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ACERCA DE LA AUTORA



 

ACERCA DE LA AUTORA

Freda Lightfoot nació en Lancashire. Ha sido profesora, librera y, en un arrebato de locura, se hizo cargo de una modesta explotación agrícola en los páramos congelados del Distrito de los Lagos, donde probó la «buena vida», crio ovejas y gallinas, plantó un bosquecillo e incluso aprendió a hacer mermeladas.

Ahora ha renunciado a los forros polares y se ha hecho una casa en un olivar en España, donde produce aceite de oliva y toma el sol en las raras ocasiones en las que no está escribiendo, pero todavía le gusta pasar los veranos lluviosos en el Reino Unido.

Ha publicado cuarenta novelas, entre ellas muchos superventas de sagas familiares y ficción histórica. Para más información sobre Freda, visite su página web www.fredalightfoot.co.uk.

 

Queridos amigos:

 

Gracias por todos sus amables mensajes diciéndome cuánto les gustan mis libros. Sus comentarios y críticas son muy importantes para mí. Los tengo en cuenta y tomo nota. Muchos de ustedes me han seguido desde que empecé mi carrera con las sagas a principios de los años noventa, y agradezco su fidelidad.

 

La idea de La guardiana del ámbar se me ocurrió cuando mi esposo y yo hicimos un crucero por el Báltico (sí, hemos llegado a esa edad y nos encanta ir de crucero) y visitamos San Petersburgo. Es una ciudad increíble, hermosa y cosmopolita. Vimos el Palacio de Catalina y la Cámara de Ámbar, navegamos por el río Neva y visitamos la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, donde encerraban a los prisioneros durante la revolución, y que aparece en mi libro. Decidí que tenía que saber más y empecé a leer muchos libros sobre el zar de Rusia y su familia. Mis favoritos fueron Los tres emperadores, de Miranda Carter, y Del esplendor a la Revolución, de Julia P. Gelardi. Después encontré por casualidad Seis años en la corte rusa, de Margaret Eager, sobre una institutriz que fue a Rusia en el cambio de siglo, y mi creatividad se puso en marcha. Por eso, aunque este es un libro de ficción, lo he situado sobre un fondo histórico real, una época de grandes cambios en el Imperio ruso.

 

Mi más sincero agradecimiento a mis editores, Emilie Marneur y Victoria Pepe, y a todo el equipo de Amazon. Gracias en especial también a mi agente, Amanda Preston, de la Agencia LBA, por su apoyo y su fe en mí.

 

Con mucho cariño para todos, Freda

 

 
PRÓLOGO

 

 1919

Mis botas de nieve estaban tan desgastadas que tenía la sensación de caminar descalza sobre el hielo que cubría el duro sendero de montaña y tenía las plantas de los pies entumecidas por el frío. El aliento se me congelaba formando cristales en las partes de mi nariz y mis mejillas que quedaban al descubierto a pesar de la bufanda y el gorro de piel. Hacía mucho que había perdido a mi pequeño poni, pues el pobre animal había dado media vuelta y había salido corriendo aterrorizado en dirección a la casa cuando empezaron los disparos, aunque no estoy segura de que lo lograra.

Mi casa, si se podía llamar así al lugar en el que había habitado tantos años, ya no existía. No era más que el cascarón de su antigua gloria. Recordaba cómo me oprimía la oscuridad de la noche casi como si estuviera de nuevo entre las paredes de aquella cárcel. Había cerrado mi mente a los horrores que había dejado atrás, en un intento por desterrar los miedos engendrados por todos los seres queridos que habían desaparecido de mi vida. En lugar de eso, intentaba fijar la mirada en los talones de mi guía, que caminaba fatigosamente delante de mí, porque sabía que, si quería sobrevivir, debía permanecer concentrada. Era mi última oportunidad de salir de Rusia.

Estuvimos caminando durante días, enfrentándonos al hielo, la nieve y las ventiscas, alimentándonos a base de pedazos de pan rancio no demasiado limpio y sin nada con lo que humedecer el paladar excepto los carámbanos que chupábamos. Cuando al fin llegamos a una cueva, se me doblaron las rodillas y caí al suelo, llena de gratitud. Recuerdo que sentí un gran alivio al saber que podría descansar un rato, y daba gracias por estar protegida de aquel viento cortante. Las dos noches anteriores, ¿o habían sido tres?, habíamos dormido al aire libre, sin siquiera atrevernos a encender fuego por si lo veían los bolcheviques y venían a buscarnos. Me acurruqué agradecida en un rincón, me froté las manos y los pies para evitar que se congelasen, me subí el cuello del abrigo, coloqué la bolsa junto a mí y me dije con firmeza que no debía quedarme dormida. Tenía miedo de no volver a despertar, tan feroz era el frío.

Pero a pesar de mis esfuerzos, debí de quedarme dormida al instante por puro agotamiento, ya que no recuerdo nada más hasta el momento en que me despertaron un rayo de luz diurna que se filtró en la cueva al amanecer y un sonido extraño. Me incorporé de repente y miré a mi alrededor en busca del guía. No estaba allí. El hombre al que había pagado una suma desorbitada, hasta el último kopek que poseía, me había abandonado. Estaba sola. Pero cuando el ruido de los cascos de los caballos sobre las rocas penetró en mi aturdido cerebro, comprendí que estaba a punto de tener compañía poco grata.

 
CAPÍTULO 1

 

 1963

No logró verlo hasta que el andén de la estación empezó a despejarse de gente, una figura demacrada con un traje oscuro que emergía como un fantasma entre el vapor. Ella permaneció paralizada por la pena y el resentimiento mientras el tren de Windermere vomitaba a sus pasajeros. Oyó el largo ulular de su silbato y el lento rechinar de sus engranajes cuando empezaba a abandonar lentamente la estación de nuevo. Tuvo que contener el impulso de saltar a bordo y regresar a París para no afrontar las inevitables recriminaciones. Abigail tenía la impresión clara de que aquel era el final de la línea no solo para el tren, sino también para ella. Miró a su alrededor, el paisaje familiar donde todavía quedaban rodales de nieve en las cimas de la montaña, con el sol de primavera concediendo una claridad brillante a los picos congelados. El aire frío encajaba muy bien con su estado de ánimo. Inhaló el aire despejado, tan fresco y embriagador como el champán, y se dijo a sí misma que estaba en casa. Que su corazón estaba allí.

Él se acercó a ella, no exactamente con los brazos abiertos, como ella había esperado, sino con una mano alzada en un gesto de saludo y lo que podía ser un amago de sonrisa en los labios rígidos.

—Abigail, por fin has llegado.

—Papi, qué bien estar en casa —dijo ella.

