su hambre arrancando con amenazas su ració n a las pequeñ as. Má s de una vez, despué s de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco, entre dos mayores que me lo exigí an, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de café, y beberme el resto acompañ ado de las lá grimas silenciosas que el hambre y la imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos.

Durante el invierno, los dí as má s terribles de todos eran los domingos. Tení amos que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broé klebridge, en la que oficiaba nuestro director. Llegá bamos heladas, entrá bamos en el templo má s helado aú n y permanecí amos, paralizadas de frí o, mientras duraban los Oficios religiosos. Como el colegio estaba demasiado lejos para ir a comer y regre­sar, se nos distribuí a, en el intervalo entre los Oficios de la mañ ana y la tarde, una ració n de pan y carne frí a en la misma mezquina cantidad habitual de las comidas de los dí as laborables.

Despué s de los Oficios de la tarde, torná bamos al co­legio por un empinado camino barrido por los helados vientos que vení an de las montañ as del Norte, y tan frí os, que casi nos arrancaban la piel de la cara.

Recuerdo a Miss Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hací a ondear, animá ndonos, dá ndo­nos ejemplo, excitá ndonos a seguir adelante «como es­forzados soldados», segú n decí a. Las otras pobres profe­soras tení an bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban energí as para pensar en animar al pró jimo.

¡ Qué agradable, al regresar, hubiera sido sentarse al lado del fuego! Pero esto a las pequeñ as les estaba veda­do: cada una de las chimeneas era inmediatamente ro­deada por una doble hilera de muchachas mayores y las pequeñ as habí an de limitarse a intentar caldear sus ate­ridas manos metié ndolas bajo los delantales.

A la hora del té nos daban doble ració n de pan y un poco de manteca: era el extraordinario del domingo. Yo lograba, generalmente, reservarme la mitad de ello; el resto, invariablemente, tení a que repartirlo con las ma­yores.

La tarde del domingo se empleaba en repetir de me­moria el Catecismo y los capí tulos cinco, seis y siete de San Mateo. Ademá s, habí amos de escuchar un largo sermó n leí do por Miss Miller. En el curso de estas ta­reas, algunas de las niñ as menores se dormí an y eran castigadas a permanecer en pie en el centro del saló n hasta que concluí a la lectura.

Mr. Brocklehurst no apareció por la escuela durante la mayor parte del mes en cuyo curso llegué al estableci­miento. Sin duda continuaba con su amigo el arcediano. Su ausencia fue un alivio para mí. Sobra decir que tení a motivos para temer su llegada. Pero é sta, al fin, se pro­dujo.

Una tarde (llevaba entonces tres semanas en Lo­wood), mientras me hallaba absorta en resolver en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar so­bre una ventana, descubrieron a travé s de ella una figura que pasaba por el jardí n en aquel instante. Casi instinti­vamente le reconocí y cuando, minutos despué s, las pro­fesoras y alumnas se levantaron en masa, ya sabí a yo que quien entraba a largas zancadas en el saló n era el que en Gateshead me pareciera una columna negra y me cau­sara tan desastrosa impresió n: Mr. Brocklehurst, en per­sona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cue­llo. Se me figuró má s alto, estrecho y rí gido que nunca.

Yo tení a -ya lo dije- mis motivos para temer su presencia: la promesa que hiciera a mi tí a de poner a Miss Temple y a las maestras en autos de mis perversas inclinaciones.

Se dirigió a Miss Temple y le habló. No me cabí a duda de que estaba ponié ndole en antecedentes de mi maldad y no separaba de ellos mis ojos ansiosos.

Sin embargo, lo primero que oí desde el sitio en que estaba sentada disipó, de momento, mis aprensiones. -Diga usted a Miss Smith que no he hecho la nota de las agujas que he comprado, pero que debe llevar la re­lació n y tener en cuenta que só lo conviene entregar una a cada discí pula. Si se les dieran má s, tendrí an menos cuidado y las perderí an. Hay que preocuparse tambié n del repaso de medias. La ú ltima vez que estuve aquí vi, tendidas, muchas que estaban llenas de agujeros.

-Se seguirá n sus ó rdenes, señ or -dijo Miss Temple. -La lavandera me ha informado -siguió é l- de que algunas de las niñ as se mudan de camisa dos veces a la semana. Las reglas limitan las mudas a una semanal.

-Lo explicaré, señ or. Agnes y Catherine Johnstone fueron invitadas a tomar el té con algunos amigos en Lowton el jueves pasado y, por tratarse de eso, les per­mití ponerse camisas limpias.

-Bien; por una vez puede pasar, pero procure que el caso no se repita a menudo. Hay otra cosa que me ha sorprendido. Al hacer cuentas con el ama de llaves, he visto que se habí a servido una ració n extraordinaria de pan y queso durante la quincena pasada. ¿ Có mo es eso? He mirado las disposiciones sobre extraordinarios y no he visto que se mencione para nada una ració n suple­mentaria de tal clase. ¿ Quié n ha introducido semejante innovació n? ¿ Y con qué derecho?

-Yo soy la responsable, señ or -dijo Miss Temple­. El pan y el queso se sirvieron un dí a en que el desayuno estaba tan mal preparado que ninguna alumna lo pudo comer. No me atreví a hacerlas esperar sin alimento has­ta la hora de la comida.

-Escú cheme un instante, señ orita: usted sabe que mi plan educativo respecto a estas niñ as consiste en no acostumbrarlas a há bitos de blandura y lujo, sino al con­trario, en hacerlas sufridas y pacientes. Si acontece al­gú n pequeñ o incidente en la preparació n de las comidas no ha de suplirse con algo má s delicado, lo cual tenderí a a relajar los principios de esta institució n, sino que el hecho debe servir para edificació n espiritual de las alumnas, fortificando sus á nimos mediante esa prueba pasajera. En ocasiones así, no estará de má s una ade­cuada exhortació n de las profesoras acerca de los sufri­mientos de los primitivos cristianos y alguna alusió n a las palabras del Señ or cuando pidió a sus discí pulos que tomasen su cruz y le siguiesen. Es preciso recordar a las pupilas que el hombre no vive só lo de pan y citarles al­gunas de las divinas palabras: «Bienaventurado el que sufra por mi amor», u otras. Sin duda, señ orita, cuando daba usted a las muchachas el queso y el pan en lugar del potaje quemado, atendí a al bienestar de sus viles cuerpos, pero ¿ no piensa usted que contribuí a a la perdició n de sus almas?

Mr. Brocklehurst calló, como abrumado por la emo­ció n que le producí an sus palabras.

A medida que hablaba Mr. Brocklehurst, Miss Tem­ple parecí a ir convirtié ndose gradualmente en una esta­tua de má rmol y su boca y sus ojos, contraí dos en una expresió n severa, se apartaban de é l.

Mr. Brocklehurst se dirigió a la chimenea, se paró junto a ella con las manos a la espalda y dirigió a toda la escuela una mirada majestuosa. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Dijé rase que iban a salirse de sus ó rbitas. Volvié ndose a la inspectora, dijo, con acento menos sereno que el acostumbrado:

-¿ Qué es eso, Miss Temple? ¿ Quié n es aquella mu­chacha del pelo rizado? ¡ Sí: todo rizado!, aquella del pelo rojo.

Y su mano se extendió, señ alando al objeto de sus iras.

-Es Julia Severn, señ or -repuso, con calma, Miss Temple.

-¿ Con que Julia Severn? ¿ Y por qué ha de llevar el cabello rizado? Ni ella ni ninguna. ¿ Có mo osa seguir tan descaradamente las costumbres mundanas, rizá ndose los cabellos? ¡ En una institució n evangé lica y bené fica como é sta!

-Julia tiene el rizado natural -repuso Miss Temple, con má s calma aú n.

-¡ Pero nosotros no tenemos por qué estar conformes con la naturaleza! Quiero que estas niñ as sean niñ as de Dios y nada má s. ¡ Esas vanidades no pueden admitirse! Vuelvo a repetir que deseo que los peinados sean lisos y sencillos. ¡ Nada de pelo abundante! Señ orita: los cabe­llos de esa muchacha van a ser cortados al rape: mañ ana enviaré un peluquero. Veo que hay muchas que tienen el cabello demasiado largo. No, eso no... Vamos a ver: mande a toda la primera clase que se ponga de cara a la pared.

Miss Temple se pasó el pañ uelo por los labios como para disimular una sonrisa y dio la orden. Volviendo un poco la cabeza, pude percibir las muecas y miradas con que las muchachas comentaban aquella maniobra. Fue una lá stima que Mr. Brocklehurst no pudiese verlas tambié n.

Despué s de examinar durante cinco minutos las nucas de las alumnas, Mr. Brocklehurst pronunció su sen­tencia:

-Es preciso cortar el pelo a todas é stas. Miss Temple pareció a punto de protestar. Señ orita -prosiguió é l-: yo sirvo a un Señ or cuyo reino no es de este mundo. Conviene mortificar a estas muchachas para que aprendan a dominar las vanidades de la carne. Sus cabellos deben, pues, ser cortados. Pen­semos en el tiempo que pierden componié ndose y...

La entrada de otras visitantes, tres mujeres, interrum­pió al director. Fue una lá stima que no oyeran el discur­so de Mr. Brocklehurst, porque iban esplé ndidamente ataviadas de terciopelo, seda, pieles y otras vanidades. Las dos má s jó venes (lindas muchachas de diecisé is y diecisiete añ os) llevaban magní ficos sombreros de castor gris, muy de moda entonces, adornados con plumas de avestruz, y de sus sienes pendí an innú meros tirabuzones cuidadosamente rizados. La señ ora de má s edad vestí a un costoso chal de terciopelo forrado de armiñ o y lleva­ba un postizo de tirabuzones rizados, a la francesa.

Las visitantes -Mrs. y Misses Brocklehurst- fueron deferentemente acogidas por Miss Temple y acomoda­das en asientos de honor. Debí an de haber venido en coche con su reverendo esposo y padre y, al parecer, habí an procedido a examinar los cuartos de arriba, mientras é l se dedicaba a verificar las cuentas del ama de llaves y la lavandera. Dirigieron varias observaciones y reproches a Miss Smith, encargada de la ropa blanca y de la limpieza de los dormitorios. Pero yo no pude oí r­las, porque otros temas requerí an mi atenció n má s in­mediata.

Mientras Mr. Brocklehurst daba instrucciones a Miss Temple, yo no habí a descuidado lo concerniente a mi seguridad personal, seguridad só lo garantizable si me poní a a salvo de miradas ajenas. Para ello procuré sen­tarme en la ú ltima fila de la clase y, fingiendo estar ab­sorta en mis cuentas, coloqué la pizarra de modo que ocultase mi rostro. Pero no habí a contado con lo impre­visto: la traidora pizarra se me deslizó, no sé có mo, de entre las manos y cayó al suelo con ominoso ruido. To­das las miradas se concentraron en mí. Mientras me in­clinaba para recoger los dos fragmentos en que se habí a convertido la pizarra, reuní todas mis fuerzas y me pre­paré para lo peor.

-¡ Qué niñ a tan descuidada! -dijo Mr. Brocklehurst.

Y, enseguida, añ adió -: Ya veo que es la alumna nue­va. Tengo que decir dos palabras respecto a ella. Man­den venir aquí a esa niñ a -agregó, tras un silencio que me pareció interminable.

Yo estaba tan paralizada, que por mí sola no hubiera podido moverme, pero dos muchachas mayores que se sentaban a mi lado me obligaron a levantarme para comparecer ante el terrible juez.

Al pasar junto a Miss Temple la oí cuchichear:

-No tengas miedo, Jane. Has roto la pizarra por ca­sualidad. No te castigará n.

Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. «Dentro de un minuto, todas me tendrá n por una des­preciable hipó crita», pensaba yo.

Y un impulso de ira contra Mrs. Reed, Mr. Brockle­hurst y demá s enemigos mí os se levantaba en mi cora­zó n. Yo no era Helen Burns.

-Pó ngala en ese asiento -dijo Brocklehurst señ a­lando uno muy alto del que acababa de levantarse una instructora.

Me colocó allí no sé quié n: yo no estaba para reparar en detalles. Só lo noté que mi cara estaba a la altura de la nariz de Mr. Brocklehurst, que é l estaba a una yarda de distancia de mí y que detrá s se agrupaba un torbellino de sedas, terciopelos, pelos y plumas de animales exó ticos. Mr. Brocklehurst se volvió a su familia.

-¿ Veis -dijo-: ven ustedes, Miss Temple, profeso­ras y alumnas, esta niñ a?

Era evidente que sí, porque yo sentí a fijas en mí todas las miradas.

-Ya ven ustedes lo pequeñ a que es y tambié n que tiene la apariencia de una niñ a como otra cualquiera. Dios, en su bondad, le ha dado el aspecto de todos noso­tros, sin que signo alguno exterior delate su verdadero cará cter. ¿ Quié n pensarí a que el Enemigo tiene en ella un servidor celoso? Sin embargo, siento decirlo, es así.

Siguió la pausa. Comprendí que el Rubicó n habí a sido pasado y que era preciso sostenerse firme ante la ad­versidad.

-Queridas niñ as -siguió é l-: lamentable es tener que manifestar que esta muchacha es una pequeñ a ré pro­ba. Pó nganse en guardia contra ella y, de ser necesario, eludan su compañ í a, elimí nenla de sus juegos, rehuyan su conversació n. Ustedes, señ oras profesoras, vigí lenla, pesen bien sus palabras, observen lo que hace, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvació n es posible. Porque -la lengua se me estremece al declararlo- esta muchacha, tan pequeñ a, es peor que uno de esos niñ os nacidos en tierras paganas que oran a Brahma y se arro­dillan ante los í dolos, porque es... ¡ una embustera!

Siguió una pausa de diez minutos. Las tres Brockle­hurst sacaron sus pañ uelos y se los aplicaron a los ojos, mientras cuchicheaban:

-¡ Qué horror!

Mr. Brocklehurst concluyó:

-Lo he sabido por su bienhechora, por la caritativa y compasiva mujer que recogió a esta niñ a cuando quedó hué rfana, educá ndola como a sus propios hijos, y cuya generosidad y bondad han sido tan mal pagadas por esta ingrata muchacha, que dicha señ ora tuvo que separarla de sus hijos, a fin de que con su corrupció n no contami­nase la pureza de aquellas inocentes criaturas. Ha veni­do aquí como los antiguos judí os al Betesda, para purifi­carse. Señ ora inspectora, señ oras profesoras: no dejen que las aguas purificadoras se encenaguen con la presen­cia de esta niñ a.

Tras esta sublime conclusió n, Mr. Brocklehurst se abrochó el botó n má s alto de su abrigo, murmuró no sé qué a las mujeres de su familia, que se levantaron; habló a Miss Temple, y todas las personas mayores salieron de la habitació n. Mi juez se volvió en la puerta y decretó:

-Dé jenla sentada en ese asiento media hora má s y no la permitan hablar en todo lo que queda de dí a.

Así, yo, que habí a asegurado que no soportarí a la afrenta de permanecer en pie en el centro del saló n, hube de estar expuesta a la general irrisió n en un pedes­tal de ignominia. No hay palabras para definir mis sen­timientos: me faltaba el aliento y se me oprimí a el corazó n.

Y entonces una muchacha se acercó a mí y me miró. ¡ Qué extraordinaria luz habí a en sus ojos! ¡ Qué cambio tan profundo inspiró en mis sentimientos! Fue como si una ví ctima inocente recibiese en la hora suprema el aliento de un má rtir heroico. Dominé mis nervios, alcé la cabeza y adopté en mi asiento una firme actitud.

Helen Burns -era ella- fue llamada a su sitio por una observació n referente a la labor. Pero al volverse, me sonrió. ¡ Oh, que sonrisa! Al recordarla hoy, com­prendo que era la muestra de una inteligencia delicada, de un auté ntico valor, mas entonces su rostro, sus fac­ciones, sus brillantes ojos grises, me parecieron los de un á ngel. Y, sin embargo, no hací a una hora que Miss Scartched habí a castigado a Helen a pasar el dí a a pan y agua porque al copiar un ejercicio, echó un borró n. Así, es la naturaleza humana: los ojos de Miss Scartched, atentos a aquellos mí nimos defectos, eran incapaces de percibir el esplendor de las buenas cualidades de la po­bre Helen.

 

VIII

El fin de la media hora coincidió con las cinco de la tarde. Todas se fueron al refectorio. Yo me retiré a un rincó n oscuro de la sala y me senté en el suelo. Los á ni­mos que artificialmente recibiera empezaban a desa­parecer y la reacció n sobrevení a. Rompí en lá grimas. Helen no estaba ya a mi lado y nada me confortaba. Abandonada a mí misma, mis lá grimas fluí an a torren­tes.

Yo habí a procurado portarme bien en Lowood. Con­seguí amigas, gané el afecto y el aprecio de todos. Mis progresos habí an sido muchos: aquella misma mañ ana Miss Miller me otorgó el primer lugar en la clase. Miss       Temple sonrió con aprobació n y me ofreció que, si con­tinuaba así dos meses má s, se me enseñ arí a francé s y dibujo. Las condiscí pulas me estimaban: las de mi edad me trataban como una má s y ninguna me ofendí a. Y he aquí que, en tal momento, se me hundí a y se me humi­llaba. ¿ Có mo podrí a levantarme de nuevo?

«De ningú n modo», pensaba yo.

Y deseé ardientemente la muerte. Cuando estaba ex­presando este deseo con desgarrador acento, apareció Helen Burns. Me traí a pan y café.

-Anda, come -me dijo.

Pero todo era inú til. Yo no podí a reprimir mis sollo­zos ni mi agitació n. Helen me miraba, seguramente con sorpresa.

Se sentó junto a mí en el suelo, rodeó con sus brazos sus rodillas y permaneció en aquella actitud, silenciosa como una estatua india. Yo fui la primera en hablar.

-Helen, ¿ por qué te acercas a una niñ a a quien todo el mundo considera una embustera?

-¿ Todo el mundo, Jane? Aquí no hay má s que ochenta personas y en el mundo hay muchos cientos de millones.

-Sí, ¿ pero qué me importan esos millones? Me im­portan las ochenta personas que conozco, y é sas se bur­lan de mí.

-Te equivocas, Jane. Seguramente ni una de las de la escuela se burla de ti ni te desprecia, y estoy segura de que muchas te compadecen.

-¿ Có mo van a compadecerme despué s de lo que ha dicho Mr. Brocklehurst?

-Mr. Brocklehurst no tiene aquí muchas simpatí as, ¿ comprendes? Las profesoras y las chicas puede que te miren con cierta frialdad un dí a o dos, pero si sigues portá ndote bien, la simpatí a que todas tienen por ti se expresará, y má s que antes. Ademá s, Jane...

Y se interrumpió. '

-¿ Qué Helen? -pregunté, poniendo mi mano entre las suyas.

Ella me acarició los dedos, como para calentá rmelos, y prosiguió:

-Aunque todo el mundo te odiase, mientras tu con­ciencia estuviese tranquila, nunca, cré elo, te faltarí an amigos.

-Mi conciencia está tranquila, pero si los demá s no me quieren, vale má s morir que vivir. No quiero vivir sola y despreciada, Helen.

-Tú das demasiada importancia al aprecio de los de­má s, Jane. Eres demasiado vehemente, demasiado im­pulsiva. Piensa que Dios no te ha creado só lo a ti y a otras criaturas humanas, tan dé biles como tú. Ademá s de esta tierra y ademá s de la raza humana, hay un reino invisible poblado por otros seres, y ese mundo nos rodea por todas partes. Esos seres nos vigilan, está n encarga­dos de custodiarnos... Y si se nos trata mal, si se nos tortura, los á ngeles lo ven, reconocen nuestra inocencia (porque yo sé que tú eres inocente: lo leo en tus ojos) y Dios, cuando nuestra alma deje nuestro cuerpo, nos dará recompensa merecida. Así que, ¿ a qué preocu­parte tanto de la vida, si pasa tan pronto y luego nos espera la gloria?

Yo callé. Helen me habí a tranquilizado, pero en la calma que me infundí a habí a algo de inexpresable triste­za. Sin saber por qué, mientras ella hablaba, yo sentí a una vaga angustia, y cuando, al concluir, tosió con tos seca, olvidé mis propios sufrimientos para pensar en los de mi amiga.

Apoyé la cabeza en los hombros de Helen y la abracé por el talle. Ella me atrajo hacia sí y las dos permaneci­mos silenciosas. Ya llevá bamos largo rato de aquel modo cuando sentimos entrar a otra persona. El viento habí a barrido las nubes del cielo y a la luz de la Luna que entraba por la ventana reconocimos en la recié n llegada a Miss Temple.

-Vení a a buscarte, Jane -dijo-. Acompá ñ ame a mi cuarto. Puesto que Helen está contigo, que venga tambié n.

Seguimos a la inspectora a travé s de los laberí nticos pasillos del edificio, ascendimos una escalera y llegamos a su cuarto. Un buen fuego ardí a en é l. Miss Temple mandó sentarse a Helen en una butaca baja, junto a la chimenea; ella se sentó en otra y me hizo ir a su lado.

-¿ Qué? -dijo, mirá ndome a la cara-. ¿ Se te ha pasado ya el disgusto?

-Yo creo que no se me pasará nunca. -¿ Por qué?

-Porque me han acusado injustamente y porque creo que usted y todas van a despreciarme desde ahora. -Nosotras te consideraremos siempre como te me­rezcas, pequeñ a. Sigue siendo una niñ a buena y te que­rré lo mismo.

-¿ Soy buena, señ orita?

-Sí lo eres -repuso, abrazá ndome-. Y ahora dime: ¿ Quié n es esa que Mr. Brocklehurst llama tu bienhechora?

-Mrs. Reed, la viuda de mi tí o. Mi tí o murió y me dejó a cargo de ella.

-¿ Así que no te recogió ella de por sí?

-No. Yo he oí do siempre a las criadas que mi tí o la hizo prometer, antes de morir, que me tendrí a siempre a su lado.

-Bueno, Jane, ya sabes, y si no lo sabes yo te lo digo, que cuando se acusa a un criminal se le deja defenderse. Puesto que te han acusado injustamente, defié ndete lo mejor que puedas. Dime, pues, toda la verdad, pero sin añ adir ni exagerar nada.

Pensé que convení a hablar con moderació n y con or­den y, despué s de concentrarme para organizar un rela­to coherente, expliqué toda la historia de mi triste niñ ez. Estaba tan fatigada -y ademá s tan influida por los con­sejos de Helen- que acerté a exponer las cosas con mu­cho menos apasionamiento y má s orden que de ordina­rio, y comprendí que Miss Temple me creí a.

En el curso de la historia mencioné a Mr. Lloyd y no omití lo sucedido en el cuarto rojo, porque me era imposible olvidar el sentimiento de dolor y agoní a que me acometió cuando, tras mi angustiosa sú plica, mi tí a ordenó de nuevo que me recluyesen en aquel sombrí o y oscuro aposento.

Al terminar mi relato, Miss Temple me miró durante unos minutos en silencio, y luego dijo:

-Conozco algo a Mr. Lloyd: le escribiré y, si lo que é l me diga está de acuerdo con lo que me has contado, se hará saber pú blicamente que tienes razó n. Yo, por mi parte, te doy la razó n desde ahora, Jane.

Me besó y me retuvo a su lado. Mientras yo me entre­gaba al infantil placer de contemplar su rostro, sus ca­bellos rizados, su blanca frente y sus oscuros ojos, Miss Temple se dirigió a Helen Burns:

-¿ Có mo te encuentras Helen? ¿ Has tosido mucho hoy? -No mucho, señ orita.

-¿ Te sigue doliendo el pecho? -Me duele algo menos.

Miss Temple se levantó, cogió la mano de Helen y le tomó el pulso. Volvió a su asiento y la oí suspirar apaga­damente. Durante algunos minutos permaneció pensati­va. Al fin dijo, tocando la campanilla:

-Vaya, hoy sois mis invitadas y debo trataros como a tales.

Agregó, dirigié ndose ya a la criada:

-Bá rbara, aú n no he tomado el té. Trá igalo y ponga tazas tambié n para estas señ oritas.

Trajeron el servicio. ¡ Qué bonitos me parecieron el juego de china, la tetera, el conjunto del servicio coloca­do en una mesita junto al fuego! ¡ Qué bien olí an la be­bida y las tostadas! No sin pena observé que de é stas habí a pocas. Me sentí a desmayada de apetito. Miss Temple lo comprendió.

-Bá rbara -dijo-, ¿ no puede traer má s pan y man­teca? Es poco para tres...

Bá rbara se fue y volvió en seguida.

-Señ orita, Mrs. Harden dice que es la cantidad de costumbre.

Mrs. Harden era el ama de llaves, una mujer cuyo corazó n, como el de Mr. Brocklehurst, estaba compuesto por una aleació n, a partes iguales, de hierro y pedernal.

-¡ Vaya, qué se le va a hacer, Bá rbara! -contestó Miss Temple. Y agregó sonriendo-: Afortunadamente, por esta vez puedo suplir yo misma las deficiencias.

Hizo acercarse a Helen a la mesa, nos sirvió té y un apetitoso aunque minú sculo trozo de pan con mante­ca, y luego, levantá ndose, sacó de un cajó n un pastel grande.

-Las tostadas son tan pequeñ as -dijo-, que ten­dremos que tomar tambié n algo de esto.

Y cortó el pastel en gruesas rebanadas.

A nosotras todo aquello nos sabí a a né ctar y ambro­sí a. Pero quizá lo má s agradable de todo, incluso má s que aquellos delicados bocados con que se satisfací an nuestros hambrientos estó magos, era la sonrisa con que nuestra anfitriona nos ofrecí a sus obsequios.

Terminado el té, la inspectora nos hizo sentar una a cada lado de su butaca y entabló una conversació n con Helen.

Miss Temple mostraba en todo su aspecto una sor­prendente serenidad, hablaba con un lenguaje grave y propio, y producí a en todos los sentidos una impresió n de agrado y simpatí a en los que la veí an y la escuchaban. Pero de quien yo estaba má s maravillada era de Helen.

La merienda, el alegre fuego, la amabilidad de la pro­fesora habí an despertado todas sus facultades. Sus me­jillas se cubrieron de color rosado. Nunca hasta enton­ces las viera yo sino pá lidas y exangü es. El lí quido brillo de sus ojos les daba una belleza mayor aú n que la de los de Miss Temple: una belleza que no consistí a en el co­lor, ni en la longitud de las pestañ as, ni en el dibujo perfecto de las cejas, sino en su animació n, en su irra­diació n admirables. Su alma estaba en sus labios, y su lenguaje fluí a cual un manantial cuyo origen yo no podí a comprender. ¿ Có mo una muchacha de catorce añ os ocultaba dentro de sí tales torrentes de fé rvida elocuencia? En aquella memorable velada, me parecí a que el espí ritu de Helen viví a con la intensidad de quien prefie­re concentrar sus sensaciones en un té rmino breve antes que arrastrarlas, apagadas, a lo largo de muchos añ os anodinos.

Hablaban de cosas que yo no habí a oí do nunca, de naciones y tiempos pasados, de lejanas regiones, de se­cretos de la naturaleza descubiertos o adivinados, de li­bros. ¡ Cuá nto habí an leí do las dos! ¡ Cuá ntos conoci­mientos poseí an! Los nombres franceses y los autores franceses parecí an serles familiares.

Pero cuando mi admiració n llegó al colmo fue cuando Helen, por indicació n de Miss Temple, alcanzó un tomo de Virgilio y comenzó a traducir del latí n. Apenas habí a terminado una pá gina, sonó la campana anunciando la hora de recogerse.

No cabí a dilació n posible: Miss Temple nos abrazó a las dos dicié ndonos, mientras nos estrechaba contra su corazó n:

-Dios os bendiga, niñ as mí as.

A Helen la tuvo abrazada un poco má s que a mí, se separó de ella con mayor disgusto y sus ojos la siguieron hasta la puerta. La oí suspirar otra vez con tristeza y la vi enjugarse una lá grima.

Al entrar en el dormitorio escuchamos la voz de Miss Scartched: estaba inspeccionando los cajones y acababa de examinar el de Helen, quien fue recibida con una á spera reprensió n.

-Es cierto que mis cosas está n en un desorden espan­toso -me dijo Helen en voz baja. - Iba a arreglarlas, pero me olvidé.

A la mañ ana siguiente, Miss Scartched escribió en gruesos caracteres sobre un trozo de cartó n la palabra «descuidada» y colgó el cartó n, a guisa de castigo, en la frente despejada, inteligente y serena de mi amiga. Ella soportó aquel cartel de ignominia hasta la noche, pa­cientemente, con resignació n, considerá ndolo un justo castigo de su negligencia.

En cuanto la profesora salió de la sala, corrí hacia. Helen, le quité el cartel y lo arrojé al fuego. La furia que mi amiga era incapaz de sentir, habí a abrasado mi pecho durante todo aquel dí a y grandes y continuas lá ­grimas habí an corrido por mis mejillas constantemente. El espectá culo de su triste sumisió n me angustiaba el alma.

La semana siguiente a estos sucesos, Miss Temple re­cibió la contestació n de Mr. Lloyd. Este corroboraba cuanto yo habí a afirmado. Miss Temple convocó a toda la escuela y manifestó que, habiendo indagado sobre la verdad de las imputaciones que se hicieran contra Jane Eyre, tení a la satisfacció n de manifestar que los cargos no respondí an a la realidad y que yo quedaba limpia de toda tacha. Las profesoras me dieron la mano y me besaron y un murmullo de satisfacció n corrió a lo largo de las filas de mis compañ eras.

Aliviada de aquel ominoso peso, renové desde enton­ces mi tarea con ardor, resuelta a abrirme camino a tra­vé s de todas las dificultades. Mis esfuerzos obtuvieron el resultado apetecido; mi memoria, no mala, se ejercitó con la prá ctica y é sta agudizó mis facultades.

-Pocas semanas despué s fui promovida a la clase su­perior a la mí a y antes de dos meses comencé a estudiar francé s y dibujo. Aprendí las conjugaciones del verbo ser el mismo dí a en que dibujé mi primera casita (cuyos muros, desde luego, emulaban, por lo derecho, los de la torre inclinada de Pisa).

Aquella noche, al acostarme, no pensaba, como de costumbre, en una cena de patatas asadas calientes o de leche fresca y pan blanco, lo que constituí a mi distrac­ció n habitual. En vez de ello, me parecí a ver en la oscuri­dad una serie de ideales dibujos salidos de mi lá piz: ca­sas y á rboles pintados a mi gusto, rocas, ruinas pintores­cas, vaquitas, mariposas volando sobre purpú reas rosas, pajaritos picoteando cerezas, nidos de avecitas llenos de huevos como perlas y rodeado de festones de hiedra...

Por otro lado, examinaba con incredulidad la posibilidad de llegar a traducir por mí misma cierto librito de cuentos franceses que Madame Pierrot me habí a mos­trado aquel dí a. Pero antes de que este grave problema se solventase mentalmente a mi satisfacció n, caí en un dulce sueñ o.

Ya dijo Salomó n: «Má s vale comer hierbas en compa­ñ í a de quienes os aman, que buena carne de buey con quien os odia. »

Yo no hubiera cambiado Lowood, con todas sus pri­vaciones, por Gateshead, con todas sus magnificencias.

 

IX

Por otro lado, las privaciones o, mejor, las asperezas de Lowood iban disminuyendo. Se acercaba la primave­ra, las escarchas del invierno habí an cesado, sus nieves se habí an derretido y sus helados vientos se templaban. Mis martirizados pies, acerados por el agudo cierzo de febrero, mejoraban con el suave aliento de abril. Las mañ anas y las noches ya no eran de aquel frí o polar que hací a helar la sangre en nuestras venas. Ya podí amos jugar en el jardí n, al aire libre, durante la hora de re­creo. Empezaban a asomar los primeros brotes de flor; azafraneros, trinitarias y campá nulas blancas. Las tardes de los jueves se consideraban festivas. Dá bamos durante ella largos paseos y podí amos ver florecitas má s bellas aú n en el borde de los caminos.

A abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los dí as eran de sol y de cielo azul y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetació n crecí a lujuriante. El jardí n de Lowood estaba verde, florecí a por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya cubier­tos de hojas. Brotaban, esplé ndidas, infinitas plantas sil­vestres. Mil variedades de musgo cubrí an el suelo.

Má s allá de las tapias del jardí n se elevaban, frondo­sas, las colinas a la sazó n deslumbrantes de verdor, do­minando el recinto del colegio.

Pero si el lugar tení a ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran tan encantadoras.

El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus pe­netró en los dormitorios y en los cuartos de estudio don­de nos apiñ á bamos; y, en mayo, el colegio estaba con­vertido en un hospital.

La casi extenuació n fí sica originada por la escasez de alimentos, los frí os sufridos, el descuido, la escasa higie­ne, habí an predispuesto a todas a la infecció n y cincuen­ta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos gozá bamos de libertad casi ilimitada. Los mé dicos habí an prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripció n hubié ramos estado en libertad por falta de personal sufi­ciente para vigilarnos. Miss Temple pasaba el dí a en el dormitorio de las enfermas y só lo lo abandonaba por la noche para descansar algunas horas. Las profesoras es­taban ocupadas con los preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tení an parientes que podí an sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi to­das, só lo salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y fueron enterradas rá pida­mente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no consentí a dilaciones.

Mientras la desgracia se habí a convertido en hué sped permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visi­tante, mientras entre sus muros todo era sombrí o y terri­ble, mientras los cuartos y los pasillos hedí an a hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de mortalidad, mayo, fuera, brillaba má s bella­mente que nunca en las colinas y en los bosques que nos rodeaban. Crecí an en el jardí n las plantas de malva altas como á rboles; se abrí an las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: só lo serví a para engalanar las tapas de sus ataú des.

Yo y las demá s que no está bamos enfermas gozá ba­mos a nuestro placer de las bellezas que nos rodeaban. Nos dejaban correr por el bosque, como gitanillas, de la mañ ana a la noche, y viví amos como querí amos. Tam­bié n en los demá s aspectos está bamos ciertamente mu­cho mejor. Mr. Blocklehurst y su familia no se acerca­ban ahora nunca a Lowood, el ama de llaves se habí a marchado por miedo a la infecció n, y su sucesora, an­tigua matrona en el dispensario de Lowton, era má s to­lerante y má s compasiva. Ademá s, é ramos menos a co­mer, ya que las enfermas tomaban muy poco alimento, y nuestros platos estaban siempre má s llenos que antes. Cuando no habí a tiempo de preparar una comida en re­gla, lo que ocurrí a a menudo por entonces, se nos daba un trozo de pastel frí o o un pedazo de pan y queso, y nos í bamos a comerlo al bosque a nuestras anchas.

Mi lugar favorito era una piedra ancha y lisa a la que se llegaba atravesando un arroyo del bosque, operació n que yo realizaba despué s de descalzarme. La piedra era lo bastante amplia para permitir que se instalara en ella conmigo otra niñ a: Mary Ann Wilson, algunos añ os mayor que yo, y a la que eligiera por camarada porque su trato me complací a mucho. Como conocí a la vida me­jor que yo, me contaba muchas cosas que me encanta­ban. Mi curiosidad, a su lado, quedaba bien satisfecha. Me perdonaba fá cilmente mis defectos y no trataba de imponer su criterio sobre mis opiniones. Tení a un turno para hablar y yo otro para preguntar. Así, solí amos an­dar siempre juntas, experimentando mucho placer, si no mucha ventaja, en nuestra relació n.

¿ Qué se habí a hecho de Helen Burns? ¿ Por qué yo no compartí a con ella mis dí as de dulce libertad? ¿ Me habí a cansado de su compañ í a? Mary Ann era, de cierto, muy inferior a mi primera amiga: só lo podí a contarme algú n cuento divertido, mientras Helen me hubiera ofrecido con su conversació n puntos de vista má s vastos.

Pese a todos mis defectos, no me habí a cansado de He­len, ni dejado de abrigar hacia ella un sentimiento tan de­voto, profundo y tierno como nunca experimentara mi co­razó n. ¿ Y có mo podí a ser de otro modo si Helen no deja­ba jamá s de manifestarme una amistad leal y serena, ja­má s interrumpida por disgustos ni malos humores?

Pero Helen se encontraba entonces enferma y yo ha­bí a dejado de verla hací a varias semanas. No estaba en la zona del edificio destinada a las demá s pacientes, por­que su enfermedad no era tifus, sino tuberculosis, do­lencia que yo, en mi ignorancia, creí a susceptible de cu­rarse con tiempo y cuidados.

Me confirmaba esta idea el hecho de que, una o dos veces, cuando las tardes eran muy buenas y calurosas, Miss Temple solí a sacar a Helen al jardí n. Mas yo no le podí a hablar, porque ella, sentada en la galerí a, estaba a mucha distancia de mí, que me hallaba en el bosque.

Una tarde, a principios de junio, estuve en el bosque con Mary Ann hasta muy tarde. Como de costumbre, nos habí amos separado de las demá s y nos alejamos tan­to que nos extraviamos. Para orientarnos tuvimos que preguntar en una cabañ a solitaria. Al regresar, ya habí a salido la luna. A la puerta del jardí n estaba una jaca, que reconocimos como la del mé dico. Mary Ann sugirió que alguna debí a hallarse muy mal cuando llamaban a Mr. Bates tan tarde.

Ella penetró en la casa. Yo me quedé unos minutos plantando en mi parcela del jardí n unas raí ces que habí a recogido en el bosque y que temí a que se secasen si las dejaba para la mañ ana siguiente.

Terminada mi tarea, permanecí allí un breve rato aú n. Olí an suavemente las flores, caí a el rocí o, la noche era apacible, cá lida y majestuosa. La brisa del Oeste prome­tí a un dí a siguiente tan bueno como el que acababa de terminar. La luna se levantaba lentamente en el cielo.

Yo contemplaba aquel espectá culo gozando de é l tan­to como puede gozar un niñ o. Y en mi mente se elevó un pensamiento nuevo en mí hasta entonces:

«¡ Qué triste es estar enfermo, en peligro de muerte! El mundo es hermoso. ¡ Qué terrible debe de ser que le arrebaten a uno de é l para ir a parar Dios sabe dó nde! »

Mi cerebro hizo entonces su primer esfuerzo para comprender cuanto en é l se habí a imbuido respecto al cielo y al infierno. Por primera vez me sentí conturbada y horrorizada. Y por primera vez tambié n, mirando en torno mí o, me sentí rodeada por un abismo impenetra­ble. Só lo existí a un punto firme: el mundo en que me apoyaba, y todo en torno, eran nubes imprecisas y pro­fundidades vací as. Me estremecí ante el pensamiento de verme alguna vez precipitada en aquel caos. Mientras meditaba estas ideas, oí abrirse la puerta. Mr. Bates sa­lí a y una celadora iba con é l. Cuando el mé dico hubo montado y partido, corrí hacia la mujer.

-¿ Có mo está Helen Burns? -Muy mal -me contestó. -¿ Es ella a quien Mr. Bates ha visitado? -Sí.

-¿ Y qué dice?

-Que no estará aquí mucho tiempo.

De haber oí do tal frase el dí a anterior, yo hubiera de­ducido que mi amiga iba a ser trasladada a Northumber­land, a su propia casa. No habrí a sospechado que aque­llo significaba que Helen iba a morir.

Pero en aquel momento lo comprendí inmediatamen­te. Me pareció evidente que los dí as de Helen en este mundo estaban contados y que iba a pasar a la regió n de los espí ritus. Me sentí horrorizada y disgustada y a la vez experimenté la imperiosa necesidad de verla. Pregunté, pues, en qué cuarto se hallaba.

-En la habitació n de Miss Temple -contestó la ce­ladora.

-¿ Puedo ir a verla?

-No, niñ a, no. No es posible. Anda, entra. Esta hora es mala para estar aquí fuera. Te expones a coger la fiebre.

La mujer cerró la puerta y me dirigí al saló n de estudio. Ya era el momento. El reloj daba las nueve y Miss Miller comenzaba a llamar a las discí pulas para ir al dor­mitorio.

No pude conciliar el sueñ o y, unas dos horas má s tar­de, cuando sentí que todas mis compañ eras dormí an, me levanté sin miedo, me puse el vestido sobre la ropa de noche y, descalza, salí en busca del cuarto de Miss Tem­ple. Estaba al otro extremo de la casa, pero yo conocí a el camino y, a la luz de una esplé ndida luna de verano que entraba, aquí y allá, por las ventanas de los corredo­res, me orienté sin dificultades. Un fuerte olor de alcan­for y vinagre invadí a los pasillos pró ximos al dormitorio de las enfermas.

Pasé junto a la puerta cautelosamente, para que la ce­ladora que pasaba la noche en el dormitorio no me sin­tiese. Temí a que me descubrieran y me hiciesen volver atrá s. Y yo necesitaba ver a Helen. Querí a abrazarla an­tes de morir, darle el ú ltimo beso, cambiar con ella la ú ltima palabra.

Descendí una escalera, atravesé parte del piso bajo y abrí y cerré silenciosamente dos puertas. Subí otro tra­mo de escalera y me encontré ante la alcoba de Miss Temple.

Reinaba un silencio profundo. Se filtraba una suave luz por el agujero de la cerradura y bajo la puerta, que estaba entornada, sin duda para que la enferma pudiese respirar aire fresco. Impaciente y angustiada, empujé el batiente. Mis ojos buscaron, ansiosos, a Helen. Temí a encontrarla muerta.

Contiguo al lecho de Miss Temple y medio tapada por sus cortinas blancas, habí a una camita. Divisé bajo las ropas de la cama una forma humana, pero la cara estaba cubierta por los tapices. La sirvienta a quien yo hablara en el jardí n dormí a, acomodada en una butaca. Una bu­jí a a medio consumir ardí a sobre la mesa. Miss Temple no estaba. Luego supe que habí a sido llamada para aten­der a una enferma que sufriera un acceso de delirio. Avancé; me detuve al lado de la cama. Mi mano tocó la cortina. Pero preferí hablar antes que mirar: me asus­taba la posibilidad de encontrar un cadá ver. -Helen-murmuré suavemente-: ¿ Está s despierta? Ella se movió y separó las cortinas. Su rostro aparecí a pá lido y consumido, pero tranquilo como siempre. Me pareció tan poco cambiada, que mi temor se disipó ins­tantá neamente.

-¿ Es posible que seas tú, Jane? -me dijo con su amable voz de costumbre.

«No -pensé -: no es posible que vaya a morir. No morirí a con esa serenidad ni hablarí a como habla. Está n equivocados».

Me incliné sobre mi amiga y la besé. Su frente estaba helada. Sus mejillas, sus manos, sus muñ ecas, estaban heladas tambié n y parecí an transparentes. Pero su sonri­sa era la habitual.

-¿ Có mo has venido, Jane? Son má s de las once: las he oí do dar hace algunos minutos.

-He venido a verte, Helen. Me han dicho que es­tabas mala y no he podido dormirme sin hablarte pri­mero.

-Has llegado a tiempo de decirme adió s. Probable­mente será el ú ltimo.

-¿ Es que te vas, Helen? ¿ Te llevan a tu casa? -Sí, a mi casa; a mi ú ltima casa, a la definitiva. -No, no, Helen-murmuré, acongojada.

Y, mientras trataba de reprimir mis lá grimas, un gol­pe de tos acometió a mi amiga. No obstante, no desper­tó a la celadora. Cuando hubo pasado el acceso, me cu­chicheó:

-Jane, tienes los pies desnudos. Tá patelos con mi colcha.

Lo hice así: ella me abrazó y permanecimos un rato juntas, muy apretadas. Ella dijo, luego, siempre en voz baja:

-Soy feliz, Jane. No creas que me he disgustado cuando he oí do decir que iba a morir. Todos hemos de morir alguna vez. Ademá s, esta enfermedad no es cruel: hace sufrir poco y no perturba los sentidos. No dejo quienes me lloren. Tengo padre, pero ú ltimamente ha vuelto a casarse y no me echará gran cosa de menos. Muriendo joven, me evito muchos sufrimientos. Yo no tengo cualidades ni dotes para abrirme camino en el mundo y estarí a siempre, si viviese, cometiendo errores.

-Pero ¿ qué va a ser de ti, Helen? ¿ Acaso sabes adó nde vas a ir a parar?

-Sí, lo sé, porque tengo fe. Voy a reunirme con Dios, nuestro creador. Me entrego en sus manos y con­fí o en su bondad. Cuento con impaciencia las horas que faltan para ese venturoso momento. Dios es mi padre y mi amigo: le amo y creo que É l me ama a mí.

-¿ Volveré a verte, Helen, despué s..., despué s de mi muerte?

-Sí, vendrá s a la misma mansió n de dicha y el mismo Padre de todos te recibirá, Jane.

Hubiera querido preguntarle dó nde estaba aquella mansió n y si existí a, pero callé. Abracé otra vez a Helen y escondí mi cabeza en su pecho. Ella me dijo, con dulce tono:

-¡ Qué a gusto me siento! El ú ltimo golpe de tos me fatigó un poco y creo que ahora podrí a dormirme. Pero no es necesario que te vayas, Jane. Me encuentro muy bien a tu lado.

-Estaré contigo, Helen. No me iré de aquí. -¿ Está s calientita?

-Sí.

-Entonces, que descanses, Jane.

Me besó, la besé, y ambas nos dormimos en seguida. Cuando me desperté era de dí a. Noté en torno mí o un movimiento inusitado. Una celadora me llevaba en bra­zos al dormitorio a travé s de los corredores.

No me reprendieron por salir de mi habitació n. Todos estaban demasiado ocupados para pensar en minucias. No se me dio explicació n, ni contestació n alguna a mis muchas preguntas. Pero un dí a o dos má s tarde me ente­ré de que, al volver Miss Temple á su alcoba, me encontró tendida en la camita, con la cabeza sobre el hom­bro de Helen y mis brazos rodeando su cuello. Yo es­taba dormida y Helen estaba... muerta..

Su tumba está en el cementerio de Brocklebridge. Durante quince añ os despué s de su muerte, só lo la cu­brió un montó n de tierra en el que crecí a la hierba. Aho­ra, una lá pida de má rmol gris, con su nombre y la pa­labra «Resurgam» inscritos en ella, marca el lugar donde yace para siempre mi amiga.

 

X

Hasta ahora he consagrado varios capí tulos a detallar todos los pormenores de mi insignificante existencia. Pero é sta no es una biografí a propiamente dicha y, por tanto, puedo pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho añ os a partir de los diez, no consagrá ndole má s que algunas breves lí neas.

Una vez que la fiebre tí fica hubo cumplido su tarea de devastació n en Lowood, desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la aten­ció n pú blica. Hecha una investigació n sobre el origen de la epidemia, la indignació n general fue muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida de las niñ as, el agua infectada que se usaba en su preparació n y la insuficiente limpieza, vestuario e instalació n de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para Mr. Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institució n.

Personas adineradas y bondadosas del condado sus­cribieron generosas aportaciones para la mejora del co­legio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela se enviaron a una Comisió n que debí a adminis­trarlos. Lo muy influyente que era Mr. Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al car­go de tesorero y otras personas, má s compasivas y mejores que é l, asumieron parte de los deberes que an­tes ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió en­tonces en una verdadera institució n de utilidad pú blica. Yo viví en ella ocho añ os desde su reorganizació n: seis como discí pula y dos como profesora, y puedo atesti­guar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la casa.

Durante aquellos ocho añ os mi vida fue monó tona, pero no infeliz, porque nunca estuve ociosa. Tení a a mi alcance las posibilidades de adquirir una só lida instruc­ció n, era aplicada y deseaba sobresalir en todo y gran­jearme las simpatí as de las profesoras. Cuando llegué a ser la primera discí pula de la primera clase, fui promovi­da a profesora y desempeñ é el cargo durante dos añ os, al cabo de los cuales mi vida se modificó.

Miss Temple, a travé s de todos los cambios, habí a conservado su cargo de inspectora. A ella debí a yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era para mí una madre, una maestra y una compañ era. Al fin se casó con un sacerdote, un hombre tan excelente, que casi se merecí a una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga.

Al irse me pareció que se iban tambié n todos los senti­mientos, todas las ideas que me hicieran considerar, en cierto modo, a Lowood como mi propia casa. Yo habí a asimilado muchas de las cualidades de Miss Temple: el orden, la serenidad, la autoconvicció n de que era feliz. A los ojos de las demá s pasaba por un cará cter disciplinado y tranquilo y hasta a mí misma me lo pa­recí a.

Pero el destino, en forma del padre Nasmyth, se inter­puso entre Miss Temple y yo. La vi, por ú ltima vez, a raí z de la boda, subir, con su ropa de viaje, a la silla de Posta que se la llevaba, y luego contemplé el vehí culo subir la colina y desaparecer entre los á rboles. Me retiré a mi alcoba y pasé a solas casi todo el resto del dí a que, en atenció n a lo excepcional del caso, se consideraba semi festivo.

Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que só lo me hallaba triste por la pé rdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmó sfera de serenidad que la ro­deaba y que yo asimilara, se esfumaban tambié n todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contac­to con ella me produjeran, y volví a a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emocio­nes. Hasta entonces, mi mundo habí a estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñ í a a la de sus reglas y sistemas. Má s ahora recordaba que habí a otro mundo, y en é l un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros.

Abrí la ventana y miré al exterior. Los dos cuerpos del edificio, el jardí n, las colinas que lo dominaban... Mis ojos contemplaron las cumbres azules; aquellas alturas cubiertas de rocas y matorrales eran como los lí mites de un presidio, de un destierro... Imaginé la blanca carrete­ra que, bordeando el flanco de una montañ a, se des­vanecí a entre otras dos, en un desfiladero, y evoqué la lejana é poca en que yo siguiera aquel camino. Recordé el descenso entre las montañ as: parecí a que hubiera transcurrido un siglo desde que llegara a Lowood para no volver a salir de é l. Mis vacaciones habí an transcurri­do siempre en el colegio. Mi tí a no me llamó nunca a Gateshead, ni ella ni sus hijos me visitaron jamá s.

Yo no me comunicaba para nada con el mundo ex­terior. Reglas escolares, deberes escolares, costumbres escolares, voces, rostros, tipos, preferencias y antipatí as dentro de la escuela: tal era lo que yo conocí a del mun­do. Y ahora sentí a que esto no me bastaba, que estaba fatigada de la ruina de aquellos ocho añ os.

Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusió n, reconociendo lo difí cil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al me­nos, si habí a de continuar en servidumbre, me concedie­se una servidumbre distinta.

En aquel momento, la campana llamó a cenar y yo descendí las escaleras.

No pude reanudar el hilo de mis pensamientos hasta la hora de acostarme. Y, aun entonces, otra profesora que compartí a mi alcoba me abrumó con una prolonga­da efusió n de locuacidad. ¡ Con qué afá n deseaba yo que el sueñ o impusiese silencio a mi compañ era! Se me figu­raba que, si podí a retrotraerme a mis meditaciones de poco antes, junto a la ventana, quizá lograra que se me ocurriese alguna sugerencia capaz de facilitar la conse­cució n de mis deseos.

Al fin, Miss Gryce comenzó a roncar. Era una robusta galesa llena de salud. Hasta entonces, sus ruidos nasales me habí an molestado considerablemente. Pero aquella noche fue un alivio para mí oí rla roncar, porque ello me libraba de inoportunidades. Y mis pensamientos de an­tes recuperaron instantá neamente su actividad.

«Una nueva servidumbre», reflexioné. Cierto que esa palabra no suena tan dulce como las de libertad, alegrí a, sensació n. Pero tales vocablos, aunque deliciosos, no son para mí má s que eso: meros vocablos, y probable­mente muy difí ciles de convertir en realidades. Mas una nueva servidumbre es cosa hacedera. Servir, se puede siempre. Yo he servido aquí ocho añ os. ¿ Por qué no he de poder hacerlo en otro sitio? Sí, sí puedo. Nadie tiene derecho a mandar en mi voluntad. Lo que pienso es rea­lizable: no hace falta má s sino que mi imaginació n des­cubra los medios de conseguirlo.

Me senté en el lecho, quizá para estimular mi imagi­nació n. La noche era frí a. Me eché un chal sobre los hombros y concentré mis pensamientos en el modo de resolver el problema que me preocupaba.

«¿ Qué quiero? Un empleo nuevo, en un sitio nuevo, entre caras nuevas y en condiciones nuevas. Quiero esto, porque no puedo aspirar a cosa mejor. ¿ Qué hacen los que desean obtener un empleo diferente al que tienen? Supongo que apelará n a sus amigos, pero yo no tengo amigos. Ahora bien, hay muchos que no tienen amigos y se valen por sí mismos. ¿ Có mo lo hacen? »

Yo no podí a decirlo, ni tení a quien me lo aclarara. Traté de poner en orden mi cerebro para encontrar la respuesta justa y pronta. Trabajé mentalmente durante una hora, con intensidad. Mis sienes y mi pulso latí an apresurados. Pero mis esfuerzos eran inú tiles: me deba­tí a en un caos mental. Excitada y febril por aquella es­té ril tarea, di un paseo por la alcoba para calmarme. A travé s de la cortina de la ventana vi brillar algunas estre­llas. Sentí un escalofrí o y me volví al lecho.

Sin duda, en mi ausencia del lecho, un hada bondado­sa habí a colocado la anhelada sugerencia sobre mi al­mohada porque, apenas acostada, di con la solució n:

«Los que desean un empleo, se anuncian. Por tanto, hay que anunciarse en el diario del condado. »

¿ Có mo hacerlo? La respuesta fue tambié n inmediata: «Pones el texto del anuncio y el importe en un sobre dirigido al editor del perió dico y lo depositas todo, en la primera oportunidad que tengas, en la oficina de Co­rreos, advirtiendo en el anuncio que dirijan la contesta­ció n a J. E., Lista de Correos. Al cabo de una semana puedes ir a buscar las cartas que haya y obrar en conso­nancia con ellas. »

Una vez que hube estudiado el plan y dado los ú ltimos toques, me sentí satisfecha y pude dormirme al fin. Me levanté muy temprano, redacté mi anuncio y lo guardé en el sobre antes de que hubiera tocado la cam­pana dando la señ al de levantarse.

El anuncio rezaba así:

«Señ orita joven, acostumbrada a enseñ ar (no me fal­taba razó n: ¿ acaso no habí a ejercido de maestra durante dos añ os? ), desea colocació n en casa particular para educar niñ os menores de catorce añ os (yo pensaba que, teniendo yo dieciocho, no me respetarí an mis pupilos si contaban mi edad aproximada). Conoce todo lo esencial para dar una buena instrucció n, así como francé s, dibujo y mú sica (en aquellos tiempos, lector, é ste ahora reduci­do cuadro de conocimientos, era muy pasadero). Diri­girse a J. E., Lista de Correos, Lowton, condado de... »

Todo el dí a permaneció aquel importante documento en mi gaveta. Despué s del té, pedí permiso a la nueva inspectora para ir a Lowton a hacer algunos recadillos mí os y de algunas de mis discí pulas. Otorgado el permi­so, me puse en marcha. Habí a una caminata de dos mi­llas y la tarde caí a ya, pero los dí as eran largos aú n. Visi­té una o dos tiendas, deposité mi carta y regresé en medio de una lluvia torrencial, con las ropas caladas, pero con el corazó n alegre.

La semana siguiente me pareció muy larga. Llegó, no obstante, a su té rmino, como todas las cosas de este mundo, y de nuevo, al caer de una agradable tarde de otoñ o, me encontré recorriendo a pie el camino de Low­ton. La ruta era pintoresca, pero yo pensaba má s en las cartas que hubiera o no hubiese en Correos que en el encanto que pudieran tener arroyos, praderas y ca­ñ adas.

El pretexto de mi excursió n, esta vez, era tomarme medida de unos zapatos. Fui, pues, primero al zapatero y luego recorrí la quieta calle que conducí a a la adminis­tració n de Correos, la cual estaba a cargo de una anciana señ ora que usaba lentes y llevaba mitones negros.

-¿ Hay cartas a nombre de J. E.? -pregunté.

Me miró por encima de los lentes y revolvió en un cajó n. No aparecí a nada y mis esperanzas comenzaron a decaer. Al fin encontró una carta dirigida a J. E. La examinó largamente y luego me la tendió a travé s del mostrador, no sin dirigirme otra inquisitiva y desconfia­da mirada.

-¿ No hay má s que una? -interrogué. -Nada má s -repuso.

La guardé en el bolsillo y me apresuré a regresar. La disciplina del establecimiento exigí a que yo estuviese de vuelta antes de las ocho y eran ya casi las siete y media.

Al llegar, tení a que cumplir varias obligaciones todaví a: estar con las muchachas durante la hora de estudio, leerles las oraciones, acompañ arlas al lecho y cenar con las demá s profesoras. Luego, al retirarme, la inevitable Miss Gryce me acompañ ó. En el candelero só lo queda­ba un pequeñ o cabo de vela y temí que la conversació n de mi compañ era durase má s que el cabo, pero afortu­nadamente la pesada cena que habí a deglutido hizo so­bre ella un efecto soporí fico. Antes de terminar de des­vestirme, ya estaba roncando.

Quedaba aú n una pulgada de vela: a su luz leí la carta, que era muy breve:

«Si J. E. posee los conocimientos indicados en su anuncio del pasado jueves, y si puede dar buenas refe­rencias de su competencia y conducta, se le ofrece un empleo para atender a una sola niñ a, de diez añ os de edad. El sueldo son treinta libras al añ o. J. E. puede enviar informes, nombre, direcció n y demá s detalles a: Mrs. Fairfax, Thornfield, Millcote, condado de... »

Examiné detenidamente el papel: la escritura era un poco anticuada e insegura, como de mano de anciana. Tal circunstancia me pareció satisfactoria. Yo temí a, al lanzarme a aquella empresa por mis propios medios, verme envuelta en algú n enredo, y deseaba que todo marchase bien, con seriedad, en regla. Y me parecí a que una señ ora anciana era un buen elemento en un asunto como el que tení a entre manos. Me parecí a ver a Mrs. Fairfax con un gorrito y un traje negro de viuda, tal vez seca de trato, pero no grosera: un tipo de señ ora inglesa a la antigua usanza. Thornfield era, sin duda, el nombre de su casa, seguramente un lugar limpio y ordenado. Millcote, condado de... Evoqué mentalmente el mapa de Inglaterra. Millcote estaba situado setenta millas má s cerca de Londres que el lugar donde yo residí a ahora, y era un centro fabril. Mejor que mejor: habrí a má s movimiento, má s vida. Mi cambio iba a ser completo. La idea de vivir entre inmensas chimeneas y nubes de humo no era muy fascinadora, «pero -pensé - sin duda Thorn­field estará bastante lejos de la ciudad».

En aquel momento se extinguió la luz.

Al dí a siguiente di nuevos pasos en mi asunto. Mis planes no podí an continuar secretos: era preciso comu­nicarlos a los demá s para que llegasen a buen fin. Pedí y obtuve una audiencia de la inspectora y le indiqué que tení a la posibilidad de obtener una colocació n con doble sueldo de las quince libras anuales que me pagaban en Lowood. Le rogué que hablase con Mr. Brocklehurst u otro miembro del patronato para que me autorizasen a citar el colegio como referencia. Ella consintió amable­mente en actuar como mediadora.

La inspectora, en efecto, habló del asunto con Mr. Brocklehurst, y é ste dijo que habí a que contar ante todo con mi tí a, que era mi tutora por derecho propio.

Se escribió, por tanto, a Mrs. Reed. Mi tí a respondió que yo podí a hacer lo que quisiera, ya que ella habí a renunciado, desde mucho tiempo atrá s, a intervenir en mis asuntos.

La carta fue pasada al patronato y é ste, tras un pesado trá mite, me concedió permiso para trasladarme al nuevo empleo que se me ofrecí a, dá ndome, ademá s, la seguri­dad de que se me expedirí a un certificado acreditativo de mi capacidad y buen comportamiento, como alumna y como profesora, firmado por los directores de la insti­tució n.

Una vez que se me entregó dicho certificado -en lo que se tardó un mes- envié copia de é l a Mrs. Fairfax, quien contestó diciendo que estaba satisfecha y que en un plazo de quince dí as podí a ir a tomar posesió n de mi puesto de institutriz.

La quincena pasó rá pidamente. Inicié mis preparati­vos. Yo no tení a mucha ropa, sino só lo la imprescindi­ble. La guardé en el mismo baú l que ocho añ os atrá s trajera a Lowood.

Todo quedó empaquetado y preparado. Media hora despué s fue llamado el recadero que debí a llevar mi equipaje a Lowton. Yo saldrí a a la mañ ana siguiente, muy temprano, para tomar allí la diligencia. Tení a ya limpios y a punto mi traje negro de viaje, mi sombrero, mis guantes y mi manguito, y habí a revisado todos mis cajones para asegurarme de que no me dejaba nada. Pero aunque habí a pasado todo el dí a en pie, me resul­taba imposible estar quieta siquiera un instante, tal era mi excitació n. Aquella noche iba a cerrarse una é poca de mi vida y una nueva iba a abrirse a la mañ ana siguien­te. ¿ Quié n podí a dormir en el intervalo?

Una criada me abordó en el pasillo por el que yo pa­seaba inquieta como un alma en pena.

-Señ orita -me dijo-: una persona desea hablar con usted.

No pregunté quié n era. Pensé que el mandadero. Co­rrí escaleras abajo y me dirigí a la cocina, donde supuse que le habrí an hecho pasar. Al cruzar el saló n en que nos reuní amos las maestras, una persona salió a mi en­cuentro:

-¡ Es ella! ¡ Estoy segura! -dijo la persona que me cortaba el paso, cogié ndome la mano.

Miré y vi a una mujer joven aú n, con aspecto de sir­vienta bien vestida. Tení a el cabello y los ojos negros y su talante era muy agradable.

-¿ Es posible que no me recuerde usted, Miss Jane? -dijo con voz y sonrisa que reconocí en seguida.

La besé y abracé.

-¡ Bessie, Bessie, Bessie! -fue cuanto acerté a decir. Ella lloraba y reí a a la vez. Luego las dos pasamos al saló n. Junto al fuego habí a un niñ o de unos tres añ os con un trajecito a rayas.

-Mi hijo -dijo Bessie.

-¿ Con que te has casado, Bessie?

-Sí, hace unos cinco añ os. Con Robert Leaven, el cochero. Ademá s de Bobby, tengo una niñ a y la he bau­tizado con el nombre de Jane.

-¿ No vives en Gateshead?

-Vivo en la porterí a. El portero antiguo se fue. -¿ Có mo está n todos allí? Pero antes, sié ntate, Bes­sie. ¿ Quieres sentarte en mis rodillas, Bobby?

Bobby prefirió instalarse en las de su madre.

-No está usted muy alta ni muy guapa, Miss Jane -dijo Bessie-. Se me figura que no le ha ido muy bien en el colegio. Miss Eliza le lleva a usted la cabeza y con Miss Georgiana se pueden hacer dos como usted.

-¿ Es muy guapa?

-Mucho. El ú ltimo invierno estuvo en Londres y to­dos la admiraban. Un señ orito joven se enamoró de ella. ¿ No sabe lo que pasó? Pues que huyeron juntos. Pero les encontraron a tiempo y los detuvieron. Fue Miss Eliza quien les encontró. Creo que está envidiosa de su hermana. Ahora las dos se llevan como perro y gato: está n riñ endo siempre.

-¿ Y John Reed?

-No es lo que su madre hubiera deseado. Le suspen­dieron en los exá menes. Sus tí os querí an que fuese abo­gado, pero es un libertino y un holgazá n y temo que no haga nunca nada de provecho.

-¿ Qué aspecto tiene?

-Es muy alto y algunos dicen que guapo. ¡ Pero con aquellos labios tan gruesos!

-¿ Y mi tí a?

-De aspecto bien, pero yo creo que la procesió n anda por dentro. La conducta del señ orito la disgusta mucho. ¡ No sabe usted el dinero que gasta ese chico!

-¿ Vienes de parte de mi tí a, Bessie?

-No. Hace mucho que tení a deseos de verla, y como he oí do que se ha recibido una carta diciendo que se marcha usted a otro sitio, he querido visitarla antes de que se aleje má s de mí.

-Me parece que te defraudo, Bessie -dije, notando que, en efecto, sus miradas no indicaban una admiració n profunda, aunque sí afecto sincero.

-No crea: está usted bastante bien y tiene aspecto de verdadera señ orita. Vale usted má s de lo que esperaba: usted, de niñ a, no era guapa.

La sincera contestació n de Bessie me hizo sonreí r. Comprendí a que era exacta, pero confieso que no me halagaba en exceso: a los dieciocho añ os se desea agra­dar y la convicció n de que no se tiene un aspecto muy atractivo dista mucho de ser lisonjera.

-En cambio, debe usted de ser muy inteligente -agregó Bessie por ví a de consuelo-. ¿ Sabe usted mu­cho? ¿ Toca el piano?

-Un poco.

En el saló n habí a uno. Bessie lo abrió y me pidió que le regalase con una audició n. Toqué uno o dos valses, y ella se mostró encantada.

-¡ Las señ oritas no tocan tan bien! -dijo con entu­siasmo-. ¡ Ya sabí a yo que usted las superarí a! ¿ Sabe usted dibujar?

-Ese cuadro de encima de la chimenea es uno de los que he pintado.

Era un cuadrito a la aguada que habí a regalado a la inspectora como muestra de mi agradecimiento por su intervenció n en el asunto de mi empleo.

-¡ Qué bonito es! Es tan lindo como los que pinta el maestro de dibujo del señ orito. Las señ oritas no harí an nunca cosa semejante. ¿ Tambié n sabe usted francé s?

-Sí, Bessie: lo leo y lo hablo. -¿ Y bordar?

-Sí.

-¡ Es usted una señ orita completa! Ahora querrí a ha­cerle otra pregunta ¿ No ha oí do hablar nunca de sus parientes por parte de padre?

-Nunca en mi vida.

-Pues la señ ora decí a siempre que eran pobres y despreciables, pero yo creo que no, porque hace sie­te añ os, un tal Mr. Eyre fue a Gateshead y preguntó por usted. La señ ora le dijo que estaba usted en un co­legio a cincuenta millas de distancia y é l se disgustó mucho.

Tení a que embarcar para un paí s lejano y el buque zarpaba de Londres al cabo de uno o dos dí as. No podí a esperar. Aparentaba ser todo un caballero. Creo que era hermano de su padre, señ orita.

-¿ A qué paí s se iba, Bessie?

-A una isla a miles de millas de aquí: un sitio que produce vino. Me lo dijo el mayordomo.

-¿ Madeira? -sugerí. -Madeira: eso es. -¿ Y se fue, dices?

-Sí: só lo estuvo unos minutos en la casa. La señ ora lo recibió con mucha altivez y cuando se marchó dijo que era «un vil mercader». Mi Robert cree que debe ser exportador de vinos.

Durante má s de una hora, Bessie y yo hablamos de los viejos tiempos. Luego tuvo que dejarme. A la mañ ana siguiente la vi durante un momento en Lowton, mien­tras esperaba la diligencia. Nos separamos, al fin, en la puerta de la posada de Brocklehurst. Ella tomó el cami­no de Lowood Fell para esperar el coche que la conduci­rí a a Gateshead. Yo subí al carruaje que iba a llevarme hacia una nueva vida y una nueva tarea en los descono­cidos alrededores de Millcote.

 

XI

Cada nuevo capí tulo de una novela es como un nuevo cuadro en una obra teatral. Así, pues, lector, al subir el teló n, imagí nate una estancia en una posada de Millco­te, con sus paredes empapeladas, como todas las posa­das las tienen, con la acostumbrada alfombra, los acos­tumbrados muebles y los acostumbrados adornos, inclu­yendo, desde luego, entre ellos un retrato de Jorge III y otro del prí ncipe de Gales. La escena es visible al lector gracias a la luz de una lá mpara de aceite colgada del techo y a la claridad de un excelente fuego junto al que estoy sentada envuelta en mi manto y tocada con mi sombrero. Mi manguito y mi paraguas está n sobre la mesa y yo procuro devolver el calor y la elasticidad a mis miembros entumecidos y embotados por un viaje de die­cisé is horas, que son las que median entre las cuatro de la madrugada, en que salí de Lowton, y las ocho de la noche, que en este momento está n sonando en el reloj del municipio de Millcote.

No imagines, lector, que mi aspecto tranquilo refleja la serenidad de mi á nimo. Al pararse la diligencia, yo esperaba que alguien me aguardase. Miré, pues, afano­sa, en torno mí o, mientras me apeaba utilizando los pel­dañ os de la escalerita colocada al efecto para mi comodi­dad, intentando descubrir algo que se pareciese al coche que, sin duda, debí a conducirme a Thornfield y oí r algu­na voz que pronunciase mi nombre. Pero nada semejan­te se veí a ni oí a.

Interrogué a un mozo de la posada si alguien habí a preguntado por Miss Eyre y la contestació n fue negati­va. No tuve má s remedio que pedir una habitació n, en la que me ha encontrado el lector en espera de los que debí an ir a buscarme, mientras toda clase de dudas y temores poblaban mis pensamientos.

Para una joven inexperta es muy extrañ a la sensació n que le produce el encontrarse sola en el mundo, cortada toda conexió n con su vida anterior, sin divisar puerto a qué acogerse y no pudiendo, por mú ltiples razones, vol­ver, caso de no hallarlo, al puesto de partida. El encanto de la aventura embellece tal sensació n, un impulso de suficiencia personal la anima, pero el temor contribuye mucho a estropearlo todo. Y el temor era el que predo­minaba sobre mis restantes sentimientos cuando, pasada media hora, continuaba sola, sin que nadie se presentase a recogerme.

Toqué la campanilla.

-¿ Está cerca de aquí un sitio llamado Thornfield? - pregunté al camarero que acudió a la llamada. -¿ Thornfield?... No lo conozco, señ orita. Voy a ave­riguarlo en el bar.

Desapareció, pero reapareció en seguida. -¿ Se apellida usted Eyre, señ orita? -Sí.

-Abajo la espera una persona.

Le seguí, tomando mi paraguas y mi manguito, y salí. Un hombre estaba en pie y, a la luz de un farol, distinguí un coche de un solo caballo parado junto a la puerta.

-Ese será su equipaje, ¿ no? dijo aquel hombre, con bastante brusquedad.

Señ alaba mi baú l, que estaba en el pasillo. -Sí.

Lo cargó en el vehí culo y yo subí a é l. Era una especie de carricoche. Inquirí si Thornfield estaba muy lejos. -Unas seis millas -repuso.

-¿ Tardaremos mucho en llegar? -Cosa de hora y media.

Aseguró la portezuela y saltó al pescante. Partimos, í bamos lo bastante despacio para darme tiempo a pensar hol­gadamente. Estaba satisfecha de llegar al fin de mi viaje. Instalada a mi placer en el có modo aunque no elegante carruaje, reflexionaba del modo má s optimista posible.

«A juzgar por el aspecto del criado y del coche -pen­saba yo-, Mrs. Fairfax es una mujer de pocas preten­siones. Tanto mejor: la ú nica vez que he vivido con per­sonas encopetadas fui muy desgraciada. Quizá la señ ora viva sola con la niñ a. Si es así, y si la señ ora es mediana­mente amable, haré todo lo posible para que nos enten­damos bien. Ahora que, a veces, esos buenos propó sitos no son correspondidos. En Lowood, sí lo fueron; pero en cambio, mi tí a respondí a con repulsas agrias a mis buenas intenciones. Esperemos que Mrs. Fairfax no sea como Mrs. Reed: si lo fuera, no seré yo quien pase con ella mucho tiempo. »

Me asomé a la ventanilla. Millcote estaba lejos ya. A juzgar por sus luces, era bastante mayor que Lowton. Habí a muchas casas esparcidas por el campo. La regió n era distinta a Lowood: má s populosa, menos pintoresca, má s animada y menos romá ntica.

Los caminos eran malos, la noche brumosa. El caballo iba al paso. A lo que me parecí a, la hora y media se convertirí a en dos horas. Al fin, el cochero se volvió hacia mí y me dijo:

-Ya no estamos lejos de Thornfield.

Miré de nuevo por la ventanilla. Pasá bamos junto a una iglesia. Su torre, achatada, se elevaba hacia el cielo. Divisé una hilera de luces y supuse que era un pueblo o aldea.

Diez minutos despué s, el conductor se apeó y abrió una verja. La atravesamos y subimos despacio una pen­diente. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de la que salí a luz por entre los cortinajes de una ventana arqueada. Las demá s estaban oscuras. Una criada abrió la puerta. Me apeé y la seguí.

-Por aquí, señ orita-dijo la muchacha.

Me condujo, a travé s de un vestí bulo cuadrado flan­queado de altas puertas, hasta un cuarto cuya doble ilu­minació n de fuego y bují as casi me dejó ciega durante un momento por contraste con las tinieblas en que habí a estado sumida durante dos horas. Cuando pude ver, me hallé agradablemente sorprendida por un cuadro atrac­tivo y alegre.

El cuarto era pequeñ o, alfombrado. Junto a la chime­nea habí a una mesita redonda y, a su lado, un silló n de alto respaldo y antigua forma, en el que se hallaba sen­tada una ancianita con gorrito de viuda, vestida de seda negra y delantal de muselina blanca. Mrs. Fairfax era tal como yo me la habí a imaginado, só lo que menos altane­ra, mucho má s sencilla... Estaba haciendo calceta y un enorme gato dormí a a sus pies. No faltaba detalle algu­no para dar la impresió n de un hogar tranquilo y confor­table. No podí a esperarme mejor recibimiento que el que me hizo: se levantó en seguida y acudió a mí.

-¿ Có mo está usted, querida? Vendrá aburrida, sin duda, ¡ John conduce tan despacio! Acé rquese al fuego; debe usted de sentirse helada.

-Hablo con Mrs. Fairfax, ¿ verdad? -Sí. Sié ntese.

Me instaló en su propia butaca y comenzó a quitarme el chal y el sombrero. Le rogué, agradecida, que no se molestara.

-No es molestia. Debe usted de tener las manos en­tumecidas. Prepara algo caliente y un par de bocadillos, Leah. Aquí está n las llaves de la despensa.

Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves y las entre­gó a la criada.

-Acé rquese má s al fuego, querida-me dijo-. ¿ Ha traí do usted su equipaje?

-Sí, señ ora.

-Voy a ver si lo han llevado a su cuarto -declaró. Y salió de la estancia.

«Me trata como a una visitante», pensé. No esperaba yo tan buen recibimiento. Creí a que me acogerí a con frialdad e indiferencia. Pero no nos entusiasmemos demasiado pronto.

La señ ora volvió. Quitó la labor y uno o dos libros que habí a sobre la mesa, y cuando Leah trajo lo pedido, ella misma me lo ofreció.

Me sentí a confundida vié ndome tratada con amabili­dad tan insó lita para mí; pero notando que Mrs. Fairfax procedí a como si aquello fuese cosa corriente, acepté sus atenciones con naturalidad.

-¿ Tendré el gusto de ver esta noche a Miss Fairfax? -pregunté.

-¿ Qué dice, querida? Soy un poco sorda -repuso, aproximando el oí do a mi boca.

Repetí la pregunta con má s claridad.

-¿ Miss Fairfax? Querrá decir Miss Varens. Así se apellida su futura discí pula.

-¡ Ah! ¿ No es hija suya? -No. No tengo familia.

Hubiera deseado saber algo má s, pero comprendí que era incorrecto hacer excesivas preguntas. Ademá s, lo averiguarí a todo má s adelante.

-Celebro -continuó, sentá ndose a la mesa frente a mí y poniendo al gato sobre sus rodillas- que haya ve­nido usted. No es agradable vivir aquí sola. Por algú n tiempo se está bien, porque Thornfield, aunque algo descuidada estos añ os ú ltimos, es una hermosa residencia antigua. Pero ya sabe usted que, en invierno, se sien­te una muy sola, aun viviendo en el mejor de los sitios, si no tiene quien la acompañ e. Claro que tengo a Leah, que es una buena chica, y a John y a su mujer, que son excelentes personas; pero al fin y al cabo son criados y no se puede hablar con ellos de igual a igual. Es preciso guardar las distancias para no perder autoridad ante ellos. El pasado invierno, que fue muy frí o como usted sabe, desde noviembre a febrero no vino aquí alma hu­mana, fuera del carnicero y el cartero. A veces hací a que la muchacha me leyese algo, pero la pobre se aburrí a. En primavera y verano se está mejor. Precisamente la pequeñ a Adè le Varens vino, con su niñ era, a principios del otoñ o. Un niñ o anima siempre mucho una casa. Y ahora que está usted aquí tambié n, me sentiré completa­mente satisfecha.

Mi corazó n se confortaba oyendo la agradable con­versació n de la digna señ ora. Acerqué mi butaca a la suya y expresé mi deseo de que mi compañ í a le resultara lo atractiva que ella esperaba.

-No quiero entretenerla por esta noche-me dijo-. Son cerca de las doce; usted ha viajado durante todo el dí a y debe de estar muy cansada. Si se ha calentado ya, vá yase a dormir. He mandado que le preparen la alcoba contigua a la mí a. Aunque es un cuartito pequeñ o, su­pongo que lo preferirá usted a uno de los grandes apo­sentos de la parte de delante. Está n mejor amueblados, pero son sombrí os y solitarios. Yo nunca duermo en ellos.

Le agradecí sus atenciones y, como, en efecto, me sentí a cansada, la seguí a mi habitació n. Cogió la bují a y me guió. Antes fue a cerciorarse de que la puerta del vestí bulo estaba bien cerrada. Recogió la llave y comen­zó a subir al piso principal. Peldañ os y barandillas eran de roble, la ventana de la escalera era alta y enrejada, y todo, incluso la amplia galerí a en que se abrí an las puer­tas de los dormitorios, parecí a pertenecer má s a una iglesia que a una casa particular. En escaleras y galerí as

soplaba un aire frí o y ló brego. Me sentí feliz cuando vi que mi habitació n era de pequeñ as dimensiones y estaba amueblada al estilo moderno.

Despué s de que la señ ora me hubo deseado, con ama­bilidad, buenas noches y me quedé sola, miré detalla­damente a mi alrededor, y el agradable aspecto de mi cuarto disipó en parte la impresió n que me produje­ran el inmenso vestí bulo, la sombrí a y espaciosa escalera y la larga y helada galerí a. Al sentirme, tras un dí a de fatiga corporal e inquietud moral, llegada feliz­mente a puerto de refugio, un impulso de gratitud in­flamó mi corazó n. Me arrodillé a los pies del lecho, di gracias a Dios y le rogué que me ayudase en mi ca­mino y me permitiese corresponder a la bondad con que era acogida desde el principio en aquella casa. Aquella noche pude acostarme sin zozobras ni temo­res. Me dormí pronto y profundamente. Cuando des­perté, era dí a claro.

A1 despertar, la alcoba me pareció de nuevo un cuarti­to muy lindo. El sol entraba alegremente a travé s de los azules visillos de algodó n de la ventana. En vez del es­cueto entarimado y los frí os muros enyesados de Lo­wood, mi habitació n tení a el suelo alfombrado y empa­peladas las paredes. El aspecto externo de las cosas influye mucho en las personas jó venes. Tuve la impre­sió n de que empezaba para mí una nueva é poca de mi vida, en la cual las satisfacciones iban a ser tantas como antes las pesadumbres. Sentí ame optimista: parecí ame que iba a suceder algo muy agradable, no dentro de un dí a ni de un mes, pero sí en un perí odo indeterminado, en lo futuro.

Me levanté y me vestí con el mayor esmero posible. Tení a que ser sencilla en mi atuendo, porque no poseí a nada que no fuese sencillí simo, pero me gustaba no dar una impresió n de descuido o desaliñ o y deseaba parecer tan bien como mi falta de belleza me lo permití a. Con frecuencia lamentaba no ser má s hermosa: me hubiera gustado tener las mejillas rosadas, la nariz recta y la boca pequeñ a y roja. Hubiese querido tambié n ser alta, majestuosa y bien conformada, y me parecí a una des­dicha verme tan baja, tan pá lida y de facciones tan irre­gulares y tan pronunciadas.

Difí cil serí a decir en qué se basarí an y a qué tendí an tales aspiraciones, aunque, en el fondo, me parece que eran ló gicas y naturales. Fuera como fuese, cuando me hube peinado cuidadosamente y vestido mi traje negro, de una sencillez casi cuá quera, y mi cuello blanco, juz­gué que estaba lo bastante aseada y presentable para comparecer ante Mrs. Fairfax y para que mi discí pula no experimentase desagrado al verme. Abrí la ventana de mi cuarto, me cercioré de que dejaba todos mis efectos en orden sobre el tocador y salí.

Atravesé la larga y solemne galerí a, descendí los inse­guros peldañ os de roble y llegué al vestí bulo. Me detuve un momento a contemplar las pinturas de los muros, una de las cuales representaba un torvo caballero con co­raza, y otra una señ ora con el cabello empolvado y un collar de perlas. Del techo pendí a una lá mpara de bron­ce. Habí a tambié n un enorme reloj cuya caja era de ro­ble curiosamente trabajado con aplicaciones de negro é bano. Todo me parecí a grandioso e imponente, pero quizá se debiera a que yo estaba poco acostumbrada a la magnificencia.

La puerta vidriera del vestí bulo estaba abierta. Me detuve en el umbral. Hací a una hermosa mañ ana de oto­ñ o. El sol iluminaba blandamente frondas y praderas, verdes aú n.

Salí y examiné la fachada del edificio. Tení a tres pi­sos. Era una casa hidalga, no un castillo señ orial. Las almenas que cubrí an su parte superior le daban un as­pecto muy pintoresco. En aquellos almenares habitaban innumerables cornejas, que en este momento volaban en bandadas. El terreno inmediato a la casa estaba se­parado de los prados cercanos por un seto sobre el que destacaban grandes arbustos espinosos, fuertes, nudosos y duros como robles. Semejante vegetació n aclaraba la etimologí a del nombre del lugar. Má s allá de los prados se elevaban colinas, no tan altas como las que circunda­ban Lowood, no tan fragosas y sin tanto aspecto de ba­rrera de separació n del mundo habitado, pero sí lo bastante silenciosas y desiertas para dar la impresió n de que Thornfield estaba en medio de una soledad extrañ a en las proximidades de una villa tan populosa como Millco­te. En una de las colinas se divisaban, medio ocultos entre los á rboles, los tejados de una aldea. La iglesia estaba pró xima a Thornfield y su vieja torre se erguí a sobre un collado.

Mientras yo disfrutaba del paisaje y del aire puro, es­cuchaba los graznidos de las cornejas y pensaba, con­templando la residencia, en lo grande que era para una viejecita sola como Mrs. Fairfax, ella en persona apare­ció en la puerta.

-¿ Ya vestida? -dijo-. ¡ Muy madrugadora es usted!

Me acerqué a la anciana, quien me recibió con un beso y un apretó n de manos.

-¿ Le gusta Thornfield? -me preguntó. Yo contesté que mucho.

-Sí -dijo-: es un sitio muy hermoso. Pero temo que tienda a desmerecer si Mr. Rochester no se decide a venir a vivir aquí o, al menos, a pasar en la casa tempo­radas frecuentes. Las buenas propiedades requieren la presencia de sus propietarios.

-¿ Quié n es Mr. Rochester? -interrogué.

-El propietario de Thornfield -dijo ella con natura­lidad-, ¿ sabí a que el amo se llama Rochester?

Yo lo ignoraba y jamá s habí a oí do hablar de aquel caballero, pero la anciana parecí a dar por descontado que Mr. Rochester debí a ser universalmente conocido, y que su existencia debí a ser adivinada en cualquier caso por inspiració n divina.

-Creí -dije- que Thornfield era propiedad de usted. , Thornfield significa, literalmente, en inglé s, campo de espinos.

-¿ Mí a? ¡ Bendito sea Dios! ¡ Mí a! Yo no soy má s que la administradora, el ama de llaves. Soy algo pariente, eso sí, de los Rochester por parte de madre y mi marido un pariente cercano. Mi marido, que en paz descanse, era sacerdote: el pá rroco de esa iglesia que ve usted ahí. La madre de Mr. Rochester fue una Fairfax, prima se­gunda de mi esposo. Pero yo nunca me he considerado como parienta, sino como una simple ama de llaves. El amo es muy bueno conmigo y yo no aspiro a má s.

-¿ Y la niñ a? -pregunté.

-Está a cargo de Mr. Rochester y é l me mandó que le buscase institutriz. La niñ a vino con su bonne, como llama a la niñ era.

El enigma quedaba explicado. La afable ancianita no era una gran señ ora, sino una subalterna, como yo. No por ello me sentí menos atraí da hacia la anciana; al con­trario. La igualdad entre las dos era real y no dependí a de mera condescendencia de su parte y, por tanto, yo me sentí a má s a gusto, menos sujeta.

Mientras pensaba en esto, una niñ a, seguida de su ni­ñ era, apareció corriendo en la explanada. Al principio no pareció reparar en mí. No debí a de tener má s de siete u ocho añ os. Era de frá gil contextura y su rostro estaba muy pá lido. Sus cabellos abundantí simos y rizados, des­cendí an casi hasta su cintura.

-Buenos dí as, Miss Adè le -dijo Mrs. Fairfax-. Venga a ver a la señ ora que se va a encargar de su edu­cació n para que pueda usted llegar a ser una mujer de provecho.

Ella se acercó.

-C'est la gouvernante? -preguntó a su niñ era, refi­rié ndose a mí.

La niñ era repuso: -Mais oui, certainement.

-¿ Son extranjeras? -pregunté extrañ ada de oí rlas hablar en francé s.

-La niñ era sí, y Adè le ha nacido en el continente y creo que ha vivido siempre en é l hasta hace seis meses.

Al principio no entendí a nada de inglé s, pero ahora ha­blaba ya un poco. Yo no la comprendo, porque revuelve los dos idiomas, mas confí o en que llegará a hablar nues­tra lengua bien.

Afortunadamente, yo habí a practicado mucho el fran­cé s con Madame Pierrot, con quien todas las veces que me era posible conversaba en su idioma. Durante aque­llos siete añ os, procuré aprender cuanto pude y me es­forcé en imitar el acento y la pronunciació n de mi profe­sora. Así, pues, habí a adquirido bastante soltura en la lengua francesa y me resultó fá cil entenderme con Adè le.

Cuando se cercioró de que yo era su profesora, se acercó y me tendió la mano. La llevé a desayunar y le dirigí algunas frases en su propio idioma. Al principio me contestaba iró nicamente, pero despué s de llevar al­gú n tiempo a la mesa y examinarme durante diez minu­tos a su gusto con sus grandes ojos castañ os, comenzó de pronto a hablar con gran rapidez.

-Usted habla en francé s tan bien como Mr. Rochester -dijo en su lengua-. Podré hablarla como a é l y a So­phie. ¡ Qué contenta se pondrá Sophie! Aquí nadie la com­prende: Mrs. Fairfax no entiende má s que inglé s. Sophie es mi niñ era: vino conmigo por el mar en un barco muy grande que echaba mucho humo, mucho, y yo me puse mala, y Sophie y Mr. Rochester. Mr. Rochester se tum­bó en un sofá en un sitio que se llamaba el saló n, y Sop­hie y yo en dos camas pequeñ as en otro lugar. Yo creí a que iba a caerme de la mí a: estaba en una pared, como un estante. Y luego, señ orita... ¿ Có mo se llama usted? -Eyre, Jane Eyre.

-¿ Có mo? No sé decirlo. Bueno; pues el barco se paró por la mañ ana en una ciudad muy grande con mu­chas casas negras y mucho humo, má s fea que la ciudad de que vení amos, y Mr. Rochester me cogió en brazos y me llevó a tierra por un tabló n, y Sophie detrá s. Y luego fuimos en un coche a una casa mayor y má s bonita que é sta. Se llama un hotel. Estuvimos allí una semana y Sophie y yo í bamos a pasear todos los dí as a un sitio verde lleno de á rboles que se llama el parque. Allí habí a muchos niñ os y un estanque con pá jaros y yo les echaba migas.

-¿ La entiende usted cuando habla tan deprisa? - me preguntó la anciana.

Yo la comprendí a muy bien, porque estaba acostum­brada a la no menos veloz manera de hablar de Madame Pierrot.

-Pregú ntele algo sobre sus padres -continuó Mrs. Fairfax.

-Adè le -interrogué -: ¿ con quié n viví as cuando estabas en esa ciudad bonita de que me has hablado? -Viví a con mamá, pero mamá se fue al cielo. Mamá me enseñ aba a cantar y a bailar y a decir versos. Iban a casa muchos señ ores y muchas señ oras a ver a mamá, y yo bailaba delante de todos, o me sentaba en las rodillas de alguno y cantaba. Me gustaba mucho. ¿ Quiere usted oí rme cantar?

El desayuno habí a concluido y yo le permití que me diera una muestra de sus habilidades. La pequeñ a dejó su silla, se colocó sobre mis rodillas, echó hacia atrá s sus cabellos rizados y, levantando los ojos al techo y juntan­do sus manos ante sí con coqueterí a, comenzó a cantar un aria de ó pera, que versaba sobre las vicisitudes de una mujer abandonada por su adorador y que, apelando a su amor propio, se presentaba una noche, ataviada con sus mejores galas, en un baile al que asistí a tambié n el perjuro, para demostrarle, con la alegrí a de su aspecto, lo poco que el abandono le afectaba.

El tema me pareció muy poco apropiado para un can­tar infantil. Por mucho que reconociese que la gracia consistí a precisamente en que fueran labios infantiles los que profirieran tales amargas quejas de amor, no por ello dejaba de parecerme una cosa de muy mal gusto.

Adè le cantó con bastante buena entonació n y con toda la inocencia propia de su edad. Acabado el cantar, saltó de mis rodillas y dijo:

-Ahora voy a recitar versos.

Y, adoptando una actitud adecuada, comenzó: -La ligue des rats, fá bula de la Fontaine...

Y declamó la fá bula con un é nfasis, un cuidado y una voz y unos ademanes tales, que demostraban a las claras lo mucho que le habí an hecho ensayar aquella recita­ció n.

-¿ Te enseñ ó tu mamá esos versos? -pregunté. -Sí. Me acostumbró a poner la mano así al decir: «Qu'avez vous donc?, lui dit un de ces rats, parlen! » ¿ Quiere ver có mo bailo?

-No; ahora, no. Despué s de que tu mamá se fuera al cielo, como tú dices, ¿ con quié n fuiste a vivir?

-Con Madame Fré dé ric y su marido. Se encargaron de mí, pero no eran parientes mí os. Me parece que de­ben de ser pobres, porque su casa no es tan bonita como la de mamá. Pero estuve poco tiempo con ellos. Mr. Ro­chester me preguntó si me gustarí a ir a vivir con é l a Inglaterra y dije que sí, porque yo conocí a a Mr. Ro­chester antes que a Madame Fré dé ric, y me regalaba vestidos y juguetes, y era muy bueno conmigo. Pero no ha cumplido lo que me decí a, porque me ha traí do aquí y se ha ido, y a lo mejor no volveré a verle jamá s.

Adè le y yo pasamos a la biblioteca, la cual, por orden expresa de Mr. Rochester, debí a servir de cuarto de es­tudio. Casi todos los libros estaban guardados bajo llave en estanterí as protegidas por cristales, pero habí a sido dejado fuera un volumen que contení a las nociones ele­mentales de primera enseñ anza, y varios volú menes de literatura amena: poesí a, biografí a, novelas, viajes... Supuse que Mr. Rochester, al sacar aquellos libros, pensó que bastarí an para llenar las necesidades de lectura de la institutriz y, en efecto, por el momento me satis­ficieron bastante. Comparados con el escaso surtido de lecturas a que estaba acostumbrada en Lowood, tales libros me parecieron un abundante arsenal de instruc­ció n y entretenimiento. En la misma habitació n habí a un piano muy bien afinado, un caballete y otros ú tiles de pintura y dos esferas terrá queas.

Mi discí pula era dó cil, aunque poco aplicada. No esta­ba acostumbrada a un trabajo organizado. Consideré imprudente sobrecargarla al principio, así que, despué s de hablarle mucho y enseñ arle só lo un poco, la llevé con su niñ era. Todaví a no era mediodí a y resolví emplear el tiempo en dibujar algunas cosas para uso de la niñ a.

Cuando subí a a coger papeles y lá pices, Mrs. Fairfax me llamó.

-Supongo que ya habrá terminado sus horas de clase -me dijo.

Hablaba desde una estancia cuyas puertas estaban abiertas. Entré. La habitació n era amplia y magní fica, con sillas y cortinajes rojos, una alfombra turca, zó calos de nogal, un gran ventanal con vidrieras de colores y un techo muy alto, decorado con ricas molduras. La ancia­na estaba quitando el polvo de algunos magní ficos jarro­nes que habí a sobre el aparador.

Yo no habí a visto nunca nada tan majestuoso. No pude por menos de exclamar:

-¡ Qué habitació n tan hermosa!

-Sí. Es el comedor. He venido a abrir la ventana para que se ventile un poco, porque los cuartos cerrados toman un olor muy desagradable. Aquel saló n huele como una cueva.

Señ alaba un arco situado frente a la ventana y cubier­to por un gran cortinó n, descorrido en aquel momento. Lancé una ojeada al interior. Era un saloncito seguido de un boudoir. Ambos estaban cubiertos de suntuosas alfombras blancas adornadas de guirnaldas de flores. Los artesonados eran blancos tambié n y representaban uvas y hojas de vid. En contraste con aquellas blancas tonalidades, las otomanas y divanes eran de vivo carme­sí. Vasos de centelleante cristal de Bohemia, color rojo rubí, ornaban la chimenea, de pá lido má rmol de Paros, y grandes espejos colocados entre las ventanas multipli­caban la decoració n, toda nieve y fuego.

-Qué ordenados tiene usted estos cuartos. Mrs. Fair­fax! -dije-. ¡ Ni una mota de polvo! A no ser por el olor a cerrado, se dirí a que está n habitados continua­mente.

-Es que, Miss Eyre, aunque Mr. Rochester viene pocas veces, cuando llega lo hace siempre de improviso. Y como he observado que le disgusta mucho no encon­trar a punto las cosas, procuro tenerlo todo siempre dis­puesto por si se presenta de pronto.

-¿ Entonces Mr. Rochester es un hombre escrupulo­so, de esos que se fijan en todo?

-No, no es así, precisamente. Pero es un hombre de gustos y costumbres muy refinados y quiere que todo responda a ese modo de ser suyo.

-¿ Le aprecia usted? ¿ Le aprecia la gente en general? -Sí; su familia, aquí, ha sido siempre muy estimada. Casi todas las tierras de la vecindad, hasta donde alcan­za la vista, pertenecen a los Rochester desde tiempo in­memorial.

-Yo no me refiero a las propiedades. ¿ Le estima us­ted, aparte de eso, por sus cualidades personales? -Claro que le estimo, como es mi obligació n. Los colonos dicen, por su parte, que es un señ or justo y ge­neroso. Pero le conocen poco, porque no ha vivido apenas entre ellos.

-Me referí a má s bien a su cará cter. ¿ No tiene algú n rasgo peculiar?

-Su cará cter es irreprochable, segú n creo. Un poco raro, eso sí. Ha viajado mucho, ha visto mucho y me parece inteligente. Pero en realidad he tratado muy poco con é l.

-¿ En qué consisten sus rarezas?

-No sé en qué; no es fá cil decirlo. Pero se notan cuando se le habla. Nunca se puede saber si bromea o no, si está enfadado o contento. En fin, no se le puede comprender o, al menos, yo no le comprendo; pero por lo demá s, es un amo admirable.

Esto fue cuanto me contó la anciana respecto a nues­tro patró n. Hay personas que tienen la propiedad de no saber describir en absoluto los caracteres de las otras, y Mrs. Fairfax pertenecí a, sin duda, a esa clase de gentes. A sus ojos, el señ or Rochester no era má s que Mr. Ro­chester: esto es, un caballero y un propietario. A juicio de ella, sobraba toda otra averiguació n. Se encontraba evidentemente sorprendida de mis preguntas.

Salimos del comedor y me propuso mostrarme toda la casa. Subimos y bajamos escaleras, entramos en habita­ciones y má s habitaciones. Yo admiraba lo bien arregla­do que todo se hallaba. Los aposentos de la parte de delante eran muy espaciosos. Los cuartos del tercer piso, oscuros y bajos de techo, interesaban por su aspec­to de antigü edad. Se notaba que a medida que las modas fueron evolucionando, los muebles de los pisos principa­les habí an sido transportados al tercero. A la escasa luz que entraba por las ventanas angostas, distinguí anse ca­mas inmensas, antiguos arcones de roble o nogal con cabezas de querubes y complicados dibujos en forma de palma sobre las tapas. Junto a aquellas verdaderas reproducciones del arca judaica se veí an hileras de venera­bles sillas estrechas y de alto respaldo; escabeles má s arcaicos aú n, en cuyos respaldos tapizados quedaban vestigios de antiguos bordados hechos por dedos que ha­cí a dos generaciones se pudrí an en la sepultura.

Semejantes objetos fuera de uso daban al tercer piso de Thornfield el aspecto de una casa de antañ o o de un almacé n de reliquias. El melancó lico silencio de aquellas estancias me agradaba; pero seguro que no hubiera dor­mido tranquila en uno de los enormes lechos vací os, ce­rrados algunos, como armarios, con enormes puertas de nogal, cubiertos por antiguas cortinas a la inglesa, con extrañ os bordados que representaban no menos extra­ñ as flores, extrañ os pá jaros y otras mil y mil raras figu­ras, sin duda de aspecto temeroso por la noche, cuando las iluminase la pá lida y triste luz de la luna filtrá ndose por las ventanas.

-¿ Duermen en estos cuartos los criados? -pre­gunté.

-No. En é stos de aquí no duerme nadie. La servi­dumbre habita en otros, al extremo del pasillo. Seguro que si en Thornfield Hall hubiera un fantasma, su guari­da estarí a por estos rincones.

-Eso creo yo. ¿ No tienen ustedes fantasma? -Nadie ha oí do hablar de é l -repuso la anciana, sonriendo.

-¿ Tampoco hay leyendas que se refieran a cosas de ese estilo?

-Creo que no. Se dice que, en sus tiempos, los Ro­chester eran una raza de gentes má s bien violentas que pací ficas... Quizá sea en virtud de tal razó n por lo que duermen tranquilos en sus tumbas.

-Hartos de turbulencia, reposan tranquilos, ¿ no? -comenté -. ¿ Y adó nde me lleva usted ahora? -añ a­dí, viendo que se preparaba a salir.

-Arriba de todo. ¿ No quiere ver el panorama que se domina desde lo alto?

Subimos a los desvanes por una estrecha graderí a, y luego, siguiendo una escalera de mano y una claraboya, alcanzamos el tejado del edificio. Pude ver claramente el interior de los nidos de las aves entre las almenas. Los campos se extendí an ante nosotros: primero, la explana­da contigua a la casa; despué s, las praderas; el bosque, seco y pardo, dividido en dos por un sendero; la iglesia, el camino, las colinas... Todo ello bañ ado por la luz sua­ve de un sol otoñ al y limitado por un horizonte despeja­do y azul.

Cuando retornamos y pasamos la claraboya, me en­contré en tinieblas. El desvá n me parecí a oscuro como una mazmorra, en comparació n a la esplé ndida bó veda diá fana que un momento antes me cubrí a y bajo la que se alargaba la brillante perspectiva de praderas, campos y colinas de que Thornfield era centro.

