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CAPÍTULO XVIII



 

Hasta que Elizabeth entró en el saló n de Netherfield y buscó en vano entre el grupo de casacas rojas allí reunidas a Wickham, no se le ocurrió pensar que podí a no hallarse entre los invitados. La certeza de encontrarlo le habí a hecho olvidarse de lo que con razó n la habrí a alarmado. Se habí a acicalado con má s esmero que de costumbre y estaba preparada con el espí ritu muy alto para con­quistar todo lo que permaneciese indó mito en su corazó n, confiando que era el mejor galardó n que podrí a conseguir en el curso de la velada. Pero en un instante le sobrevino la horrible sospecha de que Wickham podí a haber sido omitido de la lista de oficiales invitados de Bingley para complacer a Darcy. É se no era exactamente el caso. Su ausencia fue defini­tivamente confirmada por el señ or Denny, a quien Lydia se dirigió ansiosamente, y quien les contó que el señ or Wickham se habí a visto obligado a ir a la capital para resolver unos asuntos el dí a antes y no habí a regresado todaví a. Y con una sonrisa significativa añ adió:

––No creo que esos asuntos le hubiesen retenido precisamente hoy, si no hubiese querido evitar encon­trarse aquí con cierto caballero.

Lydia no oyó estas palabras, pero Elizabeth sí; aunque su primera sospecha no habí a sido cierta, Darcy era igualmente responsable de la ausencia de Wickham, su antipatí a hacia el primero se exasperó de tal modo que apenas pudo contestar con cortesí a a las amables preguntas que Darcy le hizo al acercarse a ella poco despué s. Cualquier atenció n o tolerancia hacia Darcy significaba una injuria para Wickham. Decidió no tener ninguna conversació n con Darcy y se puso de un humor que ni siquiera pudo disimular al hablar con Bingley, pues su ciega parcialidad la irritaba.

Pero el mal humor no estaba hecho para Elizabeth, y a pesar de que estropearon todos sus planes para la noche, se le pasó pronto. Despué s de contarle sus penas a Charlotte Lucas, a quien hací a una semana que no veí a, pronto se encontró con á nimo para transigir con todas las rarezas de su primo y se dirigió a é l. Sin embargo, los dos primeros bailes le devolvieron la angustia, fueron como una penitencia. El señ or Collins, torpe y solemne, disculpá ndose en vez de aten­der al compá s, y perdiendo el paso sin darse cuenta, le daba toda la pena y la vergü enza que una pareja desagradable puede dar en un par de bailes. Librarse de é l fue como alcanzar el é xtasis.

Despué s tuvo el alivio de bailar con un oficial con el que pudo hablar del señ or Wickham, enterá ndose de que todo el mundo le apreciaba. Al terminar este baile, volvió con Charlotte Lucas, y estaban charlando, cuando de repente se dio cuenta de que el señ or Darcy se habí a acercado a ella y le estaba pidiendo el pró xi­mo baile, la cogió tan de sorpresa que, sin saber qué hací a, aceptó. Darcy se fue acto seguido y ella, que se habí a puesto muy nerviosa, se quedó allí deseando recuperar la calma. Charlotte trató de consolarla.

––A lo mejor lo encuentras encantador.

––¡ No lo quiera Dios! É sa serí a la mayor de todas las desgracias. ¡ Encontrar encantador a un hombre que debe ser odiado! No me desees tanto mal.

Cuando se reanudó el baile, Darcy se le acercó para tomarla de la mano, y Charlotte no pudo evitar adver­tirle al oí do que no fuera una tonta y que no dejase que su capricho por Wickham le hiciese parecer antipá tica a los ojos de un hombre que valí a diez veces má s que é l. Elizabeth no contestó. Ocupó su lugar en la pista, asombrada por la dignidad que le otorgaba el hallarse frente a frente con Darcy, leyendo en los ojos de todos sus vecinos el mismo asombro al contemplar el acon­tecimiento. Estuvieron un rato sin decir palabra; Eli­zabeth empezó a pensar que el silencio iba a durar hasta el final de los dos bailes. Al principio estaba decidida a no romperlo, cuando de pronto pensó que el peor castigo para su pareja serí a obligarle a hablar, e hizo una pequeñ a observació n sobre el baile. Darcy contestó y volvió a quedarse callado. Despué s de una pausa de unos minutos, Elizabeth tomó la palabra por segunda vez y le dijo:

––Ahora le toca a usted decir algo, señ or Darcy. Yo ya he hablado del baile, y usted deberí a hacer algú n comentario sobre las dimensiones del saló n y sobre el nú mero de parejas.