Un vacío se abrió en su interior, probando que sus palabras eran falsas. Esperaba que él la abrazara como solía hacer cuando era pequeña, pero él no hizo ningún gesto que revelara tal intención. Abbie había soñado durante años con ese encuentro, pero ni por un momento había imaginado que sería en esas circunstancias. Desde que se había marchado de casa, había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre cómo podría haber hecho mejor las cosas. ¡Qué inteligentes somos todos al mirar atrás! Por desgracia, no era posible retroceder en el tiempo y cambiar el pasado. Solo se podía avanzar hacia un futuro nuevo.

Como en un reflejo de ese pensamiento, aferró la mano de su hija y avanzó con paso vacilante. Muy consciente de la incomodidad que había entre ellos, le dio un beso en cada mejilla fría, al estilo francés, pero al no obtener ninguna respuesta, retrocedió con rapidez. Era casi como si fueran desconocidos.

—Te esperábamos ayer. —El tono forzado de él sonaba a reprimenda.

—Lo siento, perdí el tren. —A propósito, pero eso no lo dijo.

—Ya casi habíamos perdido la esperanza.

—Oh, nunca se debe perder la esperanza, papá. A veces es lo único que nos queda.

La salida pretendía rebajar la tensión entre ellos. No lo consiguió, aunque esa vez no se había arriesgado a llamarlo «papi» como cuando era pequeña.

En un transistor próximo se oía Please, Please Me y a su alrededor sonaban grititos de felicidad de encuentros más alegres que el suyo, lo que hacía que Abigail se sintiera aún peor. En otro tiempo habrían gastado bromas, quizá sobre el jersey de rayas al estilo beatnik de ella, o sobre el hecho de que todavía no pudiera controlar su pelo largo y revoltoso a pesar de la boina negra que llevaba. —Córtate el pelo, chica —solía decirle él con su voz de sargento mayor. Y ella se reía y le recordaba que no era una de sus reclutas y que la guerra había terminado hacía tiempo.

Pero ese día no hubo tales bromas.

Abigail respiró hondo y atrajo a la niña hacia sí.

—Esta es Aimée, mi hija. Está deseando conocerte.

—Y yo a ti —dijo Tom Myers con amabilidad.

Se inclinó un poco, tomó la manita de la pequeña en la suya y la estrechó. Pero hasta la niña reconoció la falta de sinceridad de sus palabras y no dijo nada; se limitó a apoyarse con timidez en su madre. Abbie le acarició los rizos suaves con un gesto reconfortante.

¿Qué esperaba? ¿Perdón, o que pudieran seguir como si no hubiera sucedido nada? Durante todos los años que habían pasado sin verse, la comunicación entre sus padres y ella había sido casi nula desde que había enviado aquella carta al llegar a París en la que anunciaba que no tenía intención de regresar para terminar sus estudios. Las otras cartas que había escrito desde entonces raramente habían recibido contestación. ¿Acaso no había soñado con que Kate se convirtiera un día en la madre tierna y cariñosa que siempre había anhelado? Eso ya no ocurriría nunca. La posibilidad de que se reconciliaran había desaparecido para siempre.

El viaje hasta Carreckwater duró más de lo que Abbie recordaba, lo cual fue una lástima, pues tanto Aimée como ella deseaban desesperadamente una cama, ya que habían pasado una noche llena de incomodidades en la estación Gare du Nord tras haber perdido el tren, o mejor dicho, haber dejado que se fuera sin ellas. Por suerte, pudieron cerrar los ojos y dormitar un poco en el asiento de atrás del automóvil; la niña apoyaba la cabeza en el pecho cálido y reconfortante de su madre. Aimée olía a flores y al dónut que se había comido antes. Aparte de algunos comentarios educados sobre el clima, el viaje transcurrió casi en silencio, lo cual fue un alivio para Abbie.

Más tarde, una vez la niña se hubo dormido con apenas tumbarse en la pequeña cama junto a la antigua habitación de su madre, debajo del tejado, Abbie no pudo resistirse al lujo de tomar un buen baño. El agua caliente y el aceite de lavanda resultaban deliciosamente reparadores después del largo viaje y de las duchas templadas a las que estaba acostumbrada en el apartamento de París. Sin embargo, quedarse en la bañera durante tanto tiempo resultó ser un error, pues su mente empezó a conjurar las esperanzas y sueños por los que se había dejado llevar la última vez que había estado en aquel cuarto de baño, la noche antes de que Eduard y ella se fugaran juntos. Y también recordó la pelea con la que se habían despedido, solo unos días atrás, cuando ella creyó que su vida se derrumbaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante la posibilidad de no volver a verlo nunca más, justo cuando más lo necesitaba.

¿Por qué la había defraudado tanto? ¿Es que ya no la quería? ¿O es que no había conseguido hacerlo feliz? Abbie se secó frotándose enérgicamente la piel con la toalla, y expulsó de su mente aquellos recuerdos dolorosos. La decisión estaba tomada. Ahora tenía que aprender a vivir con ella y seguir adelante, y la primera tarea sería intentar algún tipo de reconciliación con su padre.

Eligió un vestido modesto de lana hasta la rodilla y de un tono caramelo suave. Su padre era un hombre conservador que todavía se aferraba a las viejas tradiciones y la etiqueta, y probablemente no aprobaría los pantalones negros de cinturilla elástica y la camiseta de piel de leopardo falsa que llevaba. Lo que sí hizo fue pintarse un poco de sombra de ojos verde que se complementaba bien con los ojos marrones que había heredado de su madre, un poco de rímel y carmín rosa pálido en los labios. Hasta se recogió el cabello en un moño francés. Después se pellizcó las mejillas para dar algo de color a su cutis pálido y descendió la ancha escalera para ir al comedor.

La sensación de la barandilla bien pulida bajo la mano, el crujir de los viejos suelos de madera, el olor mismo de las paredes forradas de roble y los muebles antiguos consiguieron ablandarle el corazón. Había olvidado cuánto echaba de menos aquella vieja casa. Por fuera, Carreck Place parecía aburrida e insulsa, con un césped amplio delante. Pero dentro era otra historia. La casa poseía un encanto intemporal que Abbie siempre había adorado. Casi esperaba ver un árbol de Navidad elevándose en el vestíbulo y un gran fuego en la chimenea del salón, y casi podía oír el rumor de las conversaciones de los muchos invitados que a su madre le gustaba congregar a su alrededor.

La mesa del comedor estaba puesta solo para dos y la cena transcurrió principalmente en silencio. Abbie apenas probó la trucha recién pescada que había preparado la señora Brixton, el ama de llaves. Su apetito parecía haber desaparecido, a pesar de que apenas había comido nada durante el largo viaje. Por fin apartó el postre intacto y acompañó a su padre a la biblioteca a tomar café. Ya no se podía ignorar más la realidad.

Abbie carraspeó.

—Dime cómo ocurrió. ¿Quién la encontró?