La anciana se detuvo un momento para cerrar la cla­raboya. Mientras tanto, yo descendí la estrecha escalera que conducí a al pasillo que separaba las habitaciones delanteras y traseras del tercer piso. Era un corredor an­gosto, bajo de techo, oscuro, con só lo una ventanilla en su lejano extremo y con dos hileras de puertecillas negras a ambos lados, como los pasillos del castillo de Barba Azul.

De pronto, escuché el sonido que menos podí a figu­rarme oí r en tal lugar: una risotada. Una extrañ a risota­da, aguda, penetrante, conturbadora. Me detuve. El so­nido se repitió, primero apagado, luego convertido en una estrepitosa carcajada que despertó todos los ecos de las solitarias estancias.

Oí a Mrs. Fairfax descender las escaleras. Le pregunté: -¿ Ha oí do usted esa risa? ¿ Qué es?

-Alguna de las criadas -repuso-. Quizá Grace Poole.

-Pero, ¿ la ha oí do usted bien? -volví a preguntar. -Sí, muy bien. Es Grace. La oigo a menudo. Una de estas habitaciones es la suya. Leah está con ella a veces y cuando se hallan juntas suelen armar un alboroto que... La risa se repitió, otra vez apagada, y terminó en un curioso murmullo.

-¡ Grace! -exclamó Mrs. Fairfax.

Confieso que yo no esperaba respuesta alguna de Gra­ce, porque la risotada me parecí a tener un acento trá gi­co y sobrenatural como jamá s oyera. Aunque está bamos en pleno dí a, circunstancia poco propicia a las manifes­taciones fantasmagó ricas, yo no podí a evitar cierto te­mor. Sin embargo, pronto me convencí de que todo sen­timiento que no fuese el del asombro estaba de má s.

Se abrió la puerta má s pró xima y salió de ella una criada: una mujer de treinta a cuarenta añ os, de figura maciza, de rojos cabellos, de cara chata. Imposible ima­ginar una aparició n menos fantasmal y menos novelesca.

-No haga tanto ruido, Grace -dijo la anciana-. Recuerde mis ó rdenes.

Grace se fue sin decir palabra.

-Esta mujer ayuda a Leah en su trabajo -dijo la viuda-. En ciertos aspectos deja algo que desear, pero hace bastante bien las faenas domé sticas. Y, dí game, ¿ qué le parece su nueva discí pula?

La conversació n, así derivada hacia Adè le, continuó hasta que alcanzamos las agradables y luminosas regio­nes inferiores. Adè le, que se nos reunió en el vestí bulo, exclamó:

-La comida está en la mesa, señ oras. -Y añ adió: tengo mucho apetito...

La comida, en efecto, se hallaba ya a punto en el gabi­nete de Mrs. Fairfax.

XII

La esperanza de que mi vida transcurriese sin ulterio­res deseos de novedad, como cabí a suponer en virtud de mis primeras impresiones en Thornfield Hall, comenzó a disiparse a medida que fui adquiriendo mayor conoci­miento del lugar y sus habitantes. Y no porque me en­contrase a disgusto. Mrs. Fairfax era, como aparentaba, una mujer de plá cido cará cter y amable natural, de bas­tante educació n y mediana inteligencia. Mi discí pula era una niñ a muy viva que, por estar muy mimada, tení a a veces caprichos y antojos; pero como se hallaba entera­mente confiada a mi cuidado, sin ajenas intromisiones, pronto rectificó sus defectillos y se hizo obediente y tra­table. No tení a ni mucho talento, ni acusados rasgos de cará cter ni un especial desarrollo de sentimientos o incli­naciones que la elevasen sobre el nivel habitual de los niñ os de su edad, pero tampoco vicios o faltas peores de lo corriente. Hizo razonables progresos en sus estudios y pronto experimentó hacia mí un vivo, aunque quizá no muy profundo, afecto. Y como ella era sencilla, alegre y amiga de complacer, me inspiró la suficiente simpatí a para que las dos nos sintié ramos contentas la una de la otra.

Este lenguaje, entre paré ntesis, puede parecer tibio a aquellos que sustentan solemnes doctrinas sobre la natu­raleza angelical de los niñ os y sobre el deber de que los encargados de su educació n profesen hacia ellos un afec­to idolá trico, pero yo no escribo para adular egoí smos paternos ni para repetir tó picos. Yo sentí a solí cito in­teré s por la instrucció n y el bienestar de Adé le y ex­perimentaba sincero agradecimiento hacia la amabili­dad de Mrs. Fairfax; todo ello de modo reposado y tran­quilo.

En ocasiones, mientras Adè le jugaba con su niñ era y Mrs. Fairfax estaba ocupada en la despensa, yo salí a a dar un paseo sola. Otras veces, subí a las escaleras que conducí an al ú ltimo piso, alcanzaba el á tico y, desde arriba, contemplaba campos y colinas. Má s allá de la lí nea del horizonte existí a, segú n imaginaba, un mundo activo, ciudades, regiones llenas de vida que conocí a por referencia, pero que no habí a visto jamá s. Y sentí a en mi interior el afá n de ver todo aquello de cerca, de tratar má s gentes, de experimentar el encanto de otras perso­nas. Apreciaba cuanto habí a de bueno en Mrs. Fairfax y en Adè le, pero creí a en otra clase de bondad má s calu­rosa, má s apasionada, que deseaba conocer.

Sin duda habrá muchos que me censuren considerá n­dome una perenne descontenta. Pero yo no podí a evi­tarlo: era algo consustancial conmigo misma. Cuando sentí a con mucha intensidad aquellas impresiones, mi ú nico alivio consistí a en subir al tercer piso, pasear a lo largo del pasillo y dejar que mi imaginació n irguiese ante mí, en la soledad, un cuento maravilloso que nunca acababa: la narració n, llena de color, fuego y sensacio­nes, de la existencia que yo deseaba vivir y no viví a.

Es inú til aconsejar calma a los humanos cuando expe­rimentan esa inquietud que yo experimentaba. Si nece­sitan acció n y no la encuentran, ellos mismos la inventa­rá n. Hay millones de seres condenados a una suerte menos agradable que la mí a de aquella é poca, y esos millones viven en silenciosa protesta contra su destino. Nadie sabe cuá ntas rebeliones, aparte de las polí ticas, fermentan en los á nimos de las gentes. Se supone general­mente que las mujeres son má s tranquilas, pero la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos pien­sen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender má s de lo acos­tumbrado en su sexo.

En aquellos paseos por el tercer piso, era frecuente oí r las carcajadas de Grace Poole, que tan mal efecto me hicieran el primer dí a. A las carcajadas se uní an con frecuencia extrañ os murmullos, todaví a má s raros que su risa. Habí a dí as en que Grace permanecí a silenciosa del todo, pero otros hací a aú n má s ruido del corriente. En ocasiones yo la veí a salir o entrar en su cuarto llevando, ora una jofaina, ora una bandeja o un plato, ora (perdo­na, lector romá ntico, que te diga la verdad desnuda) un gran jarro de cerveza. Su aspecto vulgar disipaba inme­diatamente la curiosidad que sus carcajadas producí an. Intenté algunas veces entablar conversació n con ella, pero Grace parecí a persona de pocas palabras. Solí a contestarme con monosí labos que cortaban todo propó sito de seguir la charla.

Los demá s habitantes de la casa: John y su mujer, Leah la doncella y Sophie la niñ era, eran gentes corrien­tes. A veces, yo hablaba en francé s con Sophie y le hací a preguntas sobre asuntos referentes a su paí s; pero ella tení a muy escasas dotes de narradora y sus respuestas má s que animarme a continuar preguntá ndole, parecí an dichas adrede para desalentarme y confundirme.

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, Mrs. Fairfax me pidió que concediese fiesta a Adè le, alegando que hací a frí o. La niñ era secundó la petició n con energí a y yo, recordando lo preciosas que en mi infancia fueran las fiestas para mí, resolví compla­cerlas. El dí a, aunque frí o, era despejado y sereno. Fati­gada de haber pasado la mañ ana entera en la biblioteca, aproveché con gusto la circunstancia de que el ama de llaves hubiese escrito una carta, para ofrecerme a llevar­la a Hay al correo. Me puse el sombrero y el abrigo y me preparé a salir. Las dos millas de distancia se presentaban como un agradable paseo invernal. Adè le quedó senta­da en su sillita en el gabinete de Mrs. Fairfax. Le entre­gué su mejor muñ eca (habitualmente guardada en un cajó n y envuelta en papel plata), le ofrecí un libro de cuentos, respondí con un beso a su «Vuelva pronto, mi buena amiga Miss Jane», y emprendí la marcha.

El suelo estaba endurecido, el aire en calma y el cami­no solitario. Anduve primero de prisa para entrar en - calor, y luego comencé a caminar má s lentamente, para gozar mejor el placer del paseo. Daban las tres de la tarde cuando pasé junto al campanario de la iglesia. Un sol pá lido y suave iluminaba el paisaje. De allí a Thorn­field habí a una milla de distancia por un sendero cuyos bordes engalanaban en verano rosas silvestres, avellanas y zarzamoras en otoñ o y escaramujos y acerolas en in­vierno; pero cuyo mayor encanto, de todos modos, consistí a en su silencio y su soledad. A ambos lados exten­dí anse los campos desiertos.

A mitad de camino, me senté junto a la puertecilla de una valí a. Envuelta en mi manteleta y con las manos en el manguito, no sentí a frí o, a pesar de la fuerte helada que habí a congelado el arroyito que corrí a por el centro del camino.

Desde mi asiento se distinguí a, hacia el Oeste, la mole de Thonrfield Hall, cuyas almenas se recortaban bajo el cielo. Contemplé el edificio hasta que el sol se hundió entre los á rboles. Entonces volví mi mirada hacia el Este.

Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pá lida aú n como una ligera nube. De las chimeneas de Hay, medio oculto entre los á rboles a una milla de dis­tancia, salí a un humo azul. Ningú n ruido delatador de vida llegaba desde el pueblecillo, pero mi oí do percibí a el ru­mor de los arroyuelos en las laderas, argentinos los má s cercanos, tenues como un murmullo los má s remotos.

Un bronco rumor de fuertes pisadas rompió el encan­to de aquellos dulces rumores, como en una pintura el negro perfil de un roble o de un peñ asco colocado en primer té rmino rompe la armoní a de los azules montes lejanos, de los suaves horizontes... Era evidente que un caballo galopaba por el camino.

En aquella é poca yo era joven y toda clase de fanta­sí as, ora brillantes, ora lú gubres poblaban mi mente: los recuerdos de los cuentos que me contaban de niñ a, y a los que la juventud añ adiera renovados vigor y colores. Mientras procuraba distinguir entre la penumbra la apa­rició n del caballo, evocaba ciertas historias de Bessie en las que figuraba un espí ritu de los paí ses del Norte de Inglaterra, el Gytrash, que en forma de caballo, mula o perro gigantesco, recorrí a los caminos solitarios y asalta­ba a los viajeros.

Antes de ver el caballo, distinguí entre los á rboles un enorme perro a manchas blancas y negras, fiel reproduc­ció n del Gytrash de Bessie, pero al aparecer el corcel, que iba montado por un hombre, el hechizo se disipó. Nadie montaba nunca el Gytrash, é ste andaba siempre só lo y, en fin, segú n mis referencias, los duendes muy rara vez adoptaban la forma humana. No se trataba, pues, de duende alguno, sino de algú n viajero que por el atajo se dirigí a a Millcote. Pasó ante mí y yo dejé de mirarle, mas a los pocos instantes oí un juramento y el ruido de una caí da. El animal habí a resbalado en el hielo que cubrí a el camino y hombre y caballo se habí an des­plomado en tierra. El perro acudió corriendo y, viendo a su amo en el suelo y oyendo relinchar al caballo, comen­zó a ladrar con tal fuerza, que todos los á mbitos del ho­rizonte resonaron con sus ladridos. Giró alrededor del grupo de los dos caí dos y luego se dirigió hacia mí, como ú nica ayuda que veí a a mano. Era todo lo que é l podí a hacer. Yo, atendiendo su tá cita invitació n, me dirigí ha­cia el viajero, que en aquel momento luchaba por de­sembarazarse del estribo. Se moví a con tanto vigor, que supuse que no se habí a lesionado mucho, pero no obs­tante, le pregunté:

-¿ Se ha hecho dañ o?

Me pareció que juraba de nuevo, aunque no puedo asegurarlo. De todos modos, es indudable que proferí a para sí algunas palabras que le impedí an contestarme. -¿ Puedo ayudarle en algo? -continué. -Quitá ndose de en medio - contestó.

Lo hice así y é l comenzó a tratar de incorporarse, pri­mero sobre sus rodillas y luego sobre sus pies. Fue una tarea larga y trabajosa, acompañ ada de tales ladridos del can, que me hicieron apartarme a unas varas má s de distancia, aunque no me fui hasta asistir al desenlace del suceso. Todo concluyó bien, el caballo se incorporó y un ené rgico: «¡ Calla, Piloto! » hizo enmudecer al perro. El viajero entonces se palpó pies y piernas, como para cer­ciorarse de si se habí an roto algo o no, y alguna novedad debió de encontrar, porque se acercó a la valla junto a la que yo estuviera sentada y se sentó, a su vez.

Pensando que podrí a serle ú til, me aproximé:

-Si se ha lastimado y necesita ayuda, puedo ir a bus­car a alguien a Hay o a Thornfield Hall.

-Gracias. Yo mismo iré. No hay nada roto: es una simple dislocació n.

Y se puso en pie de nuevo, pero no pudo reprimir un involuntario «¡ ay! ».

A la ú ltima claridad del dí a y a la primera de la Luna, pude examinar a aquel hombre. Bajo el gabá n que ves­tí a podí a apreciarse la vigorosa complexió n de su cuerpo. Tení a el rostro moreno, los rasgos acusados y las cejas espesas. Debí a de contar unos treinta y cinco añ os. De haberse tratado de un joven arrogante, no hubiera sido yo quien le preguntara contra su deseo ni quien le hubiese ofrecido servicios que no me pedí a. Yo habí a visto raras veces jó venes guapos, y nunca habí a hablado a ninguno. Experimentaba una admiració n teó rica por la belleza, la fascinació n y la elegancia, pero reconocí a las escasas probabilidades de que un hombre que reu­niese tales dotes me mirase con agrado sin ulterior mal pensamiento. Así, pues, si aquel viajero me hubiera contestado amablemente, si hubiese recibido con agra­decimiento o declinado con amabilidad la oferta de mis servicios, seguramente yo me habrí a apresurado a ale­jarme. Pero su aspereza me hací a sentirme segura, y por ello, en vez de marcharme, insistí:

-No le dejaré solo, señ or, en esa forma y en este camino solitario, hasta que no le vea montado.

Me miró.

-Creo que lo que debí a usted hacer –repuso ­es estar ya en su casa, si la tiene. ¿ De dó nde viene usted?

-De allá arriba. No me da miedo caminar a la luz de la luna. Si lo desea, iré a Hay a buscar ayuda para usted; precisamente iba allí a echar una carta.

-Entonces, ¿ vive en esa casa? -dijo, señ alando a Thornfield Hall, cuya masa oscura, iluminada por la Luna, se destacaba entre los á rboles.

-Sí, señ or.

-¿ De quié n es esa casa? -De Mr. Rochester. -¿ No le ha visto usted nunca? -No.

-¿ Ni sabe dó nde está? Usted no es, desde luego, una criada... -dijo.

-No.

Lanzó una ojeada a mis vestidos, tan sencillos como siempre; un abrigo negro y un sombrero negro, no muy elegantes. Pareció quedar perplejo. Yo le ayudé a comprender:

-Soy la institutriz.

-¡ La institutriz! ¡ El diablo me lleve si no me habí a olvidado de...! ¡ La institutriz!

Volvió a examinarme con la mirada. Luego comenzó a andar, dando evidentes muestras de que sentí a fuertes dolores.

-Si es usted tan amable -dijo-, puede auxiliarme. ¿ No lleva usted paraguas? Me servirí a como bastó n. -No.

-Bien: coja las bridas del caballo y há gale acercarse. No tenga miedo.

De haber estado sola, no me hubiera, en efecto, atre­vido, pero no obstante le obedecí. Dejé mi manguito en la valla y me aproximé al caballo. Mas é ste se empeñ aba en no dejarme coger las bridas. En vano traté de alcan­zar su cabeza, haciendo repetidos esfuerzos y con mucho miedo de sufrir una coz. El viajero me miraba atenta­mente y al fin rompió a reí r.

-Veo -murmuró - que, puesto que la montañ a no viene al profeta, es el profeta quien debe ir a la monta­ñ a. No tengo má s remedio que rogarla que se aproxime. Me acerqué.

-Perdó neme -continuó - si me veo obligado a uti­lizar sus servicios.

Apoyó su pesada mano en mi hombro y en tal forma llegó hasta su caballo. Empuñ ó la brida y, con un esfuer­zo, montó. Al realizarlo, hizo una mueca: debí a dolerle mucho el pie dislocado.

-Le ruego que me dé el lá tigo -dijo-. Lo he deja­do en la cuneta.

Lo busqué y lo encontré.

-Gracias. Ahora vaya a Hay a depositar su carta y vuelva lo antes que pueda.

Espoleó al caballo y partió. El perro se lanzó en pos suyo y los tres se desvanecieron:

como un arbusto que arranca el huracá n de la estepa...

Cogí mi manguito y me puse en marcha. El incidente habí a pasado ya para mí. Aunque poco novelesco y nada importante, habí a significado, sin embargo, un cambio, aunque breve, en mi monó tona vida. Mi ayuda habí a sido solicitada y ú til y me alegraba de haberla podido prestar. Por trivial que aquel hecho pareciese, daba al­guna actividad a mi pasiva existencia, era un cuadro má s introducido en el museo de mi memoria, y un cuadro diferente a los habituales, porque su protagonista era varó n, fuerte y moreno. Creí a verle aú n cuando deposi­té mi carta en Hay y mientras regresaba a casa rá pida­mente. En el punto donde estuviera sentada, me detuve un instante, como esperando oí r otra vez el ruido de los cascos de un caballo y ver aparecer a un jinete y un pe­rro de Terranova aná logo al Gytrash de los cuentos de Bessie. Pero ante mí só lo se distinguí a un sauce ilumina­do por la luna y no se oí a má s que el rumor del viento entre los á rboles. Despué s dirigí mi mirada a Thornfield, vi brillar una luz en una ventana y, comprendiendo que era tarde, apresuré el paso.

No me era muy grato entrar allí de nuevo. Cruzar el umbral significaba volver al ambiente muerto, atravesar el vestí bulo silencioso, ascender la oscura escalera y pa­sar la larga velada de invierno con la tranquila Mrs. Fairfax, volviendo a adormecer mis sensaciones en la apagada existencia cuya tranquilidad y holgura yo no apreciaba ya en cuanto valí an. En aquella é poca me hu­biera agradado ser arrastrada por las tormentas y azares de una vida de luchas lejos de la serena calma en que viví a, sentimiento muy parecido al de quien, cansado de estar mucho tiempo sentado en una silla demasiado có moda, desea levantarse y dar un largo paseo.

Me detuve ante la verja, me detuve ante el edificio, me detuve en el umbral, cuyas puertas vidrieras estaban cerradas. Mi alma y mis ojos se alejaban de aquella casa gris para dirigirse al cielo que sobre mí se extendí a, como un inmenso mar azul salpicado de nubes. La luna ascendí a majestuosamente hacia el cenit y la contempla­ció n de las temblorosas estrellas que brillaban en el infi­nito espacio hací a palpitar mi corazó n y aceleraba el rit­mo de mis venas. Pero siempre surgen pequeñ os detalles que nos llaman a la realidad, y a mí me bastó oí r sonar el reloj del vestí bulo para, olvidá ndome de luna y estrellas, abrir la puerta y entrar en la casa.

El vestí bulo no estaba oscuro como de costumbre. Lo iluminaba profusa luz que salí a del comedor, cuya puer­ta estaba abierta, dejando ver el fuego encendido y una deslumbrante exhibició n de mantelerí as y vajillas. Varias personas se hallaban junto a la chimenea y diversas voces mezclaban sus tonos. Pero apenas habí a tenido tiempo de darme cuenta de ello y, antes de que pudiera asegurarme de que una de las voces era la de Adè le, la puerta se cerró bruscamente.

Me dirigí al cuarto de Mrs. Fairfax. El fuego estaba encendido, pero no la luz. Mrs. Fairfax no estaba. En su lugar vi, tendido en la alfombra y mirando con gravedad la llama, un perro negro y blanco como el Gytrash del cami­no. Tanto me satisfizo verle, que me adelanté y exclamé: -¡ Piloto!

Se acercó a mí y comenzó a hacerme fiestas. Le acari­cié y movió la cola. Me desconcertaba el pensar có mo habí a penetrado hasta allí solo, y tanto por averiguarlo como por pedir luz, toqué la campanilla. Acudió Leah. -¿ Por qué está aquí este perro?

-Ha venido con el amo. -¿ Con quié n?

-Con el amo, con Mr. Rochester. Ha llegado hace poco.

-¡ Ah! ¿ Y Mrs. Fairfax está con é l?

-Sí, y tambié n la señ orita Adè le, John ha ido a bus­car al mé dico. El señ or se ha caí do del caballo y se ha dislocado un tobillo.

-¿ Cayó en el camino de Hay? -Sí; resbaló en el hielo.

-Ya. Trá igame luz. Leah, haga el favor.

Lea trajo una bují a y tras Lea llegó Mrs. Fairfax, quien me dio las mismas noticias, añ adiendo que el doc­tor Carter se habí a presentado ya y estaba con Mr. Ro­chester. Luego dio ordenes para preparar el té. Yo me fui a mi habitació n a quitarme el abrigo.

 

XIII

Por prescripció n del mé dico, Mr. Rochester se acostó temprano aquella noche y se levantó tarde a la mañ ana siguiente. Cuando estuvo vestido, hubo de atender a su administrador y a algunos de sus colonos, que le esperaban.

Adè le y yo evacuamos la biblioteca, que habí a de servir de sala de recepció n de los visitantes. Habí a un buen fuego encendido en un cuarto del primer piso y yo llevé allí los libros y lo arreglé para servir de estancia de estudio.

Thornfield Hall habí a cambiado. Su habitual silencio, casi de iglesia, habí a desaparecido. Constantemente llama­ban a la puerta, sentí ase sonar la campanilla, muchas perso­nas atravesaban el vestí bulo y oí ase hablar a varias a la vez. Si aquella racha de vida del mundo que me era desconocido y que acababa de entrar en la casa se debí a al amo, me pareció que su presencia era preferible a su ausencia.

Adè le aquel dí a no estaba en disposició n de estudiar. Con cualquier pretexto querí a salir del cuarto y bajar las escaleras, a fin, como era notorio, de presentarse en la biblioteca, donde yo sabí a que su presencia no era nece­saria. Cuando lograba hacerla volver a sentarse, la niñ a hablaba incesantemente de su «amigo Edward Fairfax de Rochester», como ella le llamaba (yo ignoré hasta en­tonces el nombre de pila del dueñ o de la casa), y se entre­gaba a conjeturas sobre los regalos que le habrí a traí do, ya que é l, segú n parecí a, al ordenar que se fuese a buscar su equipaje a Millcote, habí a hablado de cierta cajita cuyo contenido debí a de interesar mucho a la pequeñ a.

-Y eso debe significar -decí a- que contiene un re­galo para mí y acaso para usted, señ orita. Mr. Rochester ha hablado de usted; me ha preguntado el nombre de mi institutriz y me dijo que si no era una mujer pá lida y delgada. Me ha dicho que sí...

Comí con mi discí pula, como de costumbre, en el ga­binete del ama de llaves. Pasamos la tarde, frí a y desa­pacible, en el cuarto de estudios. Al ponerse el sol, permití a Adè le dejar los libros y bajar, ya que, por el rela­tivo silencio que reinaba, cabí a conjeturar que Mr. Ro­chester estaba libre ya. Una vez sola, me acerqué a la ventana. No se veí a nada. Caí an constantemente copos de nieve cubriendo el suelo. Corrí la cortina y me acer­qué al fuego.

Habí a comenzado a trazar en la ceniza de los bordes la reproducció n del castillo de Heidelberg, que recorda­ba haber visto en alguna parte, cuando entró el ama de llaves, arrancá ndome bruscamente a mis pensamientos.

-A Mr. Rochester le agradarí a que usted y su discí ­pula bajasen a tomar el té con é l en el comedor. Ha estado tan atareado todo el dí a, que no ha podido ocu­parse de usted hasta ahora.

-¿ A qué hora toma el té? -pregunté.

-A las seis. Creo que serí a mejor que cambiase usted de vestido. Yo iré con usted... Tome una luz.

-¿ Es necesario que me cambie de ropa?

-Sí, vale má s. Yo siempre me visto por las noches cuando está el señ or.

Aquella ceremoniosidad me pareció demasiado so­lemne, pero no obstante, fui a mi habitació n y, con la ayuda de la señ ora Fairfax, cambié mi vestido negro de tela ordinaria por otro de seda negra, ú nico repuesto de mi guardarropa, a má s de un tercer vestido gris que, a travé s de los conceptos adquiridos en Lowood sobre el vestuario, me parecí a que só lo debí a usar en señ aladí si­mas ocasiones.

-Necesita usted un prendedor-dijo el ama de llaves. Me puse un pequeñ o adorno de perlas que me habí a regalado Miss Temple y bajamos. Poco acostumbrada como estaba a tratar con gentes desconocidas, la invita­ció n de Mr. Rochester era má s un disgusto que otra cosa para mí. Precedida de Mrs. Fairfax entré en el comedor. En la mesa ardí an dos velas de cera y otras dos en la chimenea. Piloto estaba tendido junto a la lumbre y Adè le arrodillada a su lado. Mr. Rochester yací a medio tendido sobre unos cojines, con el pie encima de un almohadó n. Reconocí a mi viajero, con sus espesas cejas y su cabeza cuadrada, que parecí a má s cuadrada aú n por la forma en que llevaba cortado su negro cabello. Reconocí su ené rgica nariz, con sus amplias aletas que, a mi en­tender, denotaban un temperamento colé rico; su boca, tan fea como su barbilla y su mandí bula; su torso, que ahora, despojado del abrigo, me pareció tan cuadrado como su cabeza. Creo, con todo, que tení a buena figura, en el sentido atlé tico de la palabra, aunque no era ni alto ni gallardo.

Mr. Rochester notó, sin duda, que entrá bamos, pero no lo delató por movimiento alguno.

-Aquí está la señ orita Eyre, señ or -dijo el ama de llaves con su habitual placidez.

É l se inclinó, pero no separó los ojos del grupo que formaban el perro y la niñ a.

-Que se siente -dijo-. ¿ Qué diablos me importa que esa señ orita esté aquí o no?

Me sentí a mis anchas. Un acogimiento corté s me ha­brí a turbado seguramente, porque yo no hubiera sabido corresponder con adecuada gentileza. Por el contrario, semejante recepció n me dejaba en libertad de proceder como quisiera. Ademá s, aquella rudeza me resultaba in­teresante.

Rochester permanecí a tan mudo e inmó vil como una estatua. Mrs. Fairfax, pensando, sin duda, que convení a que alguien entre nosotros se mostrara atento, tomó la palabra. Con su amabilidad habitual, comenzó por con­dolerse de lo atareado que su señ or habí a estado durante todo el dí a y de las molestias que debí a causarle la dislo­cació n, y concluyó recomendá ndole calma y paciencia.

-Quiero el té, señ ora -dijo é l por toda respuesta. La anciana tocó la campanilla y, en cuanto trajeron el servicio, procedió a distribuir rá pidamente tazas y cu­charas. Adè le se sentó a la mesa, pero Rochester no abandonó su lugar.

-¿ Quiere usted alcanzar la taza al señ or? -me pre­guntó Mrs. Fairfax-. Adela quizá la dejase caer.

Hice lo que me pedí a. Cuando é l cogió la taza, Adè le, juzgando sin duda oportuno el momento para intervenir en mi favor, exclamó:

-¿ Verdad, señ or, que hay un regalo para Miss Eyre en esa cajita?

-¿ Qué dices? -gruñ ó é l-. ¿ Esperaba usted algú n regalo, Miss Eyre? ¿ Le gustan los regalos?

Y me contempló con sus ojos duros y penetrantes. -No sé, señ or. Tengo poca costumbre de recibirlos. La opinió n general es que son cosas agradables.

-Yo no hablo de la opinió n general. Digo si le gustan a usted.

-Hay que pensarlo antes de contestar, señ or. Acep­tar un regalo puede ser tomado en muchos sentidos, y han de considerarse todos antes de opinar.

-Veo que es usted menos sencilla que Adè le. Ella, en cuanto me ve, me pide un regalo a gritos, mientras que usted, en cambio, filosofa sobre el asunto.

-Porque yo tengo con usted menos confianza que Adè le. Ella está acostumbrada a que usted le compre juguetes, pero yo soy una extrañ a para usted y no tengo el mismo derecho.

-Dé jese de modestias. He examinado a Adè le y he comprendido que se ha preocupado usted mucho de ella, porque la niñ a no tiene gran talento y, sin embargo, en poco tiempo ha progresado mucho.

-Ya me ha dado usted mi regalo, señ or. Para una maestra nada hay má s halagador que oí r elogiar los pro­gresos de su discí pula.

-¡ Hum! -murmuró Rochester. Y bebió su té en silencio.

-Acé rquese al fuego-dijo despué s, mientras el ama de llaves se sentaba en un rincó n a hacer calceta. Adè le me habí a cogido de la mano y me hací a girar por la estancia, mostrá ndome las consolas y cuanto ha­bí a digno de verse. Al oí rle, le obedecimos. Adè le pre­tendió sentarse en mis rodillas, pero se le ordenó que fuese a jugar con Piloto.

-¿ Vive usted en mi casa hace tres meses? -Sí, señ or.

-¿ De dó nde vino usted?

-Del colegio de Lowood, en el condado de... -¡ Ah, sí! Una institució n bené fica. ¿ Cuá nto tiempo ha pasado usted allí?

-Ocho añ os.

-¡ Debe usted ser persona de mucho aguante para ha­ber soportado ocho añ os de esa vida! No me extrañ a que tenga usted la mirada de un ser del otro mundo. Cuando la encontré anoche en el camino me pareció uno de esos seres fantá sticos que figuran en los cuentos y temí que me hubiera embrujado el caballo. Aú n no estoy seguro de lo contrario... ¿ Tiene usted padres?

-No.

-¿ Ni se acuerda de ellos? -No.

-Ya me lo figuraba. ¿ Y a quié n esperaba usted sen­tada en el borde del camino? ¿ A su gente?

-¿ Có mo?

-Quiero decir si esperaba a los enanos del bosque. Se me figura que, como castigo a haber roto uno de sus cí rculos má gicos, puso usted en el camino aquel conde­nado hielo.

Moví la cabeza.

-Los enanos del bosque -dije hablando con tanta seriedad aparente como é l- abandonaron Inglaterra hace má s de cien añ os. Y ni siquiera en el camino de Hay ni en los campos pró ximos he podido encontrar ras­tros de ninguno. Nunca volverá n a danzar en las noches de verano ni bajo la frí a luna de invierno...

Mrs. Fairfax, arqueando las cejas, mostró el asombro que le producí a tan extravagante conversació n. -Bueno -repuso Mr. Rochester-. Supongo que al menos tendrá usted tí os o tí as.

-Nunca los he visto. -¿ Ni en su casa? -No tengo casa.

-¿ Y sus hermanos? -No tengo hermanos. -¿ Quié n la recomendó aquí?

-Me anuncié y Mrs. Fairfax contestó a mi anuncio. -Sí -dijo la buena señ ora-, y doy gracias al cielo por el acierto que tuve. Miss Eyre ha sido una gran compañ era para mí y una bondadosa y ú til profesora para Adè le. -No haga el artí culo -replicó Mr. Rochester-. Los elogios no son mi fuerte. Yo sé juzgar por mí mismo. Y lo primero que esta señ orita me ha hecho es motivar una caí da de mi caballo.

-¡ Oh, señ or! -dijo Mrs. Fairfax. -Esta dislocació n se la debo a ella. La viuda pareció turbada.

-¿ No ha vivido usted nunca en una ciudad, señ orita? -No, señ or.

-¿ Ha tratado mucha gente?

-Con nadie má s que con las condiscí pulas y profeso­res de Lowood y ahora con los habitantes de Thornfield. -¿ Ha leí do usted mucho?

-Los libros que he encontrado a mi alcance, que no han sido demasiados.

-Veo que ha vivido usted como una monja, no cabe duda... Creo que el director de ese colegio es un tal Brocklehurst, un clé rigo, ¿ no?

-Sí, señ or.

-Y supongo que ustedes sentirí an hacia su director la estimació n de las religiosas de un convento hacia su ca­pellá n, ¿ no?

-No.

-¿ Có mo que no? ¡ Una novicia que no estima a su sacerdote! Eso es casi una impiedad...

-Yo no estimo a Mr. Brocklehurst, ni soy la ú nica que tiene tal opinió n. Es un hombre duro, mezquino, que hací a que nos cortasen los cabellos y nos escatimaba el hilo y las agujas.

-¡ Qué modo tan equivocado de entender la econo­mí a! -intervino Mrs. Fairfax.

-¿ Es é se todo el motivo de disgusto que tiene usted con é l? -preguntó Mr. Rochester.

-Nos mataba de hambre cuando estaba a su cargo la organizació n de las comidas, antes de que se nombrase un patronato. Una vez a la semana nos fatigaba con lar­guí simas lecturas y todas las noches nos hací a leer libros sobre la muerte repentina y el Juicio Final, que nos ha­cí an acostarnos despavoridas...

-¿ Qué edad tení a usted cuando ingresó en Lowood? -Diez añ os.

-Entonces, ahora cuenta dieciocho, ¿ verdad? Asentí.

-La aritmé tica es ú til a veces; sin ella, yo no habrí a podido ahora adivinar su edad. Es cosa difí cil de pre­cisar en ciertos casos... Y ¿ qué aprendió usted en Lowood? ¿ Sabe usted tocar?

-Un poco.

-Ya; é sa es la respuesta de rigor. Vaya usted a la biblioteca... bien: quiero decir que haga el favor de ir a la biblioteca. Dispense mi modo de hablar. Estoy acos­tumbrado a decir que se haga esto o lo otro y a ser obe­decido, y no voy a violentar mis costumbres por usted. Vaya, pues, a la biblioteca, alú mbrese con una vela y toque una pieza al piano.

Obedecí sus indicaciones.

-¡ Basta! -gritó al cabo de algunos minutos-. Toca usted un poco, ya lo veo... Como otras muchas chicas de los colegios, y hasta mejor que alguna, pero no bien.

Cerré el piano y volví. Mr. Rochester continuó: -Adè le me ha enseñ ado esta mañ ana unos dibujos de usted, segú n ella dice. Pero supongo que estará n he­chos con la ayuda de algú n profesor.

-No -me apresuré a decir.

-Veo que tiene usted cierto orgullo. Bueno: trá iga­me su á lbum de dibujos y ensé ñ emelos, pero só lo en el caso de que sean auté nticamente suyos. A mí no logrará usted engañ arme. Soy perito en la materia.

-Entonces no diré nada, para que usted juzgue por sí mismo. Fui a buscar el á lbum y lo llevé.

Adè le y Mrs. Fairfax se aproximaron para ver mis dibujos y pinturas.

-Esperen -dijo Rochester-. Cuando yo concluya, lo cogen ustedes. Entretanto, no se echen encima. Examinó cuidadosamente mis trabajos, apartó tres y separó los demá s.

-Llé veselos a otra mesa, Mrs. Fairfax—dijo-, y vé an­los usted y Adè le. Y usted -agregó dirigié ndose a mí -, sié ntese y conteste a mis preguntas. Ya veo que estos trabajos son de una misma mano. Esa mano, ¿ es la suya?

-Sí.

-¿ Cuá ndo los hizo? Deben de haberle costado mu­cho tiempo.

-Los dibujé en mis dos ú ltimas vacaciones de Lo­wood. ¡ Có mo no tení a nada que hacer!

-¿ De dó nde los ha copiado usted? -Los he sacado de mi cabeza.

-¿ De esa cabeza que veo sobre sus hombros? -Sí, señ or.

-¿ Y queda algo parecido dentro de ella?

-Creo que sí, y hasta pudiera ser que quedase algo mejor.

El se abstrajo de nuevo en la contemplació n de los trabajos.

-¿ Se sentí a usted feliz cuando los hací a? -dijo al fin.

-Sí, señ or. El pintar o dibujar ha sido una de las po­cas alegrí as que yo he tenido en el mundo.

-Eso no es mucho decir. Sus placeres, segú n usted misma afirma, no han sido muy abundantes. Pero se me figura que se extasiaba usted mientras daba a sus pintu­ras estos extrañ os matices que emplea. ¿ Trabajaba en ello muchas horas al dí a?

-Como no tení a nada que hacer por estar en vacacio­nes, trabajaba de sol a sol, y como los dí as eran largos, disponí a de mucho tiempo.

-¿ Y está usted satisfecha del resultado de sus es­fuerzos

-No. Me atormenta mucho la diferencia que existe entre lo que sueñ o hacer y lo que hago. Siempre imagino hacer cosas que me resultan imposibles.

-No del todo. Usted ha creado una sombra de lo que soñ aba. Si no es usted una artista en plena madurez, al menos lo que ha hecho es extraordinario para una esco­lar. Hay detalles que debe de haber visto en sus sue­ñ os... Por ejemplo: ¿ dó nde puede usted, si no, haber visto Patmos?... Porque esto es Patmos... En fin, llé vese todo esto.

Apenas habí a comenzado a colocar mis trabajos en el á lbum, cuando Rochester miró al reloj y dijo brusca­mente:

-Son las nueve. ¿ Có mo está Adè le levantada aú n?... Acué stela, señ orita.

Adè le fue a besarle antes de salir. É l recibió la caricia, pero la correspondió con menos afecto que lo hubiera hecho con el perro.

-Buenas noches -nos dijo, señ alando la puerta con un ademá n, como si, ya cansado de nosotras, nos despi­diese.

Mrs. Fairfax recogió su labor, yo mi á lbum, nos des­pedimos de Mr. Rochester, que nos correspondió frí a­mente, y nos retiramos.

-No me habí a usted hablado de que Mr. Rochester fuera tan especial -dije a Mrs. Fairfax despué s de que hubimos acostado a la niñ a.

-¿ Y lo es?

-Sí. Es muy brusco y muy voluble.

-Sin duda parece algo raro, pero yo estoy acostumbra­da a su cará cter y nunca pienso en eso. Puesto que tiene un temperamento especial, es preciso seguirle la corriente. -¿ Por qué?

-En parte, porque su naturaleza sufre y es imposible contrariar la propia naturaleza, y luego porque preocupaciones, penas...

-¿ Acerca de qué?

-De disgustos familiares, o cosa parecida. -¿ Tiene familia?

-Ahora no, pero antes sí. Hace pocos añ os que mu­rió su hermano mayor.

-¿ Su hermano mayor?

-Sí. El actual Mr. Rochester no ha sido siempre due­ñ o de esta propiedad. Só lo hace nueve añ os que lo es. -Yo creo que nueve añ os es tiempo suficiente para consolarse de la pé rdida de un hermano.

-Quizá no. Yo creo que entre ellos hubo disgustos. Mr. Rochester no fue justo con Mr. Edward y puede ser que hasta procurase predisponer a su padre contra é ste. El padre amaba mucho el dinero y deseaba que las pro­piedades de la familia estuviesen reunidas en una sola mano. No deseaba dividir las tierras y, en consecuencia, Mr. Rowland y su padre realizaron, al parecer, algunas maniobras que dejaban a Mr. Edward en una situació n penosa... No sé exactamente cuá l, pero sí sé que era muy desagradable, que produjo no pocos disgustos y que hizo padecer mucho a Mr. Edward. Como no es hombre que perdone fá cilmente, rompió con su familia y durante muchos añ os llevó una vida errante. Desde que, por muerte de su hermano, entró en posesió n de la herencia, no ha pasado aquí nunca quince dí as seguidos. No me extrañ a, en el fondo, que huya de esta casa.

-¿ Por qué?

-Porque tiene recuerdos sombrí os para é l.

Me hubiese agradado pedir algunas explicaciones, pero Mrs. Fairfax no querí a o no podí a darme detalles má s explí citos sobre la naturaleza de las preocupaciones de Mr. Rochester. Acaso fuesen un misterio para ella misma y no supiese sino lo que le permití an imaginar sus conjeturas. En cualquier caso, como era evidente que deseaba cambiar de conversació n, hice por mi parte lo mismo.

 

XIV

Durante los dí as siguientes vi pocas veces a Mr. Ro­chester. Por las mañ anas estaba muy ocupado en sus asuntos y por la tarde le visitaban personas de Millcote o de las cercaní as, las cuales, en ocasiones, comí an con é l. Cuando se repuso de la dislocació n, solí a salir mucho a caballo, seguramente para devolver aquellas visitas, y no volví a hasta muy entrada la noche.

En aquel perí odo, aunque Adè le solí a ir a verle con frecuencia, todas mis relaciones con é l se redujeron a encuentros casuales, en el vestí bulo, la escalera o la ga­lerí a. En esas ocasiones, é l me saludaba con una frí a mirada y una distraí da inclinació n de cabeza, o bien con una sonrisa amable. Sus cambios de cará cter no me mo­lestaban, ya que era evidente que dependí an de causas que para nada se referí an a mí.

Un dí a que estaba comiendo con varios invitados pi­dió mi á lbum, sin duda para que lo viesen. Aquellos ca­balleros se marcharon pronto, a fin de asistir a una reu­nió n en Millcote, pero é l no les acompañ ó. A poco de haberse ido sus invitados, tocó la campanilla y ordenó que bajá semos Adè le y yo. Arreglé un poco a la niñ a. Yo no tuve que arreglarme, ya que mi vestimenta cuá ­quera, por lo lisa y rasa, no permití a casi desarreglo al­guno. Adè le pensó en seguida si habrí a llegado su petit coffre que, por no sé qué confusió n, sufriera un atraso de varios dí as. En cuanto entró en el comedor, vio una cajita de cartó n sobre la mesa y se alborozó, como si conociera por instinto de lo que se trataba.

-¡ Mi caja, mi caja! -exclamó, precipitá ndose ha­cia ella.

-Sí: tu caja... Llé vatela a un rincó n y á brela. ¡ Se ve que eres una auté ntica parisiense! -dijo la grave y sar­cá stica voz de Mr. Rochester, surgiendo de las profundi­dades de una inmensa butaca en que se hallaba hundido, al lado del fuego-. Pero no vayas dá ndonos noticias de tu operació n anató mica a medida que investigues en las entrañ as de la caja. Hazlo en silencio; tiens-toi tranqui­lle, enfant, comprends-tu?

Adè le se habí a retirado a un sofá con su tesoro y se afanaba en soltar la cuerda que lo sujetaba. Habiendo eliminado tal obstá culo y hallado ciertos objetos envuel­tos en papel transparente, se limitó a exclamar:

-¡ Oh, qué bonito!

Y permaneció absorta en una extá tica contemplació n. -¿ Y Miss Eyre? -preguntó el amo, semiincorporá n­dose en su silló n y mirando hacia la puerta, donde yo me hallaba-. Bien, pase y sié ntese -continuó, al verme, aproximando una silla a la suya-. No me gusta la charla de los niñ os. Soy un solteró n y ningú n recuerdo grato me producen las cosas infantiles. Me serí a imposible pasar toda la velada té te-à -té te con un chiquillo. Digo lo mismo respecto a las viejas, pese a lo que aprecio a la señ ora Fairfax. Miss Eyre: sié ntese precisamente donde le he señ alado... Quiero decir, si gusta... ¡ El demonio se lleve esos miramientos tontos! Siempre me olvido de ellos.

Tocó la campanilla y encargó que invitasen a acudir a Mrs. Fairfax, la cual se presentó con su cesto de labor, como de costumbre.

-Buenas noches, señ ora. He prohibido a Adè le que me hable a propó sito de los regalos. Le ruego que me sustituya en la tarea de atenderla y de conversar sobre ese tema. Con ello hará usted una obra de caridad.

Adè le en efecto, apenas vio al ama de llaves, la con­dujo al sofá en seguida y colmó su falda con las porcela­nas y marfiles de que estaban hechos los regalos, entre­gá ndose a explicaciones y arrebatos de jú bilo tan vehe­mentes como se lo permití a su escaso dominio del inglé s.

-Ya he cumplido mis deberes de anfitrió n dando a mis hué spedes ocasió n de divertirse el uno al otro -dijo Rochester- y quedo, pues, en libertad de divertirme yo. Señ orita: haga el favor de aproximarse má s al fuego. Desde aquí no puedo verla sin abandonar la có moda posi­ció n en que estoy sentado, y no tengo ganas de hacer tal cosa.

Hice lo que me decí a, aunque hubiera preferido per­manecer má s en la sombra. Pero Mr. Rochester tení a un modo de dar ó rdenes que obligaba a obedecerle sin dis­cusió n posible.

Está bamos en el comedor. Las luces, encendidas para la comida, seguí an inundando la estancia con su clari­dad. El rojo fuego ardí a alegremente y los cortinajes de pú rpura pendí an, ricos y amplios, de los altos ventanales y el elevado arco de acceso. Todo estaba en silencio, y só lo se oí an el cuchicheo de Adè le, que no se atreví a a hablar alto, y el batir de la lluvia invernal en los cris­tales.

Mr. Rochester, que estaba sentado en su butaca fo­rrada de damasco, miraba de un modo inusitado en é l, con menos dureza que de costumbre y de modo mucho menos sombrí o. Por sus labios vagaba una sonrisa y sus ojos brillaban, ignoro si como consecuencia de haber bebido mucho, aunque me parece probable que sí. Es­taba, en resumen, en el momento beatí fico de la diges­tió n, y se sentí a má s expansivo y má s indulgente que por la mañ ana. Reclinaba su maciza cabeza sobre el blanco respaldo del silló n, la lumbre iluminaba de lleno sus du­ras facciones y en sus ojos, grandes y negros, muy bellos por cierto, habí a algo que si no era dulzura podí a consi­derarse como una manifestació n parecida a ese senti­miento.

Miró el fuego durante algunos instantes, volvió la cabeza de pronto y me sorprendió examinando su fi­sonomí a.

-Me contempla usted -dijo-. ¿ Le parezco guapo? De haberlo meditado, yo hubiese dado una contesta­ció n corté s, pero la respuesta brotó de mis labios antes de que tuviese tiempo de reflexionar:

-No, señ or.

-Palabra que es usted rara de veras -dijo-. Está usted quieta, grave y silenciosa como una monjita, con las manos cruzadas y mirando la alfombra (excepto cuando, como ahora, me mira a la cara) y, en cambio, si se le hace alguna pregunta, sale con una contestació n si no grosera, al menos brusca. ¿ Qué significa eso? -Perdó neme, señ or. Reconozco que yo debí a con­testar que no es fá cil responder a tal pregunta guiá ndose por las apariencias; que eso va en gustos; que la hermo­sura en los hombres tiene poca importancia, o algo pare­cido.

-¿ Có mo que no tiene importancia la hermosura? Ahora, so pretexto de paliar el insulto anterior, me in­troduce, tranquilamente, un cuchillo afilado en el oí do. ¡ Porque no otra cosa son sus palabras! Dí game: ¿ qué defectos encuentra en mí? ¿ Acaso no tengo mis miembros y mis facciones completos, como los demá s hombres?

-He querido rectificar mi contestació n, señ or. Era un disparate.

-Lo mismo creo. Ea, critique mi figura. ¿ Acaso no le gusta mi frente?

Separó los cabellos que caí an sobre sus cejas y mostró una só lida envoltura de los ó rganos intelectuales, en la que las protuberancias caracterí sticas de la bondad bri­llaban por su ausencia.

-¿ Qué? ¿ Acaso tengo aspecto de tonto?

-Nada de eso, señ or. ¿ Me encontrará usted grosera si le pregunto, a mi vez, si tiene usted algo de filá n­tropo?

-¡ Ea, otra cuchilla, con la disculpa de acariciarme! ¡ Y todo porque he dicho que no me gusta tratar con los niñ os y las viejas! No, jovencita, no soy un filá ntropo, pero tengo conciencia.

Y señ aló las prominencias que, segú n se dice, indican tal cualidad y que, afortunadamente para é l, eran bas­tante acusadas.

-Ademá s -agregó -, poseo una especie de ruda blandura de corazó n. Cuando yo tení a la edad de usted, era un muchacho bastante sentimental y me emocionaba fá cilmente ante los infortunados y los desvalidos. Pero despué s la fortuna me ha baquetado de tal modo, que me he hecho duro y resistente como una pelota de goma maciza. No obstante, soy vulnerable por una o dos hen­diduras, tengo algú n punto flaco... ¿ Me concede eso al­guna esperanza?

-¿ De qué, señ or?

-De volver a transformarme, de pelota de goma ma­ciza que soy, en un ser de carne y hueso. «Decididamente, ha bebido mucho», pensé.

Y no supe qué contestar. ¿ Qué podí a decirle sobre sus posibilidades de transformació n?

-Me mira usted con asombro, señ orita, y como usted no tiene mucho má s de bonita que yo de guapo, el asom­bro no la favorece en nada, se lo aseguro. Le conviene escucharme, porque así separará sus ojos de mi cara y se dedicará a estudiar las flores de la alfombra. Jovencita: esta noche me siento comunicativo y sociable.

Y tras ese preá mbulo se levantó y apoyó el brazo en la chimenea. En tal actitud, se le veí a el cuerpo tan bien como la cara. Su pecho tení a un perí metro casi despro­porcionado a la longitud de sus brazos y piernas. Estoy segura de que la gente le hubiera juzgado un hombre muy desagradable; pero, sin embargo, habí a tan espon­tá nea altivez en su porte, tanta naturalidad en sus moda­les, tan sincera indiferencia hacia la fealdad de su exte­rior, tan firme creencia en la importancia de otras facul­tades suyas -intrí nsecas o no, pero al margen del mero atractivo personal-, que, al mirarle, la indiferencia de­saparecí a y se sentí a uno inclinado a confiar en é l.

-Repito que esta noche me siento comunicativo y so­ciable -siguió -, y por eso he enviado a buscarla, ya que el fuego y los candelabros no me parecieron sufi­ciente compañ í a; ni tampoco Piloto, ya que, como todos sus congé neres, no habla. Adè le está en un plano má s elevado, pero no me basta, y Mrs. Fairfax, í dem. En cambio, estoy persuadido de que usted se pondrá a mi altura, si se lo propone. Me dejó usted confundido la primera noche que la invité, luego la olvidé casi del todo. Tení a otras ideas en la cabeza. Esta noche he resuelto estar a mis anchas, despidiendo a los importunos y llamando a los que me complacen. Me agradará saber má s cosas de usted. Hable.

En vez de hablar, sonreí, y creo que no de un modo muy complaciente ni sumiso.

-Hable -insistió. -¿ De qué?

-De lo que quiera. Dejo a su elecció n el tema y la forma de desarrollarlo, siempre que se refiera a usted misma. ¡ Vamos!

Yo no dije nada.

-¿ Está usted muda, señ orita?

Continué callada. É l inclinó la cabeza hacia mí y me miró de un modo singular.

-¿ Conque se ha enojado usted? -dijo-. Compren­do. Me he dirigido a usted en una forma absurda y casi insolente. Perdone. Conste, de una vez para siempre, que no quiero tratarla como a un inferior..., es decir -corrigió en seguida-, ú nicamente con la superioridad que me dan veinte añ os má s de edad y cien añ os má s de experiencia. Esto es natural, tenez, como dirí a Adè le. Só lo en virtud de esa superioridad he rogado a usted que tenga la bondad de hablarme un poco, para distraerme de otra clase de pensamientos.

Se habí a dignado darme una explicació n, casi una excu­sa. No cabí a mostrarse insensible a su condescendencia. -Me agradarí a distraerle, si pudiera, señ or, pero no sé de qué hablar, porque, ¿ có mo adivinar lo que le inte­resa? Pregú nteme lo que quiera y le contestaré lo mejor que sepa.

-Entonces, há game el favor de concordar conmigo en que me asiste el derecho de hablarle con cierta auto­ridad, teniendo en cuenta que por la edad podrí a ser su padre, ademá s de que poseo una larga experiencia, ad­quirida viajando por medio mundo y tratando a muchas y diversas gentes, mientras usted ha vivido siempre con las mismas en la misma casa.

-Como usted guste, señ or.

-Eso es una desagradable evasiva. Conteste con claridad.

-Pues bien, señ or, yo creo que usted no tiene derecho a mandarme porque sea má s viejo que yo o porque haya visto má s mundo. Esa superioridad que usted se atribuye dependerá del uso que haya hecho de su tiempo y de su experiencia.

-¡ Hum! Creo que he hecho un uso indiferente, por no decir malo, de esas dos ventajas a mi favor. Bien: dejemos al margen esa superioridad y pongá monos de acuerdo en que usted no se ofenderá si recibe ó rdenes mí as ahora o en adelante, ¿ le parece bien?

Sonreí al pensar en lo curioso de que Mr. Rochester, al hablar de ó rdenes, olvidase que me pagaba treinta libras al añ o para tener el derecho de dá rmelas.

-¡ Elocuente sonrisa, señ orita! - dijo é l, sorpendié n­dola y comprendiendo mi pensamiento.

-Estaba pensando, señ or, que pocas personas se preocuparí an de preguntar a sus asalariados si les ofen­dí an o no las ó rdenes que les dieran.

-¿ Asalariados? ¿ Es usted asalariada mí a? ¡ Ah, sí: me habí a olvidado del sueldo! Bueno, puestos en ese terreno mercenario, ¿ está usted de acuerdo en dejarme adoptar un poquito el aire de hombre superior? ¿ Con­siente en dispensarme muchas faltas a las formas y a las frases convencionales, sin suponer que la omisió n entra­ñ a insolencia?

-Estoy segura, señ or, de que nunca confundiré la falta de buenas formas con la insolencia. Lo primero me parece bien; a lo segundo, ningú n ser humano nacido libre debe someterse, ni siquiera por un sueldo.

-¡ Bobadas! La mayorí a de los nacidos libres se so­meten por un sueldo. Refié rase a sí misma y no entre en generalizaciones que usted ignora en absoluto. No obs­tante, mentalmente coincido con su contestació n, a pe­sar de su inexactitud, tanto por el modo de decirlo como por la idea que entrañ a. El modo ha sido franco y since­ro, cosa poco corriente. Ni tres entre tres mil institutrices hubieran contestado como usted lo ha hecho. Pero no se vanaglorie de ello. Si es usted diferente a la mayo­rí a, se lo debe a la naturaleza, que la ha hecho así. Y aú n creo que voy demasiado lejos en mi criterio, porque aca­so no sea usted mejor que las demá s y tenga intolerables defectos que compensen sus buenas cualidades.

«Lo mismo puede pasarte a ti», pensé. É l debió de leer en mis ojos aquel pensamiento, porque me contestó como si me lo hubiera oí do exponer de palabra:

-Sí -dijo-. Tiene usted razó n. Yo estoy cargado de defectos. Lo sé, y no trato de negarlos, se lo aseguro. No puedo ser muy severo con los demá s, porque mi propia vida ha sido tal, que con justicia merece las censuras, del pró jimo. Yo inicié o, mejor dicho, me hicieron iniciar (a mí, como a todos los equivocados, nos gusta achacar la mitad de nuestra mala suerte a las circunstancias adversas) un camino tortuoso cuando só lo tení a veinte añ os, y luego no he podido seguir el recto. Pero yo habrí a podido ser muy diferente, tan bueno como usted, casi tan puro y, desde luego, má s sensato. Envidio su tranquilidad men­tal, su conciencia limpia, su memoria libre de todo re­cuerdo ominoso. Una conciencia así, joven, es un exqui­sito tesoro, un manantial inagotable de confortaciones...

-¿ Có mo era su conciencia a los dieciocho añ os, señ or?

-Como la de usted: limpia y clara, sin que una sola gota de agua turbia la hubiese contaminado aú n. Yo era como usted, igual que usted. La naturaleza, señ orita, me inclinaba a ser un hombre bueno, y ya ve usted que no lo soy. Está usted pensando que me adulo a mí mis­mo: lo leo en sus ojos, y yo comprendo enseguida ese lenguaje... Pero le doy mi palabra de que digo la ver­dad, y supongo que no me tendrá usted por un villano... Yo he dado, má s que por natural inclinació n, en virtud de las circunstancias, en ser un pecador como hay mu­chos, encenagado en todas las miserables disipaciones que envilecen la vida. ¿ Le sorprende que le confiese esto? No le extrañ e. En el curso de su vida encontrará usted mucha gente que le confí a sus secretos, involunta­riamente, de un modo instintivo, y ello, porque usted prefiere, a hablar de sí misma, oí r hablar de sí mismos a los demá s, escuchá ndoles con una natural simpatí a, que es má s agradable y anima má s porque no es inoportuna en sus manifestaciones.

-¿ Có mo lo adivina usted, señ or?

-Lo veo con toda evidencia. Y la estoy hablando tan sinceramente como si escribiese mis pensamientos en un diario í ntimo. Respecto de mi vida, podrí a usted decir que yo debiera haber procurado superar las circunstan­cias, pero la verdad es que no lo hice. En vez de recibir con impasibilidad los golpes del destino, me dejé caer en la depravació n... Y he aquí que ahora, cuando el ver un degenerado cualquiera excita mi repulsió n, no puedo considerarme mejor que é l... En fin, señ orita, cuando uno cae en el error siente luego remordimientos y, cré a­lo, el remordimiento es el veneno de la vida.

-Pero el arrepentimiento es el antí doto de ese vene­no, señ or.

-No lo es; el cambiar de conducta, sí; y acaso yo cambiara en el caso de... Pero ¿ a qué hablar de lo que es imposible? Ademá s, puesto que se me niega la felicidad, tengo derecho a gozar de los placeres que pueda encon­trar en la vida; y así lo haré, cueste lo que cueste.

-Y se depravará cada vez má s, señ or.

-Puede ser. O acaso no, porque, ¿ y si encuentro en esos placeres algo confortable y dulce, tan confortable y dulce como la miel silvestre que la abeja acumula entre los brezales?

¡ Qué amargo debe de ser eso!

-¿ Qué sabe usted? Por muy seria que se ponga y por muy solemnemente que me mire, está usted tan igno­rante del asunto como este camafeo lo pueda estar -y tomó uno de la chimenea-. No tiene usted derecho á sermonearme; es usted una neó fita que no ha pasa­do aú n bajo el pó rtico de la vida y desconoce sus miste­rios.

-Me limito a recordarle, señ or, que, segú n usted mismo, el error apareja remordimiento y el remordimiento es el veneno de la existencia.

-¿ Quié n habla de error ahora? ¿ Quié n puede decir si la idea que acude a la mente es un error o má s bien una inspiració n? ¡ Ahora mismo siento una idea que me tienta! Y le aseguro que no es nada diabó lica. Al menos, se presenta engalanada con las vestiduras luminosas de un á ngel. ¿ Có mo no admitir a un visitante que se intro­duce en el alma tan radiante de luz?

-No es un á ngel verdadero, señ or.

-¿ Qué sabe usted, repito? ¿ En virtud de qué preten­de usted distinguir entre un á ngel caí do y un emisario celestial?

-Lo juzgo por su aspecto, señ or. Estoy segura de que será usted muy desgraciado si atiende la sugestió n que debe de haber recibido en este momento.

-No lo creo. Al menos, me trae el má s agradable mensaje que pueda pedirse. Ademá s, ¿ es acaso usted mi directora espiritual? ¡ Ea, linda aparició n, ven aquí!

Hablaba como si se dirigiese a una visió n, no distin­guible a otros ojos que los suyos. Abrió los brazos y lue­go los cerró sobre su pecho, como si abrazase a alguien.

-Ahora -continuó, dirigié ndose a mí -, ya he reci­bido al bello peregrino, a la deidad disfrazada, como lo es sin duda. Su aparició n me ha causado un efecto bené ­fico: mi corazó n, que era un osario hace un momento, es casi un sagrario en este instante.

-A decir verdad, señ or, no puedo seguirle en su con­versació n. No la comprendo; queda fuera de mi alcance. Só lo creo entender una cosa: que no es usted tan bueno como quisiera, y que lamenta su imperfecció n. Antes me hablaba usted de memoria. Pues bien, yo estoy con­vencida de que, si usted se lo propusiera, llegarí a a co­rregir sus pensamientos y sus actos hasta que llegase el dí a en que, al repasar sus recuerdos, los hallase agrada­bles en vez de dolorosos.

-Bien pensando y mejor dicho, señ orita. En este momento procuro con todas mis fuerzas adquirir nuevos y buenos propó sitos, que habrá n de ser tan firmes y durade­ros como la misma roca. Desde ahora creo que mis pensa­mientos y mis deseos van a ser muy distintos a los de antes. -¿ Y mejores?

-Tanto como el oro puro es mejor que el metal do­rado. Parece que duda usted, pero yo no dudo de mí mismo. Conozco mi fin y los motivos que tengo para buscarlo, y desde este instante me someto a una ley tan inflexible como la de los persas y los medos.

-No lo conseguirá, señ or, si no establece a la vez reglas para aplicarla.

-Pero esas reglas han de ser inusitadas, porque es una inusitada concurrencia de circunstancias la que las impone.

-Semejante má xima es peligrosa, porque se presta a interpretaciones torcidas.

-¡ Qué sentenciosa está usted hoy! Pero le aseguro que no interpretaré torcidamente nada.

-Usted, como hombre, es falible.

-Ya lo sé. Tambié n usted lo es. ¿ Y qué?

-Que quien es falible no puede arrogarse el poder de seguir una lí nea de conducta extraordinaria asegurando que es conveniente.

-¡ «Que es conveniente»! É sa es la frase adecuada. Usted lo ha dicho.

Me levanté, comprendiendo lo vano de continuar una conversació n de la que no comprendí a nada, e intuyen­do, ademá s, que el cará cter de mi interlocutor era su­perior a mi penetració n. Me sentí a indecisa y vacilante, como siempre que se trata de un tema que se ignora. -¿ Adó nde va?

-A acostar a Adè le. Ya es hora.

-Me teme usted, porque hablo como la Esfinge. -Su lenguaje, señ or, es enigmá tico, en efecto, pero no temo nada.

-¡ Sí! Su amor propio le hace temer el llegar a decir desatinos.

-Desde luego, reconozco que no deseo hablar de co­sas sin sentido comú n.

-Aunque sea eso lo que diga, lo expresa de un modo tan sereno y doctoral, que parece que dice cosas con sentido. ¿ No se rí e usted nunca? No hace falta que con­teste. Ya he visto que rí e usted muy poco. Pero puede usted llegar a reí r con plena alegrí a, porque tan austera es usted por naturaleza como yo, por naturaleza, vicio­so. Lowood pesa todaví a sobre usted, hacié ndole domi­nar sus sentimientos, sus impresiones y hasta sus mo­dales y sus gestos. Teme usted, en presencia de un hombre -padre, persona mayor o lo que sea-, sonreí r con excesiva alegrí a, hablar con demasiada libertad, mo­verse demasiado vivamente. Pero confí o en que usted, conmigo, aprenderá a ser má s natural, ya que a mí me resulta imposible ser convencional con usted. Cuando sea má s natural, sus ademanes y sus miradas será n má s vivos y má s espontá neos. Su mirada es la de un pá jaro enjaulado. Cuá ndo se halle libre, volará sobre las nu­bes... ¿ Qué? ¿ Insiste en irse?

-Son má s de las nueve, señ or.

No importa; espere un minuto. Adè le no tiene ganas de acostarse todaví a. La posició n en que estoy, de espalda al fuego, me permite observar con facilidad. He mirado de vez en cuando a Adè le, mientras hablá bamos, ya que tengo motivos para creer que es un ser digno de estudio, por razones que algú n dí a le explicaré, señ orita... Pues bien, mirá ndola, la he visto sacar del fondo de su cajita, hace diez minutos, un vestidito de seda rosa, que la ha entusiasmado y despertado sus instintos de coqueterí a. Enseguida ha dicho: «Il faut que je l'essaie et à Nnstant mé me! », y ha salido del cuarto. Ahora debe de estar con Sophie, entregada a la operació n de probarse el vestido, y de aquí a poco la veremos entrar convertida en una miniatura de Cé line Varens, que..., pero esto no intere­sa. De todos modos, mis tiernos sentimientos está n a punto de experimentar una conmoció n. Aguarde, pues, un momento y veremos si mis palabras se confirman.

A poco sentimos el pisar de los piececitos de Adè le en el vestí bulo. Entró transformada como su protector ha­bí a predicho. Un vestido de color de rosa, muy corto y con mucho vuelo, sustituí a al vestido oscuro que llevaba antes; una guirnalda de capullos de rosa ceñ í a su frente, y calzaba calcetines de seda y unas pequeñ as sandalias de raso blanco.

-¿ Me sienta bien el vestido? ¿ Y los zapatos? ¿ Y las medias? ¡ Voy a bailar un poco!

Y sujetando con las manos el vuelo de su vestido, cru­zó la habitació n hasta llegar ante Mr. Rochester, e incli­ná ndose ante é l, a imitació n de las artistas, hasta arrodi­llarse, le dijo:

-Muchas gracias por su bondad, Mr. Rochester. E incorporá ndose de nuevo, añ adió:

-Mamá harí a lo mismo, ¿ verdad?

-¡ Exactamente! -gruñ ó é l-. ¡ Y con qué gracia sa­caba mi dinero inglé s de mi britá nico bolsillo! Yo tam­bié n tuve mi primavera, Miss Eyre, y al disiparse me dejó como recuerdo esta florecilla francesa... Un poco artificial, pero a la que me siento obligado, acaso en vir­tud de ese principio de los cató licos que procuran expiar sus pecados haciendo alguna buena obra. Algú n dí a me explicaré mejor... ¡ Buenas noches!

 

XV

Mr. Rochester se explicó, en efecto. Una tarde nos mandó llamar a Adè le y a mí y, mientras ella jugaba con Piloto, é l me llevó a pasear y me explicó que aquella Cé line Varens habí a sido una bailarina francesa que fue su gran pasió n. Cé line le habí a asegurado corres­ponderle con má s ardor aú n. É l creí a ser el í dolo de aquella mujer, pensando que, feo y todo, Cé line pre­ferí a su taille d'athlé te a la elegancia del Apolo de Belve­dere.

-De modo, Miss Eyre, que, halagado por aquella preferencia de la sí lfide gala hacia el gnomo inglé s, la instalé en un hotel, la proporcioné criados, un carruaje y, en resumen, comencé a arruinarme por ella segú n la costumbre establecida... Ni siquiera tuve la inteligencia de elegir un nuevo modo de arruinarme. Seguí el habi­tual, sin desviarme de é l ni una pulgada. Y tambié n me ocurrió, como era justo, lo que ocurre a todos en esos casos. Una noche que Cé line no me esperaba, se me ocurrió visitarla, pero habí a salido. Me senté a aguar­darla en su gabinete, feliz al respirar el aire de su apo­sento, embalsamado por su aliento... Pero no, exage­ro... Nunca se me ocurrió pensar que el aire estuviera embalsamado por su aliento, sino por una pastilla aro­má tica que ella solí a colocar en la habitació n y que ex­pandí a perfumes de á mbar y almizcle... Aquel fuerte aroma llegó a sofocarme. Abrí el balcó n. La noche, ilu­minada por la luna y por los faroles de gas, era clara, serena... En el balcó n habí a una silla o dos. Me senté, encendí un cigarro... Por cierto que, con su permiso, voy a encender uno ahora...

Se lo llevó a sus labios y el humo del fragante habano se elevó en el aire frí o de aquel dí a sin sol. -Entonces, señ orita, me gustaban mucho los bom­bones. Y he aquí que, mientras, alterná ndolos con chupadas al cigarro, estaba croquant -¡ perdó n por el barbarismo! - unos bombones de chocolate y contemplando los elegantes carruajes que se dirigí an por la calle hacia la cercana ó pera, vi llegar uno, tirado por dos caballos ingleses, en el que reconocí el que regalara a Cé line. Mi bella volví a. El corazó n me latió con impaciencia. La puerta del hotel se abrió y mi hermosa bajó del coche: la reconocí, a pesar de ir cubierta por un abri­go, innecesario en aquella cá lida noche de junio, por sus piececitos que aparecí an bajo el vestido. Me incliné so­bre la barandilla y ya iba a exclamar: «¡ Á ngel mí o! », cuando me detuve al ver otra figura, tambié n envuelta en un gabá n, que descendí a del coche despué s de Cé line y que pasaba, con ella, bajo la puerta cochera del hotel.

»¿ Nunca ha sentido usted celos, Miss Eyre? Es super­fluo preguntarlo. No los ha sentido, puesto que no ha amado aú n. Hay sentimientos que no ha experimentado usted todaví a... Usted imagina que toda la vida fluirá para usted mansamente como hasta ahora. Flota usted en la corriente de la vida con los ojos cerrados y los oí ­dos obstruidos, y no ve las rocas que se encuentran al paso. Pero -no lo olvide- le aseguro que vendrá un dí a en que llegue usted a un lugar del rí o en que los remolinos de la corriente la arrastren, la golpeen contra los peñ ascos, en medio de tumultos y peligros, hasta que una gran ola la impulse hacia una nueva corriente má s calmada, como me pasa a mí ahora...

»Me complace este dí a, me complace este cielo plomi­zo, me gusta este paisaje helado. Me gusta Thornfield, por su antigü edad, por su soledad, por sus á rboles y sus espinos, por su fachada parda y sus hileras de oscuras ventanas en cuyos cristales se refleja el cielo plomizo... ¡ Y a la vez aborrezco hasta el pensamiento de pensar en Thornfield, huyo de é l como de una casa apestada! ¡ Cuá nto lo aborrezco!

Rechinó los dientes y calló. Se detuvo un momento y golpeó violentamente con el pie el suelo endurecido por la escarcha.

Í bamos subiendo por una avenida dominada por el edificio. Rochester contemplaba el almenar con una mi­rada como no le viera hasta entonces, y en la que se reflejaban el dolor, la vergü enza, la ira, la impaciencia, el disgusto y el odio, todo ello brotando simultá neamen­te. La ferocidad predominaba en aquella expresió n de sus sentimientos, pero al fin otro sentimiento, algo que podrí a calificarse de duro y cí nico, triunfó sobre sus de­má s pasiones, dominá ndolas y petrificando su mirada.

-Durante este rato en que he permanecido silencio­so, señ orita -continuó -, discutí a cierto extremo con mi hado, que se me apareció como una de las brujas de Macbeth. «¿ Te gusta Thornfield? », me preguntó, mien­tras trazaba, con sus dedos, jeroglí ficas figuras a lo largo de la fachada, desde las ventanas má s altas a las má s bajas. «¿ Te atreves a decir que te gusta? » «Me atre­vo», contesté... Y mantendré lo dicho, romperé los obs­tá culos que se opongan a la felicidad y a la bondad..., sí, a la bondad... Quiero ser un hombre mejor de lo que he sido... Y...

Adè le apareció en aquel momento. Rochester gritó con rudeza:

-¡ No te acerques, niñ a; vete con Sophie!

Yo traté de conducirle al punto en que habí a inte­rrumpido su relato.

-¿ Se quitó usted del balcó n cuando entró aquella se­ñ orita?

Esperaba una contestació n violenta a una manera tan inoportuna de reanudar la conversació n, pero, por el contrario, salió de su abstracció n y me miró sin aquella expresió n sombrí a que antes tuvieran sus ojos.

-¡ Me habí a olvidado de Cé line! Pues bien, cuando la vi acompañ ada de un caballero, me pareció escuchar el silbido de un reptil, y la serpiente de los celos, a travé s de mis carnes, penetró hasta el fondo de mi corazó n. ¡ Qué raro es -exclamó Mr. Rochester de pronto- que yo la haya elegido a usted por confidente, jovencita! Y má s raro aú n que usted me escuche con esa serenidad, como si fuera lo má s corriente del mundo que un hom­bre cuente cosas de su querida a una muchacha inexper­ta. Pero la ú ltima singularidad explica la primera, como ya le dije una vez: usted, con su seriedad, su prudencia y su buen juicio, está hecha como a la medida para ser depositaria de confidencias. Ademá s, conozco la clase de espí ritu con el que comunico, y estoy seguro de que no le contagiaré ninguna maldad. Es un espí ritu espe­cial, acaso ú nico. Las maldades que le cuente no la infes­tará n y, en cambio, el confesá rselas me alivia...

Despué s de aquella disgregació n continuó: -Continué en el balcó n, suponiendo que subirí an al gabinete y que desde mi puesto podrí a verles y oí rles. Corrí las cortinas del balcó n, dejando el resquicio suficiente para ver, y entorné las puertas, a fin de poderles oí r. Entonces volví a sentarme. Como esperaba, la pa­reja subió al gabinete. La doncella de Cé line llevó una lá mpara, la dejó sobre una mesa y se retiró. Ambos se quitaron los abrigos y Cé line apareció deslumbrante de sedas y joyas -regalos mí os, por supuesto-... É l era un oficial vestido de uniforme, un bellaco de vizconde, un joven disoluto y vací o de mollera, a quien yo conocie­ra en sociedad y en el que nunca pensara sino para des­preciarle. Al reconocerle, la serpiente de los celos dejó de morder mi corazó n, porque mi amor por Cé line se habí a disipado instantá neamente. Una mujer que me traicionaba con un rival como aqué l, no era digna de afecto.

»Comenzaron a hablar: su conversació n era tan vul­gar, insí pida y estú pida que má s bien aburrí a que anima­ba a escuchar. En la mesa habí a una tarjeta mí a y ello me convirtió en tema de su charla. Ninguno de ellos po­seí a bastante capacidad para ofenderme de un modo profundo, pero me insultaron cuanto pudieron a su mez­quina manera, sobre todo Cé line, que hizo hincapié en mis defectos fí sicos. ¡ Y ante mí se mostraba ferviente admiradora de lo que calificaba mi belleza varonil!... En eso diferí a diametralmente de usted, que en nuestra se­gunda entrevista me dijo francamente que le parecí a feo. El contraste me chocó tanto que...

Adè le llegó corriendo otra vez.

-John dice que ha llegado el administrador y que de­sea verle.

-Bien: hay que abreviar. Abrí el balcó n, entré en el gabinete, notifiqué a Cé line que le retiraba mi protec­ció n, y la conminé a abandonar el hotel, ofrecié ndola una cantidad para sus necesidades inmediatas. No hice caso alguno de sus histerismos, sú plicas, protestas y ade­manes trá gicos. Me cité con el vizconde para el dí a si­guiente, en el bosque de Boulogne, y tuve el placer de alojarle una bala en uno de sus brazos, má s dé biles que las alas de un pollito. Pero desgraciadamente, la Varens, a los seis meses, dio a luz esa muchachita, Adè le, asegu­rando que era hija mí a. Acaso sea cierto, aunque no veo en sus rasgos semejanza alguna conmigo. Piloto se me parece má s. Añ os despué s de haber roto yo con su ma­dre, é sta abandonó a la niñ a y se fue a Italia con un mú sico o cantante, no sé qué... Adè le no tiene derecho alguno a que yo la proteja, porque no creo ser su padre, pero al saber que la pobrecita estaba abandonada, la re­cogí del fango de Parí s y la traje aquí, para que creciera en el limpio ambiente del campo inglé s. Y ahora que sabe usted que es la hija ilegí tima de una bailarina fran­cesa, acaso no le agrade tanto el cargo que ejerce con ella y venga cualquier dí a a notificarne que ha encontrado usted otro empleo, que me busque otra institutriz, etcé tera.

-No. Adè le no es responsable de las faltas de su ma­dre ni de las de usted. Yo tengo un deber respecto a ella y ahora que sé que es, hasta cierto punto, hué rfana -ya que su madre la olvida y usted no la reconoce-, me siento má s dispuesta a seguir cumplié ndolo. ¿ Có mo he de preferir ser institutriz en alguna familia donde consti­tuya un enojo má s que otra cosa, que ser la amiga de una huerfanita?

-Si lo ve usted así... Vaya, regresemos. Está oscure­ciendo ya.

Yo me entretuve algunos minutos má s con la niñ a y el perro, y corrí y jugué con ellos. Cuando volvimos a casa y la quité el sombrero y el abrigo, la hice sentar en mis rodillas y durante una hora charlé con ella de las cosas que le complací an y que eran, principalmente, frivolida­des sin sustancia, probable herencia de su madre y difí ci­les de concebir para una mentalidad inglesa. Con todo, la niñ a tení a algunos mé ritos y yo estaba dispuesta a reconocerlos. Busqué en sus facciones alguna semejanza con Mr. Rochester, pero no hallé ninguna. Era lamenta­ble, porque de haber podido probarle cierto parecido, é l se hubiera preocupado má s de la pequeñ a.

Cuando me retiré a mi habitació n, por la noche, pensé en la narració n que Mr. Rochester me habí a hecho.

Como é l dijera, nada habí a de extraordinario en tal his­toria: los amores de un inglé s con una bailarina francesa y la traició n de ella eran cosa muy corriente. Pero habí a algo extrañ o en la emoció n que é l experimentara cuando se refirió al viejo palacio. Gradualmente pasé, de me­ditar en aquel incidente, a pensar en la confianza que el dueñ o de la casa me manifestaba. Considerá ndola como un tributo a mi discreció n, la acepté en tal sentido. Su comportamiento conmigo durante las ú ltimas semanas era menos desigual que al principio. No mostraba al­tanerí a y cuando nos veí amos parecí a alegrarse. Siempre reservaba para mí una palabra amable y una sonrisa. Cuando me invitaba a reunirme con é l, me acogí a con una cordialidad que me llevaba a pensar que realmente debí a de poseer la facultad de divertirle y que aquellas conversaciones durante las veladas debí an de agradarle a é l tanto como a mí.

Aunque yo solí a hablar muy poco, le escuchaba con agrado. É l, por naturaleza, era comunicativo y le gusta­ba abrir ante mi espí ritu ignorante del mundo muchos horizontes sobre sus costumbres y escenas. No precisa­mente escenas de corrupció n y costumbres viciosas, sino cosas cuyo interé s residí a en la novedad que para mí pre­sentaban. Yo experimentaba placer escuchando las ideas que é l me sugerí a, imaginando los cuadros que é l me pintaba, y siguié ndole con la imaginació n a las nue­vas regiones que extendí a ante mi mente.

La espontaneidad de sus maneras me libró de la mo­lestia de sentirme cohibida, y la amistosa franqueza, tan correcta como cordial, con que me trataba, me impre­sionó. Al poco tiempo experimentaba la impresió n de que Rochester era má s bien un amigo que un amo, aun­que a veces me tratara con imperio. Pero no me moles­taba, porque comprendí a que tal era su costumbre. Sin­tié ndome má s feliz, má s interesada en la vida, mejor tratada, me encontraba má s a gusto de lo habitual. Los vací os de mi vida se llenaban y, fí sicamente, tambié n mejoré: estaba má s gruesa y má s fuerte.

¿ Me parecí a feo ahora Mr. Rochester? No, lector, la gratitud, unida a cuanto veí a en é l, todo bueno y genial, hací an que su rostro se me figurara lo má s agradable del mundo. Su presencia en una habitació n parecí a alegrar y caldear la atmó sfera mejor que el má s brillante fuego. Ello no significaba que yo olvidase sus defectos, tanto má s cuanto que los mostraba con frecuencia. Era orgu­lloso y sarcá stico y, en mi interior, yo reconocí a que su mucha amabilidad hacia mí estaba compensada por su mucha severidad hacia los demá s. Estaba generalmente malhumorado. Con frecuencia, cuando me enviaba a buscar, le encontraba en la biblioteca, solo, con la ca­beza apoyada sobre sus brazos cruzados. Y cuando la levantaba, un gesto melancó lico, casi maligno, ensom­brecí a sus facciones. Pero yo creí a que su mal humor, su aspereza y sus anteriores vicios -anteriores, porque ahora parecí a haberlos corregido- eran el resultado de alguna injusticia con que el destino le abrumara. Yo en­tendí a que, por naturaleza, Rochester era un hombre de buenas inclinaciones, elevados principios y delicados gestos, que las circunstancias, la educació n y el destino habí an desviado. Su pena, cualquiera que fuese, me apenaba a mí y hubiera dado cualquier cosa por poder mitigarla.

Aquella noche, en mi lecho, con la luz ya apagada, no conseguí a dormir pensando en la mirada que Rochester dirigiera a la casa, y me preguntaba si é l no podrí a llegar a ser feliz en Thornfield.

«¿ Por qué no? -me preguntaba-. ¿ Qué le separa de este lugar? ¿ Por qué lo abandona siempre tan pronto? Mrs. Fairfax dice que nunca pasa aquí má s de quince dí as y ahora lleva, sin embargo, ocho semanas. Serí a lamentable que se marchase. ¡ Qué tristes dí as, a pesar del sol radiante y el cielo despejado, me esperan en la primavera, en el verano y el otoñ o venideros, si é l no está! »

Despué s de este pensamiento, no sé si me dormí o no. Lo cierto es que desperté oyendo un vago murmullo, extrañ o y lú gubre, que me pareció sonar precisamente encima de mí. Hubiese querido tener encendida la vela, porque la noche era terriblemente oscura. Me sentí de­primida y asustada. Me senté en el lecho y escuché. El murmullo se habí a apagado.

Traté otra vez de dormirme, pero mi corazó n latí a tu­multuosamente y mi serenidad habí a desaparecido. El lejano reloj del vestí bulo dio las dos. Creí percibir que unos dedos arañ aban la puerta de mi dormitorio, como si buscasen a tientas una salida en la galerí a. Exclamé: -¿ Quié n es?

Nadie contestó. Sentí un escalofrí o de temor. Recordé de pronto que, a veces, Piloto, cuando la puerta de la cocina quedaba abierta, salí a y buscaba en la oscuridad el cuarto de su amor, en cuyo umbral le habí a visto durmiendo algunas mañ anas. Tal pensamiento me tranquilizó. Me tendí en el lecho y ya comenzaba a dormirme otra vez cuando un nuevo incidente vino a desvelarme.

Esta vez era una risa casi demoní aca: baja, reprimida y que sonaba, segú n me pareció, a travé s del agujero de la cerradura de mi puerta. La cabecera de mi cama es­taba pró xima a la puerta. Al principio pensé que algú n duendecillo burló n estaba al lado de mi lecho, o quizá en mi misma almohada. Me levanté y no vi nada. Aú n es­taba mirando, cuando el sonido se repitió, viniendo del otro lado de la puerta.

Mi primer impulso fue echar el cerrojo. El segundo preguntar otra vez:

-¿ Quié n es?

Sentí una especie de gruñ ido. Luego oí pasos en la escalera del tercer piso y el abrir y cerrar de una puerta que recientemente se habí a colocado al final de aquella escalera.

«¿ Será Grace Poole y estará poseí da del diablo? », pensé.

Imposible seguir má s tiempo sola. Resolví reunirme con Mrs. Fairfax. Me puse un vestido y un chal y con temblorosa mano abrí la puerta. En la estera de la gale­rí a alguien habí a dejado una bují a encendida. Me sor­prendió aquella circunstancia, y mi extrañ eza creció cuando noté que habí a un humo sofocante. Mientras mi­raba a derecha e izquierda buscando el origen de aquella humareda, percibí tambié n un fuerte olor a quemado.

De la puerta entornada del cuarto de Mr. Rochester salí an espesas nubes de humo. Ya no pensé má s en el ama de llaves, ni en Grace Poole, ni en las extrañ as ri­sas. En un instante me hallé dentro de la alcoba. El lecho estaba envuelto en llamas, sus cortinas ardí an y bajo ellas, profundamente dormido e inmó vil, reposaba Mr. Rochester.

-¡ Despierte! -grité.

Apenas se volvió y só lo murmuró algo ininteligible. El humo le habí a hecho desvanecerse. No se podí a perder ni un segundo. Corrí hacia el lavabo: el jarro y la pa­langana estaban llenos de agua. Los vacié sobre el lecho y sobre su ocupante, corrí a mi alcoba, cogí mi jarro y mi jofaina, los vertí sobre el lecho y, con la ayuda de Dios, logré extinguir las llamas que lo devoraban.

El bañ o con que habí a obsequiado pró digamente a Mr. Rochester le hizo volver en sí. Aunque, al apagarse el fuego la habitació n estaba a oscuras, comprendí que se habí a despertado al oí rle fulminar extraordinarias maldiciones contra quien le hiciera nadar en agua.

-¿ Qué es esto, una inundació n? -rugió.

-No, señ or -repuse-, habí a estallado un incendio. Espere: voy a traer una vela.

-¡ Por todos los diablos del infierno, que esa es Jane Eyre! ¿ Qué ha hecho usted conmigo, bruja? ¿ Quié n está con usted en la habitació n? ¿ Se proponí an aho­garme?

-Voy por una luz, señ or -insistí -. No sé lo que ha pasado.

-Espere un minuto, a ver si encuentro alguna ropa seca si es que queda. ¡ Sí! Ya puede usted traer la vela. Cogí la luz que estaba en el suelo de la galerí a. É l la tomó de mis manos, examinó el lecho quemado, las sá ­banas empapadas, la alfombra llena de agua.

-¿ Qué ha ocurrido? -preguntó.

Le relaté brevemente lo que sabí a: la extrañ a risa en la galerí a, los pasos en la escalera del tercer piso, el olor a quemado que me condujo hasta su cuarto, el estado en que le habí a encontrado y có mo le anegara con cuanta agua pude hallar a mano.

Me atendió con má s interé s que sorpresa y cuando concluí permaneció callado.

-¿ Llamo a Mrs. Fairfax? -pregunté.

-¿ Para qué diablo va usted a llamarla? No la moleste. -¿ Voy a buscar a Leah, o a John y a su mujer? -No hace falta. Sié ntese en esa butaca y pó ngase mi abrigo si tiene frí o con ese chal que lleva. Ahora coloque los pies en este taburete para no mojá rselos. Me voy; vuelvo dentro de unos minutos. Me llevaré la luz. Estese aquí, quietecita como una muerta, hasta que yo vuelva. Tengo que hacer una visita al piso de arriba. No se mue­va ni llame a nadie.

Salió. Se deslizó por la galerí a sin hacer ruido, abrió con sigilo la puerta de la escalera, la cerró tras sí y la luz que llevaba se desvaneció. Quedé en absoluta oscuri­dad. Puse oí do atento, pero no percibí rumor alguno. Pasó mucho tiempo. Yo sentí a frí o a pesar del abrigo, y ya estaba a punto de desobedecer las ó rdenes de Mr. Rochester e irme, a riesgo de incurrir en su desagrado, cuando vi reaparecer la luz proyectá ndose en los muros de la galerí a y sentí pasos sobre la estera.

«Confiemos en que sea é l y no algo peor», pensé. Rochester entró, pá lido y sombrí o. Puso la luz sobre el lavabo.

-Ya sé de lo que se trata -murmuró -. Es lo que yo me habí a figurado.

-¿ Qué era, señ or?

No contestó. Permaneció con los brazos cruzados, mirando al suelo. Al cabo de algunos instantes me dijo:

-¿ Vio usted algo de particular cuando abrió la puerta de su cuarto?

-No, señ or. Só lo la bují a en el suelo.

-¿ Pero no oyó usted una risa rara? ¿ No la habí a oí do antes de ahora?

-Sí, señ or, y quien se rí e así es Grace Poole, una mujer muy extrañ a.

-Exacto, Grace Poole es, como usted dice, muy ex­trañ a. Pensaré en el asunto. Me alegro mucho de que só lo usted y yo sepamos los detalles de este incidente. No diga nada de ello a nadie. Yo explicaré esto -añ adió señ alando el lecho quemado-. Ahora vué lvase a su cuarto. Yo puedo pasar muy bien la noche en el sofá de la biblioteca. Son casi las cuatro y de aquí a dos horas los criados se levantará n.

-Entonces, buenas noches, señ or-dije, saliendo. Pareció sorprenderse, cosa asombrosa, porque é l mis­mo me habí a dicho que me fuera.

-¿ Me deja usted de este modo? -exclamó. -Usted me lo ha mandado, señ or.

-Pero no así; no sin una palabra de agradecimiento hacia usted, que me ha salvado de una muerte horri­ble... Al menos, permí tame estrecharle la mano.

Le tendí la mano y é l la estrechó primero con una de las suyas y luego con ambas.

-Me ha salvado usted la vida y me satisface tener con usted una deuda tan grande. No puedo decir má s. Con cualquier otra persona, semejante deuda representarí a para mí una carga intolerable, pero con usted es distin­to, Jane. Sus beneficios no se hacen abrumadores.

Calló y me miró. Se notaba que sus labios querí an proferir alguna palabra má s, pero se contuvo. -Buenas noches, señ or. Y conste que no hay caso de deuda, beneficio, obligació n ni peso alguno. -Experimento la sensació n -continuó é l- de que usted ejerce algú n buen influjo sobre mí. Lo adiviné cuando la vi por vez primera... La gente dice que hay simpatí as espontá neas; tambié n he oí do hablar de buenos genios... En esa leyenda hay algunos puntos de ver­dad. Querida bienhechora mí a: buenas noches.

En su voz vibraba una inusitada energí a y en sus ojos ardí a un insó lito fuego.

-Me alegro de haber estado despierta, señ or -dije. Y traté de irme.

-¿ Ya se va? -Tengo frí o, señ or.

-¿ Frí o? ¡ Claro: estamos en un charco! Bueno, vá yase.. .

Pero no soltaba mi mano. Tuve que imaginar un pre­texto.

-Me parece haber sentido moverse a Mrs. Fairfax -dije.

-Bien; vá yase.

Aflojó sus dedos y me dejó marchar.

Volví a mi alcoba, pero no pude dormir. Mi imagina­ció n flotó hasta la mañ ana en un mar alegre, pero turbu­lento, en el que olas de turbació n sucedí an a otras de grato optimismo. A trechos, má s allá de las hirvientes aguas, parecí ame divisar una plá cida orilla, hacia la que de vez en cuando me impulsaba una fresca brisa. Pero otro viento que soplaba desde tierra me hací a retroce­der. La sensatez trataba de oponerse al delirio, el crite­rio a la pasió n. Incapaz de seguir acostada, me levanté en cuanto alboreó el dí a.

 

XVI

Al dí a siguiente yo temí a, y a la vez deseaba, ver a Mr. Rochester. Ansiaba oí r su voz de nuevo y me asus­taba, sin embargo, presentarme ante é l. Rochester, al­gunas veces, aunque pocas, solí a entrar en el cuarto de estudio y permanecer en é l, y yo estaba segura de que aquella mañ ana se presentarí a.

Pero la mañ ana transcurrió sin que nada interrumpie­se los estudios de Adè le. Ú nicamente oí, antes de desayunar, algunas voces cerca del cuarto de Rochester: las del ama de llaves, de Leah, de la cocinera -que era la mujer de John- y el á spero acento del propio John. Se percibí an exclamaciones tales como: «¡ Por poco se abra­sa el señ or en su cama! » «Es peligroso dejar la luz encen­dida por la noche. » «¿ No se habrá enfriado durmiendo en el sofá? », etcé tera.

A aquella conversació n siguió algú n movimiento en el cuarto y cuando pasé ante é l para ir a comer, vi a travé s de la puerta abierta que todo habí a sido puesto en or­den. Unicamente la cama carecí a aú n de cortinas. Leah estaba limpiando los cristales, empañ ados por el humo. Iba a hablarla para saber qué explicació n se habí a dado del caso, cuando divisé, sentada en una silla y colocan­do las anillas de las nuevas cortinas del lecho, a Grace Poole.

Permanecí a taciturna como de costumbre, con su ves­tido oscuro, su delantal ceñ ido y su cofia. Estaba absorta en su trabajo, al que parecí a dedicar todas las energí as de su mente. En sus vulgares rasgos no se percibí a la palidez ni la desesperació n que debí an esperarse en una mujer que hací a poco intentara cometer un asesinato y cuya ví ctima debí a, segú n mis suposiciones, haberle re­prochado el crimen que tratara de perpetrar.

Quedé perpleja. Ella me miró sin que su expresió n se alterase y me dijo: «Buenos dí as, señ orita», con tanta calma y flema como de costumbre. Luego continuó su labor.

«Es preciso poner a prueba esa indiferencia», pensé. -Buenos dí as, Grace -repuse en voz alta-. ¿ Ha ocu­rrido algo? Me ha parecido oí r hablar aquí hace un rato... -El señ or estuvo leyendo esta noche en la cama, se durmió con la luz encendida y las cortinas se incendiaron. Afortunadamente despertó a tiempo de apagar el fuego con el agua del jarro.

-¡ Qué raro! -dije, en voz baja, mirá ndola fijamen­te-. ¿ No despertó Mr. Rochester a nadie? ¿ Ninguno le oyó moverse?

Me contempló de nuevo y ahora su expresió n refleja­ba un sentimiento distinto. Despué s de haberme exami­nado con recelo, contestó:

-Ya sabe usted, señ orita, que los criados duermen lejos. Las alcobas má s pró ximas son la de usted y la de Mrs. Fairfax. Ella no ha oí do nada. Las personas de cierta edad duermen muy pesadamente.

Se interrumpió, y luego agregó con afectada indife­rencia, pero con significativo acento:

-Usted es joven, señ orita, y debe tener el sueñ o lige­ro. ¿ No oyó nada?

-Sí -dije en voz baja, para que Leah no me oyese­ al principio creí que era Piloto. Pero es imposible que un perro rí a, y estoy segura de haber oí do una risa muy extrañ a.

Ella reanudó su labor con perfecta calma y me dijo: -Debí a usted de estar soñ ando, señ orita, porque es muy raro que el amo, en un caso así, se riera.

-No soñ aba -repuse acaloradamente-. Su fingida frialdad me ofendí a.

Me miró otra vez, escudriñ adora.

-¿ Có mo no abrió usted la puerta y miró? -repuso sin perder la calma-. Y ¿ có mo no ha hablado al amo de esa risa extrañ a?

-No he tenido ocasió n de verle esta mañ ana. Y en vez de abrir, lo que hice fue echar el cerrojo.

Me pareció que tení a interé s en interrogarme. Y como, si notaba que yo desconfiaba de ella, podí a volver contra mí sus malignos propó sitos, me pareció conve­niente precaverme. Por eso le di aquella respuesta.

-¿ Así -continuó ella- que no tiene usted la cos­tumbre de cerrar la puerta con cerrojo cuando se acuesta?

«¡ La muy bruja quiere conocer mis costumbres para fraguar sus planes! », pensé. Y la indignació n, superando mi prudencia, me hizo contestar:

-Con frecuencia he omitido esa precaució n, por no creerla necesaria. No pensaba que en Thornfield Hall hubiera peligro de muerte violenta. Pero de aquí en adelante -y recalqué las palabras- tomaré mis precauciones antes de acostarme.

-Será conveniente que lo haga -respondió Grace, aunque esta regió n es muy pací fica y yo no he oí do nun­ca hablar de intentos de robo en esta casa. Y eso que se sabe que aquí hay vajilla de plata por valor de varios cientos de libras y que, como el amo es soltero y está muy poco aquí, hay menos criados de los que correspon­de a un edificio de esta importancia. De todos modos, me parece que la prudencia no sobra y que siempre es mejor tener echado el cerrojo de la puerta entre uno y cualquier peligro que pueda sobrevenir. Mucha gente confí a en Dios, pero yo digo que debe uno ayudarse para que Dios le ayude.

Así concluyó su pá rrafo, muy largo para lo que ella acostumbraba, y pronunciado con el gazmoñ o acento de una cuá quera.

Quedé estupefacta ante lo que me parecí a un increí ble dominio de sí misma y una hipocresí a refinada. La coci­nera entró en aquel momento.

-Grace -dijo-: ¿ baja usted a comer?

-No -repuso ella-; pó ngame mi jarro de cerveza y un trozo de pudding en una bandeja y me lo llevaré arriba.

-¿ No quiere carne?

-Un poco. Y tambié n un trozo de queso.

La cocinera se dirigió a mí para decirme que Mrs. Fairfax me esperaba, y salió.

Apenas presté atenció n al relato que me hizo del in­cendio, mientras comí amos, el ama de llaves. No pensa­ba sino en el enigma del cará cter y la posició n de Grace Poole en la casa, ya que era raro que no la hubieran entregado a las autoridades o, al menos, la hubiesen despedido. Mr. Rochester me habí a declarado casi abiertamente que ella era la culpable: ¿ Có mo, pues, no la acusaba? ¿ Por qué me habí a recomendado el secreto? Era extrañ o que un propietario, hombre de mal cará cter y bastante rencoroso, estuviese en cierto modo a merced de la má s insignificante de sus sirvientas, hasta el punto de que pudiera atentar contra su vida sin que la castigase ni la culpase siquiera.

Si Grace hubiese sido joven y hermosa, yo me habrí a inclinado a pensar que algú n dulce sentimiento influí a en Rochester má s que la prudencia y el temor, pero con una mujer de su edad y aspecto no cabí a tal idea.

«Sin embargo -reflexioné -, por su edad ella debe ser contemporá nea de su señ or, y tal vez en su juven­tud... Mrs. Fairfax me ha dicho que lleva aquí muchos añ os. No creo que haya sido bonita nunca, pero podrí a compensar con su cará cter y otras cualidades sus defectos fí sicos. Mr. Rochester ama lo excé ntrico, y Grace lo es. ¿ Quié n sabe si algú n antiguo capricho, muy posible en un cará cter tan impetuoso y terco como el de Roches­ter, le tiene a merced de ella y hace que esa mujer influ­ya en su vida? »

Pero en este punto de mis conjeturas, la maciza figura de la Poole acudió a mi mente con tal viveza que no pude por menos de pensar:

«Es imposible. Mi suposició n no tiene base. »

Mas esa secreta voz que a veces suena en el fondo de nuestras almas, me sugerí a:

«Sin embargo, tú no eres hermosa tampoco y parece que no desagradas a Mr. Rochester. Ya otras veces lo has notado, y sobre todo anoche... ¡ Recuerda sus pala­bras, su mirada, su voz! »

Yo lo recordaba todo muy bien. En aquel momento está bamos en el cuarto de estudio. Adè le dibujaba. Me incliné sobre ella para guiarle la mano. Me miró con sobresalto.

-¿ Qué tiene usted, señ orita? -dijo-. Sus dedos tiem­blan y sus mejillas está n encarnadas como las cerezas... -Es que al inclinarme estoy en una posició n incó mo­da, Adè le.

Ella continuó dibujando y yo me sumí otra vez en mis pensamientos.

Me apresuré a eliminar de mi mente la desagradable idea que habí a formado a propó sito de Grace Poole. Compará ndome con ella, concluí que é ramos muy dife­rentes. Bessie Leaven decí a que yo era una señ ora, y tení a razó n: lo era. Y ahora yo estaba mucho mejor que cuando me viera Bessie: má s gruesa, con mejor color, má s viva, má s animada, porque tení a má s esperanzas y má s satisfacciones.

