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CAPÍTULO XXXIV



Cuando todos se habí an ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse má s aú n contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas que habí a recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contení an lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufrí a por ello; pero en conjunto y casi en cada lí nea faltaba la alegrí a que solí a caracterizar el estilo de Jane, alegrí a que, como era natural en un cará cter tan tran­quilo y afectuoso, casi nunca se habí a eclipsado. Eliza­beth se fijaba en todas las frases reveladoras de desaso­siego, con una atenció n que no habí a puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Darcy por el dañ o que habí a causado le hací a sentir má s vivamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos dí as estarí a de nuevo al lado de Jane y podrí a contribuir a que recobrase el á nimo con los cuidados que só lo el cariñ o puede dar.

No podí a pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con é l; pero el coronel Fitzwilliam le habí a dado a entender con claridad que no podí a pensar en ella.

Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta, y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez las habí a visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle có mo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con total sobresalto, vio que Darcy entraba en el saló n. Inmediatamente empezó a preguntarle, muy acelerado, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó corté s pero frí amente. Elizabeth estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Despué s de un silencio de varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:

––He luchado en vano. Ya no puedo má s. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permí tame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente.

El estupor de Elizabeth fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirá ndole fijamente, indecisa y muda. El lo interpretó como un signo favorable y siguió manifes­tá ndole todo lo que sentí a por ella desde hací a tiempo. Se explicaba bien, pero no só lo de su amor tení a que hablar, y no fue má s elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la degradació n que significaba para é l, los obstá culos de familia que el buen juicio le habí a hecho anteponer siempre a la estimació n. Hablaba de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herí an, pero todo ello no era lo má s indicado para apoyar su demanda.

A pesar de toda la antipatí a tan profundamente arraigada que le tení a, Elizabeth no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un hom­bre como Darcy, y aunque su opinió n no varió en lo má s mí nimo, se entristeció al principio por la decep­ció n que iba a llevarse; pero el lenguaje que é ste empleó luego fue tan insultante que toda la compasió n se convirtió en ira. Sin embargo, trató de contestarle con calma cuando acabó de hablar. Concluyó asegu­rá ndole la firmeza de su amor que, a pesar de todos sus esfuerzos, no habí a podido vencer, y esperando que serí a recompensado con la aceptació n de su mano. Por su manera de hablar, Elizabeth advirtió que Darcy no poní a en duda que su respuesta serí a favorable. Hablaba de temores y de ansiedad, pero su aspecto revelaba una seguridad absoluta. Esto la exasperaba aú n má s y cuando é l terminó, le contestó con las mejillas encendidas por la ira:

––En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifesta­dos, aunque no puedan ser igualmente correspondi­dos. Es natural que se sienta esta obligació n, y si yo sintiese gratitud, le darí a las gracias. Pero no puedo; nunca he ambicionado su consideració n, y usted me la ha otorgado muy en contra de su voluntad. Siento haber hecho dañ o a alguien, pero ha sido inconsciente­mente, y espero que ese dañ o dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, segú n dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerá n sin dificultad ese sufrimiento.

Darcy, que estaba apoyado en la repisa de la chime­nea con los ojos clavados en el rostro de Elizabeth, parecí a recibir sus palabras con tanto resentimiento como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones mostraban la turbació n de su á nimo. Lucha­ba por guardar la compostura, y no abrirí a los labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue terrible para Elizabeth. Por fin, forzando la voz para aparentar calma, dijo:

––¿ Y es é sta toda la respuesta que voy a tener el honor de esperar? Quizá debiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa cortesí a. Pero no tiene la menor importancia.

––Tambié n podrí a yo replicó Elizabeth–– pre­guntar por qué con tan evidente propó sito de ofender­me y de insultarme me dice que le gusto en contra de su voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su modo de ser. ¿ No es é sta una excusa para mi falta de cortesí a, si es que en realidad la he cometido? Pero, ademá s, he recibido otras provocaciones, lo sabe usted muy bien. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferen­tes o incluso favorables, ¿ cree usted que habrí a algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal vez para siempre, la felici­dad de una hermana muy querida?

Al oí r estas palabras, Darcy mudó de color; pero la conmoció n fue pasajera y siguió escuchando sin inten­ció n de interrumpirla.

––Yo tengo todas las razones del mundo para tener un mal concepto de usted ––continuó Elizabeth––. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proce­der. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el ú nico culpable de la separació n del señ or Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censu­ras de la gente por caprichoso y voluble, y al otro a la burla por sus fallidas esperanzas, sumié ndolos a los dos en la mayor desventura.

Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningú n tipo de remordi­miento. Incluso la miraba con una sonrisa de petulante incredulidad.

––¿ Puede negar que ha hecho esto? ––repitió ella.

Fingiendo estar sereno, Darcy contestó:

––No he de negar que hice todo lo que estuvo en mi mano para separar a mi amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido má s amable con é l que conmigo mismo.

Elizabeth desdeñ ó aparentar que notaba esa sutil reflexió n, pero no se le escapó su significado, y no consiguió conciliarla.