Hubo una larga pausa, durante la cual su padre miró la chimenea vacía. Abbie se estremeció. En la biblioteca hacía frío. Un viento fresco de marzo movía las contraventanas, pero a él no se le había ocurrido mandar que encendieran un fuego para su regreso. Aun así, el frío no procedía de la habitación en sí, sino del shock y la ira que todavía reverberaban en él.

Abbie casi había perdido la esperanza de recibir respuesta a su pregunta cuando al fin su padre empezó a hablar, con un tono de voz cuidadosamente controlado, casi escueto.

—Yo había pasado la tarde paseando por Loughrigg, puesto que era sábado, y de camino a casa, llamé a la tienda. Linda, la ayudante, estaba desempaquetando una entrega de cabujones de los mayoristas y me dijo que Kate no había ido por allí. Últimamente se había tomado algunos días libres, pues el negocio suele ser flojo en esta época del año, así que no me preocupé demasiado. Hasta que llegué aquí casi a las siete y me encontré la casa a oscuras. —Tom Myers hizo una pausa para mirar a su hija—. Ya sabes cómo le gustaba tener todas las luces encendidas.

Abbie asintió. Las lágrimas empezaban a nublar su visión.

—Y a Rajmáninov a todo volumen. ¿Dónde estaba la señora Brixton?

—Al parecer le había dado el día libre, o eso me dijeron después.

Un silencio pesado cayó sobre ellos y esa vez Abbie no hizo nada por alentar a su padre a romperlo. De pronto no quería oír la conclusión de esa historia, aunque sabía el final, que su hermano le había comunicado bruscamente por teléfono. Pero el colofón llegó de todos modos.

—La encontré colgando de la barandilla superior. Debía de llevar algún tiempo allí.

De pronto, el horror de todo aquello fue demasiado y Abbie salió corriendo hacia el baño del vestíbulo para vomitar la poca cena que había conseguido comer. Sentía calor y frío al mismo tiempo y no podía parar de temblar. Desde que había recibido la noticia del suicidio de su madre, se había sentido invadida por un aturdimiento extraño, como si estuviera de algún modo separada de los sucesos. Había hecho las maletas, reservado asientos en el tren y organizado su marcha como si se observara a sí misma a través de un vidrio opaco. Y ahora, después de aclararse el mal gusto de la boca y lavarse la cara con agua fría, se permitió por fin dejar correr las lágrimas.

¿Qué podría haber impulsado a su madre a quitarse la vida? ¿En qué terrible abismo de desesperación habría caído y, lo más importante, por qué? ¿Tan horrible era vivir allí, en la hermosa tierra de los lagos? Dirigía un negocio de éxito, tenía un esposo cariñoso y su precioso hijo y sus nietos no vivían lejos. ¿Qué podía, pues, haber hecho tan insoportable su vida?

Cuando volvió a la biblioteca, encontró una copa de brandy esperándola en la mesita del café. Dedicó una mirada de gratitud a su padre y tomó un sorbo, agradecida por el calor que se extendía por su interior.

—Todavía no acabo de creerme que esto haya ocurrido de verdad —dijo después de un momento—. ¿Por qué haría una cosa así?

Él la miró con frialdad.

—¿Necesitas preguntarlo?

Algo empezó a marchitarse dentro de Abbie. Le había llevado meses recuperar su autoestima después del trauma de huir de casa tantos años atrás y, a las pocas horas de volver, ya la sentía disminuir a toda velocidad. Se esforzó por retenerla, pues ya no era una adolescente rebelde, sino una mujer de veinticinco años con una hija propia.

—¿Insinúas que esto es, de algún modo, culpa mía?

—Tú fuiste obstinada, ignoraste por completo lo que te pedía tu madre.

—Quizá porque pedía demasiado, al esperar que me comportara de un modo que la dejara en buen lugar, sin tener en cuenta lo que pudiera querer yo. No era una mujer fácil de complacer —dijo ella.

El rostro de su padre se tensó con una mezcla de angustia y furia.

—Sabes muy bien que ella solo quería lo mejor para ti. Para ella no fue fácil ser adoptada.

La emoción oprimió la garganta de Abbie y las lágrimas amenazaron de nuevo con caer.

—Lo siento, papá, pero no lo comprendo. ¿Por qué tenía tantos problemas con eso cuando la abuela la adoraba? ¿Y qué hice yo que fuera tan terrible?

—Le rompiste el corazón a tu madre, Abigail, al largarte hacia lo desconocido con ese fracasado.

A Abbie se le encogió el corazón al oír esas palabras. No deseaba comentar el fracaso de su vida amorosa con su padre en aquel momento. Tal vez hablara con su abuela más tarde. Alzó la barbilla y se aferró a su orgullo.

—En realidad, Eduard era el amor de mi vida.

O eso le había parecido con dieciocho años recién cumplidos. El hecho de que él tuviera ya treinta y tantos entonces y estuviera casado no le había preocupado lo más mínimo.

Se le ocurrió que quizá no se le daban bien las relaciones. Era verdad que no había estado unida a su madre durante sus años de adolescente ni había aceptado el futuro que Kate había planeado para ella. No había habido un entendimiento fácil entre madre e hija y ya no lo habría nunca. ¿Su estúpida rebeldía la había conducido a eso? ¿A estar marcada por la culpa para siempre?

Aun así, quería desafiar la acusación de su padre preguntando por qué, si era cierto que ella era la causa del supuesto corazón roto de su madre, Kate había tardado siete años en poner fin a su sufrimiento. Pero ¿podía hacer eso sabiendo que su padre estaba tan afligido y conmocionado por la pérdida de su mujer?

—¿Cuándo es el funeral? —preguntó, cambiando de tema con tacto.

—Mañana. Empezaba a pensar que te lo perderías. Robert y Fay vendrán a primera hora con los niños, aunque, por supuesto, los pequeños no asistirán. No te imaginas cómo ha crecido Carrie. Ya no es una bebé sino una niña vivaz de dieciocho meses, y el joven Jonathon pronto empezará el colegio.

Abbie bajó rápidamente la cabeza para buscar un pañuelo en su bolso porque no quería que su padre viera el dolor que le provocaba oír el orgullo que denotaba su voz y el modo en que sonreía cuando hablaba de sus nietos. Era un sentimiento que nunca había expresado con Aimée, así como tampoco había dedicado una sonrisa a su encantadora hija.

La relación entre ellos había sido cálida y amorosa en otro tiempo, llena de bromas y camaradería, incluso aunque él hubiera expresado a menudo una desesperación resignada por la determinación de ella de decir lo que pensaba y hacer lo que le parecía. Ellos siempre se habían llevado bien, hasta que sobrevino la ruptura final con su madre.