É l sonrió y le aseguró que dirí a todo lo que ella desease escuchar.

––Muy bien. No está mal esa respuesta de momen­to. Quizá poco a poco me convenza de que los bailes privados son má s agradables que los pú blicos; pero ahora podemos permanecer callados.

––¿ Acostumbra usted a hablar mientras baila?

––Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿ no cree? Serí a extrañ o estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atenció n de algunos, hay que llevar la conversació n de modo que no se vean obli­gados a tener que decir má s de lo preciso.

––¿ Se refiere a usted misma o lo dice por mí?

––Por los dos ––replicó Elizabeth con coqueterí a––, pues he encontrado un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos insociables, taciturnos y enemi­gos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.

––Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabrí a decirlo. Usted, sin duda, cree que me ha hecho un fiel retrato.

––No puedo juzgar mi propia obra.

É l no contestó, y parecí a que ya no abrirí an la boca hasta finalizar el baile, cuando é l le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo a Meryton. Elizabeth contestó afirmativamente e, incapaz de resistir la tenta­ció n, añ adió:

––Cuando nos encontró usted el otro dí a, acabá ba­mos precisamente de conocer a un nuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una intensa sombra de arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra; Elizabeth, aunque reprochá ndose a sí misma su debilidad, prefirió no continuar. Al fin, Darcy habló y de forma obligada dijo:

––El señ or Wickham está dotado de tan gratos modales que ciertamente puede hacer amigos con facilidad. Lo que es menos cierto, es que sea igual­mente capaz de conservarlos.

––É l ha tenido la desgracia de perder su amistad ––dijo Elizabeth enfá ticamente––, de tal forma que su­frirá por ello toda su vida.

Darcy no contestó y se notó que estaba deseoso de cambiar de tema. En ese momento sir William Lucas pasaba cerca de ellos al atravesar la pista de baile con la intenció n de ir al otro extremo del saló n y al ver al señ or Darcy, se detuvo y le hizo una reverencia con toda cortesí a para felicitarle por su modo de bailar y por su pareja.

––Estoy sumamente complacido, mi estimado señ or tan excelente modo de bailar no se ve con frecuencia. Es evidente que pertenece usted a los ambientes má s distinguidos. Permí tame decirle, sin embargo, que su bella pareja en nada desmerece de usted, y que espero volver a gozar de este placer, especialmente cuando cierto acontecimiento muy de­seado, querida Elizabeth (mirando a Jane y a Bingley), tenga lugar. ¡ Cuá ntas felicitaciones habrá entonces! Apelo al señ or Darcy. Pero no quiero interrumpirle, señ or. Me agradecerá que no le prive má s de la cauti­vadora conversació n de esta señ orita cuyos hermosos ojos me está n tambié n recriminando.

Darcy apenas escuchó esta ú ltima parte de su dis­curso, pero la alusió n a su amigo pareció impresionar­le mucho, y con una grave expresió n dirigió la mirada hacia Bingley y Jane que bailaban juntos. No obstante, se sobrepuso en breve y, volvié ndose hacia Elizabeth, dijo:

––La interrupció n de sir William me ha hecho olvidar de qué está bamos hablando.

––Creo que no está bamos hablando. Sir William no podrí a haber interrumpido a otra pareja en todo el saló n que tuviesen menos que decirse el uno al otro. Ya hemos probado con dos o tres temas sin é xito. No tengo ni idea de qué podemos hablar ahora.

––¿ Qué piensa de los libros? ––le preguntó é l son­riendo.