«Ya está oscureciendo -medité, acercá ndome a la ventana-, y en todo el dí a no he visto ni oí do a Mr. Rochester. Seguramente le veré antes de la noche. Por la mañ ana lo temí a, pero ahora estoy impaciente por reunirme con é l. »

Mi impaciencia se acrecentó cuando se hizo noche ce­rrada y Adè le se marchó a jugar con Sophie. Yo espera­ba oí r sonar la campanilla, esperaba que Leah me avisa­se para que bajara, hasta esperaba que el propio Mr. Rochester llamase a mi puerta... Pero la puerta seguí a cerrada y nadie entraba, sino la oscuridad de la noche a travé s de la ventana. Aú n no era muy tarde: só lo las seis, y é l a veces no enviaba por mí hasta las siete o las ocho. ¡ Era imposible que no me mandara a llamar una noche en que tení a tanto de que hablarle! Era preciso preguntarle sobre Grace para ver lo que respondí a; era preciso preguntarle francamente si creí a que era la cul­pable del odioso atentado de la noche anterior y, en tal caso, por qué deseaba guardar el secreto.

Al fin se sintió un paso en las escaleras y Leah se pre­sentó, pero só lo para anunciarme que el té estaba servi­do en el gabinete de Mrs. Fairfax. De todos modos, me alegré de bajar, pensando que ello me acercaba a la pre­sencia de Mr. Rochester.

-Vaya, tome su té -dijo la buena señ ora cuando me vio-. Hoy ha comido usted muy poco. Temo que no se encuentre usted bien. Parece un poco agitada.

-¡ Oh, nunca me he sentido mejor! -Demué stremelo con su buen apetito. ¿ Quiere servir el té mientras yo arreglo la labor?

Cuando lo hubo hecho, corrió las cortinillas de la ven­tana, lo que sin duda no habí a efectuado antes para aprovechar lo má s posible la luz del dí a.

-La noche es clara, aunque no hay estrellas -dijo, mirando a travé s de los cristales-. Mr. Rochester ha tenido buen tiempo para su viaje.

-Pero ¿ se ha marchado Mr. Rochester? No lo sabí a. -Se fue en seguida de desayunar. Ha ido a casa de Mr. Eshton, en Leas, diez millas má s allá de Millcote. Creo que se reunirá allí con Lord Ingram, Sir Jorge Lynn, el coronel Dent y otros.

-¿ Cree que volverá esta noche?

-No, ni mañ ana. Pasará fuera una semana o má s. Cuando esas gentes distinguidas se reú nen, se divierten tanto y está n tan a gusto que no ven nunca la hora de separarse. Segú n tengo entendido, Mr. Rochester es un hombre encantador en sociedad, y se hace el favorito de todos, sobre todo de las señ oras, aunque usted crea que su aspecto no le favorece. Yo supongo que su inteligen­cia, su riqueza y su nacimiento compensan esos peque­ñ os defectos fí sicos.

-¿ Habrá señ oras en Leas?

-Estará Mrs. Eshton y sus hijas, jó venes muy ele­gantes, y las honorables Blanche y Mary Ingram, que deben de estar muy guapas. Yo no veo a Blanche desde hace seis o siete añ os, cuando tení a dieciocho. Vino con motivo de un baile de Navidad que dio Mrs. Rochester. ¡ Si hubiera visto usted el comedor ese dí a! Estaba deco­rado y alumbrado que no habí a má s que pedir. Asistie­ron unas cincuenta señ oras y caballeros de las mejores familias del condado, y Miss Ingram fue considerada por todos como la má s hermosa.

-¿ La vio usted, Mrs. Fairfax?

-Sí. La puerta del comedor estaba abierta, porque, en Navidad, los criados se reuní an en el vestí bulo para oí r a las señ oras tocar y cantar. Mr. Rochester me hizo pasar y yo me senté en un rincó n apartado y lo vi todo. Nunca he presenciado espectá culo má s esplé ndido. La mayorí a de las señ oras -por lo menos, de las jó venes­ me parecieron muy hermosas, pero Miss Ingram era verdaderamente la reina entre todas.

-¿ Có mo es?

-Alta, muy bien formada, con los hombros muy bien contorneados, el cuello largo y gracioso, la piel morena, las facciones muy delicadas y los ojos negros, grandes y brillantes como joyas. Llevaba muy bien peinado el ca­bello, que era negro y lustroso, con las trenzas en forma de corona y los rizos má s lindos que yo he visto en mi vida. Vestí a de blanco, con una banda cruzá ndole el pe­cho, y sobre sus cabellos de azabache llevaba una flor.

-La admirarí an mucho, ¿ no?

-Sí; y no só lo por su belleza, sino por sus habilida­des. Cantó muy bien y uno de los caballeros la acompa­ñ ó al piano. Ella y Mr. Rochester entonaron un dú o.

-No sabí a que Mr. Rochester supiera cantar. -Tiene una excelente voz de bajo y mucho gusto para la mú sica.

-Y ¿ qué clase de voz posee Miss Ingram?

-Muy aguda y muy llena. Despué s de cantar -y era un delicia oí rla-, tocó. Yo no entiendo de mú sica, pero Mr. Rochester sí, y dijo que habí a sido una ejecució n admirable.

-Y mujer tan hermosa, ¿ No se ha casado aú n? -Parece que no. Ni ella ni su hermana deben de po­seer gran fortuna. Las tierras de Lord Ingram está n vin­culadas y corresponden casi todas al mayorazgo. -Pero me asombra que no haya habido algú n caba­llero acomodado que se enamore de ella. Mr. Roches­ter, por ejemplo. Es rico, ¿ no?

-¡ Claro! Mas existe considerable diferencia de edad. Mr. Rochester cuenta casi cuarenta añ os y ella só lo veinticinco.

-¿ Qué tiene que ver? Enlaces má s desiguales se ven todos los dí as.

-Cierto. La verdad es que no se me habí a ocurrido que Mr. Rochester pudiese imaginar semejante idea...

Pero no come usted nada, apenas ha tomado má s que el té.

-Tengo sed y poco apetito. ¿ Quiere servirme otra taza?

Volví a insistir en la posibilidad de una unió n entre Blanche y Mr. Rochester, pero la aparició n de Adè le desvió la conversació n hacia otros temas.

Cuando me hallé de nuevo sola, pensé en los informes que se me dieran, sondeé mi corazó n, examiné mis pen­samientos y mis sentimientos y me esforcé en restablecer las cosas en el estado que aconsejaba el sentido comú n.

Repasé mentalmente las esperanzas y deseos a que me entregara desde la noche anterior -y que en reali­dad habí a comenzado a experimentar hací a quince dí as- y, apelando a la razó n para reducir el ideal a la realidad, llegué a la conclusió n siguiente:

Que jamá s habí a existido una loca mayor que Jane Eyre, y que nunca idiota alguno se entregara a má s dul­ces y fantá sticos sueñ os bebiendo el veneno de la quime­ra como si fuese né ctar.

«¿ Tú, predilecta de Rochester? -pensé -. ¿ Tú, do­tada de la facultad de complacerle? ¿ Tú, teniendo algu­na importancia a sus ojos? ¿ Es posible que te hayas de­jado llevar por unas pocas muestras de preferencia, pro­pias de un caballero y de un hombre de mundo, hacia ti, que eres una inexperta y ademá s dependes de é l? ¿ Có mo has pensado en eso, pobre tonta? ¿ No te aver­gü enzas pensando en la escena de esta ú ltima noche? Una mujer no debe dejarse galantear por su jefe, que no puede soñ ar en casarse con ella, y es una locura, por otra parte, que las mujeres experimenten un amor para conservarlo oculto, porque ello agotarí a su vida.

»Escucha, pues, Jane Eyre, tu sentencia: coló cate ma­ñ ana ante un espejo y, tan fielmente como puedas, haz tu autorretrato, sin paliar un defecto, sin suavizar ningu­na fealdad, y escribe al pie: " Retrato de una institutriz pobre, vulgar y hué rfana. "

»Despué s, toma la lá mina de marfil pulido que tienes entre tus ú tiles de dibujo, mezcla tus má s puros y delica­dos colores, elige tus má s finos lá pices y traza cuidadosamente el rostro má s encantador que puedas imaginar, acordá ndote de la descripció n que te han hecho de Blan­che Ingram. Acué rdate de los lustrosos rizos, de los orientales ojos, toma como modelo los de Mr. Roches­ter... Pero no; ¡ alto! Nada de sentimentalismos. Só lo hace falta buen juicio y decisió n. Dibuja las lí neas armo­niosas y grá ciles que te imaginas, el cuello de corte grie­go, el busto, el brazo redondo y fino, la delicada mano, sin omitir el anillo con un diamante ni la pulsera de oro. Añ á dele los adornos adecuados y escribe al pie: " Blan­che. Retrato de una señ orita aristó crata. "

»Y en adelante, si te figuras que Mr. Rochester te mira con buenos ojos, coge los dos retratos y compá ralos diciendo: " Si Mr. Rochester quiere, puede conseguir el amor de esta aristó crata. ¿ Có mo, pues, ha de fijarse en otra insignificante plebeya? "

»" Así lo haré ", resolví. Y, una vez adoptada tal deter­minació n, me sentí tranquilizada y pude dormirme. » Cumplí mi palabra. Un par de horas me bastó para concluir mi autorretrato a lá piz, y en menos de quince dí as terminé la miniatura de marfil de una imaginaria Blanche Ingram. Cuando comparé aquella encantadora cabeza con mi retrato, el efecto fue tan positivo como mi voluntad de autodominio deseaba. El trabajo resultó do­blemente beneficioso, ya que entretuvo mis manos y mis pensamientos y vigorizó las nuevas impresiones que yo deseaba estampar indeleblemente en mi corazó n.

A la larga, tuve motivos para felicitarme de aquella disciplina que me impusiera. Gracias a ella pude sopor­tar los inmediatos sucesos con serenidad. Sin aquella preparació n los hubiera tolerado má s difí cilmente, e in­cluso no hubiera sabido disimular ante los demá s mis reacciones.

 

XVII

Pasó una semana, pasaron diez dí as y no llegaban no­ticias de Mr. Rochester. Mrs. Fairfax aseguraba que no le sorprenderí a que a lo mejor se marchara con sus ami­gos a Londres, e incluso al continente, y que no apare­ciera por Thornfield hasta dentro de un añ o. Era muy frecuente en é l desaparecer de aquel modo brusco e ines­perado. Al oí rla experimenté un extrañ o desfallecimien­to en el corazó n, pero dominando mis sentimientos logré enseguida superar mi momentá neo desvarí o, recordan­do lo absurdo que era que considerase los movimientos de Mr. Rochester como cosa de vital interé s para mí. Con esto no me situaba ante mí misma en una situació n de inferioridad, sino que, al contrario, razonaba:

«Tú no tienes nada que ver con el dueñ o de Thorn­field, sino para cobrar el sueldo que te paga por enseñ ar a su protegida y para agradecerle el trato amable que te da, y el cual tienes derecho a esperar mientras cumplas tus deberes a conciencia. Entre é l y tú no pueden existir otras relaciones. Prescinde, pues, de consagrarle tus sentimientos, entusiasmos y cosas aná logas. É l no es de tu clase; mantente en tu terreno y, por tu propio respe­to, no ofrezcas tu amor a quien no te lo pide y acaso te lo despreciara. »

Me ocupé, pues, con calma en mi misió n cerca de la niñ a, pero sin poderlo evitar bullí an en mi cerebro ideas y conjeturas sobre la posibilidad de abandonar Thornfield y buscar nuevos horizontes. Pensamientos de tal clase no habí a por qué reprimirlos; antes bien, podí an desarrollarse libremente y fructificar si llegaba el caso.

Mr. Rochester llevaba ausente unos quince dí as, cuando Mr. Fairfax recibió una carta.

-Es del amo -dijo, mirando la direcció n-. Ahora sabremos si vuelve o no.

Mientras abrí a el escrito, yo comencé a tomar mi café (porque nos hallá bamos desayunando) y, como estaba muy caliente, atribuí a tal circunstancia el brusco arreba­to que me coloreó de rojo la cara. Lo que ya no pude concretar a qué se debiera fue el temblor de mi mano, que me hizo derramar en el plato la mitad del contenido de mi taza.

-Vaya -dijo Mrs. Fairfax, despué s de leer la carta-: yo, a veces, me quejo de que aquí estamos demasiado tranquilos, pero me parece que ahora vamos a andar de­masiado ocupados, al menos por algú n tiempo.

Me permití preguntar:

-¿ Es que vuelve pronto Mr. Rochester?

-De aquí a tres dí as, segú n dice, y no solo. Yo no sé cuá nta gente traerá consigo, pero ordena que se prepa­ren los mejores dormitorios y que se limpien los salones y la biblioteca. Es necesario que yo busque alguna ayu­dante de cocina y alguna asistenta en la posada de Geor­ge en Millcote y donde se pueda. Ademá s, las señ oras traen sus doncellas y los señ ores sus criados. Así que vamos a tener la casa llena.

Mrs. Fairfax terminó, pues, su desayuno y se apresuró a preparar todo lo necesario.

Aquellos tres dí as hubo mucho ajetreo. Yo creí a que todos los aposentos de Thornfield estaban arreglados y limpios, pero entonces descubrí que me engañ aba. Tres mujeres fueron contratadas para ayudar en las tareas, y hubo fregado, barrido, sacudido de alfombras, limpieza de espejos, preparació n de chimeneas y lavado de ropas de cama, como no viera en mi vida. Adè le estaba encan­tada con los preparativos y con la perspectiva de los invi­tados que iban a venir. Hizo que Sophie reparase todas sus toilettes, segú n llamaba a los vestidos, para arreglar aquellos que estuvieran passé es. Por su parte no hizo nada, sino saltar en las alcobas, brincar en las camas, tenderse en los colchones y apilar almohadas ante las chimeneas. Le dimos vacaciones, porque Mrs. Fairfax habí a requerido mi ayuda y yo pasaba el dí a en la despen­sa con ella y con la cocinera, aprendiendo a hacer flanes y natillas, a preparar empanadillas de queso y dulces a la francesa, a mechar carne y a guarnecer platos de postre. Se esperaba a los invitados la tarde del jueves, y se contaba que cenaran a las seis. Durante todo aquel pe­rí odo no tuve tiempo de imaginar quimeras y estuve má s activa y alegre que nadie, excepto Adè le. No obstante, de vez en cuando, a despecho de mí misma, me dejaba arrastrar con el pensamiento a la regió n que originaba mis dudas, suposiciones y conjeturas sombrí as. Esto su­cedí a cuando veí a abrirse la puerta de la escalera del tercer piso y aparecer a Grace Poole, con su cofia almi­donada y su delantal blanco, deslizá ndose por la galerí a con su paso tranquilo, mirando el interior de los revuel­tos dormitorios, y diciendo alguna palabra a los asisten­tes a propó sito de la limpieza, del polvo de las chime­neas, del modo de quitar las manchas de las paredes em­papeladas... Grace bajaba a comer a la cocina una vez al dí a, fumaba una pipa junto al fogó n y se marchaba lle­vá ndose a su guarida, para su solaz, una voluminosa ja­rra de cerveza. Só lo una hora del dí a pasaba con los demá s sirvientes; el resto estaba en su habitació n del piso alto, acaso riendo con aquella terrible risa suya, y tan solitaria como un prisionero en su celda.

Lo má s raro de todo era que nadie de la casa, excepto yo, parecí a reparar en sus costumbres ni asombrarse de ellas. Nadie discutí a cuá l era su misió n ni manifestaba compasió n por su soledad. Una vez, sin embargo, sor­prendí una conversació n entre Leah y una de las asisten­tas, a propó sito de Grace. Leah habí a dicho algo que no pude oí r, y la asistenta contestaba:

-Debe ganar buen sueldo, ¿ no?

-Sí -dijo Leah-. No es que yo esté descontenta de lo que gano, porque no es poco, pero ¡ ya quisiera tener el sueldo de Grace! El mí o no llega ni a la quinta parte del suyo. Cada trimestre va al Banco de Millcote a guar­dar dinero. No me asombrarí a que tuviese ya bastante para vivir si deseara dejar de trabajar, pero debe de es­tar acostumbrada a la casa, y como aú n no tiene cuarenta añ os y está muy fuerte, seguramente piensa que toda­ví a no es tiempo de retirarse...

-¡ Buenas tragaderas debe de tener! -dijo la sirvienta. -¡ Y usted que lo diga! -replicó Leah, que sin duda entendí a lo que la otra querí a indicar con aquello-. No quisiera estar en su caso ni por todo lo que gana.

-¡ Claro que no! Me asombra que el amo...

Leah se volvió en aquel momento y, al verme, hizo un guiñ o a la asistenta.

-¿ Es que no lo sabe? -oí cuchichear a la mujer. Leah movió la cabeza y la conversació n se interrum­pió. Cuanto pude sacar en limpio fue que en Thornfield habí a un misterio y que de é l, deliberadamente, se me excluí a a mí.

Llegó el jueves. La noche anterior se habí a concluido todo el trabajo: las alfombras estaban limpias y extendi­das, los lechos preparados, dispuestos los tocadores, bruñ ida la vajilla, las flores colocadas en los jarrones. Alcobas y salones parecí an tan flamantes como si fueran nuevos. El vestí bulo relucí a. Tanto el reloj como las es­caleras y las barandillas habí a sido encerados y brillaban como espejos. Los aparadores, en el comedor, resplan­decí an de plata. En el saló n y el gabinete se veí an por todas partes jarrones exó ticos.

Por la tarde, Mrs. Fairfax se puso su mejor vestido de raso negro y su reloj de oro, a fin de recibir a los invita­dos, llevar a sus cuartos a las señ oras, etc. Adè le quiso tambié n que la vistié semos, aunque yo pensaba que no era probable que la presentasen a los invitados, por lo menos aquel dí a. Sin embargo, para complacerla, encar­gué a Sophie que la vistiese con un bonito traje de muse­lina, muy corto. En cuanto a mí, no era necesario que cambiase de ropa. Nadie iba a ir a reclamarme a mi san­tuario del cuarto de estudio, que en santuario, en efecto, se habí a convertido para mí: en un verdadero «agrada­ble refugio en los tiempos calamitosos»...

Era uno de esos serenos dí as de primavera, de fines de marzo o primeros de abril, tan llenos de sol que parecen heraldos del verano. En aquel momento tocaba ya a su fin, pero el atardecer era agradable y tibio. Yo hací a labor al lado de la abierta ventana del cuarto de estudio.

-Es bastante tarde -dijo Mrs. Fairfax, entrando, con gran crujido de faldas, en la habitació n-. Me ale­gro de haber mandado preparar la comida para una hora despué s de la que Mr. Rochester indicaba, porque son má s de las seis. He enviado a John a la verla, a ver si divisa llegar a los señ ores por el camino.

Se acercó a la ventana.

-¡ Ahí está! ¡ John! -gritó asomá ndose-. ¿ Qué hay? -Ya vienen, señ ora -respondió é l-. Estará n aquí dentro de diez minutos.

Adè le se precipitó a la ventana. Yo la seguí, colocá ndo­me tras la cortina de modo que pudiese ver sin ser vista. Los diez minutos que anunciara John me parecieron muy largos, má s al fin se oyó rumor de ruedas y vimos aparecer cuatro jinetes seguidos de dos coches abiertos llenos de plumas y velos flotantes. Dos de los jinetes eran jó venes y arrogantes; el tercero era Mr. Rochester, montando Mescour, su caballo negro. Piloto corrí a a su lado. Rochester iba emparejado con una amazona, y ambos marchaban a la cabeza del grupo. Los vuelos del rojo traje de montar de la señ ora rozaban casi el suelo y el viento hací a ondear su velo, a cuyo travé s se transpa­rentaban los brillantes rizos de su cabellera.

-¡ Miss Ingam! -exclamó el ama de llaves. Y se precipitó a su puesto, en el piso bajo.

La cabalgata, siguiendo las sinuosidades del camino, dio la vuelta a la casa. La perdí de vista. Adè le me pidió que le permitiese bajar, pero yo la senté sobre mis rodillas y traté de hacerle comprender que no debí a aventu­rarse a aparecer ante las señ oras antes de que Mr. Ro­chester la mandase a buscar, para no disgustarle. Co­menzó a verter lá grimas, como era presumible, pero la miré con severidad y acabó secando su llanto.

En el vestí bulo sonaba ya el alegre bullicio que produ­cí an los recié n llegados. Las voces profundas de los caballeros y las argentinas de las señ oras se confundí an armoniosamente. Entre todas, destacaba la sonora del dueñ o de Thornfield, dando la bienvenida a los invita­dos que honraban su casa. Luego, ligeros pasos resona­ron en la escalera y en la galerí a y se oyó un abrir y cerrar de puertas, risas, un murmullo confuso... Des­pué s, los rumores se apagaron.

-Se está n cambiando de ropa -dijo Adè le, que ha­bí a escuchado con atenció n. Y suspiró al añ adir-: En casa de mamá, cuando habí a visitas, yo la acompañ aba a todas partes, en el saló n y en las habitaciones, y muchas veces miraba a las doncellas vestir y peinar a las señ oras. Es muy divertido, y, ademá s, así se aprende...

-¿ No tienes apetito, Adè le? -interrumpí.

-Sí, señ orita. Hace cinco o seis horas que no hemos comido.

-Bueno, pues mientras las señ oras está n en sus alco­bas, intentaré traerte algo de comer.

Y, saliendo de mi refugio con precaució n, bajé la es­calera de servicio que conducí a a la cocina. Todo en aquella regió n era fuego y movimiento. La sopa y el pes­cado estaban a punto de quedar listos y la cocinera se inclinaba sobre los hornillos en un estado de cuerpo y de á nimo que hací a temer que sufriese peligro de combus­tió n personal. En el cuarto de estar de la servidumbre estaban sentados dos cocheros, y otros tres criados alre­dedor del fuego. Las doncellas, a lo que imaginé, debí an de hallarse ocupadas vistiendo a sus señ oras. En cuanto a las nuevas sirvientas contratadas en Millcote, andaban de un lado para otro con gran estré pito. Atravesando aquel caos, alcancé la despensa, donde me apoderé de un pollo frí o, un trozo de pan, algunos dulces, un par de platos y un cubierto, con todo lo cual me retiré apresu­radamente. Ya ganaba la galerí a y cerraba tras de mí la puerta de servicio, cuando un acelerado rumor me hizo comprender que las señ oras salí an de sus aposentos. No podí a llegar al cuarto de estudio sin pasar ante algunas de las puertas, a riesgo de ser sorprendida en mi menester de avituallamiento. Por fortuna, el cuarto se encon­traba al extremo de la galerí a, la cual, por no tener ven­tana, estaba generalmente en penumbra y ahora en ti­nieblas completas porque ya se habí a puesto el sol y se apagaban las ú ltimas claridades del crepú sculo.

De las alcobas salí an sus respectivas ocupantes, una tras otra. Todas iban alegres y animadas. Sus brillantes vestidos se destacaban en la oscuridad. Se reunieron en un grupo, hablando con suave vivacidad, y luego des­cendieron la escalera con tan poco ruido como una masa de niebla por una colina. La aparició n colectiva de aque­llas mujeres dejó en mi mente una impresió n de distin­ció n y elegancia como nunca experimentara hasta en­tonces.

Encontré a Adè le mirá ndolas a travé s de la puerta del cuarto de estudio, que la niñ a habí a abierto a medias. -¡ Qué señ oras tan hermosas! -exclamó, en inglé s-. ¡ Cuá nto me gustarí a bajar con ellas! ¿ Cree usted que Mr. Rochester nos mandará a buscar despué s de que terminen de cenar?

-No lo creo. Mr. Rochester tiene ahora otras cosas en qué ocuparse. Hoy no es fá cil que te presenten a esas señ oras. Acaso mañ ana... Ea, aquí está tu cena.

Como la niñ a tení a verdadero apetito, el pollo y los dulces atrajeron su atenció n durante un rato. Mi previ­sió n no fue desacertada, porque tanto Adè le como yo y como Sophie, a quien envié parte de las provisiones, co­rrí amos el riesgo de quedarnos sin cenar, en medio del general ajetreo. Los postres no se sirvieron hasta las nueve, y a las diez aú n los criados corrí an de aquí para allá llevando bandejas y tazas de café. Acosté a Adè le mucho má s tarde que de costumbre, porque me aseguró que no podrí a dormirse mientras oyera aquel continuo abrir y cerrar de puertas. Ademá s, añ adió, podí a llegar un aviso de Mr. Rochester cuando ella estuviera ya acostada, «y serí a lamentable... »

La relaté cuantos cuentos quiso escucharme y luego, por cambiar un poco de ambiente, me la llevé a la galerí a. La gran lá mpara del vestí bulo estaba encendida y a la niñ a la divertí a asomarse a la barandilla y ver pasar los sirvientes. Y avanzada la noche, oí mos sonar el piano en el saló n. Adè le se sentó en el ú ltimo peldañ o de la esca­lera para escuchar. Una dulce voz femenina comenzó una canció n. Al solo siguió un dú o. En los intervalos percibí ase el murmullo de alegres conversaciones. Yo escuché tambié n, y de pronto reparé que estaba inten­tando distinguir entre el rumor de la charla el acento peculiar de Mr. Rochester.

El reloj dio las once. La cabeza de Adè le se apoyaba en mi hombro y sus ojos se cerraban ya. La cogí en bra­zos y la llevé al lecho. Debí a de ser sobre la una cuando los invitados se retiraron a sus habitaciones.

Al dí a siguiente tambié n hizo buen tiempo. La reu­nió n lo aprovechó para hacer una excursió n a no sé qué lugar de las cercaní as. Salieron temprano de mañ ana; unos a pie y otros en coches. Miss Ingram era la ú nica amazona y Mr. Rochester cabalgaba a su lado, un poco separados ambos del resto de los excursionistas. Se lo hice notar a Mrs. Fairfax, que estaba sentada a mi lado, junto a la ventana.

-Aunque usted decí a... ¡ Observe có mo Mr. Roches­ter corteja a esa señ orita entre todas! -comenté. -Tiene usted razó n: se ve que la admira.

-Y ella a é l -continué -. Mire có mo inclina la cabe­za para hablarle confidencialmente. Me gustarí a verla la cara. Hasta ahora no lo he conseguido.

-La verá esta noche -repuso el ama de llaves-. He hablado a Mr. Rochester del interé s que tení a Adè le en ser presentada a las señ oras, y me ha dicho que fuera usted con ella al saló n esta noche, despué s de cenar.

-Le aseguro que no me hace ninguna gracia ir. -Ya le indiqué que usted está poco acostumbrada a la sociedad y que no se divertirá en una reunió n de des­conocidos, pero me contestó que, si usted se oponí a, la dijese que é l tení a particular interé s, agregando que, si aun así se negaba usted, vendrí a en persona a buscarla.

-No tiene por qué molestarse tanto -dije-. Iré yo, aunque preferirí a no hacerlo. ¿ Estará usted tambié n? -No. Le rogué que me excusara y consintió. Voy a decirle lo que debe hacer para evitar una entrada apara­tosa en el saló n, que es la parte má s desagradable de esas cosas. Usted entra cuando el saló n esté vací o, es decir, mientras los invitados se hallen aú n a la mesa, y elige un asiento en un rincó n. Tampoco es preciso que esté mucho tiempo despué s de que entren los señ ores, a no ser que la agrade. Puede salir enseguida y nadie se dará cuenta.

-¿ Cree que estará n mucho tiempo en Thornfield los invitados?

-No creo que má s de dos o tres semanas. Despué s de las vacaciones de Pascua, Sir George Lynn, que ha sido elegido representante de Millcote, tendrá que ir a la ciu­dad a ocupar su cargo y no me extrañ arí a que el señ or le acompañ ase. Lo que me parece raro es que pase tanto tiempo en Thornfield.

No sin emoció n vi aproximarse la hora de mi entrada en el saló n. Adè le, desde que oyera que iba a ser presen­tada a las señ oras, se habí a sumido en é xtasis. Una vez que Sophie la hubo vestido con todo cuidado, arreglado sus cabellos en lindos rizos y puesto el trajecito de seda rosa, adoptó un aire tan grave como el de un juez, se sentó con precaució n en su sillita, procurando que el vestido no rozase, y esperó que yo estuviera pre­parada, lo que sucedió pronto. Me puse mi mejor vesti­do (el gris que me hiciera para la boda de Miss Temple y que no habí a vuelto a usar má s), me peiné rá pidamente y me coloqué el prendedor, ú nica joya que poseí a. Lue­go bajamos.

Afortunadamente el saló n tení a otra entrada, ademá s de la del comedor, en el que estaba congregada la con­currencia. La estancia se hallaba aú n vací a. Un gran fue­go ardí a silenciosamente en la chimenea y muchas bují as de cera, dispuestas entre las exquisitas flores con que estaban adornadas las mesas, iluminaban la soledad. El cortinó n carmesí pendí a ante el arco de acceso al co­medor y, por ligera que fuese la separació n, bastaba para que de las conversaciones no llegase má s que un apagado murmullo.

Adè le, que estaba muy impresionada, se sentó, sin decir palabra, en el taburete que la indiqué. Yo me colo­qué en un asiento pró ximo a una ventana, cogí un libro de una mesa y empecé a leer. Adè le acercó su escabel a mí y me tocó una rodilla.

-¿ Qué quieres, Adè le?

-¿ Puedo coger una de esas magní ficas flores, señ ori­ta? Así completaré mi tocado...

-Piensas demasiado en tu tocado, Adè le... Pero, en fin, coge una flor...

Tomó una rosa, se la puso en la cintura y exhaló un suspiro de profunda satisfacció n, como si la copa de su felicidad estuviese ahora colmada. Volví el rostro para ocultar una sonrisa que no pude contener. Habí a algo tan doloroso como ridí culo en la innata devoció n de aquella minú scula parisiense a cuanto se refiriese a adornos y vestidos.

Corrieron la cortina de la arcada y apareció el come­dor, esplendoroso con los servicios de postre, de plata y cristal. Un grupo de señ oras entró en el saló n y la corti­na cayó otra vez tras ellas.

Aunque só lo fuesen ocho, la magnificencia de su as­pecto daba la impresió n de que eran muchas má s. Algu­nas eran muy altas, varias vestí an de blanco, y la esplendidez de los adornos de todas las embellecí a como una neblina embellece la luna. Me levanté corté smente. Unas pocas correspondieron inclinando la cabeza; otras se limitaron a mirarme.

Se esparcieron por el saló n. La gracia y ligereza de sus movimientos las asemejaba a una bandada de pá jaros blancos. Algunas se acomodaron en lá nguidas posturas en los sofá s y otomanas, y otras se inclinaron sobre las mesas para examinar los libros y las flores. Las demá s se agruparon en torno al fuego y comenzaron a hablar en el tono de voz bajo y claro que parecí a serles habitual. Oyé ndolas, me enteré de sus nombres.

Mrs. Eshton habí a sido sin duda hermosa y aú n estaba muy bien conservada. La mayor de sus hijas, Amy, era menuda, infantil de rostro y modales y de sugestivas formas. La menor, Louisa era má s alta y má s elegante de tipo. Tení a una cara bonita, de esas que los franceses llaman minois chiffonné. Las dos hermanas eran blancas como lirios.

Lady Lynn era alta y gruesa. Representaba unos cua­renta añ os, erguida y altanera. Vestí a un magní fico traje de raso, y su negro cabello estaba adornado con una plu­ma azul celeste y con una diadema incrustada de joyas.

La esposa del coronel Dent era menos brillante, pero me pareció má s señ orial. Su rostro era agradable y pá li­do y tení a el cabello rubio. Su sobrio vestido de raso negro, con adornos de perlas, me agradó má s que la opulencia de la anterior señ ora.

Pero las má s distinguidas entre todas -tal vez porque eran las má s altas- resultaban la viuda Lady Ingram y sus hijas Blanche y Mary. Para ser mujeres, tení an muy aventajada estatura. La viuda debí a de contar de cua­renta a cincuenta añ os. Sus formas se mantení an aú n proporcionadas, su cabello todaví a negro (al menos a la luz de las bují as) y sus dientes perfectos. La mayorí a de los hombres hubiesen dicho de ella que era una esplé n­dida mujer madura y, fí sicamente hablando, sin duda habrí an acertado, pero emanaba de su aspecto una alti­vez casi insoportable. Tení a las facciones de una matro­na romana. Una amplia sotabarba se uní a a una gargan­ta robusta como una columna. Sus facciones rebosaban orgullo y su barbilla adoptaba una posició n exagerada­mente erecta. Sus ojos, orgullosos y duros, me recorda­ban los de mi tí a Reed. Hablaba doctoralmente, con un tono de superioridad inaguantable. Un vestido de terciopelo carmesí y un turbante-chal de manufactura india la investí a (segú n imagino que ella se figuraba) de una dignidad casi imperial.

Blanche y Mary eran de la misma estatura: altas y er­guidas como á lamos. Mary era demasiado delgada para su altura, pero Blanche, en cambio, tení a los perfectos contornos de una Diana. La miré con especial interé s. Deseaba ver si su aspecto respondí a a la descripció n de Mrs. Fairfax, si se asemejaba a la miniatura mí a y si responderí a al gusto que yo me imaginaba que debí a ser el de Mr. Rochester.

Su tipo respondí a, en efecto, a la descripció n del ama de llaves y a mi retrato: torso delicado, hombros bien contorneados, cuello gracioso, negros ojos y negros ri­zos. Pero su rostro era como el de su madre: idé ntico ceñ o, idé nticas facciones altaneras, idé ntico orgullo, si bien no era un orgullo tan sombrí o. Por el contrario, reí a continuamente, con una risa desdeñ osa que parecí a constituir la expresió n habitual de sus labios arqueados y altivos.

Se asegura que el genio es orgulloso y consciente de sí mismo. Yo no. puedo asegurar si Miss Ingram era un genio, pero sí que estaba muy consciente y muy orgullo­sa de sí misma. Inició una discusió n sobre botá nica con la gentil señ ora Dent. É sta parecí a no haber estudiado semejante ciencia, limitá ndose a asegurar que le gusta­ban las flores, «y sobre todo las silvestres». En cambio, Miss Ingram entendí a la materia y arrollaba a su interlo­cutora, gozá ndose en su ignorancia. Blanche podrí a ser inteligente, pero no era bondadosa. Tocaba bien, tení a buena voz, hablaba francé s en apartes con su madre, y lo hablaba excelentemente, con mucha naturalidad y apropiado acento.

Mary parecí a ser má s amable y sencilla que Blanche, así como era má s suave de facciones y má s blanca de tez (su hermana era morena como una españ ola). Pero su rostro carecí a de expresió n y sus ojos de brillo. Apenas hablaba nada. Una vez sentada, permanecí a inmó vil como una estatua en su pedestal. Las dos hermanas ves­tí an ropas blancas como la nieve.

¿ Gustarí a Blanche a Mr. Rochester? Yo no conocí a su opinió n en materia de belleza femenina. Si le agradaba lo majestuoso, necesariamente debí a de agradarle Miss Ingram. La mayorí a de los hombres debí an de admirar a Blanche, y de que é l la admiraba tambié n parecí ame te­ner evidentes pruebas. Para disipar la ú ltima sombra de duda me faltaba verles juntos.

Ya habrá s supuesto, lector, que Adè le no permaneció quieta ni muda. En cuanto entraron las señ oras, avanzó hacia ellas, hizo una solemne reverencia y dijo con gra­vedad:

-Buenas noches, señ oras.

Miss Ingram la miró burlonamente y exclamó: -¡ Uy, qué muñ equita!

Lady Lynn observó:

-Debe de ser la niñ a que tiene a su cargo Mr. Roches­ter. Nos ha hablado antes de ella. Es una francesita... Mrs. Dent tomó a Adè le por la mano y la dio un beso. Amy y Louisa Eshton gritaron a la vez:

-¡ Qué encanto de niñ a!

Y la llevaron a un sofá, donde la pequeñ a se sentó, charlando alternadamente en francé s y en inglé s chapu­rreado y atrayendo no só lo la atenció n de las jó venes, sino tambié n la de Lady Lynn y Mrs. Eshton.

Fue servido el café y se llamó a los hombres. Me senté a la relativa sombra de las cortinas de las ventanas, que me ocultaban a medias. La aparició n en grupo de los caballeros fue tan imponente como la de las señ oras. To­dos vestí an de negro. La mayorí a eran altos, y algunos muy jó venes. Henry y Frederick Lynn eran dos mucha­chos elegantes, y el coronel Dent un hombre de aspecto marcial. Mr. Eshton, magistrado del distrito, tení a un aspecto muy señ orial. Sus cabellos, completamente blancos, y sus cejas y patillas, negras aú n, le daban la apariencia de un pé re noble de thé à tre. Lord Ingram, como sus hermanas, era muy alto y, como ellas, muy arrogante, mas parecí a tener algo de la apatí a de su her­mana Mary, denotando má s vigor muscular que ardor de sangre o vivacidad de mente.

Mr. Rochester entró el ú ltimo. Yo procuré concentrar mi atenció n en la labor de que me habí a provisto. Al distinguir la figura de aquel hombre, recordé el momen­to en que le viera por ú ltima vez, cuando le acababa de prestar un inestimable servicio. Entonces é l, cogiendo mi mano y mirá ndome, habí a revelado una tumultuosa emoció n, de la que yo habí a participado. ¡ Qué pró ximo a é l me habí a sentido en aquel momento! Ahora, en cambio, ¡ qué lejanos está bamos el uno del otro! Tanto, que ni siquiera esperaba que viniese a hablarme. No me asombró, pues, que sin mirarme, se sentara al otro ex­tremo del saló n y comenzase a conversar con algunas señ oras.

Al observar que su atenció n estaba dedicada a ellas y que podí a, por tanto, mirarle sin ser vista, le contemplé, experimentando un agudo y a la vez doloroso placer en hacerlo: el placer que pueda experimentar quien, sin­tié ndose envenenado, bebe, a sabiendas, el dulce vene­no que le lleva a la tumba.

¡ Qué verdadero es el aforismo de que «la belleza está en los ojos del que mira»! El moreno y cuadrado rostro de Rochester, sus espesas cejas, sus penetrantes ojos, sus rudas facciones, su boca voluntariosa, no eran be­llos, segú n los cá nones de la esté tica, pero para mí eran má s que bellos: eran interesantes y estaban llenos de una sugestió n que me dominaba. Yo deseaba no amarle -el lector sabe el esfuerzo que realicé para extirpar mi amor- y, sin embargo, ahora que le veí a, la pasió n des­bordaba, impetuosa y fuerte. Aun sin mirarme, me obli­gaba a que le amase.

Le comparé con sus invitados. ¿ Qué valí an la gallarda gracia de los Lynn, la lá nguida elegancia de Lord In­gram, la marcial distinció n del coronel Dent, ante la energí a innata que emanaba de Rochester? En el aspec­to de aquellos no veí a nada sugestivo para mí, aun reco­nociendo que la mayorí a de las gentes les hubieran con­siderado atractivos, elegantes y distinguidos, mientras que de Mr. Rochester hubiesen dicho que estaba mal formado y que tení a un aire sombrí o. Pero yo, viendo son­reí r y reí r a los otros, pensaba que sus sonrisas no eran má s brillantes que la llama de una bují a, ni sus risas má s sonoras que el ruido de una campanilla. En cambio, cuando Rochester sonreí a, sus duras facciones se suavi­zaban y sus ojos brillaban con destellos a la vez acerados y dulces. En aquel momento hablaba a Louisa y Amy Eshton, y a mí me maravillaba ver la ecuanimidad con que ellas oí an lo que a mí me parecí a tan interesante. Me alegré al ver que no entornaban los ojos ni se rubori­zaban escuchá ndole. «No es para ellas lo que para mí -pensé -. É l no es del corte de ellas, sino del mí o. Estoy segura. Yo comprendo la elocuencia de sus movi­mientos y de su rostro. Aunque otras causas nos sepa­ren, en mi cerebro y en mi corazó n, en mi sangre y en mis nervios hay alguna cosa que me hace semejante a é l. ¿ Có mo he podido imaginar, hace pocos dí as, que nada tení amos que ver los dos, sino a efectos de salario, y que no podí a considerarle desde otro punto de vista que el de ser mi patró n? ¡ Qué blasfemia contra la naturaleza! Cuanto hay de bueno, de sincero y de vigoroso en mí, gira impulsivamente en torno de é l. Reconozco que debo ocultar mis sentimientos y que é l no se preocupa de mí para nada. Cuando digo que soy como é l, no quie­ro decir que posea su poder de sugestió n, ni su atractivo, sino só lo que tengo sentimientos e inclinaciones iguales a las suyas. Sé que hemos de vivir siempre distantes y, sin embargo, mientras yo sienta y aliente, le amaré. »

Se tomó el café. Las mujeres, desde que entraron los caballeros, se habí an vuelto repentinamente animadas y vivas como alondras. La conversació n era alegre. Dent y Eshton hablaban de polí tica, y sus mujeres les escucha­ban. Sir George -a quien he omitido describir y que era un robusto y corpulento caballero campesino- se colocó ante el sofá de aquellos con su taza de café en la mano, y de vez en cuando intercalaba alguna palabra. Frederick Lynn se habí a sentado junto a Mary Ingram y le enseñ aba los grabados de un magní fico libro. Ella miraba y sonreí a, pero apenas decí a nada. El alto y flemá ­tico Lord Ingram habí a apoyado los brazos en el respal­do de la silla de la menuda y vivaracha Amy Eshton, que le miraba gorjeando como un pá jaro. Sin duda le gusta­ba má s que Rochester. Henry Lynn habí a tomado pose­sió n de una otomana junto a Louisa, Adè le estaba a su lado y é l trataba de conversar en francé s con la niñ a, mientras Louisa se burlaba de los disparates que decí a. En cuanto a Blanche Ingram, se habí a sentado, sola, a una mesa, y permanecí a graciosamente inclinada sobre un á lbum. Parecí a esperar que alguien le hiciese compa­ñ í a, y no esperó largo rato, porque ella misma eligió un compañ ero.

Mr. Rochester, dejando a las Eshton, se sentó ante el fuego, donde quedó por unos instantes tan solitario como la Ingram ante la mesa. Blanche lo notó y se acer­có a é l, colocá ndose tambié n junto a la chimenea.

-Yo creí a, Mr. Rochester, que no le gustaban los niñ os.

-Y no me gustan.

-Entonces, ¿ por qué se ha encargado de esa muñ e­quita? - dijo, señ alando a Adè le-. ¿ De dó nde la ha sacado usted?

-No la saqué de sitio alguno: me la confiaron. -Debí a usted enviarla al colegio.

-Los colegios son caros.

-Bien, pero usted tiene una institutriz para la niñ a, segú n he visto... ¿ Se ha ido ya? No; está allí, junto a la ventana. Usted tiene que pagarla y eso le resulta má s caro aú n, porque, ademá s de pagar a esa mujer, necesita mantenerla.

Yo temí a -mejor serí a decir esperaba- que la alu­sió n motivase que Mr. Rochester me dirigiera una mira­da, pero no lo hizo.

-No me he parado a pensarlo -dijo é l con indife­rencia.

-Ustedes, los hombres, nunca tienen en cuenta la economí a ni el sentido comú n. Debí a usted oí r a mamá hablar de nuestras institutrices. Mary y yo hemos tenido lo menos una docena durante nuestra vida. La mitad eran odiosas y la otra mitad ridí culas, y todas resultaban muy gravosas. ¿ Verdad, mamá?

-¿ Qué me decí as?

La joven explicó con detalle su pregunta.

-Querida: ¡ no me hables de institutrices! Só lo oí r esa palabra me pone nerviosa. He sido má rtir de su incapa­cidad y de sus caprichos. ¡ Gracias a Dios que ya no ten­go que tratar con ellas!

Mrs. Dent se acercó a la viuda y le habló al oí do. Su­pongo, juzgando por la respuesta, que se trataba de una indicació n de que un miembro de aquella aborrecida raza se hallaba presente.

-Tant pis! -exclamó la viuda-. Confí o en que ello contribuya a hacerla mejor que las otras -y agregó, má s bajo, aunque lo bastante alto para que yo la oyese-: Ya lo habí a notado. Soy muy buena fisonomista, y reconoz­co en ella todos los defectos de las de su clase.

-¿ Qué defectos son esos? -inquirió Rochester. -Se lo diré a solas -repuso la señ ora, moviendo sig­nificativamente su turbante.

-Pero entonces mi despierta curiosidad quizá se haya dormido...

-Pregunte a Blanche, que está má s cerca de usted que yo.

-Podí as dejarme tranquila, mamá. Só lo una palabra tengo que decir respecto a esa tribu: que son unas fasti­diosas. No es que yo las haya tolerado mucho. ¡ La de burlas que hemos hecho Theodore y yo a nuestra Miss Wilson, y a nuestra Mrs. Greys, y a nuestra Madame Joubert! Mary no solí a estar lo bastante animada para colaborar en nuestras tretas. Las mejores fueron las que gastamos a Madame Joubert, porque Miss Wilson era una infeliz apocada, siempre llorosa, que no merecí a ni el trabajo de burlarse de ella, y Mrs. Greys era tan insen­sible que ningú n golpe la afectaba. ¡ Pero a la pobre Ma­dame Joubert! Aú n me parece verla, enfurecida cuando derramá bamos el té, manoseá bamos el pan, tirá bamos los libros y armá bamos una charanga golpeando la regla sobre el pupitre y la badila, en el cierre de la chimenea... ¿ Recuerdas aquellos felices dí as, Theodore?

-¡ Ya lo creo! -repuso Lord Ingram-. La pobre vie­ja gritaba: «¡ Niñ os malos! », y nos sermoneaba creyendo impresionarnos a nosotros, que é ramos unos muchachos inteligentes, mientras que ella era una ignorante.

-¿ Y te acuerdas, Theodore, de cuando yo te ayuda­ba a mortificar a tu preceptor, Mr. Vining, a quien solí a­mos poner apodos tan grotescos? É l y Miss Wilson se permitieron enamorarse, o al menos Theodore y yo nos lo figuramos. Les sorprendimos miradas tiernas y suspi­ros, que interpretá bamos como muestras de una belle passion, y yo te aseguré que en breve la noticia serí a del dominio pú blico. ¡ Y lo utilizamos como palanca para echar aquel desagradable peso fuera de casa! Mamá, en cuanto se informó del asunto, encontró que era una in­moralidad. ¿ No es cierto, madrecita?

-Sí, querida. Y lo pensaba con razó n. Existen mu­chos motivos para que no pueda tolerarse una relació n amorosa entre una institutriz y un preceptor en una casa bien organizada; en primer lugar, porque...

-¡ Por Dios, mamá, ahó rranos la exposició n de los motivos! Au reste, todos los conocemos: peligro de dar malos ejemplos a los inocentes niñ os, distracció n y negligencia en el desempeñ o de los cargos, alianza tá cita entre ambos profesores y, como consecuencia, actitudes insolentes y subversivas... ¿ Tengo razó n o no, señ ora baronesa de Ingram?

-Tienes razó n como siempre, florecita mí a. -Entonces no hay má s que hablar. Cambiemos de conversació n.

Amy Eshton no oyó esta ú ltima frase, e insistió en el tema, diciendo con su dulce tono infantil:

-Louisa y yo solí amos burlarnos de nuestra institu­triz, pero era tan buena que no se ofendí a nunca. ¿ Ver­dad que no, Louisa?

-No. Nos dejaba hacer lo que querí amos: registrar su pupitre, revolver su cesto de labor y sus cajones... Era muy condescendiente y nos concedí a cuanto le pe­dí amos.

-Creo -dijo Miss Ingram, plegando los labios iró ni­camente- que hemos tratado ya bastante ese tema, y que deberí amos pasar a uno nuevo. ¿ Apoya usted mi proposició n, Mr. Rochester?

-Coincido con usted en eso y en todo.

-Entonces, yo me encargaré de elegir otra distrac­ció n. ¿ Está usted en voz esta noche, Mr. Edward? -Lo estaré si usted lo manda, doñ a Bianca. -Entonces, mi soberano deseo es que usted ponga sus ó rganos vocales a mi real servicio.

Miss Ingram se sentó al piano con altanera gracia, ahuecó su ní veo vestido hasta darle una majestuosa am­plitud, y comenzó un brillante preludio. Aquella noche parecí a estar en su mejor forma, y tanto sus palabras como su aspecto suscitaban no só lo la admiració n, sino incluso el é xtasis de los que la oí an. Mientras tocaba, hablaba de esta suerte:

-Estoy harta de los jó venes de hoy dí a. Parecen niñ os: no pueden salir del jardí n sin permiso de papá, de mamá y del aya. No piensan má s que en cuidar sus bonitos rostros, sus blancas manos y sus pequeñ os pies... ¡ Como si el hombre tuviese que preocuparse de la belleza! ¡ Como si la hermosura no fuese cosa exclusiva de la mujer! Yo opino que una mujer fea es una má cula de la creació n, pero un caballero no debe pensar sino en parecer fuerte y valeroso. Su lema debe ser: cazar, esgrimir y luchar. El resto no merece la pena. Así opinarí a yo si fuera hombre. Hizo una pausa, que todos respetaron, y continuó:

-Yo aspiro a casarme no con un rival, sino con un rendido. Yo no sufrirí a un competidor; exigirí a de mi marido un homenaje exclusivo, no una devoció n com­partida entre mi persona y la imagen que é l viera en su espejo... Vamos, Mr. Rochester: cante, y yo le acompa­ñ aré al piano.

-Estoy dispuesto a obedecer.

-Aquí hay una canció n pirata. ¡ Me muero por los piratas! Cante, pues, con spirito.

-Las ó rdenes de sus labios infundirí an espí ritu hasta a un vaso de leche aguada.

-Bien. Pero á ndese con cuidado. Si no canta como debe, le humillaré mostrá ndole có mo hay que entonar esta canció n.

-Eso es ofrecer un premio a la incapacidad. Ahora procuraré hacerlo mal adrede...

-Gardez-vous en bien! Si usted lo hace mal a propó ­sito, le castigaré.

-Debe usted ser piadosa, ya que tiene en su mano aplicar un castigo mayor del que un mortal pueda so­portar.

-Explí quese -dijo ella.

-Es superflua la explicació n. Usted sabe muy bien que un simple enojo suyo es má s doloroso que el mayor de los castigos.

-Vamos, cante... -repuso ella.

Y comenzó a acompañ arle al piano, tocando con ex­quisito gusto.

«É ste es el momento de irme», pensé.

Pero las notas de la canció n me emocionaron tanto, que no me decidí. Mrs. Fairfax habí a dicho que Mr. Ro­chester tení a una bella voz, y era cierto. Poseí a una po­tente voz de bajo, a la que comunicaba todo su senti­miento, toda su energí a personal. Su acento penetraba hasta lo ú ltimo. Esperé a que la ú ltima nota de aquella canció n expirase, y luego inicié mi retirada hacia la puerta de escape, que afortunadamente estaba pró xima. Un estrecho pasillo conducí a desde ella al vestí bulo.

Al atravesarlo, reparé que habí a perdido una de mis sandalias y, para buscarla, me arrodillé al pie de la esca­lera. Oí abrir la puerta del comedor. Me apresuré a in­corporarme y me hallé cara a cara con Mr. Rochester. -¿ Có mo está usted? -me preguntó. -Muy bien, señ or.

-¿ Por qué no me ha dirigido la palabra en el saló n? Yo pensaba que lo mismo podí a preguntarse a é l, pero no me tomé tal liberad y repuse:

-No deseaba molestarle vié ndole entretenido, señ or. -¿ Qué ha hecho usted durante mi ausencia? -Nada de particular: enseñ ar a Adè le como siempre. -Y palidecer mucho, de paso. Está tan pá lida como la primera vez que la vi. ¿ Qué le ocurre? -Nada, señ or.

-¿ Acaso se acatarró usted la noche que estuvo a punto de ahogarme?

-Nada de eso.

-Vuelva al saló n. Es muy pronto. -Estoy cansada, señ or.

Me miró un instante.

-Sí, ya lo veo. Y tambié n un poco deprimida. ¿ Qué le sucede?

-Nada, señ or, nada. No estoy deprimida.

-Lo está usted hasta el punto de que si hablá semos algunas palabras má s, romperí a usted a llorar... En fin, por esta noche la dispenso, pero es mi deseo que todas las noches acuda al saló n. Retí rese y enví e a Sophie a buscar a Adè le. Buenas noches, queri...

Se interrumpió, apretó los labios y se fue brusca­mente.

 

XVIII

Los dí as en Thornfield Hall transcurrí an bulliciosos y alegres. ¡ Qué diferentes eran de los primeros tres meses de soledad y monotoní a que yo pasara bajo aquel techo! Todas las impresiones tristes parecí an haber huido de la casa, todas las ideas sombrí as parecí an haberse olvida­do. Era imposible atravesar la galerí a, antes siempre desierta, sin encontrar la elegante doncella de una de las señ oras o el presumido criado de uno de los caballeros.

La cocina, la despensa, el cuarto de estar de los criados, el vestí bulo, se hallaban siempre animados, y los aposentos no quedaban vací os má s que cuando el cielo azul y el sol brillante invitaban a pasear a los hué spedes de la casa. Cuando el tiempo cambió y se sucedieron dí as de continua lluvia, la jovialidad general no disminuyó por eso. Los entretenimientos de puertas adentro se intensifi­caron al disiparse la posibilidad de divertirse fuera.

Yo ignoraba el significado de la frase «jugar a las adi­vinanzas» que oí sugerir una tarde a alguien que deseaba cambiar las distracciones habituales. Se llamó a los cria­dos, se separaron las mesas del comedor, las luces se colocaron de otra forma y las sillas se situaron en semi­cí rculo. Mientras Mr. Rochester y los demá s caballeros dirigí an estos arreglos, las damas corrí an de un lado a otro llamando a sus doncellas. Se avisó a Mrs. Fairfax y se la interrogó sobre las existencias de chales, vestidos o telas de cualquier clase que se hallasen en la casa. Se registró el tercer piso y las doncellas bajaron con braza­das de viejos brocados, faldas, lazos y toda clase de anti­guas telas. Se hizo una selecció n de todo, y lo que pare­ció ú til se llevó a la sala.

Entretanto, Mr. Rochester reunió a las señ oras a su alrededor y eligió cierto nú mero de ellas y de caballeros. -Miss Ingram me pertenece, desde luego -dijo. Despué s nombró a las señ oritas Eshton y a Mrs. Dent. Tambié n me miró a mí. Yo estaba cerca de é l, ayudando a Mrs. Dent a sujetar un broche que se le habí a soltado.

-¿ Quiere usted jugar? -me preguntó Rochester. Denegué con la cabeza y é l no insistió. Satisfecha de haber obrado con acierto, volví tranquilamente a mi rincó n.

Rochester y sus auxiliares se retiraron má s allá de la cortina. Mr. Dent y los suyos se acomodaron en el grupo de sillas colocadas en forma de media luna. Uno de los caballeros, Mr. Eshton, cuchicheó al oí do de los demá s. Debí a proponer que se me invitara a unirme a ellos, porque oí decir instantá neamente a Lady Ingram:

-No. Me parece que es lo bastante estú pida para no saber jugar a nada.

Sonó una campanilla y se corrió la cortina. Bajo la arcada apareció la corpulenta figura de Sir George Lynn envuelto en una sá bana blanca. Ante é l, en una mesa, habí a un libro grande, abierto, y a su lado se ví a a Amy Eshton, vestida con un abrigo de Mr. Rochester y con otro libro en la mano. Alguien a quien no veí amos tocó otra vez la campanilla, y Adè le, que habí a insistido en ayudar a su protector, apareció esparciendo en su torno el contenido de una cesta de flores que llevaba al brazo. En seguida surgió la majestuosa figura de Miss Ingram, vestida de blanco, con un largo velo y una guirnalda de rosas en torno a la frente. Mr. Rochester iba a su lado. Ambos avanzaron hasta la mesa y se arrodillaron, mien­tras Mrs. Dent y Louisa Eshton, tambié n vestidas de blanco, les flanqueaban. Siguió una pantomima muda, en la que era fá cil reconocer un simulacro de matrimo­nio. Cuando concluyó, el coronel Dent consultó a los que estaban con é l, y tras un breve cuchicheo exclamó: -¡ Matrimonio!

Mr. Rochester se inclinó, asintiendo, y la cortina cayó. Transcurrió un largo intervalo. Al alzarse el cortinaje, reveló una escena mejor preparada que la anterior. Se veí a en primer té rmino un gran piló n de má rmol, que reconocí como perteneciente al invernadero, donde so­lí a hallarse rodeado de plantas exó ticas y conteniendo algunos pececillos dorados. Sin duda debí a de haber costado trabajo transportarlo, atendidos su volumen y peso.

Sentado en la alfombra junto a aquel piló n estaba Mr. Rochester, vestido con chales y tocado con un turbante. Sus ojos negros y su piel morena concordaban a maravi­lla con aquel atuendo. Parecí a un emir oriental. En se­guida sobrevino Blanche Ingram. Vestí a tambié n a esti­lo asiá tico, con una faja carmesí a la cintura y un pañ ue­lo bordado en torno a las sienes. Sus hermosos brazos estaban desnudos, y uno de ellos sostení a con mucha gracia un cantarillo sobre la cabeza. Su aspecto y sus ataví os sugerí an la idea de una princesa israelita de los tiempos patriarcales, y tal era, sin duda, el papel que trataba de representar.

Se aproximó al piló n, se inclinó sobre é l como para llenar el cantarillo y volvió a colocar é ste sobre su cabe­za. El personaje masculino le hizo entonces una pe­tició n:

-¡ Eh, apresurada! Dame el cantarillo y dé jame beber.

Y sacando de sus vestiduras un estuche, mostró en é l magní ficas pulseras y pendientes. Blanche parecí a sor­prendida y admirada. El, arrodillá ndose, colocó el teso­ro a los pies de la mujer, que expresaba en sus gestos y ademanes el placer y la incredulidad que sentí a. Enton­ces Rochester colocó las pulseras en las muñ ecas de la joven y los pendientes en sus orejas. Era, evidentemen­te, una reproducció n de la escena de Eliezer y Rebecca. No faltaban má s que los camellos.

Los que debí an adivinar el significado del cuadro cu­chichearon un rato. Al parecer, no se poní an de acuerdo en lo que la escena representaba. Al fin el coronel Dent, su portavoz, dio la respuesta oportuna y volvió a caer la cortina.

Al levantarse por tercera vez, só lo era visible una par­te del saló n, quedando lo demá s oculto tras un biombo del que colgaban lienzos oscuros y groseros. El piló n de má rmol habí a desaparecido. En su lugar habí a una mesa y una silla de cocina iluminadas por la opaca luz de una linterna.

En aquel só rdido escenario estaba sentado un hom­bre, con las manos atadas y la vista fija en el suelo. Pese a sus ropas en desorden y a su ennegrecida faz, reconocí en é l a Mr. Rochester. Vestí a una burda chaqueta, una de cuyas mangas, desgarrada, pendí a de su hombro, dando al protagonista el aspecto de haber sostenido una reciente refriega. Tales detalles, unidos a su desgreñ ado cabello, le disfrazaban muy bien. Al hacer un movimiento se oyó ruido de cadenas y vimos que llevaba gri­lletes en los tobillos.

-¡ Prisió n! -exclamó el coronel Dent, resolviendo el acertijo.

Pasado el tiempo necesario para que los actores se vistieran como de costumbre, volvieron al comedor. Blanche felicitaba a Mr. Rochester.

-¿ Sabe -le decí a- que de sus tres caracterizaciones me gusta la ú ltima má s que ninguna? ¡ Oh! Si hubiera usted vivido hace algunos añ os, ¡ qué magní fico saltea­dor de carreteras habrí a hecho usted!

-¿ No me queda nada de hollí n en la cara? -pregun­tó Rochester, volvié ndose hacia ella.

-Nada, desgraciadamente. ¡ Qué bien le sienta el dis­fraz de bandido!

-¿ Le gustan esos hé roes del camino real?

-Creo que un salteador inglé s debe de ser la cosa má s parecida.

-Bien. En todo caso, recuerde que somos mujer y marido, de lo que son testigos cuantos se hallan presen­tes. ¡ No hace aú n una hora que nos hemos casado! Ella rió y se ruborizó.

-Ahora le toca a usted, Dent -dijo Mr. Rochester. Y, mientras el otro bando se retiraba, é l, con el suyo, ocupó los asientos que quedaban vacantes. Miss Ingram se colocó al lado de Rochester. Los demá s, en sillas in­mediatas, a ambos lados de ellos. Yo dejé de mirar a los actores; habí a perdido todo interé s por los acertijos y, en cambio, mis ojos se sentí an irresistiblemente atraí dos por el cí rculo de espectadores. Ya no me interesaban las adivinanzas que propusiera el coronel Dent, sino las contestaciones que le fueran dadas. Vi a Mr. Rochester inclinarse hacia Blanche para consultarla y a ella acer­carse a é l hasta que los rizos de la joven casi tocaban los hombros y las mejillas de su compañ ero. Yo escuchaba sus cuchicheos y notaba las miradas que cambiaban en­tre sí.

Ya te he dicho, lector, que habí a comenzado a amar a Mr. Rochester. Y no podí a dejar ahora de amarle, por­que no reparase en mí; porque transcurrieran horas sin que sus ojos buscaran los mí os; porque sus miradas estu­vieran dedicadas exclusivamente a otra mujer; porque, si se fijaba casualmente en mí, se apresuraba a apartar la vista. No me era posible dejar de amarle aunque com­prendiera que habí a de casarse en breve con Blanche Ingram, como lo indicaba la orgullosa seguridad que ella parecí a mostrar respecto a sus intenciones. Yo, a pesar de todo, hubiera deseado que Rochester me dedicase aquellas amabilidades que, aunque negligentes e indife­rentes, encerraban para mí un cautivador e irresistible interé s.

Mi amor no se disipaba, no. Cabe suponer que se le­vantaran en mí una inmensa desesperació n y furiosos celos, si es que una mujer de mi posició n podí a sentir celos de Blanche Ingram. Sin embargo, yo, en realidad, no era celosa y el sentimiento que experimentaba no se expresa bien con tal palabra. Blanche era demasiado in­ferior para excitar mis celos. Perdó neseme la paradoja, porque sé lo que digo. Blanche deslumbraba, pero no era sincera; era muy brillante, pero muy pobre de men­talidad. Tení a el corazó n mezquino por naturaleza, como una tierra en la que nada fructificara espontá nea­mente. No era bené vola, no era original, repetí a frases leí das en los libros, no emití a nunca una opinió n propia. Desconocí a toda sensació n de simpatí a y piedad, y care­cí a de naturalidad y de ternura. Con frecuencia se trai­cionaba, como cuando exteriorizó la antipatí a que sin­tiera ante la pequeñ a Adè le. Si é sta se aproximaba a ella alguna vez, la rechazaba con algú n epí teto despectivo, ordená ndola incluso salir de la habitació n, y demostran­do siempre hacia la niñ a sequedad y acrimonia. Otros ojos -no só lo los mí os- apreciaban estas manifestacio­nes: su futuro prometido, Rochester, la observaba sin cesar. Y era lo bastante sagaz para, sin duda, saber per­cibir sus defectos.

Dada su evidente falta de pasió n por ella, dada su no­toria comprensió n de las malas cualidades de Miss In­gram, yo adivinaba que iba a desposarla por razones familiares y acaso prá cticas, pero no por amor. Aqué l era el punto neurá lgico de la cuestió n: no era posible que una mujer así le agradase. Si ella hubiese conquistado a Rochester, si é l sinceramente hubiese puesto su corazó n a sus pies, yo habrí a simbó licamente - muerto para ellos. Si Blanche hubiera sido una mujer buena, amable, sensible, apasionada, yo habrí a debido mantener una lu­cha a muerte con dos tigres: la desesperació n y los celos, que hubiesen devorado mi corazó n. Y, despué s, recono­ciendo la superioridad de Blanche, la hubiese admirado durante el resto de mis dí as, con tanta má s admiració n cuanto mayor fuera su superioridad. Pero la realidad era que los esfuerzos de la señ orita Ingram para seducir a Mr. Rochester fallaban, aunque ella misma no lo nota­se, y que, si insistí a en sus propó sitos, lo hací a estimula­da por su orgullo y por su amor propio.

Yo presentí a que si tales flechas lanzadas sobre Ro­chester hubieran sido arrojadas por mano má s segura, habrí an alcanzado su corazó n, hecho asomar el amor a sus ojos, la dulzura a su sarcá stico semblante y, en todo caso, aun sin estas manifestaciones externas, habrí an ga­nado una batalla silenciosa pero segura.

«¿ Por qué no habrí a yo de poder influirle má s, estan­do moralmente má s cerca de é l? -me pregunté -. Bien seguro es que ella no le ama o, al menos, le ama sin afecto profundo. De ser así, no precisarí a dar tan artifi­ciales muestras de interé s. A mi juicio, sobran tantas manifestaciones externas; podrí a estar má s tranquila: hablar y gesticular menos. Si ahora precisa esas malas artes para atraerle, ¿ a qué apelará cuando esté n casados? No creo que ella le haga feliz y, sin embargo, é l podrí a serlo y sabrí a hacer a su esposa la má s dichosa mujer del mundo. »

No formulaba censura alguna contra Mr. Rochester al considerar aquel probable matrimonio por interé s. Al principio me extrañ ó suponer en é l tal intenció n, ya que le creí a un hombre ajeno a los prejuicios vulgares res­pecto a la elecció n de mujer, pero cuanto má s considera­ba la posició n, educació n, etc., de los interesados, me­nos censurable me parecí a que realizasen un acto acorde con los principios que les fueran imbuidos desde la in­fancia y comunes a todos los de su clase, aunque yo no pudiera comprenderlos. Me parecí a que, si yo hubiese sido un hombre en el caso de Rochester, só lo me hubie­ra casado con una mujer a quien amase, pero a la vez admití a que las evidentes ventajas que en pro de la felici­dad matrimonial debí a ofrecer una determinació n así podí an estar contrapesadas por razones que yo ignoraba en absoluto, aun cuando hubiera deseado que todo el mundo obrase como yo pensaba.

En estas reflexiones prescindí a de los aspectos malos del cará cter de Rochester. Su desagradable sarcasmo, su dureza, me parecí an picantes condimentos de un exce­lente manjar. Y si su presencia era en algú n sentido in­grata, su ausencia hacia la vida insí pida para mí. Consi­deraba dichosa a Miss Ingram, porque iba a poder asomarse a los abismos del cará cter de aquel hombre y sondearlos.

Mientras yo no tení a ojos má s que para Rochester y su futura esposa, el resto de los invitados se ocupaban en sí mismos. Las señ oras Lynn e Ingram mantení an un grave debate. De vez en cuando moví an sus turbantes, agitaban sus cuatro manos en aná logos ademanes de asombro, secreto u horror, sin duda relativos al tema que trataban. Parecí an dos magní ficas muñ ecas. La amable señ ora Dent hablaba con la bondadosa Mrs. Esh­ton, y a veces una y otra me dirigí an una palabra o una sonrisa afectuosa. Sir George Lynn, el coronel Dent y Mr. Eshton discutí an de polí tica, de asuntos del condado o de temas judiciales. Lord Ingram cortejaba a Amy Eshton. Louisa cantaba y tocaba con uno de los Lynn, y Mary Ingram escuchaba con languidez la galante con­versació n del otro. De vez en vez, todos suspendí an uná nimemente su charla para escuchar y observar a los principales actores: Rochester y Blanche Ingram, que eran, en efecto, el cuerpo y alma de la reunió n. Si é l faltaba un rato del saló n, su ausencia parecí a producir cierto decaimiento en los á nimos de sus invitados, y tan pronto como entraba se reanimaba la vivacidad de la conversació n.

La necesidad de aquella estimulante influencia suya se puso de relieve un dí a que hubo de ir a Millcote a arre­glar unos asuntos y no volvió hasta muy tarde. La tarde estuvo lluviosa, motivo que hizo suspender una proyec­tada visita a un campamento de gitanos que se habí an establecido cerca de Hay. Algunos de los caballeros fue­ron a las cuadras, mientras los jó venes de ambos sexos jugaban al billar. Las viudas Ingram y Lynn se entrega­ban a una plá cida partida de naipes. Blanche Ingram, tras repeler con orgullosa taciturnidad algunos intentos de las Eshton y Dent para entablar conversació n, habí a tocado primero algunas romanzas sentimentales en el piano, y luego tomando una novela de la biblioteca, se habí a hundido en un sofá y se disponí a a matar con la lectura las tediosas horas de ausencia. El saló n y toda la casa estaban silenciosos. No se oí a má s que el choque de las bolas de billar.

Oscurecí a. Se acercaba la hora de vestirse para cenar, cuando la pequeñ a Adè le, que se hallaba arrodillada en el hueco de una ventana del saló n, exclamó:

-¡ Ya vuelve Mr. Rochester!

Yo me volví. Blanche Ingram se levantó del sofá y los demá s abandonaron sus ocupaciones, al tiempo que se sentí a sonar un ruido de ruedas y de cascos de caballos sobre la arena hú meda. Una silla de posta se aproxi­maba.

-¡ Qué raro es que vuelva a casa de este modo! -dijo Blanche-. Se fue montado en Mesrour y acompañ ado de Piloto. ¿ Qué habrá sido de esos animales?

Mientras hablaba, aproximaba a la ventana de tal modo su alta figura, que tuve que echarme hacia atrá s para dejarle sitio, a riesgo de romperme la espina dorsal. Entretanto, la silla de posta se detuvo y el viajero se apeó y tocó la campanilla. Era un hombre desconocido, alto, elegante, en traje de viaje. Pero no se trataba de Mr. Rochester.

-¡ Es indignante! -exclamó Miss Ingram. Y apostro­fó a Adè le-: Y tú, monicaca, ¿ qué haces ahí, en la ven­tana, dedicá ndote a dar noticias tontas?

Y lanzó sobre mí una mirada agria, como si yo hubie­se cometido algú n delito.

Se oyó hablar en el vestí bulo y en breve apareció el recié n llegado. Se inclinó ante Lady Ingram, conside­rá ndola, sin duda, la de má s edad de las presentes.

-Creo que llego con inoportunidad, señ ora -dijo-, ya que mi amigo Rochester está fuera, pero soy lo bas­tante í ntimo suyo para poder permitirme instalarme aquí en espera de su regreso.

Sus modales eran corteses y su voz me impresionó porque, sin tener precisamente acento extranjero, ha­blaba de un modo no corriente en Inglaterra. Su edad podí a ser la de Rochester: entre treinta y cuarenta añ os. Tení a el rostro muy pá lido, pero por lo demá s era un hombre de buena apariencia. Examiná ndole mejor, creí encontrar en su rostro algo desagradable o, má s bien, no agradable. Sus rasgos eran correctos, sus facciones sua­ves y sus ojos, aunque grandes y de bella forma, care­cí an de vida, o al menos me lo pareció.

El sonido de la campana que indicaba la hora de ves­tirse para comer dispersó la reunió n. No volví a ver a aquel hombre hasta despué s de comer, y me pareció que se hallaba en su centro. Pero su fisonomí a me agradó menos aú n que antes por un lado me impresionaba y por otro me parecí a inanimada. Sus ojos erraban de un lado a otro, sin expresió n alguna, lo que le daba un cu­rioso aspecto, tal como yo no viera nunca. A pesar de ser un hombre apuesto, me repelí a extraordinariamen­te. En aquel rostro ovalado de fino cutis no se apreciaba energí a viril, ni masculina firmeza en su nariz aquilina. Su boca era pequeñ a y tras su frente no parecí a caber pensamiento alguno, así como sus oscuros ojos apaga­dos parecí an carecer de todo poder de sugestió n. Mientras le contemplaba desde mi rincó n de costum­bre, a la luz de la chimenea -ya que estaba sentado en una butaca muy pró xima al fuego, como si sintiera frí o-, le comparaba con Rochester. Pensaba que no hubiera habido mayor diferencia entre ambos que entre un pato y un fiero halcó n, entre un dulce cordero y el mastí n de ardientes ojos que le guarda.

Habí a hablado de Mr. Rochester como de un antiguo amigo. ¡ Curiosa amistad, me confirmaba el proverbio de que «los extremos se tocan»! Junto a é l estaban sentados otros dos o tres señ ores, y de vez en cuando podí a oí r fragmentos de su conversació n. Al principio no les com­prendí bien, porque la charla de Louisa Eshton y Mary Ingram, sentadas muy cerca de mí, me hací an confundir las aisladas frases que les escuchaba. Les oí a decir: «Es un hombre hermoso. » «Un encanto de muchacho», de­cí a Louisa, agregando que «le gustaba con locura». Mary indicó su boca y su bella nariz como el ideal de la belleza.

-¡ Qué frente tan lisa tiene, sin ninguna de esas pro­tuberancias tan desagradables! -exclamó Louisa-. ¡ Y qué sonrisa tan dulce!

Con gran satisfacció n mí a, Henry Lynn las llevó a otro extremo de la sala para acordar no sé qué respecto a la aplazada excursió n.

Pude así concentrar mi atenció n en el grupo cercano al fuego, y entonces me informé de que el recié n llegado se llamaba Mason, que acababa de desembarcar en Inglaterra y que vení a de los paí ses tropicales. Aqué lla era, sin duda, la causa de que estuviese tan amarillo, de que se sentase junto a la chimenea y de que llevase un abrigo en casa. Las palabras Jamaica, Kingston, Puerto Españ a, indicaban que debí a tener su residencia en las Antillas. No sin sorpresa supe que fue allí donde contra­jo amistad con Mr. Rochester. Mencionó lo que disgus­taban a su amigo el ardiente calor, los huracanes y las é pocas lluviosas de aquellos paí ses. Yo no ignoraba que Rochester habí a viajado mucho -me lo habí a dicho Mrs. Fairfax-, pero siempre habí a creí do que sus viajes se limitaban al continente europeo, no habiendo oí do relatar sus visitas a má s lejanas regiones.

Reflexionaba en estas cosas, cuando un inesperado incidente vino a distraerme de mis pensamientos. Mr. Mason, que tiritaba cada vez que alguien abrí a la puer­ta, habí a pedido má s leñ a para el fuego, aunque las ceni­zas estaban aú n calientes y rojas. El criado que llevó la leñ a se detuvo un instante junto a la silla de Mr. Eshton y le dijo unas palabras en voz baja, de las que só lo oí: Vieja y muy desagradable.

-Dí gale que la encerraremos en el calabozo si no se va -replicó el magistrado.

-¡ No! -interrumpió el coronel Dent-. No lo haga­mos sin consultar a las señ oras -y añ adió -: Señ oras, ¿ no hablaban ustedes de visitar el campamento de los gitanos? Sam acaba de decir que en el cuarto de la servi­dumbre se halla una vieja gibosa que se empeñ a en de­cirnos la buenaventura.

-¡ Vamos, coronel! -exclamó Mrs. Ingram-. ¿ Cree que nos interesa una de esas impostoras? Má ndenla irse en seguida.

-No logramos convencerla de que se vaya, señ ora - -dijo el criado-. ¡ Ni yo ni ninguno! Mrs. Fairfax ha tratado de persuadirla, pero ella se ha sentado en un rincó n junto a la chimenea y asegura que no se irá mien­tras no la permitan entrar aquí.

-¿ Qué quiere? -preguntó Mrs. Eshton.

-Decir la buenaventura; jura que es necesario hacer­lo y que lo hará.

-¿ Qué aspecto tiene?

-Es una vieja feí sima y má s negra que una sarté n, señ ora. -¡ Una verdadera hechicera! -gritó Frederick-. ¡ Trá igala, trá igala!

-¡ Naturalmente! -agregó su hermano-. Serí a muy lamentable perder tal oportunidad.

-¿ Qué locura está is pensando, muchachos? -excla­mó Mrs. Lynn.

-Verdaderamente, una locura es -asintió la viuda Ingram.

-Nada de eso, mamá -replicó Blanche, girando so­bre el taburete del piano, donde se hallaba sentada en silencio, examinando partituras, al parecer-. Quiero que me predigan mi suerte. Má ndela entrar, Sam.

-¡ Pero, querida Blanche!... ¡ Comprende que...! -Yo comprendo todo lo que tú dices, pero quiero hacer lo que te digo. ¡ Pronto, Sam!

-¡ Sí, sí, sí! -gritaron todos los jó venes de ambos sexos-. Trá igala: nos divertiremos.

-Tiene una traza que... -indicó el criado, vacilan­do aú n.

-¡ Trá igala! -conminó Blanche.

La reunió n estaba muy excitada y se cruzaban risas y chanzas entre todos. Sam volvió a aparecer.

-Ahora no quiere venir -afirmó -. Dice (son sus propias palabras) que no es su misió n aparecer ante el vulgo, sino que debe ser llevada a un cuarto y dejada. Entonces sola recibirá allí, pero ú nicamente uno a uno, a quienes quieran consultarla.

-Ya lo ves, reina mí a... -comenzó Lady Ingram-. ¿ Te das cuenta, á ngel mí o, de que...?

-Llé vela a la biblioteca-atajó el á ngel-. Mi misió n no es tampoco escuchar a esa mujer ante el vulgo. De­seo verla a solas. ¿ Hay fuego en la biblioteca?

-Sí, señ ora. Pero esa mujer parece un...

-¡ Basta de charla! Haga lo que le digo, y no sea ca­bezota.

Sam desapareció de nuevo y la expectació n y la curio­sidad aumentaron.

-Ya está allí -dijo el criado al volver- y desea sa­ber quié n será el primero que la consulte.

-Creo que será mejor que vaya yo antes que las se­ñ oras -indicó el coronel Dent.

-Dí gala que va a ir un caballero, Sam.

Sam se fue y volvió.

-Dice, señ or, que no quiere ver a ningú n caballero, que no desea que é stos se tomen la molestia de ir a ver­la, ni -añ adió, reprimiendo la risa- tampoco las se­ñ oras, sino só lo las jovencitas y una a una.

-¡ Por Jú piter, que tiene buen gusto! -exclamó Henry Lynn.

Blanche Ingram se levantó solemnemente y dijo, con el acento que hubiera empleado el jefe de un ejé rcito lanzá ndose a la vanguardia de sus hombres cuando todo parecí a estar perdido:

-Yo iré.

-¡ Oh, cariñ o mí o, espera, reflexiona... ! -gritó su madre. Pero en vano, ya que su hija pasó ante ella en orgulloso silencio, cruzó la puerta que Dent abrió y la sentimos entrar en la biblioteca.

Siguió un relativo silencio. Mrs. Ingram se creyó obli­gada a retorcerse las manos con desesperació n. Mary declaró que ella no osarí a aventurarse a tal cosa. Amy y Louisa Eshton reí an por lo bajo y parecí an un tanto asustadas.

Los minutos pasaban lentamente: quince transcurrie­ron antes de que la puerta de la biblioteca tornara a abrirse. Blanche volvió al saló n.

¿ Se reirí a? ¿ Considerarí a aquello como un juego? Los ojos convergieron en ella con curiosidad y ella corres­pondió con una mirada frí a. No parecí a contenta. Se di­rigió a su asiento y lo ocupó otra vez, sin decir nada.

-¿ Y qué, Blanche? -preguntó Lord Ingram. -¿ Qué te ha dicho, hermana? -preguntó Mary. -¿ Qué piensa usted? ¿ Qué le ha parecido? ¿ Es una verdadera adivina? -inquirió Mrs. Eshton.

-¡ Voy, voy! -repuso Blanche-. ¡ No me metan tan­ta prisa! Veo que sus instintos de credulidad y asombro se excitan fá cilmente. Por la importancia que ustedes pare­cen dar a eso, se dirí a que tenemos en casa una auté ntica bruja en combinació n con el viejo señ or del castillo. No he visto má s que a una gitana vagabunda, que me ha examinado la palma de la mano y que me ha dicho lo que tales gentes suelen decir siempre. Y ahora que mi capricho ha sido satisfecho plenamente, creo que Mr. Eshton hará bien en meter en el calabozo a esa mujer mañ ana, como antes dijo.

Cogió un libro, se recostó en su silla y renunció a toda conversació n. La examiné durante media hora. En todo el tiempo no volvió ni una pá gina y su rostro se puso gradualmente má s sombrí o, má s desabrido, má s disgus­tado. Era notorio que no habí a oí do predicciones satis­factorias. Me pareció que, a pesar de su aparente indife­rencia, daba a las revelaciones que escuchara una im­portancia que no merecí an.

Entretanto, Mary Ingram, Amy Eshton y su hermana Louisa declararon que no se atreví an a ir solas a ver a la adivina, aunque no les faltaban deseos. Se entablaron negociaciones, con Sam como mediador, y tras muchas idas y venidas, la sibila, no sin dificultades, autorizó la entrada de tres muchachas en un solo grupo.

La visita no transcurrió tan silenciosa como la de Blanche. Oí amos grititos y risas histé ricas procedentes de la biblioteca, hasta que, al cabo de veinte minutos, las muchachas aparecieron corriendo en el vestí bulo, como si huyeran de la adivina.

-¡ Debe de ser un ente del otro mundo! -gritaban todas-. ¡ Qué cosas nos ha dicho! ¡ Sabe todos nuestros secretos!

Y cayeron, como abrumadas, en los asientos que los caballeros galantemente les ofrecí an.

Incitadas a explicarse, dijeron que aquella vieja les habí a contado cosas que ellas habí an dicho y hecho sien­do niñ as; descrito libros y adornos que tení an en sus ga­binetes; recordado los amigos que conocí an. Afirmaron tambié n que habí a adivinado sus pensamientos y cuchi­cheado al oí do de cada una el nombre de la persona a quien má s querí a en el mundo.

Los caballeros solicitaron mayores aclaraciones sobre este ú ltimo extremo, pero só lo obtuvieron rubores, exclamaciones y risas contenidas. Las matronas ofrecieron a las chicas sus frascos de sales, reprendié ndolas por no haber atendido sus consejos. Los caballeros de edad rie­ron y los jó venes ofrecieron su ayuda a las conmovidas beldades.

En medio de aquel tumulto, Sam, pará ndose ante mí, me habló:

-Perdó n, señ orita: la gitana dice que hay una joven má s en este saló n y que no se irá hasta que la haya visto. Debe de ser usted, ya que no hay otra. ¿ Qué le digo?

-Iré -dije, satisfecha de hallar ocasió n de satisfacer mi excitada curiosidad.

Me deslicé fuera de la estancia sin ser notada -ya que la atenció n general estaba atraí da por el tembloroso trí o que acababa de regresar- y cerré la puerta tras de mí.

-Si lo desea, señ orita -dijo Sam-, esperaré en el vestí bulo y así, si la vieja le asusta, me llama usted y entro en seguida.

-No, Sam: vué lvase a la cocina. No tengo temor al­guno.

Y no mentí a. Lo que sentí a en realidad era mucho interé s y excitació n.

 

XIX

Reinaba profunda tranquilidad en la biblioteca. La si­bila -si tal era- estaba có modamente sentada en un magní fico silló n junto a la chimenea. Llevaba un vestido rojo y un gorro negro -má s bien un deshilachado som­brero de gitana y un pañ uelo anudado bajo la barbilla. Habí a sobre la mesa una bují a apagada y la vieja parecí a leer, a la luz de la lumbre, un tomito negro, parecido a un devocionario. Leí a en voz alta, como la mayorí a de las viejas. Cuando entré no suspendió su lectura. Al pa­recer, querí a terminar un pá rrafo.

Me senté en la alfombra y me calenté las manos, que se me habí an quedado ateridas. Me sentí a tranquila como nunca. En el aspecto de la gitana no habí a nada de inquietante. Cerró el libro y me miró. Su pañ uelo y las alas de su sombrero cubrí an en gran parte su extrañ o rostro. Era oscuro y moreno; los bucles de su cabello colgaban sobre sus mejillas. Me examinó con escudriñ adora mirada.

-¿ Quiere que le diga la buenaventura? -preguntó con voz tan penetrante como sus ojos y tan dura como sus facciones.

-No me interesa nada, abuela: si usted quiere... Pero le confieso que no creo en ninguna de esas cosas. -Esperaba que tuviese usted ese descaro: lo he com­prendido por el ruido de sus pies al cruzar el umbral. -¿ Sí? Tiene usted buen oí do.

-Y buen ojo y buena cabeza. -Bastante falta le hará n para su trato. -Especialmente cuando encuentro clientes como usted. ¿ Có mo no se estremece? -Porque no tengo frí o. -¿ Có mo no palidece? -Porque no estoy mal.

-¿ Có mo no querí a consultar mi ciencia? -Porque no soy una necia.

La vieja emitió una carcajada cavernosa. Luego sacó una corta pipa y empezó a fumar. Despué s de haberse entregado a este placer, irguió su encorvado cuerpo, se quitó la pipa de los labios y, mirando fijamente el fuego, dijo subrayando las palabras:

-Usted tiene frí o, usted está enferma y usted es una necia.

-Prué bemelo -dije.

-Lo haré en pocas palabras. Tiene usted frí o porque está muy sola; está mal, porque le falta el mejor de los sentimientos, el mayor y má s dulce que puede experi­mentar el hombre, y es usted necia porque, sufriendo como sufre, no da una muestra ni inicia un paso para reunirse con el que la espera.

Volvió a aplicarse la pipa a los labios y fumó con re­novada energí a.

-Eso es fá cil de aplicar a cualquiera que esté como yo empleada en una gran casa y no tenga familia. -Me serí a fá cil aplicarlo a casi todos los que dice, pero ¿ con verdad?

-Para quienes esté n en mis circunstancias, sí. -Señ á leme alguien que se encuentre precisamente en las circunstancias de usted.

-Los hay a millares.

-Difí cilmente encontrarí amos uno. No sé si sabe us­ted lo especialmente que se encuentra situada en la vida. Tiene la felicidad al alcance de su mano. Los elementos de ella está n preparados; só lo es preciso un movimiento que los combine. Usted procura apartar las posibilida­des. Deles una ocasió n de florecer y fructificará n.

-No sé adivinar enigmas. En mi vida no he acertado a descifrar ni un jeroglí fico.

-Si quiere que le hable má s claramente, mué streme la palma de su mano.

-Supongo que tendré que darle una moneda de pla­ta, ¿ no?

-Por supuesto.

La entregué un chelí n. Lo colocó en una media que sacó de la faltriquera y enrolló en torno a la moneda y me dijo que le enseñ ase la mano. Examinó la palma sin tocarla.

-Es demasiado lisa -dijo-. Nada se puede leer en una mano como é sta. Casi no tiene lí neas. Ademá s, el destino no está escrito aquí.

-Lo creo -dije.

-No; está escrito en el rostro; en la frente, en torno a los ojos, en los ojos mismos, en las lí neas de la boca. Arrodí llese y dé jeme examinar su cara.

-Ahora se aproxima usted a la realidad. Empiezo a confiar en usted.

Me arrodillé a media vara de ella. Atizó el fuego hasta que la claridad que brotó de la leñ a removida iluminó mi rostro. Ella procuraba esquivar el suyo.

-Me extrañ an los sentimientos que experimenta us­ted-dijo, mientras me examinaba-. Me maravillan las impresiones que ha sentido su corazó n durante las horas que ha estado sentada en aquel cuarto, ante gentes que desfilaban frente a usted como siluetas proyectadas por una linterna má gica. Entre ellos y usted habí a tan poca simpatí a como si ellos fueran meras sombras de formas humanas y no seres reales.

-Me siento aburrida entre esas personas, y alguna vez hasta me da sueñ o, pero rara vez me encuentro a disgusto con ellas.

-¿ Confí a usted en llegar a librarse en el porvenir de la vida que lleva?

-Lo que má s espero es llegar a ahorrar algú n dinero para montar con é l una escuela en alguna casa alqui­lada...

-¿ De modo que es en eso en lo que sueñ a cuando se sienta en su rincó n junto a la ventana...? Ya ve que co­nozco sus costumbres.

-Se habrá enterado de ellas por los criados. -Piensa usted con mucha penetració n... Acaso haya acertado usted. A decir verdad, conozco a una sirviente de aquí: a Grace Poole.

Di un salto al oí r aquel nombre.

-¿ Usted, usted..? -dije-. ¡ Aquí hay alguna trama diabó lica!

-No se alarme -repuso-. Esa Poole es muy discre­ta y se puede confiar en ella... Pues como le iba dicien­do, cuando se sienta usted en su rincó n, ¿ no piensa má s que en su futura escuela? ¿ No siente algú n interé s por los que está n en el saló n? ¿ No suele usted contemplar el rostro de ninguno? ¿ No hay ni siquiera una figura cuyos movimientos siga usted, si no con otro interé s, por cu­riosidad?

-Miro todos los rostros; miro a todos los concu­rrentes.

-Pero ¿ a ninguno -o acaso a dos- con mayor in­teré s?

-Sí; lo hago. Cuando las miradas o los ademanes de cierta pareja parece que me narran un cuento, me di­vierte mirarlos.

-¿ Y qué cuento le narran?

-No hay duda sobre el caso. El cuento se limita a un cortejo y el catastró fico desenlace que es de suponer: un matrimonio...

-¿ Y ello le parece aburrido? -Realmente, no tiene interé s para mí.

-¿ De verdad? Cuando una señ orita, llena de vida y salud, encantadora, adornada con todas las dotes del na­cimiento elevado y de la riqueza, se sienta y sonrí e a un caballero a quien usted...

-Yo, ¿ qué?

-A quien usted conoce y quizá aprecia.

-Yo no conozco apenas a los caballeros que está n aquí. Casi no he cambiado ni una sí laba con ninguno. En cuanto a apreciarlos... A unos les considero demasiado graves y respetables y a otros demasiado guapos y jó ve­nes. Y todos está n en condiciones de recibir cuantas son­risas les plazcan, sin que tengan por qué ocuparse de mí.

-¿ De modo que usted no conoce a los caballeros que hay en esta casa? ¿ No ha cambiado ni una palabra con ninguno de ellos? ¿ Dirá usted lo mismo del dueñ o de la casa?

-No está ahora aquí.

-¡ Profunda e ingeniosa observació n! Cierto que se ha ido esta mañ ana a Millcote y que no volverá hasta entrada la noche o hasta mañ ana por la mañ ana, pero ¿ acaso tal circunstancia se excluye de la lista de los co­nocidos de usted? ¿ Acaso deja de existir por eso?

-No. Pero no comprendo qué tiene que ver Mr. Ro­chester con el tema que usted menciona.

-Yo hablaba de las señ oras que sonrí en a los caballe­ros, y tantas sonrisas femeninas ha recibido Mr. Roches­ter, que creo que podrí a llenar un almacé n con ellas... ¿ No se habí a dado usted cuenta?

-Mr. Rochester tiene perfecto derecho a disfrutar del trato de sus invitados.

-Nadie discute tal derecho, pero ¿ ha reparado en que cuanto se ha hablado aquí a propó sito de matrimo­nios concierne principalmente a Mr. Rochester?

-El interé s del que escucha estimula la lengua del que habla -dije, má s que para la gitana, para mí misma.

La extrañ a voz de aquella mujer y sus modales me habí an sumergido en una especie de extrañ o sueñ o. Inesperadas palabras brotaban de sus labios una tras otra, envolvié ndome en un manto de cosas desconocidas y misteriosas.

-¡ El interé s del que escucha! dijo la vieja-. Sí; Mr. Rochester se ha sentado a veces con el oí do atento a los fascinadores labios que con tanto interé s le hablan. Y Mr. Rochester está agradecido al entretenimiento que le han proporcionado... ¿ No lo ha notado usted?

-¿ Agradecido? No es precisamente gratitud lo que he creí do ver en su rostro.

-¿ Así que le ha estado observando? ¿ Y qué ha creí ­do ver, si no gratitud?

No contesté.

-Ha visto usted amor, ¿ no es eso? Y luego ha creí do ya verle casado y feliz en su matrimonio...

-¡ Hum! No es eso precisamente. -Entonces, ¿ qué demonios ha visto usted?

-No interesa. Yo vengo a saber, no a confesar. ¿ Se casará Mr. Rochester?

-Sí: con la hermosa Miss Ingram. -¿ Pronto?

-Las apariencias conducen a esa conclusió n. Y (pese a la reprensible audacia con que usted juzga estas cosas) probablemente será un matrimonio feliz. É l debe de amar necesariamente a una señ ora tan bella, noble y cumplida, y ella probablemente le ama a é l, y si no a su persona, al menos su bolsa... Estoy segura de que consi­dera muy digno de ser su esposo a Mr. Rochester, aun­que (¡ Dios me perdone! ) yo la he dicho hace una hora algo que hizo ponerse seria su mirada y plegarse su boca... La predije que si apareciese otro pretendiente má s rico, ella despreciarí a a Rochester.

-Bien, abuela, pero yo no he venido a saber la bue­naventura de Mr. Rochester, sino la mí a. Y usted no me ha dicho nada sobre ella.

-Su suerte está aú n muy dudosa: algunos de los ras­gos de su rostro contradicen los demá s. El destino le ofrece una posibilidad de dicha; eso es evidente. Yo lo sabí a antes de venir aquí esta noche. La suerte ha reser­vado un rinconcito para usted. De usted depende coger con la mano la fortuna que le ofrecen. Que lo haga o no, es discutible. Arrodí llese otra vez en la alfombra.

-Procure que no sea por mucho tiempo. Me molesta el fuego.

Volví a arrodillarme. No se inclinó hacia mí. Se limitó a mirarme, echá ndose hacia atrá s en su silla, y comenzó a murmurar:

-La llama, al reflejarse en sus ojos, los hace brillar como el rocí o. Son dulces y está n llenos de ternura. En sus claras pupilas, las impresiones se suceden a las im­presiones. Cuando dejan de sonreí r, se entristecen y pesa sobre ellos una inconsciente laxitud, hija de la me­lancolí a derivada de su soledad. Ahora se separan de mí, incapaces de tolerar má s escrutinios y parecen ne­gar, con una mirada de burla, la verdad de los descubri­mientos que yo acabo de hacer respeto a su sensibilidad y a su tristeza. Pero su orgullo y su reserva no hacen má s que confirmarse en mi opinió n.

»En cuanto a la boca, le gusta a veces reí r, para hacer sentir a los demá s lo que su alma experimenta, aunque me parece muy reservada cuando se trata de ciertos sen­timientos del corazó n.

»No veo obstá culos a que goce de una suerte feliz, sino en ese entrecejo, un entrecejo orgulloso, que pare­ce querer decir: " Yo puedo vivir sola, si el respeto de mí misma y las circunstancias me obligaran a ello. No nece­sito vender mi alma a un comprador de felicidad. Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese de pagar por la dicha un precio de­masiado caro. " En la frente se lee: " Mi razó n es só lida y no permitirá a los sentimientos entregarse a sus desorde­nadas pasiones. Podrá n las pasiones bramar y los deseos imaginar toda clase de cosas vanas, pero la sensatez dirá siempre la ú ltima palabra sobre el asunto y emitirá el voto decisivo en todas las determinaciones. Podrá n pro­ducirse violentos huracanes, impetuosos temblores de tierra, ardorosas llamas, pero yo seguiré siempre los dic­tados de esa voz interior que interpreta los dictados de la conciencia. "

»Bien pensado. Lo que se lee en su frente es digno de todo respeto. En cuanto a mí, he formado mis planes y los desarrollaré segú n los dictados de la conciencia y los consejos de la razó n. Sé lo pronto que pasa la juventud y desaparece la lozaní a cuando la vergü enza o el remordi­miento los amargan. Deseo consolar y no brillar, conse­guir la gratitud de los demá s y no crear lá grimas de san­gre. No deseo poner hiel en las cosas, sino infundirlas dulzura, sonrisas, encanto... Y lo haré. Me parece vivir un sueñ o inefable. Quisiera prolongar este momento ad infinitum, pero no es posible. Y ahora, Miss Eyre, le­vá ntese y vá yase. El juego ha terminado.

¿ Dó nde me encontraba? ¿ Soñ aba o estaba despierta? La voz de la vieja habí a cambiado y sus ademanes y su voz me eran tan familiares como mi propia imagen en un espejo, como el sonido de mi propia voz. Me incorporé, pero no me fui. La miré. Ella se quitaba el gorro y el pañ uelo y me ordenaba de nuevo que marchase. La lla­ma iluminaba su mano y reconocí aquella mano, y hasta vi en su dedo meñ ique el anillo y la piedra preciosa que viera un centenar de veces. Volví a mirar aquel rostro, que ya no se esquivaba. Al contrario, libre ya de som­brero y pañ uelo, se inclinaba hacia el mí o.

-¿ Me conoce ahora, Jane? -preguntó la voz fami­liar.

-Si se quita el vestido encarnado, señ or...

-Está muy fuerte el cordó n. Ayú deme a soltarlo. -Ró mpalo.

-¡ Ea, ya está! -Y Mr. Rochester se libró de su disfraz.

-¡ Qué idea tan original ha tenido usted, señ or! -Y creo que la he realizado felizmente, ¿ no? -Con las señ oras me parece que sí.

-¿ Y con usted?

-No procedió conmigo como una gitana. -Pues ¿ có mo procedí?

-Usted ha hablado cosas absurdas para hacerme ha­blar a mí del mismo modo. Eso no está bien, señ or. -¿ Me perdona, Jane?

-Primero tengo que pensarlo. Si pensá ndolo deduz­co que no he cometido grandes absurdos, le perdonaré. Pero no está bien, señ or, lo repito.

-¡ Bah! Usted ha procedido muy correctamente, con mucha cautela, con mucha sensatez.

Reflexioné en efecto. Desde el principio habí a perma­necido en guardia, sospechando alguna broma en todo aquello. Sabí a que las gitanas y las adivinas no se expresan en los té rminos que lo hiciera la supuesta vieja. Habí a no­tado, ademá s, la voz fingida, el afá n de ocultar las faccio­nes. Y pensé en Grace Poole, aquel enigma viviente, aquel misterio de misterios, segú n yo la consideraba. Mas no se me habí a ocurrido pensar en Mr. Rochester.

-Bien -dijo é l-. ¿ Qué opina usted? ¿ Qué significa esa sonrisa?

-Asombro y satisfacció n de mí misma, señ or. ¿ Pue­do retirarme?

-No: qué dese un momento y dí game lo que estaban haciendo en el saló n los invitados.

-Hablando de la gitana.

-Sié ntese y cué nteme lo que decí an.

-Ya es tarde; son cerca de las once. ¿ No sabe, Mr. Rochester, que ha venido un forastero?

-¿ Un forastero? ¿ Quié n puede ser? No espero a nin­guno. ¿ Se fue?

-No. Indicó que le conocí a a usted hace tiempo y que podí a tomarse la libertad de esperar en esta casa hasta que volviera.

-¿ Dijo su nombre?

-Se llama Mason, señ or, y creo que viene de Puerto Españ a.

Mr. Rochester habí a tomado mi mano como para con­ducirme a una silla. Al oí rme, me la apretó convulsiva­mente, la sonrisa despareció de sus labios y un estreme­cimiento recorrió su cuerpo.

-¡ Mason, el indiano! -dijo, en el tono con que un autó mata pronunciarí a las ú nicas palabras que fuera ca­paz de decir-. ¡ Mason, el indiano! -repitió. Se habí a puesto pá lido como la ceniza, y reiteró hasta tres veces la misma frase, como sin darse cuenta de lo que decí a. -¿ Se siente mal, señ or? -pregunté. -Estoy anonadado, Jane. Me tambaleo. -Apó yese en mí, señ or.

-Es la segunda vez que me ofrece su brazo. Permí ­tame.

-Sí, sí, señ or.

Se sentó y me hizo sentar. Cogió mi mano entre las suyas y me contempló con turbados ojos.