Por supuesto, en esa ruptura habían intervenido muchos otros factores aparte de la no aprobación de un novio determinado. A Abbie le había dolido mucho que Kate no considerara dejarle entrar en el negocio y mostrara a Robert como ejemplo supremo del éxito, como si ella no fuera capaz de conseguir algo así. ¿Por qué su madre no había confiado en ella lo suficiente para querer trabajar con ella? Por mucho que Abbie lo hubiera intentado, no había logrado hacer que Kate cambiara de idea. Y perder además el respeto y la consideración de su padre había sido un dolor demasiado grande.

Ahora temía el reencuentro con su hermano. ¡Cómo se había pavoneado él, dejando claro que era el favorito! Y el más listo, pues siempre había sido el primero de la clase. Conocer a su esposa, teniendo en cuenta que Abbie no había sido invitada a la boda ni le habían comunicado el nacimiento de sus hijos, no sería fácil. Peor aún, tendría que mirar a Robert a la cara sabiendo que todas las malas predicciones de su familia habían demostrado ser acertadas. Su vida era un desastre. Aunque eso no debería preocuparla en aquel momento, pues había cosas más importantes que atender y más personas sufriendo aparte de ella. Y sin embargo, la preocupaba.

Se secó las lágrimas y volvió a guardar el pañuelo.

—¿Cómo está la abuela?

La relación de Kate con su madre adoptiva no siempre había sido fácil. Con setenta y un años, Millie seguía siendo una mujer enérgica y animosa que creía en vivir plenamente la vida. Pero perder a su única hija podía destruir fácilmente su maravilloso espíritu.

—Tan bien como pueda esperarse —repuso Tom con un suspiro resignado—. La verás mañana.

Abbie estaba deseándolo, pues, dadas las circunstancias, su vuelta a casa iba a ser mucho más problemática de lo que había imaginado en sus peores momentos.

 
CAPÍTULO 2

 

Las nubes se cernían pesadas sobre los riscos y caían en forma de llovizna en aquel día triste y frío de marzo, como suele ocurrir en los funerales. Habían tardado dos semanas en llegar a aquel punto, pues habían sido necesarias una autopsia y una investigación antes de que el forense pudiera entregar el cuerpo para su entierro. Abbie estaba junto a la tumba, del brazo de su abuela, admirada por lo entera que se mostraba la anciana, pero, por otra parte, esta siempre había sido una mujer fuerte, una persona sensata poco dada a aspavientos. Otra cosa era lo que sin duda estaría sufriendo por dentro.

El párroco pronunció un sermón largo sobre la gran generosidad que había mostrado Kate Myers con la iglesia y la comunidad como secretaria del Sindicato de Madres y tesorera del Instituto de la Mujer, además de ser miembro del comité del Orfanato Doctor Barnardo de la zona.

Abbie desconocía esa parte de la vida de su madre y quedó impresionada a su pesar. Le admiraba que Kate hubiera podido dedicarse tanto a esas actividades además de dirigir el negocio de joyería familiar. Pero también le parecía triste que hubiera hecho falta que muriera para saber de ese lado más caritativo de su personalidad.

Sin embargo, si tanto le importaban los niños, ¿por qué no había mostrado ningún interés por conocer a su nieta?

La presencia de los niños supuso, de hecho, una ráfaga de aire fresco y risas discretas cuando los asistentes se congregaron en la casa después del entierro. Jonathon, que ignoraba las circunstancias que habían reunido a la familia, charlaba a cien por hora, y contaba a todo el mundo lo mucho que le apetecía empezar el colegio después de Semana Santa. Carrie, de dieciocho meses, no se estaba quieta ni un segundo, recorría los rincones, vaciaba los bolsos de las señoras y abría todos los cajones y armarios que encontraba a su alcance. Cuando su madre la llevó arriba para acostarla a la hora de la siesta, derramó alegremente todo el talco Johnson por el suelo del cuarto de baño. Abbie lo limpió riendo mientras Fay intentaba ponerle un pañal a la niña, sumida esta en una pataleta entre gritos.

—Oh, se está acercando a los terribles dos años —comentó Abbie—. Los recuerdo muy bien. Aimée era igualita. Por suerte, ahora, a los seis años, es un verdadero tesoro.

Fay dobló y sujetó con un imperdible el pañal de tela.

—Pero imagino que todavía será una vergüenza en cierto sentido.

—¿Por qué iba a serlo? Es la alegría de mi vida.

—Lo digo porque tu hija es, bueno, lo que es…

Abbie se puso seria al instante.

—¿Quieres decir ilegítima?

Robert eligió aquel momento para aparecer en la puerta del dormitorio.

—No intentes negarlo. No veo ninguna alianza en tu mano. Admítelo, Abbie, metiste la pata a lo grande y mamá ha sufrido las consecuencias.

Abbie, atónita, tardó medio minuto en poder hablar. Se había sobresaltado al ver a su hermano después de tanto tiempo, pues parecía mucho mayor de los veintiocho años que tenía. Ya le habían salido canas, había echado una buena barriga y empezaba a asomarle una doble papada. Sin duda, todas las comidas a las que debía asistir como contable de éxito empezaban a causar su efecto. Pero su arrogancia era tan evidente como siempre.

Fay se apresuró a ponerle unas bragas de plástico a la niña encima del pañal y echó a los dos hermanos de la habitación para poder dormir a Carrie. Robert y Abbie quedaron frente a frente en el rellano con expresiones sombrías.

—Así que empiezas a meterte conmigo desde el primer momento. Yo también me alegro de verte. Te lo agradezco, querido hermano. ¿No crees que es un poco injusto echarme a mí la culpa cuando llevo siete años viviendo fuera de casa?

—No puedes negar que tú fuiste la causa de su tristeza.

—Oh, cambia el disco, por favor —respondió Abbie, en voz baja para no molestar a Carrie ni dejar ver lo alterada que estaba ella—. ¿Por qué iba a decidir mamá ahora que no podía seguir viviendo con la vergüenza de mi escandaloso comportamiento de adolescente, después de tanto tiempo?

—Mamá estaba bastante deprimida últimamente y vivía mucho en el pasado. Una visita tuya podría haberla animado. Incluso alguna carta que otra la habría ayudado.

—Eso demuestra lo poco que sabes. Yo les escribía mucho, sobre todo al principio, pero al ver que no respondían a mis cartas, dejé de hacerlo. Mamá tenía mi dirección pero no recuerdo que me escribiera ni una sola vez. —Las lágrimas ahogaban a Abbie, que intentaba desesperadamente contenerlas porque no quería que su hermano viera hasta qué punto le afectaban sus palabras.

Robert se acercó un paso más, con sus ojos oscuros semicerrados y la boca apretada con furia. Se inclinó sobre ella de un modo casi amenazador.

—Tu problema es que nunca has asumido ninguna responsabilidad. Estás demasiado inmersa en tus propios deseos para pensar en el efecto que puedan tener tus decisiones en los demás.