––¡ Los libros! ¡ Oh, no! Estoy segura de que no leemos nunca los mismos o, por lo menos, no sacamos las mismas impresiones.

––Lamento que piense eso; , pero si así fuera, de cualquier modo, no nos faltarí a tema. Podemos com­probar nuestras diversas opiniones.

––No, no puedo hablar de libros en un saló n de baile. Tengo la cabeza ocupada con otras cosas.

––En estos lugares no piensa nada má s que en el presente, ¿ verdad? ––dijo é l con una mirada de duda.

––Sí, siempre ––contestó ella sin saber lo que decí a, pues se le habí a ido el pensamiento a otra parte, segú n demostró al exclamar repentinamente––: Recuerdo haberle oí do decir en una ocasió n que usted raramente perdonaba; que cuando habí a concebido un resenti­miento, le era imposible aplacarlo. Supongo, por lo tanto, que será muy cauto en concebir resentimien­tos...

––Efectivamente ––contestó Darcy con voz firme. ––¿ Y no se deja cegar alguna vez por los prejuicios? ––Espero que no.

––Los que no cambian nunca de opinió n deben cerciorarse bien antes de juzgar.

––¿ Puedo preguntarle cuá l es la intenció n de estas preguntas?

––Conocer su cará cter, sencillamente ––dijo Eliza­beth, tratando de encubrir su seriedad––. Estoy inten­tando descifrarlo.

––¿ Y a qué conclusiones ha llegado?

––A ninguna ––dijo meneando la cabeza––. He oí do cosas tan diferentes de usted, que no consigo aclararme.

––Reconozco ––contestó é l con gravedad–– que las opiniones acerca de mí pueden ser muy diversas; y desearí a, señ orita Bennet, que no esbozase mi cará cter en este momento, porque tengo razones para temer que el resultado no reflejarí a la verdad.

––Pero si no lo hago ahora, puede que no tenga otra oportunidad.

––De ningú n modo desearí a impedir cualquier satis­facció n suya ––repuso é l frí amente.

Elizabeth no habló má s, y terminado el baile, se separaron en silencio, los dos insatisfechos, aunque en distinto grado, pues en el corazó n de Darcy habí a un poderoso sentimiento de tolerancia hacia ella, lo que hizo que pronto la perdonara y concentrase toda su ira contra otro.

No hací a mucho que se habí an separado, cuando la señ orita Bingley se acercó a Elizabeth y con una expresió n de amabilidad y desdé n a la vez, le dijo:

––Así que, señ orita Eliza, está usted encantada con el señ or Wickham. Me he enterado por su hermana que me ha hablado de é l y me ha hecho mil preguntas. Me parece que ese joven se olvidó de contarle, entre muchas otras cosas, que es el hijo del viejo Wickham, el ú ltimo administrador del señ or Darcy. Dé jeme que le aconseje, como amiga, que no se fí e demasiado de todo lo que le cuente, porque eso de que el señ or Darcy le trató mal es completamente falso; por el contrario, siempre ha sido extraordinariamente amable con é l, aunque George Wickham se ha portado con el señ or Darcy de la manera má s infame. No conozco los pormenores, pero sé muy bien que el señ or Darcy no es de ningú n modo el culpable, que no puede soportar ni oí r el nombre de George Wickham y que, aunque mi hermano consideró que no podí a evitar incluirlo en la lista de oficiales invitados, é l se alegró enormemente de ver que é l mismo se habí a apartado de su camino. El mero hecho de que haya venido aquí al campo es una verdadera insolencia, y no logro entender có mo se ha atrevido a hacerlo. La compadezco, señ orita Eliza, por este descubrimiento de la culpabilidad de su favo­rito; pero en realidad, teniendo en cuenta su origen, no se podí a esperar nada mejor.

––Su culpabilidad y su origen parece que son para usted una misma cosa ––le dijo Elizabeth encoleriza­da––; porque de lo peor que le he oí do acusarle es de ser hijo del administrador del señ or Darcy, y de eso, puedo asegurá rselo, ya me habí a informado é l.