––Pero no só lo en esto se funda mi antipatí a ––con­tinuó Elizabeth. Mi opinió n de usted se formó mucho antes de que este asunto tuviese lugar. Su modo de ser quedó revelado por una historia que me contó el señ or Wickham hace algunos meses. ¿ Qué puede decir a esto? ¿ Con qué acto ficticio de amistad puede defenderse ahora? ¿ Con qué falsedad puede justificar en este caso su dominio sobre los demá s?

––Se interesa usted muy vivamente por lo que afecta a ese caballero ––dijo Darcy en un tono menos tranquilo y con el rostro enrojecido.

––¿ Quié n, que conozca las penas que ha pasado, puede evitar sentir interé s por é l?

––¡ Las penas que ha pasado! exclamó Darcy des­pectivamente––. Sí, realmente, unas penas inmensas...

––¡ Por su culpa! ––exclamó Elizabeth con energí a––. Usted le redujo a su actual relativa pobreza. Usted le negó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para é l. En los mejores añ os de la vida le privó de una independencia a la que no só lo tení a derecho sino que merecí a. ¡ Hizo todo esto! Y aú n es capaz de ridiculizar y burlarse de sus penas...

––¡ Y é sa es –– gritó Darcy mientras se paseaba como una exhalació n por el cuarto –– la opinió n que tiene usted de mí! ¡ É sta es la estimació n en la que me tiene! Le doy las gracias por habé rmelo explicado tan abier­tamente. Mis faltas, segú n su cá lculo, son verdadera­mente enormes. Pero puede    ––añ adió detenié ndose y volvié ndose hacia ella–– que estas ofensas hubiesen sido pasadas por alto si no hubiese herido su orgullo con mi honesta confesió n de los reparos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolució n. Me habrí a ahorrado estas amargas acusaciones si hubiese sido má s há bil y le hubiese ocultado mi lucha, hala­gá ndola al hacerle creer que habí a dado este paso impulsado por la razó n, por la reflexió n, por una incondicional y pura inclinació n, por lo que sea. Pero aborrezco todo tipo de engañ o y no me avergü enzo de los sentimientos que he manifestado, eran naturales y justos. ¿ Có mo podí a suponer usted que me agradase la inferioridad de su familia y que me congratulase por la perspectiva de tener unos parientes cuya condició n está n tan por debajo de la mí a?

La irritació n de Elizabeth crecí a a cada instante; aun así intentó con todas sus fuerzas expresarse con mesu­ra cuando dijo:

––Se equivoca usted, señ or Darcy, si supone que lo que me ha afectado es su forma de declararse; si se figura que me habrí a evitado el mal rato de rechazarle si se hubiera comportado de modo má s caballeroso.

Elizabeth se dio cuenta de que estaba a punto de interrumpirla, pero no dijo nada y ella continuó:

––Usted no habrí a podido ofrecerme su mano de ningú n modo que me hubiese tentado a aceptarla.

De nuevo su asombro era obvio. La miró con una expresió n de incredulidad y humillació n al mismo tiempo, y ella siguió diciendo:

––Desde el principio, casi desde el primer instante en que le conocí, sus modales me convencieron de su arrogancia, de su vanidad y de su egoí sta desdé n hacia los sentimientos ajenos; me disgustaron de tal modo que hicieron nacer en mí la desaprobació n que los sucesos posteriores convirtieron en firme desagrado; y no hací a un mes aú n que le conocí a cuando supe que usted serí a el ú ltimo hombre en la tierra con el que podrí a casarme.

––Ha dicho usted bastante, señ orita. Comprendo perfectamente sus sentimientos y só lo me resta aver­gonzarme de los mí os. Perdone por haberle hecho perder tanto tiempo, y acepte mis buenos deseos de salud y felicidad.

Dicho esto salió precipitadamente de la habitació n, y Elizabeth le oyó en seguida abrir la puerta de la entrada y salir de la casa.

La confusió n de su mente le hací a sufrir intensa­mente. No podí a sostenerse de pie y tuvo que sentarse porque las piernas le flaqueaban. Lloró durante media hora. Su asombro al recordar lo ocurrido crecí a cada vez má s. Haber recibido una proposició n de matrimo­nio de Darcy que habí a estado enamorado de ella durante tantos meses, y tan enamorado que querí a casarse a pesar de todas las objeciones que le habí an inducido a impedir que su amigo se casara con Jane, y que debieron pasar con igual fuerza en su propio caso, resultaba increí ble. Le era grato haber inspirado un afecto tan vehemente. Pero el orgullo, su abominable orgullo, su desvergonzada confesió n de lo que habí a hecho con Jane, su imperdonable descaro al recono­cerlo sin ni siquiera tratar de disculparse, y la insensi­bilidad con que habí a hablado de Wickham a pesar de no haber negado su crueldad para con é l, no tardaron en prevalecer sobre la compasió n que habí a sentido al pensar en su amor.

Siguió inmersa en sus agitados pensamientos, hasta que el ruido del carruaje de lady Catherine le hizo darse cuenta de que no estaba en condiciones de encontrarse con Charlotte, y subió corriendo a su cuarto.

 



  

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