Abbie se sonrojó, aunque fue más por furia que por culpabilidad.

—Eso no es verdad. Sabes que hice lo imposible por complacer a mamá. Simplemente, a ella no le interesaba oír lo que yo quería de la vida, ni siquiera me permitió ayudar en el negocio, aunque se lo pedí durante años. Pero no, que yo trabajara en una tienda no era lo bastante bueno para ella. Tenía que ir a la universidad, y después, supongo que tenía que casarme con el contable de una empresa rica y convertirme en una esposa obediente de clase media con dos coma cuatro hijos.

—Y en lugar de eso, te fugaste con esa escoria y conseguiste romperle el corazón a mamá teniendo una hija bastarda. No me extraña que te rechazara.

Abbie dudaba mucho que a su hermano le doliera el bofetón que le dio en su gorda cara arrogante, pero al menos ella se sintió mucho mejor.

 

 

Aquella misma tarde, cuando vio que la tensión del día empezaba a cobrarse su precio, Abbie acompañó a su abuela a la casita situada en la entrada de Carreck Place.

—¿Quieres que me quede un rato? —preguntó. Puso agua a hervir, como si no hubieran tomado ya bastante té en aquel día interminable.

—Me encantaría, pero luego creo que necesito estar a solas, si no te importa.

Abbie la besó en la mejilla.

—No te culpes por nada, abuela. Mi madre nunca fue una mujer fácil.

—Eso lo sé muy bien. —La anciana se sentó en su sillón con un suspiro—. Tampoco te eches tú la culpa, querida.

—Eso es más fácil de decir que de hacer, puesto que todos los demás me la echan. —El agua empezó a hervir, lo cual dio a Abbie ocasión de volverse a preparar el té y colocar las tazas de porcelana favoritas de su abuela en una bandeja de plata. Su abuela siempre había sido una mujer perfeccionista—. Sé que mamá no tuvo un comienzo fácil en la vida, al ser adoptada y todo eso, pero me duele que rechazara tanto a Aimée. ¿Por qué lo hizo?

Millie Nabokov aceptó con una sonrisa triste la taza de té que le ofrecía Abbie.

—Una vez que Kate tomaba una postura, siempre le resultaba difícil retractarse. Curiosamente, ella estuvo a punto de cometer el mismo error.

—¿De verdad? Eso no lo sabía —Abbie se sentó enfrente de su abuela, deseando saber más.

—Excepto que en su caso fue por lanzarse a un matrimonio precipitado. Debía de ser hacia 1934. Recuerdo bien el olor del ajo de oso y los jacintos silvestres en el aire y a nosotras dos sentadas en un banco viejo en el bosquecillo de abedules del lago, con un rayo de sol de primavera calentándome la cara. Kate me estaba preguntando por mi época en Rusia cuando de pronto anunció, con voz muy alegre, que Eric le había pedido que se casara con él, y que ella había aceptado. ¡Le parecía tan romántico que él se hubiera arrodillado para declararse! Ella tenía diecisiete años. Yo, por supuesto, me sentí escandalizada, y no estaba de acuerdo en absoluto.

—Oh, vaya. Eso no debió de caer muy bien.

—No, desgraciadamente, no. Eric era un joven estupendo, pero le dije a tu madre que una cosa era la amistad y otra muy distinta el matrimonio. La consideraba demasiado joven para entender el significado del amor, y mucho más para asumir un compromiso así.

Abbie sonrió con ironía.

—Y sin embargo, nunca me juzgaste cuando yo me fugué casi a la misma edad, embarazada ya de Aimée, ni en ninguna de tus cartas posteriores.

—Lo sé, querida, pero el mundo es diferente ahora. —La anciana frunció los labios—. Aunque el tono de tus últimas cartas me ha hecho pensar. Eres feliz, ¿verdad? —preguntó con gentileza, tomando un sorbo de té.

Abbie respiró hondo y negó con la cabeza.

—Me temo que no —dijo. Había intentado no preocupar a su abuela con la verdad y poner al mal tiempo buena cara, pero aquel le pareció un buen momento para sincerarse, ya que Millie era la única persona del mundo con la que se sentía cómoda—. Hace un tiempo descubrí que Eduard me había mentido, que nunca se había divorciado de su esposa. Confiaba en que lo haría, porque todavía lo quería y por el bien de Aimée, pero cuando me enteré de que su esposa volvía a estar embarazada, por fin tuve el suficiente sentido común para echarlo de casa.

—Oh, querida, lo siento mucho. Todos cometemos errores, pero lo que demuestra nuestra valía es cómo lidiamos con las consecuencias, y tú eres lo bastante joven para volver a empezar.

Su abuela era muy pragmática y sensata, y Abbie siempre había podido hablar con ella. Ellas, al menos, sí habían mantenido el contacto, y la joven agradecía profundamente el apoyo de su abuela a lo largo de los años. Millie siguió con su historia, como si estuviera empeñada en echarse la culpa de la muerte de su hija.

—Desgraciadamente, a Kate le costó perdonarme que no aprobara su matrimonio y me temo que entre nosotras se creó una distancia que se prolongó bastante tiempo. Ella era muy terca, como tú sabes muy bien. Decía que había sido como si hubiera perdido de pronto toda la seguridad que había dado por sentada, lo cual me producía una gran tristeza, pues le había costado mucho conseguir esa seguridad. Sin embargo, recuerdo que yo también era bastante tonta a esa edad. —Sonrió—. Una joven testaruda. Mis decisiones precipitadas me llevaron a un mundo que escapaba a mi comprensión.

—A Rusia —intervino Abbie—. Siempre me ha parecido genial que vivieras allí, aunque nunca hayas hablado mucho de eso. Me gustaría saber más cosas de tu vida en aquella época, abuela. La revolución debió de ser terrorífica. ¿Cómo pudiste lidiar con todo aquello?

La tristeza volvió a nublar los ojos de su abuela y Abbie lamentó de inmediato su pregunta. Se puso de pie al instante.

—Pero esa es una conversación para otro día, no para hoy. Ahora te dejaré en paz. ¿Quieres que haga algo antes de irme?

Su abuela le aseguró que no, y Abbie se marchó después de prometerle que volvería al día siguiente.

 

 

Cuando se fue su nieta, Millie permaneció un tiempo sentada, sumida en la pena, con la mente de nuevo en aquel lejano día de 1934 en el que Kate había empezado a hacerle preguntas delicadas sobre el tiempo que había pasado en Rusia. Su relación se había estropeado mucho después de aquello, a pesar de los esfuerzos de Millie por proteger a su adorada hija y darle todo el cariño que merecía. Ahora Kate había muerto. ¿Había algo que ella habría podido hacer para salvarla? ¿Le había fallado en algún sentido? La imagen de Kate de niña le resultaba demasiado dolorosa, y la pérdida que sentía Millie iba más allá de las lágrimas.