––Le ruego que me disculpe ––replicó la señ orita Bingley, dá ndose la vuelta con desprecio––. Perdone mi entrometimiento; fue con la mejor intenció n.

«¡ Insolente! ––dijo Elizabeth para sí ––. Está s muy equivocada si piensas que influirá s en mí con tan mezquino ataque. No veo en é l má s que tu terca ignorancia y la malicia de Darcy. »

Entonces miró a su hermana mayor que se habí a arriesgado a interrogar a Bingley sobre el mismo asunto. Jane le devolvió la mirada con una sonrisa tan dulce, con una expresió n de felicidad y de tanta satis­facció n que indicaban claramente que estaba muy contenta de lo ocurrido durante la velada. Elizabeth leyó al instante sus sentimientos; y en un momento toda la solicitud hacia Wickham, su odio contra los enemigos de é ste, y todo lo demá s desaparecieron ante la esperanza de que Jane se hallase en el mejor camino hacia su felicidad.

––Quiero saber ––dijo Elizabeth tan sonriente co­mo su hermana–– lo que has oí do decir del señ or Wickham. Pero quizá has estado demasiado ocupada con cosas má s agradables para pensar en una tercera persona... Si así ha sido, puedes estar segura de que te perdono.

––No ––contestó Jane––, no me he olvidado de é l, pero no tengo nada grato que contarte. El señ or Bingley no conoce toda la historia e ignora las circuns­tancias que tanto ha ofendido al señ or Darcy, pero responde de la buena conducta, de la integridad y de la honradez de su amigo, y está firmemente convencido de que el señ or Wickham ha recibido má s atenciones del señ or Darcy de las que ha merecido; y siento decir que, segú n el señ or Bingley y su hermana, el señ or Wickham dista mucho de ser un joven respetable. Me temo que haya sido imprudente y que tenga bien merecido el haber perdido la consideració n del señ or Darcy.

––¿ El señ or Bingley no conoce personalmente al señ or Wickham?

––No, no lo habí a visto nunca antes del otro dí a en Meryton.

––De modo que lo que sabe es lo que el señ or Darcy le ha contado. Estoy satisfecha. ¿ Y qué dice de la rectorí a?

––No recuerda exactamente có mo fue, aunque se lo ha oí do contar a su amigo má s de una vez; pero cree que le fue legada só lo condicionalmente.

––No pongo en duda la sinceridad del señ or Bin­gley ––dijo Elizabeth acaloradamente––, pero perdona que no me convenzan sus afirmaciones. Hace muy bien en defender a su amigo; pero como desconoce algunas partes de la historia y lo ú nico que sabe se lo ha dicho é l, seguiré pensando de los dos caballeros lo mismo que pensaba antes.

Dicho esto, ambas hermanas iniciaron otra conver­sació n mucho má s grata para las dos. Elizabeth oyó encantada las felices aunque modestas esperanzas que Jane abrigaba respecto a Bingley, y le dijo todo lo que pudo para alentar su confianza. Al uní rseles el señ or Bingley, Elizabeth se retiró y se fue a hablar con la señ orita Lucas que le preguntó si le habí a agradado su ú ltima pareja. Elizabeth casi no tuvo tiempo para contes­tar, porque allí se les presentó Collins, dicié ndoles entusiasmado que habí a tenido la suerte de hacer un descubrimiento importantí simo.

––He sabido ––dijo––, por una singular casualidad, que está en este saló n un pariente cercano de mi protectora. He tenido el gusto de oí r có mo el mismo caballero mencionaba a la dama que hace los honores de esta casa los nombres de su prima, la señ orita de Bourgh, y de la madre de é sta, lady Catherine. ¡ De qué modo tan maravilloso ocurren estas cosas! ¡ Quié n me iba a decir que habrí a de encontrar a un sobrino de lady Catherine de Bourgh en esta reunió n! Me alegro mucho de haber hecho este descubrimiento a tiempo para poder presentarle mis respetos, cosa que voy a hacer ahora mismo. Confí o en que me perdone por no haberlo hecho antes, pero mi total desconocimiento de ese parentesco me disculpa.