-Amiguita mí a -dijo-, quisiera estar solo con us­ted en una isla desierta, lejos de turbaciones, peligros y odiosos recuerdos.

-¿ Puedo servirle en algo, señ or? Darí a mi vida por ayudarle.

-Si necesito su ayuda, Jane, la solicitaré. Se lo pro­meto.

-Gracias, señ or. Dí game lo que debo hacer.

-En este momento, Jane, trá igame del comedor un vaso de vino. Deben de estar comiendo ya. Dí game si Mason está con ellos y lo que hace.

Encontré a todos en el comedor, en efecto. La cena estaba colocada en el aparador y cada uno habí a tomado lo que se le antojara, colocá ndose aquí y allá en grupos, y sosteniendo en las manos platos y vasos. Reí an alegremente y las conversaciones era muy anima­das. Mr. Mason estaba junto al fuego, hablando con Mr. y Mrs. Dent, y parecí a tan alegre como los demá s. Llené un vaso de vino. Blanche Ingram me contemplaba como si pensase que me tomaba una libertad increí ble. Volví a la biblioteca.

La palidez de Mr. Rochester habí a desaparecido y se mostraba otra vez firme y tranquilo. Tomó el vaso. -¡ A la salud de usted, amable amiga! -dijo vacian­do el vaso y devolvié ndomelo-. ¿ Qué está n haciendo, Jane?

-Riendo y hablando, señ or.

-¿ No tienen un aspecto grave y misterioso, como si hubiesen oí do algo extrañ o?

-No: está n muy alegres. -¿ Y Mason?

-Tan alegre como los demá s.

-Si todas esas gentes me atacaran en masa, ¿ qué ha­rí a usted?

-Arrojarlos de aquí, señ or, si me era posible.

-Y si yo fuera a su encuentro, y todos me acogieran con frialdad y luego, uno a uno, despreciativamente, se alejaran de mí, ¿ les seguirí a usted? -interrogó, con una ligera sonrisa.

-Al contrario, señ or: entonces me serí a má s grato quedarme con usted.

-¿ Para consolarme?

-Sí, si estaba a mi alcance.

-¿ Y si la vituperaran por quedarse conmigo? -Seguramente no me enterarí a de sus vituperios, y de enterarme me tendrí a sin cuidado.

-¿ Así que arrostrarí a usted por mí incluso que la cri­ticasen?

-Creo que lo harí a por cualquier amigo a quien apre­ciara, como creo que usted lo harí a tambié n.

-Bien. Vaya al comedor y diga a Mason en un aparte que el señ or Rochester ha vuelto y desea hablarle. Trá i­gale aquí y má rchese luego.

-Sí, señ or.

Hice lo que deseaba. Al pasar entre ellos, todos me miraron. Transmití el mensaje a Mr. Mason, le precedí hasta la biblioteca y luego subí las escaleras.

Una hora má s tarde, cuando ya llevaba rato en el le­cho, sentí a los invitados entrar en sus habitaciones. Oí la voz de Rochester diciendo:

-Por aquí, Mason: é sta es su alcoba.

La voz era alegre y despreocupada. Sentí el corazó n aliviado y me dormí en seguida.

 

XX

Habí a olvidado correr las cortinillas y cerrar las con­traventanas. La consecuencia fue que cuando la luna, llena y brillante en la noche serena, alcanzó determina­da altura en el cielo, su esplé ndida luz, pasando a travé s de los cristales, me despertó. El disco plateado y cristali­no de la luna era muy bello, pero me producí a un efecto en exceso solemne. Me incorporé y alargué el brazo para correr las cortinillas.

¡ Dios mí o, qué grito oí en aquel instante! Un sonido agudo, salvaje, estremecedor, que rompió la calma de la noche, recorriendo de extremo a extremo Thornfiel Hall.

Mi pulso, mi corazó n y mi brazo se paralizaron. El grito se apagó y no se repitió.

Procedí a sin duda del tercer piso. Encima de mí se sentí a ahora rumor de lucha. Una voz medio sofocada gritó tres veces:

-¡ Socorro!

Oí nuevos ruidos sobre el techo y una voz clamó: -¡ Rochester: ven, por amor de Dios!

Se abrió una puerta, alguien corrió por la galerí a. Sentí nuevas pisadas en el piso alto y luego una caí da. El silencio se restableció.

Acerté a ponerme alguna ropa, a pesar de que el horror paralizaba mis miembros. Salí de mi dormitorio. To­dos los invitados habí an despertado. Se sentí an exclama­ciones y murmullos de horror en todos los cuartos, las puertas se abrí an una tras otra y la galerí a se llenaba de gente. Se oí a decir: «¿ Qué es? », «¿ Qué pasa? », «Encien­dan luz», «¿ Hay fuego? », «¿ Son ladrones? » Salvo la luz de la luna, que entraba por las ventanas, la oscuridad era completa. Todos corrí an de un lado para otro, tropezá n­dose, pisá ndose. Reinaba una confusió n indescriptible.

-¿ Dó nde diablo está Rochester? -gritó el coronel Dent-. No le encuentro en su alcoba.

-Aquí, aquí -se oyó contestar-. Tranquilí cense; ya vuelvo.

La puerta del final de la galerí a se abrió y el dueñ o de la casa apareció llevando una bují a. Vení a del piso alto. Miss Ingram corrió hacia é l y le asió de un brazo.

-¿ Qué ha ocurrido? Dí ganoslo en seguida, sea lo que fuere.

-¡ Pero no me estrangulen! -repuso Rochester, viendo que las Eshton caí an tambié n sobre é l y que las dos viudas, vestidas con sus amplias batas de noche, se dirigí an tambié n a su encuentro, como buques navegan­do a toda vela.

-No pasa nada, no pasa nada -agregó -. Mucho ruido y pocas nueces. Sepá rense, señ oras: las voy a po­ner perdidas de cera.

Ofrecí a un aspecto terrible: sus ojos centelleaban. Dominá ndose con visible esfuerzo continuó:

-Una criada ha tenido una pesadilla. Eso es todo. Se trata de una persona irritable y nerviosa. Ha soñ ado con una aparició n y el miedo le ha producido un ataque. Les ruego que vuelvan todos a sus cuartos. Caballeros: den ejemplo a las señ oras. Miss Ingram: estoy seguro que usted sabrá dominar ese inmotivado terror. Amy y Louisa: vué lvanse a sus nidos, como dos dó ciles palomi­tas que son. Y ustedes, señ oras -dijo, dirigié ndose a las viudas-, se acatarrará n si siguen má s tiempo así en esta galerí a helada.

Alternando las ó rdenes y las palabras amables, logró que todos volviesen a sus lechos. Yo me retiré al mí o tan silenciosamente como lo habí a abandonado.

Pero no me acosté: antes bien, me vestí por completo para prepararme a toda contingencia. Los ruidos y ex­clamaciones que yo oyera acaso no los hubiesen sentido los demá s, ya que procedí an del cuarto situado sobre el mí o. Así, yo estaba segura de que lo de la pesadilla de una criada habí a sido mera invenció n para tranquilizar a los invitados. Una vez vestida, permanecí junto a la ven­tana, mirando los campos silenciosos iluminados por la luna, en espera no sabí a de qué. Suponí a que seguirí a algú n acontecimiento al grito, la lucha y la petició n de socorro.

La tranquilidad renació. Cesaron gradualmente movi­mientos y murmullos y Thornfield Hall quedó silencioso como un desierto. Dijé rase que el sueñ o y la noche ha­bí an restablecido un imperio. Como estar sentada en la oscuridad y con el frí o que hací a era poco agradable, resolví tenderme, vestida, sobre el lecho. Me aparté de la ventana y me deslicé sin ruido sobre la alfombra. Cuando estaba descalzá ndome, una mano golpeó suavemente la puerta.

-¿ Me necesitan? -pregunté.

-¿ Está usted levantada y vestida? -preguntó la voz de Rochester.

-Sí, señ or.

-Entonces salga sin hacer ruido.

Obedecí. Mr. Rochester estaba en la galerí a, llevando una luz.

-La necesito -dijo-. Sí game sin que nos sientan. Gracias a mis zapatillas, pude recorrer la galerí a tan silenciosamente como un gato. Subimos las escaleras y nos detuvimos en el oscuro corredor del aciago tercer piso. Rochester me precedí a.

-¿ Tiene usted sales? -cuchicheó -. ¿ Y una espon­ja?

-Sí, señ or.

-Trá igalos.

Bajé a mi cuarto, cogí la esponja y las sales y volví sobre mis pasos. É l me esperaba. Llevaba una llave en la mano. La introdujo en la cerradura de una de las puertecillas negras del pasillo, se detuvo un instante y me preguntó:

-¿ No le asusta la sangre?

-Creo que no. Hasta ahora, nunca...

Me estremecí al contestarle, pero no era de frí o ni por debilidad.

-Deme la mano -dijo-. Hay que prevenir un mareo...

Puse mis dedos en los suyos. É l murmuró «¡ Á nimo! » y abrió la puerta.

Era un cuarto que yo recordaba haber visto antes: el dí a en que Mrs. Fairfax me mostró la casa. Entonces tení a las paredes tapizadas, pero ahora habí an desapare­cido los tapices, permitiendo distinguir una puerta antes disimulada debajo de ellos. La puerta estaba abierta y de ella salí a luz. Oí un sonido semejante al quejido de un perro. Mr. Rochester, dejando la bují a, me dijo: «Espere un minuto», y entró en el cuarto interior. Una carcajada le acogió al entrar, terminando en el caracte­rí stico «¡ Ja, ja! », de Grace Poole. Ella estaba, pues, allí. Rochester no habló, pero debió de dar algunas ó rdenes silenciosas. Oí una voz reprimida que le interpelaba. Luego salió y cerró la puerta tras de sí.

-Venga aquí, Jane -dijo. Y me condujo junto a un lecho cubierto con cortinas oscuras. Al lado de la cabe­cera habí a una butaca y en ella sentado estaba un hom­bre sin chaqueta. Tení a los ojos cerrados y recostaba la cabeza en el respaldo del asiento. A la luz de la bují a de Rochester reconocí en aquella pá lida faz la de Mason, el forastero. Uno de sus brazos y su camisa estaban empa­pados en sangre.

-Tome la vela -dijo Rochester.

Le obedecí. É l cogió el jarro de agua del lavabo. Hu­medeció la esponja y frotó con ella la cadavé rica faz de Mr. Mason; luego me pidió el frasco de sales y lo aplicó a las narices del desvanecido. Mason abrió los ojos y se quejó. Rochester desabotonó la camisa del herido, cuyo brazo y hombro estaban vendados. Con la esponja co­menzó a restañ ar la sangre.

-¿ Es de peligro? -preguntó Mason.

-¡ Bah! Un simple rasguñ o. Ten á nimo. Ahora voy a buscar un mé dico y confí o que mañ ana estará s en estado de que te traslademos de aquí. Jane...

-¿ Señ or?

-Voy a dejarla sola, durante una hora o dos, con este señ or. Usted le restañ ará la sangre si vuelve a tener he­morragia. Si se desmaya, le aplica agua a los labios y le da a oler las sales. No le hable bajo pretexto alguno. En cuanto a ti, Ricardo, no respondo de tu vida si abres los labios, si te mueves...

El pobre hombre volvió a quejarse, pero no se movió. Al parecer, el temor a la muerte o a lo que fuera le paralizaba. Rochester me entregó la esponja ensangren­tada y yo comencé a usarla como le habí a visto hacer a é l. Me miró por un instante y dicié ndome: «Acué rdese: nada de conversació n», salió del cuarto. Experimenté una sensació n extrañ a cuando la llave giró en la cerradu­ra y el rumor de sus pasos se apagó en la escalera.

Me hallaba en aquel fantá stico tercer piso, encerrada en una de sus celdas en plena noche, sola con un hombre pá lido y ensangrentado, y separada de una asesina, só lo por una puerta. Si lo demá s era hasta cierto punto so­portable, me estremecí a al pensar en la posibilidad de que Grace Poole abriese y cayera sobre mí.

Sin embargo, no podí a moverme. Debí a cuidar de aquel hombre, cuyos labios estaban condenados al silen­cio, cuyos ojos se abrí an y cerraban alternativamente, y ora erraban, temerosos, por la habitació n, ora se fijaban en mí. De vez en cuando, humedecí a la esponja para seguir restañ ando la sangre. A la luz de la vacilante bu­jí a, veí a las oscuras sombras de las tapicerí as que me rodeaban, las má s oscuras aú n de las cortinas del vasto lecho antiguo y las puertas de un gran gabinete conti­guo, divididas en doce paneles, en cada uno de los cua­les estaba representada la cabeza de uno de los doce Apó stoles, coroná ndolos un crucifijo de é bano con un Cristo expirante.

La combinació n de luces y sombras que producí a la temblorosa llama de la vela me permití a ver, a interva­los, el barbado rostro de Lucas, la larga cabellera flotan­te de San Juan y hasta la diabó lica faz de Judas el trai­dor, que parecí a salirse de su marco y reproducir las for­mas mismas del propio Satá n.

Yo escuchaba, tratando de percibir los movimientos de la fiera o demonio que se hallaba en la habitació n interior. Pero desde que se fuera Mr. Rochester só lo oí, con grandes intervalos, tres sonidos: una pisada, una breve repetició n de aquella especie de gruñ ido canino que a veces sintiera y un quejido humano.

¿ Qué clase de criminal -pensaba yo- era aquella que viví a en una casa cuyo propietario no podí a expul­sarla ni someterla? ¿ Qué misterio, ora suelto en llamas, ora en sangre, acontecí a en aquellas noches oscuras? ¿ Qué clase de ser era aqué l?

¿ Y por qué aquel hombre, aquel extranjero de tan insignificante aspecto que se hallaba ante mí, habí a sido envuelto en la ola de horror? ¿ Por qué la Furia habí a caí do sobre é l? ¿ Qué hací a a deshora en tal lugar inusi­tado de la casa, cuando debí a encontrarse en su alcoba? ¿ Qué le habí a traí do hasta aquí? ¿ Y por qué se resigna­ba a la violencia de que fuera ví ctima? ¿ Por qué se so­metí a a la ocultació n a que Rochester le forzaba? ¿ Por qué Rochester toleraba aquello? Su hué sped habí a sido agredido, su propia vida habí a corrido peligro una vez y, sin embargo, guardaba en secreto ambos atentados. Yo habí a visto a Mason aceptar la voluntad de Rochester: las pocas palabras cruzadas entre ellos me lo demostra­ban. Era evidente que en las anteriores relaciones de ambos la pasiva disposició n de á nimo de uno de ellos de­bí a haber sido influida por la energí a del otro. ¿ Por qué, pues, aquel abatimiento de Rochester cuando supo la llegada de Mason? ¿ Por qué la noticia de la llegada de aquel a quien dominaba como a un niñ o habí a caí do so­bre é l como un rayo sobre un roble?

Imposible olvidar su mirada y su palidez al murmurar: «Estoy anonadado, Jane», ni el temblor de su brazo al apoyarse, entonces, en el mí o. Es imposible tambié n esclarecer lo que podí a impresionar de tal modo el resuel­to á nimo y la energí a de Fairfax Rochester.

«¿ Cuá ndo vendrá, cuá ndo vendrá? », me preguntaba, impaciente, a lo largo de aquella interminable noche, mientras mi ensangrentado compañ ero sangraba má s y má s, suspiraba y desfallecí a. Pero no llegaba el dí a ni nadie vení a en nuestro socorro. Cada vez con má s fre­cuencia habí a de aplicar agua a los exangü es labios de Mason y hacerle oler las sales. Pero mis esfuerzos pare­cí an esté riles. Fuese la pé rdida de sangre, el sufrimiento fí sico, el mental, o todo reunido, el caso era que aquel hombre estaba muy postrado. Se quejaba de un modo tal, parecí a tan agotado y dé bil, que yo le suponí a mori­bundo. ¡ Y, sin embargo, no podí a hablarle!

La bují a se apagó. A travé s de las cortinas de la venta­na distinguí una claridad gris: el alba se aproximaba. Oí ladrar a Piloto y mi esperanza renació. Cinco minutos má s tarde, la llave rechinó en la cerradura, y me sentí aliviada. La espera no debí a de haber durado má s de dos horas, pero muchas semanas de mi vida me parecieron má s cortas que aquella noche.

Mr. Rochester entró y, con é l, el mé dico que habí a ido a buscar.

-Escuche, Carter: só lo le doy media hora - dijo Mr. Rochester a su acompañ ante- para curar la herida, vendarla y poner a este hombre en condiciones de mar­charse.

-¿ Y si se desmaya al moverse?

-No se trata de nada serio. Es que es un hombre muy nervioso y...

Rochester descorrió las cortinas de la ventana. La luz del alba penetró y quedé extrañ ada y complacida al ver que la mañ ana estaba ya bastante avanzada. Por Oriente comenzaba a brillar una claridad rosada. Rochester se aproximó a Mason.

-¿ Có mo te encuentras? -preguntó.

-Temo que muy mal -fue la desmayada respuesta. -¡ Animo, hombre! No es nada. De aquí a quince dí as no te queda ni la señ al. Has perdido algo de sangre y eso es todo. Carter: asegú rele que no hay peligro.

-Puedo hacerlo en conciencia, porque es verdad - dijo el mé dico-, pero es lá stima que no me haya llama­do antes. ¿ Qué es esto? ¡ La carne del hombro ha sido arrancada!

-Me mordió -murmuró Mason-. Se tiró a mí como una fiera cuando Rochester le quitó el cuchillo. -No debiste condescender en quedarte -dijo Ro­chester-. Debiste irte enseguida.

-Pero en circunstancias así, ¿ qué iba a hacer? -re­puso Mason-. Ademá s, fue inesperado... ¡ Estaba tan tranquila al principio!

-Ya te advertí que tuvieras cuidado cuando te acer­cases a ella -contestó su amigo-. Ademá s, debiste es­perar hasta hoy a visitarla conmigo. Fue una verdadera locura realizar esa entrevista por la noche y solo.

-Creí a acertar.

-¡ Creí a, creí a! Me impacienta oí rte y ver que sufres por no haberme hecho caso. ¡ De prisa, Carter, de prisa! El sol va a salir ya y tenemos que llevarnos a este hombre.

-Enseguida. El hombro está vendado ya. Ahora veamos la dentellada que tiene en el brazo.

-¡ Ella bebí a mi sangre y decí a que deseaba devorar mi corazó n! -murmuró Mason.

Rochester se estremeció. Una expresió n de disgusto y horror contrajo su rostro. Pero no dijo má s que: -Calla, Richard; no recuerdes aquellas palabras. No las repitas...

-No desearí a má s que olvidarlas -contestó el he­rido.

-Cuando te halles fuera de Inglaterra, en Puerto Es­pañ a, no pienses má s en ella. Figú rate que está muerta y enterrada. Y mejor será aú n que no te figures nada.

-Me será imposible olvidar esta noche.

-No te será imposible. Ten energí a. Tambié n hace dos horas pensabas que ibas a morir y ya ves que vives. Ahora que Carter termina, tenemos que vestirte. Jane -dijo, volvié ndose hacia mí por primera vez desde que entrara-: tome esta llave, vaya a mi cuarto, saque del guardarropa una camisa limpia y una bufanda y trá iga­las, pero pronto.

Fui, hice lo que se me indicaba y volví con lo orde­nado.

-Ahora -me dijo- retí rese al otro lado de la cama mientras le arreglo, pero no se vaya. Quizá la necesite­mos otra vez. ¿ Ha habido alguna novedad mientras he estado fuera? -agregó.

-Ninguna.

-Conviene que nos vayamos cuanto antes, Dick -dijo Rochester-, tanto por ti como por esa pobre... Hasta ahora he logrado evitar el escá ndalo y no deseo echarlo a perder. Carter: ayú deme a ponerle el chaleco. ¿ Dó nde te has dejado el abrigo de piel? No podrá s an­dar ni una milla, dado el frí o de este condenado clima, si no lo llevas. ¿ En tu alcoba? Jane: vaya al cuarto de Mr. Mason, que es el inmediato al mí o, y traiga un abrigo que encontrará en é l.

De nuevo corrí, y de nuevo regresé, llevando un enor­me abrigo guarnecido de piel.

-Aú n tengo algo má s que ordenarle, Jane -dijo é l-. ¡ Es magní fico que lleve usted esas zapatillas de ter­ciopelo! No hubié ramos podido encontrar emisario má s a propó sito en esta ocasió n. Abra el cajó n de mi tocador y coja un frasquito y un vaso que verá.

Fui y volví trayendo lo solicitado.

-Muy bien. Ahora, doctor, voy a tomarme la liber­tad de administrar al paciente una dosis de este prepara­do, bajo mi responsabilidad. Es un cordial que adquirí en Roma a un charlatá n italiano, un tipo a quien usted hubiese dado de puntapié s con gusto... No es cosa que pueda usarse a grandes dosis, pero es bueno en ciertas ocasiones, como ahora. Un poco de agua, Jane.

Llené el vaso hasta la mitad con agua de la botella del lavabo. Rochester vertió en el vaso una docena de gotas de un lí quido rojo y lo ofreció a Mason.

-Bebe, Richard. Esto te dará el á nimo que te falta, al menos por una hora.

-¿ No me perjudicará? -¡ Bebe, hombre, bebe!

Mason bebió, considerando, sin duda, que era inú til toda resistencia. Ya estaba vestido, y no quedaba rastro de su desaliñ o ni de su ensangrentado aspecto de poco antes, aunque estaba muy pá lido aú n. Rochester le per­mitió permanecer sentado tres minutos má s y despué s tomó su brazo.

-Ahora estoy seguro de que puedes sostenerte en pie -dijo.

El paciente se levantó.

-Có jalo por el otro brazo, Carter. Ea, Richard, va­mos. ¡ Eso es!

-Me siento mejor -observó Mason.

-¡ Ya lo sabí a yo! Ahora, Jane, haga el favor de ade­lantarse, salga por la puerta trasera y diga al cochero de la silla de posta que verá usted en el patio -o mejor dicho fuera, porque le he indicado que no entre- que esté preparado. Nosotros vamos andando. Si ve usted a alguien cuando baje, vué lvase al pie de la escalera, y tosa.

Eran las cinco y media y el sol iba a salir. La cocina estaba aú n oscura y silenciosa. Abrí la puerta trasera de la casa con el menor ruido posible. El patio estaba silen­cioso. Las verjas se hallaban abiertas y junto a ellas ha­bí a una silla de posta, con el cochero encaramado en el pescante. Me acerqué, le dije que los señ ores iban a ba­jar ya, asintió y yo miré en torno mí o y escuché. Aú n dormí a todo en la naciente mañ ana. Las ventanas de los cuartos de la servidumbre estaban cerradas todaví a. Al­gunos pajarillos gorjeaban en los á rboles del huerto, cuyas ramas asomaban sobre uno de los muros del patio. De vez en cuando se sentí an ruidos de caballos en las cuadras. Por lo demá s, reinaba un silencio absoluto.

Los tres caballeros se presentaron. Mason, ayudado por Rochester y el mé dico, parecí a andar con bastante facilidad. Le colocaron en la silla. Carter le siguió.

-Cuí dele -dijo Rochester al ú ltimo- y té ngale en su casa hasta que esté bien del todo. Iré dentro de uno o dos dí as a ver có mo se encuentran. ¿ Có mo te sientes, Richard?

-El aire fresco me reanima, Fairfax.

-Deje abierta la ventanilla, Carter. No hace viento. Buenos dí as, Dick.

-Fairfax... -¿ Qué quieres?

-Cuí dala bien y trá tala todo lo mejor que puedas. Procura que...

Se interrumpió y rompió en lá grimas.

-Lo haré todo lo mejor posible, en efecto, como siempre lo he hecho y lo continuaré haciendo.

Cerró la puerta del coche y é ste se puso en camino. -¡ Hasta que Dios quiera poner fin a esto! -añ adió Rochester, mientras cerraba las pesadas verjas. Y luego comenzó a andar con lento paso y abstraí do aspecto ha­cia una puerta que se abrí a en el muro del huerto. Yo me preparaba a volver a la casa, cuando le oí decir: -¡ Jane!

Habí a abierto la puerta y estaba parado, esperá n­dome.

-Vamos a respirar un poco el aire puro -dijo-. Esa casa no es má s que un calabozo. ¿ No le parece? -A mí me parece magní fica.

-Su inexperiencia la ciega -repuso- y todo lo ve usted a travé s de un falso aspecto encantador. No com­prende usted que el oro es barro y las sedas telarañ as; el má rmol, grosera pizarra, y las maderas barnizadas, despreciable leñ a... En cambio, aquí -y señ alaba el lugar en que habí amos entrado- todo es real, bello y puro. Avanzó por un sendero circundado de boj. De un lado, lo sombreaban manzanos, perales y cerezos. Al otro habí a un pé nsil de flores: belloritas, trinitarias, es­caramujos de olor, abró tano y hierbas aromá ticas, todo ello fresco y lozano en la radiante mañ ana de primavera. El sol apuntaba por Oriente y sus rayos besaban los á r­boles frutales y brillaban en los quietos muros.

-¿ Quiere una flor, Jane? Cortó una rosa y me la ofreció. -Gracias, señ or.

-¿ Le gusta ver nacer el sol, Jane? ¿ Este cielo donde flotan lejanas y brillantes nubes que se disipará n a me­dida que avance el dí a, esta atmó sfera plá cida y per­fumada?

-Sí, me gusta mucho.

-Ha pasado usted una noche muy mala, ¿ no? -Sí, señ or.

-Está usted muy pá lida. ¿ Tuvo miedo cuando la dejé sola con Mason?

-Temí a que saliese alguien del cuarto interior.

-Ya habí a cerrado yo la puerta con llave. ¿ Iba a de­jar a mi oveja -a mi oveja favorita- al alcance del lobo? Estaba usted bien segura.

-¿ Cree que lo estaré mientras Grace Poole viva en la casa?

-No se asuste de Grace. No piense en ella siquiera, por favor.

-Me parece que ni la vida de usted está segura mien­tras ella continú e aquí.

-No tema. Ya me preocupo de mí tambié n.

-¿ Se ha alejado el peligro que temí a anoche, señ or? -No respondo de ello mientras Mason no esté fuera de Inglaterra... y entonces tampoco. La vida para mí, Jane, consiste en permanecer sobre el crá ter de un volcá n dormido que puede cualquier dí a entrar en erupció n.

-Pero Mason me parece una persona dó cil. Usted influye mucho sobre é l y no creo que le dañ e o le per­judique en nada.

-¡ Oh, no desconfí o de Mason! El peligro está en que, sin querer, pronuncie alguna palabra que me costa­ra, si no la vida, al menos la felicidad.

-Dí gale que sea precavido, há gale comprender los temores que usted siente y advié rtale del peligro.

É l rió sarcá sticamente, tomó mi mano y la apretó con­tra su pecho.

-Si eso fuera posible, bobita, ¿ dó nde estarí a el peli­gro? Desaparecerí a instantá neamente. A Mason, desde que le conozco, me basta decirle «Haz esto», para que lo haga en el acto. Pero en este caso, no cabe hacer nada. Parece usted confundida y se confundirá má s aú n si... Usted es amiga mí a, ¿ no?

-Deseo serle ú til y servirle en todo lo que sea razo­nable, señ or.

-Ya lo he visto. Me parece apreciar verdadera satis­facció n en todo su aspecto cuando usted me ayuda en algo, trabaja para mí y me complace en cuanto, como usted dice, «es razonable». Estoy seguro de que si la pidiera algo que no fuese razonable, mi amiga no huirí a de mí, ni sentirí a alegrí a, ni se pondrí a encarnada y le brillarí an los ojos. No; mi amiga, en un caso así, se vol­verí a hacia mí, serena y pá lida, y me dirí a: «No, señ or, porque no es razonable». Y permanecerí a tan inmutable como una estrella fija... En fin: usted puede influir en mí y hasta herirme aunque no la mostrara mi lado vulne­rable.

-Si no tuviese usted que temer a Mr. Mason má s que a mí, bien seguro estarí a usted, señ or.

-¡ Ojalá fuera así! Vamos a sentarnos en ese banco, Jane. Adosado a la tapia habí a un banco bajo un dosel de hiedra. Se sentó y me hizo sitio. Pero yo permanecí en pie. -Sié ntese -dijo-. El banco es suficiente para los dos. ¿ Acaso teme sentarse a mi lado? ¿ Se trata de una cosa irrazonable?

Mi contestació n fue sentarme. Comprendí que no ha­bí a motivo para la negativa.

-Ahora, amiguita mí a, mientras el sol bebe el rocí o, mientras se abren las flores de este viejo jardí n, mien­tras los pá jaros levantan el vuelo a fin de buscar comida para sus crí as, voy a exponer a usted un caso que..., pero antes mí reme y dí game si encuentra mal que la re­tenga o no le agrada permanecer aquí.

-No, señ or. Estoy satisfecha.

-Entonces, Jane, llame en su ayuda a su imaginació n y suponga que no es usted una muchacha bien educada y disciplinada, sino una niñ a caprichosa y mimada desde la niñ ez. Imagí nese viviendo en un lejano paí s extranje­ro y dé por hecho que hubiera cometido un graví simo error, no importa de qué clase o por qué motivos, pero cuyas consecuencias la persiguen a lo largo de toda su vida y amargan toda su existencia. Note que no hablo de un crimen, esto es, de verter sangre u otra cosa aná loga que pongan al que lo comete bajo la acció n de la ley. No; me refiero a un error. Los resultados de lo que us­ted ha hecho acaban convirtié ndose en insoportables y usted adopta medidas para aliviarlos, medidas inusita­das, pero no ilegales. Usted sigue sintié ndose desgracia­da; la esperanza la abandona, el sol y la luna de su vida se eclipsan. Amargos y humillantes recuerdos son el ú ni­co alimento de su memoria, y usted vagabundea de un sitio a otro buscando olvido en el destierro y felicidad en el placer, significando con esto el mero placer sensual. Con el corazó n cansado y el alma marchita, vuelve usted a su casa tras añ os de voluntario destierro y halla usted a alguien -quié n y có mo no hace al caso- en quien halla las cualidades que en vano ha buscado usted durante veinte añ os; cualidades en plena lozaní a, no acompasa­das por corrupció n de clase alguna. Su trato le hace revi­vir, le regenera, experimenta mejores sentimientos y de­seos má s puros. Desea usted volver a empezar su vida y terminarla de un modo má s digno de un ser humano. Para alcanzar este fin, ¿ encontrarí a usted justificado sal­tar sobre un obstá culo, un impedimento meramente convencional, que ni la conciencia santifica ni la razó n aprueba?

Calló, esperando mi contestació n. ¿ Qué podí a yo de­cir? En vano deseé que algú n genio amigo me sugiriese una respuesta satisfactoria y sensata. El viento Oeste agitaba la hiedra, pero ningú n amable Ariel le hací a ser­vir de vehí culo de sus consejos.

Los pá jaros cantaban en las ramas, pero su canto, aunque dulce, no me decí a nada.

Mr. Rochester insistió:

-Si el vagabundo pecador, ahora quieto y arrepenti­do, desafiando la opinió n del mundo, uniese a su vida la de la amable, bondadosa y gentil mujer a quien ama, ¿ asegurarí a la paz de su alma y la regeneració n de su vida?

-Señ or -repuse-: creo que el reposo de un vaga­bundo y la reforma de un pecador no dependen de otro ser humano. El hombre puede corregirse por sí mismo, si reconoce que yerra.

-Pero se necesita un instrumento. Dios, que impone el trabajo, da la herramienta. Yo, se lo digo sin amba­ges, he sido un hombre disoluto, un vagabundo, un... Creo haber hallado ahora el instrumento para mi salva­ció n y...

Se detuvo. Los pá jaros cantaban y las hojas de los á rboles se balanceaban impulsadas por el viento. Me sorprendió que unos y otras no suspendieran sus cantos y sus movimientos para escuchar la interrumpida revela­ció n. Pero hubieran tenido que esperar mucho, tanto como aquel silencio se prolongó... Cuando, al fin, osé mirar a mi interlocutor, é l a su vez estaba mirá ndome a mí.

-Amiguita mí a -dijo, con tono totalmente distinto, ya sin dulzura ni gravedad algunas, sino con sarcasmo y dureza-: ¿ ha notado usted la tierna inclinació n que experimento hacia Blanche Ingram? ¿ Cree que si me caso con ella me regenerará?

Se levantó de pronto, se alejó hasta el extremo del sendero y volvió tarareando un cantar.

-Jane -dijo-: está usted palidí sima. ¿ No abomina de mí, que la he hecho pasar la noche en vela?

-No, señ or.

-Confí rmelo con un apretó n de manos. ¡ Qué frí as las tiene! Estaban mucho má s cá lidas esta noche, a la puer­ta de la habitació n misteriosa. ¿ Cuá ndo volverá a velar conmigo otra vez?

-Cuando pueda serle ú til, señ or.

-Por ejemplo, la noche antes de mi boda. Estoy se­guro de que esa noche no podré dormir. ¿ Me promete usted sentarse entonces a mi lado hacié ndome compa­ñ í a? A usted puedo hablarle de mi amada, puesto que la conoce.

-Sí, señ or.

-Blanche es admirable, ¿ verdad? -Sí, señ or.

-Robusta, alta, morena, con un cabello como debí an tenerlo las mujeres de Cartago... ¡ Caramba! Dent y Lynn está n ya en las cuadras.

Se fue por un lado, yo me fui por otro y a poco le oí hablar diciendo tranquilamente:

-Mason se ha ido hoy antes de salir el sol. Me levan­té a las cuatro para despedirle.

XXI

¡ Qué cosa tan extrañ a son los presentimientos! Ellos, como las simpatí as espontá neas y los signos que se ha­llan en todas las cosas, constituyen un misterio del que la humanidad no ha encontrado la clave. Nunca me burla­ré de los presentimientos, porque yo misma los he expe­rimentado muchas veces. La simpatí a espontá nea existe tambié n, como ocurre entre parientes que no se han vis­to jamá s, y que simpatizan, no obstante, como demos­tració n de su origen comú n. En cuanto a los signos reveladores, quizá sean muestra de la simpatí a de la natura­leza hacia el hombre.

Teniendo apenas seis añ os, oí una noche comentar a Bessie Leaven y Martha Abbot que la primera habí a so­ñ ado con un niñ o pequeñ o y que soñ ar con niñ os es sig­no seguro de desgracia, o para uno mismo o para otros. A la mañ ana siguiente Bessie tuvo que ir a su casa, por­que su hermana menor habí a muerto.

Ahora yo llevaba una semana soñ ando constantemen­te con un niñ o a quien tení a en brazos o sobre las rodi­llas, o cuyos juegos vigilaba en un prado. Unas veces era un niñ o triste y otras riente; ora se refugiaba en mi rega­zo; ora huí a de mi lado. De un modo u otro, la aparició n se me repitió durante siete noches.

El pensar en la reiteració n de este sueñ o me poní a nerviosa en cuanto llegaba la hora de acostarme. Cuan­do el grito de aquella noche me despertó, soñ aba estar en la fantá stica compañ í a de aquel niñ o. La tarde del dí a siguiente me dijeron que en el gabinete de Mrs. Fairfax habí a una persona que deseaba verme. Me dirigí hacia allí y encontré a un hombre de aspecto de criado. Vestí a de negro, con un crespó n en el sombrero que tení a en la mano.

-Me parece que no me conoce usted, señ orita -dijo-. Pero yo a usted, sí. Me llamo Leaven y era cochero en casa de Mrs. Reed cuando usted viví a allí hace ocho o nueve añ os.

-¡ Oh, Robert! ¿ Có mo está usted? Le recuerdo muy bien. Solí a usted montarme en la jaquita de Georgiana. ¿ Y Bessie? Porque es usted marido de Bessie, ¿ verdad?

-Sí, señ orita. Bessie está bien, gracias a Dios. Hace dos meses ha tenido otro pequeñ o. Ya son tres con é ste. Todos está n bien.

-¿ Y mis parientes, Robert? ¿ Có mo se encuentran? -Siento decirle que mal. Sufren una gran desgracia. -Confí o que no haya muerto ninguno -dije, diri­giendo una mirada al vestido negro del cochero.

-Mr. John ha muerto en Londres hace una semana.

-¡ John! -Sí. -¿ Y có mo está su madre?

-¡ Figú rese! Mr. John hací a una vida muy extrañ a y su muerte lo ha sido má s aú n.

-Bessie me dijo que no se comportaba bien. -¡ Quia! Hací a una vida pé sima, derrochando su di­nero y su salud entre las peores gentes que podí a encon­trar. Dos veces ha estado preso por deudas. Su madre le ayudó a salir, pero en cuanto se halló libre volvió a sus vicios y a sus malas compañ í as. Creo que no estaba bien de la cabeza y las gentes con quienes trataba le acabaron de echar a perder. Hace tres meses fue a casa y pidió a la señ ora que le diera todo cuanto poseí a. La señ ora se negó, porque sus bienes han mermado mucho como consecuencia de las locuras de su hijo. É l se fue y ahora hemos sabido su muerte. ¡ Y qué muerte! Dicen que se ha suicidado...

Yo estaba anonadada. Robert Leaven continuó. -La señ ora, a pesar de ser robusta, hace tiempo que no está bien de salud. Las pé rdidas de dinero y el temor a la pobreza la han empeorado. Y la brusca noticia del suicidio del señ orito le produjo un ataque. Durante tres dí as estuvo sin habla. El martes pasado parecí a encon­trarse mejor. Hací a señ as a mi mujer, como si quisiera decirle algo. Pero só lo ayer por la mañ ana pudo Bessie entender lo que le decí a: «Trá igame a Jane, tengo que hablarla. » Aunque Bessie no tení a certeza de que la señ ora supiese lo que decí a, habló a las señ oritas, aconse­já ndolas que enviasen a buscarle a usted. Las jó venes se indignaron, pero su madre repitió: «Jane, Jane», tantas veces, que acabaron consintiendo. Salí de Gateshead ayer y quisiera llevarla mañ ana por la mañ ana.

-Iré, Robert. Creo que debo hacerlo.

-Tambié n yo lo creo, señ orita. Bessie decí a que es­taba segura de que usted no se negarí a a ir. Tendrá que pedir permiso, ¿ no?

-Sí; ahora mismo voy a solicitarlo.

Y dejando a Leaven al cuidado de John y de su mujer, fui en busca de Mr. Rochester.

No le hallé ni en el saló n, ni en el patio, ni en las cuadras. Pregunté por é l a Mrs. Fairfax y me dijo que debí a de estar jugando al billar con Blanche Ingram. Llegué al cuarto de billar. Oí las voces de Rochester, Blanche, las Eshton y sus admiradores, que estaban jugando. Aunque me disgustaba interrumpirles, no tuve má s remedio que abordar al dueñ o de la casa, porque mi viaje no se podí a diferir. Blanche me miró como pregun­tá ndose: «¿ Qué querrá esta sabandija? », y cuando me acerqué a é l y le dije en voz baja: «Mr. Rochester... », ella inició un movimiento como para mandarme salir. Recuerdo muy bien su aspecto de entonces. Vestí a un vestido de crespó n azul celeste y ceñ í a el cabello con una cinta de seda del mismo color.

-¿ Qué quiere esta mujer? -preguntó a Mr. Roches­ter mientras é ste se volví a para ver lo que yo deseaba. É l hizo una de sus muecas caracterí sticas y me siguió fuera del cuarto.

-Y bien, Jane, ¿ qué desea?

-Si no tiene inconveniente, señ or, un permiso de una o dos semanas.

-¿ Para que? ¿ Adó nde va?

-A visitar a una señ ora enferma, que ha enviado a buscarme.

-¿ Quié n es? ¿ Dó nde vive?

-En Gateshead, en el condado de...

-¿ A cien millas de aquí? ¿ Para qué pueden querer que las visite gentes que viven a tanta distancia?

-Se llama Mrs. Reed y...

-¿ Reed de Gasteshead? Recuerdo un tal Reed de Gasteshead, un magistrado.

-Es su viuda, señ or.

-¿ Y qué tiene usted que ver con ella? ¿ De qué la conoce?

-Es tí a mí a. Mr. Reed era hermano de mi madre. -¡ Demonio! ¿ Por qué no me lo ha dicho antes?

Siempre me ha manifestado usted que no tení a pa­rientes.

-Realmente no los tengo. Mi verdadero tí o era Mr. Reed y, despué s de morir é l, mi tí a me envió fuera de su casa.

-¿ Por qué?

-Porque yo era pobre y la desagradaba.

-Pero Reed creo que dejó hijos, primos de usted, por tanto... Sir Jorge Lynn me habló ayer de un Reed de Gateshead que es, por lo visto, uno de los mayores bri­bones de Londres, y de una Georgina Reed que causó mucha sensació n en la capital hace una o dos tempo­radas.

-John Reed ha muerto despué s de arruinarse y arrui­nar a su familia, y se supone que se ha suicidado. La noticia ha producido a su madre un ataque de apoplejí a.

-¿ Y de qué va usted a servirla? Me parece un absur­do, Jane, que haga usted un viaje de cien millas para ver a una mujer que quizá haya muerto cuando usted llegue y que, para colmo, la echó a usted de su casa.

-Sí, señ or, pero eso ocurrió hace mucho y las circuns­tancias han variado. Mi deber ahora es complacerla. -¿ Cuá nto tiempo estará fuera?

-Lo menos posible, señ or.

-¿ Me promete no estar má s de una semana? -Preferirí a no darle palabra para no tener que in­cumplirla quizá.

-En todo caso, ¿ volverá usted y no se dejará inducir para quedarse allí?

-No. Volveré de todos modos.

-Y ¿ có mo nos arreglamos? ¡ No va usted a hacer sola un viaje de cien millas!

-Ha venido el cochero de mi tí a para llevarme con é l, señ or.

-¿ Es persona de confianza? -Sí. Lleva diez añ os en la casa.

-¿ Cuá ndo quiere irse? -dijo Mr. Rochester, des­pué s de meditar un momento.

-Mañ ana por la mañ ana.

-Supongo que necesitará usted dinero, porque pre­sumo que no tendrá mucho y yo no le he pagado aú n su salario. ¿ Cuá nto tiene para toda la vida, Jane? -me preguntó, sonriendo.

-Cinco chelines, señ or -repuse, mostrá ndole mi flaca bolsa.

Vació el contenido en la palma de la mano y lo agitó, alegremente, como si fuera cosa que le agradase. Luego sacó su billetero y me ofreció un billete.

Eran cincuenta libras y no me debí a má s que quince. Le dije que no tení a cambio.

-No necesito cambio. Ya lo sabe usted. Es su sueldo. Rehusé, manifestando que aquello era má s de lo que me debí a. Pareció pensar de pronto en algo, y dijo: -Bueno, bueno. Quizá sea mejor. De lo contrario, tal vez esté usted tres meses allí. Tome entonces diez libras. ¿ Basta?

-Sí. Ahora me debe usted cinco.

-Así volverá por ellas. Soy su banquero. Tiene usted conmigo cuenta corriente por cuarenta libras.

-Mr. Rochester, quisiera de paso hablarle de nego­cios.

-¿ De negocios? Me muero de curiosidad. Hable. -Usted ha tenido la amabilidad de informarme de que piensa casarse en breve.

-Sí; ¿ y qué?

-En tal caso, Adè le debe ir a un colegio. Estoy segu­ra de que usted lo considerará necesario.

-Desde luego, tendré que ponerla fuera del alcance de mi esposa que, si no, quizá se comportase demasiado altivamente con ella. La sugerencia es razonable, sin duda. Como usted dice bien, Adè le tendrá que ir a un colegio. Y usted, ¿ adó nde irá? ¿ Al diablo?

-Espero que no, señ or, pero tendré que pensar en buscar otro empleo.

-Por supuesto -exclamó, contrayendo las facciones y con un extrañ o tono de chanza. Luego, agregó -: Supongo que pedirá usted a la vieja Reed y a sus primos que le busquen un puesto, ¿ no?

-No, señ or. No estoy con mis parientes en tan bue­nas relaciones como para pedirles que me proporcionen empleo.

-¡ Veo que va usted a irse a parar lo menos a las pirá ­mides de Egipto! Ha hecho usted mal en advertirme. En vista de eso, só lo le doy un soberano. Devué lvame nue­ve libras, Jane. Las tengo destinadas a...

-Tambié n yo, señ or -dije poniendo las manos so­bre mi bolsillo-. No puedo ceder dinero en concepto alguno.

-¡ Qué avarienta! ¡ Negarme una petició n de dinero! Deme cinco libras siquiera, Jane.

-Ni cinco chelines, señ or. Ni cinco peniques. -¡ Jane!

-¿ Señ or?

-Promé tame una cosa. Que cuando necesite esa nueva colocació n me la pida. Yo se la encontraré. -Lo haré con gusto, si a su vez me promete que Adè ­le y yo saldremos de esta casa antes de que entre en ella su esposa.

-Bueno, bueno. Le doy palabra... ¿ Se va mañ ana, pues?

-Sí; muy temprano.

-¿ Bajará hoy al comedor despué s de cenar? -No, señ or. Tengo que preparar mi equipaje. -Entonces, ¿ debemos despedirnos por algú n tiempo?

-Supongo que sí, señ or.

-Y ¿ có mo se verifica esa ceremonia de la despedida, Jane? No estoy muy al corriente. Infó rmeme.

-Pues dicié ndose adió s, u otra fó rmula semejante, a elecció n.

-¿ Por ejemplo? -Hasta la vista... -Y yo, por mi parte, ¿ qué debo decir? -Lo mismo, si usted gusta.

-Bien. Adió s, Miss Eyre, hasta la vista. ¿ Nada má s? -Nada mas.

-A mí me parece esto muy frí o y poco afectuoso. Convendrí a añ adir algú n detalle a ese ritual. Un apretó n de manos, por ejemplo... Pero eso serí a lo mismo. ¿ Así que se limita usted a decirme adió s?

-Es suficiente, señ or. Tanto se puede decir con una palabra como con muchas.

-Pero esto es tan seco, tan glacial... «Adió s... » -Tengo que hacer mi equipaje... -empecé a decir. Pero en aquel momento sonó la campana de la cena y é l, sin añ adir una sola sí laba má s, se alejó. No le vi en todo el dí a y partí al dí a siguiente antes de que se levantara. Llegué a Gateshead a las cinco de aquella tarde de principios de mayo. Me detuve en la porterí a antes de seguir a la casa. Todo estaba aseadí simo y cuidado. Las ventanas ostentaban blancas cortinillas. El suelo se ha­llaba escrupulosamente limpio. Los dorados brillaban y en la chimenea ardí a un excelente fuego. Bessie estaba junto a la lumbre amamantando a su pequeñ o y Robert y su hermana jugaban tranquilamente en un rincó n.

-¡ Bendito sea Dios! Ya sabí a yo que vendrí a -dijo Bessie al verme entrar.

-Sí, Bessie -dije, besá ndola-. He venido en cuan­to me ha sido posible. ¿ Y mi tí a? Confí o en que vivi­rá aú n.

-Vive, y hasta está má s lú cida. El doctor cree que resistirá aú n una o dos semanas, pero dudo mucho que se restablezca.

-¿ Ha vuelto a mencionarme?

-Esta mañ ana. Ahora -por lo menos hace diez mi­nutos- está durmiendo. Suele pasar aletargada toda la tarde y despertar a las seis o las siete. ¿ Quiere quedarse aquí una hora? Luego subirí a yo con usted...

Entró Robert, y Bessie, dejando al niñ o en la cuna, fue a recibirle. Despué s insistió en que yo me quitase el sombrero y tomase el té, porque le parecí a verme pá lida y fatigada. Acepté con satisfacció n su hospitalidad y dejé que me quitase la ropa de viaje como cuando era niñ a y ella me desvestí a.

Recordé los viejos tiempos al verla preparar el té, cor­tar pan con manteca, tostar los bollos y, entretanto, dar algú n empujó n o un cachete a Robert y Jane, como a mí cuando era niñ a. Bessie habí a conservado su genio vivo como conservaba su agilidad y su buen aspecto.

Una vez preparado el té, me dispuse a sentarme a la mesa, pero ella, con el tono autoritario de los añ os anti­guos, me conminó a instalarme junto a la lumbre y colo­có ante mí una mesita redonda en la que puso el servi­cio, exactamente como en mi infancia. Y, como en mi infancia tambié n, la obedecí, sonriendo.

Me preguntó si estaba contenta en Thornfield Hall y có mo era la señ ora. Contesté que no era señ ora, sino señ or, y por cierto todo un caballero, que me trataba amablemente, y que estaba muy satisfecha. Luego le describí la clase de visitantes que habí a en la casa y Bes­sie me atendió con interé s, porque tales detalles eran los que le encantaban.

Hablando, se nos fue una hora. Bessie volvió a poner­me el sombrero y demá s adminí culos y nos dirigimos a la casa. Tambié n fui acompañ ada por ella como bajara yo, nueve añ os atrá s, la escalera que ahora subí a, en aquella oscura y brumosa mañ ana de enero en que abandoné una mansió n hostil con el corazó n amargado y desesperado, para buscar el frí o refugio de Lowood, en­tonces lugar desconocido e inexplorado para mí. El mis­mo techo hostil me acogí a de nuevo y tambié n ahora me parecí a ser una peregrina errante a travé s de la tierra, pero me sentí a má s segura de mí misma y me asustaban menos las injusticias que pudieran cometer conmigo los demá s. La herida de los agravios recibidos hací a tiempo estaba curada y la llama de los rencores, extinguida.

-Entre primero en el cuarto de desayunar -dijo Bessie-. Está n allí las señ oritas.

Entré. Todo estaba igual que la mañ ana en que me presentaran a Mr. Brock1ehurst. La alfombra era la misma, idé ntica la biblioteca y hasta en su tercer estante pude distinguir Los viajes de Gulliver, Las mil y una no­ches y los demá s libros que leí a en mi niñ ez. Los objetos inanimados no habí an cambiado, pero los vivientes ha­bí an experimentado variació n.

Ante mí se hallaban dos jó venes: una muy alta, casi tanto como Blanche Ingram, muy delgada, de faz severa y cetrina. Todo en su aspecto era ascé tico. Aumentaba esta impresió n la extrema sencillez de su vestido negro con un cuello blanco almidonado, su cabello liso y el monjil adorno de un rosario y un crucifijo. Tuve la cer­teza de que era Eliza aunque se parecí a muy poco a la Eliza de mis recuerdos.

La otra era Georgiana pero no la Georgiana de once añ os, la linda y delgada muchachita que yo evocaba. La actual era una opulenta joven, de amplias lí neas, blanca como la cera, de hermosas y correctas facciones, lá ngui­dos ojos azules y dorados rizos. Su vestido era negro tambié n, pero absolutamente distinto del de su herma­na. Una especie de luto estilizado.

Ambas se levantaron al entrar yo y me saludaron lla­má ndome «Miss Eyre». Eliza me dio la bienvenida con brusca, breve y cortada voz y sin una sonrisa, y luego dirigió la mirada al fuego y pareció olvidarse de mí. Georgiana añ adió un «¿ có mo está usted? », varios tó pi­cos acerca de mi viaje y el tiempo que hací a y una mira­da con la que me examinó de pies a cabeza, detenié ndo­se en mi pelliza, de merino de color pardo. Ambas mu­chachas tení an una curiosa manera de hacerle compren­der a una que era una infeliz sin que una sola de sus palabras o actos lo exteriorizasen.

Pero el desprecio, encubierto o no, ejercí a poca in­fluencia entonces sobre mí. Hasta a mí me maravilló la naturalidad con que me senté entre mis dos primas, con absoluta indiferencia hacia el desprecio de la una y las iró nicas amabilidades de la otra. Yo tení a otras cosas en qué pensar, placeres y dolores mucho mayores que ex­perimentar y sufrir -sobre todo desde los ú ltimos meses- y ellas no podí an producirme ninguna impresió n semejante, cualesquiera que fuesen sus propó sitos en bien o en mal.

-¿ Có mo está Mrs. Reed? -pregunté a Georgiana. -¿ Mrs...? ¡ Ah, quiere usted decir mamá! Muy mal. Dudo mucho de que pueda usted verla esta noche.

-Si tiene usted la atenció n de manifestarla que he venido, se lo agradeceré mucho -dije.

Georgiana me miró con asombro.

-Sé -proseguí - que tení a un particular interé s en verme y no quiero aplazar el cumplimiento de su deseo má s del tiempo imprescindible.

-A mamá no le agradará que la molesten por la no­che -intervino Eliza.

Me levanté, cogí el sombrero y los guantes y dije que iba a preguntar a Bessie si Mrs. Reed estaba dispuesta o no a recibirme aquella noche. La despaché, pues, a averiguarlo y me preparé a adoptar ulteriores medidas. Si un añ o antes me hubiesen hecho una recepció n de aque­lla clase en Gateshead, hubiera partido a la mañ ana siguiente. Pero ahora comprendí a que ello, en esta oca­sió n, hubiese sido desacertado. Habí a hecho un viaje de cien millas para ver a mi tí a y no debí a separarme de su lado hasta que mejorase o muriera, sin preocuparme del orgullo y la insensatez de sus hijas. Me dirigí, pues, al ama de llaves y le pedí que me preparase un cuarto, advirtié ndola que quizá permaneciese allí una semana o dos. Llevaron mi equipaje a mi cuarto. Bessie apareció.

-La señ ora está despierta -dijo-. La he dicho que ha venido usted. Venga y veremos si la reconoce.

No me era necesario guí a para llegar al bien conocido cuarto a que tantas veces me llamaran en los viejos tiem­pos para propinarme castigos o reprimendas. Precedí a Bessie y abrí la puerta con suavidad. Sobre la mesa ha­bí a una bují a y a su luz vi el gran lecho con las mismas cortinas de antes, el tocador, la butaca y el taburete en que cien veces fui condenada a arrodillarme para pedir perdó n de faltas que no habí a cometido. Incluso miré a cierto rincó n esperando ver la varilla con que solí an gol­pearme la palma de la mano. Luego me acerqué al lecho y corrí las cortinillas que colgaban entre sus columnas.

Recordando muy bien el rostro de mi tí a. El tiempo tiene la virtud de disipar los afanes de venganza y extin­guir los impulsos de aversió n. Yo me habí a separado de aquella mujer odiá ndola y ahora no experimentaba, sin embargo, má s que conmiseració n hacia sus grandes su­frimientos y un vivo deseo de perdonar y olvidar sus in­jurias y reconciliarme con ella.

Distinguí su rostro duro e inflexible, su entrecejo im­perioso, despó tico, sus inconfundibles ojos... ¡ Cuá ntas veces me habí an contemplado con odio y amenazadores, y cuá ntas tristezas y terrores de la niñ ez me recordaban! No obstante, me incliné y besé aquel rostro. Ella me miró.

-¿ Eres Jane Eyre? -dijo.

-Sí, lo soy. ¿ Có mo está usted, querida tí a?

Aunque yo jurara una vez no volver a llamarla tí a ja­má s, no consideré pecado quebrantar ahora este jura­mento. Mis dedos buscaron su mano. Si ella la hubiese oprimido amistosamente, yo habrí a encontrado en ello verdadero placer. Pero las naturalezas insensibles no se ablandan con facilidad y las antipatí as espontá neas no se desarraigan en un momento. Ella separó su mano y, vol­viendo la cara, comentó que la noche era calurosa. Cuando volvió a mirarme, con igual frialdad que siem­pre, comprendí que sus sentimientos respecto a mí no habí an cambiado ni podí an cambiar. Adiviné por sus duros ojos, impenetrables a la ternura, incapaces de lá ­grimas, que ella habí a resuelto considerarme mala hasta el fin, ya que creerme buena, en vez de producirla un generoso placer, le habrí a originado una mortificació n.

Sentí pena y enojo, contuve mis lá grimas, a punto ya de brotar, como en la infancia, tomé una silla y me senté a la cabecera del lecho.

-Me ha enviado usted a buscar -dije- y he venido. No pienso irme antes de que me diga lo que deseaba.

-Por supuesto. ¿ Has visto a mis hijas? -Sí.

-Pues puedes decirlas que quiero que esté s aquí hasta que pueda explicarte ciertas cosas que tengo en la cabe­za. Ahora es demasiado tarde y no me es fá cil recor­dar... Pero deseaba decirte... espera.

Su errante mirada y su alterado rostro demostraban que su antigua energí a habí a desaparecido. Trató de en­volverse en las ropas de la cama. Mi codo, apoyado en la colcha, se lo dificultaba y se irritó.

-No me molestes sujetando las ropas -dijo-. ¿ Eres Jane Eyre?

-Sí.

-Esa niñ a me ha dado má s disgustos que lo que nadie puede imaginar. ¡ Cuá ntas complicaciones me produjo, cada dí a y cada hora, con su incomprensible cará cter y con su brusquedad! ¡ Y qué modo tení a de contemplarle a una! Una vez me habló como lo hubiera hecho un de­monio. Ningú n niñ o habrí a dicho lo que ella. Me alegré cuando salió de casa. ¡ Y luego, cuando se declaró la epi­demia en Lowood y murieron tantas discí pulas, ella no murió, a pesar de lo mucho que yo deseaba que muriese! -¡ Extrañ o deseo! ¿ Por qué la odiaba así?

-Su madre me era muy antipá tica. Era la ú nica her­mana de mi marido y é l la querí a mucho. Cuando se casó y murió al poco tiempo, mi esposo lloró como un tonto. Se empeñ ó en recoger a su hija, aunque yo le aconsejaba enviarla con una nodriza y pagar los gastos. Odié a aquella pequeñ a desde que la vi, tan enfermiza, tan llorona... No se durmió en su cuna como los demá s niñ os, sino que pasó la noche lloriqueando. Reed se compadecí a de ella y no hací a má s que informarse de su salud, como si fuera hija suya, o má s aú n, porque de sus hijos, a esa edad, casi no se preocupaba. Se empeñ aba en que mis niñ os tratasen bien a aquella mendiga y les reprendí a si se negaban. Cuando enfermó mortalmente, no hací a má s que llamar a la pequeñ a a su lado y me encargó antes de morir que la conservase bajo mi custodia. ¡ Encargarme de una hospiciana! Reed era dé bil, muy dé bil. John no se parece a su padre, gracias a Dios: es como mis hermanas y como yo. ¡ El vivo retrato de mi hermana Gibson! ¡ Só lo quisiera que dejase de atormen­tarme pidié ndome dinero! Ya no tengo nada que darle; estamos casi arruinados. Voy a tener que despedir a la mitad de la servidumbre y cerrar parte de la casa. Dos tercios de las rentas se gastan en pagar los intereses de las hipotecas. John juega mucho y siempre pierde, el pobre... Vive rodeado de fulleros. Y tiene un aspecto horroroso. Me avergü enza verle como le veo...

-Será mejor que salgamos -murmuré viendo tan excitada a mi tí a.

-Puede ser... Suele hablar así durante las noches. Por las mañ anas está má s tranquila -dijo Bessie, que estaba sentada al otro lado del lecho.

Me levanté.

-Esperad -exclamó la Reed-; tengo algo má s que decir. John me amenaza siempre con matarse o matar­me. Muchas veces sueñ o que le veo tendido, con una enorme herida en la garganta o con el rostro negro, como los ahogados... ¡ Oh, qué situació n la mí a! ¿ Qué haré? ¿ De dó nde sacaré dinero?

Bessie comenzó a persuadirla de que tomase un se­dante y lo logró sin gran trabajo. A poco, mi tí a se tranquilizó y cayó en una especie de letargo. Entonces me fui.

Pasaron má s de diez dí as antes de que pudiese reanu­dar mi conversació n con ella. Estaba continuamente o delirando o amodorrada, y el mé dico prohibió hacer nada que pudiese impresionarla. Entretanto me entendí lo mejor que pude con Georgiana y Eliza. Ellas conti­nuaban tan frí as como al principio. Eliza estaba sentada casi todo el dí a, cosiendo, escribiendo o leyendo, y no nos dirigí a la palabra ni a su hermana ni a mí. Georgiana pasaba horas y horas diciendo tonterí as a su canario y no me hací a caso alguno. Pero yo no perdí a mi tiempo. Ha­bí a traí do mis ú tiles de trabajo y los utilizaba.

Con mi caja de lá pices y unas hojas de papel, me sen­taba aparte de ellas, junto a la ventana, y me divertí a en hacer los dibujos que se me ocurrí an, las escenas que desfilaban por el quimé rico calidoscopio de mi imagina­ció n. Un trozo de mar entre las rocas, la luna elevá ndose sobre el mar y un naví o cruzando ante su disco, la cabe­za de una ná yade coronada de flores de loto surgiendo entre olas, un enano sentado en un nido...

Una mañ ana comencé a dibujar un rostro, sin preocu­parme de lo que pudiera resultar. Tomé un lá piz blando, de punta ancha, y comencé a trabajar. A poco, habí a trazado una frente amplia y saliente, y el contorno de una cara cuadrada. El principio me agradó y comencé a completar las facciones. Bajo aquella frente se imponí an unas cejas horizontales reciamente marcadas, a las que habí an de seguir, naturalmente, una nariz ené rgica, de amplias ventanas, una boca flexible y una firme barbilla con un bien definido hoyo en el centro. El conjunto ne­cesitaba, evidentemente, patillas negras y cabello negro, formando dos tufos en las sienes y ondeado por arriba. Los ojos habí an quedado para lo ú ltimo, por requerir un trabajo má s esmerado. Los hice grandes, muy sombrea­dos, con largas pestañ as y pupila ancha y brillante. Mi­rá ndolo, pensé: «Está bien, pero no produce un efecto completo. Necesita má s fuerza, má s alma. » Un par de toques, que dieron a las sombras má s oscuridad y a las luces má s brillo, completaron felizmente el trabajo. Te­ní a el rostro de un amigo ante mis ojos. Por tanto, ¿ qué importaba que aquellas dos jó venes me volviesen la es­palda? Me sentí absorta y contenta y sonreí contemplan­do el dibujo.

-¿ Es el retrato de algú n conocido suyo? -preguntó Eliza que se habí a acercado a mí sin que yo me diera cuenta.

Respondí que era un dibujo caprichoso y lo coloqué entre los demá s que tení a. Yo sabí a, desde luego, que era una representació n muy exacta de Mr. Rochester, mas ¿ qué le interesaba eso a nadie, sino a mí misma?

Georgiana se acercó tambié n para mirar. Los demá s di­bujos le gustaron mucho, pero aqué l, segú n ella, era «un hombre muy feo». Las dos parecieron sorprendidas de mi habilidad. Entonces les ofrecí hacer sus retratos. Ambas se sentaron, ante mí, una despué s de otra, y ob­tuve de cada una un apunte de lá piz. Georgiana enton­ces sacó su á lbum y le ofrecí contribuir a enriquecerlo con un dibujo a la aguada. Esto acabó por ponerla de buen humor. Propuso dar un paseo por los alrededores y antes de dos horas está bamos entregadas a una conver­sació n confidencial. Me describió la brillante temporada que habí a pasado en Londres dos añ os antes, la admi­ració n que le produjera, las atenciones de que la hicie­ron objeto y aun la conquista que habí a realizado de un joven aristó crata. En el curso de la tarde y de la noche, las confidencias se profundizaron, me fueron relatados varios dulces coloquios y algunas escenas sentimentales. En resumen, Georgiana improvisó en obsequio mí o una verdadera novela sentimental. Sus expansiones aumen­taron de dí a en dí a, versando todas sobre el mismo tema: su amor y sus pesares. Era curioso que, en aquel sombrí o momento de la vida de su familia, con su her­mano muerto y su madre enferma, no pensara nunca en ello, limitá ndose a recrearse en el recuerdo de las pasa­das alegrí as y en imaginar las venturas que podrí a reser­varle el porvenir. Pasaba diariamente cinco minutos en el cuarto de su madre, y no aparecí a má s por allí.

Eliza hablaba poco, sin duda por falta de tiempo. Ja­má s he visto persona má s atareada de lo que ella parecí a estar. Lo difí cil era descubrir los resultados prá cticos de su actividad. No sé lo que hací a antes de desayunar, pero desde ese momento, todas sus horas estaban regu­ladas y dedicadas a una tarea diferente. Tres veces al dí a estudiaba un pequeñ o libro que, segú n averigü é me­diante la oportuna inspecció n, era un devocionario co­rriente. Tres horas al dí a trabajaba bordando en oro una tela cuadrada que, por su tamañ o, parecí a una alfom­bra. Preguntá ndole sobre su objeto, me dijo que estaba destinada a cubrir el altar de una iglesia recientemente erigida en las cercaní as de Gateshead. Dedicaba otras dos horas a escribir su diario, una a trabajar en el huerto y otra a hacer sus cuentas. Al parecer, no necesitaba compañ í a ni conversació n. Creo que era feliz a su modo y que aquella rutina la bastaba. Nada le disgustaba tanto como cualquier incidente que rompiese la monotoní a de su vida regulada por el reloj.

Una noche en que se sentí a má s comunicativa que de costumbre, me dijo que la conducta de John y la ruina que amenazaba a su familia la habí an afligido mucho, pero que al fin se habí a tranquilizado y adoptado su re­solució n. Habiendo tenido la precaució n de salvar de la ruina sus propios bienes, cuando su madre muriera, ya que -segú n decí a con toda tranquilidad- no era pro­bable que curase ni que resistiese mucho, se proponí a ejecutar un proyecto largo tiempo acariciado: retirarse a un lugar donde las costumbres rutinarias pudiesen ase­gurarse contra toda turbació n exterior, y donde le fuese fá cil establecer barreras entre ella y el frí volo mundo. Le pregunté si Georgiana pensaba acompañ arla.

-Desde luego, no. Georgiana y yo no nos parecemos en nada ni nos hemos parecido nunca. Georgiana segui­rá su camino y yo el mí o.

Georgiana, cuando no empleaba el tiempo en abrirme su corazó n, pasaba el dí a tumbada en el sofá, esperando con ansia el momento en que su tí a Gibson le enviase una invitació n para ir una temporada a la ciudad.

-Serí a mejor -solí a decir- que me marchara du­rante uno o dos meses, hasta que todo pasara.

Aquel «todo pasara» supongo, aunque nunca se lo pregunté, que querí a decir hasta que su madre hubiera muerto y se efectuaran los funerales y demá s solemnida­des lú gubres. Eliza, generalmente, no solí a hacer caso alguno de su hermana ni de sus quejas, pero un dí a, despué s de apartar su libro de cuentas y sus bordados, le habló de este modo:

-Georgiana; nunca ha existido en el mundo un ser má s inú til y absurdo que tú. No tienes derecho a la vida, porque no sabes vivir. En vez de existir por ti y para ti, como debe hacer toda persona sensata, te es imposible prescindir de transmitir tus debilidades a otras personas de má s energí a que tú. Si no las encuentras, comienzas a lamentarte de que eres desgraciada, de que te tratan mal, de que no te hacen caso. Para ti, el mundo es una prisió n si no hay en é l continuos cambios y novedades, si no te admiran, te adulan y te cortejan. No sabes pasar sin el baile, la mú sica, la compañ í a y por eso te aburres mortalmente. ¿ Quieres que te diga có mo puedes existir de un modo independiente, por ti misma, sin ayuda aje­na? Divide tu dí a en partes y a cada una así gnale una tarea, sin dejar un cuarto de hora, diez minutos, ni cinco siquiera, sin algo que hacer. Cuando sea así, observará s que no necesitas compañ í a, conversació n ni simpatí a de nadie. Y logrará s vivir con la independencia a que todo ser humano debe aspirar. Sigue mi consejo, primero y ú ltimo que te doy, y verá s có mo no necesitas de mí ni de nadie, suceda lo que quiera. Si no lo atiendes, sufrirá s los resultados de tu sandez, por malos que sean. Te lo digo francamente. Escú chame bien, porque no volveré a hablarte así, sino que me limitaré a obrar. En cuanto mamá muera, yo me lavo las manos respecto a ti. El mismo dí a que la saquen de Gateshead, tú y yo nos se­pararemos para no volvernos a ver. No imagines que porque hayamos nacido de los mismos padres voy a es­tar tolerando siempre tus quejas y tus lamentaciones. Te digo má s: si toda la raza humana fuera borrada del mapa y quedá semos tú y yo solas, te abandonarí a en el Viejo Mundo y me marcharí a al Nuevo.

-Podí as haberte ahorrado el sermó n-dijo Georgia­na cuando su hermana dejó de hablar-. Nadie ignora que eres el ser má s egoí sta y de menos corazó n que exis­te en el mundo, y a mí me constan tu odio y tu envidia hacia mí. Ya me lo demostraste lo suficiente con el papel que te diste prisa a desempeñ ar en mis relaciones con Lord Edwin Vere. Te era insoportable que me elevase sobre ti, que obtuviera un tí tulo, que me recibiera en ambiente donde tú no te atreverí as ni a asomar la cara. Por eso actuaste como espí a y destruiste para siempre mis esperanzas.

Y Georgiana sacando su pañ uelo, lo aplicó a su rostro y así permaneció má s de una hora. Eliza se sentó, frí a y hermé tica, y se dedicó a su labor.

El dí a era lluvioso y soplaba un fuerte viento. Geor­giana se durmió sobre el sofá, con una novela entre las manos. Eliza habí a ido a la iglesia. Practicaba con rigidez sus deberes religiosos, acudiendo a la iglesia tres veces cada domingo y los demá s dí as de entre se­mana, si se celebraban plegarias, hiciera el tiempo que hiciese.

Subí a la alcoba de la moribunda, sospechando que acaso se hallase desatendida, lo que ocurrí a con fre­cuencia, ya que los criados só lo le dedicaban una relati­va atenció n. La enfermera se marchaba del cuarto en cuanto podí a, y Bessie, aunque muy fiel, tení a bastante quehacer con su propia familia y rara vez podí a dirigir­se a la casa. Como esperaba, hallé solitario el dormito­rio de la enferma. La paciente parecí a estar amodorra­da, con la lí vida faz sobre el almohadó n; el fuego de la chimenea se estaba apagando. Eché má s leñ a, arreglé las ropas del lecho, contemplé a mi tí a y me acerqué a la ventana.

La lluvia batí a violentamente los cristales y el viento aullaba con rabia. «¿ Dó nde irá -pensaba yo- el alma de esta mujer cuando abandone su cuerpo moribundo? »

Mientras meditaba en tan gran misterio, recordaba a Helen Burns, sus ú ltimas palabras, su fe, su creencia en la vida del má s allá. Y me parecí a escuchar su plá ­cido tono, contemplar su rostro pá lido y espiritual y su mirada sublime, verla luego tendida en su tran­quilo lecho mortuorio... De pronto, una dé bil voz mur­muró:

-¿ Quié n está ahí? -Soy yo, tí a.

-¿ Quié n -repuso con sorpresa y alarma-. No la conozco. ¿ Dó nde está Bessie?

-Está en la porterí a, tí a.

-¡ Tí a! ¿ Por qué me llama tí a? Usted no es ninguna de las Gibson, y aunque la creo reconocer... Sí; esa cara, esos ojos y esa frente me recuerdan algo. Es usted como... como Jane Eyre.     .

No dije nada, temiendo producirla una impresió n muy fuerte si la descubrí a mi identidad.

-Sin embargo -siguió -, debo de estar equivocada. Me engañ a el corazó n. Quisiera ver a Jane Eyre y la imaginació n me hace ver lo que no existe. En ocho añ os debe de haber cambiado mucho.

Entonces le aseguré con amabilidad que yo era la per­sona que ella suponí a y a quien deseaba ver. Notando que me comprendí a y que estaba en sus cabales senti­dos, le expliqué que el marido de Bessie habí a ido a buscarme a Thornfield.

-Estoy muy enferma, lo sé -dijo ella-. Hace poco he querido volverme y he notado que no puedo ni mover los mú sculos. Menos mal que recobro mi sentido antes de morir, porque cuando uno está sano piensa poco en lo que sucede en estos momentos... ¿ Está la enfermera ahí o está s tú sola?

Afirmé que estaba sola.

-Bueno... En dos ocasiones me he portado mal con­tigo. La primera, quebrantando la promesa que hice a mi marido de que te tratarí a como a mis propios hijos... La otra... -y se interrumpió -. Despué s de todo, acaso no tenga gran importancia -dijo como para sí - y po­drí a prescindir de humillarme...

Trató de cambiar de postura y no pudo. La expresió n de su faz se alteró. Parecí a experimentar una sensació n extrañ a: acaso la precursora del fin.

-Haré mejor en hablar. Estoy al borde de la eterni­dad. Vete al cajó n de mi armario y saca una carta que hallará s allí. -Y cuando hube obedecido, ordenó -: Lé ela.

La carta, muy breve, decí a:

«Señ ora: ¿ Tendrá usted la bondad de enviarme la di­recció n de mi sobrina Jane Eyre y decirme có mo está? Me propongo escribirla y traerla conmigo a Madera. La Providencia ha favorecido mi trabajo y, como soy solte­ro y sin hijos, me propongo adoptar a mi sobrina y ce­derla a mi muerte cuanto poseo.

«De usted, atto. etc. -JAME EYRE, Madera. » La carta estaba fechada tres añ os antes. -¿ Có mo no se me informó de eso? -pregunté. -Porque yo no deseaba mover una sola mano en favor tuyo. Yo no podí a olvidar tu comportamiento con­migo, Jane, la furia con que una vez te revolviste contra mí, el tono con que declaraste que me odiabas má s que a nadie en el mundo, que todos mis pensamientos hacia ti eran de aversió n y que te trataba con horrible crueldad. No podí a olvidar tampoco lo que experimentaba cuando te volví as contra mí y comenzabas a increparme. Era como si un animal a quien hubiese golpeado me mirara con ojos humanos y me hablase para recriminarme. ¡ Trá eme agua! Apresú rate.

-Querida tí a -dije, al llevarle lo que pedí a-, no piense má s en eso. Perdone mi violento lenguaje. Yo era entonces una niñ a. Han pasado ocho o nueve añ os desde entonces.

No hizo caso de lo que decí a. Despué s de beber y respirar profundamente, continuó:

-Te dije que no te perdonarí a aquello y, en efecto, tomé mi desquite, porque la idea de que fueras adopta­da por tu tí o y vivieras bien era insoportable para mí. Le escribí dicié ndole que sentí a comunicá rselo, pero que habí as muerto de tifus en Lowood. Ahora haz lo que quieras. Escribe desmintié ndome, si te parece. Creo que has nacido para ser mi tormento; hasta en mi ú ltima hora he de ser torturada por el recuerdo de un mal que no debí a cometer ni aun tratá ndose de ti.

-Quisiera que no pensase má s en ello, tí a, y que me mirase con afecto.

-Tienes muy malos instintos -repuso-, y aú n hoy no comprendo có mo has sido capaz de permanecer nue­ve añ os en el colegio sin rebelarte.

-Mis instintos no son tan malos como usted piensa. Soy vehemente, pero no vengativa. Durante mucho tiempo, mientras fui niñ a, hubiera deseado quererla mucho, si usted me lo hubiera permitido, y ahora deseo reconciliarme con usted. Bé seme, tí a.

Aproximé mis mejillas a sus labios, pero no me tocó. Dijo que la ahogaba incliná ndome así sobre la cama, y me pidió má s agua. La incorporé para que bebiese y, al volverla a acostar, coloqué mis manos sobre las suyas, heladas, que se retiraron de mi contacto, mientras su apagada mirada esquivaba la mí a.

-Quié rame u ó dieme, como desee -dije, al fin-. En uno u otro caso, la perdono de corazó n. ¡ Dios la perdone tambié n!

¡ Pobre mujer! Era demasiado tarde para que cambia­se de cará cter. Me habí a odiado en vida y era, al pare­cer, inevitable que me odiara en su agoní a.

Entró la enfermera, seguida de Bessie. Permanecí en la estancia media hora má s, esperando que mi tí a diese algú n indicio de alivio, pero no dio ninguno. Permane­ció sumida en el habitual sopor y a medianoche falleció. Ni sus hijas ni yo estuvimos presentes para cerrar sus ojos. A la mañ ana siguiente nos dijeron que todo habí a terminado. Eliza entró a ver a su madre por ú ltima vez. Georgiana que estaba deshecha en llanto, dijo que no se atreví a. La antes robusta y ené rgica Sarah Reed yací a rí gida e inmó vil, con los pá rpados cerrados. En su entre­cejo y sus duras facciones estaba impreso aú n el sello de la inflexibilidad de su alma. Aquel cadá ver me produjo un efecto extrañ o y solemne. Le miré con espanto y tris­teza. Nada habí a en é l que sugiriese imá genes suaves, de piedad o de esperanza.

Eliza miró a su madre con serenidad. Despué s de al­gunos minutos de silencio, comentó:

-Tení a una constitució n muy robusta y hubiera vivido mucho má s a no haber abreviado su existencia los disgustos.

Su boca se contrajo por un momento. Luego salió del cuarto y yo la seguí. Ninguna de las dos habí amos verti­do una sola lá grima.

 

XXII

Mr. Rochester me habí a concedido una semana de permiso, pero pasó un mes antes de que yo abandonase Gateshead. Pretendí irme en seguida de los funerales, mas Georgiana me obligó a estar con ella hasta su mar­cha a Londres, donde al fin habí a sido invitada por su tí a Gibson, que acudió para arreglar los asuntos familiares. Georgiana afirmaba que temí a quedar sola con Eliza porque no podí a contar para nada con su simpatí a ni su ayuda. Soporté lo mejor que pude sus quejas egoí stas y la auxilié con todas mis fuerzas a hacer su equipaje. Mientras yo trabajaba, ella permanecí a inactiva, y yo pensaba para mí: «Si nosotras hubié ramos de vivir jun­tas, primita, las cosas se organizarí an sobre una base di­ferente. Ya me encargarí a yo de marcarte tu tarea y te obligarí a a cumplirla. Tambié n te persuadirí a de que guardases parte de tus lamentaciones en el fondo de tu alma. Si tengo tanta paciencia y soy tan complaciente contigo, se debe a la triste ocasió n en que te hallas y a que se trata de una cosa pasajera. »

Al fin Georgiana partió, pero entonces fue Eliza quien me pidió que me quedase otra semana. Sus pro­yectos absorbí an todo su tiempo y su atenció n y, antes de partir para su desconocido destino, se pasaba el dí a cerrando baú les, vaciando cajones, quemando papeles, todo ello dentro de su cuarto y con el cerrojo echado. Me necesitaba, pues, para que yo atendiese la casa, reci­biese pé sames y contestase cartas.

Al fin, una mañ ana me dijo que me dejaba en liber­tad, y añ adió:

-Le agradezco mucho su discreció n y sus valiosos servicios. ¡ Qué diferencia entre vivir con una persona como usted o con una como Georgiana! Usted sabe lle­nar su misió n en la vida. Mañ ana -continuó - parto para el continente. Me instalaré en una residencia de religiosas, cerca de Lisle, una especie de monasterio donde viviré tranquila y aislada. Quiero dedicar mi tiempo al examen de los dogmas catolicoromanos, y si, como casi supongo, encuentro que son los que mejor permiten hacer las cosas bien y ordenadamente, abraza­ré la fe romana y probablemente me haré monja.

No manifesté sorpresa por tal resolució n ni intenté di­suadirla de ella. Al despedirme, me dijo:

-Adió s, prima Jane Eyre. Le deseo buena suerte. Es usted sensata.

-Tambié n usted, prima Eliza -repuse. Y con estas palabras nos despedimos.

Como no habrá ocasió n de referirme de nuevo a nin­guna de mis primas, me limitaré a mencionar que Geor­giana hizo un buen matrimonio con un hombre rico y distinguido y que Eliza profesó como monja despué s de un añ o de noviciado y es actualmente superiora de su convento.

Mi viaje fue aburrido, muy aburrido. Una jornada de cincuenta millas, una noche en una posada y cincuenta millas má s al dí a siguiente. Durante las primeras horas del viaje pensé en los ú ltimos momentos de mi tí a: creí a ver su desfigurada faz y escuchar su alterada voz. Recor­daba el sepelio: el ataú d, el carruaje fú nebre, la comiti­va de criados y colonos -parientes habí a muy pocos-, la cripta, la silente iglesia, el solemne oficio... Pensé en Georgiana y en Eliza, figurá ndome a la una brillando en un saló n de baile, y a la otra habitando una celda con­ventual, y analicé y comparé sus respectivos caracteres. La noche pasada en la gran ciudad de... desvaneció es­tos pensamientos. Acostada en mi cama de viajera, sus­tituí los recuerdos por cá balas sobre el porvenir.

Volví a a Thornfield, pero ¿ cuá nto tiempo pasarí a allí? Seguramente no mucho. Mrs. Fairfax me escribió a Gateshead diciendo que los invitados se habí an ido ya y que Mr. Rochester se habí a ido a Londres hací a tres semanas y se le esperaba dentro de quince dí as. Mrs. Fairfax suponí a que iba a arreglar asuntos relativos a su matrimonio, pues­to que é l habló de adquirir un coche nuevo. A la anciana le resultaba muy rara la idea de que su señ or se casase con Blanche Ingram, pero segú n oyera a todos, la boda no debí a dilatarse mucho. «¡ Muy incré dula eres! -comenté mentalmente-. ¡ Yo no experimento duda alguna! »

La cuestió n inmediata a estudiar era adó nde irí a yo. Soñ é por la noche con Blanche, que me cerraba las puertas de Thornfield y me señ alaba el camino. Mr. Ro­chester nos miraba a las dos, cruzado de brazos, sonrien­do sarcá sticamente.

No avisé a Mrs. Fairfax el dí a de mi regreso, porque no querí a que enviasen coche alguno a buscarme a Mill­cote. Me proponí a recorrer la distancia dando un paseo, y así, despué s de dejar mi equipaje al cuidado del dueñ o de la posada, a las seis de una tarde de junio eché a andar por el antiguo camino de Thornfield, que se des­lizaba a travé s de los prados y era muy poco frecuentado entonces.

A medida que iba caminando me sentí a má s contenta, hasta el punto de que má s de una vez me detuve para preguntarme el motivo de tal alegrí a, ya que, en realidad, no me dirigí a a mi casa ni a un lugar donde me aguarda­sen con impaciencia amigos cariñ osos. «Mrs. Fairfax me acogerá con una tranquila sonrisa y Adè le me tomará las manos y comenzará a saltar cuando me vea -pensé -, pero la verdad es que ellas piensan en cosas distintas de mí, como yo pienso en cosas distintas de ellas. »

En las praderas de Thornfield los labradores comen­zaban a abandonar el trabajo y volví an a sus casas con las herramientas al hombro. Só lo me faltaba atravesar un par de prados antes de llegar a las verjas. Los setos de los bordes estaban llenos de rosas. Pero no me detuve a tomar ninguna, tanta era la prisa que sentí a por llegar a la casa. Pasé bajo un alto zarzal que abovedaba el sen­dero con sus ramas de blancas florecillas, distinguí el estrecho portillo con escalones de piedra y vi... a Mr. Rochester sentado en ellos, con un libro y un lá piz en la mano. Estaba escribiendo.

No era ciertamente un fantasma, y, sin embargo, sentí un estremecimiento nervioso y estuve a punto de perder el dominio de mí misma. ¿ Qué hacer? Nunca habí a pen­sado que pudiera temblar de aquel modo ante su presen­cia, que perdiera así la voz y hasta el movimiento al ver­le. Me urgí a retroceder, para no mostrarme ante é l tem­blorosa como una tonta. Conocí a otro camino para ir a la casa. Pero aunque hubiese conocido veinte, todo era inú til, porque é l me vio antes de que pudiera retirarme.

-¡ Caramba! -exclamó -. ¿ Conque está usted aquí? ¡ Venga, venga!

Supongo que debí ir, en efecto, aunque no sé có mo, pues me hallaba inconsciente de mis movimientos y só lo me ocupaba en fingir tranquilidad y en dominar los mú s­culos de mi rostro que, insolentemente rebeldes a mi voluntad, se obstinaban en revelar lo que debí a perma­necer oculto. Pude, sin embargo, presentarme con la mayor compostura posible.

-Conque Jane Eyre, ¿ eh? De Millcote y a pie... Es una de las peculiaridades de usted: no pedir un carruaje para venir por la carretera como una persona corriente, sino aparecer junto a su casa a la caí da de la tarde, como una aparició n... ¿ Qué diablos ha estado haciendo todo este mes?

-Estaba con mi tí a, que ha muerto, señ or.

-¡ Una contestació n muy de Jane Eyre! ¡ Los á ngeles, me ayuden! ¡ Lo primero que me dice al encontrarnos es que viene de estar con muertos, en el otro mundo! Si me atreviera, la tocarí a, a ver si es de carne y hueso, o bien una visió n, que se disipara a mi contacto, como un fuego fatuo en los pantanos... ¡ Pí cara! -añ adió, despué s de un momento de silencio-. ¡ Un mes ausente y olvidada de mí por completo, estoy seguro!

Sentí a verdadero placer en reunirme con Mr. Rochester, aunque acibarado por el pensamiento de que en breve dejarí a de verle y de que, ademá s, nada habí a de comú n entre é l y yo. Pero de sus palabras emanaba una sensació n que me plací a en extremo. Parecí an indicar que le interesaba saber si yo me acordaba de é l o no. Y habí a hablado de Thornfield como de mi casa...

Le pregunté si habí a estado en Londres.

-Sí. Y supongo que lo sabe usted gracias a su doble vista.

-Me lo escribió Mrs. Fairfax.

-¿ Y le informó de lo que fui a hacer? -Sí, señ or. Todos lo saben.

-Tiene usted que ver el coche, Jane, y decirme si cree que es apropiado o no para Mrs. Rochester y si viajando en é l parecerá una reina apoyada en sus rojos cojines. Por cierto que serí a mucho mejor que ella y yo hicié ramos mejor pareja, fí sicamente hablando. Usted, que es un hada, puede proporcionarme un filtro, reali­zar algú n conjuro o cosa parecida, para convertirme en un hombre guapo.

-Eso no entra en las posibilidades de la magia, señ or -respondí mientras pensaba: «Todo el conjuro que se necesita son los ojos de una enamorada. Para ella serí a usted lo má s hermoso que se pudiera desear. »

Mr. Rochester habí a leí do a menudo mis pensamien­tos. Aquella vez no pareció atender mucho mis pala­bras. Me sonrió de un modo peculiar, que rara vez em­pleaba, quizá porque aquella sonrisa, a la que asomaba toda su alma, no le pareciese conveniente para ser apli­cada a las situaciones vulgares de la vida.

-Pase, Jane -dijo, separá ndose a un lado del porti­llo-, pase y descanse sus piececitos fatigados en la casa de un amigo.

Obedecí sin decirle nada; sobraba para mí todo diá lo­go ulterior. No obstante, un impulso interior me hizo detenerme, una fuerza desconocida me hizo girar sobre mí misma y decirle, no sé si yo o algo que me hací a hablar a pesar mí o:

-Gracias por su mucha amabilidad, Mr. Rochester. Estoy muy satisfecha de volver a verle, y considero que dondequiera que usted esté está mi casa, mi ú nica casa.

Y me alejé tan de prisa, que difí cilmente hubiera po­dido é l alcanzarme aunque se lo hubiera propuesto. Adè le se volvió casi loca de alegrí a al verme. Mrs. Fair­fax me acogió con su acostumbrada afabilidad. Aquello me resultó muy agradable. Nada complace má s que sen­tirse amado por los que le rodean a uno y apreciar que la propia presencia aumenta su satisfacció n.

Cerré, pues, mis ojos al porvenir y taponé mis oí dos contra la voz que me aconsejaba ponerme en guardia previniendo la pró xima separació n. Cuando tomamos el té y Mrs. Fairfax inició su labor, mientras yo me sentaba en una silla junto a ella y Adé le se arrodillaba en la al­fombra, una sensació n de mutuo afecto pareció envol­vernos a todos como un cí rculo de á urea paz. Murmuré una plegaria sin palabras pidiendo a Dios que no nos separá semos nunca, y cuando Mr. Rochester entró sin anunciarse y nos miró, complacido ante el espectá culo de aquel grupo tan amistoso, cuando dijo que suponí a que la anciana estarí a satisfecha al ver que su hija adop­tiva regresaba y añ adió que Adè le le parecí a pré te a cro­ques sa petite maman Anglaise, casi comencé a alimentar la esperanza de que é l, aun despué s de casarse, nos con­servarí a bajo su protecció n y no nos privarí a en absoluto de su presencia.

A mi vuelta a Thornfield Hall sucedió una quincena de tranquilidad absoluta. No se hablaba nada del casa­miento del dueñ o, ni yo veí a preparativo alguno. Casi a diario preguntaba a Mrs. Fairfax si sabí a que hubiera algo decidido y siempre recibí a la misma negativa. Se­gú n dijo, só lo una vez preguntó sobre el asunto a Mr. Rochester, pero é ste respondió con una broma y ella no pudo sacar nada en limpio.

Una cosa que me sorprendí a mucho era que Roches­ter no visitaba Ingram Park. Si bien este lugar estaba sito a veinte millas, en los lí mites de otro condado, ¿ qué era esa distancia para un enamorado ardiente? Un jinete tan experto e infatigable como Rochester la recorrerí a en una mañ ana de cabalgar. Comencé a acariciar esperan­zas que no tení a motivo alguno para concebir: que el enlace se hubiese roto, que el rumor hubiera sido infundado, que una de las dos partes hubiera rectificado su opinió n. Trata­ba de adivinar si en el rostro de Rochester se apreciaba alguna cosa desagradable o violenta, pero jamá s me habí a parecido su cara tan lí mpida y exenta de malas inclinacio­nes. Nunca me llamó a su presencia tan frecuentemente como entonces, nunca habí a sido má s amable para con­migo y nunca, ¡ ay!, le habí a amado yo má s a é l...

 

XXIII

Hací a un tiempo esplé ndido, como de mediados de verano, con un cielo tan puro y un sol tan radiante, que se dirí a que una bandada de dí as italianos, a la manera de magní ficos pá jaros, hubiese venido desde el Sur hasta Inglaterra. El heno habí a sido segado por completo. Los campos circundantes estaban verdes, los á rboles en flor, los bosques pomposos y los setos magní ficos de frutos y florecillas.

Una tarde de aquel verano, Adè le, que se habí a fati­gado mucho cogiendo fresas silvestres por la tarde en el camino de Hay, se acostó en cuanto se puso el sol, y yo, despué s de asegurarme de que la niñ a dormí a, bajé al jardí n.

Era la hora má s grata de las veinticuatro del dí a. Por Occidente, donde el sol acababa de desaparecer, se ex­tendí a ahora una esplé ndida mancha de pú rpura, ar­diente como el rubí o como la llama, surgiendo tras lo alto de una colina, y extendié ndose má s tenue a medida que se elevaba, hasta la mitad del cielo. Por Oriente, el cielo ostentaba un suave azul y brillaba en é l una estrella como una joya. En breve saldrí a la luna, pero ahora no asomaba todaví a en el horizonte.

Primero paseé ante la casa, mas un bien conocido olor de cigarro que salí a por la abierta ventana de la bibliote­ca me hizo comprender que podí an verme, y entonces me interné en el huerto. Imposible encontrar un sitio má s paradisí aco. Estaba lleno de á rboles y flores, un alto muro lo separaba del patio y una avenida de hayas conducí a al prado de frente al edificio. Un seto aislaba el huerto de los solitarios campos, y un caminito bordeado de laureles y que terminaba en un gigantesco castañ o rodeado de un asiento circular conducí a al extremo del seto. El silencio era absoluto, la sombra grata. Mas ape­nas habí a caminado algunos pasos me detuve al percibir cierta cá lida fragancia en el ambiente. No procedí a de los rosales silvestres, ni de los abró tanos, jazmines, cla­veles y rosas que colmaban el jardí n. No: aquel nuevo aroma era el del cigarro de Mr. Rochester.

Miré a mi alrededor y escuché. Vi á rboles cargados de fruta y oí trinar a un ruiseñ or, pero no distinguí ninguna forma humana ni sentí paso alguno. Sin embargo, el aroma se hací a má s intenso. Debí a marcharme. Me diri­gí a un portillo que daba al campo y en aquel momento divisé a Mr. Rochester. Me detuve, procurando pasar disimulada bajo la hiedra que cubrí a el muro. Mr. Ro­chester seguramente no estarí a mucho tiempo allí y, si yo me quedaba donde estaba, podí a pasar inadvertida.

Pero aquel antiguo jardí n era tan agradable para é l como para mí. Lo recorrí a lentamente, pará ndose de vez en cuando, ora para contemplar las parras cargadas de uvas grandes como ciruelas, ora para coger una cere­za o para contemplar una flor. Una enorme libé lula voló a mi lado, se detuvo en una planta a los pies de Roches­ter y é ste se inclinó a fin de examinarla.

«Ahora está de espaldas a mí -pensé -; acaso, si me deslizo en silencio, pueda irme sin que me oiga. » Avancé sobre la hierba, queriendo evitar que mis pa­sos sobre la arena me traicionaran. Cuando pasé a una vara o dos de é l, que parecí a absorto en contemplar la libé lula, dijo, sin volverse:

-Venga a ver esto, Jane.

No habí a hecho ruido, é l no me dirigí a la mirada. ¿ Có mo sabí a que yo me hallaba allí? Me detuve y al fin me acerqué a é l.

-Mire qué alas tiene -dijo-. Parece un insecto de las Antillas. Nunca he visto ninguno tan grande y her­moso en Inglaterra. ¡ Ah, ya vuela!

La libé lula se habí a ido. Yo inicié tambié n la retirada, pero Rochester me siguió. Al llegar al portillo dijo: -Quedé monos. Es lamentable permanecer en casa en una noche tan hermosa como é sta. ¿ A quié n puede complacerle acostarse a esta hora? Vea: mientras la ú lti­ma claridad del crepú sculo brilla a lo lejos, por el otro extremo del horizonte nace la luna.

Uno de mis defectos es que, aunque habitualmente tengo la lengua pronta para cualquier respuesta, en oca­siones no sé encontrar palabras adecuadas con que ne­garme a algo, y ello coincide siempre con los momentos en que má s precisarí a un pretexto plausible. No me agradaba pasear a solas a aquellas horas con Mr. Ro­chester por el huerto, pero no supe có mo excusarme. Le seguí con lentos pasos, pensando en el modo de librarme de aquella complicació n. Pero é l parecí a tan sereno y grave, que me avergoncé de mis temores.

-Jane -comenzó cuando í bamos por el sendero en­tre laureles hacia el castañ o rodeado de un banco-, ¿ verdad que Thornfield es un sitio muy agradable en verano?

-Sí, señ or.

-Usted debe de sentir cierto cariñ o a la casa, porque tiene usted muy desarrollada su capacidad afectiva y sabe apreciar lo bello.

-En efecto, experimento afecto hacia Thornfield. -Y hasta me parece que, no sé có mo, ha tomado usted cariñ o a esa tontita de Adè le y a esa pobre Mrs. Fairfax.

-Sí, señ or: las aprecio, a cada una en un sentido. -¿ Le disgustarí a separarse de ellas?

-Sí.

-Es lá stima -se interrumpió y suspiró. Luego siguió diciendo-: Siempre sucede en la vida que, cuando uno encuentra un sitio donde se halla a gusto, se ve en la precisió n de abandonarlo...

-¿ Es necesario que me vaya de Thornfield? -pre­gunté.

-Lo siento, Jane, pero creo que sí. Me sentí anonadada, mas lo disimulé.

-Bien, señ or. Me preparé para cuando usted me dé la orden de irme.

-Esta misma noche. -¿ Es que va a casarse?

-E-xac-ta-men-te -silabeó -. Se muestra usted tan sagaz como de costumbre.

-¿ Pronto señ or?

-Tan pronto que... Miss Eyre: usted recordará que cuando yo, o la voz pú blica, le informaron de mi inten­ció n de ofrecer mi cerviz de soltero al sagrado yugo del matrimonio, de acoger en mi amante pecho a Miss In­gram... Pero escú cheme, Jane, y no vuelva la cabeza para mirar las mariposas... Usted recordará que fue la primera en decirme, con toda discreció n y respeto, como conviene a su posició n, que en caso de que yo me casara con Miss Ingram, era preferible que usted y Adè le se fueran de la casa. Prescindo de la calumniosa man­cha que esa sugerencia arroja sobre el angelical cará cter de mi adorada y me limito, mi dulce Jane, a apreciar lo que en su indicació n hay de prudente y a convertirla en mi lí nea de conducta. Adè le será enviada al colegio y usted, Miss Eyre, no tiene má s salida que buscar otro empleo.

-Sí señ or. Yo fui la primera en indicá rselo, má s su­poní a...

Iba a concluir: «que podrí a continuar aquí hasta que hallase otro puesto»; pero callé.

No me atreví a a hablar mucho, temiendo que mi voz delatara lo que sentí a.

-La boda se celebrará de aquí a un mes -siguió Ro­chester-, y he buscado ya otro empleo para usted. -Gracias, señ or: siento que...

-No, no; nada de gracias. Entiendo que cuando un empleado cumple su deber tan bien como usted lo ha cumplido, tiene derecho a que su patró n le ayude. Mi futura suegra me ha hablado de una plaza que segura­mente le convendrá: se trata de encargarse de la educa­ció n de las cinco hijas de Mr. Dionysius O'Gall, de Bit­ternutt Lodge, en Connaught. Es en Irlanda. Le gustará Irlanda. Segú n dicen, los irlandeses son muy afectuosos. -Está muy lejos, señ or.

-¿ Qué importa? A una muchacha como usted no creo que le asuste un viaje largo.

-No es el viaje, sino la distancia y el mar, que es una barrera que me separarí a de...

-¿ De qué?

-De Inglaterra, y de Thornfield, y de... -¿ De...?

-De usted, señ or...

Lo dije casi involuntariamente, mientras lá grimas si­lenciosas bañ aban mi rostro. La menció n del señ or O'Gall, de Bitternutt Lodge, habí a dejado frí o mi co­razó n, y má s aú n el pensamiento del mar, del mar in­menso, revuelto y espumoso, que habí a de interponerse entre mi persona y aquel hombre a cuyo lado paseaba y a quien amaba de un modo espontá neo, superior a mi voluntad.

-Es muy lejos -repetí.

-Desde luego. Y cuando usted esté en Bitternutt Lodge, no volveremos a vernos má s. Me parece induda­ble. No creo ir nunca a Irlanda; no es un paí s que me atraiga en exceso... Hemos sido buenos amigos, ¿ ver­dad, Jane?

-Sí.

-Bien. Pues cuando dos buenos amigos se separan, emplean el corto tiempo que les queda de estar juntos en hablar un poco de sí mismos. Ea, hablemos tranqui­lamente durante media hora, mientras las estrellas bri­llan en el cielo que nos cubre... Senté monos en este ban­co del castañ o, ya que nuestro destino es no volver a sentarnos juntos má s.

Cuando nos hubimos acomodado, continuó:

-En efecto, Jane: el viaje a Irlanda es largo y la tra­vesí a incó moda y siento que mi amiguita haya de verse obligada a... Pero ¿ có mo ayudarla si no? ¿ Experimenta usted algú n sentimiento respecto a mí, Jane?

No pude contestar. Mi corazó n desbordaba. -Porque yo lo experimento por usted -continuó -, sobre todo cuando estamos juntos, como ahora. Es como si en el lado izquierdo de mi pecho tuviese una cuerda que vibrara al mismo ritmo que otra que usted tuviese en aná logo lugar y se uniera de un modo invisi­ble a la mí a. Y si ese endiablado canal y doscientas mi­llas de tierra van a separarnos, temo que ese lazo que nos une se rompa. Por lo qué a mí concierne, estoy segu­ro de que la rotura va a producirme una incontenible hemorragia. Y usted...