Pero debía ser fuerte, pues una muerte inesperada podía destruir a una familia. Tom estaba consumido por la rabia, Robert se mostraba tan maniático como siempre con su pragmatismo, y la pobre Abbie estaba asumiendo toda la culpa de la tragedia. Quizá había llegado el momento de hablar del pasado y contarlo todo.

 
CAPÍTULO 3

 

A la mañana siguiente, cuando aún no habían retirado los platos del desayuno, Tom preguntó a Abbie cuánto tiempo pensaba quedarse. La joven, consciente de la presencia de su hija junto a ella, con toda la curiosidad atenta de sus seis años, se volvió hacia Aimée sonriendo.

—¿Por qué no vas a explorar el jardín, tesoro? Hay un columpio entre los árboles frutales, si es que sigue allí. Eso te gustará. Pero quédate cerca de la casa, no te acerques al lago.

—Oh, sí, mami. ¿Puedo?

—¿Por qué no vas tú también? —propuso Robert a su hijo.

Los hermanos intercambiaron una mirada rápida, como si ambos recordaran una época en la que también ellos habían jugado juntos alegremente. Abbie se preguntó si alguna vez podrían volver a tener una relación distendida.

El sonido de los pasos de los niños desapareció en cuestión de segundos, al que siguió el del portazo de la puerta principal. Carrie, de dieciocho meses, gritó de frustración por no poder ir con ellos. Fay la sacó de la trona.

—Voy a llevármela a dar un paseo en el cochecito mientras tanto.

Robert asintió, y como la señora Brixton entró en el comedor para recoger el desayuno, acordaron retirarse a la biblioteca. Abbie siguió en silencio a su padre y su hermano. Observó con curiosidad cómo se dirigía su padre directamente a su escritorio, donde recogió unos documentos y los guardó en un cajón. Cuando al fin la miró con aire interrogante, ella hizo la pregunta que no había dejado de rondarle por la cabeza desde su llegada.

—¿Qué va a pasar con el negocio? No quiero molestarte, papá, pero me pregunto quién lo va a dirigir ahora que mamá ya no está…

Él la miró con severidad desde detrás de las gafas, como si la mera mención de la muerte de su esposa le resultara odiosa. Pero a continuación echó hacia atrás los hombros y se enderezó en la silla.

—Me temo que tenemos que tomar algunas decisiones difíciles.

—¿Mamá no dejó un testamento? —preguntó Robert. La pregunta provocó otra mirada amenazadora de su padre, como si aquello también fuera terreno prohibido.

—Claro que sí, y me lo dejó todo a mí, como era de esperar.

—Por supuesto, solo que una vez me prometió que habría un legado pequeño para mí, incluso si Abbie seguía caída en desgracia.

—Creo que no la entendiste bien —replicó su padre, cortante, dejando muy claro que no estaba dispuesto a hablar de aquel tema.

—Pero se mostró muy específica, dijo que nunca me desatendería. No puedo creer que mamá no cumpliera su palabra.

Abbie soltó un bufido ante la arrogancia de su hermano.

—Eso es lo único que te importa, el dinero. Siempre ha sido tu obsesión.

—En absoluto, pero tengo una familia a la que mantener.

—Yo también, por si no lo has notado.

Tom Myers ordenó silencio a sus hijos alzando una mano con la palma hacia fuera.

—Te aseguro que no hay ningún tipo de legado, así que espero que este tema se cierre aquí. El problema es que cuesta una pequeña fortuna mantener este sitio, y las inversiones y los ahorros no son los de antes.

—¿Qué estás diciendo, papá? —preguntó Robert—. ¿Que somos ricos en terreno pero pobres en dinero? No podemos estar tan mal con una casa y una propiedad de este tamaño, además del negocio, por supuesto. ¿Mamá no te ha dejado nada de dinero?

El rostro de su padre se tornó rojo de furia.

—¿Acaso no he hablado claro? No tengo ninguna intención de hablar del testamento de tu madre.

—Es un tema que se suele considerar relevante después de un funeral —insistió Robert—. ¿Podemos verlo, por favor?

—No, ¡ni soñarlo!

La reacción de su padre a aquella petición razonable fue tan fuerte, que Abbie frunció el ceño y miró con preocupación su rostro enrojecido.

—¿Hay algo que no nos hayas dicho, papá? —preguntó.

—¿Por qué iba a haberlo? —bramó él, cosa que la dejó todavía más preocupada—. Lo único que debo decir es que el negocio no ha ido bien últimamente.

Abbie abrió mucho los ojos, sorprendida.

—¿De verdad? Creía que la joyería hecha a mano era más popular que nunca. Sueños Preciosos ha ido bien desde que la abuela empezó el negocio hace casi cuarenta años. ¿Qué es lo que ha fallado?

—Me temo que tu madre perdió interés en los últimos años, fatigada por… sucesos. Estaba descorazonada, hacía tiempo que no era la misma, como tú muy bien sabes.

Allí estaba otra vez la insinuación de que Abbie era culpable del estado deprimido de su madre.

—La verdad es que no lo sabía, papá —le recordó con gentileza—. ¿Cómo iba a saberlo si nadie me escribió para decírmelo?

—O si tú nunca preguntaste.

—Deberíamos vender la tienda para ayudar a pagar el mantenimiento de Carreck Place —intervino Robert, en el silencio incómodo que siguió.

—Creo que esa es la respuesta, sí —dijo su padre.

—Es lo más sensato —declaró Robert.

—¡No! —exclamó Abbie. Se puso de pie con brusquedad—. Por favor, no. No podemos venderla.

Los dos la miraron sorprendidos.

—¿Y por qué no? —preguntó su padre—. Es la solución más fácil.

Abbie respiró hondo para tranquilizarse y volvió a sentarse en la silla.

—La verdad es que Eduard y yo hemos… bueno, hemos roto, y no hay ninguna razón para que yo vuelva a París. Sabes que siempre me ha fascinado el negocio, más la parte de taller que la de la tienda. La joyería es un arte, tanto como pintar un paisaje, y me gustaría involucrarme más a fondo. Si mamá no se hubiera negado en redondo, habría hecho algún curso relacionado con el negocio cuando dejé de estudiar.

Robert soltó una risita sardónica.

—¿O sea, que lo de fugarte de casa no tuvo nada que ver con que te pusiera caliente un francés ni con quedarte embarazada? Deja de poner excusas o de intentar echarle la culpa a mamá cuando todos sabemos que no fue ese el caso.

Abbie notó que le ardían las mejillas, aunque le resultaba difícil saber si era de rabia o de vergüenza.

—Yo no digo que sea totalmente inocente. Admito que mi comportamiento pecó de precipitado, pero estaba enamorada. ¿No va siendo hora de perdonarme un error de juventud?