––¿ No se irá a presentar usted mismo al señ or Darcy?

––¡ Claro que sí! Le pediré que me excuse por no haberlo hecho antes. ¿ No ve que es el sobrino de lady Catherine? Podré comunicarle que Su Señ orí a se encon­traba muy bien la ú ltima vez que la vi.

Elizabeth intentó disuadirle para que no hiciese semejante cosa asegurá ndole que el señ or Darcy consi­derarí a el que se dirigiese a é l sin previa presentació n como una impertinencia y un atrevimiento, má s que como un cumplido a su tí a; que no habí a ninguna necesidad de darse a conocer, y si la hubiese, le corres­ponderí a al señ or Darcy, por la superioridad de su rango, tomar la iniciativa. Collins la escuchó decidido a seguir sus propios impulsos y, cuando Elizabeth cesó de hablar, le contestó:

––Mi querida señ orita Elizabeth, tengo la mejor opinió n del mundo de su excelente criterio en toda clase de asuntos, como corresponde a su inteligencia; pero permí tame que le diga que debe haber una gran diferencia entre las fó rmulas de cortesí a establecidas para los laicos y las aceptadas para los clé rigos; dé jeme que le advierta que el oficio de clé rigo es, en cuanto a dignidad, equivalente al má s alto rango del reino, con tal que los que lo ejercen se comporten con la humil­dad conveniente. De modo que permí tame que siga los dictados de mi conciencia que en esta ocasió n me llevan a realizar lo que considero un deber. Dispense, pues, que no siga sus consejos que en todo lo demá s me servirá n constantemente de guí a, pero creo que en este caso estoy má s capacitado, por mi educació n y mi estudio habitual, que una joven como usted, para decidir lo que es debido.

Collins hizo una reverencia y se alejó para ir a saludar a Darcy. Elizabeth no le perdió de vista para ver la reacció n de Darcy, cuyo asombro por haber sido abordado de semejante manera fue evidente. Collins comenzó su discurso con una solemne inclina­ció n, y, aunque ella no lo oí a, era como si lo oyese, pues podí a leer en sus labios las palabras «disculpas», «Hunsford» y «lady Catherine de Bourgh». Le irritaba que metiese la pata ante un hombre como Darcy. É ste le observaba sin reprimir su asombro y cuando Collins le dejó hablar le contestó con distante cortesí a. Sin embargo, Collins no se desanimó y siguió hablando. El desprecio de Darcy crecí a con la duració n de su segun­do discurso, y, al final, só lo hizo una leve inclinació n y se fue a otro sitio. Collins volvió entonces hacia Elizabeth.

––Le aseguro ––le dijo–– que no tengo motivo para estar descontento de la acogida que el señ or Darcy me ha dispensado. Mi atenció n le ha complacido en extre­mo y me ha contestado con la mayor finura, hacié ndo­me incluso el honor de manifestar que estaba tan convencido de la buena elecció n de lady Catherine, que daba por descontado que jamá s otorgarí a una merced sin que fuese merecida. Verdaderamente fue una frase muy hermosa. En resumen, estoy muy con­tento de é l.