-Yo nunca, señ or, usted sabe... No pude continuar.

-¿ Oye có mo canta ese ruiseñ or, Jane? Escuche. Escuché y de pronto rompí a llorar convulsivamente, estremecié ndome de pies a cabeza. Imposible soportar má s lo que sufrí a. Cuando pude hablar, fue para expre­sar con vehemencia el deseo de no haber nacido nunca o no haber ido jamá s a Thornfield.

-¿ Có mo? ¿ Le disgusta tanto irse de aquí?

-Me disgusta irme de Thornfield. Amo este lugar, y lo amo porque en é l he vivido una vida agradable y ple­na, momentá neamente al menos, porque no he sido re­bajada a vivir entre seres inferiores ni excluida de toda relació n con cuanto es superior y diná mico. He podido hablar con alguien a quien admiro, en cuyo trato me complazco... Un cerebro poderoso, amplio, original... En una palabra, le he conocido a usted, Mr. Rochester, y me asusta pensar en irme de su lado. Reconozco que debo marchar, pero lo reconozco como podrí a recono­cer la necesidad de morir.

-¿ Y qué necesidad tiene de irse? -preguntó de pronto.

-Usted mismo me lo ha dicho, señ or. -¿ A propó sito de qué?

-De Miss Ingram, su noble y bella prometida... -¿ Qué prometida? Yo no tengo prometida. -Pero se propone tenerla...

-Sí, me lo propongo... -masculló.

-De modo que debo irme. Usted lo ha dicho. -No: usted se quedará. Se lo juro y cumpliré el ju­ramento.

-¡ Y yo le digo que me iré! -exclamé con vehemencia-. ¿ Piensa que me es posible vivir a su lado sin ser nada para usted? ¿ Cree que soy una autó mata, una má quina sin sentimientos humanos? ¿ Piensa que porque soy pobre y oscura carezco de alma y de corazó n? ¡ Se equivoca! ¡ Tengo tanto corazó n y tanta alma como usted! Y si Dios me hubiese dado belleza y riquezas, le serí a a usted tan amargo separarse de mí como lo es a mí separarme de usted. Le hablo prescindiendo de convencionalismos, como si estuvié semos má s allá de la tumba, ante Dios, y nos hallá se­mos en un plano de igualdad, ya que en espí ritu lo somos.

-¡ Lo somos! -repitió Rochester. Y tomá ndome en sus brazos me oprimió contra su pecho y unió sus labios a los mí os-. ¡ Sí, Jane!

-O tal vez no -repuse, tratando de soltarme-, porque usted va a casarse con una mujer con quien no simpatiza, a quien no puedo creer que ame. Yo rechaza­rí a una unió n así. Luego yo soy mejor que usted. ¡ Dé je­me marchar!

-¿ Adó nde, Jane? ¡ A Irlanda!

-Sí, a Irlanda. Lo he pensado bien y ahora creo que debo irme.

-Qué dese, Jane. No luche consigo misma como un ave que, en su desesperació n, despedaza su propio plu­maje.

-No soy un ave, sino un ser humano con voluntad personal, que ejercitaré alejá ndome de usted. Haciendo un esfuerzo, logré soltarme y permanecí en pie ante é l.

Tambié n su voluntad va a decidir de su destino -repuso-. Le ofrezco mi mano, mi corazó n y cuanto poseo.

-Se burla usted, pero yo me rí o de su oferta.

-La pido, que viva siempre a mi lado, que sea mi mujer.

-Respecto a eso, ya tiene usted hecha su elecció n. -Espere un poco, Jane. Está usted muy excitada. Una rá faga de viento recorrió el sendero bordeado de laureles, agitó las ramas del castañ o y se extinguió a lo lejos. No se percibí a otro ruido que el canto del ruise­ñ or. Al oí rlo, volví a llorar. Rochester, sentado, me contemplaba en silencio, con serenidad, grave y amable­mente. Cuando habló al fin, dijo:

-Sié ntese a mi lado, Jane, y expliqué monos. -No volveré má s a su lado.

-Jane, ¿ no oye que deseo hacerla mi mujer? Es con usted con quien quiero casarme.

Callé, suponiendo que se burlaba. -Venga, Jane.

-No. Su novia nos separa.

Se puso en pie y me alcanzó de un salto.

-Mi novia está aquí -dijo, atrayé ndome hacia sí -: es mi igual y me gusta. ¿ Quiere casarse conmigo, Jane? No le contesté; luchaba para librarme de é l. No le creí a.

-¿ Duda de mí, Jane? -En absoluto. -¿ No tiene fe en mí? -Ni una gota.

-Entonces, ¿ me considera usted un bellaco? -dijo con vehemencia-. Usted se convencerá, incré dula. ¿ Acaso amo a Blanche Ingram? No, y usted lo sabe. ¿ Acaso me ama ella a mí? No, y me he preocupado de comprobarlo. He hecho llegar hasta ella el rumor de que mi fortuna no era ni la tercera parte de lo que se su­poní a, y luego me he presentado a Blanche y a su ma­dre. Las dos me han acogido con frialdad. No puedo, ni debo, casarme con Blanche Ingram. A usted, tan rara, tan insignificante, tan vulgar, es a quien quiero como a mi propia carne, y a quien ruego que me acepte por es­poso.

-¿ A mí? -exclamé, empezando a creerle, en vista de su apasionamiento y, sobre todo, de su ruda franque­za-. ¡ A mí, que no tengo en el mundo otro amigo que usted, si es que usted se considera amigo mí o, y que no poseo un chelí n, no siendo los que usted me paga!

-A usted, Jane. Quiero que sea mí a, ú nicamente mí a. ¿ Acepta? ¡ Diga inmediatamente que sí!

-Mr. Rochester, dé jeme mirarle la cara. Vué lvase de modo que le ilumine la luna.

-¿ Para qué?

-Porque quiero leer en su rostro.

-Bien; ya está. Creo que mi rostro no le va a parecer má s legible que una hoja tachada, pero en fin, lea lo que quiera, con tal de que sea pronto.

Su faz estaba muy agitada. Tení a las facciones contraí ­das y una extrañ a luz brillaba en sus ojos.

-¡ Me tortura usted, Jane! -exclamó -. Por muy franca y bondadosa que sea su mirada, me escudriñ a de un modo...

-¿ Có mo voy a torturarle? Si dice usted la verdad y su oferta es sincera, mis sentimientos no pueden ser otros que los de una gratitud infinita. ¿ Có mo voy a tor­turarle con ella?

-¿ Gratitud? Jane -ordenó, perentoriamente-, dí ­game así: «Edward, quiero casarme contigo. »

-¿ Es posible que me quiera usted de verdad? ¿ Qué se propone hacerme su mujer?

-Sí; se lo juro, si lo desea.

-Entonces, señ or, sí quiero casarme con usted. -Señ or, no. Di Edward, mujercita mí a.

-¡ Oh, querido Edward!

-Ven, ven conmigo -y rozando mis mejillas con las suyas y hablá ndome al oí do, murmuró -: Hazme feliz y yo te haré feliz a ti.

De haberle amado menos, hubiese pensado que su as­pecto y su mirada mostraban una alegrí a casi salvaje, pero libre de la pesadilla de la marcha, abrié ndose ante mí el paraí so de la dicha que se me ofrecí a, só lo pensaba en beber hasta la ú ltima gota de aquel né ctar. Una y otra vez, Rochester me preguntaba: «¿ Te sientes feliz, Jane? » Y una y otra vez le respondí a: «Sí. » Le oí mur­murar para sí:

-Sé que Dios no deja de aprobar lo que hago. La opinió n del mundo me es indiferente, y desafí o la crí tica de los hombres.

La luna ya no brillaba, está bamos en sombras y yo no podí a ver apenas el rostro de Rochester, a pesar de lo cerca que me hallaba de é l. El viento soplaba entre los laureles y moví a, con sordo rumor, las ramas del castañ o.

-Tenemos que entrar -dijo Rochester-: el tiempo cambia. Quisiera estar contigo hasta mañ ana, Jane.

«Y yo contigo», pensé. Y quizá lo hubiese dicho si en aquel momento un relá mpago no me hubiera dejado deslumbrada, obligá ndome a ocultar mis ofuscados ojos contra el hombro de Rochester.

Comenzó a llover con furia. É l me arrastró velozmen­te por el sendero hacia la casa, pero antes de que cruzá ­semos el umbral está bamos empapados. Mientras Ro­chester me quitaba el chal y alisaba mi cabello despeina­do por el agua, Mrs. Fairfax salió de su cuarto. Ni é l ni yo reparamos en ella. La lá mpara estaba encendida. El reloj daba en aquellos momentos las doce.

-Quí tate en seguida la ropa, ¡ Está s calada! Buenas noches, queridita -dijo Rochester.

Me besó repetidas veces. Al separarme de é l distinguí a la viuda, mirá ndonos, grave, pá lida y asombrada. La sonreí y corrí escaleras arriba. «Dejemos la explicació n para otra vez», pensé. No obstante, ya en mi cuarto me turbó algo la idea de suponer lo que ella podrí a pensar de lo que habí a visto, pero mi alegrí a borró pronto los demá s sentimientos y pese a la violencia con que soplaba el viento, a la frecuencia y fragor con que sonaba el true­no, a los lí vidos relá mpagos y a la lluvia que cayó a to­rrentes durante dos horas, no sentí a ni el má s pequeñ o temor. Mientras persistió la tormenta, Rochester llamó tres veces a mi puerta para preguntarme si necesitaba algo.

A la mañ ana siguiente, antes de levantarme, Adè le vino corriendo a decirme que por la noche habí a caí do un rayo en el castañ o del huerto y lo habí a medio des­truido.

 

XXIV

Una vez levantada y vestida, pensé en lo sucedido y me pareció un sueñ o. No estaba segura de su realidad hasta que viese a Rochester y le oyese renovar sus pro­mesas y sus frases de amor.

Mientras me peinaba, me miré al espejo y mi rostro no me pareció feo. Brillaban en é l una expresió n de es­peranza y un vivido color. Mis ojos parecí an haberse bañ ado en la fuente de la dicha y adquirido en ella un esplendor inusitado. Con frecuencia habí a temido que Rochester se sintiera desagradado por mi aspecto, pero ahora me sentí a segura de que mi semblante, tal como estaba hoy, no enfriarí a su afecto. Saqué del cajó n un sencillo y limpio vestido de verano y me lo puse. Me pareció que nunca me habí a sentado tan bien.

No me sorprendió al bajar al vestí bulo que una bella mañ ana de verano hubiera sucedido a la tempestad. As­piré la brisa, fresca y fragante. Una mendiga con un niñ o avanzada por el camino y corrí a darles cuanto llevaba: tres o cuatro chelines. Querí a que todos y todo partici­paran de mi jú bilo, de un modo u otro. Graznaban las cornejas y cantaban los pá jaros, pero nada me era tan grato como la alegrí a de mi corazó n.

Mrs. Fairfax se asomó a la ventana y con grave acento me dijo:

-Miss Eyre, ¿ viene a desayunar?

Mientras desayuná bamos, se mantuvo frí a y silencio­sa. Pero yo no podí a explicarme con ella aú n. Necesita­ba que Rochester me repitiese lo que me dijera la noche antes. Desayuné todo lo de prisa que pude, subí y en­contré a Adè le que salí a del cuarto de estudio.

-¿ Adó nde vas? Es hora de dar la lecció n. -Mrs. Rochester me ha dicho que vaya a jugar. -¿ Dó nde está?

-Allí -contestó señ alando el cuarto del que salí a. Entré y le hallé, en efecto.

-Saludé monos -me dijo.

Avancé hacia é l, que me acogió no con una simple palabra o con un apretó n de manos, sino con un abrazo y un beso. Me parecí a natural y admirable que me qui­siera y me acariciara tanto.

-Jane -me dijo-: esta mañ ana está s agradable, sonriente, bonita... No pareces el duendecillo de otras veces. ¿ Es posible que sea la misma esa muchachita de radiante rostro, rosadas mejillas, rojos labios, sedosa ca­bellera y brillantes ojos castañ os?

Yo tení a ojos verdes, lector; pero debes perdonar el error: supongo que para é l mostraban un nuevo reflejo. -Soy la misma Jane Eyre.

-Pronto será s Jane Rochester. De aquí a cuatro se­manas. ¡ Ni un dí a má s! ¿ Lo oyes?

Lo oí a sí, pero apenas lo comprendí a. Aquella noticia me causaba una sensació n tal, que má s que alegrí a raya­ba en estupefacció n, casi en miedo.

-Te has puesto pá lida, Jane. ¿ Qué te pasa?

-Me da usted un nombre que me resulta tan ex­trañ o...

-Mrs. Rochester-contestó -, la joven Mrs. Ro­chester; la esposa de Fairfax Rochester.

-Me parece imposible. Semejante felicidad se me fi­gura un sueñ o, un cuento de hadas.

-Que yo convertiré en realidad. Hoy he escrito a mi banquero para que enví e ciertas joyas que tiene en cus­todia: las joyas de la familia. Espero poder dá rtelas den­tro de un par de dí as. Quiero que disfrutes de todas las atenciones, de todas las delicadezas que merecerí a la hija de un par si me casara con ella.

-No hablemos de joyas. ¡ Joyas para Jane Eyre! Vale má s no tenerlas.

-Yo mismo te pondré al cuello el collar de diamantes y la diadema en esa frente que tiene por naturaleza un aspecto tan noble. Yo mismo ceñ iré con pulseras tus fi­nas muñ ecas y con anillos tus deditos de hada.

-Pensemos y hablemos de otras cosas, no de esas que me resultan extrañ as. No se dirija a mí como si fuera una belleza. No soy má s que una vulgar institutriz.

-A mis ojos eres una belleza tal como me gusta: va­porosa, delicada...

-Quiere usted decir mezquina e insignificante. O sueñ a usted o se burla de mí... ¡ No se chancee, por Dios!

-Yo haré que todo el mundo reconozca tu belleza -dijo. Yo me sentí a realmente contrariada de la actitud que habí a adoptado, porque comprendí a que é l trataba de ilusionarme o de ilusionarse-. Cubriré a mi Jane de rasos y blondas, pondré flores en sus cabellos, adornaré la cabeza que amo...

-Y no me conocerá usted entonces ni seré su Jane Eyre, sino un arlequí n, un grajo con plumas de pavo real. Preferí a que no se empeñ ase en considerarme como una bella dama. Así como yo no le llamo hermo­so, a pesar de lo mucho que le amo, para no adularle, tampoco debe usted adularme a mí.

Pero é l continuó hablando sin hacer caso alguno de mi opinió n.

-Voy a llevarte en coche a Millcote hoy mismo para que elijas los vestidos que gustes. Te digo que nos casa­remos dentro de cuatro semanas. Celebraremos la boda en la intimidad, en esa iglesita cercana, y luego iremos a Londres. Estaremos allí unos dí as y luego conduciré a mi tesoro a paí ses má s soleados: Francia, con sus viñ e­dos; Italia, con sus llanuras. Y mi tesorito conocerá cuanto hay digno de verse: los recuerdos de la Antigü e­dad, las cosas modernas... Se acostumbrará a vivir en las ciudades y aprenderá a estimarse en lo que merece com­pará ndose con las demá s.

-¿ Viajaré con usted?

-Iremos a Parí s, a Roma, a Ná poles, a Florencia, a Venecia y a Viena. Recorreré contigo todos los paí ses que he recorrido solo y tu pie pisará donde antes he pi­sado yo. Desde hace diez añ os he recorrido Europa me­dio loco, con el odio, la furia y el disgusto reinando en mi corazó n. Ahora la recorreré sereno y purificado, acompañ ado de un á ngel que me consolará...

Reí y le dije:

-No soy un á ngel ni lo seré hasta que muera. Seré como soy, Mr. Rochester. No espere usted de mí nada celestial, porque no lo encontrará. Ademá s, presumo que usted...

-¿ Qué presumes?

-Presumo que durante algú n tiempo quizá siga usted como ahora, pero luego se enfriará, se hará malhumora­do y antojadizo y yo tendré que esforzarme mucho para agradarle. Creo, no obstante, que cuando esté bien acostumbrado a mí me apreciará. Fí jese que no digo que me ame. Supongo que la vehemencia de su amor durará seis meses o quizá menos. Es el plazo que en los libros se asigna al amor del má s ardoroso marido. Ahora bien, como compañ era y amiga, espero no resultar desagrada­ble a mi querido dueñ o.

-¿ Desagradable? ¿ Volver a apreciarte? ¡ No te deja­ré de apreciar nunca! No só lo te apreciaré, sino que he de amarte con sinceridad, fervor y constancia.

-¿ No es usted caprichoso?

-Con las mujeres que só lo me gustan por su aspecto, soy un verdadero demonio cuando descubro que no tie­nen alma ni corazó n, cuando abren ante mí las perspec­tivas de su mal cará cter, su vulgaridad y su estupidez. Pero para una mujer de lí mpidos ojos, de lengua elo­cuente, de alma ardorosa, de cará cter flexible y firme, dó cil y ené rgico a la vez, seré siempre fiel y afectuoso.

-¿ Ha conocido usted a alguien así? ¿ Ha amado a al­guien que fuera de tal modo?

-Amo ahora a una persona así.

-Pero, antes que a mí, ¿ no ha amado a nadie que encarnara un tipo tan difí cil de encontrar?

-Jane: nunca he hallado a nadie como tú. Nadie me ha sometido, nadie ha influido tan dulcemente como tú lo has hecho. Esta influencia que ejerces sobre mí es mucho má s encantadora de cuanto se pueda expresar. Pero ¿ por qué sonrí es, Jane?

-Estaba pensando (y perdó neme, porque la idea ha acudido involuntariamente a mi mente) en Hé rcules y Sansó n y en sus respectivas amadas.

-¿ Y en qué má s, duendecillo mí o?

-Pensaba que si aquellos caballeros se hubiesen ca­sado, su severidad como maridos hubiera superado en mucho a su dulzura de enamorados. Y sospecho que a usted le pasará igual. Me agradarí a saber có mo contesta­rá cuando de aquí a un añ o le pida cualquier favor que usted no juzgue oportuno concederme.

-Pí demelo ahora, Jane. ¿ Qué má s da? -Lo haré así.

-Habla. Pero si me miras y sonrí es de ese modo, te prometeré hacer lo que me solicites antes de saber lo que es, y quizá con ello haga una tonterí a.

-No lo creo. Só lo quiero que no haga traer las joyas y que no me corone de rosas. Serí a tan iló gico como si mandara bordar en oro ese sencillo pañ uelo que lleva usted.

-Má s bien querrá s decir que serí a como dorar el oro... Bien: se te concede por ahora lo que pides. Recti­ficaré la orden que he enviado a mi banquero. Pero esto no es pedir, sino obtener que se te deje de hacer un don. Pí deme otra cosa, pues.

-Entonces, señ or, le ruego que satisfaga mi curiosi­dad sobre cierto extremo.

-¿ Có mo? -dijo, con alguna turbació n-. Las peti­ciones que hace la curiosidad son arriesgadas. Celebro no haber prometido complacerte en todo.

-Ningú n riesgo puede haber en satisfacer esa curiosidad.

-¿ Tú qué sabes, Jane? Acaso, a hacerme preguntas sobre algo que convenga mantener en secreto, prefiriera que me pidieses la mitad de mis bienes.

-¿ Y para qué necesito la mitad de sus bienes? ¿ Aca­so se figura que soy un judí o usurero? Prefiero conseguir las confidencias de usted. ¿ Va usted a excluirme de sus confidencias cuando me acepta en su corazó n?

-No te rehusaré ninguna confidencia confesable, Jane; pero, por amor de Dios, no te obstines en que te haga confidencias inú tiles.

-¿ Por qué no obstinarme? Usted mismo me ha dicho que lo que le place de mí es mi fuerza de persuasió n. En resumen, ¿ por qué se empeñ a usted en hacerme sufrir dá ndome a entender que iba a casarse con Blanche Ingram?

-¿ No es má s que eso? ¡ Menos mal! -y sonrió, desa­rrugó el entrecejo y pasó la mano por mi cabellera, con la satisfecha expresió n de quien ha visto alejarse el peli­gro-. He fingido cortejar a Blanche Ingram porque de­seaba que te enamoraras tan locamente de mí como yo lo estaba de ti. Sabí a que los celos eran el mejor modo de conseguir lo que me proponí a.

-¡ Admirable! Es usted má s pequeñ ito que la punta de mi meñ ique. ¿ No le daba vergü enza? ¿ Có mo jugaba así con los sentimientos de Blanche?

-Todos sus sentimientos se reducen a uno: el orgu­llo. Y conviene humillarlo. ¿ Estabas celosa, Jane? -Eso no le interesa. ¿ Cree que Blanche Ingram no sufrirá con el proceder de usted? ¿ No piensa que se con­siderará abandonada y desairada?

-Ya te he dicho que es ella quien me ha abandonado a mí. El pensar en mi insolvencia enfrió o, mejor dicho, extinguió su ardor instantá neamente.

-Es usted original, Mr. Rochester. Tiene usted prin­cipios muy extrañ os.

-Si hubiesen sido encauzados cuando empezaban a desarrollarse, mis principios no serí an como son.

-En serio: ¿ cree que puedo gozar de esta gran ale­grí a sin amargá rmela con el pensamiento de que otra mujer sufre lo que yo sufrí a antes?

-Puedes, chiquita mí a. No hay nadie en el mundo que me quiera como tú. Ya ves, Jane, que tengo el con­suelo de creer que me quieres.

Puse mis labios sobre su mano, que estaba apoyada en mi hombro. Le amaba mucho, en efecto, má s de lo que yo pudiera decir, má s de cuanto las palabras pueden expresar.

-Pí deme algo má s -dijo-. Mi mayor placer es complacerte.

-Entonces manifieste usted sus propó sitos a Mrs. Fairfax antes de que yo la vea. Ayer nos sorprendió en el vestí bulo y se extrañ ó. Me disgusta que una mujer tan bondadosa como ella me juzgue mal.

-Vete a tu cuarto y ponte el sombrero -dijo-. Tie­nes que acompañ arme a Millcote. Entretanto, yo habla­ré a la buena señ ora.

Me vestí rá pidamente y, cuando sentí a Mr. Rochester salir del gabinete de Mrs. Fairfax, me dirigí allí. La an­ciana habí a estado leyendo la Biblia; el tomo se hallaba abierto y tení a las gafas puestas sobre é l. Parecí a haber olvidado su ocupació n, interrumpida por la noticia que Rochester le diera, y sus ojos, fijos en la blanca pared, expresaban la sorpresa propia de un cerebro sensato que asiste al desarrollo de cosas insó litas. Al verme se levan­tó, hizo un esfuerzo para sonreí r y me dijo algunas pala­bras de felicitació n. Pero su sonrisa expiró y hasta acabó interrumpiendo su enhorabuena. Cerró la Biblia, apartó las gafas y retiró su silla un poco hacia atrá s.

-Estoy asombrada -confesó -. Casi no sé qué de­cirla. ¿ No habré estado soñ ando? A veces me adormez­co cuando estoy sentada a solas, imagino cosas que no han ocurrido jamá s. Una vez me pareció que mi difunto marido, muerto hace quince añ os, se sentaba a mi lado y me llamaba por mi nombre, Alice, como acostumbraba. Dí game: ¿ es cierto que el señ or le ha pedido relaciones? No se rí a de mí. Pero me ha parecido que é l ha estado aquí hace cinco minutos y me ha dicho que dentro de un mes será usted su esposa.

-Lo mismo me ha dicho a mí -repliqué. -¿ Y le cree usted? ¿ Ha aceptado?

-Sí.

Me miró, turbada.

-¡ Nunca se me hubiera ocurrido semejante cosa! É l, que es un hombre orgulloso, como todos los Roches­ter... ¿ Es posible que quiera casarse con usted?

-Así me lo ha dicho.

Me miró de pies a cabeza, y leí en sus ojos que no veí a en mí hechizos tales que justificaran aquel misterio. -Me parece increí ble -dijo, al fin-, pero no lo dudo, puesto que usted lo dice. Có mo resultará todo, no me atrevo a predecirlo. Es muy aconsejable en estos ca­sos que la fortuna y la edad sean aná logos, y é l le lleva veinte añ os. Podrí a casi ser su padre.

-Nada de eso, Mrs. Fairfax -protesté -. Nadie que nos viera juntos dirí a que puede ser mi padre. Mr. Ro­chester parece y es tan joven como un hombre de veinti­cinco añ os.

-¿ Se casa con usted por amor, en realidad? -pre­guntó.

Me sentí tan herida por su frí o escepticismo, que las lá grimas acudieron a mis ojos.

-Siento haberla disgustado -dijo la viuda-, pero us­ted es muy joven, no está acostumbrada a tratar con los hombres y quisiera ponerla en guardia. Ya sabe que no es oro todo lo que reluce. En este caso, temo que todo termi­ne de un modo que ni usted ni yo desearí amos.

-¿ Acaso soy un monstruo? -pregunté -. ¿ Es imposi­ble que Mr. Rochester sienta algú n afecto por mí? -No. Es usted agradable y mejorará con el tiempo, y reconozco que Mr. Rochester parece apreciarla. Ven­go observando hace tiempo su predilecció n por usted. Ha habido ocasiones en que he estado a punto de ad­vertirla que se pusiera en guardia contra esa excesi­va preferencia, pero temí a ofenderla, porque es usted tan modesta, tan discreta y tan prudente, que pensaba que sabrí a guardarse por sí misma. No puede usted ima­ginar lo que sufrí anoche cuando la busqué por toda la casa sin encontrarla y cuando la vi volver con é l tan tarde...

-Todo eso no importa -interrumpí, con impacien­cia-. Ya ve que todo va bien.

-Espero que vaya bien hasta el fin, mas, cré ame, toda precaució n es poca. Procure mantenerse a cierta distancia del señ or. No confí e en é l ni en usted misma. Caballeros de la clase de Mr. Rochester no suelen casar­se con institutrices.

Mi irritació n crecí a. Afortunadamente, Adè le apare­ció en aquel momento.

-¡ Llé veme a Millcote! -exclamó -. En el coche hay bastante sitio. Pida a Mr. Rochester que me lleve. É l dice que no...

-Se lo diré, Adè le -repuse-. Y la saqué de la habi­tació n, sintié ndome satisfecha de separarme de la ancia­na. El coche estaba listo y Rochester paseaba ante la fachada de la casa, seguido de Piloto.

-¿ No quiere que nos acompañ e Adè le? -pregunté. -Ya le he dicho a ella que no. No quiero llevar chi­quillos.

-Llevé mosla, Mr. Rochester. Es mejor... -No: que se quede.

Su acento y su mirada eran tan autoritarios que, sin poderlo evitar, los consejos de Mrs. Fairfax acudieron a mi cerebro y la dudas que ella experimentaba se me comunicaron, empañ ando mis esperanzas con una sombra de incertidumbre. Le obedecí maquinalmente sin repli­car. Al ayudarme a subir al coche me miró.

-¿ Qué pasa? -preguntó -. Toda tu alegrí a se ha desvanecido. ¿ Quieres realmente llevar a la pequeñ a? -Lo preferirí a.

-Entonces corre a buscar tu sombrero y vuelve como un relá mpago -ordenó a Adè le.

Ella obedeció tan deprisa como pudo.

-Despué s de todo -dijo é l-, no es mucho sufrir una interrupció n de una mañ ana cuando de aquí a poco voy a poder reclamarte í ntegramente tus pensamientos, tu compañ í a y tu conversació n para toda la vida.

Adè le, al subir al coche, comenzó a besarme en mues­tra de gratitud, pero é l la hizo inmediatamente sentarse en un á ngulo del asiento, en el lado opuesto al mí o. Adè le me miraba a hurtadillas, ya que su vecino de asiento se mostraba tan poco agradable para ella que no se atreví a a decirle ni preguntarle nada.

-Dé jela venir a mi lado -dije-. Ahí quizá le moles­te y aquí sobra sitio.

La cogió como si hubiera sido un perrito faldero y la cambió de lugar mientras decí a, aunque ahora son­riendo:

-Acabaré mandá ndola al colegio.

Adè le que le oyó, se apresuró a preguntar si iba a ir al colegio sans mademoiselle.

-Sí -contestó é l-, sans mademoiselle. Me la voy a llevar a la Luna. La meteré en una cueva, en uno de los blancos valles que se extienden entre las cumbres de los volcanes, y allí vivirá conmigo, só lo conmigo.

-Pero no tendrá nada que comer y se morirá -ob­servó Adè le.

-Yo recogeré maná para ella dos veces al dí a. Las llanuras y montes de la Luna está n llenos de maná. -Tendrá que calentarse. ¿ Có mo encenderá fuego? -Las montañ as de la Luna arrojan fuego por los crá ­teres de sus volcanes. Cuando Jane tenga frí o la colocaré en uno de ellos.

-Oh, qu'elle y será mal... peu confortable! Y cuando se le estropee la ropa, ¿ dó nde comprará otra nueva? Rochester estaba empeñ ado en maravillarla.

-Para eso está n las nubes, mujer. ¿ No crees que de una nube blanca o rosada se puede cortar un buen vesti­do? Y con el arco iris puede muy bien hacerse un lindo chal.

-Mademoiselle está mejor como ahora -dijo Adè le, agregando-: Ademá s se aburrirí a de vivir sola con us­ted en la Luna. Si yo fuera ella, no consentirí a en irme allí con usted.

-Pues ella me ha dado su palabra de acompañ arme. -No sé có mo va a llevarla. A la Luna no hay cami­nos, no siendo el aire, y ni usted ni ella saben volar. -Mira ese prado, Adè le. ¿ Lo ves? Pues en é l, hace dos semanas, estaba yo sentado en un portillo, con un lá piz y un libro, cuando de pronto, noté que una figura llegaba por el sendero y se detení a a dos pasos de mí. Miré y vi una cosa pequeñ ita, con un velo de telarañ as en la cabeza. Se acercó y se sentó en mis rodillas. No nos dijimos nada, pero yo leí a en sus ojos y ella en los mí os y nuestras miradas mantuvieron un coloquio. Me dijo que era un hada que vení a del paí s de la Fantasí a a fin de hacerme dichoso, asegurá ndome que para ello era nece­sario abandonar la Tierra y buscar un sitio solitario, como por ejemplo, la Luna. Me indicó que en ella habí a un valle de plata y una cueva de alabastro donde yo po­drí a estar muy contento. Le dije que me gustarí a ir, pero que no tení a alas para volar. «Eso no ofrece dificultad -contestó el hada- Toma este anillo de oro. Es un talismá n. Ponlo en el anular de mi mano izquierda y tú te convertirá s en mí o y yo en tuya. Entonces podremos abandonar la Tierra y volar al cielo. » Llevo el anillo en el bolsillo, Adè le. Ahora tiene la forma de una moneda, pero pienso convertirlo muy pronto en anillo.

-¿ Qué tiene que ver Mademoiselle con todo eso? Usted ha dicho que iba a llevar a Mademoiselle a la Luna...

-Mademoiselle es un hada -cuchicheó al oí do de la niñ a.

Yo la dije que no le creyese. Ella, con su escepticismo francé s, no le creyó, en efecto. Trató a Rochester de un vrai menteur y le aseguró que ella no creí a en sus conies de fé es, que du reste, il n'y avrait pas de fé es, et quand mé me il y en avait, no se aparecerí an a é l ni le darí an anillos ni se ofrecerí an a vivir con é l en la Luna.

La hora que pasamos en Millcote fue muy embarazosa para mí. Rochester me obligó a entrar en un almacé n donde me ordenó que eligiera media docena de vesti­dos. Yo aborrecí a el ir de compras y le rogué que lo aplazase, pero no lo conseguí. Logré, mediante ené rgi­cos cuchicheos, que la media docena se redujese a dos, pero puso la condició n de elegirlos é l mismo. Sus mira­das se detuvieron sobre una rica seda color amatista y un soberbio raso color de rosa. A travé s de una nueva serie de cuchicheos le dije que lo mismo podí a haber elegido un vestido de oro y una corona de plata y, con grandes dificultades, porque se empeñ aba en ser duro como el granito, logré convencerle de que optase por un saté n negro y una seda color gris perla má s modestos. Convi­no, al fin, en ello, advirtié ndome que só lo cedí a por aquella vez, pero que en lo sucesivo querí a verme vesti­da con má s colores que un pé nsil florido.

Salí con la satisfacció n del almacé n, si bien para entrar en la joyerí a. Cuantas má s cosas compraba, má s me ru­borizaba yo, sintié ndome humillada y a disgusto. Volví al coche contrariadí sima. Entonces me acordé de la car­ta de mi tí o John Eyre, olvidada en el torbellino de los sucesos de aquellos dí as, en la que anunciaba su propó ­sito de adoptarme. «Serí a mucho peor -medité - que yo tuviese cierta independencia. Me serí a insoportable verme vestida siempre por Mr. Rochester como una mu­ñ eca, vivir como una segunda Dá nae, bajo una lluvia de oro. En cuanto vuelva a casa escribiré a mi tí o John di­cié ndole que voy a casarme y con quié n. Si tengo la es­peranza de proporcionar algú n dí a a Rochester algú n aumento de sus bienes, sobrellevaré mejor estas cosas. » Algo tranquilizada por mi propó sito -que, no obstante, no debí a aquel dí a llevar a la prá ctica-, miré a mi señ or y enamorado. Le vi sonreí r y me pareció que aquella sonrisa era la de un sultá n en el agradable momento de cubrir de joyas y oro a una de sus esclavas. Cogí su mano, y mientras é l estrechaba con fuerza la mí a, le dije:

-No me mire de ese modo. De lo contrario, no lleva­ré en lo sucesivo otras ropas que las que usaba en Lo­wood. Me casaré con este mismo vestidillo que llevo y usted podrá emplear para hacerse chalecos la tela que ha comprado.

-¡ Qué gracia me hace verte y oí rte! -exclamó é l-. ¡ Qué original eres! ¡ No cambiarí a esta inglesita por todo el serrallo del Gran Turco, con sus ojos de gacela, sus formas de hurí y demá s encantos!

Esta alusió n oriental me hirió de nuevo. Dije:

-No hablemos de serrallos. Si usted me considerase como equivalente de una de esas hermosas de los hare­nes y me tomara en tal sentido, harí a mejor en ir a ad­quirir esclavas en los bazares de Estambul.

-¿ Y qué harí as tú mientras tanto?

-Me prepararí a para ser misionera e irí a a predicar la abolició n de la esclavitud, incluyendo la de las esclavas de su haré n. Me introducirí a en é l y las amotinarí a. Cae­rí a usted en nuestras manos y, por muy vigoroso que usted sea, no saldrí a de ellas hasta que hubiera devuelto a sus mujeres su albedrí o, otorgá ndoles una constitució n tan liberal como jamá s dé spota alguno haya concedido. -Me confiarí a entonces a tu clemencia, Jane.

-Yo no tendrí a clemencia para usted si me miraba como me mira ahora, porque estarí a segura de que su pri­mer acto serí a violar las clá usulas de la Constitució n que nos concediese, tan pronto como le dejá semos en libertad.

Entretanto, habí amos llegado a Thornfield. Roches­ter me ayudó a apearme y, mientras bajaba a Adè le yo me apresuré a subir las escaleras.

Cuando me invitó a reunirme con é l aquella noche, yo habí a resuelto que se ocupase en algo, porque no estaba dispuesta a pasar todo el tiempo en una conversació n í ntima té te-à -té te. Recordaba la buena voz de Rochester y sabí a que le gustaba cantar como a casi todos los que tienen una hermosa voz. En cuanto a mí, aunque no fuese buena cantante -ni, segú n é l, buena mú sica-, me deleitaba oí r cantar bien. Así, tan pronto como el anochecer comenzó a desplegar su azul y estrellada ban­dera má s allá de las ventanas, abrí el piano y rogué a Rochester que cantara en obsequio mí o.

-¿ Te gusta mi voz? -preguntó. -Mucho -repuse.

No deseaba halagar su vanidad, pero por una vez y dado el caso de que se trataba, me pareció oportuno hacerlo.

-Entonces, Jane, tendrá s que acompañ arme al piano.

-Con mucho gusto.

Comencé, si bien casi en seguida fui arrojada del ta­burete sin ceremonias y calificada de chapucerilla. É l se sentó en mi lugar y comenzó a acompañ ar su melodí a con la mú sica. Tocaba tan bien como cantaba. Yo me senté junto a una ventana y, mientras miraba los á rboles y el campo oscuro, le oí cantar la siguiente tonada:

El má s verdadero amor que nadie ha jamá s sentido inflama mi corazó n y acelera sus latidos. Soy feliz cuando la veo e infeliz cuando ha partido. Si tarda en llegar, inquieto, se hiela en mi sangre el ritmo. Por la indecible ventura de verme correspondido, yo harí a lo que no harí a ningú n otro ser nacido.

Por ese amor cruzaré los infinitos abismos que nos separan; del mar los hirvientes remolinos; como un salteador, yo me arrojaré al camino y atropellaré por todo lo que pueda desunirnos; obstá culos venceré; desafiaré peligros; con razó n o sin razó n, sin miedo a premio o castigo. Pese a la sañ a y al odio de todos mis enemigos, alcanzaré el arco iris detrá s del que peregrino. Combatiré contra todo, sin que humanos ni divinos logren oponer barreras al triunfo de mis designios. Hasta que de mi adorada los delicados deditos enlacen mi ruda mano con eslabones de lirios, mientras con un beso selle el juramento ofrecido de acompañ arme si muero y acompañ arme si vivo.

Se levantó y avanzó hacia mí. Vi en su rostro pintada tal emoció n y en sus ojos relampaguear tan ardiente lla­ma, que me sentí desasosegada por un momento. Pero reaccioné. Eran de temer peligrosas escenas de ternura y debí a precaverme contra ellas. Así, al acercarse, le pre­gunté con aspereza que con quié n pensaba casarse ahora. -¡ Vaya una pregunta que me haces, Jane!

-Nada de eso. Es muy natural. ¿ No ha hablado de que su futura esposa le acompañ e si muere? No tengo propó sito alguno de llevar a la prá ctica esa idea pagana de morir con usted.

-Desde luego: me basta con que me acompañ es en la vida. La muerte no se ha hecho para un ser como tú. -Sí se ha hecho, pero cuando llegue mi hora y no antes.

-Bien: ¿ me perdonas ese egoí sta pensamiento y me demuestras tu perdó n besá ndome?

-Prefiero no hacerlo.

Me apostrofó, acusá ndome de ser má s dura que una piedra y afirmó que «cualquier otra mujer se hubiera emocionado profundamente escuchando aquellos versos entonados en alabanza suya. »

Le aseguré que mi cará cter era duro como el pedernal y que estaba dispuesta a mostrarle todos los aspectos malos de mi modo de ser durante las pró ximas cuatro semanas, a fin de que supiese qué clase de compromiso iba a contraer mientras estuviese aú n a tiempo de rescin­dirlo.

-¿ Quieres callarte o hablar con sentido comú n? -Me callaré, si quiere, pero en cuanto a hablar con sentido comú n, perdone que le diga que eso es lo que estaba haciendo ahora.

Se irritó, bramó y pateó, pero yo me mantuve inflexi­ble. «Haz lo que te parezca -pensaba-, porque estoy segura de que este sistema es el mejor que puedo seguir contigo. Te quiero má s de lo que te imaginas, pero no deseo caer en las complicaciones que produce no refre­nar el sentimiento. Cuanto mayor distancia exista ahora entre tú y yo, mejor será despué s para ambos. »

Cada vez má s irritado, Rochester se retiró á un rincó n del cuarto. Yo entonces me levanté tranquilamente, dije con la expresió n respetuosa habitual en mí: «Buenas no­ches, señ or», y salí.

Perseveré durante todo el tiempo que faltaba en la actitud adoptada, con excelentes resultados. Porque, si bien mi sistema contrariaba el despotismo y los arran­ques de Rochester, por otro lado concordaba con su razó n, su sentido comú n y, en el fondo, creo que hasta con sus gustos.

En presencia de extrañ os yo me manifestaba, como antes, deferente e impasible, y só lo en nuestras veladas a solas me permití a contrariarle y zaherirle. Cada tarde, a las siete en punto, enviaba a por mí y, cuando yo me presentaba, las dulces frases de «amor mí o», «querida» y otras aná logas estaban ausentes de sus labios. Las me­jores que me dedicaba eran «muñ eca deslenguada», «es­pí ritu maligno», «bruja», «veleta», etc. En vez de cari­cias, me hací a muecas; en vez de apretarme la mano, me daba pellizcos; en vez de besarme, me aplicaba severos tirones de orejas. Pero yo preferí a estas muestras de afecto a otras má s í ntimas. Noté que Mrs. Fairfax apro­baba mi actitud y que sus temores se desvanecí an. Ro­chester afirmaba que yo le estaba quemando la sangre y me amenazaba con fieras venganzas en lo futuro. Pero me reí a de sus amenazas, creí a obrar con acierto y pen­saba que despué s sabrí a obrar lo mismo, ya que si el procedimiento de ahora no resultaba adecuado despué s, otro se encontrarí a.

Mi tarea, sin embargo, no era fá cil. Muchas veces hu­biese preferido complacer a Rochester en vez de ator­mentarle. Mi futuro esposo se habí a convertido para mí en la ú nica cosa importante de este mundo, y creo que aun del otro. É l se habí a interpuesto entre mis senti­mientos religiosos y yo como un eclipse se interpone en­tre el Sol y la Tierra. En aquella é poca, el hombre de quien habí a hecho un í dolo me impedí a ver otra cosa que no fuera é l.

 

XXV

Los ú ltimos momentos del mes estipulado estaban a punto de expirar. Todos los preparativos para el dí a de la boda se hallaban completos, al menos por mi parte. Mis equipajes estaban listos, atados, dispuestos para ser enviados a Londres al siguiente dí a. Tambié n entonces debí a salir yo, o mejor dicho, Jane Rochester, una per­sona a quien no conocí a aú n. El propio Edward habí a escrito las etiquetas de mis equipajes. «Mrs. Rochester, Hotel... Londres. » No me resolví a a pegarlas aú n. ¡ Mrs. Rochester! Semejante ser no comenzarí a a existir hasta la mañ ana siguiente, poco despué s de las ocho, y me parecí a mejor esperar a que naciese para asignarle con entera propiedad aquellos objetos. Entretanto, no podí a concebir que me perteneciesen las prendas que sustitui­rí an mi negro vestido y mi sombrero lowoodianos: el traje de boda, el vestido color perla, el vaporoso velo que se hallaban colocados en el guardarropa que habí a en mi dormitorio.

«Os dejo solos», murmuré al cerrar el guardarropa para evitar la extrañ a apariencia, casi fantasmal, que a aquella hora, nueve de la noche, ofrecí an los ro­pajes blancos entre las sombras de la habitació n. Tení a fiebre; fuera soplaba el viento y querí a aspirar el aire puro.

No eran só lo el ajetreo de los preparativos ni la espera del gran cambio que iba a producirse en mi vida lo que me hací a sentirme febril. Existí a para ello una tercera causa que nadie sino yo conocí a, y que habí a sucedido la noche antes.

Mr. Rochester se hallaba en unas propiedades situa­das a una distancia de treinta millas, donde fue a arre­glar ciertos asuntos antes de su viaje. Y yo, al presente, esperaba su regreso, confiando encontrar en é l la solu­ció n del enigma que me inquietaba.

Bajé al huerto. Todo el dí a habí a soplado viento del Sur, trayendo, de vez en cuando, algunos ramalazos de lluvia. Las nubes cubrí an el cielo en masas compactas, sin que un solo trocito de cielo azul hubiese brillado du­rante todo aquel dí a de julio.

Experimenté cierto violento placer sintiendo el azote del aire que refrescaba mi turbada mente. Por el camino bordeado de laureles, llegué hasta el gran castañ o medio destrozado por el rayo. En aquel momento, una luna color de sangre apareció momentá neamente entre las nubes para volver a ocultarse tras ellas despué s. Por un segundo, el viento pareció quedar inmó vil en torno a Thornfield. Luego volvió a soplar con fuerza.

Anduve de un lado a otro del huerto. La hierba, en torno a los manzanos, estaba cubierta de manzanas caí ­das. Comencé a recogerlas, separando las verdes de las maduras. Llevé é stas a la casa y las coloqué en la des­pensa, de donde fui a la biblioteca para asegurarme de que el fuego estaba encendido. Aunque era verano, sa­bí a que, dado lo sombrí o del tiempo, a Rochester le agradarí a encontrar una buena lumbre. Acerqué su silló n a la chimenea y la mesa al silló n y coloqué en ella las bují as. Una vez hechos aquellos preparativos, no sa­bí a si salir o quedarme en casa, porque me sentí a muy inquieta. Un pequeñ o reloj que habí a en el aposento y el viejo reloj del vestí bulo dieron simultá neamente las diez.

«¡ Qué tarde es! -pensé -. Voy a acercarme hasta las verjas. La luna sale a ratos y puedo otear el camino. Si me reú no con Edward en cuanto lo vea, evitaré algunos minutos de espera. »

El viento agitaba con violencia los altos á rboles que sombreaban la entrada de la propiedad. El camino, a izquierda y derecha, en cuanto alcanzaba la vista, estaba solitario. Só lo se veí an sobre é l, a intervalos, las pá lidas sombras de las nubes cuando, por unos segundos, brilla­ba la luna.

Una lá grima pueril, lá grima de impaciencia y disgus­to, acudió a mis ojos. La luna parecí a haberse encerrado hermé ticamente en su celeste estancia, porque no habí a vuelto a aparecer. La noche se hací a cada vez má s oscu­ra y la lluvia iba en aumento.

«¡ Quiero que venga, quiero que venga! », deseé con un ansia casi histé rica. Le esperaba antes del té y era ya noche cerrada. ¿ Le habí a sucedido algú n accidente? Re­cordé el suceso de la noche anterior y lo interpreté como un presagio de desventura. Presentí a que mis esperanzas eran demasiado hermosas para que se realizasen y hasta pensé que habí a sido tan dichosa ú ltimamente que mi fortuna, despué s de llegar a su cenit, debí a comenzar indefectiblemente a declinar.

«No puedo volver a casa -reflexioné - y estar al lado del fuego, mientras é l soporta fuera la inclemencia de la noche. Prefiero tener los miembros fatigados antes que el corazó n oprimido. Avanzaré por el camino hasta que encuentre a Edward. »

Y avancé. No habí a recorrido aú n un cuarto de milla cuando sentí ruido de cascos. Un caballo, seguido por un perro, llegaba a todo galope. ¡ Enhoramala todos los presentimientos! Allí estaba é l, montado en Mesrour y acompañ ado por Piloto. Me vio a la luz de la luna que habí a salido otra vez, se quitó el sombrero y lo agitó en torno a su cabeza. Corrí a reunirme con é l.

-¡ Está visto que no puedes vivir sin mí! -exclamó -. Pon el pie sobre mi bota, dame las manos y ¡ arriba! Obedecí. La alegrí a me prestaba agilidad. Monté en la delantera del arzó n. Un ardiente beso fue el saludo que cambiamos. É l preguntó en seguida:

-¿ Qué pasa, Jane, para que hayas venido a buscar­me a estas horas?

-Creí que no llegaba usted nunca. Me era insoporta­ble esperarle en casa con esta lluvia y este huracá n. -Está s mojada como una sirena. Cú brete con mi abrigo. Pero creo que tienes fiebre, Jane. Te arden las manos y las mejillas. Si ha pasado algo, dí melo. -Ahora no me pasa nada. No tengo temor ni me siento infeliz.

-Entonces, ¿ lo has sentido antes?

-Luego le explicaré. Seguramente se reirá de mí... -Mañ ana reiré todo lo que quieras. Antes no: no tengo aú n segura mi presa... Me refiero a ti, que durante este mes ú ltimo has sido para mí tan escurridiza como una anguila y má s espinosa que una rosa silvestre. No podí a tocarte ni con un dedo sin que me pincharas. ¡ Y ahora en cambio te tengo en mis brazos como una mansa cordera! ¿ Có mo es que has salido del redil para venir a buscar a tu pastor, Jane?

-Deseaba verle. Pero no cante victoria... Ya estamos en Thornfield. Ayú deme a apearme.

Me puso en tierra. John se llevó el caballo y é l me siguió a la casa. Me indicó que fuese a cambiarme de ropa, lo que hice a toda prisa. Cinco minutos despué s, volví a y le hallaba cenando.

-Sié ntate y come conmigo, Jane. Es la ú ltima vez que comerá s en Thornfield durante mucho tiempo.

Me senté junto a é l, pero no comí.

-¿ Acaso el pensamiento del largo viaje que hemos de hacer a Londres te quita el apetito?

-Hoy veo todas las cosas confusas y casi no sé ni lo que tengo en el cerebro. Todo lo que me rodea me pare­ce fantá stico.

-Menos yo. Yo soy absolutamente real. Tó came y lo verá s.

-Usted me parece lo má s fantá stico de todo, casi una cosa soñ ada...

Alargó su brazo musculoso, recio, lo puso ante mis ojos y dijo, riendo:

-¿ Es esto un sueñ o acaso?

-Aunque sea tangible, es un sueñ o -dije-. ¿ Ha terminado usted?

-Sí, Jane.

Toqué la campanilla y mandé quitar el servicio. Cuan­do quedamos solos, aticé el fuego y luego me senté ante Rochester en un asiento bajo.

-Es casi medianoche -dije.

-Sí, Jane, pero recuerda que me prometiste velar conmigo la noche antes de mi boda.

-Y lo cumpliré, al menos por una hora o dos. No tengo ganas de acostarme.

-¿ Tienes todas las cosas arregladas? -Todas.

-Por mi parte tambié n -repuso é l- y nos iremos de Thornfield mañ ana mismo, media hora despué s de vol­ver de la iglesia.

-Bueno...

-¡ De qué modo tan raro lo has dicho! ¡ Có mo brillan tus mejillas y tus ojos! ¿ Te encuentras bien, Jane? -Creo que sí.

-¡ Crees! Vamos, dime qué te pasa.

-No sabrí a explicarme. Quisiera que nunca se acaba­ran estos momentos. ¿ Quié n sabe lo que nos reserva el destino?

-Todo eso son nervios, Jane. Está s sobreexcitada o acaso muy fatigada.

-¿ Y usted se siente tranquilo y feliz? -Feliz, sí; tranquilo, no.

Le miré, tratando de descubrir en su rostro la expre­sió n de su dicha. Estaba arrebatado.

-Vamos, confí a en mí, Jane -continuó -. Alivia tu pecho confiá ndome el peso que lo oprime. ¿ Qué temes? ¿ Sospechas que no voy a ser un buen esposo?

-Nada má s lejos de mis pensamientos.

-¿ Te asustan los nuevos ambientes en que vas a vi­vir, la nueva existencia que vas a llevar?

-No.

-Me asombras, Jane. Tu aspecto y tu acento me de­jan perplejo y me entristecen. Explí cate.

-Entonces, escuche. Usted no estuvo en casa la no­che de ayer...

-Ya, ya sé que no estuve... Y adivino que ha sucedi­do algo en mi ausencia, y que me lo ocultas. Algo que te ha disgustado, aunque seguramente no tendrá impor­tancia. ¿ Te ha dicho algo Mrs. Fairfax? ¿ Te ha ofendido alguno de los criados?

-No -repuse. Era medianoche. Esperé a que el ar­gentino timbre del relojito del aposento y la pesada campana del gran reloj del vestí bulo hubiesen termina­do de dar la hora, y continué -: Todo el dí a de ayer estuve muy ocupada arreglando mis cosas y sintié ndome feliz con esa ocupació n, porque no estoy, como usted se figura, asustada de vivir en un nuevo ambiente, etcé te­ra. Lo que pienso es en lo magní fico que ha de serme vivir con usted, porque le amo. Ayer yo creí a en la Pro­videncia y esperaba que todo se desenlazarí a en bien de usted y mí o. Hací a un dí a excelente y por ello no sentí a inquietud alguna respecto a su viaje. Despué s de tomar el té, salí a pasear un poco ante la casa, y con tal intensi­dad pensaba en usted, que casi me parecí a tenerle pre­sente. Me asombraba de que los moralistas llamen a este mundo un valle de lá grimas, porque a mí me parecí a un jardí n de rosas. Al oscurecer, el aire refrescó y el cielo se cubrió de nubes. Entré. Sophie me llamó para que exa­minara mi vestido de boda, que acababa de traer en aquel momento. Encontré el velo que usted me regala y que, en su principesca extravagancia, ha hecho que me traigan de Londres, sin duda con objeto de chasquearme en mi propó sito de no aceptar objetos costosos, como hice cuando me negué a aceptar las joyas. Sonreí al apreciar el empeñ o de usted en enmascarar a su humilde prometida con el disfraz de una gran señ ora. Estaba meditando sobre el modo de presentarle el retazo de blon­da sin bordar que habí a preparado para cubrir mi humil­de cabeza el dí a de la boda, y proyectaba decirle que era bastante para una mujer que no le aporta ni fortuna, ni belleza, ni una alianza ilustre. Imaginaba mentalmente las democrá ticas contestaciones de usted, y su perversa insistencia en afirmar que no necesitaba ni aumento de riqueza ni unirse a nadie que le dé el brillo de sus blasones...

-¡ Có mo adivinas mis pensamientos, brujilla! -inte­rrumpió Rochester-. Pero ¿ qué has hallado en ese velo, aparte de sus bordados? ¿ Un puñ al, un veneno? Porque, a juzgar por tu modo de...

-No, no, no halle má s que su riqueza y su delicada manufactura. Pero entretanto oscurecí a, arreciaba el viento y yo hubiera deseado que usted estuviese en casa. Vine a esta habitació n y me impresionó el espectá culo de este silló n vací o y esta chimenea apagada. Me acosté en seguida. No podí a dormir. Me sentí a desasosegada y nerviosa. Creí oí r de pronto, no sabí a si dentro o fuera de la casa, un extrañ o sonido, algo triste y lú gubre, al parecer lejano. Cesó, al fin, con mucha satisfacció n mí a. Al dormirme soñ é que era de noche, una noche oscura, y que yo deseaba estar con usted, pero que entre ambos surgí a una barrera que, no sé có mo, nos separaba. Du­rante este primer sueñ o yo seguí a un camino desconoci­do rodeada de una oscuridad absoluta. La lluvia me ca­laba y yo iba cargada con un niñ ito, demasiado pequeñ o para andar solo y cuyo llanto sonaba de un modo lasti­mero en mis oí dos. Usted seguí a aquel camino, muy le­jos de mí, y yo me esforzaba en alcanzarle y en hacerle pararse a esperar tratando de pronunciar su nombre tan alto como podí a. Pero mis movimientos y mi voz esta­ban como paralizados y experimentaba la impresió n de que usted se alejaba má s cada vez.

-¿ De modo que era eso lo que tení as cuando te he encontrado? ¿ Un mero sueñ o? ¡ Qué nerviosilla eres! Dé jate de visiones y piensa en la felicidad real que nos aguarda. Vamos; dime que me quieres, Jane. Esas pala­bras me suenan tan dulces como la mú sica... ¿ Me amas, Jane?

-Sí; con todo mi corazó n.

-Bien -dijo é l, tras unos minutos de silencio-. Es raro, pero tus palabras me han producido una sensació n casi dolorosa. ¿ Por qué será? Acaso por la afectuosa energí a con que las has pronunciado, por la mirada de fe, de lealtad y de confianza que las acompañ aba. Me ha parecido que habí a un espí ritu junto a mí... Mientras me mires como me miras ahora, Jane, mientras sonrí as como sabes sonreí rme, aunque me digas que me odias, aunque me injuries y me atormentes, no podré renegar de ti, te amaré y...

-Temo disgustarle al final de mi relato. Escú cheme. -Creí que ya me lo habí as dicho todo. Pensaba que la causa de tu tristeza estaba en ese sueñ o.

Moví la cabeza.

 


-¿ Có mo? ¿ Hay algo má s? Espero que no sea nada importante. Sigue.

La inquietud de su aspecto, cierta impaciencia de sus ademanes, me extrañ aron. Continué:

-Aú n soñ é otra cosa: que Thornfield estaba en rui­nas y era guarida de bú hos y murcié lagos. De toda la fachada só lo quedaba en pie un frá gil lienzo de pared. Yo erraba, a la luz de la luna, entre las ruinas en las que crecí a la hierba, tropezando, ora con un trozo de má r­mol, ora con un caí do fragmento de cornisa. Seguí a lle­vando al niñ ito desconocido, envuelto en un chal. Me era imposible ponerle en el suelo, y por mucho que su peso me fatigase, habí a de continuar llevá ndole. A lo lejos, en el camino, oí a las pisadas de un caballo y esta­ba segura de que era el de usted, que partí a para un lejano paí s, donde permanecerí a muchos añ os. Traté de escalar el muro a toda prisa, para poder verle desde arriba. Las piedras se desmoronaban bajo mis pies, la hiedra a que trataba de asirme cedí a; el niñ o, abra­zado a mi cuello y aterrorizado, casi me estrangulaba. Pero al fin llegué. Usted era ya un punto en la dis­tancia y se alejaba por momentos. Soplaba un viento tan fuerte que no me podí a sostener. Me senté en el estrecho borde del muro, colocando al niñ o sobre mi regazo. Usted dobló una curva del camino y, cuando yo le dirigí a una ú ltima mirada, la pared se derrumbó, el niñ o cayó de mis rodillas, perdí el equilibrio y me des­perté.

-¿ Eso es todo, Jane?

-Todo el pró logo. Ahora falta el relato. Al desper­tarme, una luz hirió mis ojos. Pensé que ya era de dí a. Pero no era má s que el resplandor de una vela. Supuse que Sophie estaba en la alcoba. Alguien habí a dejado una bují a en la mesa, y el cuartito guardarropa, donde yo colocara mi velo y mi vestido de boda, se hallaba abierto. «¿ Qué hace usted, Sophie? », pregunté. Nadie contestó, pero una figura surgió del ropero, cogió la vela y empezó a examinar los vestidos. «¡ Sophie! », volví a exclamar. La figura seguí a en silencio. Me incorporé en la cama, me incliné hacia delante y sentí que se me hela­ba la sangre en las venas. Porque aquella mujer no era ninguna de las que en esta casa conozco; no era Sophie, ni Leah, ni Mrs. Fairfax, ni siquiera -estoy segura de ello- Grace Poole.

-Forzosamente habí a de ser una de ellas -interrum­pió Rochester.

-No; le juro que no. La mujer que yo tení a ante mí no ha cruzado jamá s sus miradas con las mí as desde que vivo en Thornfield. Todo en su aspecto era nuevo para mí.

-Descrí bemela, Jane.

-Me pareció alta y corpulenta, con una negra cabe­llera cayé ndole sobre la espalda. No me fijé en có mo iba vestida; só lo sé que llevaba un traje blanco.

-¿ Le viste la cara?

-Primero no. Pero luego cogió el velo, lo examinó largamente, se lo puso y se miró el espejo. Entonces distinguí su rostro en el cristal.

-¿ Có mo era?

-Me pareció horrible. Nunca he visto cara como aquella: una cara descolorida, espantosa. Quisiera po­der olvidar aquel desorbitado movimiento de sus ojos inyectados en sangre, y sus facciones hinchadas como si fuesen a estallar.

-Los fantasmas son pá lidos, por regla general. -Pues é ste no lo era. Tení a los labios protuberantes y amoratados, arrugado el entrecejo, los pá rpados muy abiertos sobre sus ojos enrojecidos. ¿ Sabe lo que me recordaba?

-¿ El qué?

-La aparició n de las leyendas germanas: el vam­piro...

-¡ Ah! ¿ Y qué hizo?

-Se quitó el velo de la cabeza, lo rasgó en dos, lo tiró al suelo y lo pisoteó.

-¿ Y luego?

-Descorrió las cortinas de la ventana y miró hacia fuera. En seguida cogió la vela y se dirigió a la puerta. Se paró junto a mi lecho, apagó la bují a y se inclinó sobre mí. Tuve la sensació n de que su rostro tocaba casi el mí o y perdí el conocimiento. Es la segunda vez en mi vida -só lo la segunda- en que el terror me ha hecho desmayarme.

-¿ Y habí a alguien contigo cuando te recobraste? -Nadie. Era de dí a ya. Sumergí la cabeza en agua, bebí, comprobé que, aunque dé bil, no me encontraba enferma y determiné no comunicar a nadie aquella vi­sió n. Ahora dí game: ¿ quié n es esa mujer?

-Una creació n de tu mente. Tienes que cuidarte. Eres demasiado nerviosa.

-No fue cosa de mis nervios. Todo lo que digo ocu­rrió en realidad.

-¿ Tambié n los sueñ os anteriores? ¿ Acaso Thorn­field Hall es una ruina? ¿ Estoy separado de ti por insu­perables obstá culos? ¿ Te he abandonado sin una lá gri­ma, sin un beso, sin una palabra?

-Aú n no.

-¿ Y parezco inclinado a hacerlo? Porque ya estamos en el dí a en que nos uniremos con un lazo indisoluble. Y una vez unidos, no se repetirá n esas terrorí ficas alucina­ciones, te lo aseguro...

-¡ Alucinaciones! ¡ Qué má s quisiera yo que lo fue­sen! Y lo desearí a ahora má s que nunca, en vista de que usted no puede aclararme la personalidad de esa para mí extrañ a visitante.

-Puesto que no puedo decí rtelo, es que no ha existi­do, esto es seguro.

-Cuando me he levantado esta mañ ana y he ido al ropero para asegurarme de que todo estaba en orden, he encontrado la prueba de que no habí a soñ ado: el velo, tirado en el suelo y partido en dos...

Rochester se estremeció. Me abrazó por la cintura, exclamando:

-¡ Gracias a Dios que ese velo ha sido lo ú nico que ha sufrido dañ o! ¡ Oh, cuando pienso en lo que pudo haber sucedido!

Me apretó con tal fuerza contra su pecho, que casi no me dejaba respirar. Continuó, tras una pausa:

-Te lo explicaré todo, Jane. Ha sido medio sueñ o y medio realidad. Sin duda una mujer entró en tu cuarto. Y no fue -no pudo ser- otra que Grace Poole. Te parece un ser extrañ o, y no te falta razó n, si considera­mos lo que nos hizo a Mason y a mí. Sin duda encon­trá ndote medio dormida y algo febril, la viste entrar y le atribuiste una forma fantá stica distinta a la que tiene en realidad: el largo cabello desmelenado, la faz oscura e hinchada, la exagerada estatura. Todo ello son ficciones de pesadilla. El episodio del velo es real, y muy apropia­do al modo de ser de esa mujer. Ya veo que deseas pre­guntarme por qué conservo en mi casa a una persona así... Pues bien, te lo diré cuando llevemos casados un añ o y un dí a, pero no ahora ¿ Estas satisfecha, Jane? ¿ Aceptas esta solució n del misterio?

Reflexioné. Tal solució n, en efecto, parecí a la ú nica verdadera. No me sentí a satisfecha, pero por compla­cerle traté de parecerlo. Le correspondí, pues, con una sonrisa de aquiescencia. Y como era bastante má s de la una, me dispuse a dejarle.

-¿ No duerme Sophie con Adè le? -me preguntó cuando cogí mi bují a.

-Sí.

-En el cuarto de Adè le hay sitio suficiente para ti. Debes dormir allí esta noche, Jane. No me extrañ a que el incidente que me has relatado te haya puesto nervio­sa, y si pasas la noche sola no podrá s dormir. Promé te­me acostarte en la alcoba de Adè le.

-Lo haré con gusto.

-Y cierra la puerta por dentro. Despierta a Sophie cuando entres, con el pretexto de que te llame mañ ana temprano, para vestirte y desayunarte antes de las ocho. Y ahora basta de pensamientos sombrí os. Olvida tus preocupaciones, Jane. ¿ Oyes en qué suave brisa se ha convertido el viento de antes? Tampoco la lluvia bate ya los cristales. Mira qué noche tan hermosa -concluyó, corriendo el visillo para que yo mirara.

Era cierto. La mitad del cielo estaba azul y lí mpido. Las nubes, impulsadas por el viento, desaparecí an, for­mando grandes y argentadas masas, en el horizonte. La luna brillaba, serena.

-¿ Có mo se siente ahora mi Jane? -preguntó mirá n­dome a los ojos.

-La noche es serena y yo tambié n lo estoy.

-Nada de soñ ar esta noche con terrores y pesadillas, sino con dulces sueñ os de amor y de felicidad.

Su deseo se cumplió a medias, porque no tuve ni pesadi­llas ni sueñ os agradables, ya que no dormí nada. Con Adè le entre los brazos velé su sueñ o -e1 sueñ o tranquilo, despreocupado y puro de la infancia- y así esperé que alborease el dí a. En cuanto el sol salió, me levanté. Re­cuerdo cuando me separé de Adè le abrazada a mí, có mo separé sus bracitos de mi cuello y có mo lloré, mirá ndola, con emoció n reprimida, para que mis sollozos no turbaran su sueñ o. Ella simbolizaba para mí la vida pasada, como mi prometido, al que iba ahora a reunirme, simbolizaba mi ignorado porvenir, temido, pero adorado.

 

XXVI

Sophie vino a las siete a vestirme, en lo que tardó bastante, hasta el punto de que Rochester, impaciente, sin duda, por mi tardanza, envió a preguntar el motivo de que yo no acudiera. En aquel momento ella estaba colocando sobre mi cabeza el velo -que al fin habí a tenido que ser mi liso velo de blonda- y sujetá ndolo con un broche. Me escapé de entre sus manos en cuanto pude.

-¡ Espere! -exclamó ella, en francé s-. ¡ No se ha mirado aú n al espejo!

Me volví desde la puerta y vi en el cristal una figura tan distinta, con su velo y sus ropas, de la mí a, que casi me pareció otra persona.

-¡ Jane! -gritó una voz.

Bajé apresuradamente. Rochester me recibió al pie de la escaleras.

-Vamos -dijo-. Estoy ardiendo de impaciencia; ¡ hay que ver lo que tardabas!

Me condujo al comedor, me examinó y dijo que yo era «tan bonita como un lirio, y no só lo el orgullo de su vida, sino el encanto de sus ojos». Luego agregó que me concedí a diez minutos para desayunar y tocó la cam­panilla.

-¿ Ha enganchado John el coche? -Sí, señ or.

-¿ Y el equipaje? -Está n sacá ndolo.

-Vaya a la iglesia, vea si está el Padre Wood y el sacristá n y vuelva a decí rmelo.

Como no ignora el lector, la iglesia estaba muy cerca. El criado, pues, regresó enseguida.

-El Padre Wood, señ or, estaba ponié ndose la sobre­pelliz.

-¿ Y el coche? -Ya está.

-No iremos en é l a la iglesia, pero necesitamos que esté listo para cuando regresemos, con el equipaje colo­cado y el cochero en el pescante.

-Bien, señ or. -¿ Está s ya, Jane?

Me levanté. Só lo Mrs. Fairfax estaba en el vestí bulo cuando pasamos. Hubiera querido hablarla, pero una mano de hierro asió mi brazo y me vi obligada a caminar a un paso que apenas me era posible mantener. Una mirada al rostro de Rochester me indicó que é l no que­rí a perder ni un segundo.

No sé si el dí a era bueno o malo, porque, mientras nos dirigí amos a la iglesia, yo no miraba ni la tierra ni el cielo. Mi corazó n estaba todo en mis ojos, y é stos contemplaban, está ticos, a Rochester, buscando en su apa­riencia la exteriorizació n de los sentimientos que parecí a reprimir con dificultad.

Se paró ante la puerta del cementerio al notar que yo no podí a ya ni respirar, y me dijo:

-Mi amor es un poco cruel... Descansa un momento, Jane.

Y entonces pude distinguir la parda y antigua casa de Dios alzá ndose ante mí. Una corneja volaba en torno al campanario bajo el cielo carmesí de la mañ ana. Entre los verdes montí culos de las tumbas vi las figuras de dos forasteros que se detení an entre ellas para leer los epita­fios de sus lá pidas. Noté que, al atisbarnos, desaparecie­ron detrá s de la iglesia y no dudé de que iban a asistir a la ceremonia. Pero Rochester no les observó, porque su mirada se concentraba en mi rostro, del que me parece que habí an huido todos los colores. Yo tení a la frente hú meda y los labios frí os. Cuando hube descansado, é l me condujo lentamente hasta el pó rtico.

Entramos en el silencioso y humilde templo. El sacer­dote, revestido con su blanca sobrepelliz, estaba ante el altar y el sacristá n a su lado. No habí a nadie má s, excep­to dos sombras que se agitaban en un remoto rincó n. Mi suposició n habí a sido acertada. Los dos desconocidos, entrando antes que nosotros, se hallaban dentro inclina­dos ahora sobre la cripta que guardaba los restos de los Rochester, y contemplando las tumbas de má rmol en las que un á ngel arrodillado custodiaba los restos de Damer de Rochester, muerto en Marston Moor durante las gue­rras civiles, y de Elizabeth, su mujer.

Nos arrodillamos ante la barandilla donde los fieles se posternaban para comulgar. Oí un paso cauteloso a mis espaldas y, volviendo un poco el rostro, vi a uno de los dos forasteros, un caballero por las apariencias, que se aproximaba al presbiterio. Comenzó el servicio. Se hizo primero la manifestació n de nuestro propó sito de con­traer matrimonio y despué s el sacerdote avanzó hacia nosotros y dijo:

-Os pido que ambos declaré is (como si contestarais cuando, el Dí a del Juicio, los secretos de todos los cora­zones sean declarados í ntegramente) si cualquiera de vosotros tiene o cree tener impedimentos de cualquier clase que os impidan uniros en matrimonio legal, por­que, de existir, aunque os unierais, vuestro matrimonio no serí a vá lido ante Dios ni, por tanto, legal.

Calló, segú n costumbre. ¿ Hay acaso alguna ocasió n en que ese silencio formulario sea roto? Quizá no suceda ni una vez en cien añ os. El sacerdote, que no habí a se­parado los ojos de su libro, y que só lo se habí a interrum­pido por un momento, iba a continuar. Ya su mano se dirigí a a Rochester y sus labios se abrí an para preguntar­le si me tomaba por legí tima esposa, cuando una voz clara y muy pró xima dijo:

-Ese matrimonio no puede efectuarse. Afirmo que existe un impedimento.

El sacerdote miró al que hablaba y permaneció mudo. El sacristá n hizo lo mismo. Rochester dio un salto, como si hubiera sentido temblar la tierra bajo sus pies. En se­guida recuperó su serenidad y, sin volver la cabeza, dijo: -Continú e.

A su palabra, pronunciada en voz baja y clara, siguió un profundo silencio. El padre Wood repuso:

-No puedo continuar antes de que se investigue la certeza o falsedad de lo que acaba de asegurarse.

No debe celebrarse la ceremonia -repitió la voz de antes-. Puedo probar que existe un insuperable impe­dimento.

Rochester oyó, pero no movió la cabeza. Permanecí a obstinado y rí gido. Su mano así a la mí a, y aquella mano ardiente parecí a de hierro. En cambio, su rostro cuadra­do, su frente ené rgica, estaban pá lidos como el má rmol. Sus ojos brillaban, atentos, inmó viles y, sin embargo, con una expresió n casi feroz.

-¿ De qué clase es é se impedimento? -preguntó el turbado padre Wood-. Acaso sea hacedero elimi­narlo...

-Difí cilmente -dijo la voz de antes-. He dicho que era insuperable y he hablado sabiendo lo que decí a.

El desconocido se acercó a la barandilla y siguió, con energí a y claridad, pero sin alzar la voz:

-El impedimento consiste en que Mr. Rochester está casado y su mujer vive aú n.

Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja, hicieron vibrar mis nervios cual si hubieran sonado fuertes como el trueno. Mi sangre sintió una impresió n tal como el fuego o el hielo no hubieran sido capaces de producir. Miré a Rochester y é l me miró: sus ojos permanecí an fijos y duros, en actitud de desafiar al mundo entero. Sin hablar, sin sonreí r, sin indicio alguno de que me consi­derase como un ser viviente, ciñ ó mi talle con la mano y me atrajo hacia sí.

-¿ Quié n es usted? -preguntó al intruso. -Me llamo Briggs, procurador de Londres. -¿ Y asegura usted que soy casado?

-Puedo asegurar la existencia de su mujer. La ley lo reconocerá, si usted lo niega.

-Há game el favor de decirme su nombre, quié nes eran sus padres, dó nde nació...

-Con mucho gusto.

El señ or Briggs sacó un papel de su bolsillo y leyó con una voz nasal, protocolaria:

-«Afirmo y puedo probar que el 20 de octubre de... (una fecha de quince añ os antes), Edward Fairfax Ro­chester, de Thornfield Hall, en el condado de... y de Ferndean Manor, en... (Inglaterra), casó con mi herma­na Bertha Antoinette en Puerto Españ a (Jamaica), en la iglesia de... Poseo una copia del certificado de su partida de casamiento. Firmado: Richard Mason. »

-Aun suponiendo que se tratara de un documento auté ntico eso probarí a que he estado casado, pero no que mi mujer viva aú n.

-Viví a hace tres meses -replicó el procurador. -¿ Có mo lo sabe?

-Tengo un testigo del hecho.

-Presé ntelo o vá yase al infierno, si no...

-Prefiero presentarlo. Está aquí Mr. Mason: tenga la bondad.

Rochester, al oí r tal nombre, rechinó los dientes y ex­perimentó un estremecimiento convulsivo El otro fo­rastero, que hasta entonces permaneciera retirado, avanzó y la pá lida faz de Mason en persona apareció sobre el hombro del procurador. Rochester se volvió y le miró. Una sombrí a luz brilló en sus ojos, la sangre afluyó a sus morenas mejillas y su fuerte brazo se disten­dió. Hubiera podido aplastar a Mason, de un golpe, sin duda. Pero Mason dio un salto hacia atrá s, gritando: «¡ Dios mí o! », y la furia de Rochester se desvaneció. Li­mitó se a preguntarle:

-¿ Qué tienes que decir?

De los pá lidos labios de Mason escapó una ré plica inaudible.

-El diablo te lleve si no contestas con má s claridad. ¿ Qué tienes que decir, repito?

-Señ or -interrumpió el sacerdote-, no olvide que está usted en un sitio sagrado -y dirigié ndose a Mason le preguntó con amabilidad-: ¿ Le consta a usted que la esposa de este caballero vive realmente?

-¡ Á nimo! -intervino el procurador-. Hable. -Vive en Thornfield Hall -dijo Mason, má s clara­mente-. La vi en abril pasado. Soy su hermano.

-¡ En Thornfield Hall! -exclamó el sacerdote-. Es imposible. Hace mucho que habito en la vecindad y jamá s he oí do hablar de ninguna Mrs. Rochester en esa casa.

Una horrible sonrisa contrajo la boca de Rochester al contestar:

-Ya me preocupé bastante de que nadie supiera nada de ella, al menos como mi mujer.

Calló, reflexionó durante unos minutos y, al fin, como si hubiese adoptado una resolució n, habló:

-Basta, acabemos de una vez. Wood, cierre el libro y quí tese la sobrepelliz. Usted, John Green -se dirigí a al sacristá n-, puede irse. Por hoy no se celebra la boda.

El hombre obedeció. Rochester siguió diciendo: -Ciertamente, la palabra bigamia suena muy mal. Sin embargo, yo iba a convertirme en bí gamo, de no habé rmelo impedido el destino o la Providencia. Quizá esta ú ltima... Reconozco que he obrado diabó licamen­te... Señ ores: mi plan ha fracasado. Lo que este procu­rador y su cliente aseguran es verdad. Estoy casado y mi mujer vive aú n. Es verdad que usted no ha oí do hablar de mi mujer, Wood, pero sí le habrá n mencionado una loca que albergo en mi casa. Algunos le dirí an que se trata de una hermana bastarda, otros le afirmará n que es una antigua amante. Pero declaro ahora que es mi mu­jer, con la que me casé hace quince añ os. Se llama Bert­ha Mason y es hermana de este atrevido personaje, que con su temblor y su palidez les demuestra lo que un bra­vo corazó n masculino es capaz de afrontar. Tranquilí za­te, Dick, no temas; no te pegaré. ¡ Casi serí a capaz de pegar a una mujer antes que a ti! Bertha Mason está loca y desciende de una familia cuyos miembros han sido lo­cos o maniá ticos a lo largo de tres generaciones. La ma­dre de mi mujer estaba loca y alcohó lica. Lo supe des­pué s de casado, porque, desde luego, me ocultaron antes tales secretos de familia. Bertha, como buena hija, imitaba a su genitora en ambos aspectos. Tuve una en­cantadora compañ era. ¡ No pueden imaginarse lo admi­rable que era y lo feliz que fui yo con aquella mujer pura, prudente y modesta... ! ¡ Oh, qué escenas hubo en­tre nosotros! ¡ Una cosa celestial! Pero sobra entrar en má s explicaciones. Briggs, Wood, Mason: les invito a venir a mi casa a conocer a la paciente de Grace Poole y esposa mí a. Así verá n ustedes con qué clase de ser me casé y si tengo o no derecho a romper el pacto matrimo­nial y buscar consuelo en un ser que ni siquiera pueda llamarse humano. Esta muchacha, Wood -agregó, mi­rá ndome-, no conocí a el secreto má s que usted mismo, y creí a que todo era limpio y legal. Jamá s pudo ocurrí r­sele que iba a unirse a un hombre ligado a una compañ e­ra malvada, loca y embrutecida. ¡ Ea, ó iganme!

Salió de la iglesia arrastrá ndome consigo. Los tres hombres nos seguí an. Ante la casa encontramos el coche.

-Llé velo a la cochera, John -dijo frí amente Ro­chester-. Hoy no nos hace falta.

Al entrar, Mr. Fairfax, Adè le, Sophie y Leah avanza­ron a nuestro encuentro.

-¡ Alto! -gritó Rochester-. Nada de felicitaciones. ¿ Para qué las quiero? ¡ Llegan con quince añ os de re­traso!

Subió las escaleras, siempre llevá ndome tomada del brazo y siempre seguidos los dos de los hombres. Cruza­mos la galerí a y ascendimos al tercer piso. La llave maestra que llevaba Rochester nos abrió paso al cuarto tapizado, con su enorme lecho y su gabinete de puertas pintadas.

-Tú ya conoces el sitio -dijo Rochester a Mason-. Aquí es donde ella te mordió.

Corrió las tapicerí as que cubrí an la pared, descubrien­do otra puerta, que abrió seguidamente. Nos hallamos en una habitació n sin ventanas, en la que ardí a una lum­bre protegida por un alto y fuerte guardafuegos. Del te­cho pendí a una lá mpara sostenida por una cadena. Gra­ce Poole, inclinada sobre el fuego, parecí a cocinar algo en una cacerola. En el fondo del cuarto se veí a una figu­ra que se moví a de un lado para otro. No era fá cil, a primera vista, percibir si se trataba de un ser humano o no, ya que en aquel momento se arrastraba en cuatro pies y gruñ í a como un animal feroz, pero iba vestida y una oscura cabellera cubrí a su cabeza y su rostro.

-Buenos dí as, Grace -dijo Rochester-: ¿ Có mo está usted? ¿ Y la persona que tiene a su cargo?

-No vamos mal, señ or-replicó Grace, dejando cui­dadosamente la cazuela a un lado de la lumbre-. Está algo arisca, pero no furiosa.

En aquel momento, un grito penetrante pareció des­mentir aquella aserció n. La hiena vestida se puso en pie, mostrá ndose en toda su elevada estatura.

-¡ Les ha visto, señ or! -exclamó Grace-. Vale má s que se vayan.

-Só lo estaremos unos momentos, Grace. Trá igala. -Tenga cuidado, señ or. ¡ Por amor de Dios, tenga cuidado!

La loca avanzó, separó de su rostro el cabello que lo cubrí a y miró con fiereza a sus visitantes. Reconocí bien aquel rostro encendido, aquellas facciones hinchadas. Grace se adelantó.

-Sepá rense -dijo Rochester, apartá ndola-. Ya es­toy prevenido. Supongo que ahora no tendrá un cuchi­llo, ¿ eh?

-Nunca se sabe lo que puede tener, señ or. Es tan astuta, que con ella no hay precaució n que valga. -Valdrá má s que nos vayamos -murmuró Mason. -¡ Vete al diablo! -contestó su cuñ ado. -¡ Cuidado! -gritó Grace.

Los tres visitantes retrocedieron a la vez. Rochester se puso delante de mí. La loca cayó sobre é l y asió rabiosa­mente su garganta, mientras trataba de morderle el rostro. Ambos forcejearon. Ella era alta y corpulenta, tanto como su marido, y estaba dotada de una fuerza tremenda. Varias veces estuvo a punto de derribar a Ro­chester, a pesar de lo vigoroso que é ste era. Cierto que é l hubiera podido inmovilizarla, descargá ndole un golpe violento, pero no intentaba má s que sujetarla. Al fin logró tomarla por los brazos. Grace Poole le tendió una cuerda y Rochester ató a la espalda las muñ ecas de la loca, lo que realizó a despecho de las sacudidas y empe­llones que ella daba. Entonces, Rochester se volvió a los espectadores y les contempló con una sonrisa triste y amarga.

-¡ Esta es mi mujer! -exclamó -. Tales son las ú ni­cas relaciones que puedo mantener con ella. ¡ Y é sta -añ adió, poniendo su mano en mi hombro-, esta mu­chacha es la que yo deseaba tener, é sta que veis, grave y silenciosa en la misma boca del Infierno, contemplando sin perder la serenidad las gesticulaciones de ese demo­nio! ¡ Aprecien la diferencia, Wood y Briggs! Comparen estos ojos lí mpidos con esos ojos inyectados en sangre, este rostro con esa má scara, y jú zguenme, usted, sacer­dote de Dios, y usted, hombre de leyes. Jú zguenme y recuerden que como juzguen será n juzgados. Y ahora vá monos.

Todos nos retiramos. Rochester se detuvo unos mo­mentos má s, dando ó rdenes a Grace. El procurador me habló cuando bajá bamos la escalera.

-Su tí o, señ orita -dijo-, celebrará saber que la he­mos evitado un grave disgusto, si vive aú n cuando Mr. Mason pase por Madera.

-¿ Mi tí o? ¿ Lo conoce usted?

-Le conoce Mr. Mason. Mr. Eyre ha sido su corres­ponsal en Funchal durante varios añ os. Cuando su tí o recibió la carta de usted notificá ndole su pró xima boda con Mr. Rochester, Mr. Mason se hallaba en Made­ra para mejorar su salud antes de continuar a Jamaica. Mr. Eyre le habló del asunto, porque sabí a que mi clien­te era pariente de una persona llamada Rochester. Mr. Mason, tan asombrado y disgustado como usted pue­de suponer, le reveló cuá l era el verdadero estado de cosas. Siento decirla que su tí o padece ahora una enfer­medad que, desgraciadamente, deja pocas esperanzas de curació n. No podí a, pues, venir a Inglaterra para impedir que usted cayese en la trampa que se le tendí a, pero rogó a Mr. Mason que volviese y evitara el ilegal matrimonio. Mr. Mason consultó conmigo, que he puesto en el asunto todo interé s. Celebro haber llegado a tiempo. Si no tuvie­ra la certeza í ntima de que su tí o habrá fallecido, antes de que usted pudiera llegar a Madera, la aconsejarí a que fuese allí con Mr. Mason, pero en el estado actual de cosas, creo que vale má s que se quede en Inglaterra hasta que reciba noticias acerca de su tí o. -Y preguntó a Ma­son-: ¿ Tenemos algo má s. que hacer aquí?

-No, no, vá monos -contestó Mason apresurada­mente.

Sin despedirse de Rochester, ganaron la puerta de la  casa. El sacerdote se detuvo algo má s para dirigir algu­nas palabras, de reproche o reprimenda, a su perverso feligré s, y cumplido tal deber, se marchó.

Le sentí bajar a travé s de la entornada puerta de mi habitació n, a la que me habí a retirado. Corrí el cerrojo y procedí -sin lá grimas ni lamentos- a sustituir en mis maletas las ropas de boda por mis antiguos vestidos. Una vez hecho esto, me senté. Sentí ame febril y fatiga­da. Apoyé los brazos en la mesa y descansé la cabeza sobre mis brazos. Ahora comenzaba a sentir. Hasta en­tonces habí a visto, oí do y actuado, pero ahora sentí a y pensaba.

La mañ ana habí a transcurrido con bastante tranquili­dad -a excepció n de la escena con la loca-, ya que la conversació n de la iglesia no habí a tenido el cará cter de altercado. No hubo amenazas, desafí os, lá grimas ni sollo­zos. Alguien alegó serenamente un impedimento al matri­monio, se cambiaron breves preguntas y respuestas, mi prometido reconoció la verdad, se vio la prueba viviente de ella, los intrusos se fueron y todo quedaba en paz.

Yo me hallaba en mi cuarto, como de costumbre, sin que nada hubiese cambiado en mí. Sin embargo, ¿ qué era de la Jane Eyre de la ví spera? ¿ Qué de sus perspecti­vas y esperanzas?

Jane Eyre, que era el dí a anterior una mujer llena de dulces anhelos, una casi desposada, se habí a convertido otra vez en una muchacha desamparada y sola, con una vida gris, llena de desoladas perspectivas ante ella. La nieve de diciembre habí a caí do en medio del verano, el hielo helaba las manzanas maduras, un viento invernal arrancaba de sus tallos las rosas. Los bosques, que doce horas antes mostrá banse fragantes y esplé ndidos como tropicales á rbo­les, eran ahora inmensos, solitarios, glaciales como los bos­ques de pinos en el invierno de Noruega... Mis esperanzas habí an muerto de repente; mis deseos, el dí a anterior rebo­santes de vida, estaban convertidos en lí vidos cadá veres. Y mi amor, aquel sentimiento que Rochester habí a desperta­do en mí, yací a, angustiado, en mi corazó n, como un niñ o en una cuna frí a. Ya no podí a buscar el brazo de Rochester ni encontrar calor en su pecho. Mi fe y mi confianza quedaban destruidas. Rochester no volverí a a ser para mí lo que fue, porque resultaba distinto a como yo le habí a imaginado. No deseaba increparle ni querí a reprocharle su traició n, pero se me aparecí a privado de la sinceridad que yo le atribuyese. Debí a marchar de su lado. Cuá ndo y có mo, no lo sabí a, pero adivinaba que é l mismo me aconsejarí a partir de Thornfield. Era imposi­ble, a mi juicio, que hubiese sentido hacia mí verdadero afecto; só lo fue, sin duda, un capricho momentá neo. Debí a procurar no cruzarme en su camino, porque aho­ra mi presencia habí a de resultarle odiosa, sin duda. ¡ Oh, qué ciega habí a estado! ¡ Qué dé bil habí a sido!

Cerré los ojos. La oscuridad me rodeó. Sentí una in­mensa lasitud y pareció me yacer en el lecho de un rí o seco, sintiendo retumbar entre las lejanas montañ as el rumor del torrente que se aproximaba por el cauce. Pero no deseaba incorporarme ni tení a fuerzas para huir de la riada. Al contrario: ansiaba la muerte. En aquel mo­mento pensé en Dios, y mentalmente le dirigí una plega­ria: «Ayú dame, ya que nadie me ayudará, en la turba­ció n que me amenaza. »

Y la turbació n cayó sobre mí. Todo el peso de aquel torrente que oí a avanzar, gravitó sobre mi corazó n. La conciencia de mi vida rota, de mi amor perdido, de mi esperanza deshecha, me abrumó como una inmensa masa. Imposible describir la amargura de aquel momen­to. Bien puede decirse que «las olas inundaron mi alma, me sentí hundir en el lé gamo, en el seno de las aguas profundas, y las ondas pasaron sobre mi cabeza».

 

XXVII

Varias veces durante la tarde, mientras el sol declina­ba, me pregunté: «¿ Qué haré? »

Pero la respuesta que me daba la razó n: «Vete en se­guida de Thornfield», me era tan dura de oí r, que procuraba tapar los oí dos a tal consejo, y me decí a: «Lo peor no es que haya dejado de ser la prometida de Edward Rochester. Este brusco despertar del má s bello sueñ o, este hallar que cuanto imaginara era falso y vano, puedo soportarlo por horroroso que sea. Pero la idea de aban­donarle es, resuelta, indudable y enteramente imposi­ble. No puedo hacerlo. »

Una voz interior me objetaba que sí podí a y debí a hacerlo. La conciencia, inexorable, asió la pasió n por el cuello, la vituperó, la pisoteó bajo sus pies.

«Dé jame buscar la ayuda de alguien», gemí.

«No; tú sola debes ayudarte; tú debes arrancar, si es necesario, tu ojo derecho y cortar tu propia mano. Só lo tu corazó n debe ser la ví ctima de tu error. »

Me incorporé, aterrorizada de aquella soledad en la que oí a pronunciar tan despiadado juicio y del silencio que llenaba aquella inexorable voz. Al ponerme en pie sentí que se me iba la cabeza. No só lo estaba agotada por la excitació n, sino extenuada, ya que no habí a comi­do ni bebido nada en todo el dí a. Y entonces reparé en que nadie habí a venido a verme, ni preguntado por mí. Ni Adé le habí a llamado a mi puerta, ni Mrs. Fairfax me habí a avisado para comer. «Los amigos siempre olvidan a quienes olvida la fortuna», pensé. Descorrí el cerrojo y salí. Tropecé con un obstá culo y estuve a punto de caer. Me sentí a dé bil y mareada. Un brazo vigoroso me suje­tó. Rochester, sentado en una silla, se hallaba ante el umbral de mi habitació n.

-Al fin sales -dijo-. Hace mucho que espero y es­cucho. Ni un movimiento, ni un solo sollozo he sentido. ¡ Cinco minutos má s de esta espera intolerable y habrí a forzado la puerta, como un ladró n! ¡ Oh, preferirí a que me apostrofases de vehemencia, que tus lá grimas mana­ran sobre mi pecho! Pero me he equivocado. ¡ No lloras! Tu rostro está pá lido y tus ojos marchitos, pero en ellos no hay huellas de lá grimas. Temo que sea tu corazó n el que haya vertido lá grimas de sangre... Dime algo, Jane. ¿ No me reprochas? ¿ No se te ocurre nada ofensivo que decirme? Te veo inmó vil, pasiva, mirá ndome con sere­nidad... No me propuse herirte, Jane. Estoy en la situa­ció n del pastor que tuviera una oveja, a la que quisiera como si fuera su hija, con quien compartiera su pan y su agua, y a la que un dí a degollara por error. Sí, é se es mi estado de alma... ¿ No me perdonará s nunca?

¡ Le perdoné en aquel mismo momento, lector! ¡ Habí a tan profundo remordimiento en sus ojos, tan sincera compasió n en su acento y, sobre todo, tan inalterable amor en é l y en mí! Sí; le perdoné con todo mi corazó n, aunque no lo expresase con palabras.

-¿ Sabes que soy un canalla, Jane? -me pregun­tó, tras un largo silencio, atribuyendo, sin duda, mi si­lencio y mi calma má s al abatimiento que a mi propia voluntad.

-Sí.

-Dí melo, pues, con franqueza, con dureza. No calles nada.

-No puedo. Me siento muy enferma y cansada. Ten­go sed...

Emitió un profundo suspiro y, tomá ndome en sus bra­zos, me hizo bajar las escaleras. No me di cuenta al prin­cipio de adó nde me llevaba. Luego sentí el estimulante calor del fuego. A pesar de estar en verano, me sentí a frí a como el hielo. Me ofreció una copa de vino y me sentí revivir. Comí algo que me dio y recuperé totalmen­te mis energí as. Me encontré en la biblioteca, sentada en el silló n donde é l solí a sentarse. Rochester estaba a mi lado. Pensé que me valdrí a má s morir en aquel momento. Sabí a que debí a abandonarle, y, sin embargo, no querí a, no podí a hacerlo.

-¿ Có mo está s ahora, Jane? -Mucho mejor.

-Toma má s vino.

Le obedecí. Dejé el vaso en la mesa y me miró con detenimiento. Se volvió de repente, lanzando una vehe­mente exclamació n, comenzó a pasear por el cuarto y al fin se inclinó hacia mí como para besarme. Recordando que ahora las caricias estaban prohibidas entre nosotros, aparté el rostro.

-¡ Có mo! -exclamó Rochester. Y agregó amarga­mente-: Ya: no quieres besar al marido de Bertha Ma­son. Supongo que consideras que con las caricias de ella tengo bastante. Me tienes sin duda por un odioso intri­gante que me preparaba a hacerte perder el honor y el decoro. Si no lo dices es: primero porque te faltan las fuerzas, segundo porque no te acostumbras a la idea de acusarme e increparme y, en fin, porque las puertas de tus lá grimas está n abiertas y si hablases mucho rompe­rí as en llanto. Sé que no quieres llorar, explicarte, hacer una escena, sino que te propones, en vez de hablar, ac­tuar. Lo sé. Estoy preparado a ello.

-No deseo proceder contra usted -dije con entre­cortada voz.

-En el sentido que tú das a las palabras, no; pero en el que yo le doy, sí. Te aprestas a aniquilarme. Piensas que, puesto que soy un hombre casado, debes apartarte de mi camino. Por eso ahora no has querido besarme. Te propones convertirte para mí en una extrañ a, vivir bajo mi mismo techo exclusivamente como institutriz de Adè le, rechazando mis palabras y mis aproximaciones como si fueras de piedra y de hielo.

-Señ or -repuse-: todo ha cambiado para mí de tal forma que, para evitar enojosos recuerdos e ideas tris­tes, es preciso que busque usted una nueva institutriz para Adè le.

-Adè le irá a un colegio. No deseo atormentarte rete­nié ndote en Thornfield Hall. Y ahora debo decirte que, si al principio oculté la existencia de una perturbada aquí, era porque temí a que ninguna institutriz hubiera querido residir en una casa en esas condiciones. Cierto que yo podí a haber llevado a la loca a otro sitio aú n má s escondido que poseo: Ferndean Manor, cuya insalubre situació n en el corazó n de un bosque tal vez me hubiera librado tan pronto de esa carga que arrastro. Pero por perversas que sean mis inclinaciones, la de acometer un asesinato indirecto no figura entre ellas. Ocultarte la existencia de esa loca era inú til, lo reconozco... Toda la casa, toda la vecindad, está emponzoñ ada con su pre­sencia. Pago doscientas libras al añ o a Grace Poole para que custodie a esa bruja infernal que tú llamas mi mujer. Y dentro de poco, su hijo, que es celador en el asilo de Grimsby, vendrá a ayudarle en su tarea de vigilar a mi mujer cuando sufre esos paroxismos en cuyo curso in­cendia camas, muerde y...

-Es usted implacable con esa desventurada señ ora -interrumpí -. La menciona usted con aversió n y odio, como si ella tuviese la culpa de su locura.

-Jane, queridita (y perdona que te llame así, porque para mí lo eres), me juzgas mal. ¿ Crees que yo te odiarí a si tú estuvieses loca?

-Sin duda.

-Te engañ as. Ignoras có mo soy, la clase de amor que soy capaz de experimentar. Te quiero má s que a mí mis­mo, y si sufrieses, te querrí a má s aú n. Tu inteligencia es mi tesoro y si se perturbase me serí as todaví a má s amada. Aunque enloquecieses, aunque te lanzases sobre mí como esa mujer esta mañ ana, te recibirí a con un abrazo. No me apartarí a de ti con horror, como de ella, y nadie te cuidarí a má s que yo mismo. Y no serí a menos tierno para ti aunque no me dedicases una sonrisa ni me reconocieran tus ojos. Pero no sigamos hablando de eso. Yo me referí a a hacerte partir de Thornfield. Todo está preparado para tu marcha. Mañ ana puedes irte. Só lo te pido que pases una noche má s bajo este techo y luego ¡ adió s miserias y terrores! No faltará un lugar que sea como un santuario donde refugiarse y olvidar los resultados odiosos...

-Qué dese con Adè le -interrumpí -: será una com­pañ era para usted.

-Ya te he dicho que la enviaré a un colegio. ¿ Para qué me sirve la compañ í a de una niñ a? ¡ Y ni siquiera mi propia hija, sino la bastarda de una bailarina francesa! ¿ Por qué me importunas aconsejá ndome que la conser­ve en mi compañ í a?

-Porque hablaba usted de retirarse, y la soledad y el retiro no será n beneficiosos para usted.

-¡ Soledad! -repitió é l, con irritació n-. Es preciso que nos expliquemos. No sé lo que significa la expresió n enigmá tica de tu rostro, pero lo que yo me propongo, sí lo sé. Tú compartirá s mi soledad.

Moví negativamente la cabeza. Hací a falta cierto va­lor para manifestar aquella oposició n, dado lo excitado que é l se encontraba. Interrumpió sus paseos, se detuvo ante mí y me miró. Separé mis ojos de los suyos y los fijé en el fuego, esforzá ndome en adoptar un aspecto sereno y recogido.

-Ya hemos tropezado con una dificultad de tu tem­peramento -dijo con má s calma de la que cabí a esperar de su aspecto-. Hasta ahora tu cará cter iba devaná ndo­se suavemente como un carrete de seda, pero yo sabí a que alguna vez habrí amos de encontrar un nudo... ¡ Y ya lo tenemos aquí!

Volvió a pasear, se paró en seguida y me habló acer­cando su boca a mi oí do.

-Jane, ¿ quieres oí r la voz de la razó n? ¡ Porque, si no, emplearé la violencia!

Su voz, su aspecto, eran los de un hombre que ha lle­gado al lí mite de lo que puede soportar y está dispuesto a entregarse a cualquier exceso. En otro momento, no hubiera estado en mi mano dominarle. Ahora compren­dí que un movimiento cualquiera, fuese de temor, de repulsió n, o de huida, hubiese producido consecuencias irreparables. Yo no le temí a. Me sentí a fortalecida por una fuerza misteriosa. La situació n era expuesta, pero no dejaba de tener cierto atractivo, aná logo a la emo­ció n que deben experimentar los indios cuando remon­tan una torrentera en sus frá giles canoas. Cogí la mano de Rochester, y le dije, suavemente:

-Sié ntese, hable lo que quiera y diga cuanto le plaz­ca, sea razonable o no.

Se sentó, mas no habló inmediatamente. Hasta enton­ces yo habí a reprimido mis lá grimas, temiendo que le disgustasen, pero ahora no tení a por qué contenerlas. Si le desagradaban, tanto mejor.

Oí su voz dicié ndome que no sollozara. Repuse que no me era posible dejar de llorar mientras le viera en aquel estado.

-No estoy furioso contra ti, Jane. Como te quiero mucho no he podido soportar la expresió n resuelta y he­lada de tu rostro. Vamos, sé cate las lá grimas.

La aumentada dulzura de su voz me hizo comprender que se habí a tranquilizado. Me tranquilicé, pues, a mi vez. É l trató de apoyar su cabeza sobre mi hombro, pero no se lo permití. Trató de atraerme hacia sí. Me negué.

-Jane, Jane -dijo con tan amarga tristeza que me hizo estremecer hasta el fondo de mi alma-, no me quieres ¿ verdad? No deseabas ser mi mujer sino por las ventajas que te traí a, ¿ eh? Ahora que me consideras im­posible como marido, te repugna mi contacto como el de un sapo o un mono.