Miró a su padre, parpadeando para reprimir las lágrimas.

—Lo importante es que tengo que criar sola a una niña y necesito ganarme la vida. Estoy dispuesta a trabajar duro y me encantaría tener la posibilidad de darle la vuelta al negocio y conseguir que prospere otra vez. Por favor, dame esa oportunidad, papi.

 Se arriesgó a llamarlo como cuando era niña con la esperanza de que su padre albergara todavía algo de amor por ella en su corazón, aunque no le concediera el perdón que tanto anhelaba. Y quizá sí que la quería después de todo, pues Abbie vio cómo se suavizaba su mirada.

Robert, por su parte, se mostró tan cruel como siempre.

—Eso no se lo cree nadie. Tú eres una inútil, desorganizada e irresponsable. Eres un desastre.

Abbie se puso rígida y sintió una vez más un resentimiento ardiente por el modo en que su hermano la menospreciaba. Eso era algo que siempre había empañado su relación. Robert nunca creía que ninguna opinión importara ni la mitad que la suya, que nadie fuera tan listo como él ni que valiera la pena escuchar a otra persona que no fuera él mismo.

—Gracias por el elogio —dijo Abbie—. Sin embargo, puede que no te hayas dado cuenta de que ya no soy una adolescente estúpida. En los últimos siete años he aprendido algunas lecciones sobre la vida y los negocios. A decir verdad, he trabajado en una boutique pequeña y elegante de París, que, por si no lo sabes, es la capital mundial de la moda, así que no soy ajena del todo al sector.

Robert la ignoró por completo y se dirigió a su padre con una mueca de desprecio en los labios.

—No le hagas caso, papá. Véndela. Las propiedades están a un precio muy alto ahora y podemos invertir el dinero en mantener Carreck Place, que es mucho más importante.

—¿Porque tú lo heredarás un día? ¿Eso no tendrá, por casualidad, algo que ver con tu opinión? —lo desafió Abbie—. Quieres un legado además de la casa. Muy bonito.

—Ya he dejado claro que no tengo ningunas ganas de hablar de estos asuntos ahora —les informó su padre con calma. Esa vez alzó ambas manos en un gesto de desesperación—. La tienda es un tema aparte, y agradecería un poco de tiempo para considerar en privado la propuesta de Abigail. Comunicaré mi decisión cuando esté preparado.

—Gracias —musitó Abbie con una sonrisa. Volvía a sentir una semillita de la conexión de que habían disfrutado en otro tiempo—. Estoy de acuerdo en que este no es el momento de repartirse los despojos, con mamá recién enterrada —añadió, mirando a su hermano con fiereza.

Ni siquiera Robert se atrevió a seguir discutiendo, sabiendo el dolor que embargaba a su padre. Pero cuando salió de la biblioteca con Abbie no pudo reprimir un último ataque.

—¿Quién demonios te crees que eres, la hija pródiga? Desapareces durante años y después crees que puedes volver y reclamar un fajo de billetes. Aunque papá sea tan blando como para dejar que lleves el negocio una temporada, eso no cambia el hecho de que tú eres la razón por la que mamá se suicidó. La culpa de su muerte recae enteramente sobre tu conciencia.

Cuando terminó de hablar, se alejó con furia.

 

 

Abbie fue a buscar a su hija con un nudo en el estómago, pero encontró algo de alivio a su pena al ver lo guapa y feliz que parecía Aimée empujando a Jonathon en el columpio, dándole órdenes con un tono amable, y mostrando claramente que era un año mayor que él.

—¿Por qué no preparamos un pícnic y vamos a Los Lagos? —sugirió Abbie—. O podemos caminar alrededor de Rydal Water y visitar la cueva. Seguro que el abuelo nos prestará el viejo Ford. ¿Qué es mejor?

—La cueva, la cueva —gritó Jonathon.

Entonces apareció Fay, con Carrie moviéndose desesperada por escapar de los confines de su cochecito.

—¿Podemos ir nosotras también? —preguntó la cuñada de Abbie. Su tono revelaba impaciencia por escapar un rato.

—Quizá un paseo alrededor del Rydal sea demasiado para los niños. Nos llevaría al menos un par de horas. Ya sé, ¿qué tal una excursión en barco de vapor en Coniston Water, como en la historia de Vencejos y amazonas?

—¡Sí, sí! —gritaron los niños, incluida la pequeña Carrie, que no sabía por qué gritaba. Y así fue como quedó decidido.

 

 

Las dos mujeres disfrutaron del recorrido en automóvil por Little Langdale y Tarn Hows, con sus espectaculares vistas de Wetherland y Coniston Old Man, contentas de tomar un respiro de la pesadumbre de la tragedia y el funeral. El clima también era bueno: un día de primavera radiante que olía a hierba fresca y luz del sol, un día perfecto para navegar.

Resultó ser una aventura encantadora que gustó mucho a los niños. Jonathon y Aimée jugaron a ser el capitán John y la primera oficial Susan cuando el barquero, amigable, les permitió tomar el timón. Y disfrutaron viendo Peel Island, llamada Isla del Gato Salvaje en el libro en el que acampan los cinco niños Walker.

—Parece ser que el autor, Arthur Ransome, también vivió en Rusia, como la abuela —comentó Abbie, que iba sentada con Fay en el camarote del pequeño barco, disfrutando del paseo por el lago tranquilo—. Trabajó de corresponsal extranjero durante la revolución, así que debió de estar allí al mismo tiempo que Millie y se convirtió en un espía. Aunque creo que él estaba del lado de los bolcheviques, y la abuela no. Por lo menos, creo que no.

—¡Caramba! No sabía eso de tu abuela —comentó Fay—. ¿Qué hacía ella en Rusia?

—No estoy muy segura, porque casi nunca habla de eso.

Abbie confiaba en poder convencer a su abuela de que hiciera lo contrario. En la vida llegaba un momento en el que había que revelar información a la familia. Además, había más cosas que quería preguntarle a su abuela, entre ellas lo del testamento que tan claramente había alterado a su padre.

¿Era posible que las cosas estuvieran tan mal? Mantener Carreck Place sin duda era caro, aunque la casa ya no tenía tantos empleados como en la época de su apogeo. Y la propiedad no estaba hipotecada, ni su padre tenía deudas, al menos que ella supiera. Siempre había sido un hombre muy prudente. De su madre tampoco habría podido decir nadie que era una manirrota, pues su guardarropa era el de una mujer de campo que optaba por tweeds y perlas y pasaba su tiempo libre en el jardín o caminando por los páramos. Nunca había comprado pieles caras ni joyas, a pesar de que vendía muchas piedras preciosas de valor en su tienda.