Elizabeth, que no tení a el menor interé s en seguir hablando con Collins, dedicó su atenció n casi por entero a su hermana y a Bingley; la multitud de agradables pensamientos a que sus observaciones dieron lugar, la hicieron casi tan feliz como Jane. La imaginó instalada en aquella gran casa con toda la felicidad que un matrimonio por verdadero amor puede proporcionar, y se sintió tan dichosa que creyó incluso que las dos hermanas de Bingley podrí an llegar a gustarle. No le costó mucho adivinar que los pensamientos de su madre seguí an los mismos derrote­ros y decidió no arriesgarse a acercarse a ella para no escuchar sus comentarios. Desgraciadamente, a la hora de cenar les tocó sentarse una junto a la otra. Elizabeth se disgustó mucho al ver có mo su madre no hací a má s que hablarle a lady Lucas, libre y abiertamente, de su esperanza de que Jane se casara pronto con Bingley. El tema era arrebatador, y la señ ora Bennet parecí a que no se iba a cansar nunca de enume­rar las ventajas de aquella alianza. Só lo con considerar la juventud del novio, su atractivo, su riqueza y el hecho de que viviese a tres millas de Longbourn nada má s, la señ ora Bennet se sentí a feliz. Pero ademá s habí a que tener en cuenta lo encantadas que estaban con Jane las dos hermanas de Bingley, quienes, sin duda, se alegrarí an de la unió n tanto como ella misma. Por otra parte, el matrimonio de Jane con alguien de tanta categorí a era muy prometedor para sus hijas menores que tendrí an así má s oportunidades de encon­trarse con hombres ricos. Por ú ltimo, era un descanso, a su edad, poder confiar sus hijas solteras al cuidado de su hermana, y no tener que verse ella obligada a acompañ arlas má s que cuando le apeteciese. No habí a má s remedio que tomarse esta circunstancia como un motivo de satisfacció n, pues, en tales casos, así lo exige la etiqueta; pero no habí a nadie que le gustase má s quedarse có modamente en casa en cualquier é poca de su vida. Concluyó deseando a la señ ora Lucas que no tardase en ser tan afortunada como ella, aunque triunfante pensaba que no habí a muchas esperanzas.

Elizabeth se esforzó en vano en reprimir las pala­bras de su madre, y en convencerla de que expresase su alegrí a un poquito má s bajo; porque, para mayor contrariedad, notaba que Darcy, que estaba sentado enfrente de ellas, estaba oyendo casi todo. Lo ú nico que hizo su madre fue reprenderla por ser tan necia.

––¿ Qué significa el señ or Darcy para mí? Dime, ¿ por qué habrí a de tenerle miedo? No le debemos ninguna atenció n especial como para sentirnos obliga­das a no decir nada que pueda molestarle.

––¡ Por el amor de Dios, mamá, habla má s bajo! ¿ Qué ganas con ofender al señ or Darcy? Lo ú nico que conseguirá s, si lo haces, es quedar mal con su amigo.

Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madre siguió exponiendo su parecer con el mismo desenfado. Elizabeth cada vez se poní a má s colorada por la vergü enza y el disgusto que estaba pasando. No podí a dejar de mirar a Darcy con frecuencia, aunque cada mirada la convencí a má s de lo que se estaba temiendo. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba de que su atenció n estaba pen­diente de lo que decí an. La expresió n de su cara iba gradualmente del desprecio y la indignació n a una imperturbable seriedad.

Sin embargo, llegó un momento en que la señ ora Bennet ya no tuvo nada má s que decir, y lady Lucas, que habí a estado mucho tiempo bostezando ante la repetició n de delicias en las que no veí a la posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamó n. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de tran­quilidad no duró mucho; despué s de la cena se habló de cantar, y tuvo que pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocas sú plicas, se disponí a a obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas significati­vas y silenciosos ruegos, Elizabeth trató de impedir aquella muestra de condescendencia, pero fue inú til. Mary no podí a entender lo que querí a decir. Semejan­te oportunidad de demostrar su talento la embelesaba, y empezó su canció n. Elizabeth no dejaba de mirarla con una penosa sensació n, observaba el desarrollo del concierto con una impaciencia que no fue recompensa­da al final, pues Mary, al recibir entre las manifestacio­nes de gratitud de su auditorio una leve insinuació n para que continuase, despué s de una pausa de un minuto, empezó otra canció n. Las facultades de Mary no eran lo má s a propó sito para semejante exhibició n; tení a poca voz y un estilo afectado. Elizabeth pasó una verdadera agoní a. Miró a Jane para ver có mo lo soportaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con Bingley. Miró a las hermanas de é ste y vio que se hací an señ as de burla entre ellas, y a Darcy, que seguí a serio e imperturbable. Miró, por ú ltimo, a su padre implorando su intervenció n para que Mary no se pasase toda la noche cantando. El cogió la indirecta y cuando Mary terminó su segunda canció n, dijo en voz alta:

––Niñ a, ya basta. Has estado muy bien, nos has deleitado ya bastante; ahora deja que se luzcan las otras señ oritas.