Aquellas palabras me hirieron. ¿ Qué podí a contestar­le? Probablemente lo mejor hubiera sido no decir ni ha­cer nada, pero no pude contener el deseo de calmar su dolor:

-Le quiero -dije- má s que nunca. Se lo digo por ú ltima vez, porque no puedo permitirme ese senti­miento.

-¡ Por ú ltima vez, Jane! ¿ Es posible que pienses vivir a mi lado, verme a diario y mantenerte siempre frí a y distante de mí?

-No, eso no serí a posible. Só lo cabe una solució n, pero temo enfurecerle si la menciono.

-¡ Menció nala! Tú sabes calmar mis exaltaciones. -Mr. Rochester, es preciso que me separe de usted. -¿ Por cuá nto tiempo? Supongo que por el preciso para peinarte, porque está s desmelenada, y para lavar­te, porque tienes la cara ardiendo.

-Tengo que irme de Thornfield, separarme de usted para siempre, y empezar una nueva vida en otro am­biente y entre otras personas.

-Lo mismo creo, prescindiendo a la locura de alejar­te de mí. Iremos a sitios donde no nos conozcan y será s, de hecho y ante el mundo, mi mujer. Te tendré a mi lado y no me separaré de ti mientras viva. Iremos a algú n sitio del sur de Francia; viviremos en una villa blanca, frente al Mediterrá neo. Y allí llevaremos una vida hono­rable, segura y feliz. No veas egoí smo en mí, no creas que trato de hacerte mi amante. ¿ Por qué mueves la ca­beza, Jane? Debes ser razonable. De lo contrario, vol­veré a ponerme frené tico.

Temblaban su voz y sus dedos, las aletas de su nariz se dilataban, sus ojos despedí an lumbre. Sin embargo, me atreví a a contestar:

-Su mujer existe, como usted mismo ha reconocido, y si yo viviese con usted en la forma que se indica, no serí a má s que su amante.

-Jane: no soy un hombre de buen cará cter; no soy capaz de soportar mucho; no soy desapasionado y frí o. Toca mi pulso.

Me presentó la muñ eca. La sangre habí a huido de sus mejillas y sus labios, lí vidos a la sazó n,. y parecí a afluir en tumulto a sus manos. Hacerle sufrir con una negativa implacable era cruel, tratar de tranquilizarle era imposi­ble, y complacerle, má s aú n. Hice, pues, lo que todos los seres humanos en tales extremos. Las palabras «¡ Dios me ayude! » brotaron, casi voluntariamente, de mis labios.

-¡ Qué necio soy! -exclamó Rochester sú bitamen­te-. No te he explicado aú n las circunstancias en que me uní a esa infernal mujer ni su cará cter. Cuando lo sepas todo, Jane, estoy seguro de que concordará s con­migo. Pon tu mano en la mí a para sentirme seguro de tu proximidad y en pocas palabras te lo explicaré todo. ¿ Me escuchará s?

-Le escucharé cuanto quiera, aunque sea varias horas. -Bastan unos minutos. ¿ Has oí do decir, Jane, que yo no era el primogé nito de mi familia, sino que tení a un hermano mayor?

-Mrs. Fairfax me lo dijo una vez.

-¿ Y sabes tambié n que mi padre era un hombre ava­ro, só rdido?

-Algo de eso he oí do.

-Bien: entonces no te extrañ ará saber que no querí a distribuir sus propiedades dá ndome una parte a mí. Como, por otro lado, tampoco querrí a que un hijo suyo fuese un pordiosero, arregló para mí un matrimonio con una mujer rica. Tení a en las Antillas un antiguo amigo: Mason, un plantador de Jamaica. Mi padre sabí a que sus posesiones eran muy importantes. Mason tení a un hijo y una hija y dotaba a é sta con treinta mil libras. A mi padre le pareció bastante. Cuando salí del colegio me enviaron a Jamaica. Mi padre no me habí a hablado de la fortuna de mi futura mujer, pero me habí a dicho que era la beldad má s cortejada de la isla, y en eso no mentí a. A mí me pareció una bella mujer, alta, morena, majestuo­sa, por el estilo de Blanche Ingram. Su familia deseaba asegurarme, porque yo pertenecí a a una casta ilustre, y lo consiguieron. Me invitaban, me hací an ver a Bertha Mason en reuniones en las que descollaba por sus es­plé ndidos ataví os. Raras veces hablá bamos a solas. Ber­tha me lisonjeaba todo lo que podí a. Cuantos hombres giraban en torno suyo la admiraban a ella y me envidia­ban a mí. Excitado por su atractivo, inexperto como era entonces, pensé estar enamorado de ella. Las estú pidas rivalidades juveniles, la ceguera de la poca edad, son lo que má s influye en estos casos. Su familia me alentaba, los competidores que tení a aguijoneaban mi amor pro­pio, y, en resumen, me casé con ella sin conocerla casi. ¡ Cuá nto me desprecio a mí mismo al pensarlo! Yo no la amaba, ignoraba si era virtuosa o no, no habí a apreciado en su cará cter ni bondad, ni modestia, ni candor, ni deli­cadeza... ¡ y, sin embargo, me casé! ¡ Oh, qué estú pido fui!

»No habí a visto nunca a la madre de mi novia, y la creí a muerta. Cuando transcurrió la luna de miel, com­prendí mi error: mi suegra estaba loca, en un manico­mio. Mi mujer tení a un hermano menor completamente idiota. El mayor es el que conoces, y a quien no puedo odiar, aunque abomine de toda su casta, porque en su dé bil cerebro hay algunos elementos afectuosos, que prueba con su cariñ o a su hermana y con la adhesió n, casi de perro leal, que siente hacia mí. No obstante, pro­bablemente acabará perdiendo la razó n por completo. Mi padre y mi hermano Rowland conocí an todo esto, pero no pensaron má s que en las treinta mil libras y se pusieron de acuerdo para hacerme contraer aquel matri­monio.

»Aun descubiertas estas cosas, yo, pese a la oculta­ció n que representaban, no habí a reprochado nada a mi mujer. Pero su cará cter era absolutamente opuesto al mí o, sus gustos discrepantes de los que yo tení a. Su mentalidad baja, vulgar, mezquina, era incapaz de comprender nada grande. Pronto encontré imposible pasar una velada, ni siquiera una hora, a su lado y sentirme a gusto. Entre nosotros no cabí a una conversació n agra­dable. A cuanto yo hablaba respondí a con contestacio­nes groseras y chabacanas, perversas y estú pidas. Ningú n criado paraba en la casa, porque no podí an soportar los arrebatos de mal cará cter de mi mujer, sus abusos ni sus ó rdenes absurdas y contradictorias. Con todo, yo de­voraba mi disgusto, procurando ocultar la antipatí a que ella me inspiraba.

»No quiero disgustarte con detalles odiosos, Jane; vale má s resumir. Viví con esa mujer má s de cuatro añ os y en tal lapso su perverso cará cter y sus malas inclinacio­nes se desarrollaron con increí ble rapidez. Bertha Ma­son, digna hija de una madre degenerada, me hizo sufrir todas las torturas, todas las agoní as que cabí a esperar de su temperamento inmoderado y vicioso.

»Mi hermano habí a muerto entre tanto y, al final de aquellos cuatro añ os, mi padre murió tambié n. Yo era rico, aunque espiritualmente pobre, puesto que sufrí a la odiosa miseria de soportar la compañ í a del ser má s de­gradado y abominable que conociera jamá s, y que era mi esposa ante la ley. Ni siquiera podí a librarme de ella por procedimientos legales, porque los mé dicos acaba­ban de descubrir que estaba loca. Sus excesos habí an acelerado su insania... Pero veo, Jane, que mi narració n te deprime. ¿ Prefieres que la terminemos otro dí a?

-No, terminemos ahora. Me da usted mucha lá stima. -Algunas personas, Jane, consideran ofensivo que les tengan lá stima, porque cierta clase de compasió n -la que experimentan los corazones endurecidos y egoí stas- es una hí brida mezcla de disgusto por lo que les disgusta y de satisfacció n por el mal ajeno. Pero tu piedad no es de esa especie: lo siento en la expresió n de tus ojos, en el temblor de tus manos, en los latidos de tu corazó n. Tu compasió n hacia mí, querida, es hija de tu amor y la acepto con los brazos abiertos.

-Continú e. ¿ Qué hizo usted cuando supo que su mu­jer estaba loca?

-Me hallaba al borde de la desesperació n. A los ojos del mundo yo estaba evidentemente cubierto de desho­nor, pero resolví absolverme ante mí mismo rompiendo todo lazo con ella. La sociedad uní a mi nombre al suyo, yo la veí a a diario, respiraba el aire que su aliento conta­minaba y, ademá s, era su esposo -lo que me resultaba má s odioso que nada- y sabí a que mientras viviera, no podrí a unirme a una mujer mejor que ella. Tení a cinco añ os má s que yo -su familia me habí a ocultado ese de­talle-, pero fí sicamente estaba tan robusta como men­talmente enferma. De modo que, a los veintisé is añ os de edad, yo era un hombre desesperado.

»Una noche me despertaron sus aullidos. (Desde que fuera declarada loca la tení amos encerrada, naturalmen­te. ) Era una bochornosa noche antillana, y se sentí a en el ambiente caliginoso la proximidad de un huracá n. No pudiendo dormir, me levanté y abrí la ventana. El aire tormentoso olí a a azufre. Infinitos mosquitos invadieron mi cuarto. Se oí a el rumor del mar como un terremoto, negras nubes cubrí an el cielo y la luna, roja y enorme como una ardiente bala de cañ ó n, se reflejaba en las olas. El ambiente y la atmó sfera pesada influí an en mi á nimo. En mis oí dos sonaban los gritos de la perturba­da. Sú bitamente la oí pronunciar mi nombre con demo­ní aco acento de odio y percibí su abominable lenguaje. Aunque dormí a dos cuartos má s allá del mí o, el estilo de construcció n de las casas de aquel paí s no permití a aho­gar sus aullidos de loba.

»Pensé que aquella vida era un infierno y aquellos gri­tos los lamentos terrorí ficos de los condenados. Tengo derecho a librarme de esto, si puedo -reflexioné -. Y sin duda me libraré si abandono mi carne mortal. No temo a los castigos del má s allá, porque no pueden ser má s horribles que los que sufro aquí. ¡ Rompamos la ca­dena y entregué monos en manos de Dios!

»Y pensando así, abrí un baú l que contení a un par de pistolas con el propó sito de suicidarme. Pero mi intenció n só lo duró un momento, porque la crisis de desesperació n que la habí a originado se disipó al cabo de un segundo.

»Entretanto un fresco aire que soplaba de Occidente agitó el mar. Estalló la tormenta, tronó y relampagueó copiosamente y despué s el cielo quedó despejado. Paseé balo los naranjos del humedecido jardí n, entre los ana­ná s y los granados. El alba refulgente de los tró picos apuntaba ya cuando en mi cerebro surgí a la resolució n acertada, acertada sin duda porque me la dictaba la su­prema sabidurí a.

»El dulce viento de Europa soplaba aú n sobre las ho­jas frescas por la lluvia y el Atlá ntico tronaba en la playa. Mi corazó n se expandió, mi alma se sintió rena­cer. Veí a revivir mi esperanza y creí a posible la regene­ració n. Desde un arco florido del jardí n, miré al mar, má s azul aú n que el cielo. Má s allá estaba el Viejo Mun­do y en é l se me abrí an las perspectivas má s claras...

»" Vete a vivir a Europa -dijo mi esperanza-. Allí nadie conoce la carga ominosa que pesa sobre ti. Puedes llevar contigo a la loca y confinarla en Thornfield con las debidas precauciones. Y tú viajará s como y por donde quieras, viviendo segú n te plazca. Esa mujer que ha em­pañ ado tu nombre, ultrajado tu honor, marchitado tu juventud, no es ya tu esposa, ni tú su marido. Haz que la cuiden como su estado lo aconseja y habrá s cumplido cuanto Dios y los hombres te pueden exigir. Olvida su identidad y su relació n contigo. "

»Seguí esa sugestió n. Mi padre y mi hermano no ha­bí an hablado de mi casamiento, porque yo se lo habí a pedido así en mi primera carta despué s de casarme, cuando comencé a comprender las consecuencias de aquella unió n y a adivinar el abominable porvenir que se me presentaba. Informado de la infame conducta de su nuera, mi padre se apresuró a ocultar cuidadosamente mi matrimonio.

»La traje, pues, a Inglaterra. El viaje, con tal mons­truo en el buque, fue lo horrible que puedes suponer. Me sentí satisfecho cuando la vi instalada en ese cuarto interior del tercer piso, que ella, de diez añ os a esta par­te, ha convertido en el cubil de una fiera, en la guarida de un demonio. Me fue difí cil encontrar quien la aten­diese, asegurá ndome a la vez de su silencio, porque la loca tiene intervalos de lucidez, que dedica a difamar­me. Al fin encontré a Grace Poole, empleada en el asilo de Grimsby. Ella y el mé dico Carter, el que curó a Ma­son la noche en que a é ste le mordió su hermana, son los ú nicos que conocen mi secreto. Mrs. Fairfax debe de haber sospechado algo, pero no ha podido averiguar los hechos concretamente. Grace ha probado ser una buena guardiana, aunque en ocasiones ha tenido descuidos, como el que produjo el incendio de mi cuarto. La loca es a la vez maligna y astuta y jamá s deja de aprovechar los descuidos de su celadora. Una vez logró esconder el cu­chillo con que agredió a su hermano y por dos veces consiguió coger la llave de su celda. La primera quemó mi cama, la segunda entró como un fantasma en tu alco­ba. Doy gracias a la Providencia, que hizo que la demen­te descargase su furia en tu velo de boda, porque Dios sabe lo que pudo haber ocurrido. Cuando pienso en có mo saltó sobre mí esta mañ ana y me acuerdo de que estuvo en tu habitació n, se me hiela la sangre.

-¿ Y qué hizo usted una vez que la hubo dejado aquí? -Me convertí en una especie de judí o errante. Reco­rrí todo el continente. Mi propó sito era encontrar una mujer inteligente y buena a la que pudiese amar, algo muy distinto de la furia de Thornfield.

-Pero no podí a casarse con ella.

-Estaba convencido de que podí a y debí a. Mi inten­ció n primitiva no era ocultar la situació n, como te la he ocultado a ti. Me proponí a contar francamente mi histo­ria, pues me parecí a palmario que tení a derecho a amar y a ser amado. Estaba seguro de que no dejarí a de en­contrar una mujer capaz de comprender mi situació n y aceptarla, a pesar de la carga que pesaba sobre mí.

-¿ Y entonces?

-Cuando te pones inquisitiva, Jane, me haces son­reí r. Abres los ojos como un pá jaro anhelante y realizas de vez en cuando algú n pequeñ o movimiento, como si no te satisficiera lo que oyes. Antes de continuar, dime lo que quieres indicar con tus: «¿ Y entonces? » Es una muletilla muy frecuente en ti.

-Quiero decir: «¿ Qué má s? » «¿ Qué ocurrió des­pué s? »

-Ya. ¿ Y qué quieres saber?

-Si encontró una mujer que le gustase, si le propuso casarse y si aceptó.

-Durante diez añ os erré de una capital a otra. Estu­ve en San Petersburgo, má s frecuentemente en Parí s, al­guna vez en Roma, Ná poles y Florencia. Poseí a dinero, ostentaba un nombre distinguido y ningú n cí rculo se me cerraba. Busqué mi ideal femenino entre las damas in­glesas, las condesas francesas, las signoras italianas y las alemanas grä finen. Nunca hallé lo que buscaba. Alguna vez creí a encontrarlo a travé s de una mirada, de un ade­má n, de un acento apasionado, pero pronto caí a en la decepció n. No imagines que buscaba un ideal perfecto de cuerpo y de alma. No buscaba sino una mujer que fuese la antí poda de Bertha Mason. Entre cuantas cono­cí no hallé ninguna que me decidiera a pedirla en matri­monio. Desilusionado, me entregué a la disipació n, aun­que no al libertinaje, porque esto lo odiaba y lo odio. ¡ Y ademá s era el tributo caracterí stico de mi Mesalina antillana! Bastaba que fuese así para que lo aborreciese.

»No pudiendo vivir solo, me busqué amantes. La pri­mera fue Cé line Varens. Ya sabes lo que sucedió con ella. La siguieron otras dos: Giacinta, que era italiana, y Clara, alemana, ambas consideradas como beldades. ¿ De qué me sirvió su belleza? Giacinta era ineducada y violenta y me hartó a los tres meses. Clara era honrada y tranquila, pero de corta inteligencia y escasa sensibili­dad. No congeniá bamos. Así que preferí darle una cantidad que le permitiera vivir honorablemente y me libré de ella. Veo por tu cara, Jane, que no formas buena opinió n de mí. Me consideras un hombre sin principios ni sentimientos, ¿ no?

-Desde luego, le juzgo peor de lo que antes solí a juzgarle. ¿ No le parece indigno vivir así, unas veces con una amante y otras con otra? Usted habla de ello como de una cosa sin importancia.

-No me agradaba aquella vida. Tener una amante es lo má s parecido a tener una esclava: ambas, por natura­leza, son seres inferiores, y vivir í ntimamente con infe­riores es degradante. Ahora recuerdo con disgusto el tiempo que pasé con Cé line, Giacinta y Clara.

Comprendí que las palabras de Rochester eran since­ras, pero con todo, no podí a sustraerme a la sensació n de que, deseando é l en cierto sentido hacerme sucesora de aquellas muchachas, podí a llegar a experimentar por mí el mismo sentimiento de disgusto que ahora manifes­taba hacia ellas. Guardé esto en mi corazó n, porque po­dí a serme ú til en el momento crí tico.

-¿ Có mo no dices ahora «¿ Y entonces? », Jane? Veo que me repruebas. Pero vamos al final. En enero pa­sado, libre de mi ú ltima amante, con el corazó n amarga­do y endurecido como consecuencia de una vida esté ril y solitaria, muy mal dispuesto contra todos los hombres, y comenzando a considerar la posibilidad de hallar una mujer inteligente, fiel y cariñ osa como una fantasí a, vol­ví a a Inglaterra, adonde me llamaban mis asuntos. »En una helada tarde de invierno avisté Thornfield Hall, el aborrecido lugar en que no esperaba hallar satis­facció n ni placer algunos. En el camino de Hay vi una figurilla sentada. No presentí que iba a convertirse en á rbitro de mi vida, para bien o para mal. No, no lo sabí a cuando, al caer Mesrour, ella, gravemente, me ofreció su ayuda. ¡ Qué infantilidad! Me pareció como si un jil­guero hubiese aparecido a mis pies ofrecié ndome llevar­me en sus dé biles alas. Sin embargo, aquella criatura insistió en su ofrecimiento, hablando con una especie de autoridad. Sin duda estaba escrito que yo recibiese ayu­da de aquella mano, y la recibí.

»Cuando me hube apoyado en su frá gil hombro sentí una insó lita impresió n de alivio. Me agradó saber que aquel duendecillo no iba a desvanecerse bajo mi mano, sino que irí a a mi propia casa. Te sentí volver aquella noche, aunque tú ignorases que pensaba en ti y espiaba tu regreso. Al dí a siguiente te estuve observando duran­te media hora mientras jugabas con Adè le en la galerí a. Recuerdo que hací a mal tiempo y no podí ais salir al aire libre. Yo estaba en mi habitació n con la puerta entorna­da, y te veí a y oí a. Noté, pequeñ a Jane, lo paciente y bondadosa que eras con Adè le. Cuando la niñ a se fue, quedaste en la galerí a y te vi contemplar por las venta­nas la nieve que caí a y escuchar el fragor del viento. Tení as una expresió n soñ adora, tus ojos brillaban y de todo tu aspecto trascendí a una dulce excitació n. Todo en ti revelaba que sentí as cantar en tu interior las mú si­cas de la juventud y de la esperanza... La voz de Mrs. Fairfax llamando a un criado te arrancó de tu medita­ció n y ¡ de qué modo sonreí ste! Tu sonrisa parecí a decir: " Mis sueñ os son muy bellos, pero es necesario que re­cuerde que no son reales. En mi alma hay un cielo corri­do y un florido Edé n, pero sé bien que en la realidad debo pisar un duro suelo y soportar el embate de las tempestades que me asaltan. " Bajaste las escaleras y pediste a Mrs. Fairfax que te diera algo que hacer: las cuentas de la casa, o cosa parecida. Me disgusté que de­saparecieras de ante mi vista.

»Esperé con impaciencia que llegara la noche para mandar que fueras a mi presencia. Me parecí a que tu cará cter era distinto al corriente y para comprobarlo de­seaba conocerlo mejor. Entraste en el saló n con un aire a la vez modesto y seguro. Ibas humildemente vestida, como ahora... Encontré tu conversació n original y llena de contrastes. Tus modales eran algo cohibidos, parecí as desconfiada, mostrabas un temperamento exquisito por naturaleza, pero no acostumbrado a la convivencia so­cial. Estabas como temerosa de cometer algú n descuido, pero tu mirada era penetrante y ené rgica, y tus respues­tas fá ciles y prontas. Noté que te acostumbrabas en se­guida a mí, y que existí a una simpatí a entre tú y tu mal­humorado patró n. No mostrabas enojo ni sorpresa por mis salidas de tono y me contemplabas sonriendo de cuando en cuando con una gracia a la vez profunda y sencilla que no acierto a describir. Me sentí contento y animado y decidí seguir tratá ndote. Sin embargo, du­rante mucho tiempo me mantuve distante de ti y te vi pocas veces. Como un epicú reo deseaba experimentar el placer de tu trato con má s intensidad hacié ndolo poco frecuente. Tení a, ademá s, el temor de que, si manosea­ba demasiado la flor, sus pé talos se ajaran, su dulce lo­zaní a se desvaneciera. Ignoraba que no se trataba de una lozaní a momentá nea, como la de una flor, sino de un brillo permanente, como el de una piedra preciosa. Ademá s, deseaba ver si, no buscá ndote, procurabas buscarme tú. Pero no: cuando pasabas a mi lado me de­mostrabas tan poco interé s como era compatible con el respeto. Tu expresió n habitual en aquellos dí as era pen­sativa. No te hallabas abatida, porque no estabas enfer­ma; ni optimista, porque tení as muy pocas esperanzas y ninguna satisfacció n. Yo querí a saber lo que pensabas de mí -y ante todo si pensabas en mí - y pronto averi­gü é que no me engañ aba por la alegrí a de tu mirada y hasta por tus modales cuando conversabas conmigo. Me concedí el placer de ser estimado por ti, y en breve apre­cié que a la estimació n seguí a tu emoció n en mi presen­cia. Tu rostro se suavizaba, se dulcificaba tu acento; mi nombre, pronunciado por tus labios, tomaba sonidos agradables. Me mirabas dudosa, sin saber la causa de que desempeñ ara ante ti el papel de amigo afectuoso. Cada vez que te tendí a la mano, tal rubor y tal expresió n de felicidad acudí an a tus juveniles facciones que habí a de hacer verdaderos esfuerzos para no estrecharte con­tra mi corazó n.

-¡ No me hable de aquellos dí as! -interrumpí, enju­gando algunas furtivas lá grimas.

Sus palabras me atormentaban. Yo sabí a lo que habí a de hacer sin pé rdida de tiempo, y tales recuerdos serví an só lo para convertir en má s difí cil lo que era inevitable realizar.

-Cierto -contestó é l-. ¿ Para qué evocar el pasado cuando el presente es mucho má s seguro y el porvenir mucho má s luminoso?

Me estremecí al oí r aquella frase.

-¿ Comprendes mi caso ahora? -continuó -. Tras una juventud y una madurez pasadas, mitad en una infi­nita miseria y mitad en una soledad infinita, daba, por primera vez, con alguien digno de mi amor, te encontra­ba a ti. Te consideré mi á ngel bueno y un amor ferviente y profundo brotó de mi corazó n. Resolví consagrarte mi vida y hacerte arder en la propia y pura llama que me devoraba a mí.

»Por eso quise casarme contigo. Decirme que ya ten­go una esposa es gastarme una burla cruel, porque lo que tengo, en realidad, es un abominable demonio. Hice mal tratando de ocultarte su existencia, pero lo hice porque conocí a tus prejuicios y deseaba tenerte se­gura antes de aventurarme a tales confidencias. Reco­nozco que fui cobarde, porque debí haber apelado desde el principio a tu magnanimidad y a tu comprensió n como lo hago ahora, describirte las torturas de mi vida, comunicarte, no mi resolució n, porque é sta no es la palabra adecuada, sino mi inclinació n a quererte fiel y honrada­mente, esperando ser correspondido por ti del mismo modo. Só lo despué s de hablarte francamente debí a ha­berte prometido mi fidelidad y pedido la tuya. Pues que lo hago ahora, promé teme tú ahora serme fiel, Jane. Calló. Luego dijo: -¿ Por qué no hablas?

La prueba que yo sufrí a era terrible. Una mano de hierro desgarraba mi alma. ¡ Oh, qué tremendo momen­to, qué esfuerzo, qué lucha conmigo misma! Ninguna mujer habí a sido má s amada que yo lo era, yo idolatraba a quien me amaba así, y era preciso renunciar al amor de mi í dolo... Porque mi deber, mi insoportable deber esta­ba bien claro: debí a partir.

-¿ Has entendido lo que deseo de ti, Jane? Só lo esta promesa: «Seré tuya, Edward».

-No seré suya, Mr. Rochester. Siguió otro largo silencio.

-Jane -comenzó é l, en un tono que me intimidó, porque recordaba el rugido de un leó n-, ¿ quieres decir que te propones seguir un camino distinto al mí o? -Sí.

-¿ Y ahora, Jane? -dijo, incliná ndose hacia mí y abrazá ndome.

-Tambié n.

-¿ Y ahora? -dijo, besando dulcemente mi frente y mis mejillas.

-Tambié n -repuse, librá ndome de sus brazos. -¡ Oh, Jane, esto es doloroso, es inicuo!

-No hay má s remedio.

Bajo sus cejas brilló una terrible mirada. Se incorpo­ró, pero logró dominarse. Me apoyé en una silla para no caer. Estaba espantada, temblorosa, pero no por ello menos decidida.

-Un instante, Jane. Piensa en lo que será mi horrible vida cuando te hayas ido. Contigo se irá toda mi felici­dad. ¿ Qué me quedará? ¡ Esa loca de ahí arriba! ¡ Como si me quedara un cadá ver en el cementerio! ¿ Qué haré? ¿ Dó nde hallaré compañ í a y consuelo?

-Donde yo. En Dios y en usted mismo. Confí e en que volveremos a encontrarnos en el cielo.

-¿ No quieres ayudarme? -No.

-¿ Me condenas a vivir miserablemente y a morir maldito? -exclamó, alzando la voz.

-Le aconsejo que viva librá ndose de pecar y le deseo que muera en paz.

-¿ Me privas del amor puro? ¿ Me obligas a que caiga en la pasió n y en el vicio?

-No hago con usted má s que lo que hago conmigo misma. Todos hemos nacido para sufrir; soportemos el sufrimiento. Antes me olvidará usted a mí que yo a usted.

-Veo que me consideras un embustero. Te digo que me será imposible cambiar y tú me dices que cambiaré muy pronto. ¡ Qué error en tus juicios y cuá nta perversi­dad en tus ideas acredita tu conducta! Para ti vale má s sumir en la desesperació n a un ser humano que transgre­dir una ley meramente convencional sin perjudicar a na­die. ¡ Porque no tienes amigos ni parientes que puedan juzgarte mal si vives conmigo!

Esto era cierto, y al oí rle mi conciencia y mi razó n se rebelaron contra mí, calificando de crimen mi resistencia a escucharle. El sentimiento murmuraba en mi interior: «Piensa en su miseria, piensa en los riesgos a que le expo­nes abandoná ndole, piensa en su desesperació n. Sá lvale, pues, á male y dile que le amas. ¿ Quié n se preocupa de ti en el mundo? ¿ Quié n te pedirá cuenta de tus acciones? »

La ré plica fue inmediata: «Yo me preocupo de mí. Cuanto má s sola, con menos amigos y má s abandonada me encuentre, má s debo cuidar de mi decoro. Respetaré la ley dada por Dios y sancionada por los hombres. Se­guiré los principios que me fueron inculcados cuando estaba en mi plena razó n y no loca, como ahora me sien­to. Las leyes y los principios no son para observarlos cuando no se presenta la ocasió n de romperlos, sino para acordarse de ellos en los momentos de prueba, cuando el cuerpo y el alma se sublevan contra sus rigo­res. La ley y los principios tienen un valor, como siem­pre he creí do, excepto ahora, que estoy perturbada (lo estoy puesto que por mis venas corre fuego y mi corazó n late de un modo tal, que no puedo contener sus latidos). No debo moverme en otro terreno, sino en el seguro de los conceptos admitidos como buenos, en el de las deter­minaciones previstas para casos como é ste. Desenvolvá ­monos, pues, en é l. »

Y lo hice. Rochester lo leyó en mi rostro y su furia desbordó. Asió mi brazo, me cogió por la cintura y me contempló con centelleantes ojos. Desde el punto de vis­ta fí sico, me sentí a impotente, pero me quedaba el alma y é sta tiene, muchas veces, sin darse cuenta, un inté rpre­te en la mirada. Le miré, pues, a la enfurecida faz e involuntariamente suspiré.

-Nunca he visto -rugió é l, rechinando los dientes­nada a la vez tan frá gil y tan indó mito. En mis manos es como una cañ a que puedo romper con los dedos. Pero ¿ qué gano con quebrarla, con aniquilarla? Ahí está su mirada, su mirada resuelta, libre, feroz, triunfante. Con su envoltura carnal puedo hacer lo que quiera, pero lo que habita en ella escapará siempre a mi voluntad. Y es su alma, su alma ené rgica y pura, lo que yo deseo de ella, no só lo su cuerpo. Y esa alma puede venir a mí, apretarse contra mi pecho, emanar de ella como un aro­ma... ¡ Ven, Jane, ven!

Y hablando así, me soltó y se limitó a mirarme. Yo habí a triunfado de su furor; bien podí a, pues, triunfar de su tristeza. Me dirigí a la puerta.

-¿ Te vas, Jane? -Me voy.

-¿ Me abandonas? -Sí.

-¿ No volverá s má s a consolarme? Mi amor, mi do­lor, mi frené tico ruego, ¿ no son nada para ti?

Qué infinito sentimiento habí a en su voz! ¡ Y qué amargo era tener que repetirle firmemente!:

-Me voy. -¡ Jane! -Mr. Rochester.

-Vete, vete si quieres, pero recuerda la angustia en que me dejas. Vete a tu cuarto, medita en cuanto te he dicho, piensa en lo que sufro, piensa en mí, Jane.

Y se dejó caer sobre un sofá, con el rostro entre las manos.

-¡ Oh, Jane, mi esperanza, mi amor, mi vida! -gimió desoladamente, dejando escapar un profundo sollozo. Yo estaba casi en la puerta, pero me volví tan decidi­da como antes me habí a alejado. Me arrodillé junto a é l, volví su rostro hacia mí, le besé en la mejilla y acaricié su cabello.

-Dios le bendiga -dije-. Dios le libre de mal, Dios le pague todo lo bueno que ha sido conmigo.

-El amor de mi Jane era mi ú ltima esperanza -dijo- y sin ella mi corazó n se destrozará. Pero Jane me dará aú n su amor, su amor noble y generoso.

La sangre afluyó a su rostro, sus ojos volvieron a cen­tellear. Se incorporó y trató de abrazarme. Pero pude eludirle y salí de la estancia.

-¡ Adió s! -gimió desesperadamente mi corazó n al abandonarle-. ¡ Adió s para siempre!

No creí a poder dormir aquella noche, pero apenas me acosté me acometió una pesadilla. Me sentí transporta­da a la niñ ez y soñ é en el cuarto rojo de Gateshead. Era una noche oscura y mi mente sentí a extrañ os terrores. La luz que, vista tantos añ os atrá s, me asustara hasta el punto de hacerme desmayar, reaparecí a en mi sueñ o, escalaba los muros y se detení a, temblorosa, en el centro del oscuro artesonado del techo. Alcé la cabeza para mirarla y el techo se convirtió en un mar de altas y som­brí as nubes. Luego entre ellas apareció la luna. Yo la contemplaba como si en su disco hubiese de aparecer grabada alguna sentencia que me concerniese. La luna penetró a travé s de las nubes, descendiendo má s cada vez, mientras una mano misteriosa parecí a apartar los sombrí os vapores. Despué s ya no era la luna, sino una blanca faz humana la que me miraba. Aquella faz me habló, habló a mi alma, y aunque su voz sonaba incon­mensurablemente remota, yo la sentí a cuchichear en mi corazó n.

-Hija mí a, huye de la tentació n. -Lo haré, madre.

Tal fue la respuesta que di al despertar de mi sueñ o. Era de noche aú n, pero las noches de julio son cortas. No mucho má s tarde de medianoche comenzó a albo­rear. «Es hora de comenzar lo que debo hacer», pensé. Me levanté. Me habí a acostado vestida, sin quitarme má s que los zapatos. Busqué en los cajones alguna ropa blanca. Hallé un collarcito de perlas que Rochester me habí a obligado a aceptar dí as antes. Dejé aparte aquel recuerdo de mis fantá sticas bodas: no era mí o. Con lo demá s hice un paquete, guardé en el bolsillo los ú nicos veinte chelines que poseí a, me coloqué mi gorrito y mi chal, cogí el paquete y las zapatillas para andar por la casa sin ruido, y salí cautelosamente del cuarto.

-Adió s, amable Mrs. Fairfax -murmuré cuando pa­saba ante la puerta de su cuarto-. ¡ Adió s, querida Adè le! -añ adí lanzando una mirada a su alcobita.

Era imposible pensar en entrar y abrazarla. Me pro­poní a pasar ante el cuarto de Rochester sin pararme, pero mi corazó n detuvo allí sus latidos y mis pies hubie­ron de detenerse tambié n. Rochester no dormí a. Le sentí pasear por su alcoba, suspirando de vez en cuando. ¡ Y pensar que en aquella habitació n se encerraba el cie­lo para mí! Yo podí a haber entrado y decirle: «Edward: te amo y quiero vivir contigo para siempre. » ¡ Qué bello hubiera sido!

Aquel hombre insomne esperaba sin duda con impa­ciencia la mañ ana. Cuando me enviase a buscar, no me encontrarí a. Se sentirí a despreciado, rechazado su amor, sufrirí a, se desesperarí a quizá... Mi mano avanzó hacia el picaporte. Pero me contuve y descendí apresu­radamente las escaleras.

Busqué en la cocina la llave de la puerta trasera, y la engrasé con aceite. Comí pan y bebí agua, porque acaso necesitarí a caminar largo tiempo. Lo hice todo sin ruido alguno. Abrí y volví a cerrar suavemente. Sobre el patio se extendí a la opaca claridad del todaví a lejano amane­cer. Las verjas estaban cerradas, pero tení an un postigo cerrado simplemente con un picaporte. Pasé el postigo y me hallé fuera de Thornfield.

A campo traviesa alcancé, una milla má s allá, una ca­rretera que seguí a la direcció n contraria a Millcote. Mu­chas veces la habí a visto, pero nunca la recorrí, e ignora­ba a dó nde conducí a. No reflexionaba en nada, no mira­ba hacia atrá s, no pensaba en el pasado ni en lo futuro. El pasado parecí ame una pá gina tan divinamente dulce que leer una sola lí nea de ella hubiera quebrantado mi resolució n. Y el porvenir era una pá gina en blanco, como el mundo despué s del diluvio.

Recorrí campos, senderos y setos hasta despué s de sa­lir el sol. Creo que hací a una hermosa mañ ana de vera­no. Mis zapatos estaban hú medos de rocí o. Pero yo no reparaba en el sol naciente, ni el lí mpido cielo, ni en la naturaleza que despertaba. Quien a travé s de un bello panorama se dirige al cadalso, no repara en las flores que sonrí en en su camino, sino en el patí bulo y la tumba que le esperan. Yo, pues, pensaba en mi situació n, de fugitiva sin hogar, y -¡ oh, con qué angustia! - en lo que dejaba atrá s. Creí a a Rochester en su cuarto, con­templando salir el sol, esperando que yo apareciese para decirle que me quedaba a su lado... Hasta estudié la posibilidad de regresar. No era demasiado tarde: aú n podí a ahorrarle aquella amargura. Mi fuga no debí a ha­ber sido descubierta. Podí a volver sobre mis pasos, con­solarle, librarle de su miseria moral, acaso de su ruina... El pensamiento de su soledad me angustiaba má s que la mí a propia. Comenzaban a cantar los pá jaros en las ra­mas: los pá jaros, fieles a sus parejas, sí mbolo del amor... Dentro de mi corazó n herido, me aborrecí a a mí misma. Ninguna satisfacció n encontraba en la idea de que habí a procedido correctamente para salvar mi deco­ro. Habí a herido y dañ ado a mi querido dueñ o... Me consideré odiosa a mis propios ojos. Sin embargo, no desanduve lo andado. Lloraba incansablemente mien­tras seguí a mi solitario camino. A poco me hundí en una especie de delirio. Una progresiva debilidad invadió mis miembros, me sentí desvanecer y caí. Permanecí tendida algunos minutos, con el rostro contra la hierba. Sentí el temor -o la esperanza- de morir allí, pero al fin me puse en pie y continué mi marcha, má s firmemente re­suelta que nunca a alcanzar el lejano camino.

Cuando llegué a é l hube de sentarme, fatigada, en la cuneta. Sentí ruido de ruedas y vi aproximarse una diligen­cia. Levanté la mano; paró. Pregunté al cochero adó nde se dirigí a. Me dio el nombre de un lugar muy lejano, en el que yo sabí a que Rochester no tení a relaciones. Pregunté cuá nto me cobraba por llevarme allí, y repuso que treinta chelines. Contesté que no poseí a má s de veinte y accedió a transportarme durante un trayecto proporcionado a la suma. Entré en el coche vací o, el cochero cerró la porte­zuela y el vehí culo se puso en marcha.

Amable lector: ¡ ojalá no sientas nunca lo que yo sentí entonces! ¡ Ojalá no llores nunca las ardientes y tumul­tuosas lá grimas que yo lloré en aquella ocasió n! ¡ Ojalá no eleves nunca al cielo una plegaria tan desesperada y angustiosa como la que entonces brotó de mis labios! ¡ Ojalá no te veas nunca en el caso de ser instrumento del dolor de aquel a quien amas, como me sucedí a a mí!

 

XXVIII

Han pasado dos dí as. Es una tarde de verano. El co­che me ha dejado en un lugar llamado Whitcross, ya que la cantidad pagada no alcanzaba para transportar má s adelante y yo no poseí a ni otro chelí n siquiera. Ahora la diligencia se encuentra a una milla de mí y yo me hallo sola. En este momento descubro que he olvidado mi pa­quete en la valija del cochero, donde lo habí a colocado para mayor seguridad. Y, puesto que allí está, no hay má s remedio que dejarlo continuar allí.

Whitcross no es una ciudad ni una aldea, sino un sim­ple poste indicador colocado en la confluencia de cuatro caminos y enyesado de blanco, supongo que para poder­lo reconocer en la oscuridad. De aquel poste salen cua­tro brazos que señ alan cuatro distintas direcciones. La població n má s pró xima dista diez millas; la má s lejana, veinte, segú n se lee en los brazos indicadores. Por los muy conocidos nombres de aquellas ciudades, compren­dí que me hallaba en un condado del Norte. La comarca estaba rodeada de montañ as y a mi alrededor se exten­dí an grandes pá ramos y pantanos. La població n debí a de ser poco densa; escasos viajeros recorrí an aquellos caminos. Pero si alguno pasaba, ningú n interé s tení a yo en que me viera, ya que todos se hubieran maravillado de encontrarme perdida y sin sitio alguno al que ir, al lado de un poste indicador, en un camino. Quizá me preguntaran, yo acaso no supiera qué responder, y era probable que se extrañ asen y sospecharan de mí. Ningu­na ayuda humana cabí a esperar, nadie que me viera me dedicarí a un pensamiento amable o un buen deseo. No tení a otro amigo que la madre de todos: la naturaleza, y de ella ú nicamente debí a solicitar calor y abrigo.

Me interné entre los matorrales y a poco mis pies se hundieron en el cieno de un pantano. Retrocedí y, en­contrando un saliente propicio en una roca de granito, me senté en é l. Las má rgenes del pantano me rodeaban, la roca protegí a mi cabeza y el cielo cubrí a todas las cosas.

Pasó tiempo antes de que me sintiese tranquila, por­que temí a que merodeasen por allí animales peligrosos, o que me descubriera algú n cazador, furtivo o no. Si soplaba el viento, se me figuraba el bramido de un toro; si alguna cerceta levantaba el vuelo a lo lejos, confundí a su figura con la sombra de un hombre. Al fin, viendo que mis temores eran infundados y que reinaba la sole­dad en torno mí o, recobré la confianza. Hasta entonces no habí a pensado en nada, limitá ndome a ver, temer y escuchar. Pero ahora comenzaba a reflexionar de nuevo.

¿ Qué hacer? ¿ Adó nde ir? ¡ Aterradoras preguntas! Tal vez la má s cercana morada humana estuviera a ma­yor distancia de la que mis debilitadas fuerzas pudieran recorrer. Habí a de apelar a la frí a caridad para lograr un albergue, corriendo el riesgo de tropezar con una repul­sa casi cierta y aun con otros peligros.

Toqué una mata de brezo. Todaví a estaba caliente del sol que durante el dí a de verano la habí a besado. En el cielo sereno una estrella titilaba precisamente sobre mí. Caí a un ligero rocí o; no soplaba el viento. La naturaleza me pareció benigna y bondadosa para conmigo y pensé que, si de los hombres no me cabí a esperar sino repulsas o insultos, en ella podí a encontrar apoyo y abrigo. Al menos por una noche, debí a ser su hué sped: como ma­dre mí a que era, me darí a alojamiento sin cobrá rmelo. Yo tení a aú n un pedazo de pan, resto de una cantidad que comprara en una població n que habí amos atravesa­do, con un penique olvidado que encontré en mi bolsi­llo. Entre los matorrales veí anse, aquí y allá, ará ndanos maduros. Cogí un puñ ado y los comí con el pan. El agu­do apetito que un momento antes sentí a se apaciguó, ya que no se satisficiera, con aquella eremí tica colació n. Despué s de comer recité una plegaria, y me dispuse a acostarme.

La hierba crecí a muy alto junto a la roca. Me tendí en ella colocando sobre mí, a guisa de manta, mi chal do­blado y apoyando la cabeza en una pequeñ a protuberan­cia del suelo. Instalada así no sentí, al menos al principio de la noche, frí o alguno.

Hubiera, pues, podido hallarme bastante a gusto, a no ser por el dolor de mi corazó n. Las heridas de mi alma volví an a abrirse. Sufrí a por Rochester, experimentaba por é l una amarga tristeza, y mi corazó n, impotente como un pá jaro con las alas rotas, gemí a y se despedaza­ba en su vano deseo de prestarle ayuda.

Mis sombrí os pensamientos me impedí an dormir. Me incorporé. Era de noche ya, una noche serena que aleja­ba del alma todo temor. Brillaban en el cielo las estre­llas. La presencia de Dios es sensible en todas partes, pero nunca tanto como cuando contemplamos sus má ximas obras. En aquella serena noche, en aquel cielo des­pejado en que giraban, silentes, los infinitos mundos creados por É l, se experimentaba má s que nunca su infi­nitud, su omnipotencia, su omnipresencia. Rogué por Rochester. Mientras lo hací a, mis ojos llorosos contem­plaron la Ví a Lá ctea. Pensando en los incontables mun­dos que encerraba aquella vaga bruma luminosa, sentí el infinito poder de Dios, comprendí que podrí a salvar a quien É l quisiera, que nada era perecedero, que ni un alma tan só lo podí a perderse. Mi plegaria se convirtió en acció n de gracias, al recordar que el Padre de todas las cosas habí a sido tambié n nuestro Salvador. Rochester serí a salvado porque era de Dios y Dios le preservarí a. Volví a acurrucarme en el suelo y me dormí, olvidada toda la angustia.

Al dí a siguiente, la necesidad, pá lida y descarnada, apareció ante mí. Mucho despué s de que los pá jaros abandonaran sus nidos en busca de alimento, mucho despué s de que la aurora apareciera en Oriente y libara, como dulce miel, el rocí o que cubrí a la maleza, cuando las sombras de la madrugada se habí an disipado hací a largo rato y el sol iluminaba ya cielos y tierra, me des­perté y, levantá ndome, miré en torno mí o.

El dí a era magní fico y cá lido. El pá ramo circundante parecí a un dorado desierto, en el que yo hubiera desea­do vivir para siempre. Todo esplendí a al sol. Un lagarto trepaba por la roca y una abeja volaba sobre los ará nda­nos. Habrí a deseado convertirme en lagarto o en abeja, residir allí, encontrar en aquella edad refugio y alimen­to. Pero era un ser humano y los humanos tenemos otras necesidades. No podí a quedarme donde estaba. Miré el improvisado lecho que acababa de abandonar. Desespe­ranzada como estaba respecto al futuro, no habrí a de­seado cosa mejor sino que el Creador hubiese arrebata­do aquella noche mi alma de mi cuerpo, evitá ndome una ulterior lucha con el destino. No era así: viví a, con todas las amarguras, luchas y responsabilidades que ello im­plicaba. Era preciso cargar con la vida como con un pe­sado fardo, proveer a mis necesidades, soportar los sufrimientos, afrontar mis obligaciones. Me puse en camino.

Una vez en Whitcross, seguí una carretera donde daba el sol, alto y cá lido ya. Ninguna otra circunstancia influyó en la elecció n de ruta. Anduve largo tiempo. Cuando, al fin, fatigada, me senté en una piedra, oí cerca de mí repi­car una campana, la campana de una iglesia.

Miré hacia donde la campana sonaba y, entre pinto­rescas colinas, distinguí una aldea y un campanario. A mi derecha se extendí a un valle cubierto de prados, mai­zales y bosques. Un arroyo zigzagueaba entre á rboles, praderas y campos de cereal. Una carreta pesadamente cargada subí a la colina y, no lejos, pastaban dos vacas, vigiladas por su pastor.

A cosa de las dos, entré en la aldea. A la entrada de una de sus calles habí a una tiendecita en cuyo escaparate se exhibí an varios panecillos. Deseé uno de ellos con verdadera codicia. Pensaba que comié ndolo adquirirí a energí as, sin las cuales me serí a difí cil continuar adelan­te. El deseo de readquirir mi fuerza y mi vigor habí a renacido en mí en cuanto me hallé en contacto con mis semejantes. Hubiera sido muy degradante desmayarme de inanició n en la calle de una aldea. ¿ No llevaba nada sobre mí que ofrecer a cambio de uno de aquellos panecillos? Medité. Poseí a un pañ olito de seda, puesto al cuello, y los guantes. Muy duro era hablar a nadie del extremo de necesidad en que me encontraba, y muy probablemente nadie querrí a aquellas pobres prendas, pero resolví intentarlo.

Entré en la tienda. En ella habí a una mujer. Viendo a una persona decentemente vestida, una señ ora como sin duda supuso, avanzó atentamente hacia mí. ¿ En qué po­dí a servirme?, se apresuró a preguntar. La vergü enza me invadió, no acertaba a decir las palabras que habí a preparado y comprendí, ademá s, lo absurdo de la pro­posició n que iba a hacer. Le pedí, pues, solamente per­miso para sentarme unos minutos, porque me hallaba fatigada. Disgustada al ver que su supuesta cliente no era tal, accedió frí amente a mi ruego, señ alá ndome una silla. Sentí ganas de llorar, pero, comprendiendo lo inoportuno de tal manifestació n, me contuve. Luego le pre­gunté si en el pueblo habí a alguna costurera.

-Sí, dos o tres. Las necesarias para la aldea. Reflexioné. Me hallaba cara a cara con la necesidad, sin recursos, sin un amigo. Era preciso hacer algo. ¿ Qué? Lo que fuera. Pero ¿ dó nde?

-¿ Conoce a alguna persona de la vecindad que nece­site criada?

-No.

-¿ Cuá l es la industria principal de aquí? ¿ A qué se dedica la gente?

-Muchos son labradores y otros trabajan en la fá bri­ca de agujas de Mr. Oliver.

-¿ Emplea mujeres Mr. Oliver? -No; só lo hombres.

-¿ Pues qué hacen las mujeres de este lugar?

-No sé -contestó -. Unas una cosa, otras otra... Los pobres se arreglan siempre como pueden.

Parecí a molesta por mis preguntas. Ademá s, ¿ qué de­recho tení a yo a importunarla? Luego entraron algunos vecinos. Mi silla era necesaria. Me despedí.

Recorrí la calle mirando a derecha e izquierda cuantas casas encontraba, pero sin hallar pretexto para entrar en ninguna. Vagué por el pueblo má s de una hora. Exhaus­ta, experimentando la imperiosa necesidad de comer, me senté al borde de un sendero y allí permanecí largo rato. Luego me levanté y me dirigí hacia una linda casita, con un jardí n delante, que se hallaba al final del ca­mino. ¿ Para qué me aproximaba a aquella blanca puer­ta, ni qué interé s habí an de tener sus habitantes en ser­virme? Sin embargo, llamé. Una mujer joven, de agra­dable apariencia, muy limpia, me abrió. Con la voz que puede suponerse en una persona desfallecida y desespe­rada le pregunté si necesitaban por casualidad una sir­viente.

-No -dijo-; no la necesitamos.

-¿ Sabe si me serí a posible encontrar alguna clase de trabajo aquí -volví a preguntar-. Soy forastera, no co­nozco a nadie. Necesito trabajar, sea en lo que fuere.

Pero ella no tení a por qué ocuparse de mí, ni buscar­me un empleo, ni a sus ojos podí a aparecer mi relato, situació n y cará cter sino como muy dudosos. Movió la cabeza, dijo que no podí a informarme y cerró la puerta blanca. Con toda cortesí a, pero la cerró. Si la hubiese tenido abierta un instante má s, creo que le habrí a pedi­do un poco de pan, porque me sentí a desfallecida.

¿ A qué volver al só rdido villorrio, donde ninguna perspectiva de ayuda se divisaba? Hubiera sido mejor dirigirme a un bosquecillo cercano, que se mostraba ante mis ojos brindá ndome un apetecible refugio, pero me hallaba tan dé bil, tan extenuada, que rondaba por instinto en torno a los sitios donde existí a alguna posibi­lidad de hallar alimento. Imposible buscar la soledad mientras el buitre del hambre me clavaba tan cruelmen­te sus garras.

Me aproximé a las casas, me alejé de ellas, volví a aproximarme de nuevo, y de nuevo me alejé, compren­diendo que no tení a derecho alguno a pedir nada ni a que nadie se interesase por mí. La tarde avanzaba mien­tras yo erraba de aquel modo, como un perro extraviado y hambriento. Al cruzar un prado divisé ante mí la torre de la iglesia y me dirigí hacia ella. Cerca del cementerio, en medio de un jardí n, habí a una agradable casita, que no dudé que serí a la del pá rroco. Recordé que los foras­teros que llegan a un lugar donde no conocen a nadie, acuden a veces a los pá rrocos para pedir su ayuda. Y la misió n de un sacerdote es socorrer, al menos con su con­sejo, a los que soliciten su auxilio. Reuniendo, pues, todo mi valor y mis dé biles fuerzas, llegué a la casa y llamé a la puerta de la cocina. Abrió una anciana. Le pregunté por el pá rroco.

-No está -dijo. -¿ Volverá pronto?

-No. Está a tres millas de aquí, en Marsh End, adon­de le han llamado por haber muerto su padre sú bita­mente. Lo probable es que pase allá quince dí as.

-¿ Hay alguna señ ora en la casa?

Contestó que no habí a nadie sino ella, y a ella, lector, no fui capaz de pedirle lo que necesitaba. Otra vez, pues, comencé a errar. Me quité el pañ uelo que llevaba al cuello. Habí a vuelto a pensar en los panecillos de la tiendecita. ¡ Oh, qué terrible tormento es el hambre! De nuevo me dirigí a la aldea, de nuevo entré en la tienda y, aunque habí a otras personas, dije a la tendera que si querí a darme un panecillo a cambio de aquel pañ uelo. Me miró con evidentes sospechas. -No; nunca hago tratos de esa clase.

Casi desesperada, le rogué que me diese siquiera me­dio panecillo. Se negó tambié n. ¿ Qué sabí a dó nde habí a cogido yo el pañ uelo?, insinuó.

-¿ Quiere mis guantes a cambio? -No. ¿ Qué voy a hacer con ellos?

No es agradable insistir en estos detalles. Segú n algu­nas personas, complace evocar los recuerdos penosos, pero a mí hoy me es insoportable revivir los tiempos que relato. Aquel rebajamiento moral, unido al sufrimiento fí sico, fue demasiado doloroso para mí. No censuro a ninguno de los que se negaron entonces a ayudarme. Si un pordiosero vulgar suele inspirar sospechas, un por­diosero bien vestido las inspira siempre. Verdad es que lo que yo pedí a era trabajo, pero ¿ có mo iban a preocu­parse de tal cosa personas que me veí an por primera vez? La mujer que no quiso cambiar un panecillo por mi pañ uelo de seda tení a derecho a hacerlo si el cambio le parecí a ventajoso o la oferta extrañ a.

Poco antes de oscurecer pasé ante una granja. El granjero, a la puerta, estaba cenando pan y queso. Me detuve y le dije:

-¿ Quiere darme un poco de pan? Estoy hambrienta. Me miró asombrado y, sin contestar, cortó una delga­da rebanada de pan y me la tendió. No creo que me considerase una pordiosera, sino má s bien una señ ora extravagante, que sentí a el capricho de probar su pan moreno. En cuanto estuve a alguna distancia, me senté y comí el pan.

No teniendo esperanza de dormir bajo techado, pensé que debí a dirigirme al bosque a que antes aludí. Pero mi descanso fue frecuentemente interrumpido. El suelo era duro, el aire frí o y a menudo pasaban intrusos cerca de mí, y tení a que cambiar de sitio. Hacia la mañ ana empe­zó a llover y durante todo el dí a hubo mucha humedad. No me pidas, lector, un relato minucioso de aquella jor­nada. Como la anterior, anduve buscando trabajo, y como la anterior fui rechazada siempre. Como la anterior, me sentí extenuada, y como la anterior pude comer algo. Pasando a la puerta de una casita, vi a una niñ a echando restos de potaje frí o en una gamella de las que se usan para los cerdos. Le dije:

-¿ Quieres darme eso?

-¡ Madre! -gritó la niñ a-. ¡ Aquí hay una mujer que quiere el potaje!

-Si es una mendiga, dá selo -contestó una voz desde dentro-. El cerdo está harto.

La niñ a me entregó el recipiente y devoré su conteni­do con ansia.

Al caer del hú medo crepú sculo me detuve al borde de un sendero por el que caminaba sin objeto hací a má s de una hora.

«Me faltan las fuerzas -monologué - y no podré se­guir mucho má s adelante. ¿ Có mo pasar la noche? ¿ Con la cabeza sobre el duro suelo mientras la lluvia me cala?, no obstante, no puedo hacer otra cosa, porque nadie me darí a hospitalidad. Pero es de temer, dada mi postra­ció n, mi abatimiento y mi desesperanza, que me muera esta noche. Despué s de todo, ¿ por qué no hacerme a la idea de morir? ¿ Por qué esforzarse en prolongar una vida inú til? ¡ Má s no! ¡ Debo vivir, porque Edward vive o creo que vive! No debo dejarme morir de hambre y de frí o. ¡ Oh, Dios mí o, ayú dame, ayú dame un poco má s! »

Mis ojos contemplaron el sombrí o y brumoso paisaje. Estaba lejos de la aldea y é sta no se distinguí a ya. Los campos cultivados de sus cercaní as habí an desaparecido. A lo largo de atajos y senderos habí a llegado otra vez a las cercaní as de la zona pantanosa y en mi torno só lo se divisaban mí seros prados, casi tan silvestres y á ridos como el pá ramo mismo.

«Mejor serí a morir ahí que en una calle o en un cami­no frecuentado -pensé -. Prefiero que los cuervos, si los hay en la comarca, devoren mis restos, que no que é stos desciendan, en un ataú d de caridad, al fondo de la fosa comú n. »

Me hallaba a la sazó n en pleno pá ramo. Los musgos y juncos que crecí an en las cié nagas se distinguí an por su color verde del oscuro de los matorrales que cubrí an los lugares donde el suelo formaba una superficie só lida. A mis ojos aquella gradació n de matices se presentaba só lo en forma de luces y sombras, ya que el dí a se habí a desvanecido.

Oteando el desolado paisaje me pareció ver brillar una luz a lo lejos. La juzgué un fuego fatuo y creí que se desvanecerí a en seguida. Má s la luz no se moví a. «¿ Será una hoguera? », me pregunté. Pero no aumentaba ni dis­minuí a de tamañ o, por lo que deduje que podrí a ser la luz de una casa, aunque tan lejana que no habrí a podido alcanzarla, ni me hubiera servido de nada llamar a su puerta, puesto que seguramente me la hubieran cerra­do, como las demá s.

Me tendí en el mismo lugar en que me hallaba, rostro a tierra. El aire de la noche soplaba sobre mí y se perdí a a lo lejos. A poco empezó a llover y el agua me caló hasta los huesos. Me incorporé.

La luz continuaba brillando, mortecina, pero constan­te, a travé s de la lluvia. Comencé a andar, con fatigados pies, en aquella direcció n. Hube de atravesar un cenagal que hubiera sido impracticable en invierno. Dos veces caí, pero ambas volví a levantarme y a caminar hacia aquella luz, ú ltima esperanza mí a.

Cruzada la cié naga, distinguí una faja blanca que atra­vesaba el pá ramo. Me acerqué: era un camino. La luz brillaba, al parecer, en una especie de otero entre pinos, que se entreveí an confusamente entre las tinieblas. Mi estrella se desvaneció al acercarme. Sin duda se habí a interpuesto entre ella y yo algú n obstá culo. Extendí la mano y toqué un muro bajo y tras é l un alto seto. Lo seguí, hasta dar con un postigo, que giró sobre sus goz­nes al empujarlo.

Pasado el postigo, la silueta de una casa se elevó ante mí. Era baja, oscura y bastante grande. Al presente no se veí a en ella luz alguna. ¿ Se habrí an acostado sus moradores? Buscando la puerta, doblé un á ngulo del edifi­cio y volví a distinguir la anhelada luz brotando de una ventanita enrejada, pequeñ a y que lo parecí a má s aú n porque la ocultaba en parte la hiedra que revestí a el muro de aquella parte de la casa. Las ventanas no tení an cortina y, a travé s de sus cristales, pude ver el interior. Era una estancia muy limpia, de suelo de tierra apisona­da, con un aparador de nogal sobre el que habí a coloca­das varias filas de platos de peltre, en los que se refleja­ba el resplandor de un buen fuego de turba. Vi un reloj, una mesa blanca, varias sillas... La vela que fuera mi guí a en la oscuridad se hallaba sobre la mesa y a su luz una mujer, tosca, pero tan limpia como cuanto la rodea­ba, hací a calceta.

Todo aquello no tení a nada de extraordinario. Pero junto al fuego habí a algo má s: dos jó venes, evidente­mente dos señ oritas, vestidas de luto, sentadas, una en una mecedora baja y otra en un taburete. Un gran perro de caza apoyaba su maciza cabeza en las rodillas de una de las muchachas y un gato negro dormí a en el regazo de la otra.

¡ Extrañ o lugar era aquella humilde cocina para las dos exquisitas jó venes que la ocupaban! Con toda certeza, no eran hijas de la mujer sentada a la mesa, porque tení an tanto de delicadas y distinguidas como ella de rú stica. Ja­má s habí a visto rostros como los de aquellas mujeres. No cabe llamarlas hermosas, porque eran demasiado graves, pá lidas y pensativas para aplicarles tal adjetivo. Cada una tení a en la mano un tomito y en una mesa entre las dos habí a otra vela y dos gruesos volú menes, que de vez en cuando consultaban, compará ndolo con el texto de sus li­bros respectivos, como se hace cuando se traduce. Todo transcurrí a en tan hondo silencio como si aquellos seres fueran sombras y el conjunto un cuadro, hasta el punto de que yo podí a percibir el chisporroteo de la lumbre, el tictac del reloj y el choque de las agujas con que la mujer hací a calceta. Al fin una voz rompió el silencio:

-Escucha, Diana -dijo una de las absortas lecto­ras-. Franz y el viejo Daniel se hallaban juntos esta noche y Franz está contando un sueñ o del que ha des­pertado aterrorizado. Oye...

Y leyó, en voz baja, algo ininteligible para mí: ni fran­cé s ni latí n. Si era griego, alemá n u otro idioma, imposi­ble saberlo.

-Es muy ené rgico -dijo al terminar-. Me gusta mucho.

La otra muchacha, mirando al fuego, repitió una lí nea de las que le habí an sido leí das. Má s tarde supe de qué libro se trataba. Citaré, pues, lo que ella repitió, aunque entonces me fue del todo incomprensible:

-Da trat hervor Einer, anzusehen wie di Sternen Nacht. ¡ Muy bien! -exclamó, abriendo mucho sus os­curos y profundos ojos-. ¡ Cuá nto me gusta! Una sola lí nea de é stas vale por cien pá ginas de prosa rebuscada. Ich wä ge die Gedanken in der Schale meines Zornes un die Werke mit dem Gewichte meines Grimms...

Ambas callaron de nuevo.

-¿ Existe algú n paí s donde hablen de ese modo? -les preguntó la anciana.

-Sí, Hannah: un paí s mayor que Inglaterra.

-¡ No sé có mo pueden entenderse! Si viniera aquí uno de los que hablan así, ¿ le entenderí an ustedes? -Algo de lo que dijera, sí, pero todo no, porque no somos lo inteligentes que usted cree, Hannah. No habla­mos alemá n ni somos capaces de leerlo sin ayuda del diccionario.

-¿ Y para qué sirve estudiar eso?

-Nos proponemos aprenderlo mejor y entonces po­dremos ganar má s dinero del que ganamos ahora. -Eso está bien. Pero dé jense ya de estudiar. Basta por hoy.

-Sí. Yo estoy fatigada. ¿ Y tú, Mary?

-Mucho. Es muy trabajoso aprender sin profesor, só lo con el diccionario.

-Y sobre todo un lenguaje como este admirable ale­má n... Oye, ¿ có mo no habrá vuelto John todaví a? -No tardará. Son las diez en punto-dijo la interpe­lada, mirando su relojito de oro-. Y está lloviendo. Hannah, ¿ quiere tener la bondad de mirar có mo está el fuego del saló n?

La mujer abrió una puerta, desapareció por un pasi­llo, la sentí atizar la lumbre. Luego reapareció.

-¡ Ay, niñ as -dijo al volver-, qué pena me da en­trar en ese cuarto y ver aquel silló n vací o!

Se secó los ojos con el delantal. Las dos muchachas se entristecieron.

-¡ Pero ahora está en otro mundo mejor! -continuó Hannah-. Má s vale que se encuentre allí. ¡ Todos qui­sié ramos morir tan serenamente como é l!

-¿ No le habló de nosotros antes de fallecer? -inqui­rió una de las jó venes.

-No tuvo tiempo. Su pobre padre se habí a sentido un poco mal el dí a antes, pero no le dio importancia, y cuando el señ orito John le preguntó si querí a que enviase a buscar a una de ustedes, se puso a reí r. Al dí a siguiente -hoy hace quince- volvió a sentir dolor de ca­beza. Se durmió y no despertó má s. Cuando el hermano de ustedes entró en la habitació n, le encontró ya rí gido.

La vieja sirvienta, en el dialecto de la regió n, se ex­tendió en consideraciones familiares, asegurando que Mary era el vivo retrato de su difunta madre y Diana má s parecida a su padre, cosa que para mí resultaba in­comprensible, pues las dos muchachas me parecí an casi idé nticas. Ambas eran esbeltas y bellas, ambas distin­guidas, ambas tení an aspecto de muy inteligentes. Cier­to que el cabello de una era algo má s oscuro que el de la otra y que se lo peinaban de modo diferente: Mary, liso y con rayas; Diana, con tirabuzones.

El reloj dio las diez.

-Supongo -observó Hannah- que en cuanto venga su hermano deseará n cenar.

Y comenzó a preparar la cena. Las muchachas se fue­ron, probablemente al saló n. Hasta entonces yo habí a estado tan atenta a observarlas, y tanto me habí an inte­resado, que incluso me olvidé de mí misma. Pero ahora me acordé de mí, y mi situació n, por el contraste, se me presentó má s desolada y desesperada que nunca. Impo­sible impresionar a los moradores de la casa con el relato de lo que me sucedí a; no me creerí an, no me concede­rí an albergue... Así pensaba mientras, vacilante, llama­ba a la puerta. Hannah abrió.

-¿ Qué desea? -inquirió, sorprendida, examiná ndo­me a la luz de la bují a que llevaba en la mano. -¿ Puedo hablar a una de las señ oritas? -pregunté. -Mejor será que me diga a mí lo que fuera a decirles a ellas.

-Soy forastera...

-¿ Y qué hace por aquí a estas horas?

-Quisiera que me dieran albergue por esta noche, en el pajar o donde sea, y un poco de pan.

En el rostro de Hannah se pintó la expresió n de con­trariedad que yo temí a y aguardaba.

-Le daré pan-dijo, tras una pausa-, pero albergue no es posible.

-Dé jeme hablar con sus señ oritas.

-No. ¿ Qué van ellas a remediarle? ¡ Y le aconsejo que no vagabundee por acá!

-¿ Y qué voy a hacer si me hecha usted? ¿ Qué haré? -¡ Ya sabe usted muy bien adó nde ir y qué hacer! ¡ Ea, tome un penique y vá yase!

-¿ Para qué quiero un penique? ¡ Si no tengo ni fuer­zas para moverme! ¡ No cierre, no cierre, por amor de Dios!

-Tengo que cerrar. Está entrando la lluvia. -Hable a las señ oritas, presé nteme a ellas.

-No quiero. No es usted una mujer como debe. No alborote. Vá yase.

-¡ Me moriré si me quedo esta noche al aire libre! -No. Seguramente la mandan a usted algunos saltea­dores, para averiguar el modo de robar la casa. Pero ya puede decirles que aquí hay un hombre, perros y esco­petas.

Y la honrada, pero inflexible sirvienta, cerró la puerta.

Un sufrimiento inmenso, una desesperació n infinita colmaron mi corazó n. No pude dar un solo paso. Me senté en el peldañ o de la puerta, con los pies sobre el suelo mojado, junté las manos y lloré con angustia. ¡ Oh, el espectro de la muerte, la visió n de la ú ltima hora que se aproxima con todos sus horrores! Má s, al fin, pude recuperar mi presencia de á nimo.

-Despué s de todo, bien puedo morir -dije-. Creo en Dios y aguardaré resignada que se cumpla su vo­luntad.

No só lo habí a pensado aquellas palabras, sino que mis labios las habí an pronunciado en alta voz.

-Todos hemos de morir -murmuró una voz muy pró xima a mí -, pero no todos está n condenados a pere­cer prematuramente de necesidad, como podrí a haberle sucedido a usted al pie de esta puerta.  

-¿ Quié n o qué es lo que me habla así? -exclamé, aterrorizada. No contaba ya con la posibilidad alguna de ayuda de nadie.

Junto a mí habí a una figura que mis sentidos debili­tados y la oscuridad de la noche no me permití an dis­tinguir bien. El recié n llegado llamó fuertemente a la puerta.

-¿ Es usted, señ orito John? -preguntó Hannah. -Sí. Abra pronto.

-¡ Debe usted llegar calado y muerto de frí o! ¡ Hay que ver la noche que hace! Entre; sus hermanas está n preocupadas por usted y deben rondar malas gentes por los contornos. Ha estado una mendiga que... ¡ Ah, si no se ha ido aú n! ¡ Lá rguese!

-¡ Chist, Hannah! Tengo que hablarla. Usted ha cumplido su deber echá ndola y yo cumplo con el mí o admitié ndola. Yo estaba cerca de ustedes y las he oí do hablar. Me parece que é ste es un caso especial. Joven: levá ntese y entre.

Le obedecí, no sin dificultad. Me hallé en la agradable cocina, junto al fuego, bien consciente del maltratado y lamentable aspecto que debí a presentar. Las dos jó ­venes, su hermano y la criada me contemplaban con atenció n.

-¿ Quié n es, John? -oí preguntar a una de las her­manas.

-No sé. La he hallado a la puerta. -Está muy pá lida-dijo Hannah.

-Pá lida como la muerte. Sentadla. Va a caerse si no. Y, en efecto, se me iba la cabeza, y hubiera caí do a no habé rseme ofrecido oportunamente una silla. Aú n conservaba el sentido, pero no podí a hablar.

-Quizá le siente bien un poco de agua. Trá igala, Hannah. ¡ Qué delgada y qué lí vida está!

-Parece un espectro.

-¿ Estará enferma o famé lica tan só lo?

-Creo que só lo famé lica. Hannah: deme pan y leche. Diana -la reconocí por sus largos tirabuzones al in­clinarse sobre mí - partió un trozo de pan, lo mojó en leche y me lo puso en los labios. En su rostro, muy pró ­ximo al mí o, leí simpatí a y compasió n. En las palabras que me dirigió habí a una emoció n afectuosa:

-Pruebe a comer.

-Sí, pruebe -repitió Mary, mientras me quitaba el gorrito.

Y probé, en efecto, lo que me ofrecí an. Primero con timidez, luego con ansia.

-No le deis mucho de primera intenció n -indicó su hermano-. Por ahora es bastante.

Y retiró la taza de leche y el plato de pan.

-Un poco má s, John, por favor. ¿ No ves el hambre que tiene?

-No, hermana, ahora no. Si puede hablar, pregun­tadla su nombre.

-Jane Elliott -contesté. Habí a resuelto usar un nom­bre supuesto para evitar que me descubriesen. -¿ Dó nde vive usted?

Callé.

-¿ Podemos enviar a buscar a sus parientes? Denegué con la cabeza.

-¿ Qué puede decirnos de sí misma?

Desde que habí a cruzado el umbral de aquella casa y me sentí a entre mis semejantes volví a a ser la de siem­pre. Dejaba de obrar como una mendiga y recuperaba mi cará cter natural. Incapaz de detallar mi situació n, porque me sentí a muy dé bil, repuse:

-No me siento con fuerzas para explicarme por esta noche.

-Y entonces, ¿ qué desea usted de mí? Diana tomó la palabra:

-¡ No supondrá usted que creemos haberla prestado toda la ayuda que necesita y que vamos a dejarla mar­char en esta noche de lluvia!

La miré. En su rostro se pintaban, a la vez, bondad y la energí a. Me animé y repuse con una sonrisa. -Deseo decirles la verdad sobre mí. Estoy segura de que, aunque fuera un perro perdido, no tendrí a usted valor para echarme fuera en una noche como é sta. No lo temo, pues. Hagan lo que quieran conmigo, pero les ruego que no me fuercen a hablar mucho hoy, porque me falta el aliento.

Los tres me miraron en silencio.

-Hannah -dijo John, al fin-. Dé jela ahí sentada y no le pregunte nada por ahora. De aquí a diez minutos dele el resto del pan y la leche. Nosotros vamos al saló n para hablar de esto.

Se fueron. Una de las jó venes volvió al poco rato. No sé cuá l de las dos. Una especie de agradable entumecimiento me poseí a mientras me hallaba sentada junto al magní fico fuego. La muchacha, en voz baja, dio instrucciones a Han­nah. É sta me ayudó a subir una escalera, me despojé de mis ropas empapadas y un lecho seco y cá lido me acogió. Di gracias a Dios, y me dormí con la impresió n de que un rayo de luz disipaba las tinieblas de mi desventura.

 

XXIX

El recuerdo de lo que sucedió durante los tres dí as y tres noches siguientes permanece muy oscuro en mi me­moria. Apenas me acuerdo de nada, porque nada hací a, ni en casi nada pensaba. Sé que estaba en un cuarto pe­queñ o y en una cama estrecha. Permanecí a en ella in­mó vil como una piedra, sin poderme volver siquiera y sin apenas reparar en el transcurso del tiempo. Notaba que entraban y salí an personas en la alcoba, podí a decir quié nes eran y oí a lo que me hablaban, pero no podí a contestarles, porque me era imposible abrir los labios ni mover los miembros. Hannah, la criada, era quien me visitaba con má s frecuencia. Su presencia me disgustaba comprendiendo que ella habrí a preferido verme mar­char y que sentí a prevenció n contra mí. Diana y Mary entraban en la alcoba una o dos veces al dí a. A veces les oí a comentar:

-Hicimos bien en acogerla.

-Sí, porque de lo contrario hubiese aparecido muer­ta en el umbral al dí a siguiente. ¿ Qué le habrá sucedido? -Azares de la vida, supongo... ¡ Pobrecita!

-No parece una persona ineducada. Habla con co­rrecció n y las ropas que se quitó eran bastante finas. -Su cara es agradable, a pesar de lo demacrada que está. Imagino que, sana y animada, debe tener un aspec­to muy agradable.

Nunca les oí lamentar la hospitalidad que me conce­dí an ni expresar hacia mí sospecha alguna. Aquello me consolaba.

John apareció só lo una vez, me examinó y dijo que mi estado era la consecuencia natural de una excesiva fati­ga. Juzgó innecesario llamar al mé dico, asegurando que la naturaleza obrarí a por sí misma; que habí a sufrido un fuerte trastorno nervioso y que en cuanto reaccionase me repondrí a muy de prisa. Habló en té rminos concisos, añ adiendo, tras una pausa, con tono de hombre poco acostumbrado a expansiones verbales:

-Su semblante es poco vulgar y por cierto no el de un ser degradado.

-Nada de eso -dijo Diana-. A decir verdad, John, quisiera que pudié semos favorecerla de un modo má s eficiente.

-Eso quizá sea difí cil -repuso é l-. Probablemente averiguaremos que es una joven que ha tenido alguna riñ a con sus parientes e irreflexivamente les ha abando­nado. Tal vez consigamos hacerla volver con ellos, si no es muy obstinada. Mas por la expresió n de su rostro me parece que no debe de tener nada de dó cil -y agregó, tras contemplarme unos minutos-: Debe de ser inteli­gente, pero no tiene nada de guapa.

-Está enferma, John.

-Enferma o no, no debe de ser guapa nunca. La gra­cia y la belleza me parecen ausentes de sus facciones. Al tercer dí a me sentí mejor y al cuarto pude hablar, moverme y hasta sentarme en la cama. Hannah me trajo, a la hora de comer, una sopa y unas tostadas, que paladeé con deleite. Cuando se fue me sentí relativa­mente vigorosa, harta de descanso y necesitada de ac­ció n. Hubiese querido levantarme, pero ¿ có mo vestir­me? Mis ropas debí an de estar sucias y arrugadas como consecuencia de las noches al raso.

Miré en torno mí o. Todas mis prendas, lavadas y se­cas, estaban en una silla. Mi vestido de seda negra colga­ba de la pared. Mis medias y mis zapatos estaban lim­pios. En la habitació n habí a lavabo y un peine. Me arre­glé rá pidamente, me vestí, me cubrí con un chal y, ya recobrado mi aspecto correcto y desaparecida toda traza del desorden que tanto aborrecí a y tan rebajada me ha­cí a sentirme, bajé, apoyá ndome en el pasamanos, una escalera de piedra, y me encontré en la cocina.

Sentí ase un fuerte aroma a pan caliente y ardí a en el hogar un esplé ndido fuego. Hannah estaba amasando. Como es notorio, los prejuicios son má s difí ciles de de­sarraigar en las naturalezas no cultivadas, en las que se afincan como el musgo entre las piedras. Hannah, desde el principio, habí a obrado frí a y secamente conmigo. Despué s habí a amainado un tanto su antipatí a. Y ahora, al verme arreglada y bien vestida, incluso me sonrió.

-¡ Vaya, ya está usted mejor! -dijo-. Sié ntese jun­to al fuego, si quiere.

Señ alaba la mecedora. Me acomodé en ella. De vez en cuando me examinaba a hurtadillas. De repente, me preguntó:

-Antes de estar aquí, ¿ pedí a limosna?

Me indigné, pero comprendiendo que toda actitud es­taba completamente fuera de lugar, ya que, en efecto, habí a aparecido ante ella como una pordiosera, repuse con firmeza, sin alterarme:

-Se engañ a suponié ndome una mendiga. No lo soy má s que lo pueda ser usted o una de sus señ oritas. -No lo comprendo -dijo, despué s de una pausa-, porque me parece que no tiene usted casa ni parneses. -El carecer de casa y de dinero, que es lo que supon­go que quiere indicar diciendo parneses, no hacen a una persona ser una mendiga en el sentido que da usted a la palabra.

-¿ Sabe usted leer? -preguntó. -Sí.

-¿ Y có mo, no habiendo estado en la escuela? -He estado en la escuela ocho añ os.

Abrió los ojos desmesuradamente.

-Y entonces, ¿ có mo no gana usted para vivir? -He ganado para vivir y volveré a ganar de nuevo. ¿ Qué va a hacer usted con estas uvas?

-Pastelillos.

-Iré escogiendo las uvas, si quiere. -No. No me hace falta que me ayuden. -Vamos, dé jeme. No voy a estar sin hacer nada. Consintió al fin y me puso un pañ o de cocina sobre el vestido para que no me lo ensuciase, segú n dijo.

-Ya veo -comentó mientras yo trabajaba- que no está acostumbrada a faenas de é stas. Acaso haya sido usted modista.

-No. Pero eso no importa. Dí game, ¿ có mo se llama esta casa?

-Unos la llaman Marsh End y otros Moor House. -¿ Y el señ or que vive aquí se llama Mr. Rivers? -No vive aquí; está de temporada. Es pá rroco de Morton.

-¿ Esa aldea a pocas millas de distancia? -Sí.

Me acordé de la respuesta que el ama de llaves de la rectoral de aquel pueblo me diera, y dije:

-Entonces, ¿ era é sta la casa de su padre?

-Sí: aquí vivió el anciano Rivers, y su abuelo y su tatarabuelo...

-¿ Así que ese señ or se llama John Rivers? -Sí.

-¿ Y sus hermanas Diana y Mary Rivers? -Sí.

-¿ Y su padre ha muerto?

-De apoplejí a. Hace tres semanas. -¿ No tienen madre?

-Murió hace mucho.

-¿ Lleva usted tiempo con la familia? -Treinta añ os. He criado a los tres muchachos. -Eso prueba que es usted una servidora leal y honra­da, lo que me complace saber, aunque haya tenido la descortesí a de llamarme pordiosera.

Me miró con asombro.

-Ya veo -dijo- que me equivocaba en mi juicio, pero hay tantos bribones por los contornos, que... En fin, perdone.

-Y a pesar -continué, con aumentada severidad ­de que usted querí a echarme fuera una noche en que no se hubiera debido negar refugio ni a un perro.

-¿ Qué iba a hacer? No era por mí, sino por las po­bres niñ as. Si no me preocupo de ellas, ¿ quié n va a preocuparse?

Guardé profundo silencio durante algunos minutos. -No debe juzgarme mal -dijo Hannah.

-La juzgo mal -repuse-, no tanto porque aquella noche me negase cobijo, sino por el reproche que me ha dirigido de que no tengo casa ni parneses. Si es usted cristiana, no debe considerar la pobreza como un crimen.

-Ya sé que no debo -repuso-. El señ orito John me lo dice a menudo. Ahora, ademá s, ya la considero a us­ted de otro modo. Hice mal.

-Bien: todo olvidado. Deme la mano.

Puso sus rugosos y bastos dedos en los mí os, sonrió y desde entonces fuimos amigas.

A Hannah le gustaba mucho la charla. Mientras yo escogí a la fruta y ella amasaba la harina para los pasteli­llos me dio amplios detalles sobre sus difuntos señ ores y sobre los niñ os, como llamaba a los jó venes.

Segú n sus informes, el viejo Mr. Rivers pertenecí a a una antigua familia y era todo un caballero, aunque muy llano en su trato. Marsh End pertenecí a a los Rivers des­de que se construyera, má s de doscientos añ os atrá s. Y aunque fuese una casa muy modesta comparada con la magní fica residencia de los Oliver, en el valle de Mor­ton, ella recordaba bien la é poca en que el padre de Bill Oliver trabajaba como jornalero en una fá brica de agujas, mientras que los Rivers eran hidalgos desde los tiempos del rey Enrique, como constaba en los archivos de la parroquia de Morton. Sin embargo, a Mr. Rivers, hombre muy sencillo, le gustaba cazar, ocuparse en la labranza «y todo eso». La señ ora habí a sido diferente. Leí a mucho, estudiaba mucho y sus hijos habí an «salido a ella». En la comarca no existí a quien les igualase. El señ orito John, al salir del colegio, se ordenó de sacerdo­te, y las muchachas, al dejar la escuela, se colocaron como institutrices, porque su padre habí a perdido, añ os atrá s, mucho dinero en una quiebra y ellas tení an que ganarse la vida. Les gustaba mucho aquel sitio, y aunque solí an vivir en Londres y otras grandes ciudades, afirma­ban que ninguna les complací a tanto como Moor House. Se encontraban allí ahora pasando unas semanas con motivo de la muerte de su padre. Segú n Hannah, los tres miembros supervivientes de la familia viví an en una unió n admirable entre sí.

Una vez terminada mi tarea con las uvas, pregunté dó nde se hallaban los tres hermanos en aquel momento. -Se han acercado a Morton dando un paseo, pero volverá n de aquí a media hora, para el té.

Regresaron, en efecto, cuando ella dijo, entrando por la puerta de la cocina. John, al verme, se inclinó y siguió adelante. Las jó venes se entretuvieron conmigo. Mary, en pocas palabras, me expresó el agrado que le causaba verme restablecida. Diana me tomó la mano y movió la cabeza.

-Debí a de haber esperado que fuese yo para ayudar­la a bajar ¡ Qué pá lida y qué delgada se ha quedado us­ted, pobrecita!

La voz de Diana sonaba en mi oí do tan dulce como el arrullo de una paloma. Me encantaba la mirada de sus ojos, la expresió n de su faz. Mary, de aspecto igualmente inteligente, de rostro igualmente bello, era má s reser­vada, menos expansiva, aunque muy amable. Diana ha­blaba y miraba con cierta autoridad. Evidentemente, era una mujer voluntariosa. Y estaba en mi cará cter aceptar con gusto una autoridad tan suave como la suya y plegarme, hasta donde mi dignidad me lo permitiese, a una voluntad má s ené rgica que la mí a.

-¿ Por qué está aquí? -preguntó -. É ste no es el si­tio adecuado para usted: Mary y yo nos sentamos a ve­ces junto al fogó n, pero nosotras estamos en casa y tene­mos derecho a no andar con cumplidos. Pero usted es una visitante y debe estar en el saló n.

-Me encuentro muy bien aquí.

-No lo creo. Hannah está amasando y llená ndola de harina.

-Y el fuego es demasiado fuerte para usted -agregó Mary.

-Claro --concluyó su hermana-. Vamos, sea obe­diente. -Y tomá ndome de la mano me llevó al saló n. -Sié ntese ahí -dijo, colocá ndome en un sofá -. No­sotras vamos a hervir el té, porque uno de los privilegios que nos permitimos en nuestra casa es preparar nosotras mismas las cosas cuando nos apetece o bien cuando Hannah está muy ocupada.

Y cerró la puerta, dejá ndome sola con John Rivers que, en el extremo opuesto del saló n, leí a no sé si un perió dico o un libro. Examiné primero el aposento y luego a su ocupante.

La estancia era pequeñ a y modesta, pero cuidada y limpia. Las sillas, de antañ ó n estilo, eran muy có modas y la mesa de nogal brillaba como un espejo. Viejos re­tratos de hombres y mujeres de otros dí as decoraban las paredes. Una alacena de puertas de cristal contení a va­rios libros y un antiguo juego de porcelana. No habí a un solo adorno superfluo, ni un solo mueble moderno, ex­cepto dos costureros y un escritorio de señ ora, de pali­sandro. Todo lo má s, incluso cortinajos y alfombras, pa­recí a tan viejo como bien conservado.

John Rivers, inmó vil cual uno de los retratos que pen­dí an de los muros, fijos los ojos en la pá gina que leí a, fue para mí fá cil objeto de examen. Una estatua no lo hubiera sido má s. Era joven -unos veintiocho o treinta añ os-, alto y delgado. Todos los rasgos de su rostro eran de una pureza griega: el corte de su cara, la nariz, la barbilla y la boca. Rara vez se encuentra en semblan­tes ingleses tal parecido a los modelos clá sicos. No me extrañ ó que le hubiese impresionado la irregularidad de mis facciones, siendo las suyas tan armoniosas. Tení a los ojos grandes y azules, con oscuras pestañ as, y su cabello rubio, cuidadosamente peinado, coronaba una ancha frente pá lida como el marfil.

¿ Verdad, lector, que este retrato que hago es atracti­vo? Sin embargo, apenas da una idea del sereno, imper­turbable y plá cido aspecto de John Rivers. Y con todo, mientras le contemplaba, en ciertos casi imperceptibles movimientos de su boca, de sus cejas, de sus manos, parecí ame apreciar elementos interiores de vehemencia, pasió n y energí a. No me habló ni me dirigió una sola mirada hasta que sus hermanas volvieron. Diana me ofreció un bollito calentado al horno.

-Có malo -dijo-, Hannah me ha contado que des­de la mañ ana no ha tomado usted má s que una sopa. No me negué, porque sentí a apetito. Rivers cerró su libro, se acercó a la mesa, se sentó y clavó sus azules ojos en los mí os con una naturalidad que me hizo com­prender que no me habí a hablado hasta entonces adre­de, no por timidez o desconfianza.

-Tiene usted hambre -dijo.

-Sí -repuse. Está en mi modo de ser el contestar con claridad y sin ambages a las preguntas.

-Ha convenido que la fiebre de estos dí as pasados no le haya permitido comer, porque hubiera sido peligro­so calmar su apetito de repente. Ahora, en cambio, pue­de comer ya lo que guste, aunque todaví a con mode­ració n.

-Espero no comer mucho tiempo a costa de usted-contesté, casi sin darme cuenta de lo grosero de la respuesta.

-Eso creo -dijo é l, frí amente-, porque, una vez que nos dé la direcció n de su familia, escribiremos para que vengan a buscarla.

-Eso es imposible, porque no tengo casa ni familia. Los tres me miraron, no con desconfianza, sino con curiosidad. Me refiero má s bien a las jó venes, ya que los ojos de John Rivers, claros en el sentido literal de la palabra, resultaban muy oscuros en el sentido de que era imposible desentrañ ar lo que pensaba. Parecí a emplear­los má s bien para averiguar los pensamientos de los de­má s que para reflejar los suyos.

-¿ Quiere usted decir -preguntó - que carece en absoluto de parientes?

-É se es el caso. No tengo derecho a ser admitida bajo techo alguno de Inglaterra.

-¡ Extrañ a situació n para su edad!

Sus ojos buscaron mis manos, que yo tení a apoyadas en la mesa. Sus palabras me aclararon lo que trataba de saber.

-¿ Es usted soltera? Diana rió.

-¡ Por Dios, John! ¡ Si no debe tener má s que diecisie­te o dieciocho añ os!

-Tengo diecinueve -dije-. No, no estoy casada. Amargos y estremecedores recuerdos me agitaron al pronunciar esta frase. Todos notaron mi turbació n. Dia­na y Mary, discretamente, separaron sus miradas de mi ruborizado rostro, pero su hermano continuó contem­plá ndome de tal modo, que acabé sintiendo afluir las lá grimas a mis ojos.

-¿ Dó nde viví a usted ú ltimamente? -preguntó. -No seas así, John -murmuró Mary en voz baja, sin que por ello dejara é l de seguir insistiendo, a travé s de su penetrante mirada.

-Dó nde y con quié n viví a, deseo mantenerlo en se­creto -dije concisamente.

-Tiene derecho a hacerlo así, con John y con quien sea -observó Diana.

-Si no sé nada de usted, no podré ayudarla -repuso é l-, y creo que necesita usted ayuda.

-La necesito y la deseo -dije-, y serí a muy huma­nitario quien me buscara trabajo en lo que fuera y paga­do como fuera, con tal que me permitiera ganar lo indis­pensable para vivir.

-Por mi parte, no sé si soy humanitario o no, pero deseo ayudarla en un propó sito tan honrado. Para ello, necesito saber lo que usted sabe hacer y a qué está acos­tumbrada.

Bebí mi té. El brebaje me reconfortó como a un gi­gante pudiera reconfortarle una azumbre de vino, tonifi­có mis nervios y me puso en condiciones de contestar como debí a a las preguntas de aquel inquisitivo joven.

-Mr. Rivers -le dije, mirá ndole sinceramente y sin desconfianza, como é l a mí -, usted y sus hermanas me han prestado una gran servicio, el mayor que puede prestarse, librá ndome de la muerte con su generosa hos­pitalidad. Este servicio les da derecho a mi gratitud ili­mitada y, hasta cierto punto, a mis confidencias. Les diré cuanto pueda de mi historia, cuanto no perturbe la tranquilidad de mi alma, ni mi propia seguridad o la de otros. Soy hué rfana, hija de un sacerdote. Mis padres murieron antes de que los conociera. Fui educada en una institució n de beneficencia. El nombre del estable­cimiento donde he pasado seis añ os como discí pula y dos como profesora, es Orfanato de Lowood, el cual tení a por tesorero al reverendo padre Robert Brocklehurst... -He oí do hablar de é l y conozco Lowood.

-Hace un añ o abandoné el colegio, empleá ndome como institutriz en una casa particular. El puesto era bueno y me sentí a dichosa en é l. Cuatro dí as antes de llegar aquí tuve que dejar el empleo. No puedo ni debo decir por qué. Serí a inú til, arriesgado e increí ble. No me fui por culpa mí a: tanta culpa tengo yo de lo sucedido como puedan tener ustedes. La catá strofe que me ha hecho salir de aquella casa es de un gé nero extraordinario. Hube de partir con premura y en secreto, dejando allí casi todo cuanto tení a, excepto un paquete que, en mi prisa, olvidé en la diligencia de que me apeé en Whit­cross. Llegué a este paí s falta de todo. Dos noches segui­das dormí al aire libre y só lo dos veces en este tiempo pude comer algo. Estaba a punto de morir de hambre y de fatiga cuando usted, Mr. Rivers, me ofreció un refu­gio bajo su techo. Sé cuanto sus hermanas han hecho por mí desde entonces -porque, a pesar de mi sopor, oí a y veí a- y he apreciado en cuanto valen su inmensa y espontá nea compasió n y la caridad cristiana de usted.

-No la hagas hablar má s. John -dijo Diana-. Está excitada aú n. Sié ntese aquí, Miss Elliott.

Me sobresalté al escuchar aquel falso nombre, que casi habí a olvidado ya. John Rivers, a cuya penetració n no escapaba nada, observó:

-¿ No ha dicho que se llama Jane Elliott?

-Lo dije, y por ese nombre pienso hacerme llamar por ahora, pero no es el mí o verdadero y, cuando lo oigo, me suena muy raro.

-¿ Por qué no nos dice su nombre real?

-Porque temo que se produzcan complicaciones que deseo impedir.

-Seguramente acierta -dijo Diana-. Dé jala un poco tranquila, hermano.

Pero John Rivers comenzó a hablar al poco rato, pre­sioná ndome tanto como antes.

-Creo que desea usted librarse de nuestra hospitali­dad, dejar de depender de la compasió n de mis herma­nas y de mi caridad cristiana (he notado la distinció n y no me ofendo por ello) y vivir con independencia, cuan­to antes, ¿ no?

-Sí, sí lo deseo. Le ruego que me busque trabajo, aunque sea el má s humilde en la má s humilde cabañ a. Pero hasta entonces, le ruego me permita estar aquí y no me condene a los horrores de no tener donde refu­giarme.

-Se quedará -aseguró Diana, acariciando con su blanca mano mi cabeza.

-Se quedará -repitió Mary, con el sosegado tono que parecí a serle tan peculiar.

-Mis hermanas -dijo Rivers- tienen interé s por usted, como lo tendrí an por un pajarillo medio helado que encontraran en su ventana un dí a de invierno. Yo preferirí a, desde luego, buscarle el medio de que se va­liera por sí misma, pero mi esfera de acció n es reducida. No soy má s que un pá rroco de una pobre feligresí a cam­pesina y mi ayuda ha de ser forzosamente muy pequeñ a. Le conviene má s buscar una ayuda má s eficaz que la mí a, porque yo bien poca cosa podré encontrarle.

-Ya te ha dicho -repuso Diana- que está dispuesta a trabajar en cualquier cosa honrada que le sea posible, y bien ves que no tiene muchos favorecedores entre quienes escoger. Así que tendrá que quedarse con uno tan gruñ ó n como tú.

-Estoy dispuesta a trabajar de lo que sea: modista, criada, niñ era, si no encuentro algo mejor-dije. -Bien -repuso John Rivers, con frialdad-. Si se con­forma con eso, prometo ayudarla, a su tiempo y a mi modo. Volvió a coger el libro que leí a antes. Yo me retiré pronto, porque habí a hablado y permanecido levantada el má ximo que mis fuerzas me permití an.

XXX

Cuanto má s iba conociendo a los habitantes de Moor House, má s les apreciaba. A los pocos dí as habí a reco­brado mi salud, podí a hablar con Diana y Mary cuanto querí an y ayudarlas como y cuando les parecí a bien. Ha­bí a para mí un placer en aquella especie de resurrecció n: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos, sentimientos y principios.

Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban, reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio de antigua arquitectura-con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos añ osos, su jardí n, con sus plantas de tejo y acebo, donde só lo florecí an las má s silvestres flores- encontraba un encanto constante y profundo. Compartí a su afecto hacia los rojizos pá ramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que conducí a el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos, alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebañ os de ovejas y corderitos. Yo comprendí a sus sentimientos, experimen­taba el atractivo del solitario lugar, amaba aquellas lade­ras y cañ adas cubiertas de musgo, campá nulas y otras florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí, como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los dí as desapacibles y los serenos, el alba y el crepú sculo, las noches sombrí as y las noches de luna, me producí an a mí las mismas sensaciones que a ellas.

Dentro de la casa tambié n nos entendí amos en todo. Ambas habí an leí do mucho y sabí an má s que yo, pero yo las seguí a con facilidad en el camino que ellas reco­rrieran antes. Devoraba los libros que me dejaban y co­mentaba con entusiasmo por las noches lo que habí a leí ­do durante el dí a. En opiniones y pensamientos coinci­dí amos de un modo absoluto.

Si en nuestro trí o habí a alguna superior a las demá s, era Diana. Fí sicamente, valí a má s que yo: era hermosa y fuerte y poseí a un dinamismo que excitaba mi asombro. Yo podí a hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer í mpetu de elocuencia, me sentí a can­sada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en un escabel, apoyaba la cabeza en las rodillas de Diana y oí a alternativamente, a ella y a Mary, profundizar y glosar el tema que yo apenas habí a desflorado. Diana me ofre­ció enseñ arme el alemá n. Me gustaba aprender con ella, y a ella no le plací a menos instruirme. El resultado de aquella afinidad de nuestros temperamentos fue el afec­to que se desarrolló entre nosotras. Descubrieron que yo sabí a pintar e inmediatamente pusieron a mi disposi­ció n sus calas y ú tiles de dibujo. Les sorprendió y encan­tó encontrar que siquiera en un aspecto las superaba. Mary se sentaba a mi lado para verme trabajar y tomar lecciones, y se convirtió en una discí pula inteligente, asi­dua y dó cil. Así ocupadas y entretenidas, los dí as pasa­ban como minutos y las semanas como dí as.

La intimidad que tan rá pida y naturalmente brotó en­tre las jó venes y yo, no se extendió a su hermano. Una de las razones de ello era que é l estaba en casa relativamente poco, ya que solí a dedicar su tiempo a visitar a sus feligreses pobres y enfermos.

Lloviese o hiciera viento, una vez pasadas las horas que dedicaba al estudio, tomaba el sombrero y seguido de Carlo, el viejo perro de caza, salí a a cumplir su misió n. Yo ignoraba si é sta le era agradable o si simple­mente la consideraba como un deber. Cuando el tiempo era muy malo, sus hermanas insistí an para que no salie­ra, pero é l contestaba con una sonrisa má s solemne que amable:

-Si el viento o la lluvia me detuviesen en el cumpli­miento de mi labor, ¿ có mo podrí a prepararme a la tarea que he resuelto realizar en el porvenir?

Diana y Mary contestaban con un suspiro y quedaban pensativas.

A má s de sus frecuentes ausencias, el cará cter reser­vado y concentrado de John Rivers elevaba en torno suyo una barrera que impedí a la amistad con é l. Celoso de su ministerio, impecable en su vida y costumbres, no parecí a gozar, sin embargo, de la interior satisfacció n, de la serenidad espiritual que debe ser caracterí stica de todo cristiano sincero y todo filá ntropo prá ctico. A ve­ces, por las tardes, al sentarse junto a la ventana, con sus papeles ante sí, dejaba de escribir o de leer y se entrega­ba a no sé qué clase de pensamientos, que evidentemen­te, le excitaban y le perturbaban, como se podí a apreciar por la expresió n de sus ojos.

La naturaleza, ademá s, parecí a no ofrecer tanto en­canto para é l como para sus hermanas. Una vez habló ante mí del afecto que experimentaba hacia su hogar y hacia aquellas colinas que lo rodeaban, pero má s que contento, creí adivinar una sombra de tristeza en sus pa­labras.

Era tan poco comunicativo, que, no me resultaba fá cil apreciar la magnitud o estrechez de su inteligencia. La primera idea real que tuve de ella fue cuando le oí predi­car en la iglesia de Morton. Describir aquel sermó n es­capa a mi capacidad. Imposible expresar fielmente el efecto que me produjo.

Empezó a hablar con calma y su voz poderosa y sus conceptos ené rgicos, contenidos, comprimidos, conden­sados, resultaban de una fuerza infinita. El corazó n quedaba traspasado y la mente ató nita ante las palabras del predicador. No habí a en ellas blandura, ni abunda­ban los consuelos. Sentí ase en ellas má s bien una amar­gura extrañ a, percibí anse frecuentes alusiones a las doc­trinas calvinistas -elecció n, predestinació n, reproba­ció n- y cada una de aquellas frases sonaba en su boca como una sentencia inapelable. Cuando concluyó el ser­mó n, yo, má s que calmada y alentada, me sentí triste, con una indefinible tristeza, porque me parecí a -no sé si los demá s experimentarí an lo mismo- que bajo la elocuencia del predicador se ocultaban insatisfechos an­helos y fracasadas aspiraciones. Estaba segura de que John Rivers -por puro, honrado y celoso que fuera­no habí a encontrado la paz de Dios, no la habí a encon­trado má s que yo, con mis ocultos recuerdos de mi pa­raí so perdido y mi í dolo destrozado, que me atormenta­ban amargamente.