Pero culpar de la muerte de su madre a una rebeldía de juventud era muy doloroso y totalmente injusto. Abbie confiaba en que su padre se diera cuenta de ello pronto, aunque su hermano insistiera en sus acusaciones.

—¿Por qué está Robert tan preocupado? —preguntó—. Parece más tenso que de costumbre y me echa la culpa de todo, cuando parece más probable que fuera la situación económica lo que llevó a mi madre al límite.

Fay le lanzó una mirada compasiva.

—Oh, querida, siento que esté tan tenso.

—No te preocupes, estoy acostumbrada. Siempre le gustó darme órdenes. Aunque yo nunca hice mucho caso de sus sermones de hermano mayor —dijo Abbie con una risita.

Fay sonrió.

—Se queja de que tú nunca le hacías ningún caso.

—Se lo hacía de vez en cuando, si el consejo valía la pena. —Abbie se echó a reír—. Pero los dos tendemos a mostrarnos testarudos si no estamos de acuerdo en algo. Entre nosotros siempre ha sido así, y admito que yo también estoy algo tensa en este momento.

—No me sorprende. Oye, sé que no es asunto mío, pero no seas muy dura con él. Es un buen esposo y un padre excelente para nuestros hijos, pero tiene sus propios problemas en este momento. Esperaba que lo hicieran socio de su empresa este año, pero eso no se ha materializado y ahora está algo estresado.

—Pero eso no es razón para que pague su decepción conmigo, ¿verdad? Me niego en redondo a que me hagan responsable de la muerte de mi madre, y Robert no tiene derecho a hacer una acusación de ese tipo.

—Estoy segura de que no pretendía decirlo así —insistió Fay, obviamente decidida a defender a su esposo.

Abbie se alegró de que la excursión le hubiera dado la oportunidad de conocer un poco más a su cuñada. Todavía no sabía qué pensar de Fay. A veces parecía una criatura gentil y cariñosa, una madre entregada, pero otras veces hacía algún comentario cáustico como el de la paternidad de Aimée, que resultaba muy hiriente. Por supuesto, era muy natural que se pusiera del lado de su esposo. Aun así, sus siguientes palabras sorprendieron a Abbie.

—Llevaba un tiempo preocupado por el estado de ánimo de Kate y le habría gustado que estuvieras aquí.

—¿De verdad?

—Ya lo creo. Echaba de menos tenerte por aquí.

Abbie se recordó que no siempre habían estado enfrentados, aunque la rivalidad fraterna se apoderara de ellos a veces. Sin hacer más comentarios, sacó el libro y leyó un pasaje a los niños, el pasaje en el que los pequeños Walker salen a navegar en su barco Vencejo y se encuentran con la familia Blackett, que fingen ser piratas en su barco Amazona.

—Ahora tendrás que leerles el resto de la historia —dijo Fay, riendo, cuando Abbie cerró el libro y los dos niños más mayores empezaron a protestar.

—Será un placer.

El barco llegó al muelle y Aimée pidió un helado. Jonathon la secundó en el acto. Los temas familiares difíciles quedaron archivados temporalmente en favor de una tarde agradable junto al lago.

 
CAPÍTULO 4

 

Abbie miraba abrumada por la ventana de su dormitorio. En su transistor sonaba la canción de Andy Williams Can’t Get Used To Losing You, que era exactamente lo que ella sentía en aquel momento. Perder a su madre justo cuando más la necesitaba, cuando más necesitaba la tan anhelada reconciliación con ella, le resultaba insoportable. ¡Qué cruel era la vida a veces! ¡Si al menos poseyera la fuerza de su abuela! Observó a los cisnes cantores preparándose para abandonar Carreckwater con destino a las zonas de cría de verano en la tundra ártica. ¡Qué lejos tenían que viajar aquellas hermosas aves! Y a una zona todavía más fría que aquella. Más o menos lo que había hecho Millie cuando había zarpado para Rusia.

Esa idea le recordó que había prometido ir a visitar a su abuela el día anterior, promesa que aún no había cumplido porque habían vuelto a casa bastante tarde de su excursión a Coniston Water. Dejó a Aimée al cuidado de la señora Brixton, que se alegró de que la niña la ayudara a preparar bollos de mantequilla para el té, y partió para la casita.

Mientras caminaba, admirando los jacintos amarillos que bordeaban el sendero de piedra, tuvo claro lo que debía hacer. Tenía que investigar la verdadera causa de lo que había destruido a su madre, y que ahora amenazaba con arruinar su relación con el resto de la familia. Tenía que descubrir más cosas sobre Kate, en particular sobre las privaciones de su primera infancia antes de que la adoptaran, y sobre sus años adolescentes, presuntamente problemáticos. Quizá así pudiera entender por qué la vida de su madre había llegado a un punto tal que no había visto otra solución que ponerle fin.

Encontró a su abuela sentada en el pequeño invernadero de la parte de atrás de la casita. Miraba al sureste, así que era un refugio de sol a aquella hora de la mañana, incluso en un día fresco de finales de marzo. La anciana tenía un libro abierto en el regazo, pero no leía, sino que miraba el jardín con expresión inescrutable. Abbie pensó que todavía era muy guapa, con pómulos altos y muy pocas arrugas. A su lado, sobre la mesa, había una bandeja de café. Abbie se sirvió una taza y se sentó junto a su abuela. Sonrió cuando Millie extendió la mano para apretar la suya con calor.

—Siento no haber venido ayer, abuela. Nos llevamos a los niños a Coniston Water a pasar la tarde.

—Me alegro. Espero que eso haya servido para animar a todos.

—Claro que sí. —En el agradable silencio que siguió, Abbie tomó un sorbo de café y observó a una golondrina volar con frenesí recogiendo material para su nido—. ¿Recuerdas una vez que fuimos las tres a Coniston Old Man, conmigo protestando todo el camino por lo lejos que estaba y mamá animándome a seguir?

Millie sonrió.

—Y cuando nos acercábamos a la cima, echaste a correr y nos ganaste a las dos.

—Ella me dio una placa por ganar. La hizo con un trozo de pizarra en el que talló las palabras «artista estrella». Todavía la tengo. ¡Cómo nos divertíamos entonces!

Las dos guardaron silencio de nuevo, recordando días mejores. Después, Abbie suspiró.

—Todavía no consigo entender por qué mamá hizo algo así. Sobrepasa mi comprensión. Pero, por otra parte, nunca fue una mujer fácil de entender.

—Es cierto que era una persona bastante complicada, un poco machacada, como diríais los jóvenes. Pero, por otra parte, tenía muchas cosas que asimilar. Empezando por no saber quién era exactamente.

—Eso debió de ser horrible para ella.

—Me temo que la perturbaba mucho.

Abbie intentó recordar la primera vez que había sabido que su madre era adoptada, quizá cuando empezaba a crear problemas en sus años de adolescente. Kate le había dicho que se considerara



  

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