Mary, aunque fingió que no oí a, se quedó un poco desconcertada. A Elizabeth le dio pena de ella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, no habí a obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros.

––Si yo ––dijo entonces Collins–– tuviera la suerte de ser apto para el canto, me gustarí a mucho obse­quiar a la concurrencia con una romanza. Considero que la mú sica es una distracció n inocente y completa­mente compatible con la profesió n de clé rigo. No quiero decir, por esto, que esté bien el consagrar demasiado tiempo a la mú sica, pues hay, desde luego, otras cosas que atender. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tiene que hacer un ajuste de los diezmos que resulte beneficioso para é l y no sea oneroso para su patró n. Ha de escribir los sermones, y el tiempo que le queda nunca es bastante para los deberes de la parroquia y para el cuidado y mejora de sus feligreses cuyas vidas tiene la obligació n de hacer lo má s llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que sea atento y concilia­dor con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es indis­pensable y no puedo tener en buen concepto al hom­bre que desperdiciara la ocasió n de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus bienhechores.

Y con una reverencia al señ or Darcy concluyó su discurso pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del saló n. Muchos se quedaron mirá ndolo fija­mente, muchos sonrieron, pero nadie se habí a diverti­do tanto como el señ or Bennet, mientras que su esposa alabó en serio a Collins por haber hablado con tanta sensatez, y le comentó en un cuchicheo a lady Lucas que era muy buena persona y extremadamente listo.

A Elizabeth le parecí a que si su familia se hubiese puesto de acuerdo para hacer el ridí culo en todo lo posible aquella noche, no les habrí a salido mejor ni habrí an obtenido tanto é xito; y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mayor parte del espectá culo y de que Bingley no fuese de esa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Ya era bastante desgracia que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarse de su familia; y no sabí a qué le resultaba má s intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy o las insolentes sonrisitas de las damas.

El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interé s. Collins la sacó de quicio con su empeñ o en no separarse de ella. Aunque no consiguió conven­cerla de que bailase con é l otra vez, le impidió que bailase con otros. Fue inú til que le rogase que fuese a charlar con otras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señ oritas de la fiesta. Collins aseguró que el bailar le tení a sin cuidado y que su principal deseo era hacerse agradable a sus ojos con delicadas atenciones, por lo que habí a decidido estar a su lado toda la noche. No habí a nada que discutir ante tal proyecto. Su amiga la señ orita Lucas fue la ú nica que la consoló sentá ndose a su lado con frecuencia y desviando hacia ella la conversació n de Collins.

Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca distancia de ellos completa­mente desocupado, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de ello.

La familia de Longbourn fue la ú ltima en marchar­se. La señ ora Bennet se las arregló para que tuviesen que esperar por los carruajes hasta un cuarto de hora despué s de haberse ido todo el mundo, lo cual les permitió darse cuenta de las ganas que tení an algunos de los miembros de la familia Bingley de que desapare­ciesen. La señ ora Hurst y su hermana apenas abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba impacientes por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversació n de la señ ora Bennet y la animació n decayó, sin que pudieran elevarla los largos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y fineza con que habí an tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada. El señ or Bennet, tan callado como é l, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demá s, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señ ora Hurst y la señ orita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir má s que «¡ Dios mí o! ¡ Qué cansada estoy! » en medio de grandes bos­tezos.

Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señ ora Bennet insistió con mucha cortesí a en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para manifestarle que se verí an muy honrados si un dí a iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitació n formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió en el acto a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tení a que ir al dí a siguiente, aunque no tardarí a en estar de vuelta.

La señ ora Bennet no cabí a en sí de gusto y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesa­rio para los preparativos de la celebració n, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, esperaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos querí a de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda eran má s que suficientes para ella, quedaban eclipsados por Bingley y por Netherfield.

 



  

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