Pasó un mes. Diana y Mary iban a dejar en breve Moor House para dirigirse a la gran ciudad meridional en que ejercí an como institutrices en casas de acaudala­das familias que no reparaban en ellas sino para conside­rarlas humildes servidoras, sin apreciar lo que valí an má s de lo que pudieran apreciar la habilidad de su coci­nera o la disposició n de sus criadas. John no me habí a hablado nada del trabajo que yo le pidiera y que ya me urgí a. Una mañ ana, estando a solas con é l en el saló n, me aventuré a acercarme al rincó n de la ventana en que su mesa, su tintero y sus libros habí an improvisado un pequeñ o despacho y, aunque no sabí a có mo empezar, porque es difí cil romper el hielo cuando se trata de naturalezas tan reservadas como la suya, tuve la fortuna de que é l me ayudara, comenzando el diá logo.

-Quiere preguntarme algo, ¿ no? -me dijo.

-Sí; quisiera saber si ha encontrado un trabajo en que pudiese ocuparme.

-Hace tres semanas lo encontré, pero como veí a que estaba usted a gusto con mis hermanas y ellas con usted, me pareció mejor aplazarlo hasta que la marcha de ellas hiciera forzosa la suya.

-Se van de aquí a tres dí as, ¿ verdad?

-Sí, y cuando se vayan yo regresaré a Morton, lle­vá ndome a Hannah, y cerraremos esta vieja casa. Esperé que se explicase, pero é l parecí a abstraí do en sus propios pensamientos y ajeno a mis asuntos. Le re­cordé el tema, porque la cosa era para mí de un interé s que no admití a demora.

-¿ Y de qué empleo se trata, Mr. Rivers? Confí o en que las semanas transcurridas no dificulten...

-No, ya que depende ú nicamente de mí concederlo y de usted aceptarlo.

Se detuvo, como si le desagradase continuar. Mi im­paciencia crecí a. Algú n movimiento que hice, alguna mirada que le dirigí fueron lo bastante elocuentes para hacerle continuar.

-No tenga prisa -dijo- Ante todo, permí tame de­cirle francamente que no he hallado nada adecuado para usted. Ya le advertí que mi ayuda no serí a mayor que la que un ciego puede prestar a un lisiado. Soy pobre: des­pué s de pagar las deudas de mi padre, no me quedará sino esta vieja granja, esa hilera de pinos que ve ahí y ese jardí n con plantas de tejo y acebo que rodea la casa.

Soy humilde. La raza de los Rivers es antigua, pero de sus ú ltimos tres descendientes, dos han de servir a des­conocidos y el tercero se considera extrañ o en su propio paí s para vida y para muerte. Para muerte, porque no volverá a su patria, ya que tomará la cruz de la separa­ció n cuando el jefe de la Iglesia militante de que é l es uno de los má s humildes miembros, pronuncie la pala­bra: «¡ Sí gueme! »

John pronunció aquellas palabras con la mirada ra­diante y con la voz profunda y serena con que predicaba. -Siendo, pues, pobre y humilde, no puedo ofrecer a usted trabajos que no sean humildes y pobres. Usted quizá se considere rebajada, porque me doy cuenta de que tiene los há bitos que el mundo llama refinados, y que ha tratado con gentes educadas. Mas yo opino que no es degradante trabajo alguno que tienda a hacer me­jores a los hombres. Cuanto má s duro es el suelo que el cristiano ara, mayor es el honor que consigue. Así lo hicieron los Apó stoles, capitaneados por Jesú s, el Re­dentor...

-Continú e -dije viendo que se interrumpí a.

Me miró con detenimiento, como si mis facciones fue­ran lí neas de una pá gina y quisiera leer en ellas. Las conclusiones que obtuvo fueron parcialmente expuestas en las siguientes palabras:

-Creo que aceptará usted lo que voy a ofrecerle -dijo-, pero no de modo permanente, no quizá por má s tiempo que el que yo continú e siendo cura de esta pací fica parroquia de la campiñ a inglesa. El cará cter de usted es tan inquieto como el mí o, aunque en otro sentido.

-Explí quese -pedí cuando é l se interrumpió una vez má s.

-Lo haré, y verá cuá n pobre es mi oferta. Ahora que mi padre ha muerto y soy señ or de mí mismo, no estaré mucho tiempo en Morton. Probablemente me iré antes de un añ o. Pero mientras esté aquí, debo preocuparme de mis feligreses. Morton, cuando me encargué de la parroquia hace dos añ os, carecí a de escuela, y los hijos de los pobres no tení an posibilidad alguna de instruirse. Establecí una escuela para muchachos y ahora voy a abrir otra para niñ as. He alquilado una casa a ese propó ­sito, con un pabelló n contiguo, de dos habitaciones, para vivienda de la maestra. Ganará usted treinta libras al añ o y la casa estará amueblada, aunque muy modesta­mente, gracias a la munificencia de Miss Oliver, ú nica hija del solo hombre adinerado que hay en mi parro­quia: Oliver, el dueñ o de la fá brica de agujas y la fundi­ció n de hierro que hay en el valle. La misma señ orita paga la educació n y vestido de una hué rfana a condició n de que ayude a la maestra en los trabajos domé sticos que ella no podrí a hacer sin detrimento de su cargo de profesora. ¿ Le conviene este empleo?

Habí a hablado como si esperase de mi parte una in­dignada repulsa, ignoraba mis verdaderos sentimientos y pensamientos, aunque adivinase alguno. En verdad, el cargo, aunque humilde, tení a sobre el de institutriz de una casa la ventaja de la independencia, ya que me herí a má s profundamente que el sentimiento de dependencia respecto a terceros. No era un empleo innoble, ni degra­dante, ni indigno. Me resolví.

-Le doy gracias por su oferta, Mr. Rivers, y la acep­to de todo corazó n.

-¿ Ha comprendido bien? -insistió -. Es una escue­la de aldea; sus discí pulas será n niñ as pobres, hijas de labradores en el caso mejor. No tiene usted que enseñ ar sino a leer, escribir, contar, coser y hacer calceta. Nada adecuado a sus conocimientos, a sus inclinaciones... ¿ Qué hará con ellos?

-Guardarlos hasta que haya ocasió n de aplicarlos. -¿ Sabe usted de lo que se encarga?

-Sí.

Sonrió, pero no con amargura, sino satisfecho.

-Si le parece, iré a la casa mañ ana y abriré la escuela la semana pró xima.

-Muy bien.

Se levantó y comenzó a pasear por la sala. Movió la cabeza.

-Usted no estará mucho en Morton, no. -¿ Por qué? ¿ qué motivos tiene para creerlo?

-Leo en sus ojos que no soportará largo tiempo tal gé nero de vida.

-No tengo ambició n.

Se sobresaltó al oí rme. Repitió:

-¿ Quié n habla de ambició n? Ya sé que la tengo, pero ¿ có mo lo sabe usted?

-Hablaba de mí.

-Bien; no es ambiciosa, pero es... -y se inte­rrumpió.

-¿ Qué soy?

-Iba a decir apasionada, pero temo que dé usted un sentido equí voco a la palabra. Quiero decir que los afec­tos y simpatí as humanas influyen mucho sobre usted. Estoy cierto de que no será capaz de pasar su vida en una tarea tan monó tona, tan falta de estí mulo. ¿ Quié n puede vivir encerrada entre pantanos y montañ as, sin emplear las facultades que nos ha dado Dios...? Contes­tará que me contradigo, yo que aconsejo a los fieles con­formarse con su suerte, aun a los leñ adores, aun a los aguadores, pensando que todo es servicio de Dios... En fin: cabe conciliar las inclinaciones con los principios.

Salió del aposento. En aquel breve rato yo habí a sabi­do má s de su cará cter que en todo el mes precedente. No obstante, seguí a sintié ndome desconcertada respec­to a su modo de ser.

Diana y Mary Rivers se entristecí an y poní anse má s taciturnas a medida que llegaba el momento de abando­nar a su hermano y su casa. Trataban de aparecer como de costumbre, pero no podí an disimular el esfuerzo que les costaba. Diana entendí a que aquella separació n iba a ser diferente a otras anteriores, ya que acaso no volvie­ran a ver a John en muchos añ os o quizá nunca.

-Todo lo sacrificará a sus propó sitos -me dijo-, incluso los mayores afectos. John parece tranquilo,

Jane, pero en su interior es un hombre ardiente. Aun­que se muestra amable y dú ctil, en ciertas cosas es infle­xible como la muerte. Y lo peor de todo es que no me atrevo a disuadirle, ni menos a censurarle, porque sus intenciones son elevadas, nobles y cristianas, aunque me desgarren el corazó n.

Mary inclinó la cabeza sobre la costura.

-Ya no tenemos padre -dijo- y pronto no tendre­mos casi ni hermano.

En aquel momento sobrevino un incidente de aque­llos que prueban la verdad del adagio de que las desgra­cias nunca vienen solas y que demuestran que siempre queda algo má s que libar en la copa de la amargura, John entró leyendo una carta.

-Parece que desaprueba usted algo -dije. -El tí o John ha muerto -dijo.

Las hermanas parecieron impresionarse, pero sin quedar afectadas, como si se tratase de algo má s inespe­rado que aflictivo.

-¿ Muerto? -repitió Diana. Dirigió una mirada a su hermano.

-¿ Y entonces, John? -preguntó, en voz baja. -Entonces, ¿ qué? -dijo é l con el rostro impasible como el má rmol-. Entonces, nada... Lee.

Le echó la carta en la falda. Diana la leyó en silencio y se la pasó a Mary, quien despué s de leerla, la devolvió a su hermano. Los tres se miraron y los tres sonrieron, pensativos.

-Amé n. No vamos a morirnos por eso - dijo Diana. -Despué s de todo, hemos quedado como está bamos antes -observó Mary.

-Unicamente ocurre que resulta fuerte el contraste de lo que podí a haber sido con lo que es -comentó John Rivers.

Colocó la carta en el escritorio y salió.

Tras algunos minutos de silencio, Diana se volvió a mí. -Te asombrará n estos misterios, Jane, y nos conside­rará s insensibles viendo có mo acogemos la muerte de un tí o -dijo-. Pero no le hemos visto nunca. Era herma­no de mi madre. Mi padre y é l riñ eron hace mucho. Por consejo suyo, mi padre habí a invertido la mitad de sus bienes en una especulació n que le arruinó. Hubo recri­minaciones mutuas, se separaron disgustados y no vol­vieron a verse. Mi tí o tuvo suerte despué s en sus nego­cios y parece que ganó veinte mil libras. No se casó nun­ca, ni tení a má s parientes que nosotros y otro, no má s cercano. Mi padre esperaba que el tí o nos dejase sus bienes, pero esta carta nos informa de que los ha dejado í ntegros a ese otro pariente, excepto treinta guineas que nos lega a los tres para lutos. Desde luego, tení a perfec­to derecho a hacer lo que quisiera, pero siempre impre­siona un poco recibir noticias de é stas. Mary y yo nos habrí amos considerado ricas con mil libras cada una y John hubiera sido feliz con aná loga cantidad, porque hubiera podido hacer mucho bien con ella.

Tras esta explicació n, pasamos a otro tema y no se insistió má s en aqué l. Al dí a siguiente me instalé en Morton, y al otro Diana y Marí a partieron para B... Una semana despué s, John Rivers y Hannah se presentaron en la rectora y la vieja granja quedó abandonada.

 

XXXI

Mi casa -al fin habí a encontrado una casa- era un pabelloncito con las paredes encaladas y el suelo de are­na apisonada. Contení a cuatro sillas y una mesa, un re­loj, un aparadorcito con dos o tres platos y tazas y un servicio de té. En el piso alto habí a una alcoba de las mismas dimensiones que la cocina, con un lecho y una pequeñ a có moda, sobrada para mi escaso guardarropa, aunque é ste hubiera sido incrementado con algunas co­sas regaladas por mis generosas amigas.

Era de noche. Habí a despedido, dá ndole una naranja, a la huerfanita que me serví a de doncella. Me hallaba sentada junto al fuego. La escuela de la aldea se habí a abierto aquella mañ ana, con veinte discí pulas. Só lo tres de ellas sabí an leer y ninguna escribir ni contar. Algunas sabí an hacer calceta y unas pocas coser. Hablaban con el rudo acento de la regió n. Experimentaba algú n trabajo en comprenderlas. Algunas eran toscas e intratables como ignorantes, pero otras eran dó ciles y amigas de aprender y manifestaban buen temperamento. No olvi­daba que aquellas burdas aldeanas eran tan de carne y hueso y de tan buena sangre como las hijas de las gentes má s distinguidas, y que los gé rmenes de lo buenos senti­mientos, el refinamiento y las nobles inclinaciones existí an igual en su corazó n que en el de los nacidos en privilegiadas cunas. Mi deber era desarrollar aquellos y seguramente no me serí a ingrato cumplir tal oficio. Con todo, no cabí a esperar grandes satisfacciones en la vida que se me presentaba.

¿ Me sentí a contenta, alegre durante las horas que pasé en aquella clase, desnuda y humilde? Si habí a de ser sincera conmigo misma, debí a contestar que no. Me sentí a muy sola y ademá s -¡ necia de mí! - me conside­raba degradada, preguntá ndome si no habí a bajado un escaló n, en vez de subirlo, en la escala de la vida social, al caer entre la ignorancia, la pobreza y la tosquedad que me rodeaban, pero hube de reconocer, al fin, que mis opiniones eran erró neas y que en realidad habí a as­cendido un peldañ o. Acaso, pasado algú n tiempo, la sa­tisfacció n de ver progresar a mis discí pulas, la alegrí a de verlas mejorar, sustituyesen mi disgusto por una sincera congratulació n.

La cuestió n era é sta: ¿ qué valí a má s, rendirme a la tentació n, escuchar la voz de las pasiones, dejarme caer en una trampa de seda, dormirme sobre las flores que la cubrí an, despertarme en un clima meridional, en una vi­lla lujosa, vivir en Francia como amante de Rochester, delirar de amor -porque é l me amaba, sí, como nadie má s volverí a a amarme, ya que el homenaje amoroso se rinde só lo a la belleza y a la gracia, y ningú n otro hom­bre que é l podrí a sentirse orgulloso de mí, que carecí a de tales encantos- o...? Pero ¿ qué decí a? ¿ Cabí a com­parar la ignominia de ser esclava favorita de un loco pa­raí so, en el Sur, y gozar una hora de fiebre amorosa para despertar a la realidad anegada en lá grimas de remordimiento, con ser maestra de aldea, honrada y libre, en un rincó n de las montañ as de Inglaterra?

Sí: yo habí a hecho bien siguiendo los principios esta­blecidos por la ley y apartando de mi paso las tentacio­nes. Dios me habí a llevado por el mejor camino y le di fervorosamente las gracias.

Al llegar a este punto de mis pensamientos me levan­té, me asomé a la ventana y miré los campos silenciosos bajo el crepú sculo. La aldea distaba una media milla. Los pá jaros cantaban y el aire era sereno y el rocí o fragante...

Me consideré feliz y me asombró notar que estaba llo­rando. ¿ Por qué? Porque no volverí a a ver má s a mi amado y, má s aú n, porque acaso la furia y el dolor en que le sumiera mi partida le separaran del camino recto, le quitaran su ú ltima esperanza de salvació n. Al imagi­nar esto, aparté la vista del bello cielo y del solitario valle de Morton -solitario porque só lo se veí an en é l la iglesia y la rectoral, medio ocultas entre á rboles, y, muy lejos, los tejados de Pale Hall, donde viví an el rico fabri­cante Oliver y su hija rubia- y apoyé la cabeza en el alfé izar de la ventana.

El ruido del postigo que separaba mi jardincillo de la pradera que ante é l se extendí a, me hizo alzar la cabeza. Un perro, el viejo Carlo, segú n pude ver, empujaba la cancela con el hocico, y John Rivers la abrí a en aquel momento. Su entrecejo arrugado, su mirada grave, le daban un aspecto casi hostil. Le invité a pasar.

-No; no puedo detenerme. Só lo vení a a darle unas cosas que dejaron mis hermanas para usted: una caja de colores, papel y lá pices.

Recogí el agradable don y, al acercarme, é l examinó mi rostro, donde debió apreciar huellas de lá grimas.

-¿ Ha encontrado su primer dí a de trabajo má s ingra­to de lo que creí a?

-Al contrario. Creo que, con el tiempo, acabaré lle­vá ndome muy bien con mis alumnas.

-Acaso la casa, el mobiliario, le hayan parecido peo­res de lo que esperaba. Reconozco que son muy modes­tos, pero...

-La casa es limpia y sin humedad y los muebles son suficientes y có modos -interrumpí -. Todo me ha agradado. No soy una necia sibarita como para echar de menos alfombras, tapicerí as, un sofá y cubiertos de pla­ta. Ademá s, hace cinco semanas yo no tení a nada: era una mendiga, una vagabunda, sin hogar y sin trabajo. Estoy maravillada de la bondad de Dios y de la generosi­dad de mis amigos, y me siento contenta de mi suerte.

-¿ No se encuentra demasiado sola? La casa, así, le parecerá oscura y vací a...

-Casi no he tenido tiempo de darme cuenta... -Bien. Confí o en que experimente de verdad el con­tento que expresa y le aconsejo que ponga todo su buen sentido en no imitar a la mujer de Lot. No sé lo que ha dejado usted tras de sí, pero debe desechar toda tenta­ció n de mirar atrá s y perseverar en su ocupació n actual, al menos por algunos meses.

-Eso me propongo hacer. John Rivers continuó:

-Es muy duro contrariar las inclinaciones naturales, pero sé por experiencia que cabe hacerlo. En cierto sen­tido, Dios nos ha dejado en libertad de escoger nuestro destino. Si alguna vez nuestras energí as son impotentes para seguir el camino que deseamos, no debemos de­sesperar. Busquemos otro desahogo a nuestra alma, otro placer para nuestro corazó n, tan intensos -y acaso má s puros- que los que nos son vedados y, si no pode­mos seguir el sendero que la Fortuna nos cierra, em­prendamos otro, aunque sea má s escabroso.

»Hace un añ o, yo me sentí a muy desventurado, pen­sando que habí a cometido un error al hacerme sacerdote. Me creí a llamado a una vida activa. Bajo mi sobrepe­lliz latí a un corazó n anheloso de algo má s ené rgico, má s diná mico; la carrera de un literato, de un artista, de un autor, de un orador, de un polí tico, de un guerrero, de un amante de la fama, de un codicioso del poder... Me­dité: mi vida tení a que cambiar de ruta, porque si no me serí a imposible soportarla. Tras una temporada de lu­chas conmigo mismo, de tinieblas en torno, se hizo la luz para mí. Ante mi estrecha existencia se abrí an panoramas sin lí mites. Podí a ejercitar todas mis facultades, re­montarme tan alto como lo permitieran mis alas. Dios tení a algo para mí: algo en que poder desplegar esfuer­zo, valor, elocuencia, las cualidades necesarias al solda­do, al estadista, al orador. Porque todo ello se necesita para ser un buen misionero.

»Resolví hacerme misionero. Desde entonces mi esta­do de á nimo cambió. Las cadenas que oprimí an mi espí ­ritu desaparecieron, sin dejarme otro recuerdo que el de las llagas producidas, que só lo el tiempo puede cicatri­zar. Mi padre contrariaba mi decisió n, pero desde su muerte ningú n obstá culo se opone a que yo cumpla lo que me propongo. Una vez que deje arreglados algunos asuntos y se designe sucesor mí o en la parroquia, una vez que venza algunas debilidades sentimentales que me retienen aú n, pero que sé que acabaré venciendo, por­que debo vencerlas, embarcaré para Oriente. »

Habló con su voz peculiar, reprimida y enfá tica, y cuando hubo callado miró al sol que se poní a, y que yo miraba tambié n. Mientras hablá bamos habí amos co­menzado a caminar por el sendero que, partiendo de mi verja, atravesaba el campo. Ningú n paso resonaba en aquel camino tapizado de hierbecillas, y só lo se sentí a el rumor del arroyo en el valle. Nos sobresaltó, pues, escu­char el sonido de una voz alegre, dulce, como una cam­panilla de plata, que decí a:

-Buenas tardes, Mr. Rivers, ¡ Hola, Carlo! Su perro reconoce a los amigos antes que usted. Aú n estaba yo en el extremo del prado, y ya é l aguzaba las orejas y agitaba la cola. En cambio usted todaví a continú a de espaldas a mí.

Era cierto. Rivers se habí a estremecido al escuchar aquella voz, como si un tremendo trueno hubiese esta­llado sobre su cabeza, y al terminar de hablar el nuevo interlocutor, permaneció en la misma actitud en que é ste le habí a sorprendido. Se volvió, al fin, con delibera­da lentitud. Una aparició n, o tal se me antojó, se hallaba a su lado. Vestí a completamente de blanco, era juvenil y graciosa. Al inclinarse para acariciar al perro, separó un velo que cubrí a su cara y mostró una faz de la má s per­fecta belleza. Las má s dulces facciones que el clima tem­plado de Albió n haya modelado jamá s, la má s bella combinació n de rosas y lirios que hayan hecho brotar de un rostro femenino la brisa y el brumoso cielo ingleses, justifican mi afirmació n. Ningú n encanto faltaba, nin­gú n defecto era perceptible. La joven tení a los rasgos delicados y tan brillantes, profundos y oscuros los ojos como los que se ven en algunos cuadros de grandes maestros. Eran largas y sombreadas sus pestañ as, finas las cejas, blanca y suave la frente, lozanas y ovaladas las mejillas, frescos, saludables, suavemente cincelados los labios, relucientes los dientes, menuda la barbilla. Al ver aquella bellí sima criatura, la admiré con todo mi co­razó n. La naturaleza, al modelarla, no le habí a negado ni uno de sus dones.

¿ Qué pensaba John Rivers de aquel á ngel terrenal? Esto me pregunté al verle volver el rostro y mirarla, y busqué la respuesta en su expresió n. Pero é l, casi al momento, retiró su mirada de la joven y la posó en las hu­mildes margaritas que crecí an junto al sendero.

-Hace una buena tarde, pero es ya una hora muy avanzada para que ande sola por aquí -dijo, al fin, mientras aplastaba las margaritas con el pie.

-He vuelto hoy de S... -y mencionó el nombre de una ciudad situada a veinte millas de distancia-; papá me ha dicho que usted ha abierto la escuela y que la maestra está ya en ella, y en cuanto tomé el té me puse el sombrero y salí para verla. ¿ Es esta señ orita? -añ a­dió, señ alá ndome.

-Sí -dijo John.

-¿ Le gusta Morton? -me preguntó ella con una simplicidad de tono y maneras casi infantiles.

-Creo que llegará a gustarme. -¿ Son aplicadas sus alumnas? -Sí.

-¿ Le gusta su casa? -Mucho.

-¿ Y los muebles? -Tambié n.

-¿ He acertado escogiendo a Alice Wood para ser­virla?

-Ha acertado usted. Es afable y trabajadora dije a la joven, de cuya identidad ya no dudaba. Era la hija del acaudalado Oliver, y tan rica, por tanto, de dones de belleza como de fortuna. ¿ Qué feliz combinació n de pla­netas habrí a presidido su nacimiento?

-Iré alguna vez a ayudarla -me dijo-. Siempre será un cambio para mí visitarla de vez en cuando, y me gusta mucho cambiar. Me he divertido mucho en S.... Mr. Rivers. La ú ltima noche estuve bailando hasta las dos de la madrugada. Hay allí un regimiento de guarni­ció n y sus oficiales son amabilí simos. Dejan tamañ itos a todos nuestros jó venes fabricantes de cuchillos y comer­ciantes de ferreterí a.

Los labios de John Rivers se contrajeron al escuchar­la. Separando la mirada de las margaritas, la volvió ha­cia la joven de un modo escrutador y severo. Ella correspondió con una sonrisa, que armonizaba muy bien con su juventud, con las rosas de sus mejillas y con la luz de sus ojos.

Mientras é l permanecí a mudo y grave, ella volvió a acariciar al perro diciendo:

-¡ Cuá nto me quiere el pobre Carlo! No es un ser frí o y ajeno a sus amigos y, si supiese hablar, no permanece­rí a mudo cuando le hablan.

Mientras se inclinaba para acariciar la cabeza del ani­mal, vi encenderse una llama en el rostro austero de Ri­vers. Sus ojos graves se llenaron de una emocionada luz. Así, sonrojado, brillante la mirada, parecí a tan hermoso hombre como ella mujer. Su pecho se dilató, como si su gran corazó n tratase de expandirse en é l. Pero dominó sus impresiones, tal un jinete experto domina un potro fogoso, y no respondió con una palabra ni con un ademá n.

-Papá -continuaba la joven- dice que ya no va us­ted a vernos nunca. É l se encuentra esta noche solo y algo indispuesto. ¿ Por qué no viene conmigo, para visitarle?

-No es hora de visitar a nadie-dijo Rivers. -Cuando yo se lo digo, es que sí. Precisamente es la hora conveniente para papá, porque ya está n cerrados los talleres y no tiene que ocuparse en negocios. Venga, Mr. Rivers. ¿ Có mo está usted tan sombrí o? -y como só lo la contestase el silencio, exclamó de pronto-: Per­done; no recordaba que no tiene usted motivos para sentirse alegre. Diana y Mary acaban de abandonarlo, Moor House está cerrada y usted se encuentra solo. ¡ Ande, venga a ver a papá!

-Esta noche, no, Miss Rosamond.

Rivers hablaba como un autó mata. Só lo é l podí a sa­ber el esfuerzo que aquella negativa le exigiera.

-¡ Qué obstinado es usted!... Ya no puedo detenerme má s: comienza a caer el rocí o. Buenas noches. -Buenas noches -dijo Rivers en voz baja y casi como un eco. Ella echó a andar, pero se volvió en se­guida.

-¿ Se encuentra bien? -preguntó. Y no le faltaba ra­zó n para interrogarlo, porque la faz del joven estaba tan blanca como el vestido de la muchacha.

-Muy bien-repuso é l. E, incliná ndose, se apartó de la verja. Cada uno se alejó por un camino distinto. Ella, vaporosa entre los campos como una aparició n maravillosa, se volvió dos veces para mirarle. El, ninguna.

El espectá culo del dolor y el sacrificio de otro, ahu­yentó el pensamiento de los mí os personales. Diana Ri­vers habí a calificado a su hermano de «inflexible como la muerte». Y no exageraba.

 

XXXII

Proseguí mis tareas en la escuela de la aldea tan activa y entusiasta como pude. El trabajo fue duro al principio. Pasó tiempo, pese a mis esfuerzos, antes de que pudiera comprender a mis alumnas y su modo de ser. Me parecí a imposible desembotar sus facultades y, ademá s, al pri­mer golpe de vista, todas se me figuraron iguales en su rusticidad y en sus aptitudes. Pronto comprendí que es­taba equivocada y que entre ellas habí a tanta diferencia de una a otra como la que hay entre seres educados. Una vez que comenzamos a comprendernos mutuamen­te, descubrí en muchas de ellas cierta amabilidad natu­ral, cierto. innato sentido del respeto propio y una capa­cidad innata que granjearon mi admiració n y mi buena voluntad. Las muchachas se interesaron en seguida en cumplir bien sus tareas, en adquirir há bitos de limpieza, puntualidad y urbanidad. La rapidez de los progresos de algunas era sorprendente. Y ello me imbuí a un modesto orgullo. Acabé estimando a algunas de las mejores de mis discí pulas, y ellas me correspondí an. Tení a entre las alumnas varias hijas de granjeros, ya casi mujeres. Como sabí an leer, escribir y coser algo, pude enseñ arles rudimentos de gramá tica, geografí a, historia y labores. A veces pasaba agradables horas en las casas de algunas de las que se mostraban má s á vidas de instruirse y pro­gresar. En tales casos, los granjeros, sus padres, me col­maban de atenciones. Experimentaba una alegrí a aceptá ndolas y retribuyé ndolas con consideració n y respeto escrupuloso hacia sus sentimientos, a lo que quizá no estuvieran acostumbrados. Ello les encantaba y beneficiaba, porque, sintié ndose elevados ante sus propios ojos, procuraban merecer el trato diferente que yo gus­tosamente les daba.

Me convertí en favorita de la aldea. Cuando salí a, acogí anme por doquiera cordiales saludos y amistosas sonrisas. Vivir entre el respeto general, aunque sea en­tre humildes trabajadores, es como estar «sentados bajo un sol dulce y benigno». En aquel perí odo de mi vida mi corazó n solí a estar má s animado que abatido. Y con todo, lector, en medio de mi existencia tranquila y labo­riosa, tras un dí a pasado en la escuela y una velada transcurrida leyendo en apacible soledad, cuando me dormí a soñ aba extrañ os sueñ os, coloridos, agitados, lle­nos de ideal, de aventura y de novelescas probabilida­des. Muchas veces imaginaba hallarme con Rochester, me sentí a en sus brazos, oí a su voz, veí a su mirada, toca­ba su rostro y sus manos, y entonces la esperanza y el deseo de pasar la vida a su lado se renovaban en todo su prí stino vigor. Al despertar recordaba dó nde estaba y có mo viví a, me estremecí a de dolor y la noche oscura asistí a a mis convulsiones de desesperació n y al crepitar de la llama de mis pasiones. A las nueve de la mañ ana siguiente, abrí a con puntualidad la escuela y me prepa­raba para los cotidianos deberes.

Rosamond Oliver cumplió su palabra de visitarme. Solí a ir a la escuela durante su paseo matinal a caballo, seguida por un servidor montado. Imposible imaginar nada má s exquisito que el aspecto que tení a con su ves­tido rojo y su sombrero de amazona graciosamente co­locado sobre sus largos rizos que besaban sus mejillas y flotaban sobre sus hombros. Solí a llegar a la hora en que Mr. Rivers daba la diaria lecció n de doctrina cris­tiana. Yo comprendí a que los ojos de la visitante desga­rraban el corazó n del joven pastor. Dijé rase que un ins­tinto secreto anunciase a Rivers la llegada de la mucha­cha, porque, aunque fingí a no verla, antes de que cruza­se el umbral, la sangre se agolpaba en sus mejillas, sus marmó reas facciones se transformaban y su serenidad aparente demostraba una impresió n mayor que cuanto hubieran exteriorizado los má s vivos ademanes o mi­radas.

Ella sabí a el efecto que le causaba. Pese a su cristiano estoicismo, Rivers, cuando Rosamond le miraba y le sonreí a, no podí a contener el temblar de sus manos y el fulgor de sus ojos. Parecí a decirla, con su mirada, triste y resuelta a la vez: «La amo y sé que usted me aprecia. No dejo de dirigirme a usted por temor al fracaso. Creo que si le ofreciera mi corazó n, usted lo aceptarí a. Pero mi corazó n está destinado a arder en un ara sagrada y en breve el sacrificio se habrá consumado. »

En tales ocasiones ella se poní a pensativa como una niñ a disgustada. Una nube velaba su radiante vivacidad; separaba con premura la mano de la de é l y volví a la mirada. Estoy segura de que Rivers hubiera dado un mundo por retenerla cuando se apartaba de é l así, pero no, en cambio, una probabilidad de alcanzar el cielo. No hubiera cambiado por el amor de aquella mujer su espe­ranza de alcanzar el verdadero paraí so. Ni le era posible concentrar en los lí mites de un solo amor sus ansias de ambicioso, de poeta, de sacerdote. No querí a, ni debí a, sacrificar su tarea de misionero a una vida reposada en los salones de Pale Hall. Aprendí mucho en el ejemplo de aquel hombre, una vez que, a pesar de su reserva, logré penetrar algo en su confianza.

Miss Oliver honraba mi casita con visitas frecuentes. Yo conocí a bien su cará cter, en el que no habí a ciertamente disfraz ni misterio. Era coqueta, pero no le faltaba co­razó n, y absorbente, pero no egoí sta. Era caprichosa, pero tení a buen cará cter; frí vola, mas no afectada; ge­nerosa, nada orgullosa de su situació n econó mica, inge­nua, bastante inteligente, despreocupada y alegre. Era encantadora, en resumen, aun para un observador im­parcial y de su propio sexo, como yo, pero no profunda­mente interesado. Un tipo muy diferente, en fin, de las hermanas de Rivers. Yo experimentaba por ella un afec­to muy semejante al que sintiera por Adè le con la natu­ral diferencia de ser é sta una niñ a y aqué lla una adulta.

Ella sentí a por mí un amable capricho. Decí a que yo era como Rivers (aunque estoy segura de que en el fon­do pensaba que no tan bella y que, aunque limpia de alma, no podí a compararme con é l, a quien debí a consi­derar como un á ngel). Agregaba que yo, como maestra de escuela de aldea, era un lussus naturae y que estaba segura de que mi vida anterior debí a de constituir una sugestiva novela.

Una noche en que, con su curiosidad infantil, aunque no molesta, se dedicaba a revolver el aparador de mi cocina, encontró una gramá tica y un diccionario alema­nes, dos libros franceses y una obra de Schiller, así como mis ú tiles de dibujo, un apunte de la cabecita de una de mis alumnas y algunos paisajes del valle de Morton y de los pantanos. Quedó ató nita de sorpresa y placer.

¿ Habí a hecho yo aquellos dibujos? ¿ Sabí a francé s y alemá n? ¡ Qué encanto! ¡ Yo podí a ser maestra de la me­jor escuela de S...! ¿ Querrí a hacer un retrato de ella, para enseñ arlo a papá?

Respondí que con mucho gusto, experimentando, en efecto, el placer que todo artista sentirí a en copiar un modelo tan perfecto y radiante. Vestí a la joven un traje de seda azul oscuro, llevaba desnudos los brazos y el cuello, y no ostentaba otro adorno que el natural de sus tirabuzones castañ os cayendo sobre los hombros. Tomé cuidadosamente un apunte, que me prometí colorear, y le dije que, como era tarde, debí a volver a posar otro dí a.

De tal modo debió de hablar de mí a su padre, que é ste la acompañ ó al dí a siguiente. Era un hombre alto, de cara cuadrada, maduro, de cabello gris. Su hija parecí a, a su lado, una flor junto a una vieja torre. Aunque tení a aspecto orgulloso y taciturno, estuvo muy amable con­migo. El bosquejo del retrato de Rosamond le gustó mucho y dijo que era preciso que lo completara. Me rogó tambié n insistentemente que fuese a pasar la vela­da del dí a siguiente en Pale Hall.

Acudí. La casa, amplia y hermosa, denotaba la rique­za de su propietario. Rosamond estuvo muy alegre y sin padre muy afable. Despué s del té me dijo que se hallaba muy satisfecho de mi labor en la escuela y que só lo temí a que yo la abandonase pronto, ya que mis aptitudes no eran apropiadas a aquel modesto empleo.

-¡ Claro! -exclamó Rosamond-. Podrí a ser muy bien institutriz de una familia distinguida.

Yo pensaba que estaba má s a gusto así que con la familia má s distinguida del planeta. Mr. Oliver habló con gran respeto de los Rivers. Dijo que era la casa má s antigua de la comarca, que antiguamente les habí a per­tenecido todo Morton y que, aun ahora, el representan­te de aquella noble familia podrí a hacer un matrimonio excelente. Se lamentó de que un hombre de tanto talen­to como el joven hubiese decidido hacerse misionero. Entendí que el padre de Rosamond no hubiera dificulta­do su unió n con John considerando sin duda que el nom­bre ilustre, la familia distinguida y la respetable profe­sió n de Rivers compensaban su falta de fortuna.

El 5 de noviembre era fiesta. Mi criadita, despué s de ayudarme a limpiar la casa, se habí a ido, encantada con el penique con que la obsequié. Todo estaba limpio y brillante: la vajilla, el suelo, las sillas bien barnizadas. Tení a ante mí la tarde para emplearla como quisiera.

Pasé una hora traduciendo alemá n. Luego cogí mis pin­celes y mi paleta y comencé a dar los ú ltimos toques al retrato de Rosamond Oliver. Apenas faltaba nada: algú n toque de carmí n que añ adir a los labios, algú n rizo que añ a­dir a los tirabuzones, un ligero sombreado bajo los ojos... Estaba abstraí da en estos detalles cuando oí un golpe en la puerta entornada y entró seguidamente John Rivers.

-Vengo a ver có mo pasa usted la fiesta --dijo-. Es­pero que no en pensar cosas tristes. ¡ Ah, está pintando! Muy bien. Le traí a un libro para entretenerse.

Y puso sobre la mesa un poema recientemente publi­cado, una de aquellas excelentes producciones que se ofrecí an al pú blico en aquella é poca, la edad de oro de la literatura inglesa moderna. ¡ Nuestra é poca no es, en ese sentido, tan afortunada! No nos desalentemos, sin em­bargo. Sé que la poesí a no ha muerto ni el genio se ha perdido, que Mammon no los ha esclavizado. Así, pues, un dí a u otro demostrará n su existencia, presencia y li­bertad. Como potentes á ngeles, se han refugiado en el cielo, y sonrí en ante el triunfo de las almas só rdidas y de las lá grimas de las dé biles. No; no está la poesí a destrui­da ni desvanecido el genio. No cantes victoria, ¡ oh, me­diocridad! No só lo aquellos divinos influjos existen, sino que reinan y sin ellos tú misma estarí as en el infierno... en el de tu insignificancia.

Mientras examinaba el libro, John Rivers contempla­ba el retrato. Luego se irguió, en silencio. Le miré: leí a en sus ojos y en su corazó n como en un libro abierto y me sentí a má s tranquila y má s frí a que é l. Vié ndome de momento má s fuerte que Rivers, resolví hacerle el bien que me fuera posible, segura de que nada le serí a má s grato que hablar un poco de aquella dulce Rosamond con la que no pensaba casarse, a pesar de su amor...

-Sié ntese -le dije.

Contestó, como siempre, que no le era posible dete­nerse. Resolví que, sentado o de pie, me oirí a, ya que la soledad no era má s conveniente para é l que para mí. Pensaba que, de no poder llegar hasta la fuente de su confianza, al menos descubrirí a en su pecho de má rmol una grieta a travé s de la cual poder deslizar el bá lsamo de mi simpatí a.

-¿ Le gusta este retrato? -pregunté de pronto. -¿ Gustarme el qué? No me he fijado bien. -Sí se ha fijado.

Me contempló ató nito, sorprendido de mi brusque­dad. Pero yo continué, imperté rrita:

-Lo ha mirado detenidamente, pero no sé por qué no ha de verlo mejor -y diciendo así, se lo entregué. -Es un excelente retrato, muy suave de color y muy dibujado.

-Ya, ya... Pero, ¿ de quié n es? Dominando un titubeo, respondió: -Presumo que de Miss Oliver.

-Sí. Ahora bien, si desea y lo acepta, le ofrezco una copia fiel del retrato.

Siguió examiná ndolo y murmuró:

-¡ Es admirable! Los ojos, su expresió n, su color, son perfectos... Se la ve sonreí r...

-¿ Le agradarí a o le disgustarí a tener una copia? Cuando se encuentre usted en Madagascar, en la India, o en El Cairo, ¿ serí a para usted un consuelo este retrato o má s bien un motivo de recuerdos tristes?

Me miró indeciso y volvió a examinar la pintura. -Me agradarí a tenerlo -respondió -. Que sea pru­dente o no, es otra cosa.

Desde que comprobara que Rosamond querí a a Ri­vers y su padre no se oponí a a un matrimonio, habí a deseado abogar porque se realizara. Parecí a que, si en­traba John Rivers en posesió n de la gran fortuna de Mr. Oliver, podrí a hacer má s beneficios a sus semejantes que los que efectuara ejerciendo de misionero bajo el sol de los tró picos. Por ello, le dije:

-A mi entender, lo má s razonable serí a tener, mejor que el retrato, el modelo.

É l se habí a sentado, colocando el retrato sobre la mesa y la contemplaba en é xtasis, con la cabeza entre las manos. Noté que no le ofendí a mi audacia. Hasta observé que aquel modo brusco de tratar el asunto le plací a y le aliviaba. Las personas reservadas necesitan a veces que se hable de sus sentimientos y angustias má s que las expansivas. El má s estoico es, al fin, un ser humano.

-Estoy segura de que usted la quiere -dije-. Y el padre de ella le estima mucho a usted. Ademá s, es una muchacha encantadora y si no posee una gran mentalidad, usted tiene bastante para los dos. Debe casarse con ella. -¿ Acaso me quiere ella a mí? -repuso.

-Má s que a nadie. Nada le complace tanto como ha­blar de usted y lo hace continuamente.

-Eso es muy agradable de oí r... Estaré otro cuarto de hora -añ adió, poniendo el reloj sobre la mesa para calcular el tiempo.

-¿ Para qué? ¿ Para preparar entre tanto una violenta contradicció n y forjar una cadena má s que aprisione los impulsos de su corazó n?

-Vaya, no imagine esas cosas terribles... Imagine má s bien, y acertará, que la posibilidad de un amor hu­mano fluye en mi mente como una riada que inunda el campo que con tanto cuidado y trabajo preparé, que hace llover sobre é l un suave veneno. Me veo a mí mis­mo sentado en una butaca en el saló n de Pale Hall, con Rosamond a mis pies, hablá ndome con su dulce voz, sonrié ndome con esos labios de coral que la diestra mano de usted ha copiado tan bien. Es mí a, soy suyo, esta vida y este mundo me bastan. ¡ Chist! No diga nada: mi corazó n está lleno de satisfacció n y enervados mis sentidos. Deje pasar en paz el tiempo marcado.

Sonaba el tictac del reloj. Rivers respiraba fuertemen­te; yo callaba. Pasado el cuarto de hora, se incorporó, guardó el reloj y dejó de mirar la pintura.

-Estos minutos -dijo- han sido consagrados al de­lirio y a la ilusió n. He ofrecido mi cerviz voluntariamen­te al florido yugo de las tentaciones, me he dejado cubrir las sienes con sus guirnaldas y he apurado su copa. Aho­ra veo ya y siento que su vino es hiel, sus promesas falsas y sus guirnaldas espinas.

Volvió a mirarme y continuó:

-Aunque haya amado a Rosamond Oliver tan inten­samente como la amo, y reconociendo lo bella, exquisi­ta y graciosa que es, jamá s he dejado de comprender que no será una esposa apropiada para mí, que no se­rí a la compañ era que necesito. Me consta que a un añ o de é xtasis, sucederí a toda una vida de lamentar esa unió n.

-¡ Qué extrañ o! -no pude por menos de exclamar. -Hay algo en mí -dijo Rivers- inmensamente sen­sible a sus encantos y otra parte que nota fuertemente sus defectos. Sé que ella no compartirí a ninguna de mis aspiraciones ni colaborarí a en ninguna de mis iniciati­vas. ¿ Cree posible que Rosamond se convirtiera en una mujer abnegada, laboriosa, paciente, en la esposa de un misionero? ¡ No!

-Pero no está usted obligado a ser misionero. Re­nuncie a ello.

-¿ Renunciar a mi vocació n? ¿ Destruir los cimientos terrenos de mi morada celestial? ¿ Sustituir la sabidurí a por la ignorancia, la paz por la guerra, la libertad por la esclavitud, la religió n por la superstició n, la esperanza del cielo por el amor del infierno? ¿ Renunciar a cuanto me es má s querido que la sangre de mis venas? No; debo vivir para ello y mirar hacia delante.

-Y el disgusto que experimente Miss Oliver, ¿ le es indiferente? -pregunté, tras larga pausa. -Rosamond está siempre rodeada, de hombres que la cortejan y antes de un mes se habrá olvidado de mí y se casara, probablemente, con alguien que la hará má s feliz de lo que yo la harí a.

-Usted habla con calma, pero sufre.

-No. Lo ú nico que me disgusta es el alargamiento de mi marcha. Esta mañ ana me he informado de que el pá rroco que me sustituye no llegará hasta dentro de tres meses, acaso de seis.

-Usted se estremece y se sonroja cuando ella entra en la escuela.

Otra vez una expresió n de asombro se pintó en su faz. No imaginaba que una mujer osase hablar así a un hom­bre. En cuanto a mí, navegaba en mis propias aguas. Nunca me sentí a a gusto en el trato de cualquiera, hom­bre o mujer, hasta que penetraba en el umbral de su confianza, traspasando los lí mites de la reserva conven­cional.

-Es usted original y nada tí mida -dijo-. Su espí ritu es atrevido y sus ojos perspicaces, pero le aseguro que en parte interpreta mal mis emociones. Me considera má s profundo y má s inteligente de lo que soy. Me con­cede má s simpatí a de la que merezco. Si se me enciende la cara cuando veo a Rosamond no es, como supone usted, por un impulso del alma, sino por una vergonzosa debilidad de la carne. Pero espiritualmente me conozco: soy un hombre frí o y duro como una roca.

Sonreí, incré dula.

-Ha tomado usted por asalto mi intimidad -si­guió - y no le ocultaré mi cará cter. Prescindiendo de las vestiduras externas y convencionales con que cubrimos las deformidades humanas, en el fondo no soy má s que un hombre duro, frí o y ambicioso. No me guí a el senti­miento, sino la razó n; mi ambició n es ilimitada; deseo elevarme má s que nadie. Si alabo la perseverancia, la laboriosidad y el talento, es porque son los medios de que pueden servirse los hombres para alcanzar vastos fines. Y si yo me ocupo de usted, es porque la considero un modelo de mujer diligente, ené rgica y disciplinada, no porque me compadezca de lo que usted ha sufrido o le falte por sufrir.

-Se pinta usted como un filó sofo pagano -dije. -Hay una diferencia entre mí y esos filó sofos, y es que creo en el Evangelio. No soy un filó sofo pagano, sino cristiano, un discí pulo de Jesú s, que acepta sus be­nignas y piadosas doctrinas. Las profeso y he jurado propagarlas. La religió n me ha ganado a su causa y ha convertido los gé rmenes de afecto instintivo que hubiera en mí, en el á rbol amplio de la filantropí a cristiana. La ambició n de obtener poder y fama personal la he trans­formado en ambició n de extender el reinado del Maes­tro y conseguir victorias para el estandarte de la cruz. Así, pues, la religió n ha modificado en buen sentido mis inclinaciones, pero no ha podido transformar mi naturaleza, ni la cambiará «hasta que este mortal, inmortal sea... ».

Y tras esta cita, tomó el sombrero de la mesa y, al hacerlo, miró otra vez el retrato.

-¡ Es encantadora! -murmuró -. Bien lo dice su nombre: es la rosa del mundo.

-¿ Quiere una copia del retrato? -Cui bono? No.

Colocó sobre el dibujo la hoja de papel transparente en que yo solí a apoyar la mano mientras pintaba, para no ensuciar la cartulina. Lo que pudiese ver en aquel papel fue entonces un misterio para mí, pero en algo debió de reparar su mirada. Lo cogió rá pidamente, examinó sus bordes y me miró de un modo extrañ o e incomprensible, como si tratara de examinar hasta el detalle má s mí nimo de mi aspecto, mi rostro y mi vestido. Sus labios se entrea­brieron, como si fuese a hablar, pero nada dijo.

-¿ Qué pasa? -pregunté.

-Nada --contestó. Y antes de volver a dejar el papel en su sitio cortó rá pidamente una estrecha tira de su borde y la guardó en el guante. Luego inclinó la cabeza y desapareció murmurando:

-Buenas tardes.

-¡ Si lo entiendo, que me maten! -exclamé usando una locució n local muy corriente.

Examiné el papel, pero nada vi de raro, salvo unas ligeras manchas de pintura. Medité en aquel misterio un par de minutos y, estimá ndolo insoluble y seguramente secundario, dejé de pensar en é l.

 

XXXIII

Cuando se fue Rivers comenzaba a nevar, y siguió ne­vando toda la noche. Al oscurecer del dí a siguiente el valle estaba casi intransitable. Cerré, apliqué una esteri­lla a la puerta para que la nieve, al derretirse, no entrase por debajo, encendí una vela y comencé a leer el libro de Marmion que me trajera Rivers:

Laderas del castillo de Norham, ancho y profundo rí o Tweed, solitarias montañ as de Cheviot... Macizos murallones, que flanquean las torres que protegen el dintel reluciendo, amarillas, bajo el sol...

La bella melodí a de los versos me hizo olvidar en bre­ve la á spera tormenta.

Oí repentinamente un ruido en la puerta. Creí que fuera el batir del viento pero era John Rivers, que sur­giendo bajo el helado huracá n de entre las profundas tinieblas, aparecí a ante mí, cubierta su alta figura de un abrigo todo blanco de nieve, como un glaciar. Me alarmé, ya que no esperaba visita alguna en semejante noche. -¿ Pasa algo? -pregunté.

-No. ¡ Con qué facilidad se asusta! -dijo, mientras se quitaba el gabá n y lo colgaba de la puerta, tras la que volvió a poner la esterilla, en la que se limpió las botas llenas de nieve.

-Dispense que ensucie la limpieza de su pavimento -exclamó, agregando, mientras se acercaba al fuego-: Le aseguro que me ha costado trabajo llegar. He caí do en un hoyo y la nieve me alcanzaba hasta la cintura. Por fortuna no se habí a helado aú n.

-¿ Por qué ha venido? -no pude menos de interro­garle.

-¡ Qué pregunta tan poco acogedora! No obstante, le diré que he venido para hablar con usted un poco, ya que me siento fatigado de mis libros silenciosos y mis habitaciones vací as. Ademá s, experimento desde ayer el interé s de la persona a quien cuentan una historia y la dejan a la mitad.

Se sentó. Recordando su singular conducta del dí a an­terior, empecé a temer que Rivers no estuviera bien de la cabeza. Pero si estaba loco, lo estaba con una locura harto frí a y serena. Nunca me parecieron de una calma tan marmó rea sus facciones como hoy, mientras se sepa­raba de la frente el cabello hú medo de nieve. Con todo, la preocupació n se pintaba claramente en su rostro ilu­minado por la llama del hogar. Esperé que hablara. Ha­bí a apoyado la barbilla en la mano, mantení a un dedo sobre los labios y parecí a pensativo. Aquella mano me pareció tan pá lida y demacrada como ahora lo estaba su rostro. Sentí pena de é l y dije:

-Me gustarí a que Diana o Mary viniesen a vivir con usted. Está muy solo y temo por su salud.  

-Ya me cuido yo; estoy muy bien -repuso-. ¿ Qué ve usted de mal en mí?

Habló distraí damente, con indiferencia, como si no necesitara para nada mi solicitud. Guardé silencio. Separó al fin su dedo de los labios, pero sus ojos con­templaban aú n, fijos y está ticos, el fuego. Por decir algo, le pregunté si no le molestaba el frí o que se desli­zaba por las rendijas de la puerta.

-No, no -respondió, casi á speramente.

«Bien -pensé -. Puesto que no quieres hablar, allá tú. Yo vuelvo a mi libro. »

Despabilé la bují a y me sumí en la lectura de Mar­mion. É l, al cabo, sacó una cartera de piel y de ella una carta, que examinó en silencio, volviendo luego a hun­dirse en sus reflexiones. Leer en aquellas condiciones me resultaba insoportable. Resolví hablarle, a riesgo de que me contestase con la misma brusquedad.

-¿ Le han vuelto a escribir sus hermanas?

-Desde la carta que le enseñ é la semana pasada, no. -¿ Han experimentado algú n cambio sus asuntos? ¿ Podrá partir antes de lo que contaba?

-Me temo que no. Serí a demasiada suerte.

No viendo posibilidad de charla por aquel lado, opté por hablar de la escuela.

-La madre de Mary Garret está mejor y Mary ha venido hoy a la escuela. La semana pró xima asistirá n cuatro niñ as má s de la Inclusa.

-Ya.

-Mr. Oliver paga los gastos de dos. -¿ Sí?

-Se propone hacer un regalo a la escuela por Na­vidad.

-Lo sé.

-¿ Se lo aconsejó usted? -No.

-¿ Entonces, quié n? -Supongo que su hija. -Probablemente: es muy buena.

-Sí.

Se produjo otra pausa. É l, al fin, se volvió hacia mí. -Deje su libro un momento y acé rquese má s al fuego -dijo. Le obedecí, asombrada.

-Hace media hora -explicó - que pienso en la con­tinuació n de la historia de ayer y he llegado a concluir que es mejor que yo la cuente y usted la escuche. Antes de empezar, debo advertirla que la historia le va a sonar a cosa conocida, pero con todo, siempre adquieren algu­na novedad los detalles cuando son pronunciados por otra boca. Por lo demá s, el relato es breve.

»Hace veinte añ os, un pobre sacerdote-su nombre no hace al caso por el momento- se enamoró de la hija de un hombre adinerado. Ella le correspondió y se casó con é l, contra la voluntad de su familia, que rompió sus rela­ciones con los recié n casados. Antes de dos añ os, los dos habí an muerto y reposan en paz bajo la misma lá pida. Yo he visto su tumba, en el inmenso cementerio adosado a la sombrí a y antigua catedral de una ciudad industrial, en el condado de... Dejaron una hija, a quien, a poco de nacer, la caridad acogió en su regazo frí o, como el hoyo lleno de nieve en el que he caí do esta noche. La persona que la recogió era una tí a suya: Mrs. Reed, de Gateshead. A propó sito: ¿ no oye usted un ruido? Debe ser un rató n, seguramente en el edificio de la escuela. Antes de alqui­larlo para escuela era un granero, y en los graneros suelen abundar los ratones... Pero continuemos: Mrs. Reed tuvo a la hué rfana en su casa diez añ os, y si la niñ a fue feliz o no es cosa que, no habié ndome sido dicha, no puedo concretar. Al fin, dicha señ ora la envió a un cole­gio, que no era otro que Lowood, donde usted ha vivido. Su carrera fue lucida, ya que pasó de alumna a profeso­ra..., y por cierto que noto semejanza entre su historia y la de usted... Como usted, se empleó despué s de institu­triz, encargá ndose de la educació n de una niñ a, protegida de un tal Mr. Rochester...

-¡ Mr. Rivers! -interrumpí.

-Adivino sus sentimientos -repuso-, pero le ruego que me oiga hasta el fin. Nada sé del cará cter de ese Mr. Rochester; só lo me consta que propuso a la joven unirse con é l en matrimonio legal, aunque viví a su mujer, que estaba demente. Cuá les fueran sus ulteriores propó sitos, es asunto que se presta a discusió n. Lo ú nico evidente es que, habié ndose precisado tener noticias de la mucha­cha, resultó que é sta habí a desaparecido sin saberse có mo. Abandonó Thornfield Hall una noche y todas las pesquisas hechas en la comarca para encontrarla han re­sultado inú tiles. Sin embargo, urge que aparezca, y al efecto se han publicado anuncios en todos los perió di­cos. Yo mismo he recibido una carta de un procurador llamado Briggs comunicá ndome los detalles que acabo de participarle. ¿ No le parece una historia interesante?

-Puesto que conoce tales detalles -contesté -, po­drá decirme uno má s. ¿ Qué es de Mr. Rochester? ¿ Qué hace? ¿ Está bien?

-Ignoro cuanto se refiere a ese caballero, ya que la carta no le menciona má s que para citar el ilegal propó sito que le he referido. Má s vale que pregunte usted el nombre de la institutriz y el motivo que requiere su aparició n.

-Pero ¿ no han ido a Thornfield Hall? ¿ No han visto a Mr. Rochester?

-Creo que no. -¿ Y entonces...?

-Mr. Briggs dice que la contestació n a su carta dirigi­da a Thornfield no la envió Mr. Rochester, sino una se­ñ ora llamada Alice Fairfax.

Me sentí desmayar. Mis peores temores se habí an confirmado. Seguramente é l habí a abandonado Inglate­rra y erraba a la sazó n por el continente. ¿ Y qué bá lsa­mo buscarí a para sus sufrimientos, qué objeto encontra­rí a en que desahogar sus pasiones? No me atreví a dar­me la respuesta. ¡ Pobre amado mí o, aqué l a quien casi llegara a estar unida, aqué l a quien llamara una vez «mi querido Edward»!

-Ese Rochester debe de ser un mal hombre -co­mentó Rivers.

-No le conoce usted. No puede juzgarle -contesté con calor.

-Bien -repuso serenamente-. Tengo otras cosas en qué pensar antes que en é l... Debo concluir mi histo­ria. Y, puesto que no me pregunta el nombre de la insti­tutriz, yo lo diré, y no de palabra, porque siempre son mejores las cosas por escrito.

Volvió a sacar la cartera y de una de sus divisiones extrajo una delgada tira de papel, en la que reconocí, por sus manchas de azul ultramar, ocre y bermelló n, el borde de la hoja que Rivers cortara en mi casa el dí a antes. Y en é l, escrito en tinta china, de mi puñ o y letra, se leí a Jane Eyre, mi propio nombre, que yo habí a escri­to allí en un momento de distracció n, sin duda.

-Briggs me habla de una Jane Eyre -siguió Ri­vers-, anuncios hablan de una Jane Eyre y yo conozco a una Jane Elliott. Confieso que tení a algunas sospe­chas, pero só lo ayer tuve la certidumbre. ¿ Qué? ¿ Re­nuncia usted a ese nombre supuesto?

-Sí, sí, pero ¿ dó nde está Briggs? É l sabrá de Roches­ter má s cosas que usted.

-Briggs está en Londres y dudo que sepa nada de Rochester, porque no es en é l quien está interesado. Y veo que olvida usted los motivos que Briggs tiene en hallarla...

-¿ Qué quiere de mí?

-Só lo advertirla que su tí o Eyre, que viví a en Made­ra, ha muerto, que ha legado a usted todos sus bienes y... ya nada má s.

-¿ Sus bienes? ¿ A mí? ¿ Conque soy rica? -Sí.

-Siguió un silencio.

-Ahora es preciso que pruebe usted su identidad -concluyó John Rivers-. Los bienes está n invertidos en tí tulos pú blicos de Inglaterra. Briggs tiene el testa­mento y la documentació n necesaria.

He aquí que mi suerte experimentaba un nuevo cam­bio. Es una agradable cosa, lector, pasar en un momento de la indigencia a la opulencia, pero, sin embargo, al recibir la noticia, no hay por qué saltar, gritar y enloque­cer de alegrí a. La riqueza es un hecho concreto, prá cti­co, desprovisto de aspectos ideales y, por tanto, la ale­grí a que se experimenta alcanzá ndola debe ser del mis­mo gé nero. Ademá s, las expresiones herencia y testa­mento está n í ntimamente ligadas a las de funeral y muer­te. Mi tí o habí a muerto y yo que, desde que conocí su existencia, habí a acariciado la esperanza de verle algú n dí a, debí a renunciar a ello. Luego aquel dinero era só lo para mí, no para una familia venturosa y alegre. En fin: de todos modos era una gran suerte, yo podí a alcanzar mi independencia, y este pensamiento me ensanchó el corazó n.

-Parece que se ha convertido usted en piedra -dijo Rivers-. Vamos, ¿ no pregunta cuá nto hereda? -Bien: ¿ cuá nto heredo?

-¡ Una bagatela! No merece la pena hablar de ello... Veinte mil libras.

-¿ Veinte mil libras?

Quedé ató nita. Habí a contado con cuatro o cinco mil. Se me cortó la respiració n. Rivers, a quien nunca viera reí r, no pudo reprimir la risa esta vez.

-Si hubiese cometido usted un crimen y la dijese que habí a sido descubierta, no quedarí a má s petrificada... -¡ Es mucho! ¿ No será un error? ¿ No será n dos mil y por equivocació n en las cifras...?

-Nada de cifras. Está escrito en letras. Son veinte mil.

Sentí la impresió n que podrí a experimentar un gastró ­nomo solo ante una mesa servida para un centenar. Ri­vers se levantó y se puso el gabá n.

-Si no hiciera tan mala noche -dijo- le enviarí a a Hannah a acompañ arla, porque parece usted sentirse hoy desgraciadí sima... Pero la pobre Hannah no puede saltar los hoyos llenos de nieve tan bien como yo. Así que tengo que abandonarla a su pena. Buenas noches.

Un sú bito pensamiento acudió a mi mente.

-Espere un momento -rogué. -¿ Qué?

-Me asombra que Briggs escribiese a usted sobre esto. ¿ Có mo le conoce ni có mo podí a figurarse que us­ted, en un lugar tan apartado, podrí a cooperar a encon­trarme?

-Soy sacerdote -dijo-, y con frecuencia se apela a los sacerdotes en los má s raros asuntos.

Y empuñ ó el picaporte.

-No me convence -repuse. Habí a, en efecto, en su ambigua contestació n algo que excitaba mi curiosidad en grado sumo. Añ adí -: Es algo tan extrañ o, que de­seo que me lo aclare.

-Otro dí a. -No. ¡ Hoy, hoy!

Y me interpuse entre é l y la puerta. Pareció turbarse. -No se irá hasta que me lo diga -aseguré. -Preferirí a que la informaran Mary o Diana.

Tales objeciones no hací an má s que estimular mi cu­riosidad. Era preciso satisfacerla, y se lo dije:

-Ya le he manifestado que soy un hombre duro, im­persuadible -objetó.

-Y yo una mujer durí sima. -Y frí o... -siguió diciendo.

-El fuego deshace el hielo -alegué -, y yo soy ar­diente. La prueba está en que la nieve que cubrí a su abrigo se ha fundido al calor, convirtiendo mi cocina en un lago. Y, si quiere usted que le perdone el horrible crimen de inundar mi cocina, es preciso que me diga lo que deseo.

-Me rindo -dijo-, no a su ardor, sino a su perseve­rancia, capaz de agujerear la roca, como una gota de agua. Aparte de eso, má s pronto o má s tarde habí a de saberlo... ¿ Usted se llama Jane Eyre?

-Desde luego.

-En ese caso... ¿ No sabe usted que mi nombre es John Eyre Rivers?

-¡ No lo sabí a! Recuerdo ahora haber visto su nom­bre, con la E en abreviatura, escrito en los libros que me ha dejado algunas veces, pero nunca se me ocurrió pen­sar que... Pero entonces...

Me interrumpí. No acertaba a expresar el pensamien­to que se me ocurrí a y que, sin embargo, representaba una evidente probabilidad, ya que formaba el resultado ló gico de una cadena de circunstancias concurrentes. Por si el lector no acierta, reproduciré las explicaciones de Rivers:

-Mi madre se apellidaba Eyre y tení a dos hermanos: uno, sacerdote, casó con Jane Reed, de Gateshead; el otro, John Eyre, era comerciante en Funchal, en Made­ra. Briggs, abogado de Eyre, nos escribió en agosto in­formá ndonos de la muerte de nuestro tí o y de que habí a dejado sus bienes a la hué rfana de su hermano el sacer­dote, prescindiendo de nosotros, como consecuencia de su ruptura con mi padre. Nos escribió semanas despué s anunciando que la heredera habí a desaparecido y pre­guntá ndome si sabí a algo de ella. Un nombre escrito por casualidad al borde de un papel me ha permitido encon­trarla. Lo demá s es inú til que lo diga, porque ya lo sabe usted.

Y trató de salir, pero yo me apoyé contra la puerta. -Antes de hablarle -dije- dé jeme reflexionar un momento -y tras una pausa agregué -: Su madre era hermana de mi padre, ¿ no?

-Sí.

-¿ Y, por tanto, tí a mí a? Asintió.

-Mi tí o John era tí o de usted, y usted, Diana y Mary, hijos de su hermana, como yo hija de su hermano. -Innegablemente.

-¿ De modo que los tres son mis primos? -Lo somos, en efecto.

Le miré. Parecí ame haber hallado un hermano -y un hermano del que me sentí a orgullosa-, y dos hermanas cuyas cualidades, aun considerá ndolas extrañ as a mí, habí an despertado mi admiració n y mi afecto. Aquellas dos jó venes que, desesperada, contemplara una noche de lluvia a travé s de la enrejada ventanita de la cocina de Moor House eran mis parientes, como lo era aquel jo­ven que se hallaba ante mí. ¡ Oh, qué delicioso descubri­miento para quien sufrí a el dolor de su soledad! ¡ É sta sí que era riqueza, auté ntica riqueza, riqueza del corazó n, susceptible de producir la alegrí a y el entusiasmo, al contrario de la riqueza metá lica!

Junté las manos, en un impulso de alegrí a. Mi pulso latí a aceleradamente.

-¡ Qué contenta estoy! -exclamé. John sonrió.

-¿ No le decí a que descuidaba usted lo esencial? Se puso seria cuando le dije que poseí a una fortuna y ahora se emociona por una cosa de tan poca importancia.

-¿ De poca importancia? Quizá para usted que, te­niendo dos hermanas, no necesita una prima, pero no para mí, que me encuentro de improviso con tres parientes... o al menos con dos, si usted no quiere contarse en el nú mero... ¡ Qué contenta estoy, sí!

Comencé a pasear a travé s de la habitació n y luego me detuve, medio sofocada por los pensamientos que inva­dí an mi mente. Yo podí a corresponder a los beneficios de los que salvaron mi vida. Eran dependientes: yo po­dí a independizarles; estaban separados: podí a reunirlos. Lo que era mí o, debí a ser de ellos tambié n. Puesto que é ramos cuatro, las veinte mil libras debí an ser reparti­das. Con cinco mil cada uno, todos tení amos la vida de sobra asegurada, todos serí amos felices y se cumplirí a un acto de justicia. Ahora la riqueza no era ya un peso para mí. Implicaba, al contrario, vida, felicidad, espe­ranza...

No sé có mo mirarí a a Rivers mientras pensaba en es­tas cosas; só lo sé que me ofreció una silla y me aconsejó que me serenase.

-Escriba mañ ana a Diana y a Mary y dí gales que vuelvan a casa. Si se consideraban ricas con mil libras, hay que creer que con cinco mil cada una se considera­rá n dichosas -exclamé.

-Dí game dó nde puedo encontrar un vaso de agua para usted, porque necesita calmarse -repuso John. -¡ Nada de eso! Y dí game: ¿ qué hará usted? ¿ Se que­dará en Inglaterra, pedirá la mano de Rosamond y hará una vida corriente, como...?

-Desvarí a usted. Le he comunicado las noticias tan bruscamente, que no me extrañ a...

-Me hace perder la paciencia. Estoy en mi plena ra­zó n. Es usted quien no entiende o no quiere entender. -Quizá la comprendiese si se explicara mejor. -¿ Qué falta hacen explicaciones? Puesto que son veinte mil libras, deben dividirse a partes iguales entre los cuatro sobrinos de nuestro tí o. Escriba a Mary y a Diana dicié ndoles la fortuna que han heredado... -Que ha heredado usted.

-Ya le he dicho lo que pienso y no cambiaré. No soy una egoí sta ni una desagradecida. Ademá s, quiero tener una casa y una familia. Me gusta Moor House y viviré en Moor House, y quiero a Diana y a Mary y viviré con ellas. Poseer cinco mil libras me agrada y me conviene. Poseer veinte mil, me abrumarí a. Y no serí an mí as en justicia, aunque lo fueran segú n la ley. Les cedo lo que es superfluo para mí. No rehú se ni me lo discuta. Pó nga­se de acuerdo conmigo sobre ello ahora mismo.

-Habla usted siguiendo el primer impulso. Tó mese dí as para pensarlo, antes de comprometer su palabra. -Aunque dude de mi sinceridad, ¿ no comprende que lo que digo es justo?

-Es justo hasta cierto punto, pero no es lo que se acostumbra a hacer. Tiene usted derecho a toda la fortu­na. Mi tí o la ganó con su trabajo y podí a legarla a quien quisiera. Puede usted, en conciencia, quedarse con todo.

-Para mí -dije- el sentimiento es tan importante como la conciencia. Y ya que puedo pocas veces seguir mis sentimientos, deseo seguirlos ahora que se me ofre­ce la oportunidad. Cuanto pudiera usted argumentar, aunque me hablase un añ o seguido, no destruirá el pla­cer que me proporciona el pagar una deuda moral y con­seguir amigos para toda mi vida.

-Habla usted así -objetó John- porque no sabe lo que es la riqueza ni los goces que proporciona. No com­prende bien lo que son veinte mil libras, el puesto que le dará n en sociedad, las perspectivas que...

-Y usted -interrumpí - no comprende bien lo que es conseguir un cariñ o fraternal. Yo no he tenido casa nunca, nunca hermanos ni hermanas. Quiero tenerlos ahora ¿ Me rechaza?

-Jane: yo seré su hermano y Diana y Mary sus her­manas sin necesidad de sacrificio pecuniario alguno. -¿ Hermanos? ¿ A mil leguas de distancia de mí? ¿ Y hermanas esclavas en casas ajenas? ¿ Yo rica, con una riqueza que no he ganado ni merecido, y ustedes po­bres? ¡ Vaya una fraternidad y vaya una unió n!

-Sus deseos de tener una familia pueden realizarse cuando se case.

-¡ Tonterí a! No quiero casarme y no me casaré nunca.

-Eso es mucho decir, y só lo prueba lo muy excitada que está.

-No es mucho decir. Sé lo que siento y lo poco incli­nada que me encuentro al matrimonio. Nadie se enamo­rará de mí, y si alguien se casara conmigo serí a por mi dinero. Y no deseo a mi lado un ser ajeno a mi alma. Quiero convivir con aquellos que comparten mis senti­mientos. Dí game otra vez que es mi hermano; dí galo, si puede, con sinceridad y me sentiré feliz.

-Puedo. Sé que si he querido a mis hermanas ha sido porque estimo sus virtudes y admiro sus mé ritos. Usted es inteligente y virtuosa, tiene los mismos gustos que Diana y Mary, su presencia y su conversació n me son agradables. Creo que puedo reservar un sitio para usted en mi corazó n, como una hermana mí a.

-Gracias. Eso me basta por hoy. Y ahora vale má s que se vaya, John, porque si se queda tal vez me haga enfadar otra vez con sus escrú pulos.

¿ Y la escuela, Jane? ¿ Habrá que cerrarla? -Seguiré en el cargo hasta que se encuentre una sus­tituta.

Sonrió, aprobatorio. Nos estrechamos la mano y se fue.

No es preciso detallar los ulteriores esfuerzos y argu­mentos que empleé para convencer a mis primos. Mi tarea fue difí cil, pero como estaba absolutamente re­suelta a imponer mi voluntad y ellos comprendieron la sinceridad con que lo hací a, acordaron finalmente some­ter el asunto a arbitraje. Los á rbitros fueron Mr. Oliver y un inteligente abogado, que coincidieron con mi opi­nió n. Los documentos transmisorios fueron legalizados, y John, Diana y Mary entraron en posesió n de sus partes respectivas.

XXXIV

Todo quedó arreglado poco antes de las fiestas de Na­vidad. Abandoné la escuela despué s de procurar que me sustituyera alguien que no hiciese esté riles mis esfuerzos en pro de las alumnas. La mayorí a de ellas, segú n pare­cí a, me apreciaban, y mi partida lo puso de manifiesto. Me sentí profundamente emocionada por el lugar que me habí an concedido en sus inocentes corazones y les prometí que, en el porvenir, las visitarí a todas las sema­nas y darí a una hora de clase en la escuela.

John Rivers llegó cuando yo, despué s de haberme despedido de las sesenta muchachas alineadas ante mí, cambiaba nuevos adioses con las mejores de mis discí pulas: media docena de muchachas recatadas, modestas e instruidas como no se encontrarí an fá cilmente en el res­to de Inglaterra ni en toda Europa.

-¿ No sientes -dijo John cuando todas hubieron sa­lido- la satisfacció n de haber hecho con esas mucha­chas algo en beneficio de tus semejantes?

-Sin duda.

-Pues si eso ha sido así en pocos meses, ¿ no crees que la tarea de dedicar toda la vida a la regeneració n humana es hermosa?

-Sí -dije-, pero yo no puedo dedicarme só lo al bien de los demá s. Deseo gozar de mi propia vida tambié n.

-¿ Y qué vas a hacer ahora? -me preguntó grave­mente.

-Trabajar en lo que está a mi alcance. Deseo que busques a alguien que sustituya a Hannah para que é sta me acompañ e.

-¿ A dó nde?

-A Moor House. Diana y Mary llegará n de aquí a una semana y quiero tenerlo todo arreglado para cuando vengan.

-Comprendo. Creí que pensabas hacer algú n viaje. Sí, vale má s que vaya Hannah contigo.

-Bien; pues dile que esté lista para mañ ana. Toma la llave de la escuela. La de casa mañ ana te la daré. -Quisiera saber -me dijo, mientras tomaba la llave- qué ocupació n vas a realizar en lugar de la que dejas. ¿ Qué proyectos, qué ambiciones tienes ahora?

-Primero, limpiar Moor House de arriba abajo; se­gundo, encerarla y pulirla cuanto pueda; tercero, colo­car todas las mesas, sillas y demá s muebles con un orden y precisió n matemá ticos; cuarto, arruinarme comprando carbó n y leñ a para que en cada cuarto haya un fuego excelente; quinto, dedicar a Hannah, dos dí as antes de que lleguen Diana y Mary, a batir tantos huevos, amasar tantas empanadas y preparar tantos bollos de Pascua, que no hay palabras en el diccionario para darle idea de la solemnidad de los ritos culinarios a que me entregaré. En resumen: mi ambició n consiste en que todo esté listo el pró ximo jueves para otorgar a mis primas una acogida que constituya el ideal de las acogidas familiares.

John sonrió. No parecí a del todo satisfecho.

-Eso está muy bien por el momento -dijo-, pero hablando seriamente, creo que despué s mirará s un poco má s alto y no te limitará s a ocuparte de esas cuestiones domé sticas.

-¡ Son lo má s agradable del mundo! -repuse. -No, Jane: este mundo no es lugar de placeres, ni hay por qué intentar convertirlo en tal; como no hay tampoco que entregarse a la molicie.

-Al contrario; voy a entregarme a la actividad. -Por ahora está bien, Jane. Admito que está n bien dos meses para gozar el encanto de tu nueva situació n y del cariñ o de tus nuevos parientes. Pero despué s supon­go que Moor House y Morton, y la compañ í a de mis hermanas, y la calma egoí sta y la comodidad no te pare­cerá n suficientes.

Le miré con sorpresa.

-John -dije-: ¿ có mo puedes hablar así? Me senti­ré tan satisfecha como una reina. ¿ En qué cosa mejor puedo pensar?

-En aprovechar la inteligencia que Dios te ha conce­dido y de que, si no la ejercitas como debes, te pedirá algú n dí a estrecha cuenta. Te observo con mucho interé s, Jane, y extrañ o el desmesurado interé s que pones en los placeres vulgares del hogar. No te aferres tan te­nazmente a las debilidades materiales. Reserva tu cons­tancia y tu vehemencia para empresas má s elevadas... ¿ Entiendes, Jane?

-Tanto como si me hablaras en griego. Para mí ser feliz es una empresa bastante elevada. Y lo seré. ¡ Adió s! Y lo fui, en efecto, en Moor House, y trabajé de fir­me, con asombro de Hannah, admirada de la jovialidad con que me desenvolví a en el ajetreo de aquellos arre­glos, de la energí a con que pulí a, limpiaba y cocinaba. Era delicioso, un par de dí as despué s, ver có mo iba re­surgiendo el orden del caos que nosotras mismas habí a­mos producido. Hice antes un viaje a S... para comprar algunos muebles, fin al que habí amos asignado algú n di­nero y para lo que mis primas me habí an dado carta blanca. La salita y los dormitorios fueron dejados como estaban, porque comprendí que a Diana y a Mary les placerí a hallarse en su ambiente acostumbrado, pero en cambio, una alcoba libre y un saló n que no se usaba fueron decorados con bellos cortinajes y alfombras nue­vas, con adornos de bronce cuidadosamente elegidos. En las demá s alcobas instalé tocadores y espejos nuevos. Los muebles comprados eran de caoba y las alfombras y cortinas de color carmesí oscuro. Todo terminado, juz­gué que Moor House era el modelo perfecto de una casa modesta bien acomodada por dentro, como era el tipo de la desolació n invernal por fuera en aquella é poca del añ o.

Llegó, al fin, el anhelado jueves. Esperá bamos a las jó venes al oscurecer. Las chimeneas estaban encendi­das, la cocina preparada. Hannah y yo vestidas, y todo a punto.

John fue el primero en llegar. Yo habí a procurado que no acudiese durante los preparativos, para no darle una impresió n desagradable con el espectá culo de la casa revuelta.

Me encontró en la cocina vigilando la operació n de amasar pastas para el té. Me preguntó si estaba satisfe­cha de mis tareas domé sticas y le contesté invitá ndole a inspeccionar el resultado de mis tareas. No sin dificul­tad, le convencí de que me acompañ ase. Luego que hu­bimos recorrido toda la casa y subido y bajado escaleras, comentó que debí a haberme tomado mucha molestia para llevar a la prá ctica aquellos cambios en tan poco tiempo, pero no añ adió ni una sí laba que indicase que le plací a el nuevo aspecto de la residencia.

Me disgustó aquel silencio, pensando que acaso le hu­biera contrariado que se alterase el aspecto de la casa paterna. Le pregunté si era así.

-Nada de eso. Ya he observado el cuidado que has tenido en respetar cuanto pudiese significar un recuer­do. ¿ Cuá ntos minutos has dedicado a pensar en el arre­glo de esa habitació n? Y ¿ puedes decirme dó nde está colocado...?

Me mencionó el tí tulo de un libro. Se lo mostré, lo cogió y, retirá ndose a su acostumbrado rincó n, junto a la ventana, comenzó a leer. Aquello me desagradó. John, lector, era un hombre bueno, pero yo comenzaba a pensar que habí a dicho la verdad cuando é l mismo afirmara que era frí o y duro. La vida no presentaba atractivos para é l. No viví a má s que para sus elevadas aspiraciones, y ademá s desaprobaba que no se compar­tiesen. Mientras contemplaba su frente, pá lida y serena como el má rmol, y las bellas facciones de su rostro ab­sorto en la lectura, comprendí que nunca podrí a ser un buen marido y que su esposa serí a muy desgraciada. Y concordé con é l en que su amor por Rosamond era un amor puramente sensual. Me hice cargo de que John mismo se despreciaba por aquella emoció n que ante ella sentí a. Y, en resumen, advertí que estaba hecho segú n el modelo de los hé roes, cristianos o paganos, que han dado leyes a sus pueblos, que los han llevado a la con­quista o los han convertido a una nueva creencia.

«Este saló n no es lugar adecuado para é l -pensé -. En la cordillera del Himalaya, en las selvas de Cafrerí a o en las costas de Guinea estarí a má s en su centro. La calma de la vida domé stica no es su elemento. Aquí sus facultades se enmohecen, faltas de desarrollo. Só lo en medio de la lucha y el peligro, allí donde se requiera valor, fortaleza y energí a, podrá hablar y actuar, mani­festarse superior a los demá s. Creo que acierta eligiendo la carrera de misionero. »

-¡ Ya vienen, ya vienen! -gritó Hannah.

El perro ladró alegremente. Salí corriendo. Se sentí a en la oscuridad ruido de ruedas. Hannah tomó una lin­terna. El coche se detuvo ante la verja. El cochero se apeó para abrir la portezuela y dos bien conocidas figu­ras bajaron del carruaje. Un momento despué s, mi cara se poní a en contacto, primero con las suaves mejillas de Mary y luego con los tirabuzones de Diana. Rieron, me besaron; luego besaron a Hannah, acariciando a Carlo, medio loco de alegrí a, y entraron en la casa.

Aunque estaban heladas de frí o despué s de su largo viaje en aquella inclemente noche, sus agradables faccio­nes irradiaban luz. Preguntaron por John quien salí a en aquel momento del saló n, y le abrazaron las dos a la vez. É l las besó con calma, pronunció algunas frases de bienve­nida y, tras una breve conversació n, suponiendo que ellas irí an tambié n al saló n a poco, se retiró a su acostumbrado refugio. Encendí bují as para subir al piso superior. Diana dio antes algunas ó rdenes hospitalarias concernientes al cochero. Luego ambas me siguieron y manifestaron su sa­tisfacció n por las reformas introducidas, por las nuevas cortinas y alfombras y los ricos jarrones de China. Tuve el placer de comprobar que mis modificaciones coincidí an exactamente con los gustos de ellas y que constituí an un motivo má s de alegrí a a su llegada.

Aquella velada fue deliciosa. La entusiasta charla de mis primas, sus relatos y sus comentarios hací an olvidar la taciturnidad de John. É l estaba contento de ver a sus hermanas, pero no simpatizaba con las exteriorizaciones de su contento. Su regreso le complací a, mas el tumulto inherente le desagradaba y ansiaba, sin duda, que llega­se el dí a siguiente, menos bullicioso.

Cuando está bamos en el momento má s grato de aque­lla noche, una hora despué s del té, oí mos llamar a la puerta, y Hannah entró con la noticia de que estaba allí un pobre muchacho a rogar que Mr. Rivers fuese a visi­tar a su madre, moribunda.

-¿ Dó nde vive, Hannah?

-En Whitcross Brow, a má s de cuatro millas y por un camino lleno de pantanos.

-Dile que iré.

-Creo que harí a mejor en no ir, señ or. Es el peor camino para recorrer de noche que pueda imaginarse. No hay carretera. Vale má s que diga que irá mañ ana.

Pero é l ya estaba en el pasillo ponié ndose el gabá n y, sin una palabra, se fue. Eran las nueve y no volvió hasta medianoche. Se le notaba fatigado, pero parecí a má s satisfecho que cuando salió. Habí a cumplido un deber y realizado un sacrificio y estaba satisfecho de sí mismo.

La semana siguiente debió agotar su paciencia. Era la semana de Navidad y nosotras nos entregamos a una especie de alegre orgí a domé stica. El aire de las alturas, la libertad de sentirse en su casa, obraban sobre Diana y Mary como estimulantes elixires y estaban contentas de la mañ ana a la noche y de la noche a la mañ ana. Habla­ban sin cesar y sus conversaciones me eran tan agrada­bles, que preferí a escucharlas a hablar yo misma. John procuraba huir de nuestra vivacidad. Rara vez estaba en casa. La parroquia era grande y la població n muy dise­minada. Tení a, pues, constantes ocasiones de visitar a los pobres y enfermos de las diferentes zonas.

Una mañ ana, durante el desayuno, Diana le preguntó si sus planes seguí an siendo los mismos.

-Lo son y lo será n -contestó é l. Y en seguida expli­có que su marcha de Inglaterra estaba acordada para el añ o entrante.

-¿ Y Rosamond...? -insinuó Mary. Debió decir las palabras sin darse cuenta, porque al punto hizo un gesto como si quisiera rectificar.

-Rosamond Oliver -repuso John- va a casarse con Mr. Granby, hijo de Sir Frederic Granby y persona muy estimable y bien relacionada en E... Me lo ha dicho el señ or Oliver.

Las tres nos miramos y luego le contemplamos a é l. Estaba tan sereno como un cristal.

-Muy de prisa han concertado el enlace --comentó Diana-, porque no se deben conocer desde hace mu­cho tiempo.

-Hace dos meses. Se conocieron en un baile, en S... Pero cuando no hay obstá culos, como en el caso presen­te, es natural abreviar. Se casará n en cuanto la casa que les regala Sir Frederic esté en condiciones de ser habi­tada.

La primera vez que vi a John a solas traté de averiguar si estaba disgustado, pero me pareció tan reacio a las manifestaciones de simpatí a, que no me aventuré a expresarle lo que sentí a por sus supuestos sufrimientos.

Ademá s, su reserva habí a vuelto a hacerme perder la costumbre de hablarle con sinceridad. No cumplí a su promesa de tratarme como una hermana má s. Antes bien, marcaba a cada momento pequeñ as y molestas di­ferencias nada propicias al aumento de una mutua cor­dialidad. A tal extremo, que ahora que viví amos bajo el mismo techo me sentí a menos unida a é l que cuando era maestra de escuela en Morton. Recordando hasta qué punto habí a conseguido su confianza, me resultaba in­creí ble su frialdad presente.

Por todo ello, en la mencionada ocasió n en que está ­bamos solos, no fue poco mi asombro cuando le vi alzar sú bitamente la cabeza de sobre la mesa y le oí decir:

-¿ Ves, Jane? La batalla se ha dado y la victoria se ha conseguido.

La sorpresa me dejó ató nita, pero al fin contesté: -¿ Está s seguro de que la victoria no te ha costado demasiado cara, como a muchos conquistadores? -Creo que no, y aunque fuera así, no importa. El desenlace es definitivo y ahora no tengo obstá culos en mi camino, gracias a Dios.

Y volvió a sus papeles y a su mutismo.

La felicidad que sentí amos Diana, Mary y yo acabó tomando un cará cter má s reposado, y entonces John es­taba en casa con má s frecuencia. Se sentaba en el mismo aposento que nosotras y a veces todos pasá bamos varias horas juntos. Mientras Mary dibujaba, Diana seguí a un curso de lecturas enciclopé dicas que habí a emprendido con gran asombro mí o, y yo me afanaba en el alemá n. John estudiaba una lengua oriental, que creí a necesaria para el desarrollo de sus planes.

Sentado en su rincó n, parecí a absorto y sereno, pero a veces sus azules ojos abandonaban los libros y se posa­ban sobre nosotras, examiná ndonos con curiosa intensi­dad. Si se le sorprendí a, retiraba la vista inmediatamen­te, mas de vez en cuando volví a a dirigirla a nuestra mesa. Yo no sabí a lo que pudiera significar aquello. Me asombraba, por otro lado, la satisfacció n que nunca dejaba de expresar siempre que yo iba a realizar la prome­tida visita semanal a la escuela de Morton. Si sus herma­nas me querí an persuadir, los dí as de mal tiempo, de que no fuera, é l, por el contrario, me excitaba a que acudiese desafiando los elementos adversos.

-Jane no es lo dé bil que suponé is -solí a decir- y puede soportar un poco de viento o unos copos de nieve tan bien como el primero. Su naturaleza es nerviosa y flexible, má s apropiada para adaptarse a los cambios de clima que otras má s robustas.

Y cuando yo volví a, muy cansada y a veces ví ctima de las inclemencias del tiempo, no osaba quejarme por te­mor a causarle contrariedad. La fortaleza en sufrir tales molestias le plací a y lo contrario le disgustaba.

No obstante, una tarde resolví quedarme en casa, por­que realmente estaba acatarrada. Sus hermanas habí an ido a Morton en mi lugar. Yo estaba sentada leyendo una obra de Schiller y é l luchaba por descifrar sus orientales jeroglí ficos. Se me ocurrió mirarle y hallé que me contem­plaba atentamente con sus azules ojos. Ignoro cuá nto tiempo llevaba así; só lo sé que me sentí desasosegada. -¿ Qué haces, Jane? -Aprender alemá n.

-Preferirí a que dejase el alemá n y aprendieses el in­dostaní (lengua del Sur de la India).

-¿ Hablas en serio? -En serio. Me explicaré.

La explicació n consistió en manifestarme que era in­dostaní la lengua que é l estudiaba, que solí a olvidar lo que habí a aprendido, y que si tuviese una discí pula con quien practicar los rudimentos, é stos no se le irí an de la memoria, antes bien, quedarí an -fijos en su mente. Agregó que me habí a preferido a mí por juzgarme la má s apta de las tres mujeres. ¿ Le harí a este favor? En todo caso, no serí a largo el sacrificio, ya que contaba partir antes de tres meses.

No era fá cil negar nada a John porque se comprendí a que cualquier sensació n, grata o ingrata, se grababa pro­fundamente en é l. Consentí. Cuando Diana y Mary re­gresaron hallaron a la maestra de Morton transformada en discí pula del pá rroco. Se echaron a reí r y opinaron que John no debí a haberme metido en aquella aventura. El repuso, tranquilamente:

-Ya lo sé.

Descubrí que era un maestro muy paciente, muy tole­rante y muy exigente a la vez. Esperaba mucho de mí, y cuando veí a que llenaba sus esperanzas, manifestaba su aprobació n a su modo. Poco a poco fue adquiriendo cierta autoridad sobre mí, y su influencia y atenció n me parecieron má s cohibidores que su indiferencia. Ya no me atreví a a hablar ni a reí r a mis anchas cuando é l es­taba presente, porque un espí ritu de clarividencia me advertí a que eso le disgustaba a é l. Yo comprendí a muy bien que a John só lo le plací an los modales graves y las ocupaciones serias y que era vano tratar de obrar de otro modo en su presencia. Acabé hallá ndome bajo el efecto de una frí a sugestió n. Si é l me decí a: «vete», me iba; si «ven», iba; si «haz esto», lo hací a. Pero no me agradaba aquella sumisió n y hubiera preferido que, como antes, mi primo no se ocupara de mí.

Una noche, al ir a acostarnos, le rodeamos como de costumbre para desearle buenas noches, y como de cos­tumbre tambié n, despué s de besarle sus hermanas, é l y yo nos dimos la mano. Diana, que estaba de buen hu­mor (ella y Mary no experimentaban el influjo de la vo­luntad de John porque, en su estilo, eran tan fuertes como su hermano), exclamó:

-Vaya, John: tú llamas a Jane tu tercera hermana, pero no te comportas como si lo fuera. Bé sala tambié n. Y me empujó hacia é l. Pensé que Diana era muy im­prudente y me sentí desagradablemente turbada. John inclinó la cabeza, hasta poner sus griegas facciones a ni­vel de las mí as. Sus ojos escrutaron mis ojos, y me besó. No creo que exista nada parecido al beso de un má rmol o de un trozo de hielo, mas me atrevo, con todo, a decir que el beso de mi eclesiá stico pariente pertenecí a a un gé nero semejante. En todo caso, tuve la impresió n de que me besaba por ví a de ensayo, ya que luego me con­templó como para comprobar el resultado. Ciertamen­te, no fue nada impresionante y estoy segura de que no me sonrojé. Sin embargo, aquello vino a ser el remache de mis cadenas. Desde entonces no prescindió nunca de repetir aquella ceremonia y la tranquila gravedad con que yo recibí a su beso parecí a tener cierto encanto para é l.

Cada vez deseaba má s complacerle, pero tambié n cada vez experimentaba má s la sensació n de que habí a de cambiar mis gustos, transformar mi naturaleza, mo­dificar mis inclinaciones y forzarme a propó sito hacia los que no sentí a el menor apego. É l deseaba elevarme a una altura que yo no podí a alcanzar y hacerme imitar modelos fuera de mis posibilidades. Tan imposible era aquello como igualar mis irregulares facciones a las su­yas, perfectas, y sustituir mis ojos, de cambiantes tonali­dades verdes, por los suyos, azules como el mar.

Acaso, lector, imagines que yo habí a olvidado a Ro­chester en el curso de mi cambio de fortuna. Ni por un momento. Su recuerdo viví a en mí: no era una nube de estí o que el sol disipa, ni una figura trazada en la arena, que borra el viento. No: su recuerdo era como un nom­bre grabado en un má rmol, persistente en é l mientras el má rmol exista. Si su imagen me perseguí a en Morton, tambié n ahora, en mi lecho de Moor House, pensaba en é l.

En el curso de mi correspondencia con Briggs, el pro­curador, yo le habí a preguntado sobre la residencia ac­tual y la salud de Rochester, pero Briggs, como John supusiera, ignoraba por completo tales extremos. En­tonces escribí a Mrs. Fairfax preguntá ndole lo mismo, y contando con una rá pida contestació n. Grande fue mi asombro cuando pasaron quince dí as sin recibir noticias.

Pero cuando las dos semanas se convirtieron en dos me­ses y el correo continuaba sin traerme carta alguna, me sentí presa de una ansiedad mortal.

Volví a escribir, en la suposició n de que mi primera carta no hubiera llegado. Mi esperanza se mantuvo va­rias semanas, y luego comenzó la tensió n de antes. Ni una lí nea, ni una palabra. Cuando hubo transcurrido medio añ o sin noticias, mi esperanza murió y volví a sentirme entre sombras.

No pude, pues, gozar de la magní fica primavera que nos rodeaba. Llegaba el verano. Diana, preocupada por mi salud, querí a llevarme a alguna playa. John se opuso, alegando que yo no necesitaba distracció n, sino ocu­paciones, ya que mi vida estaba demasiado vací a, de lo cual deduje que se proponí a llenar las lagunas que habí a en ella con má s prolongadas sesiones de indostaní. Así era, y no pensé en resistirle ni hubiera conseguido resistir.

Un dí a acudí a mis lecciones con menos voluntad que de costumbre. Hannah me habí a avisado por la mañ ana que habí a una carta para mí, y cuando fui a recogerla, cierta de que las noticias esperadas llegaban al fin, me encontré con una insulsa nota de Mr. Briggs. La amarga decepció n me hizo verter lá grimas y despué s, mientras luchaba con los indescifrables caracteres y las floridas metá foras de un escritor indio, sentí humedecerse de nuevo mis ojos.

John me llamó para que leyera. Al hacerlo se me entre­cortaba la voz y los sollozos impedí an oí r mis palabras. En la habitació n nos hallá bamos é l y yo solos. Diana estaba tocando en el saló n grande y Mary paseaba por el jardí n. Hací a un bello, soleado, claro y fresco dí a de mayo.

Mi primo no pareció extrañ ar mi emoció n, ni me pre­guntó los motivos, limitá ndose a decir:

-Esperemos unos minutos, Jane, hasta que te tran­quilices.

Y mientras yo me entregaba a los paroxismos de mi dolor, é l, sentado ante el pupitre, me contemplaba como un mé dico pueda contemplar las reacciones de un paciente. Despué s de dominar mis sollozos, enjugar mis lá grimas y murmurar que no me encontraba bien aquella mañ ana, reanudé la tarea y logré concluirla. John enton­ces, apartó su libro y el mí o y dijo:

-Vamos a dar un paseo, Jane.

-Bueno. Voy a llamar a Diana y a Mary.

-No. No quiero que me acompañ e nadie má s que tú. Arré glate, sal por la puerta de la cocina y toma el cami­no de Marsh Clen. Te alcanzaré enseguida.

Durante toda mi vida, yo no habí a sabido, ante los caracteres ené rgicos y duros, tan distintos al mí o, optar por el té rmino medio, sino someterme del todo o rebe­larme abiertamente. En mis relaciones con John siem­pre hasta entonces me habí a sometido, y sin deseo al­guno de sublevarme, seguí sus instrucciones y, diez minutos despué s, caminaba a su lado por el abrupto sen­dero del valle.

Soplaba desde los montes una brisa del Oeste, olorosa a juncos y brezos. El cielo era de un inmaculado azul. El rí o, lleno por las lluvias de primavera, fluí a, sereno, en el fondo del valle, reflejando los dorados rayos del sol y los tonos de zafiro del firmamento.

Dejamos el camino y avanzamos por un prado de hier­ba menuda, verde, esmaltada de minú sculas flores ama­rillas y blancas.

-Quedé monos aquí -dijo John cuando alcanzamos la primera hilera de un batalló n de rocas que guardaban una especie de paso que desembocaba cerca de una cas­cada. Má s allá, la montañ a aparecí a desnuda de cé sped y flores y só lo malezas la vestí an y riscos la adornaban.

Me senté. John tomó tambié n asiento a mi lado. Miró má s allá del paso, contempló las aguas del rí o y luego volvió la vista al cielo sereno. Se quitó el sombrero, de­jando que la brisa acariciase su cabello y besase sus sie­nes. Por la expresió n de sus ojos se comprendí a que estaba despidié ndose mentalmente de lo que le circun­daba.

-No volveré a ver esto má s, sino en sueñ os -dijo-, cuando duerma a orillas del Ganges o de algú n rí o má s remoto aú n.

¡ Extrañ as palabras, que testimoniaban un extrañ o amor a su tierra natal! Durante media hora guardamos mutuo silencio. Al fin, é l comenzó:

-Jane: me voy dentro de seis semanas. Embarco en un naví o que zarpa para la India el 20 de junio.

-Dios te proteja, ya que lo haces a gloria suya -dije. -Sí -repuso-; é se es mi orgullo y mi alegrí a. Soy servidor de un señ or infalible. No actú a bajo direcció n humana, sujeto a las leyes imperfectas y a la erró nea direcció n de mis flacos semejantes. Mi rey, mi legisla­dor, mi capitá n es el Todopoderoso. Me asombra que los que me rodean no se alisten bajo el mismo estandar­te, no se asocien a la misma empresa.

-Todos no tienen tu energí a. Serí a una locura en el dé bil seguir los pasos del fuerte.

-No pienso en los dé biles: pienso en los que son dig­nos de la tarea y capaces de realizarla.

-Pocos son y difí ciles de encontrar.

-Tienes razó n. Por eso, cuando se encuentran, debe exhortá rseles a que se unan al esfuerzo comú n, hacerles oí r las palabras de Dios, ofrecerles un puesto entre los elegidos.

-¿ No crees que los aptos para esa labor se ofrecerí an a ella espontá neamente si les llamara a ella la voz de su corazó n?

Sentí la impresió n de que un sortilegio se abatí a sobre mí y temblé al pensar que iba a oí r las palabras fatales que ratificarí an el hechizo.

-¿ Y qué dice la voz de tu corazó n? -preguntó John. -Mi corazó n permanece mudo, mudo... -respondí, estremecida.

-Yo hablaré entonces por é l. Jane: ven conmigo a la India para ser mi compañ era y mi colaboradora.

Los campos, el cielo, los montes giraron en torno mí o. Me parecí a escuchar una llamada del cielo, las palabras de un iluminado... Pero yo no era un apó stol, no podí a atender la llamada.

-¡ John! -exclamé -. ¡ Ten piedad de mí!

Apelaba a la piedad de un hombre que, en cumpli­miento de lo que creí a su deber, no conocí a la piedad ni el remordimiento. Continuó:

-Dios y la naturaleza te han creado para ser la esposa de un misionero. No te han sido otorgadas dotes fí sicas, sino espirituales. No está s hecha para el amor, sino para la labor. Debes ser la esposa de un misionero, y será s la mí a. Te reclamo, no en nombre de mi placer personal, sino en el de mi Soberano.

-No sirvo para eso. No tengo vocació n -dije.

No se irritó. Tení a previstas las primeras objeciones. Se apoyó contra la roca que habí a a su espalda, cruzó los brazos y me miró con serenidad. Comprendí que estaba preparado para una oposició n tenaz y dispuesto a vencerla.

-La humildad, Jane, es la principal de las virtudes cristianas --dijo-. En tal sentido, haces bien en contes­tar que no sirves para eso. Pero ¿ qué crees que hace falta para servir? ¿ Quié n de los que realmente han sido llamados por Dios se ha creí do digno de la llamada? Yo, por ejemplo, no soy sino polvo y ceniza. Como San Pa­blo, me considero el mayor de los pecadores, pero la convicció n de mi insignificancia personal no me aparta de la tarea. Dios es infinitamente bueno y poderoso y cuando elige un dé bil instrumento para una labor gran­diosa, É l proveerá a lo que falte. Piensa como yo, Jane, y acertará s.

-No estoy capacitada para una vida misionera. Nun­ca he estudiado los trabajos de las misiones.

-En eso, por humilde que yo pueda ser, me cabe ayudarte. Te mostraré tu tarea, hora a hora, te ayudaré siempre que lo necesites. Eso só lo al principio, porque conozco tu capacidad y pronto será s tan apta como yo mismo y no necesitará s mi ayuda.

-¿ Mi capacidad? ¿ Dó nde está mi capacidad para tal empresa? Mientras me hablas, nada en mi interior me aconseja, ninguna luz me alumbra. Quisiera que com­prendieses lo que pasa en mi alma en este momento en que tú me llamas a una tarea que yo no puedo desem­peñ ar.

-Escucha. Te he venido observando desde que nos conocimos, hace diez meses. Te he sometido a varias pruebas sin que lo notases. En la escuela de la aldea he observado que cumplí as bien, puntual y eficazmente una tarea que no estaba en tus costumbres ni inclinaciones. La serenidad con que recibiste la noticia de que eras rica me hizo ver que no te tienta el afá n de lucro. En la re­suelta facilidad con que espontá neamente dividiste tus bienes en cuatro partes reconocí un alma que arde en la llama de la abnegació n y el sacrificio. En la docilidad con que, al pedí rtelo, abandonaste un estudio que te in­teresaba por otro que me interesaba a mí, en la asidui­dad con que lo has seguido, en la energí a que has puesto en vencer sus dificultades, he reconocido el complemen­to de tus mé ritos, Jane. Eres dó cil, activa, desinteresa­da, leal, valerosa, constante, amable y heroica. Sí: pue­do decí rtelo sin reservas. Serí as una insuperable directo­ra de escuelas indias y la ayuda que me prestarí as cerca de las mujeres de aquel paí s serí a inapreciable.

El cí rculo de hierro se estrechaba en torno mí o. La persuasió n avanzaba, lenta pero segura. Las ú ltimas pa­labras de John comenzaban a hacerme ver como relati­vamente fá cil el camino que antes me pareciera infran­queable. Mi tarea, antes difusa y problemá tica, se me figuraba má s sencilla al adquirir una forma definida. É l esperaba una contestació n. Le pedí que me dejara pen­sarlo quince minutos antes de arriesgar una respuesta.

-Muy bien-dijo. Y, levantá ndose, se alejó a alguna distancia y se tendió sobre la hierba.

«Soy capaz de hacer lo que é l desea, lo reconozco -pensé -. Creo que mi vida, en el clima de la India, no serí a larga. ¿ Y entonces? Eso no le preocupaba a é l. Cuando llegara mi hora, me exhortarí a a aceptar, con calma y santidad, la voluntad de Dios. Eso es indudable.

Yé ndome de Inglaterra abandonarí a un paí s que amo, pero vací o para mí, ya que Rochester no está en é l, y aunque estuviera, nada variarí a en mi vida. He de vivir sin Edward. Nada tan absurdo como esperar de dí a a dí a un imposible cambio de la situació n que me permita reu­nirme con mi amado. Como John dice, debo buscarme otro interé s y otra ocupació n en la vida, y ¿ hay alguna má s digna que la que é l me ofrece? ¿ No es por sus no­bles propó sitos y sus sublimes consecuencias la má s apropiada para llenar el vací o que dejan los afectos fra­casados y las esperanzas rotas? Creo que debí a decirle que sí y, sin embargo, temo... Al unirme a John, renun­cio a la mitad de mí misma, a mi voluntad propia, y al ir a la India me condeno a una muerte prematura. Y ¿ có mo se llenará el intervalo entre Inglaterra y la India y la tumba? ¡ Me consta muy bien! La perspectiva es clara. Me constreñ iré a complacer a John hasta que me duelan los huesos y los nervios me estallen, le complaceré hasta el má ximo de sus esperanzas. Si me voy con é l haré el sacrificio que desea, lo haré absolutamente, me ofreceré entera en aras de ese sacrificio. É l no me amará nunca, pero me aprobará. Yo le mostraré energí as que no co­noce, recursos que no sospecha. Sí: me cabe trabajar tanto como é l lo haga.

»Puedo, pues, acceder a lo que me pide, pero debo hacerme a mí propia una advertencia, y es que en é l no he de esperar encontrar un corazó n de esposo má s que pudiera encontrarlo en esta roca que me apoyo. Me aprecia como un soldado aprecia una buena espada, y nada má s. No siendo esposa suya, esto me es igual. Pero ¿ he de auxiliarle a realizar sus planes y a poner sus cá lculos en prá ctica mediante el matrimonio? ¿ He de ostentar el anillo de casada, soportar todas las formas del amor, que -estoy segura- é l observará escrupulosa­mente, y saber que el alma está ausente en todo eso? ¿ Podrí a aceptar sus manifestaciones de cariñ o sabiendo que son sacrificios hechos en aras de sus principios? No: serí a monstruoso aceptar tal marido. Podré acompañ ar­le como su hermana, pero no como su esposa, y así voy a decí rselo. »

Le miré. Seguí a tendido, como una columna derriba­da. Volvió la cabeza, se incorporó y vino a mi lado. -Estoy dispuesta a ir contigo a la India, pero conser­vando mi libertad.

-Esa respuesta requiere aclaració n.

-Puesto que me has adoptado por hermana, conti­nuaré sié ndolo y te acompañ aré como tal, sin casarnos. Meneó la cabeza.

-Una fraternidad adoptiva no es viable en este caso. Si se tratase de una hermana de verdad, sí. Pero en nuestras circunstancias, o nuestra unió n es consagrada por el matrimonio o no puede existir. Muchos obstá cu­los lo impiden. Considé ralo un momento, tú que tienes buen sentido.

Mi buen sentido no me decí a sino que dos seres que no se aman no deben casarse. Se lo manifesté así, agre­gando:

-John: te aprecio como a un hermano y tú a mí como a una hermana. Continuemos como hasta ahora. -Imposible -replicó é l con energí a-. Me has dicho que irá s conmigo a la India, no lo olvides. -Condicionalmente.

-Ya, ya... A lo principal -partir conmigo y coope­rar a mis tareas- no objetas nada. Puesto que está s dis­puesta a empuñ ar el arado no debes retirar la mano en virtud de consideraciones pequeñ as. Só lo has de pensar en la grandiosidad de la labor, prescindiendo de tus de­seos, inclinaciones, sentimientos y propó sitos para con­sagrarte enteramente al servicio del Maestro. Necesitas en ello un colaborador, y ese ha de ser tu marido. Una hermana no me es necesaria: podrí a ademá s llegar un dí a en que dejase de estar a mi lado. Necesito una mujer en quien yo pueda influir mientras viva y conservar a mi lado hasta la muerte.

Me estremecí. Me parecí a ya sentir aquella influencia sobre mí.

-Busca otra má s idó nea, John.

-Vuelvo a repetirte que no busco en ti la consorte, sino la misionera.

-Y puedes encontrarla en mí. Yo te daré todas mis energí as, pero no mi persona. Para ti no es ú til; dé jame conservarla.

-No puedes ni debes. ¿ Crees que serí a grato a Dios un sacrificio a medias? Es la causa de Dios por la que abogo y bajo su bandera quiero alistarte. No puedo aceptar un enrolamiento de la mitad de su personalidad; ha de ser completo.

-¡ Oh! -contesté -. Dios cuenta ya con mi corazó n. Tú no lo necesitas.

No te asegurarí a, lector, que yo no pusiera algo de reprimido sarcasmo en estas palabras. Hasta ahora ha­bí a temido a John porque no acababa de entenderle. Pero en el curso de nuestra conversació n de hoy habí a desvelado su cará cter: veí a sus debilidades y las com­prendí a. La arrogante figura que se sentaba ante mí no era sino un hombre cuya intransigencia y despotismo re­sultaban evidentes. El conocer sus defectos me dio va­lor. Siendo igual a mí, podí a resistirle.

Al oí r mis ú ltimas palabras permaneció silencioso, mi­rá ndome, como si quisiera decirme: «Eres sarcá stica, y lo eres a mi costa. »

-No debemos olvidar que estamos tratando un asun­to grave -dijo al fin-. Puesto que ofrendas tu corazó n a Dios, no necesito má s. Desde ese momento dejará s de pensar en los hombres para pensar en el reino espiritual del Creador y só lo en É l encontrará s sosiego y delicia. Ello hará só lida nuestra unió n moral y fí sica, por encima de las pequeñ as dificultades del sentimiento, sobre ca­prichos, ternuras y desdeñ ables inclinaciones personales. Tú acabará s hallando placer en nuestra unió n.

-¿ Tú crees? -le dije.

Y contemplé sus hermosas y armó nicas facciones, im­ponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y ma­jestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡ No, nunca lo serí a! Podí a ser su ayudante, su camarada, cru­zar el océ ano a su lado, seguirle a los paí ses que bañ a el sol de Oriente, a los desiertos asiá ticos, admirar y emu­lar su valor, su devoció n y su energí a, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su per­sonalidad, pero conservando libres mi corazó n y mi ce­rebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar só lo mí o, al que nunca é l tuviera acceso y cuyos senti­mientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñ ida, esforzá ndome en apagar la llama que me devoraba, me serí a insoportable.

-¡ John! -exclamé al llegar a aquel punto de mis re­flexiones.

-¿ Qué? -repuso frí amente.

-Puedo ser tu compañ era de misió n, pero no tu mu­jer. No puedo casarme contigo ni pertenecerte.

-Es preciso que me pertenezcas -respondió -. ¿ Có mo va un hombre que aú n no ha cumplido treinta añ os a llevarse a la India a una muchacha de diecinueve no siendo su esposa? ¿ Có mo serí a posible que vivié se­mos solos, incluso a veces entre tribus salvajes, no es­tando casados?

-Podemos -repuse- como si fuera tu hermana, o simplemente un sacerdote compañ ero tuyo en la misió n. -No puedo presentarte como hermana mí a, porque no lo eres. Nos expondrí amos a sospechas calumniosas. Ademá s, aunque tengas la mentalidad de un hombre, tienes el corazó n de una mujer y no puedes prescindir de ello.

-Puedo -dije con desdé n-. Tengo corazó n de mu­jer, pero no para ti. Para ti tendré la constancia de una camarada, la franqueza de un soldado, la fidelidad y la fraternidad que desees, el respeto de un neó fito hacia su hierofante. Pero nada má s, no temas.

-Eso es lo que quiero -dijo é l, hablando para sí -. Es preciso eliminar todo obstá culo. Jane, no te arrepentirá s de casarte conmigo. Es preciso que nos casemos. Repito que no hay otro medio, y está segura de que a nuestra unió n seguirá un afecto que, aú n en ese sentido, te la hará agradable.

-Desprecio tu concepto del amor -dije, sin poder­me contener, incorporá ndome y apoyando la espalda contra la roca-. Desprecio el falso amor que me ofreces y hasta te desprecio a ti, John, al ofrecé rmelo así.

Me miró fijamente, apretando los labios. No era posi­ble discernir si se sentí a furiosos o sorprendido, tal era el dominio que ejercí a sobre su aspecto.

-No hubiera esperado eso de ti -repuso-, ni creo haber hecho nada digno de desprecio.

Me sentí afectada por su acento.

-Perdó name estas palabras, John, pero tú tienes la culpa de que te haya hablado tan rudamente. Has intro­ducido en nuestra charla un tema que será siempre la manzana de discordia entre nosotros: el tema del amor, del que cada uno tenemos una opinió n opuesta. Querido primo, olvida tu proyecto de matrimonio.

-No -contestó -, porque es un proyecto en el que pienso hace mucho y el ú nico modo de realizar mis gran­des propó sitos. Pero por el momento no insisto. Mañ ana me voy a Cambridge, a despedirme de los amigos que tengo allí. Estaré fuera durante quince dí as. Reflexiona entretanto y no olvides que, si me rechazas, a quien re­chazas no es a mí, sino a Dios. Por mi intermedio É l te ofrece una noble actividad, y para desempeñ arla necesi­tas ser mi mujer. Al negarte te condenas a seguir un camino de egoí sta calma y de ceguedad moral. Y en ese caso debes contarte en el nú mero de los que han renega­do de su fe y deben ser considerados peores que infieles. Se volvió y una vez má s:

Miró el monte, miró el rí o...

De regreso a casa, juntos, yo leí a perfectamente en su silencio lo que sentí a hacia mí: la contrariedad de un temperamento austero y despó tico que encuentra resis­tencia donde esperaba hallar sumisió n, la desaprobació n de un cará cter frí o e inflexible que encuentra sentimien­tos y puntos de vista con los que no puede simpatizar. En resumen: como hombre hubiera deseado reducirme a su obediencia, aunque como cristiano era paciente ante mi contumacia y me daba un largo plazo para refle­xionar y arrepentirme.

Aquella noche, despué s de besar a sus hermanas, ni si­quiera me estrechó la mano y abandonó el cuarto en silen­cio. Yo, que aunque no le amaba, le apreciaba mucho, me sentí tan afectada, que las lá grimas brotaron de mis ojos.

-Veo que has disputado con John durante vuestro pa­seo -dijo Diana-. Pero oye: está esperá ndote en el pasillo. Quiere rectificar.

En tales circunstancias, no suelo ser orgullosa. Prefie­ro sentirme feliz que mantenerme altiva. Salí al pasillo y encontré a mi primo al pie de la escalera.

-Buenas noches, John-dije.

-Buenas noches, Jane -contestó, con calma. -Estreché monos la mano -añ adí.

¡ Qué frí amente oprimió mis dedos! Estaba disgustado por lo de aquel dí a, y ni le afectaba la cordialidad ni le conmoví an las lá grimas. Ni aú n a travé s de sonrisas y frases afectuosas cabí a reconciliarse con é l. No obstante, como cristiano era paciente y sereno, y así, cuando le pregunté si me perdonaba, replicó que nunca recordaba las ofensas que le hací an, y que no tení a por qué perdo­narme puesto que yo no le habí a ofendido.

Y tras estas palabras, se fue. Yo hubiera preferido casi que me golpeara a que observase una actitud tan frí a.

XXXV

No se fue a Cambridge al dí a siguiente, como dijera. Aplazó su marcha una semana, durante la cual me de­mostró cuá n severamente puede un hombre bueno, pero rí gido, castigar a quien le ha infligido una ofensa. Sin exteriorizar hostilidad, sin palabra alguna de violencia, supo acreditar de modo palpable cuá nto habí a decaí do yo en su opinió n.

No es que John albergase anticristianos sentimientos de rencor, no es que fuese capaz de tocar un cabello de mi cabeza, aunque ello le hubiera sido posible. Por incli­nació n y por principios, era opuesto a la venganza. Ha­bí a perdonado mi injuria al decirle que le despreciaba a é l y a su amor, pero no olvidaba las palabras ni las olvi­darí a mientras ambos vivié semos. Su aspecto me decí a a las claras que estarí an siempre grabadas en su alma, que flotarí an en el aire entre é l y yo y que las escucharí a en mi voz siempre que le hablase.

No dejaba de conversar conmigo y, como de costum­bre, me llamaba todas las mañ anas a su pupitre, pero yo notaba có mo lo que habí a de hombre en é l gozaba, sin que su espí ritu cristiano lo compartiese, en manifestar en todas sus frases y modales, aparentemente iguales que los de siempre, la falta de interé s y aprobació n que antes daban una especie de austero encanto a su severi­dad. Para mí se habí a convertido en má rmol. Sus ojos eran piedra frí a y azul, su lengua un mero e indispensa­ble instrumento de conversació n, y nada má s.

Todo ello constituí a para mí una refinada tortura, una tortura que hací a arder í ntimamente mi indignació n. Comprendí que, si me hubiese casado con é l, aquel hombre bueno y puro como el agua de un profundo ma­nantial, me hubiese matado en poco tiempo sin verter una sola gota de mi sangre y sin que su conciencia, clara como el cristal, experimentase el má s leve remordimien­to. Lo comprendí, sobre todo, cuando intenté una re­conciliació n. É l no experimentaba compasió n alguna, y ni le disgustaba el desacuerdo ni le agradaba el reconci­liarse. Má s de una vez mis lá grimas cayeron en la pá gina sobre la que ambos está bamos inclinados, sin que le hi­ciesen má s efecto que si su corazó n hubiera sido de pie­dra o metal; sin embargo, con sus hermanas era má s afectuoso que de costumbre, como para hacerme notar má s vivamente el contraste. Estoy segura de que lo ha­cia así, no por maldad, sino por principio.

La noche antes de marchar le encontré en el jardí n, al oscurecer, y recordando que aquel hombre, por muy le­jano que ahora se mantuviese respecto a mí, me habí a salvado la vida en una ocasió n y era, ademá s, mi primo, traté de recuperar su amistad. Me acerqué a é l, que es­taba junto a la verja, y le hablé:

-John: siento mucho que esté s disgustado conmigo todaví a. Quedemos amigos.

-Creo que lo somos -repuso, con frialdad. Y siguió contemplando la luna, que se alzaba en el horizonte, como lo hiciera hasta aquel momento.

-No, John, no lo somos como debí amos. Ya lo sabes.

-¿ No lo somos? ¡ Qué raro! Por mi parte, deseo tu bien y no tu mal.

-Lo creo, porque no te considero capaz de desear mal a nadie, pero quisiera para mí una amistad má s hon­da que esa afecció n general que haces extensiva a todos.

-Tu deseo es razonable -repuso- y disto mucho de considé rate como una extrañ a.

Lo dijo con tan helado tono, que me sentí mortifica­da. A seguir los impulsos de mi orgullo y mi có lera, me hubiese separado de é l inmediatamente, pero algo en mi interior me lo impidió. Yo admiraba los principios y la inteligencia de mi primo. Me disgustaba perder su amis­tad, que apreciaba en mucho. No debí a, pues, abando­nar tan pronto el propó sito de recobrarla.

-¿ Vamos a separarnos así, John? ¿ Te separarí as de mí, cuando vayas a la India, sin una palabra má s amable que la de ahora?

-¿ Separarnos cuando vaya a la India? ¿ No vas a acompañ arme?

-Tú mismo has dicho que no, a menos que nos casemos.

-¿ Y persistes en no casarte conmigo?

¿ Has notado, lector, la impresió n de horror que producen las heladas preguntas de las personas de cará cter frí o? Hay en ellas algo aná logo al desprendimiento de un alud, a la rotura de un mar helado.

-No, John, no me casaré contigo. Persisto en mi re­solució n.

-Vuelvo a preguntarte, no puedo evitarlo, que por qué rehú sas -dijo.

-Antes -repuse- te dije que porque no me ama­bas; ahora añ ado que porque me odias. Si me casara contigo, me matarí as. Ya me está s matando ahora.

Sus labios y sus mejillas se pusieron blancos como la cera.

-¿ Que te matarí a y te estoy matando? Tus palabras son injustas y violentas, delatan un lamentable estado de á nimo, merecen severa censura y son inexcusables. Pero el hombre debe perdonar a su pró jimo hasta setenta ve­ces siete.

Todo habí a terminado. Al tratar de borrar en aquel obstinado espí ritu las huellas de la ofensa anterior, no habí a conseguido má s que grabarlas a fuego.

-Desde ahora me odiará s -dije-. Todo intento de reconciliació n es inú til. Ya veo que me consideras una enemiga mortal.

Aquello fue aú n peor, porque era verdad. Vi con­traerse sus labios y comprendí que habí a estimulado to­daví a má s su ira.

-Interpretas mal mis palabras -me apresuré a agre­gar, cogié ndole la mano-. No he querido ofenderte. Sonrió con amargura y retiró su mano de la mí a. Tras una larga pausa, preguntó:

-¿ De modo que retiras tu promesa y no me acompa­ñ as a la India?

-Sí, si lo deseas, como tu colaboradora -repuse. Siguió un prolongado silencio. No sé lo que pasaba en el alma de John. Singulares luces se encendí an en sus ojos y extrañ as sombras oscurecí an su semblante. -Ya te he demostrado lo absurdo de que una mujer de tu edad acompañ e a un hombre de la mí a. Te lo pro­bé de tal forma, que no creí que volvieras a aludir a ello. Lamento por ti lo que haces.

Le interrumpí. El reproche que apreciaba en su voz me daba á nimos.

-No digas tonterí as, John. Pareces mostrarte asombra­do de lo que te he dicho y en realidad no lo está s. No es posible que tu inteligencia no comprenda lo que quiero decirte. Estoy dispuesta a ser tu auxiliar, pero no tu mujer.

Volvió a palidecer, pero como antes, supo contenerse y respondió con é nfasis:

-Un auxiliar de tu sexo, no siendo mi mujer, no me acompañ ará nunca. Conmigo, pues, no puedes ir. Pero si quieres, hablaré a un misionero casado cuya mujer necesita una ayudante. Gracias a tus bienes puedes ser independiente de la sociedad, y así evitará s la deshonra de faltar a tu promesa y desertar de la bandera en que te has alistado.

Como sabe el lector, yo no habí a dado promesa algu­na en firme ni alistá ndome bajo ninguna bandera. Tal lenguaje, en tal ocasió n, me pareció harto violento y despó tico. Repliqué:

-No hay deshonra alguna, ni falta a promesa de nin­gú n gé nero, ni deserció n de ninguna clase. No tengo obligació n de ir a la India, y menos con personas extra­ñ as. Podrí a haberme aventurado contigo a hacerlo, por­que te admiro, confí o en ti y te quiero como un herma­no. Ademá s, estoy segura de que, fuese con quien fuera, no vivirí a mucho en aquel clima.

-¡ Ah, temes por tu vida! -dijo apretando los labios. -Sí. Dios no me la dio para suicidarme y sospecho que si hiciera lo que deseas, casi equivaldrí a -a un suici­dio. Y, finalmente, antes de irme de Inglaterra quisiera estar segura de que soy má s ú til en otro lugar que aquí. Es inú til entrar en explicaciones, pero hay un extremo que me ha hecho sufrir lo bastante para que desee cer­ciorarme de lo que existe-respecto a é l antes de partir de Inglaterra.

-Sé a lo que te refieres. Te interesas por una cosa ilegal y reprobable. Hace tiempo que debí as haberla ol­vidado. ¿ Te refieres a Rochester?

Mi silencio confirmó su suposició n. -Necesito saber lo que ha sido de é l.

-Entonces -dijo- só lo me queda rogar a Dios por ti para que no te apartes del sendero de la virtud. Creí haber hallado en ti a una de las elegidas. Pero Dios ve má s lejos que nosotros, mortales. Há gase su voluntad.

Abrió la verja, salió, se dirigió hacia el valle y se per­dió de vista.

Al entrar en el saló n hallé a Diana mirando por la ven­tana, muy pensativa. Puso la mano en mi hombro -era mucho má s alta que yo- y examinó mi semblante.

-Jane -dijo-: está s pá lida y agitada. Estoy segura de que pasa algo. Dime lo que tené is entre manos John y tú. He pasado media hora mirá ndoos por la ventana. Perdona, pero hace tiempo que imagino no sé qué... ¡ John es tan raro!

Se detuvo y como yo no dijera nada, continuó:

-Mi hermano debe de tener proyectos especiales res­pecto a ti, estoy segura. Te ha concedido una atenció n que nunca concede a nadie. ¿ Qué es? Si estuviera ena­morado de ti, me alegrarí a. ¿ Es eso, Jane?

-No es eso, Diana -repuse, poniendo su fresca mano sobre mi frente ardorosa.

-Entonces, ¿ por qué se pasa la vida mirá ndote y pa­seando a solas contigo? Mary y yo suponí amos que iba a proponerte...

-En efecto; me ha pedido que fuera su mujer. -¡ Lo que suponí a! -exclamó Diana, juntando las manos-. ¿ Te casará s con é l, Jane? ¡ Así se quedará en Inglaterra!

-No, Diana. Casá ndose conmigo, lo harí a para llevar a la India una colaboradora eficaz.

-¡ Có mo! ¿ Pretende que le acompañ es a la India? -Sí.

-¡ Está loco! No vivirí as allí ni tres meses. No lo ha­gas. No consientas. ¿ Qué le has dicho, Jane?

-Me he negado a casarme con é l. -¿ Se ha disgustado?

-Sí; no me lo perdonará nunca, aunque le he ofreci­do acompañ arle como pudiera hacerlo una hermana. -Serí a una locura. La tarea es fatigosa y tú dé bil. John pide imposibles, y no dejarí a de exigí rtelos allí. Desgraciadamente, segú n he notado, eres incapaz de negarte a nada que é l te pida. Me maravilla que hayas tenido valor para rehusar. ¿ No le quieres, Jane? -Para marido, no.

-Es un buen mozo, sin embargo.

-Y yo soy fea, ya lo ves. No harí amos buena pareja. -¿ Fea? ¡ Al contrario! Eres muy bonita, demasiado para encerrarte en Calculta.

E insistió en que desechase todo pensamiento de acompañ ar a su hermano.

-Así será -dije-, porque cuando le he expresado mi deseo de servirle de auxiliar ha manifestado su dis­gusto por lo que considera una falta de decoro. Cree que le propongo una cosa incorrecta ofrecié ndome a seguirle sin casarnos. ¡ Como si yo no le hubiese considerado siempre como un hermano!

-¿ Por qué dices que no te quiere?

-Me gustarí a que é l mismo te lo explicara. Asegura que no desea una compañ era para su satisfacció n, sino para el servicios de la obra a que se consagra. Afirma que yo estoy hecha para la labor y no para el amor, lo que sin duda es verdad. Pero en mi opinió n, si no estoy hecha para el amor, no lo estoy tampoco para el matri­monio. ¿ No serí a una extravagancia, Diana, encadenar­se de por vida a un hombre que só lo la considera a una como un instrumento ú til?

-Serí a insoportable, absurdo, fuera de lugar.

-No obstante -continué -, si me casara con é l ad­mito la posibilidad de amarle de un modo especial y tor­turador, porque es' inteligente y a veces en su aspecto, maneras y palabras hay cierta grandeza heroica. Y en tal caso, yo serí a indeciblemente desdichada. No desea que le ame y si le demostrara algú n sentimiento, me dirí a que era una cosa superflua, innecesaria para é l e inopor­tuna en mí. Me consta.

-¡ Y el caso es que John es bueno! -dijo Diana. -Bueno y elevado, pero indiferente a los derechos y los sentimientos de las gentes pequeñ as cuando se trata de alcanzar sus vastas miras. Pero los insignificantes, es mejor no mezclarnos en su camino... Mira: ahí viene. Te dejo, Diana.

Y subí las escaleras mientras é l entraba en el jardí n. Hube de verle durante la cena. É l se mostró tan sere­no como de costumbre. Yo temí a que me hablase con aspereza o que insistiera en sus proyectos. Me equivo­qué en ambas suposiciones. Me habló con la cortesí a de costumbre. Sin duda habí a invocado la ayuda divina para dominar el disgusto que yo le causara y me habí a perdonado una vez má s. Al leer las plegarias de la no­che, eligió el capí tulo veintiuno de la Revelació n. Era muy agradable escucharle. Jamá s su voz resultaba má s armoniosa que cuando brotaban de sus labios las frases de la Biblia, jamá s sus modales eran tan impresionantes en su noble simplicidad como cuando hací a escuchar los orá culos de Dios. Nunca su voz sonó má s solemne que aquella noche en que, en el saló n de su casa, mientras la luz de una clara luna de mayo penetraba a travé s de los visillos de la ventana, é l, inclinado sobre la vieja Biblia, leí a las promesas de Dios a los hombres, ofreciendo en­jugar todas sus lá grimas, evitarles para siempre la muer­te, el mal y el dolor.

Las palabras siguientes me impresionaron, tanto por su contenido como por la casi imperceptible alteració n de la voz de John y porque observé que, al leer, sus ojos se volví an hacia mí:

«... y el incré dulo irá al lago de fuego y azufre, que es la segunda muerte... ».

Comprendí que tal era la suerte futura que John me suponí a reservada.

Terminada la plegaria, nos despedimos de é l, que de­bí a partir muy temprano de mañ ana. Diana y Mary, una vez que le hubieron besado, salieron del aposento. Yo le tendí la mano y le deseé un feliz viaje.

-Gracias, Jane -repuso-. Volveré de Cambridge dentro de quince dí as. Te doy ese tiempo para que refle­xiones. Si atendiese la voz del orgullo humano, no insis­tirí a en que te casaras conmigo, pero só lo oigo la de mi deber, que me manda hacer todas las cosas para gloria de Dios. Mi Maestro soportó mucho; tambié n yo lo so­portaré. Quiero darte, mientras pueda ser, una ú ltima posibilidad de salvació n. Te ofrezco la posibilidad de elegir entre lo mejor y lo peor.

Y mientras hablaba, puso la mano sobre mi cabeza. No ofrecí a, ciertamente, el aspecto de un enamorado acari­ciando a su amada, sino de un pastor guiando a una oveja descarriada o de un á ngel de la guarda custodiando el alma que está a su cargo. Todo hombre de talento, posea senti­mientos o no, sea dé spota, ambicioso o lo que fuere, siem­pre que lo sea con sinceridad, tiene momentos sublimes. Experimenté admiració n hacia John y por un momento me sentí tentada a dejar de resistirle, a dejarme arrastrar por el torrente de su voluntad hacia la corriente de su exis­tencia y mezclarme con ella. Estaba procediendo con é l casi tan duramente como, en distinto sentido, procediera antes con otro. Ambas veces obraba neciamente. Antes habí a cometido un error de principios y ahora cometí a un error de apreciació n. Así pensaba yo en aquel momento, pero ahora, pasado el tiempo, reconozco que cuando obré como una necia fue en aquel momento precisamente.

Permanecí inmó vil bajo su contacto. Olvidé mis nega­tivas, mis temores. Lo imposible -mi casamiento con John- comenzó a parecerme posible. Todo habí a cam­biado de pronto: la religió n me llamaba, los á ngeles me conducí an, Dios me daba una orden. Ante mí parecí a disiparse la vida, abrirse las puertas de la muerte y mos­trarme má s allá la eternidad. ¡ E iba a sacrificarlo todo, en el corto tiempo de un segundo, a la felicidad terrenal! El cuarto me parecí a lleno de extrañ as visiones.

-¿ Te decides ahora? -preguntó, con gentileza, atra­yé ndome suavemente hacia sí. ¡ Oh, qué fuerza habí a en su amabilidad! Yo podrí a resistir a John airado, pero amable era irresistible para mí.

-Me decidirí a -repuse- si estuviera segura de que es voluntad divina que me case contigo. Entonces lo ha­rí a ahora mismo, pasara despué s lo que pasase.

-¡ Mis oraciones han sido escuchadas! -exclamó John.

Oprimió mi cabeza con su mano, como si me reclama­se, y su brazo ciñ ó mi cintura, casi como si me amara. Y digo casi, porque bien sabí a yo, al hacerlo, no pensaba en el amor y sí só lo en el deber. En cuanto a mí, sentí a­me sinceramente inclinada a realizar lo que ya conside­raba acertado, a seguir el camino que me condujera al cielo. Estaba má s excitada que lo estuviera nunca. El lector juzgará si lo que siguió fue o no efecto de mi exci­tació n.

La casa estaba en silencio, porque todos, menos John y yo, debí an de haberse acostado. La bují a se habí a ex­tinguido y la luz de la luna inundaba la estancia. Yo oí a los apresurados latidos de mi propio corazó n. Sú bita­mente, experimenté una sensació n extrañ a, que hizo temblar mi cuerpo de pies a cabeza. No fue precisamen­te como una descarga elé ctrica, sino algo agudo, extra­ñ o, estimulante, que despertó mis sentidos cual si hasta entonces hubiesen permanecido aletargados. Permanecí con ojos y oí dos atentos, sintiendo un temblor que pe­netraba mi carne hasta la mé dula.

-¡ Jane! ¿ Qué has visto, qué has oí do? -preguntó John.

Yo no veí a nada, pero percibí claramente una voz que murmuraba:

-¡ Jane, Jane, Jane! No oí má s.

-¡ Oh, Dios mí o! ¿ Qué es esto? -balbucí.

En vez de qué, debí a haber preguntado dó nde, por­que ciertamente no sonaba ni en el cuarto, ni encima de mí. Y sin embargo era una voz, una voz inconfundible, una voz adorada, la voz de Edward Fairfax Rochester, hablando con una expresió n de agoní a y dolor infinitos, penetrantes, urgentes.

-¡ Voy! -grité -. ¡ Espé rame! ¡ Voy, voy!

Corrí a a la puerta y miré el pasillo: estaba en sombras. Salí al jardí n: estaba vací o.

-¿ Dó nde está s? -exclamé.

Las montañ as devolvieron el eco de mi pregunta y oí repetir: ¿ Dó nde está s? El viento silbaba entre los pinos y todo era en torno soledad y silencio.

«¡ Silencio, superstició n! -dije para mí -. Aquí no hay engañ o, no hay brujerí a, no hay milagro. Es el ins­tinto lo que obra en mí. »

Me separé de John, que me habí a seguido y trataba de detenerme. Aquel era el momento de que yo reacciona­ra. Mis facultades estaban en tensió n. Le prohibí que me preguntase nada y agregué que deseaba que me dejase sola. Obedeció. Cuando se tiene energí a para ordenar nunca se es desobedecido. Subí a mi alcoba, caí de rodi­llas y oré a mi modo, muy diferente del de mi primo, pero no por ello menos ferviente. Me parecí a que un poderoso espí ritu me penetraba y, agradecida, me pos­tré a sus pies. Me incorporé, con una resolució n adopta­da, y me acosté, esperando el siguiente dí a.

XXXVI

Llegó el dí a y me levanté. Empleé un par de horas en ordenar las cosas de mi cuarto tal como deseaba dejarlas durante la breve ausencia que iba a realizar. Sentí a John salir de su alcoba y pararse ante la mí a. Temí que llamara, pero se limitó a deslizar un papel bajo la puer­ta. Lo cogí y leí estas palabras:

«Me dejaste ayer de repente, antes de haber tomado en definitiva la decisió n de empuñ ar la cruz cristiana y ceñ irte la corona de los á ngeles. Espero tu determinació n final cuando vuelva, dentro de quince dí as. Rogaré para que no caigas en la tentació n. Tu alma es fuerte, pero tu carne es dé bil. Sí; no dejaré de rogar por ti. ­Tuyo, John. »

«Mi alma -respondí mentalmente- es bastante fuerte para hacer lo que debo y confí o en que mi carne lo sea bastante para cumplir la voluntad divina una vez que me parezca evidente. Y confí o, en fin, en que basta­rá n una y otra para disipar las nubes en que estoy en­vuelta y distinguir, al cabo, la luz del sol. »

Está bamos a primeros de junio, pero la mañ ana era desapacible y frí a. La lluvia azotaba mi ventana. A tra­vé s de los cristales vi a John atravesar el jardí n. Se diri­gió por los brumosos campos hacia Whitcross, donde to­marí a la diligencia.

»Dentro de pocas horas seguiré por ese camino, pri­mo -pensé -. Como tú tomaré una diligencia y veré si me queda algo que hacer en Inglaterra antes de abando­narla para siempre. »

Faltaban dos horas para el desayuno. En el intervalo paseé por mi alcoba, recordando la sensació n que expe­rimentara la noche antes, la voz que oyera... ¿ Dó nde habí a sonado? En mí, sin duda, no en lo que me ro­deaba. ¿ Habí a sido una mera ilusió n? Sobrevino en mí como el terremoto que conmoviera los cimientos de la prisió n de Pablo y Silas, abriendo las puertas de la celda en que yací a mi alma y despertá ndola de su letargo.

«Puesto que por carta -medité, resumiendo mis pen­samientos- no puedo saber nada de aquel cuya voz creí oí r anoche, una gestió n personal me permitirá averi­guarlo. »

Mientras desayuná bamos, anuncié a Diana y Mary que iba a hacer un viaje y estarí a ausente lo menos cua­tro dí as.

-¿ Vas sola, Jane?

-Sí. Quiero tener noticias de un amigo de quien no sé nada hace tiempo.

Podí an haberme preguntado qué amigo era, ya que yo solí a afirmar que no tení a otros que ellas, pero con su innata delicadeza se abstuvieron de preguntarme nada. Diana me preguntó si me encontraba en condiciones de viajar, ya que le parecí a verme muy pá lida. Contesté que nada tení a, sino inquietud, y que esperaba calmarla con aquel viaje.

Observando que no deseaba por el momento entrar en detalles sobre mis planes, guardaron un discreto y amable silencio, dejá ndome en la libertad de acció n en que, en caso aná logo, yo les hubiera dejado a ellas.

Salí de Moor House a las tres de la tarde y hacia las cuatro me hallaba en Whitcross, esperando la diligencia que debí a llevarme al distante Thornfield. En el silencio profundo de los caminos desiertos y las solitarias monta­ñ as, oí acercarse al coche cuando aú n estaba muy lejos. Era el vehí culo que, un añ o atrá s, me dejara en aquel mismo lugar en plena desolació n y desesperanza. Esta vez no tení a que entregar toda mi fortuna como precio del pasaje. Hice señ a de que la diligencia parara, se de­tuvo y, una vez en marcha, me pareció ser la paloma mensajera que vuela del palomar.

El viaje duró treinta y seis horas. Salí de Whitcross la tarde de un martes y en la mañ ana del jueves el coche se detuvo, para que bebiesen los caballos, ante una posada en medio de campos verdes e idí licas colinas que con­trastaban con el á spero escenario de las montañ as norte­ñ as que acababa de abandonar. Reconocí el aspecto de aquel paisaje, como si viese un rostro conocido.

-¿ Está Thornfield muy lejos de aquí? -pregunté al posadero.

-Dos millas a campo traviesa, señ orita.

«El viaje ha concluido», pensé. Me apeé, dejé mi equipaje en la posada, anunciando que volverí a a bus­carlo, pagué el pasaje, gratifiqué al cochero y el carruaje partió. El sol arrancaba destellos de la muestra de la posada, en cuyas doradas letras leí: A las armas de Ro­chester. Mi corazó n latió con premura. Me hallaba ya en los dominios de mi amado. Luego un pensamiento amargo me invadió: «Acaso é l hubiese cruzado el canal de la Mancha, acaso no estuviese en Thornfield, acaso valiera má s pedir informes al posadero. »

Temí a, sin embargo, alguna mala noticia y no me re­solví a a preguntar, ya que prolongar la duda era prolon­gar la esperanza.

Ante mí se extendí an los campos que cruzara el dí a de mi fuga. Los recorrí de prisa, contemplando el familiar panorama, los bosques, los á rboles, las praderas y las colinas. Remonté, al fin, la ladera. Sobre mi cabeza vo­laban las cornejas. Un graznido quebró el silencio de la mañ ana. Crucé un prado, seguí un sendero y me hallé ante las tapias del patio. Aú n no podí a distinguir la casa. «Quiero verla por su fachada -pensé -, contemplar el espectá culo de sus almenares, la ventana de mi amado. Acaso esté asomado a ella -¡ madruga tanto! - o bien pasee ante la puerta o por el huerto. ¡ Oh, deseo verle, un instante siquiera! ¿ Seré tan loca que corra hacia é l? No puedo asegurarlo, no sé... ¿ Y si é l -¡ bendito sea! ­corre hacia mí? ¡ Ah! ¿ Quié n sabe si a estas horas está contemplando la salida del sol en los Pirineos o sobre los tranquilos mares del Mediodí a...? »

Di la vuelta a la tapia del huerto. Allí habí a un portillo que permití a entrar desde la pradera, entre dos pilares coronados por bolas de piedra. Ocultá ndome tras uno de los pilares podí a observar la casa sin ser vista. Ade­lanté la cabeza con cautela, para comprobar si las venta­nas de algú n dormitorio estaban abiertas ya. Todo - fachada, ventanas, almenas-, quedaba desde allí al al­cance de mis ojos.

Si las cornejas que volaban sobre mi cabeza me hubie­ran examinado, habrí anme visto hacer mis observacio­nes, primero recelosa y tí mida, má s tarde atrevida, al fin despreocupada. Y seguramente hubieran pensado: «¡ Qué afectada desconfianza primero y qué necia con­fianza ahora! »

Esto, lector, tiene su explicació n. La ilustraré con un ejemplo:

Un enamorado divisa a su amante dormida en el cé s­ped y desea contemplarla de cerca sin interrumpir su sueñ o. Avanza, cauteloso; se para creyendo que ella se mueve; se retira, temiendo que la vea... Pero todo está tranquilo y entonces vuelve a avanzar. Se inclina sobre ella lentamente, gozando de antemano con la visió n de la belleza que va a admirar. Y de pronto se sobresalta, se precipita, sujeta fuertemente entre sus brazos a la que un momento antes no osaba tocar con un dedo. Pronun­cia su nombre a gritos, la mira con desesperació n. ¡ Por­que ella no puede contestarle! El enamorado habí a creí ­do dormida a su amada y la encuentra frí a e inmó vil como una piedra.

Yo buscaba con temerosa alegrí a una majestuosa casa y encontraba una calcinada ruina.

Era innecesario ocultarme tras una columna, lanzar ojeadas a las ventanas, escuchar ruidos de puertas o de pasos en la explanada. Porque la explanada estaba de­sierta y la fachada era, como ya la viera una vez en sue­ñ os, una sola pared, alta y frá gil, agujereada por venta­nas sin cristales, tras las que no quedaba nada. No habí a techo, ni almenas, ni chimeneas. Todo se hallaba des­truido.

En torno reinaba un silencio de muerte, una soledad de desierto.

Ya no extrañ aba que mis cartas no obtuviesen res­puesta, porque era como escribir a los quietos morado­res de una tumba. Las ennegrecidas piedras del edificio decí an có mo é ste se habí a derrumbado: por un incendio. Pero ¿ có mo? ¿ Cuá l era la historia de aquella catá strofe? ¿ Qué pé rdidas, ademá s de las piedras, má rmoles y ma­deras habí an acontecido? ¿ Habí a muerto alguno? ¿ Y quié n? Terrible pregunta a que no me cabí a contestar...

Rondando en torno a los derribados muros, compro­bé que el siniestro debí a haber sucedido tiempo atrá s, porque entre las ruinas brotaba ya una vegetació n silves­tre: hierbas y musgos que crecí an entre las piedras y las vigas partidas. ¿ Dó nde estaba el desgraciado propietario de aquella ruina? ¿ En qué tierras y en qué estado se encontraba? Mis ojos se dirigieron hacia la no lejana iglesia y me pregunté si no yacerí a, con el antiguo Da­mer de Rochester, en su angosta morada de má rmol.

Era preciso obtener respuesta a mis preguntas. Volví a la posada y cuando el posadero me trajo el desayuno le rogué que se sentase, cerrara y contestase a un asunto sobre el que deseaba interrogarle. Pero casi no sabí a có mo empezar, temiendo las contestaciones que iba a oí r, a pesar de que la desolació n de Thornfield me pre­paraba para los má s funestos relatos.

-¿ Conoce usted Thornfield Hall? -pregunté, al fin, al hostelero, hombre ya maduro, de buena apariencia. -Sí, señ orita. He vivido allí.

-¿ Sí? -y pensaba que ello no habí a sucedido en mi é poca, porque me era desconocido.

-Fui el mayordomo del difunto Mr. Rochester -añ adió.

¡ El difunto! Al fin habí a recibido el golpe que tanto temí a.

-¿ Ha muerto? -balbucí.

-Quiero decir el padre del actual Mr. Rochester -exclamó.

Respiré. Estaba segura de que mi Edward viví a gracias a aquel breve, «el actual Mr. Rochester». Puesto que é l viví a, aú n podrí a escuchar lo má s terrible con tranquilidad relativa. Ya que no estaba en la tumba, oirí a con tranquili­dad decir incluso que se hallaba en las antí podas.

-¿ Reside ahora Mr. Rochester en Thornfield? -pregunté, conociendo de antemano la respuesta, pero deseosa de aplazar lo posible las noticias que me dieran.

-No, señ orita. Nadie vive allí. Supongo que es usted forastera, puesto que no sabe lo que ocurrió el pasado otoñ o. Thornfield Hall está en ruinas; fue destruido por un incendio. ¡ Un desastre, porque apenas pudo salvarse nada! El incendio estalló de noche y antes de que llega­sen las bombas de Millcote la casa era ya un inmenso brasero. Fue un horrible espectá culo, se lo aseguró.

-¡ De noche! -murmuré. Era la hora en que suce­dí an todas las calamidades en Thornfield. Añ adí: -¿ Se sabe có mo se produjo el incendio?

-Se supone, señ orita. O mejor dicho, se sabe con certeza. Acaso ignora usted -prosiguió, acercando su silla a la mesa y hablando en voz baja- que en la casa habí a encerrada una señ ora que estaba... loca.

-Oí decir algo de eso.

-La guardaban con riguroso secreto, así que durante muchos añ os la gente no estaba segura de que esa señ ora existiera, aunque se rumoreaba que sí. Desde luego, no se sabí a quié n era. Se decí a que Mr. Edward la habí a traí do del extranjero y se suponí a que era su querida. Pero hace un añ o sucedió una cosa extrañ a, muy ex­trañ a.

Temiendo que me contase mi propia historia, insistí en lo principal:

-¿ Y esa señ ora?

-¡ Esa señ ora resultó ser la esposa de Mr. Rochester! Se supo de un modo muy raro. Habí a en la casa una joven institutriz, y Mr. Rochester...

-Bien, pero ¿ y el incendio?

-Ahora, ahora. Mr. Rochester se enamoró de ella. Los criados dicen que nunca han visto a nadie tan ena­morado como é l. Lo observaban, claro... ¡ Ya sabe usted lo que es la servidumbre! Ella era muy jovencita, casi una niñ a. No la he visto nunca, pero Leah, que la apre­ciaba, me ha hablado con frecuencia de ella. Mr. Ro­chester tení a unos cuarenta añ os y esa señ orita menos de veinte, y cuando caballeros de esa edad se enamoran de muchachas, casi se atontan... En fin; é l quiso casarse con la joven...

-Esa parte de la historia cué ntemela luego -dije-. Ahora tengo especiales razones para enterarme de lo del incendio. ¿ Se supone que la loca intervino en é l?

-Es seguro, señ orita, que ella y no otra persona fue quien lo causó. Tení a una mujer que la custodiaba, Gra­ce Poole, una persona muy buena y muy escrupulosa.

Pero tení a un defecto comú n a niñ eras y sirvientas de esa clase, y es que guardaba en su cuarto una botella de ginebra y apuraba frecuentes tragos. Es comprensible, porque llevaba una vida poco agradable y tení a que con­solarse de algú n modo, pero el caso es que, cuando Gra­ce se dormí a despué s de beber su ginebra con agua, la señ ora loca, que era astuta como una bruja, le sacaba las llaves del bolsillo y erraba por la casa haciendo todo el mal que se le vení a a la cabeza. Se dice que una noche incendió la cama de su marido, pero de eso no sé nada a punto fijo. En fin, para acabar: una noche prendió fuego a los tapices del cuarto contiguo al suyo, y luego bajó al de la institutriz que estaba afortunadamente, vací o, por­que la joven se habí a ido dos meses antes. Mr. Roches­ter la habí a buscado como si fuese la cosa má s preciosa del mundo, pero no supo nada de ella. Desde entonces, el disgusto le hizo hurañ o, casi salvaje. Envió a Mrs. Fairfax, su ama de llaves, con su familia, aunque portá n­dose bien con ella, porque le señ aló una pensió n fija. La Fairfax era muy buena mujer. Adè le, una niñ a que Mr. Edward habí a recogido, fue enviada al colegio. Rompió toda relació n con sus amigos y quedó en la sala como un ermitañ o.

-¿ No se fue de Inglaterra?

-¡ Bendito sea Dios! No. No salí a de casa, excepto por las noches. Entonces erraba por el huerto como un alma en pena. Parecí a loco, y mi corazó n es que lo esta­ba, porque nunca habí a sido así antes de que esa mos­quita muerta la institutriz se cruzara en su camino. No bebí a ni jugaba y, aunque no era un hombre gallardo, era tan cabal como el primero. Yo le he tratado de niñ o. ¡ Figú rese si le conozco! ¡ Ojalá esa Miss Eyre se hubiese ahogado en el mar antes de venir a Thornfield!

-¿ Estaba en casa Mr. Rochester cuando se declaró el incendio?

-Sí, estaba. Subió en seguida al piso alto para des­pertar a los criados, y luego fue a sacar a la loca de su celda. Pero ella se hallaba en el tejado, en pie, agitando los brazos y gritando de un modo que se la oí a en una milla a la redonda. Yo mismo la vi y la oí. Era una mujer corpulenta, de cabello negro, que flotaba iluminado por las llamas. Yo vi, y los demá s vieron, a Mr. Rochester subir al tejado y gritar: «¡ Bertha! » Entonces ella dio un salto y se estrelló contra el suelo.

-¿ Murió?

-Murió. Se rompió la cabeza contra las piedras de la explanada.

-¡ Dios mí o!

-Fue horrible, señ orita. -Y despué s, ¿ qué pasó?

Despué s, señ orita, la casa ardió hasta los cimientos, y no han quedado en pie má s que algunos lienzos de pared.

-¿ Hubo alguna ví ctima má s?

-No; pero hubiera valido má s que la hubiese. -¿ Por qué?

-¡ Pobre Mr. Edward! -exclamó el posadero-. ¡ Quié n me hubiera dicho que habí a de verle así! Hay quien afirma que ha sido un justo castigo por mantener secreto su matrimonio y tratar de casarse con otra cuan­do su primera mujer viví a, pero yo le compadezco. -Pero ¿ vive? -insistí.

-Vive ¡ Má s le hubiera valido perder la vida! -¿ Qué le pasa? ¿ Está en Inglaterra?

-Está, está, y no creo que en el estado en que se halla pueda ir a sitio alguno.

¡ Qué tortura! ¡ Y aquel hombre parecí a dispuesto a prolongarla!

-Está ciego -dijo, al fin-. ¡ Ciego, el pobre Mr. Edward!

Yo habí a temido algo peor aú n: que estuviera loco. Haciendo un esfuerzo pude preguntar a mi interlocutor có mo habí a sucedido aquella desgracia.

-Mr. Rochester era valeroso; no quiso salir hasta que todos lo hubieran hecho. Cuando, despué s de la muerte de su esposa, bajaba la escalera, despué s que los demá s, el edificio se derrumbó. Se extrajo a Mr. Rochester de las ruinas, vivo, pero mal herido. Una viga habí a caí do de modo que le protegió en parte. Sin embargo, habí a perdido un ojo y tení a una mano tan estropeada que Mr. Carter, el mé dico, hubo de amputá rsela inmediatamen­te. Acabó perdiendo tambié n la vista del otro ojo sano. Así que ahora está ciego e invá lido.

-¿ Dó nde vive?

-En Ferndean, una casa de campo que posee a trein­ta millas de aquí. Un sitio desolado, solitario. -¿ Quié n le acompañ a?

-El anciano John y su mujer. Mr. Edward está com­pletamente aniquilado, segú n ellos dicen.

-¿ Tiene usted algú n medio de transporte? -Sí, señ ora; una excelente silla de posta.

-Mande engancharla en seguida y si su cochero pue­de llevarme a Ferndean antes de que anochezca, les pa­garé, a é l y a usted, el doble de la tarifa habitual.

XXXVII

Ferndean era un edificio antiguo, de regular tamañ o y sin pretensiones arquitectó nicas, situado en el fondo de un bosque. Rochester hablaba con frecuencia de aquella casa y la visitaba a veces. Su padre la habí a dedicado a albergue de caza. Hubiese querido alquilarla, pero la insalubridad de su situació n lo impedí a. Por tanto, Fern­dean permanecí a deshabitada y desamueblada, con ex­cepció n de dos o tres habitaciones, utilizadas por su due­ñ o cuando iba a cazar.

Llegué allí al caer de una tarde de cielo plomizo, vien­to frí o y lluvia penetrante y continua. Recorrí a pie la ú ltima milla, despué s de despedir coche y cochero con la doble remuneració n ofrecida. Aunque muy pró xima a la casa, no la distinguí a aú n, tan espeso y sombrí o era el bosque que la rodeaba. Atravesando una verja entre dos columnas de granito, me encontré bajo la oscura bó veda que formaba el ramaje. Un camino cubierto de hierba penetraba en el bosque entre intrincadas zarzas, bajo las apretadas ramas de los á rboles. Lo seguí, esperando al­canzar pronto mi objetivo, pero a pesar de que avanzaba incesantemente, no veí a por lado alguno señ ales de casa.

Temí haber tomado una direcció n equivocada o ha­berme extraviado. La oscuridad y la soledad del lugar me impresionaban. Miré en torno, en demanda de otro camino; no habí a ninguno. Só lo se distinguí an gruesos troncos, espesos follajes y ningú n claro.

Continué. Al fin el bosque se hizo menos denso y ha­llé una empalizada y tras ella la casa, apenas visible en­tre los á rboles, tan cubiertos de verdí n y humedad esta­ban sus ruinosos muros. Pasando un portillo me encon­tré en un espacio abierto, rodeado en semicí rculo por el bosque. No habí a flores ni cé sped; só lo un sendero ena­renado rodeado de musgo. Las ventanas de la casa eran enrejadas y angostas, y la fachada, estrecha y mezquina. Como me dijera el posadero, Ferndean era un desolado lugar. Reinaba el silencio, como en una iglesia inglesa un dí a no festivo. El ú nico rumor que se sentí a era el de la lluvia.

«¿ Es posible viva alguien aquí? », me pregunté.

Sí; viví a alguien. La puerta se abrió lentamente y una figura apareció sobre la escalera de acceso. Extendió la mano como para comprobar si lloví a. A pesar de la oscuridad, le reconocí. Era mi amado Edward Fairfax Ro­chester en persona.

Detuve mis pasos, contuve la respiració n y le contem­plé, ya que é l, ¡ ay!, no podí a contemplarme. En aquel encuentro el entusiasmo quedaba reprimido por la pena. No me fue difí cil ahogar la exclamació n que acudí a a mi garganta, ni paralizar mi impulso de lanzarme hacia Edward.

Su figura tení a el porte erguido de siempre, su cabello seguí a siendo negro y sus facciones no estaban nada al­teradas por el transcurso de un añ o de penas, gracias a su constitució n vigorosa. Y, sin embargo, se apreciaba un cambio en é l. Una fiera mutilada, un á guila enjaula­da a la que se hubiesen arrancado los ojos podrí an dar una idea de la apariencia de aquel Sansó n ciego.

Mas si imaginas, lector, que sentí temor de é l, me co­noces poco. No; yo experimentaba la dulce esperanza de depositar un beso en aquella frente de roca y en aquellos labios á speramente cerrados. Pero no querí a abordar­le aú n.

Descendió un escaló n y avanzó, lento, hacia el sende­ro. Luego se detuvo, alzó la mano, abrió los pá rpados y, como haciendo un esfuerzo desesperado, dirigió sucesivamente los ojos al cielo y a los á rboles. Mas se com­prendí a que ante aquellos ojos no se extendí a má s que el vací o y la sombra. Extendió la mano izquierda (llevaba la derecha, que era la amputada, en el bolsillo) como para cerciorarse de si habí a algo ante é l. Pero los á rboles estaban aú n a varias yardas de distancia. Se paró bajo la lluvia, que mojaba su cabeza descubierta. En aquel mo­mento apareció John, no sé por dó nde.

-¿ Quiere que le dé el brazo, señ or? -preguntó -. Llueve mucho y vale má s que vuelva a casa. -Dé jeme solo -dijo Rochester.

John se retiró sin verme. Rochester trató de pasear, a tientas, pero le fue imposible y al fin regresó al edificio y entró, cerrando la puerta.

Me acerqué y llamé. La mujer de John salió a abrir. -¿ Có mo está usted, Mary? -dije.

Me miró como si yo fuera un fantasma. La tranquili­cé. Exclamó:

-¿ Es posible, señ orita, que haya venido sola a un sitio como é ste, a estas horas?

Le contesté tomando su mano y siguié ndola a la coci­na, donde John se hallaba sentado junto al fuego. Les indiqué, en pocas palabras, có mo me habí a informado de lo ocurrido en Thornfield y añ adí que vení a a visitar a Mr. Rochester. Rogué a John que fuese a la casilla de camineros donde habí a despedido el coche, a buscar mi equipaje; pregunté a Mary, mientras me quitaba el som­brero y el chal, si podí a instalarme en la casa durante aquella noche, y hallando que, aunque difí cil, no era imposible, le informé que deseaba quedarme. En aquel preciso instante sonó la campanilla del saló n.

-Diga al señ or -indiqué - que está aquí una perso­na que quiere hablarle, pero no le diga mi nombre. -No sé si la recibirá -repuso Mary-. Nunca quiere recibir a nadie.

Cuando volvió le pregunté que habí a dicho su amo. -Que se vaya usted con Dios -repuso.

Llenó un vaso de agua y lo puso en una bandeja, don­de colocó tambié n unas bují as.

-¿ Es eso lo que habí a pedido? -pregunté.

-Sí. Siempre quiere tener luces encendidas, aunque no ve.

-Yo se lo llevaré -dije.

Tomé la bandeja. Ella me señ aló la puerta del saló n. La bandeja temblaba entre mis manos y el agua del vaso se vertí a a cada estremecimiento. Mary me abrió la puerta y la cerró tras de mí.

El aposento estaba casi en tinieblas. Un descuidado fuego ardí a en la antigua chimenea y, con la cabeza apo­yada en el má rmol, se veí a al ciego ocupante de la habitació n. Piloto, el viejo perro, se hallaba tendido a su lado, fuera de mano, como si temiese ser pisado por inadvertencia. Cuando entré, el animal estiró las orejas, ladró, saltó hacia mí y, en su alegrí a, faltó poco para que me derribase la bandeja. La puse sobre la mesa, acaricié al perro y le dije en voz baja: «¡ Quieto! » Rochester, maquinalmente, se volvió para ver lo que sucedí a, pero como no pudo ver nada, suspiró y recobró la postura de antes.

-Deme el agua, Mary- dijo.

Me aproximé a é l, con el vaso, ya só lo lleno hasta la mitad. Piloto, muy excitado, aú n me seguí a.

-¿ Qué pasa? -preguntó Rochester. -¡ Quieto, Piloto! -repetí.

É l se llevó el vaso a los labios, bebió y me dijo: -Es usted Mary, ¿ no?

-Mary está en la cocina- respondí.

Adelantó la mano rá pidamente, pero como no me veí a, no pudo alcanzarme.

-¿ Qué es esto, qué es esto? -preguntó con ansie­dad, esforzá ndose inú tilmente en ver con sus muertos ojos-. ¡ Conteste, vuelva a hablar! -ordenó.

-¿ Quiere má s agua? -interrogué -. He derramado sin querer la mitad del vaso.

-¿ Qué es eso? ¿ Quié n me habla?

-Piloto me conoce y John y Mary saben quié n soy. Acabo de llegar -contesté.

-¡ Dios mí o! ¿ Qué ilusió n es é sta? ¿ Qué dulce locura me ha acometido?

-No es ilusió n ni es locura. Su cerebro y su á nimo son demasiado fuertes para ilusionarse ni para enlo­quecer.

-¿ Quié n me habla? ¿ Es só lo una voz? No puedo ver, no, pero necesito sentir o, de lo contrario, se me parali­zará el corazó n y me arderá la cabeza. Dé jeme que la toque, sea quien fuere, o me muero.

Adelantó la mano; yo la oprimí entre las mí as. -¡ Sus dedos! -gritó -. ¡ Sus deditos!

Su mano recorrió mis hombros, mi rostro, mi talle. -¿ Eres Jane Eyre? Tienes su figura, su...

-Su voz, su figura y su corazó n, tambié n -repuse-. Soy Jane y me siento contenta de estar al lado de usted. -¡ Jane Eyre, Jane Eyre! -exclamó -. ¿ Eres Jane de veras? ¿ Jane viva?

-Ya ve que mi piel está cá lida y que respiro.

-¡ Mi querida Jane! Sí; eres tú. Pero esto debe de ser un sueñ o, un sueñ o como los que tengo cuando imagino que la estrecho contra mi corazó n, que me ama y que no me abandonará nunca.

-Desde hoy no le abandonaré, no.

-¡ Oh, esta aparició n dice que nunca me abandonará! Pero siempre que despierto encuentro que me rodea el vací o, y me siento otra vez desolado y abandonado, solo, con mi vida desesperada y tenebrosa, con mi alma sedienta de un elixir que no podré beber jamá s... ¡ Oh dulce sombra de un sueñ o; ven a mí, abrá zame y bé same antes de disiparte como las anteriores apariciones!

Puse mis labios en sus antes brillantes y ahora apaga­dos ojos, separé el cabello de su frente y le besé tam­bié n. Pareció convencerse de la realidad de mi pre­sencia.

-¿ Eres tú, Jane? ¿ Has vuelto a mi lado? -Sí.

-¡ Oh, Jane! ¿ Y qué es de ti? ¿ Sigues trabajando en alguna casa extrañ a?

-No. Ahora soy independiente. -¿ Independiente? ¿ Qué quieres decir?

-Mi tí o el de Madera ha muerto y me ha legado cin­co mil libras.

-Ya veo que esto es real -exclamó -. Cosas así no las he soñ ado nunca. Ademá s es tu voz, tu voz que me reconforta, que me da la vida... ¿ Así que eres rica e independiente, pequeñ a Jane?

-Lo soy. Y si no quiere recibirme en su casa, puedo construir una junto a la de usted y puede visitarme en ella cuando alguna tarde se sienta deseoso de compañ í a.

-Pero ahora que eres rica, encontrará s amigos que se preocupará n de ti y no permitirá n que te consagres a cuidar a un desdichado ciego.

-Ya le he dicho que soy independiente y que nadie tiene autoridad sobre mí.

-¿ Y te propones quedarte conmigo?

-Sí, si usted no me lo impide. Puedo ser su compañ e­ra, su enfermera y su ama de llaves. Leeré para usted, hablaré con usted, me sentaré a su lado, seré sus manos y sus ojos. No se entristezca, amigo mí o; no estará jamá s solo, mientras yo viva.

No contestó. Se habí a puesto grave y abstraí do. Movió los labios como si fuese a hablar, pero los cerró de nue­vo. Yo me sentí a un poco turbada. Acaso habí a ido demasiado lejos en mi desprecio de los convencionalis­mos humanos, y como mi primo John, é l encontraba in­correcta mi conducta. Yo le habí a hecho mi proposició n suponiendo que Edward deseaba y me pedirí a que fuese su mujer. Mas al notar en su aspecto que quizá me equi­vocaba, suavemente comencé a aflojar la presió n de su brazo. Pero é l me retuvo.

-No, no, Jane, no te vayas. Te he escuchado, he ex­perimentado el consuelo de tu presencia, la dulzura de tus palabras. No puedo dejar huir de mi lado estas ale­grí as. Te necesito. El mundo se burlará de mí, me llama­rá egoí sta y absurdo, pero no me importa.

-Bien: viviré con usted. Ya se lo he dicho.

-Sí, pero tú entiendes por vivir conmigo una cosa, y yo, otra. Ya sé que eres capaz de ser para mí una ab­negada enfermera, porque tu corazó n es generoso, tier­no y pronto a todo sacrificio por aquellos a quienes com­padeces. Mas supongo que en adelante mis sentimientos por ti han de ser exclusivamente paternales, ¿ no es eso?

-Haré lo que usted quiera. Si cree que es mejor que sea só lo su enfermera, lo seré.

-Pero no lo será s siempre, Jane. Eres joven y te ca­sará s algú n dí a.

-No me preocupa en nada ese asunto.

-Y yo harí a que te preocupara, Jane, si fuese el que era. ¡ Pero ahora, que só lo soy un desdichado ciego!

Y quedó melancó lico. Yo, por el contrario, me reani­mé al escuchar aquellas palabras, que me indicaban que la ú nica dificultad que podí a haber era por mi parte. Mi turbació n desapareció y no tardé en reanudar la conver­sació n con má s brí o.

-Ante todo, hay que pensar en humanizarle -dije arreglando su descuidada y larga cabellera-, porque está usted convertido en un leó n o cosa parecida. Su ca­bello me recuerda el plumaje de un á guila. Lo que no he notado es si sus uñ as han crecido como las garras de un ave de presa.

-En este brazo, al menos -repuso, mostrá ndome el mutilado-, no hay ni uñ as, ni mano siquiera. No es má s que un lamentable muñ ó n. ¿ Te habí as dado cuenta de ello, Jane?

-Es triste verlo, y triste ver sus ojos, y doloroso dis­tinguir las cicatrices que las llamas han dejado en su frente... ¡ Y lo peor de todo es que le quiero má s precisa­mente por eso!

-Ya rectificará s, Jane, cuando veas mi brazo y mi rostro lleno de cicatrices.

-No diga semejante cosa... Y, ahora, dé jeme que encienda un fuego. ¿ Nota cuá ndo lo hay?

-Sí; percibo vagamente una especie de neblina. -¿ Y las bují as?

-Muy imprecisas. Como una nubecilla luminosa. -Y a mí ¿ me ve?

-No, hadita mí a. Pero te oigo y te siento, y me basta. -¿ Cuando quiere usted cenar?

-No ceno nunca.

-Pero debe hacerlo esta noche. Yo estoy ham­brienta.

Llamé a Mary y las dos arreglamos el aposento con má s orden. Preparé una agradable colació n. Me sentí excitada. Hablé a Rochester con placer y emoció n du­rante la cena y largo rato despué s. Nada me restringí a a su lado, nada me hací a reprimir mi vivacidad, porque sabí a que cuanto dijese le plací a y le consolaba. En su presencia todas mis facultades, cuanto habí a en mí de vivo y animado, parecí a desarrollarse, como a é l le suce­dí a tambié n ante mí. Aunque ciego como estaba, la son­risa iluminaba su rostro, la alegrí a brillaba en sus faccio­nes y todo en é l parecí a dulcificarse. -

Me hizo muchas preguntas sobre mi vida, sobre lo que habí a hecho en aquel añ o y sobre có mo habí a averiguado su paradero, pero só lo pude contestarle en parte, porque era muy tarde para entrar en detalles durante aquella no­che. Ademá s yo no querí a despertar recuerdos m emocio­nes demasiado profundos en su corazó n. Só lo deseaba consolarle, y eso, evidentemente, lo conseguí a.

En una ocasió n en que en nuestra charla se produjo un silencio, me dijo:

-¿ Está s segura de que eres un ser viviente, Jane? -Absolutamente segura.

-Pero no comprendo có mo apareciste, en esta noche oscura y melancó lica, a mi lado. Tendí a mi mano para coger un vaso de agua y me lo entregaste tú. Hice una pregunta a Mary y me contestó tu voz. ¿ Có mo pudo ser eso?

-Porque fui yo quien trajo la bandeja, en lugar de Mary.

-¡ Oh, qué encantador es el tiempo que estoy pasan­do a tu lado! ¿ Có mo podrí a explicarte la oscura, terrible y desesperada vida que ha arrastrado estos pasados me­ses? No hací a nada, no esperaba nada, dí as y noches eran iguales para mí, no sentí a sino frí o cuando la lum­bre se apagaba, o hambre cuando me olvidaba de co­mer, y, unido a todo, un inmenso dolor; el de no volver a ver a Jane. Sí; ansiaba má s volver a encontrarla que recobrar la vista. ¿ Es posible que Jane esté conmigo y me diga que me ama? ¿ Que no desaparezca como ha aparecido? Temo no hallarla mañ ana a mi lado.

Me pareció que una contestació n vulgar era lo mejor para cambiar el curso de sus turbados pensamientos. Pa­sando, pues, los dedos por sus cejas, comenté que esta­ban quemadas en parte y agregué que procurarí a buscar algú n remedio que volviese a hacerlas crecer tan pobla­das y negras como antes.

-¿ Para qué ocuparse en ello, espí ritu benigno, si en un momento fatal, acabará s desvanecié ndote sin que sepa có mo?

-¿ No tiene usted un peine de bolsillo? -¿ Para qué, Jane?

-Para peinarle esas crines revueltas. Cuando se las veo, me da miedo. Yo seré un hada, pero usted es un coco.

-¿ Tan feo te parezco, Jane?

-Horroroso. Ya sabe que siempre lo ha sido.

-¡ Caramba! Veo que, dondequiera que hayas pasa­do este tiempo, no ha sido ciertamente en un sitio donde te hayan quitado tu habitual perversidad.

-Sin embargo, he estado con gentes muy buenas, cien veces mejores que usted, con ideas y opiniones refi­nadas y elevadas como usted no las ha tenido en su vida. -¿ Con quié n diablos has estado, Jane?

-Si sigue usted agitá ndose de ese modo, le arrancaré el pelo de la cabeza a tirones, y así no le quedará n dudas de que soy de carne y hueso.

-¿ Con quié n has estado, Jane?

-Permí tame no decí rselo hoy. Así, dejando la histo­ria a medio relatar, tendrá la certeza de que mañ ana reapareceré a la mesa para contá rsela completamente mientras desayuna. Ademá s, nada de acostarse con só lo un vaso de agua. Voy a prepararle un huevo con el correspondiente jamó n, por supuesto.

-Te está s burlando de mí, hadita mí a. Me haces sen­tirme como si no hubieran pasado estos doce meses. De haber sido tú el David de Saú l, habrí as exorcizado el mal espí ritu sin necesidad de arpa.

-Vaya, ya se pone usted en razó n. Y ahora le dejo para ir a acostarme. Estoy en viaje desde hace tres dí as, y me siento cansada. Buenas noches.

-Una palabra má s, Jane. ¿ Habí a só lo mujeres en la casa en que viví as?

Reí y salí del cuarto. Continuaba riendo mientras su­bí a las escaleras. «¡ Buena ocurrencia -pensé -. Ya veo que tengo un medio de vencer su melancolí a durante los dí as pró ximos! »

Muy temprano, de mañ ana, le oí andar de un aposen­to a otro y preguntar a Mary:

-¿ Está aquí Miss Eyre? ¿ Sí? ¿ No será hú meda la al­coba? ¿ Sabe si ya se ha vestido? Vaya a ver si necesita algo y pregú ntele cuá ndo va a bajar.

Bajé cuando supuse que era la hora de desayunar. Entré en el cuarto sin hacer ruido y pude contemplar a Rochester. Era doloroso ver aquella vigorosa naturaleza esclavizada a una dolencia corporal. Sentado en su silla, permanecí a quieto, pero no tranquilo, sino en acti­tud de anhelosa espera. En sus facciones se pintaba la tristeza que ahora le era habitual. Daba la impresió n de una lá mpara apagada en espera de que la encendiesen. Mas, ¡ ay!, no dependí a de é l, sino de otro, el readquirir su brillo. Yo deseaba mostrar despreocupació n y ale­grí a, pero la impotencia a que se veí a reducido aquel hombre tan ené rgico me afectaba hasta el fondo de mi corazó n. No obstante, le hablé lo má s animadamente que pude.

-Hace una hermosa mañ ana de sol. Vamos a dar un paseo.

Ya habí a logrado encender la llama. Sus mejillas se colorearon.

-¿ Ya está s aquí, alondra mí a? Ven, ven... ¿ Conque no te has desvanecido? Hace un rato estuve oyendo can­tar a otra alondra como tú, en el bosque, pero sus trinos no me decí an nada, como nada me dicen los rayos del sol naciente. Todas las melodí as de la tierra está n con­centradas para mí en la voz de mi Jane y toda la luz que puedo percibir consiste en tenerla a mi lado.

Mis ojos se humedecieron oyé ndole proclamar su de­pendencia de mí. Era como si un á guila real, encadena­da, hubiese de depender de un gorrió n para subsistir. Pero no podí a ser dé bil. Enjugué mis lá grimas y comen­cé a servir el desayuno.

Pasamos casi toda la mañ ana al aire libre. Le conduje, a travé s del hú medo y espeso bosque, hasta unos cam­pos cultivados de las cercaní as y le expliqué lo verdes que estaban, la lozaní a de las flores que crecí an entre las hierbas y el esplendor del cielo. Le busqué un asiento al lado de un á rbol y no me negué a complacerle cuando é l me pidió que me acomodara en sus rodillas. ¿ Para qué negarme, si los dos nos sentí amos má s felices estando juntos que separados? Piloto se tendió a nuestro lado. Todo era calma en torno nuestro. Rochester exclamó de pronto, mientras me abrazaba fuertemente:

-¡ Qué cruel fuiste, Jane! ¡ Si vieras lo que sufrí cuan­do huiste de Thornfield y no pude encontrarte en sitio alguno! ¡ Y cuando vi, examinando tu alcoba, que no te habí as llevado dinero ni nada que lo valiese! Un collar de perlas que te habí a regalado lo dejaste en su estuche y tus maletas estaban listas y atadas, como las tení as para el viaje de novios. «¿ Qué podrí a hacer mi amada», me preguntaba, «huyendo desvalida y pobre? » ¿ Qué hiciste? Cué ntamelo ahora.

Inicié la narració n de mi vida durante el ú ltimo añ o. Dulcifiqué mucho lo relativo a los tres dí as que pasé sin alimento ni hogar, para no causarle un dolor inú til, pero con todo, impresioné su noble corazó n má s profunda­mente de lo que quisiera.

Me dijo luego que no debí a haberle abandonado así, sin llevar al menos algunos recursos. Debí a haber con­fiado en é l, que no me hubiera obligado a convertirme en su amante contra mi voluntad. Por muy grande que fuese su desesperació n, me amaba demasiado para cons­tituirse en mi tirano. El me habrí a dado la mitad de su fortuna, sin pedirme a cambio ni un solo beso, con tal de no verme lanzarme, como me lancé, sin medios ni ami­gos, a travé s del mundo. Estaba seguro, ademá s, de que yo habrí a sufrido má s de lo que le confesaba.

-Fueran los que fuesen los sufrimientos, duraron poco -dije.

Y le conté có mo habí a sido recibida en Moor House, có mo obtuve el cargo de maestra, la noticia de la heren­cia, el descubrimiento de que los que me acogieron eran primos mí os. El nombre de John Rivers se repitió varias veces en el curso de la narració n.

-Entonces, ¿ ese John es primo tuyo? -Sí.

-¿ Y le estimas?

-Sí; es un buen hombre.

-¿ Có mo es? ¿ Un respetable caballero de cincuenta añ os? -Tiene veintinueve.

-Jeune encore?, como dicen los franceses. ¿ Es un hombre bajo, flemá tico, corriente? ¿ Una de esas perso­nas cuyos mé ritos consisten má s en no cometer faltas que en ejercer virtudes?

-Es al contrario: virtuoso y activo y no vive sino para fines elevados.

-Y de inteligencia, ¿ có mo está? Nada extraordinario ¿ no es cierto? Es de aquellos que se explican bien y, sin embargo, no interesan, ¿ verdad?

-Habla muy poco; só lo lo indispensable. Pero tiene una mentalidad muy vigorosa.

-¿ Es, pues, un hombre de capacidad? -De mucha capacidad.

-¿ Educado? -Instruidí simo.

-Entonces, ¿ son sus modales los que no te gustan? ¿ Es afectado y gazmoñ o?

-A menos que yo tuviera muy mal gusto, habí an de gustarme por fuerza, porque es muy corté s, sereno y ca­balleroso.

-Será su aspecto el que... ¿ es uno de esos pastores jó venes, muy empaquetados, con sus cuellos altos y...? -No John viste bien. Es un hombre arrogante, alto, delgado, rubio, con ojos azules y un perfil griego.

-¡ Maldito sea! -dijo para sí. Y agregó -: ¿ No te agrada, Jane?

-Sí, me agrada. Ya me lo habí a preguntado usted antes.

Noté que los celos devoraban a mi interlocutor. Pero eran saludables, con todo, porque le arrancaban de su melancolí a habitual. Así, pues, yo no debí a adormecer en seguida la serpiente que le mordí a el corazó n.

-Acaso te encontrará s má s a gusto no estando senta­da en mis rodillas, ¿ verdad? - preguntó inesperada­mente y no sin cierta exaltació n.

-¿ Por qué?

-Porque has hecho un relato tan sugestivo, que la comparació n ha de resultarte ingrata a la fuerza. Tus palabras han descrito un verdadero Apolo. Se ve que le tienes presente en la imaginació n. Alto, delgado, con los ojos azules, con el perfil griego... Y ahora está s ante un Vulcano, un herrero auté ntico, moreno, con los hom­bros cuadrados y, para colmo, manco y ciego.

-No habí a pensado en ello, pero, sin embargo, me quedo con Vulcano.

-Bien, señ orita, puede usted largarse -y me apretó con má s fuerza-, pero antes tiene que contestarme a una o dos preguntas.

Se detuvo. -¿ Cuá les son?

-¿ John te buscó el empleo de maestra antes de saber que eras prima suya?

-Sí.

-¿ Le veí as muchas veces? ¿ Visitaba la escuela? -A diario.

-¿ Aprobaba tus proyectos, Jane? Porque debió de darse cuenta de que eran acertados, ya que eres una mu­jer de talento.

-Los aprobaba.

-¿ No descubrió en ti muchas cosas que no esperaba encontrar? Algunas de tus cualidades no son comunes. -Eso no lo sé.

-Dices que tení as una casita junto a la escuela. ¿ Te visitaba allí?

-De vez en cuando. -¿ Por las noches? -Una o dos veces. Una pausa.

-¿ Cuá nto tiempo has vivido con é l y con sus herma­nas desde que descubriste vuestro parentesco? -Cinco meses.

-¿ Pasaba mucho tiempo Rivers con vosotras?

-Sí; habí a un saloncito que era a la vez su cuarto de estudio y el nuestro. El se sentaba junto a la ventana y nosotras a la mesa.

-¿ Estudiaba mucho? -Mucho.

-¿ El qué?

-El idioma indostaní. -Y tú, ¿ qué hací as? -Aprender alemá n, al principio. -¿ Te lo enseñ aba é l?

-No sabe alemá n. -¿ Y no te enseñ ó nada? -Un poco de lengua indostaní. -¿ Qué te enseñ ó indostaní? -Sí.

-¿ Y a sus hermanas tambié n? -No.

-¿ Só lo a ti? -Só lo a mí. -¿ Le pediste que te lo enseñ ara? -No.

-¿ Deseaba é l que lo aprendieras? -Sí.

Una segunda pausa.

-¿ Para qué lo deseaba? ¿ De qué podí a servirte ese idioma?

-Porque querí a llevarme con é l a la India. -¡ Claro, é sa era la cosa! ¿ Querí a casarse contigo? -Me lo propuso.

-Eso es falso. Lo dices para ofenderme.

-Perdó n: es la pura verdad. Me lo repitió má s de una vez y me insistí a tanto en ello como usted mismo lo hu­biera hecho.

-Señ orita: le repito que puede apartarse. ¿ Por qué ese empeñ o en permanecer sobre mis rodillas cuando le he dicho que se quite?

-Porque estoy a gusto.

-No puedes sentirte a gusto, Jane. Tu corazó n no está conmigo, sino con tu primo, con ese John. ¡ Y yo que he pensado hasta ahora que mi Jane era realmente mí a! Yo creí que cuando me abandonaste me querí as y eso representaba una gota de miel en mis amarguras. Desde que nos separamos, he vertido muchas lá grimas por ti, pero nunca pude pensar que quisieras a otro. En fin: es inú til lamentarse. Vete, Jane, y cá sate con Rivers.

-Entonces, arró jeme usted de su casa, porque por mi voluntad no me iré.

-Jane: tu voz renueva mis esperanzas, me suena leal y afectuosa, me hace volver a mi vida de un añ o atrá s. Comprendo que hayas contraí do un nuevo compromiso. Pero yo no soy un necio... Vete.

-¿ Adonde?

-A casarte con el esposo que has elegido. -¿ Quié n es?

-Ya lo sabes, ese John Rivers.

-No es mi marido, ni lo será nunca. No me ama, ni le amo. É l ama -a su modo, que no es ciertamente el de usted- a una joven llamada Rosamond. Si deseaba ca­sarse conmigo era porque consideraba que yo serí a una buena esposa de misionero y Rosamond no. Es bueno y noble, pero muy austero y, para mí, tan frí o como un té mpano de hielo. No es como usted: no soy feliz a su lado. No siente por mí ni cariñ o ni comprensió n algunos. No ve en mí nada atractivo, ni siquiera la juventud, sino só lo algunos aspectos espirituales. ¿ Me considera usted capaz de abandonarle para ir con é l?

Me estremecí involuntariamente y me apreté má s al pecho de mi ciego y querido Edward. Sonrió.

-¿ Me aseguras que es é se en realidad el estado de tus relaciones con Rivers?

-En absoluto. No se sienta celoso. Querí a bromear un poco con usted para hacerle olvidar su tristeza. Pero si usted me ama y sabe apreciar lo mucho que le amo, se sentirá orgulloso y contento. Todo mi corazó n es suyo y deseo vivir a su lado, aunque hubiese de permanecer en un desierto toda mi vida.

Me besó. Pero otra vez sombrí os pensamientos ente­nebrecieron su semblante.

-¡ Ay! -gimió -. ¡ Pensar que soy un mutilado, un deformado!

Le acaricié, tratando de tranquilizarle. Sabí a lo que pensaba y hubiera querido hablarle de ello, pero no me atreví a. El volvió la cara y de sus ojos apagados brotó una lá grima que se deslizó por su mejilla. Mi corazó n desbordaba de pena.

-Estoy como el viejo castañ o del huerto sobre el que cayó aquel rayo -murmuró -. ¿ Qué derecho tiene esta ruina a que un capullo en flor le perfume con su lozaní a?

-No es usted una ruina. Es usted fuerte, vigoroso. Y hay quienes quieren crecer a la sombra de sus ramas, y buscar en su tronco robusto un apoyo contra los huracanes.

Volvió a sonreí r, consolado. -¿ Te referí as a mis amigos, Jane?

-Sí, a amigos -dije, aunque no era é sa la palabra adecuada, ni la que yo querí a pronunciar. Pero é l me ayudó.

-Lo que yo deseo es una esposa, Jane. -¿ Sí?

-Sí. ¿ Ahora te enteras?

-Ahora. Antes no me habí a dicho usted nada. -¿ Y no te agrada la noticia?

-Depende de quié n sea la persona elegida. -Te autorizo a que elijas tú misma, Jane. -Entonces... escojo a la que má s le quiere en el mundo. -Yo elegirí a... a la que má s amo... ¿ Quieres casarte conmigo, Jane?

-Sí.

-¿ Con un desventurado ciego que no puede caminar sin lazarillo?

-Sí.

-¿ Con un mutilado, que te lleva veinte añ os y al que tendrá s que ayudar en todo?

-Sí.

-¿ De veras, Jane? -Completamente de veras.

-¡ Oh, querida mí a! ¡ Dios te bendiga y te recom­pense!

-Escuche: si algo bueno he realizado en mi vida, si alguna vez he rogado con sincera devoció n, si alguna vez he sentido algú n buen deseo, me siento recompensada ahora por todo. Ser su esposa es, para mí, alcanzar la mayor felicidad posible en la tierra.

-Porque te complaces en el sacrificio.

-¿ Qué sacrificio? ¿ El de calmar el hambre que me devora, el de cambiar la esperanza por la realizació n? ¿ Es un sacrificio poder estrechar entre mis brazos al que estimo, poder besar al que amo, descansar en el que confí o? Si eso es sacrificarse, ¡ bendito sea tal sacri­ficio!

-¿ Y soportar mis dolencias y condescender con mis faltas?

-Para mí no existen. Prefiero amarle ahora, cuando puedo serle ú til, que antes, cuando usted no accedí a a desempeñ ar otro papel que el de un protector orgulloso y esplé ndido.

-Es verdad que aborrecí a el ser auxiliado y conduci­do, pero no lo aborreceré en adelante. No me gustaba apoyar mi brazo sobre el de los que me sirvieran porque les pagaba, pero con gusto sentiré que me lo oprimen los deditos de Jane. Preferirí a la soledad total a ser acompa­ñ ado por sirvientes profesionales, pero los dulces servi­cios de Jane me colmará n de alegrí a. Jane me agrada. ¿ Le agradaré yo a ella?

-Má s de cuanto pueda decirse.

-Siendo así, como no tenemos que depender de na­die, debemos casarnos inmediatamente.

Hablaba con vehemencia. Su antigua impetuosidad resurgí a.

-Debemos unirnos sin dilació n, Jane. Nadie nos im­pide que ahora...

-Acabo de observar que el sol ya está muy bajo. Pi­loto se ha ido a casa a comer. Dé jeme ver la hora en su reloj.

-Guá rdalo tú, Jane, porque a mí no me sirve de nada. -Son casi las cuatro de la tarde. ¿ No tiene usted apetito?

-De aquí a tres dí as nos casaremos. Ahora no hay que ocuparse para nada de ropas ni joyas. Todo eso no importa ni un adarme.

-El sol ha secado la humedad de la lluvia de ayer... No hace nada de aire y se siente mucho calor. -¿ Sabes, Jane, que tu collarcito de perlas va sobre mi á spera piel, bajo mi corbata, desde que perdí mi tesoro, en recuerdo de é l?

-Podemos ir a casa cruzando el bosque. Será el cami­no má s sombreado.

Pero é l seguí a entregado a sus pensamientos, y no ha­cí a caso alguno de mis intentos de desviar el tema de conversació n.

-Jane: aunque pienses que soy un perro ateo, mi co­razó n rebosa gratitud hacia Dios. É l no ve como ven los hombres, sino con má s clarividencia; no juzga como ellos, sino con má s justicia. Hice mal tratando de empa­ñ ar la pureza de mi inocente flor, y el Omnipotente me lo impidió. Y yo, en mi soberbia, en lugar de inclinarme ante su voluntad, le desafié. Pero la divina justicia prosi­guió su curso y me fue preciso pasar por el valle sobre el que proyecta su sombra la muerte. El castigo ha sido justo y ha humillado mi orgullo para siempre. Yo, que me envanecí a de mi fuerza, debo confiarme ahora a la guí a de otro, como el má s dé bil de los niñ os. Al fin, Jane, só lo al fin, comienzo a experimentar remordi­miento y contrició n y deseo de reconciliarme con mi Creador. Hasta rezo algunas veces: oraciones muy bre­ves, sí, pero sinceras...

»Hace algunos dí as... -puedo concretar la fecha: fue la noche del lunes pasado- experimenté una extrañ a impresió n. Yo, hasta entonces, al no hallarte, te daba por muerta. Esa noche, entre once y doce, retirado en mi alcoba, supliqué fervientemente a Dios que, si tal era su voluntad, me arrebatara pronto esta vida y me admi­tiese a la existencia del má s allá, donde yo tení a la espe­ranza de reunirme contigo.

»Estaba sentado junto a la ventana abierta. Me acaricia­ba la perfumada brisa nocturna y, aunque no veí a las es­trellas, por un vago y difuso resplandor adivinaba que bri­llaba la luna. ¡ Te anhelé, Jane, te anhelé con toda mi alma y todo mi corazó n! Y pregunté a Dios, con humildad y angustia, si no habí a sido ya bastante atormentado, desolado y afligido y si no podí a disfrutar al fin otra vez de dicha y de paz. Reconocí a merecer cuanto habí a sufrido, pero rogaba que no se me infligiesen má s dolores. Y todos los sentimientos de mi corazó n, del principio al fin, se con­densaron en tres palabras: ¡ Jane, Jane, Jane!

-¿ Las pronunció en voz alta?

-Sí. Y si alguien hubiera escuchado, me habrí a juz­gado loco por la frené tica energí a con que las pronuncié. -¿ Y eso fue el lunes, hacia medianoche?

-Sí, pero la hora no tiene importancia. Lo trascen­dental es lo que siguió. Me tomará s por un supersticioso y confieso que algo de ello llevo en la sangre, pero lo que te voy a relatar es absolutamente cierto.

»Al exclamar: ¡ Jane, Jane, Jane!, una voz, que no pue­do decir de dó nde procedí a, pero que reconocí muy bien, dijo: «Voy, espé rame. ¡ Voy, voy! » Un momento despué s, el viento me trajo estas palabras: «¿ Dó nde está s? »

»Procuraré explicarte la impresió n que aquellas pala­bras me causaron, aunque es difí cil pintar lo que sentí. Ferndean, como sabes, está situado en un espeso bosque donde los sonidos no producen ecos. Y el " ¿ Dó nde es­tá s? " me pareció dicho en un lugar rodeado de monta­ñ as y hasta oí el eco que lo repetí a. Una brisa fresca acarició mi frente en aquellos instantes, y tuve la sensa­ció n de que Jane y yo nos hallá bamos reunidos en aquel momento en algú n lugar solitario, desolado. Y creo que, en efecto, nos reunimos en espí ritu. Estoy seguro, Jane, de que, a aquella hora, mientras dormí as, tu alma aban­donó tu cuerpo para confortar la mí a por un segundo. »

La noche del lunes anterior, y a aquella hora, fue, lector, cuando 'yo percibí la misteriosa llamada a que respondí con las frases que é l me repetí a. Escuché el relato de Rochester, pero no correspondí con la narració n de lo que yo habí a experimentado. Me pareció una coincidencia demasiado sobrenatural e inexplicable para comunicá rsela. Contarle lo que a mí me sucediera ha­brí a causado una impresió n excesiva en su espí ritu, de­masiado inclinado entonces a lo sombrí o y misterioso, y le hubiera llevado a profundizar má s en pensamientos que no convení an a su estado de á nimo. Callé y guardé en mi corazó n aquellos misterios.

-No extrañ es, pues -prosiguió é l-, que cuando anoche te presentaste tan sú bitamente, me costara tra­bajo suponer que eras otra cosa distinta a una simple voz o una aparició n, algo que debí a disiparse en el silencio y en la nada como aquella otra voz que oí resonar entre montañ as que repetí an su eco. Mas ahora, gracias a Dios, comprendo que no era así. ¡ Sí: gracias a Dios!

Me retiró de sobre sus rodillas, se incorporó y, quitá n­dose reverentemente el sombrero, inclinó sus ojos apa­gados y se sumió en una casi muda plegaria, de la que só lo pude entender las palabras postreras:

-Agradezco a mi Creador el perdó n que en el Tribunal de su Justicia me haya concedido, y pido humildemente a mi Redentor que me otorgue fuerzas para llevar en el fu­turo una vida má s pura que la que he llevado antes.

Luego extendió la mano hacia mí. Tomé y llevé a mis labios aquella mano tan querida, y é l la pasó alrededor de mi hombro. Como yo era mucho má s baja, pude servirle así de apoyo y de guí a. Penetramos en el bosque y llegamos a casa.

 

XXXVIII

Conclusió n

Lector: me casé con Edward. Fue una boda sencilla. Só lo é l, el pá rroco, el sacristá n y yo estuvimos presen­tes. Cuando volvimos de la iglesia, fui a la cocina de la casa, donde Mary estaba preparando la comida y John sacando los cubiertos, y dije:

-Mary: me he casado esta mañ ana con Mr. Ro­chester.

El ama de casa y su marido pertenecí an a esa clase de personas flemá ticas y correctas, a las que se puede parti­cipar una noticia sin temor a que nos abrumen con sus exclamaciones y nos ahoguen bajo un torrente de pala­bras de asombro. Mary me miró: el cucharó n con que golpeaba un par de pollos que se asaban al fuego perma­neció suspendido en el aire unos tres minutos y durante el mismo tiempo quedó interrumpido el proceso de arre­glo de los cuchillos de John. Despué s, Mary, volviendo a inclinarse sobre el asado, se limitó a decir:

-¿ Sí, señ orita? Muy bien.

Y al cabo de un breve rato continuó:

-La vi salir con el señ or, pero no sabí a que iban a la iglesia.

Y siguió golpeando los pollos. Me volví hacia John y vi que reí a abriendo mucho la boca.

-Ya le decí a yo a Mary que acabarí a sucediendo así -comentó -. Conozco bien a Mr. Edward -John era un criado antiguo y trataba a su amo desde que é ste era el menor de la familia, por lo que se permití a a veces mencionarlo por su nombre propio- y me constaba lo que se proponí a. Estaba seguro de que no lo demorarí a mucho, y ha hecho bien. Le deseo muchas felicidades, señ orita.

Y se quitó corté smente la gorra.

-Gracias, John. Mr. Rochester me dijo que les diera esto.

Puse en su mano un billete de cinco libras y salí de la cocina. Pasando poco despué s ante la puerta de tal san­tuario, oí estas palabras:

-Será mejor para é l que una de esas señ oronas... Y ella podrí a haber encontrao otro má s guapo, pero no de me­jor cará cter ni má s cabal...

Escribí a Cambridge y a Moor House dando la no­ticia. Diana y Mary me aprobaron sin reserva alguna. Diana me anunció que, una vez transcurrido un tiempo prudencial para dejar pasar la luna de miel, irí a a visi­tarme.

-Vale má s que no espere a que pase, Jane dijo mi marido cuando le leí la carta-, porque tendrá que aguardar mucho. Nuestra luna de miel durará tanto, que só lo se apagará sobre tu tumba o la mí a.

No sé que efecto causarí a la novedad a John, porque no me contestó ni tuve carta suya hasta seis meses má s tarde. En ella no aludí a para nada a Edward ni a mi casamiento. Era una misiva tranquila y, aunque seria, afectuosa. Desde entonces mantenemos una correspon­dencia regular, si bien no frecuente. É l dice que confí a en que yo sea feliz y espera que no imite a aquellas que prescinden de Dios para ocuparse só lo en las cosas te­rrenas.

¿ Verdad que no has olvidado a Adè le, lector? Yo tampoco. Escaso tiempo despué s de casados, pedí a Ro­chester que me dejase ir a visitarla al colegio donde se hallaba interna. Su inmensa alegrí a me conmovió mu­cho. Me pareció pá lida y delgada, y me confesó que no era feliz. Yo descubrí que la disciplina del colegio era demasiado rí gida y su programa de estudios demasiado abrumador para una niñ a de aquella edad. Me la llevé a casa, resuelta a ser su institutriz de nuevo, pero esto no resultó posible, porque todos mis cuidados los requerí a otra persona: mi marido. La instalé, pues, en otro cole­gio menos severo y má s pró ximo, donde me era fá cil visitarla a menudo y llevarla a casa de vez en cuando. Me preocupé de que no le faltase nada que pudiera con­tribuir a su bienestar, y así, pronto se sintió satisfecha y progresó en sus estudios. A medida que crecí a, una sana educació n inglesa corrigió en gran parte sus defectos franceses, y cuando salió del colegio hallé en ella una compañ era agradable, dó cil, de buen cará cter y só lidos principios. Con su sincera afecció n por mí y los mí os, ha compensado de sobra las pequeñ as bondades que alguna vez haya podido tener con ella.

Mi narració n toca a su té rmino. Unas breves palabras sobre mi vida de casada y sobre la suerte de aquellos cuyos nombres han sonado má s frecuentemente en esta historia, la completará n.

Llevo casada diez añ os y sé bien lo que es vivir con quien se ama má s que a nada en el mundo. Soy felicí si­ma, porque lleno la vida de mi marido tan plenamente como é l llena la mí a. Ninguna mujer puede estar má s unida a su esposo que yo lo estoy al mí o: soy carne de su carne y alma de su alma. Jamá s me canso de estar con Edward ni é l de estar conmigo y, por tanto, siempre es­tamos juntos. Hallarnos juntos equivale para nosotros a disfrutar la libertad de la sociedad y la satisfacció n de la compañ í a. Hablamos mucho todos los dí as y el ha­blar no es para nosotros má s que una manifestació n externa de lo que sentimos. Toda mi confianza está depositada en é l y toda la suya en mí. Nuestros caracte­res son aná logos y una concordia absoluta es la conse­cuencia.

Edward estuvo ciego los dos primeros añ os de nuestro matrimonio, y ello consolidó má s nuestra unió n, porque yo fui entonces su vista, como soy ahora aú n su mano derecha. Yo era literalmente, como é l solí a llamarme, las niñ as de sus ojos. Veí a los paisajes y leí a los libros por intermedio mí o. Jamá s me cansé de expresarle en palabras el aspecto de los campos, las ciudades, los rí os, las nubes, la luz del sol, los panoramas que nos rodea­ban, el tiempo que hací a, de modo que la descripció n verbal se grabase en su cerebro, ya que no podí a la apa­riencia fí sica grabarse en sus ojos. Jamá s me cansé de leerle, jamá s de guiarle adonde querí a ir. Y en aquellos servicios que le prestaba y que é l me pedí a sin vergü enza ni humillació n, habí a el má s delicado e inefable de los placeres. É l me amaba lealmente y comprendió cuá nto le amaba yo al comprobar que atenderle y mimarle constituí an mis má s dulces aspiraciones.

Pasados los dos añ os, una mañ ana, mientras me dicta­ba una carta, se acercó y me dijo:

-Jane: ¿ llevas al cuello alguna cosa brillante?

-Sí -contesté, porque llevaba, en efecto, una cade­na de reloj, de oro.

-¿ Y no vistes un traje azul celeste?

Asentí. Entonces me manifestó que hací a tiempo ve­ní a parecié ndole que la oscuridad que obstruí a uno de sus ojos era menos densa que antes. Y acababa de tener la certeza de ello.

Fuimos a Londres, consultamos a un oculista eminen­te y Edward recobró la vista. No ve con mucha claridad, no le cabe leer ni escribir demasiado, pero puede andar sin que le guí en, el cielo no está en sombras para é l ni vací a la tierra. Cuando nació nuestro primer hijo, al to­marlo en sus brazos pudo apreciar que el niñ o tení a sus mismos ojos grandes, brillantes y negros de antes. Y una vez má s dio gracias a Dios, que habí a suavizado su justicia con su misericordia.

Mi Edward y yo, pues, somos felices, y lo somos má s aú n porque sabemos felices tambié n a los que aprecia­mos. Diana y Mary Rivers se han casado y todos los añ os vienen a vernos y nosotros les devolvemos la visita. El marido de Diana es un capitá n de naví o, brillante oficial y hombre bondadoso. El de Mary es sacerdote, antiguo amigo de colegio de su hermano y, por sus prin­cipios y su cultura, muy digno de su mujer. Tanto el ca­pitá n Fitz James como el padre Wharton aman a sus es­posas y son amados por ellas.

John Rivers partió de Inglaterra y se fue a la India. Siguió y sigue aú n la senda que se marcó. Jamá s ha habi­do misionero má s resuelto e infatigable que é l, aun en medio de los mayores peligros. Firme, fiel, devoto, lleno de energí a, celo y sinceridad, labora por sus semejantes, procurando mejorar su, penoso camino, desbrozando, como un titá n, los prejuicios de casta y de creencia que lo obstruyen. Podrá ser duro, podrá ser intransigente, podrá incluso ser ambicioso, pero su dureza es la del esforzado guerrero que defiende la caravana contra el enemigo; su intransigencia, la del apó stol que, en nom­bre de Cristo, dice: «Quien quiera ser mi discí pulo, re­niegue de sí mismo, tome su cruz y sí game»; y, en fin, su ambició n es la del espí ritu superior que reclama un puesto de primera lí nea entre los que, desinteresá ndose de las cosas terrenas, se presentan inmaculados ante el trono de Dios, participan en la final victoria del Divino Cordero y son, conjuntamente, llamados elegidos y fie­les creyentes.

John no se casó, ni se casará ya nunca. É l solo ha desempeñ ado su tarea en la Tierra y su glorioso sol toca ahora a su ocaso. La ú ltima carta que recibí de é l hizo brotar lá grimas humanas de mis ojos y llenó mi corazó n de divina alegrí a, porque me anunciaba la esperanza de alcanzar en breve una sublime recompensa, una inco­rruptible corona. Sé que las pró ximas noticias que tenga de é l me las participará n manos ajenas, para comunicar­me que este leal servidor de Dios ha sido llamado al seno de su Señ or. Estoy segura de que el temor de la muerte no turbará los postreros momentos de John. Su mente continuará despejada, su corazó n impá vido, su esperanza firme, su fe inquebrantable. Sus propias palabras son prenda de ello:

«Mi maestro -dice- me previene, cada vez con má s claridad: " Pronto estaré contigo". Y yo le respondo, con anhelo má s acendrado de hora en hora: " Así sea para siempre jamá s, Señ or Jesú s". »

 

 


[1] La autora quiere significar sacerdote anglicano, en inglé s, clergy­man. Recué rdese que el señ or Brocklehurst, en su conversació n con la señ ora Reed, habla de su esposa e hijas (cap. IV). Nota del traductor.

 



  

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